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Dolores ALEIXANDRE
Religiosa de Sagrado Corazón
Profesora de Sagrada Escritura
en la Universidad Comillas
Madrid
La verdad es que la primera objeción acierta: estamos ante un lenguaje mítico, pero
porque resulta imposible hablar de cualquier aspecto de la fe sin acudir al lenguaje
analógico: «La mediación de los símbolos penetra y empapa todo el suelo de la teología
(...) La teología se pone en marcha por experiencias simbólicas y no por análisis puramente
racionales de datos neutros (...) Es absolutamente imposible para la teología cristiana
trabajar sin conceptos analógicos: Dios, salvación, autoridad, vida eterna, resurrección,
perdición... Irremediablemente, siempre nos encontramos con la necesidad de plantear
analogías para exponer o interpretar lo cristiano» 1.
Uno de los primeros testimonios literarios que conserva la humanidad (2500 a 2000 a.C.)
es un himno sumerio, «Descenso de Inana al infierno» en el que una divinidad femenina
desciende al mundo inferior, lucha y vence al poder antidivino, que al final la deja en
libertad a cambio de que ella envíe otra presa. En otro poema acádico es «Istar», la que
desciende al infierno diciendo: «Quiero resucitar al que está muerto..., para que la vida
supere a la muerte».
Este mito de dioses o héroes que descendían a los infiernos para liberar a los muertos
impregnó muchos mitos griegos, tuvo influencia en las regiones siro-palestina y antioquena
y era conocido en los medios de los que surgieron el Nuevo Testamento y los apócrifos.
Los nombres dados al «infierno» varían: los LXX traducen el sheol del AT por hades; en
otros textos aparecen el tártaro, la gehenna, el abismo...
Para acercarse al sheol del AT hay que dejar atrás el imaginario que puebla nuestra
mente a propósito del infierno: el sheol es el lugar de abajo, en contraposición a los cielos,
que son la morada del Altísimo. Cuando alguien muere, el «alma» que, hace viva a la
persona, vaga como una sombra en el espacio subterráneo del sheol, en el que «no hay ni
obra, ni pensamiento, ni saber, ni sabiduría» (Qo 9,10). Es el lugar del silencio, del olvido y
de la perdición, lugar de tinieblas sin sufrimiento y sin alegría. No hay retribución fuera de
esta vida. Descender a los infiernos es hacer la experiencia de la muerte, de la inexistencia
y de la nada; es el corte de todas las relaciones con los otros y con Dios en un lugar de
ausencia donde no se puede continuar el diálogo con Dios ni la alabanza. Es estar sujeto a
las garras del sheol, un monstruo insaciable que acecha constantemente a sus presas. El
movimiento de descenso aparece con frecuencia en el AT para expresar la asombrosa
proximidad de YHWH, que, por su misericordia, establece vínculos con los humanos.
Más tarde aparece la idea de que YHWH puede arrancar a sus fieles fuera del dominio
del sheol, y se sugiere la existencia de una victoria de YHWH, que irá más allá de sus
fronteras: «Tú sacaste mi vida del sheol, me llamaste a la vida de entre los caídos en la
fosa» (Sal 30,4). El creyente se ha sentido alcanzado por las fuerzas de la muerte, que se
ha introducido en su vida aproximándole a la esfera del sheol; pero la intervención de
YHWH lo ha liberado de todo aquello que amenazaba su existencia.
En la teología más cercana al NT, la Sabiduría ejerce su derecho de propiedad sobre el
universo entero:
El tema del descenso a los infiernos se enraiza de alguna manera en este tipo de
representaciones.
Está claro que no coincide con el infierno ni con el cielo de la teología posterior.
«Cristo murió una vez por vuestros pecados, el justo por los injustos,
para conducirnos a Dios; sufrió muerte en el cuerpo, resucitó por el Espíritu,
y así fue también a predicar a los espíritus encarcelados» (I Pe 3,19).
«Por eso dice: Subió a la altura, llevando cautiva la cautividad y dio dones
a los hombres. ¿Qué quiere decir 'subió', sino que también bajó a las
regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por
encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (Ef 4,8-10).
«Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Él puso su mano derecha
sobre mi diciendo: 'No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo, el que vive;
estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las
llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1,17).
«La justicia que viene de la fe dice así: 'No digas en tu corazón: ¿quién
subirá al cielo?, es decir: para hacer bajar a Cristo, o bien: ¿quién bajará al
abismo?, es decir: para hacer subir a Cristo de entre los muertos» (Rom.
10,6-7).
Frente al fatalismo de lo irreversible, los textos afirman que la historia del mundo tiene un
sentido nuevo, que las puertas del infierno retroceden y la buena noticia del Resucitado
alcanza a todos. Los Padres lo entendieron bien: «¿No engloba Dios con su propia e
incomprensible profundidad todas las profundidades del mundo infernal El, que es más alto
que todos los cielos y más profundo también que el infierno, porque en su trascendencia lo
reune todo?»2. «El Señor llegó a todas las partes de la creación..., a fin de que todos
encuentren por todas partes al Logos, hasta el que se halla extraviado en el mundo de los
demonios»3.
Los textos patrísticos, desde el siglo II, insisten en la solidaridad compasiva de Cristo: su
descenso consumó en los últimos tiempos su encarnación y su muerte, porque la meta de
la encarnación es la participación en la suerte de los humanos: sólo lo sufrido queda curado
y redimido. Su estancia con los muertos significa que el Hijo debe ver de cerca lo
imperfecto, informe y caótico de la creación (Ireneo). No es asombroso que Cristo
descienda a los infiernos: el médico debe estar junto a los enfermos (Origenes).
Dios soporta en Cristo, con su hondura inigualable, todos los horrores del inframundo:
«Antes de la redención, el fondo del mar era una cárcel y no un camino. Pero Dios convirtió
el abismo en camino». El mismo descenso se repite cada vez que el Señor baja al hondón
de los corazones desesperados (Gregorio Magno).
Él, por su compasión hacia nosotros, cargó con todo lo que provoca temor y horror:
quiere asemejársenos habitando en las sombras de la muerte donde las almas estaban
aprisionadas con cadenas insalvables (Andrés de Creta). «Puesto que él desciende al
Hades, baja con él y conoce allí el misterio de Cristo»4.
En los evangelios se narra lo que ocurrió «de madrugada»; por eso no hay
representaciones de la Resurrección hasta el siglo XI y en Occidente. La iconografía
bizantina lo expresa a través de dos iconos: el descenso a los infiernos y las mujeres en la
tumba; y como ésta aparición se leía en el segundo domingo pascual, el icono del descenso
a los infiernos se convirtió para la Iglesia ortodoxa en el icono de la Resurrección o
7. Habla la teología
Cristo, al bajar al Hades, entra en la capa más profunda de la realidad del mundo, en el
fondo que une radicalmente todo. Él se derramó sobre el mundo entero en el momento en
que por la muerte se quebró el vaso de su cuerpo y se convirtió, aun en su humanidad, en
lo que ya era realmente por su dignidad: en el corazón del mundo, en el centro íntimo de
toda la realidad creada. Siempre tenemos que ver con esta profundidad última del mundo
que Cristo tomó al bajar por la muerte a lo más hondo del mismo. Al morir, él ha compartido
con nosotros este absurdo que.llamamos muerte. El no problemático ni dividido ha
compartido con nosotros el problema irresoluble de la muerte, ha participado de nuestra
última suerte (K. Rahner)7.
La solidaridad de Cristo con los muertos les ahorró la experiencia de estar muertos y, al
cargar vicariamente con esa experiencia, hizo que la luz de la esperanza iluminara siempre
el abismo. Él es el único que sobrepasó la vivencia general de la muerte y llegó a tocar el
fondo del abismo: estuvo más muerto que nadie. El poder que aprisionaba a los muertos
queda convicto de que es incapaz de retener a nadie, y la derrota del enemigo coincide con
una penetración en el ámbito más íntimo de su poder. Si en la tierra era solidario de los
vivos, ahora en la tumba, es solidario de los muertos y reconcilia al mundo entero con Dios
(H.U. von Balthasar) 8.
