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El problema del mal

Hernando Gómez Buendía

¿Qué hace que en este país individuos comunes y corrientes terminen cometiendo los crímenes más atroces?

Pensando en lo que pasa en Colombia –en tantas cosas que pasan en Colombia–, creí bueno escribir esta notita sobre un
asunto que ha ocupado muchísimos volúmenes en la historia de la filosofía moral, las religiones, las ciencias sociales y, por
supuesto, la historia a secas: ¿por qué personas comunes y corrientes acaban perpetrando masacres o asesinando a sangre
fría o torturando de maneras refinadas?

Es el problema del Mal. No en el sentido común y vago del mal como algo opuesto de algún modo al bien, sino del Mal como
la decisión voluntaria de practicar un acto tan horrendo que ningún ser humano “normal” o “decente” pensaría siquiera en
cometer.

Más que cualquier otra, esas acciones horrendas hacen abominable la condición humana y ponen en entredicho nuestra
razón de ser. La presencia del Mal en nuestro mundo también hace imposible la existencia de un dios: si Él es el bueno y si lo
sabe todo y si lo puede todo, no pudo por supuesto crear al hombre que practica el Mal. Es la cuestión que a lo largo de los
siglos atormentó a las religiones y a las filosofías morales, desde Zoroastro y Confucio hasta Kant o Kierkegaard, pasando
por san Agustín o por Lutero.

Pero esta notita no es el lugar para entrar en las honduras de la teodicea, es decir, de la ciencia o la presunta ciencia que se
ocupa cabal y largamente de reconciliar o intentar reconciliar la existencia de Dios con la del Mal.

Y vuelvo a lo mundano. Cuando aludí de entrada a las “personas comunes y corrientes” que acaban perpetrando esos
horrores, ya estaba yo tocando el fondo del asunto: la mayoría de los perpetradores del Mal –de genocidios, masacres y
torturas– no son enfermos mentales, ni nacieron perversos, ni son “degenerados”. Son personas comunes y corrientes,
personas como usted y como yo.

Cierto que hay monstruos (no sé cómo llamarlos) como Pablo Escobar o Garavito, el que mató a 172 niños en ciudades y
campos, o como el noruego que no hace mucho asesinó a76 personas al azar, o como tal vez la nuera de Gadafi, de la cual
supimos en estos días que amarraba a la niñera de sus hijos y le echaba agua hirviendo.

Cierto además que cada uno de nosotros piensa que las personas son buenas o son malas, y que uno mismo es por
supuesto de las buenas.
Y cierto que los medios y algunos congresistas que hasta pasan por verdes pintan así a la gente, en blanco y negro, para
pedir a gritos la pena de muerte y de paso volverse populares.

Pero la cosa es todavía más terrible que los “monstruos” y que buenos-o-malos y que la demagogia de los medios o los
congresistas.

Hannah Arendt fue una mujer fascinante, filósofa y judía que quiso comprender el porqué del Holocausto y fue a Jerusalén
para el juicio de Eichmann. Esperaba encontrarse con el monstruo o el enfermo mental que organizó y disfrutó el mayor
genocidio de la historia; vio en cambio a un hombrecillo que en otras condiciones habría sido quizás cajero de algún banco, y
publicó su libro Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal con esta conclusión espeluznante: “Ellos (los
criminales nazis) somos nosotros bajo otras circunstancias”.

El Mal –o como dijo Nietzsche, “las acciones humanas que hacen tambalear la confianza en el mundo”– no es algo
excepcional sino el producto, finalmente inmundo, de una cadena de sucesos mundanos y cotidianos. Cualquiera –
casi cualquiera– de nosotros puede ser parte de las peores atrocidades y así, para desdicha nuestra, lo han comprobado los
experimentos.

Algunos son famosos. Precisamente a raíz del Holocausto, el profesor Stanley Milgram escogió mil personas al azar y les
puso la tarea de “enseñar” matemáticas a una serie de actores entrenados para fingir distintos grados de dolor. Las
respuestas erróneas merecían choques eléctricos de intensidad creciente a medida que ocurrían los errores. Pues, ¡oh
desilusión!, más del 90% de los “maestros” superaron el “umbral del sadismo”, y muchos provocaron convulsiones o
desmayos en sus “alumnos”.

