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Desprecio y marginación en Frankenstein

Por: Santiago López Londoño.

“Tú, huésped, no me ocultes con trazas astutas aquello que quiero de tu


boca saber, que a ti cumple también declararlo. Habla y di cómo allá te llamaban
tu padre y tu madre, tus vecinos y aquellos que habitan los pueblos cercanos. En
verdad no hay mortal que carezca de nombre, ya sea miserable, ya egregio, una
vez que nació, pues a todos se lo ponen sus padres después de engendrarlos”.
(La Odisea, Canto VIII, V. 547-554).

No creo sea para ningún lector un misterio el descubrir en esta obra las
claras muestras de extrema marginación a la que se somete a la criatura de Víctor
Frankenstein. Tampoco puedo imaginarme a un lector que haya omitido pensar su
propia condición como ser social al haber estado imbuido, si quiera por unos
instantes, por las patéticas súplicas de piedad con las que el creado buscaba
hacerse entender ante su creador cuando le expresaba su anhelo desesperado
por un afecto que jamás conseguiría, ni siquiera en el causante de su origen, pues
el sesgo estético, de la mano a la excéntrica estatura, la grotesca apariencia y la
ausencia completa de identidad, eran un muro impenetrable de camino a la
aceptación de los demás. Él, el salvaje, el único hombre sin nombre y que aún
fluyendo por su cuerpo la fuerza de un oso, jamás podría arrebatar con la potencia
de sus brazos el afecto que se consuma y degusta en las enmarañadas relaciones
humanas.
Ni Adán, ni tampoco Lucifer. Esta criatura, como muchas veces se repite en
esta obra, no era más que algo similar a un hombre, pero sin nada o nadie que lo
quisiera, siguiera sus pasos o le propiciara, como mucho, una mirada de afecto
con la cual apaciguar su soledad. No existía para él una Eva con la que
corromperse ante el impregnado sabor a duda proveniente del fruto del árbol
sagrado; pero tampoco perversos demonios que quisieran admirar y nutrirse del
odio que se fermentaba en sus entrañas a medida que recibía de los demás el
desprecio sin claras posibilidades de réplica. Su única alternativa era el odio en
ejercicio, la violencia física, sin embargo, aquella racionalidad y sensatez del
monstruo, arrojaba a sus ojos una triste respuesta: la forma en la que había
llegado al mundo, desbordaba las posibilidades de rodear, aunque sea, los límites
máximos de inclusión que ofrecía la normatividad de una especie que había
seguido, hasta ahora, un proceso de nacimiento acorde a su naturaleza, con
ciertas regularidades, pero también increíbles y peculiares irregularidades.
Irregularidades, sí, pero jamás una como esta. Una tal monstruosidad… más
cercana a la apariencia de una momia que al aspecto de un hombre vivo. Esta
hipérbole de lo anormal y lo feo, esta forma de aislar, casi que, como una
abstracción fruto de la exageración, representa, a juicio de quien escribe, la forma
más elemental y común de discriminación: el juicio estético que utiliza como
medida de peso el grado de participación o no participación de algún canon
estético. Esta criatura, como no puede ser de otra forma, se hallaba fuera de todo
canon y, de nuevo, su activa racionalidad le dictaba que esto era un defecto
humano, más o menos inconsciente, pero no por ello menos amargo para su
ánimo.
Decimos, pues, que la apariencia física es un sesgo para el observador,
una recia pared que se tiende en una instancia media entre la vista y la meditación
racionalizada sobre esta experiencia. El creado, hipérbole, ya lo dijimos, de
fealdad, no solo parece a los otros repulsivo, sino que también parecía suscitar en
ellos un sentimiento inmediato de alerta, un instinto de supervivencia, una reacción
cumbre del rechazo por motivos estéticos. ¿Quién no ha presenciado o sentido
inclinarse hacia una persona, no solo estética sino también moralmente, solo por
como luce?, o, ¿quién no ha sabido de un individuo que, así considerado sin
gracia física, al caer o sufrir vergüenza pública, genera en los ánimos de los
espectadores más lástima que un deseo de reincorporarle en la normalidad que
reinaba a rededor? Con esta hipérbole asumida en la personificación de la criatura
desgraciada, se nos expone, a juicio de un servidor, lo que parece ser, en primera
instancia, un requisito para penetrar más allá de las puertas de las relaciones
sociales y para, finalmente, cuajar adecuadamente en estas, sin despreciar otras
formas de permear en dichos entornos.
Ahora, no podríamos permitirnos decir que a esto se reduce el sufrimiento
del monstruo. No sería adecuado dejar que la desgracia de la criatura, tan bien
expuesta en este libro, se perdiese en medio de un exclusivo señalamiento de
cómo afecta la lotería de la gracia física en nuestra inclusión social o el rechazo de
esta. En este orden de ideas, nos topamos con un problema fundamental, un
aspecto central del individuo inmerso en el grupo: la necesidad de un nombre, un
dispositivo de identidad, una palabra con la que relacionarnos, familiarizarnos. El
ritual onomástico, el requisito de nuestra especie gregaria en la que no basta
únicamente con una distribución del trabajo o una simple separación jerárquica. El
ser creado por Víctor no era un exiliado, pues jamás había pertenecido a algún
lugar, jamás había tenido un nombre para más o menos disociarse y no perder su
identidad en medio del grupo al no trascender el puro discernimiento por
reconocimiento de cualidades físicas. Su falta de identidad por ausencia de
nombre, es el símbolo de la marginación en este texto. Marginación que, junto al
odio de su propio creador, el haber sido arrojado al mundo sin saber cómo
interpretarle y el desprecio inmediato de quienes a lo lejos le hacían brotar
sentimientos de nobleza, terminarían por envilecerlo al punto de condenar a su
creador por haberle impuesto, en un desenfreno egoísta y ambicioso, la agonía de
una vida absurda, dolorosa, en aislamiento y en el más extremo anonimato. El
sentido a su vida será, en los últimos instantes del libro, hundir a su autor en la
tragedia de la muerte de sus allegados y la interminable persecución.

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