«El oficio del sábado de Pasión canta: 'Has descendido a la tierra para
salvar a Adán y, al no encontrarlo, has ido a buscarlo hasta los infiernos'.
Hasta allí irá Cristo a buscarlo, cargado con el pecado y los estigmas del
amor crucificado y con la preocupación sacerdotal de Cristo-Sacerdote por
los que están en el infierno. Si el Reino de Dios está en medio de vosotros,
el infierno está también presente: en toda una parte del mundo moderno ya
está Dios excluido. El bautismo no es sólo morir y resucitar con Cristo, sino
también descender a los infiernos siguiéndole. A diferencia de Dante, a
quien Péguy reprochaba descender a los infiernos como un turista, los
bautizados encuentran allí a Cristo; ésta es además la misión de la Iglesia»
(P. Evdokimov) 11.
Por eso se hace indispensable cultivar una actitud de oposición a las redes de la mentira
y, al abrir el periódico o poner la TV, conectar con el detector de basuras de nuestro
sentido crítico para cultivar la duda, no ser ingenuos, preguntarnos siempre por quién
administra las noticias, darnos cuenta de qué valores, qué formas de vivir, qué imágenes de
la «buena vida» se promueven, qué infiernos se soslayan.
Pero para hacer esto necesitamos buscar compañía, porque ningún individuo puede
enfrentarse solo con la verdad de estos infiernos: es un tipo de «saber» que hay que
soportar entre muchos. Necesitamos comunidades, redes, grupos de trabajo en los que
podamos «cargar con la realidad juntos» y construir un nuevo tejido social alternativo en
este tiempo de desarticulación de los movimientos y de la resistencia. «Pasar de las
pintadas en las paredes a Internet», saber poner la alta tecnología de la información al
servicio de los pobres, ser más astutos que los «hijos de las tinieblas» 13.
* En medio de un mundo que sólo valora a los que triunfan y ascienden, asociarnos a
Jesús en su descenso hacia los «lugares de abajo».
Dios, en su Hijo, no está ausente de ningún lugar, ni siquiera de aquellos de los que la
violencia, el odio o el sinsentido parecen excluirle y que se manifiestan a escala mundial. El
creyente puede bajar a esos ámbitos donde la muerte ha echado su firma, sabiendo que
cuenta para ello con la gracia de su bautismo. Está injertado con Cristo en su muerte y en
su Resurrección, y también en su descenso a los infiernos, y en él encuentra la fuerza para
resurgir de ese mundo de sombras.
Se trata de una dinámica perversa, en total contradicción con todo lo que podemos saber
del Dios que «lleva a cuestas a sus hijos» (Is 63,9) y que convoca a cada uno a ser
«guardián de su hermano»:
En la misma clave del Bodishatva del budismo, que renuncia a no entrar en el nirvana
mientras no haya salvado la última brizna de polvo del universo, el descenso de Cristo a los
infiernos se convierte en una metáfora de incorporación, de negativa a acceder a la propia
felicidad dejando atrás a otros. En expresión de Levinas, a causa de la responsabilidad
infinita que hace a cada uno el «rehén» de su prójimo, «el retorno a sí se hace interminable
rodeo, porque lo humano no respira más que en el inestable terreno de ese rodeo: un rodeo
que no se parece a la desorientación pura del que se ha perdido, sino que tiene muchísimo,
todo que ver, con un exilio traspasado por la esperanza de la tierra prometida»15.
Las actas de los mártires cuentan que los cristianos llevados a la muerte, en vez de
crisparse de manera estoica o de rebelarse, se dejaban sumergir en la fe, con una especie
de humilde confianza en Cristo crucificado. En aquel momento quedaban transformados,
precisamente allí, en aquel infierno. «El Coliseo de Roma, ese enorme cono que se hunde
en la tierra, es realmente la imagen de los círculos del infierno. Cuando eran arrojados en él
y se dejaban deslizar hasta el interior de Cristo crucificado, el Cristo presente en el infierno,
se llenaban de la fuerza de su Resurrección, que les daba un gozo y una paz
inesperadas»18.