Otro psicólogo simuló una prisión en un sótano de la Universidad de Stanford donde los “reos” eran humillados y después
maltratados por “guardianes” escogidos al azar, hasta llegar a los actos más atroces. Los presos aprendieron la obediencia
abyecta y torturaron a sus compañeros con tanta o más sevicia que sus guardias. El propio “superintendente” de la prisión –el
profesor que diseñó el experimento– acabó por tolerar los abusos y tuvo que abortar el estudio después de apenas ¡seis
días!

Esos experimentos, con sus muchas variantes, más el estudio de casos reales (del tipo Abu Ghraib) han ayudado a entender
en detalle cómo y por qué la gente buena acaba haciendo las cosas más horribles. Por ejemplo, que comenzamos dando un
pequeño paso y lo hacemos con mayor decisión:
1. Cuando podemos esconder nuestra identidad (por eso los torturadores prefieren usar máscaras);
2. Cuando el “superior” dice que asume la responsabilidad (por eso las organizaciones más autoritarias o menos deliberantes
cometen la peores atrocidades);

3. Cuando vemos que otras personas lo hacen (por eso los departamentos de policía más civilizados del mundo evitan el
patrullaje en grupos o en patotas);

4. Cuando creemos que la víctima es inferior o no es humana (como el judío o el negro o el gitano, o como el campesino o el
indígena en Colombia), o

5. Cuando nos dan el poder pero no nos supervisan (y por eso el poder es peligroso, cualquier poder es irremediablemente
peligroso).

Queda probado pues que ellos somos nosotros bajo otras circunstancias.

Algunas de esas otras circunstancias son rasgos de la personalidad que –en efecto– “predisponen” al mal (digamos que es el
caso de Escobar o Garavito). Pero tener esos rasgos psicológicos no es una condición necesaria para que uno decida
practicar actos horrendos. Y en cambio hay otros factores que de por sí producen las conductas horrendas y que dependen
de la situación o de las circunstancias en que nos encontremos. En el laboratorio, la situación es el diseño del experimento
(imaginarse que uno es el “maestro” o el “guardián”), pero en el mundo real la situación es el contexto social: las normas
explícitas o implícitas que guían las conductas de los hombres.

Y aquí viene lo malo de Colombia. Que no se trata –o no se trata solo– de Garavitos y ni siquiera de Escobares, como los
suele haber en todo el mundo. Se trata de que, durante tantos años, tantos grupos organizados diferentes y motivados por
razones políticas –es decir, por el deseo o el presunto deseo de cambiar las normas por otras normas mejores– hayan
cometido tantas y tan horrendas acciones como las perpetradas en una seguidilla inacabable por los viejos y los nuevos, por
los eternos señores de la guerra.

Algunos llevamos muchos años intentando encontrar la explicación. Desde los “atavismos” de la raza o el embrutecimiento de
la chicha, pasando por la desigualdad extrema o la exclusión brutal, el sectarismo religioso o político, los monopolios de
poder o los círculos viciosos de venganzas, hasta las más refinadas o más abstractas hipótesis del tipo “negociación del
orden” (María Teresa Uribe) o “cultura mafiosa” (Luis Jorge Garay) o “país fragmentado” (Emilio Yunis) o “cultura de atajo” en
la obra de Mockus, o mi propia y modesta idea del “almendrón”.
Como quiera que sea, hay algo profundamente equivocado en una sociedad donde tantas personas durante tanto tiempo han
demostrado tanta voluntad para el Mal.

Y aquí regreso a los experimentos. No todos los “maestros” llegaron hasta el sadismo, ni todos los “guardianes” torturaron al
“preso”. Ni todos los nazis o aun los SS participaron en el Holocausto: podemos no ser ellos bajo sus circunstancias, y
este sencillo hecho restablece la confianza en el mundo porque, después de todo, ese hecho es la prueba –y es la única
prueba– de que sí somos libres.

O por lo menos, como dijo Marx, “el ser humano es libre, pero es libre en circunstancias que no son de su elección”. Las
circunstancias las crea cada sociedad, y Colombia, por alguna razón, crea un exceso de malas circunstancias. Tal vez por
tanto, después de tantos siglos, haya sido Aristóteles quien más claro lo vio. El carácter del hombre o su capacidad para
escoger el bien en vez del mal no puede provenir de la naturaleza sino de “la política”, es decir, de las instituciones sociales
que promuevan el respeto por sí mismo y ese mismo respeto por los demás.

Para que el Mal no se siga ensañando con Colombia, para que no tambalee la confianza de nuestros hijos y nietos en el
mundo, será pues necesario descubrir la política y reintentar en serio las instituciones.

Revista El Malpensante

Septiembre de 2011

Edición No 123

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