Una parábola en la que Abel retorna para perdonar a un Caín anciano y angustiado por
la culpabilidad 19, puede servirnos para entender mejor la dimensión subversiva que
contiene el descenso de Cristo a los infiernos: el Caín que hay en cada uno de nosotros
recibe la visita de Cristo-Abel, que representa a todas las víctimas de la historia y que
desciende hasta el ámbito infernal donde nos encierra nuestra complicidad con la violencia,
para liberarnos con su perdón. Y al sabernos perdonados y reconocer que Dios no tiene
nada que ver con cualquier reciprocidad violenta, nos damos cuenta de que ni siquiera
nuestros pasos falsos pueden alejarnos de él, sino que él puede servirse de ellos para
atraernos a sí. Y sólo a partir de ahí podemos sentirnos implicados dentro del movimiento
reconciliador y solidario de Cristo.
Dolores ALEIXANDRE
SAL-TERRAE 1998, 5 págs. 407-422
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1. TORNOS, A., «Función simbólica y trabajo teológico»: Miscelánea Comillas 42
(1984) 70-72.
2. GREGORIO MAGNO, Moralia, 1.10, c.9 C: PL 928.
3. ATANASIO, De incarnatione, 45: PG 25, 177, SC 18.
4. GREGORIO NACIANCENO, Or. 45, In Sanctam Pascha, n.24: PG 36,657A.
5. EPIFANIO DE SALAMINA: PG 43,440-464.
6. ROMANO EL MELODIOSO, Oda XXXVII: SCh 128,461-483.
7. Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1965, 72-74
8. Mysterium Salutis III, Madrid 1980, 739-761
9. «La descente du Chnst aux enfers. Problématique théologique»: Lumiere et Vie 87
(1968) 61-62.
10. Tod. Suugan 1971, 121-144 (Citado por J. NOEMI, «El descenso de Cristo a los
infiernos»: Teología y Vida 35 [1994] 285).
11. El amor loco de Dios, Madrid 1972, 89-90.
12. Intervención en la TV francesa en un programa dedicado a «La Ortodoxia», 26-lV- 1
992.
13. «Propuestas para la coyuntura neoliberal», Agenda Latinoamericana 1998. Otra de
ellas es ésta: «No dejar de creer que es posible organizar el mundo de otra manera. La
'imposibilidad' actual es simplemente fáctica: no hay voluntad de hacerlo, estamos
dominados por quienes no quieren hacerlo. Pensar que no hay alternativa o que es
imposible, sería aceptar el 'final de la historia', el fracaso de Dios y la derrota de los
humanos. No esperar a que fracase el neoliberalismo para atreverse a denunciar los
estragos que provoca y su carácter antiético esencial. La lucidez profética consiste en
declararlo ahora, no cuando, quizá muy pronto, sean los mismos directores del FMI o del
Banco mundial quienes reconozcan su fracaso. Cuando esto ocurra, no faltarán profetas
oportunistas que corearán lo que ahora, sumidos en un mar de perplejidades, no logran ver.
Ser hoy, en ese sentido, continuadores de aquellas heroicas excepciones que se atrevieron
a enfrentarse con el tráfico de esclavos de los siglos XVI-XIX cuando nadie, ni en la
sociedad ni en las Iglesias, se atrevió a negar la supuesta legitimidad evidente del sistema
esclavista dominante».
14. J.L. SEGOVIA, «Descenso a los infiernos o las moradas de la marginación»: Boletín
CEMI 44, Octubre 1995, 10-14.
15. C. CHALIER, Levinas. La utopia de lo humano, Barcelona 1995, 76.
16. Op. cit. 61.
17. A. OLIVER, Apuntes ciclostilados de su curso de Antropología. Fundación A. Oliver.
Madrid.
18. O. CLÉMENT, op. cit., 5.
19. ALISON, J., «El retorno de Abel: la teología como elaboración de historias de vida»:
Anámnesis V (1995) 2.5-19
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