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Amalio Blanco
Universidad Autónoma de Madrid
Culpables de nacimiento
Por mucho que el cambio climático se cierna sobre nuestras cabezas como una amenaza
plausible y sombría, bueno será no perder de vista que el mayor problema al que se
enfrenta la humanidad sigue siendo el interminable goteo de acciones meditada e
intencionalmente perpetradas por unos seres humanos en contra de otros, enmarcadas la
mayoría de ellas en una copiosa violencia escudada y excusada en razones que se
revisten de ropajes muy diversos. Se trata de una violencia intencional que despliega sus
tentáculos tenebrosos en acciones definidas en clave política2, en razones de índole
racial o étnica, en elevados motivos religiosos, en escondidos argumentos de género o
1
En M. Cancio y L. Pozuelo (Coords.). (2008). Política criminal en vanguardia (pp. 259-305).
Madrid: Thompson/Civitas.
2
Tan sólo un dato a modo de ejemplo para ser conscientes de la dimensión que alcanza lo que tenemos
entre manos: según cálculos pormenorizados a cargo del historiador inglés Eric Hobsbawm, la violencia
política se cobró la friolera de 187 millones de muertos en el siglo XX.
2
3
Esta es la propuesta del eminente teólogo Jon Sobrino, que sabe de víctimas y de tragedias humanas (su
vida se desarrolla en El Salvador, país tradicionalmente azotado por diversas modalidades de violencia):
“dejarse afectar, sentir dolor ante vidas truncadas o amenazadas, sentir indignación ante la injusticia que
está detrás de la tragedia” (Sobrino, J. Terremoto, terrorismo, barbarie y utopía. San Salvador: UCA
Editores, 2003, p. 36).
3
menos tupida de normas de obligado cumplimiento, que se adhieren con más o menos
convicción a determinadas creencias, que comparten con más o menos entusiasmo
determinados valores, que ocupan diversos lugares en el entramado de influencia y de
poder y que están diferencialmente emplazados en el marco de producción, etc. Son
personas concretas las que ejecutan estas acciones, y también lo son quienes las sufren;
ambos responden a un mismo modelo de sujeto (se trata de sujetos socio-históricos),
aunque no necesariamente respondan al mismo tipo de persona. Quienes perpetran el
mal y quienes sufren sus consecuencias son, por encima de cualquier otra consideración,
personas corrientes, hombres y mujeres con las que convivimos día a día, ciudadanos de
a pie que comparten los espacios por donde transitamos. Los crímenes de la buena gente
(del Águila, 2005), la barbarie perpetrada por vecinos ejemplares (Blanco, 2005) ha sido
una constante a lo largo de la historia4. Los testigos del Holocausto nos ofrecen
ejemplos sin descanso. Primo Levi se queda estremecido ante el “refinamiento de
perfidia y de odio” mostrado por la burocracia nazi con la implantación de los
Sonderkommandos, escuadras especiales formadas por judíos (víctimas) encargadas de
llevar a cabo el último acto de la “Solución Final”: abrir las puertas de las cámaras de
4
Estamos aludiendo a la hipótesis de la banalidad del mal, sobradamente conocida, que Hannah Arendt
coloca, probablemente de manera desafortunada, en el título de su conocida obra en torno a la figura de
Adolf Eichmann. “A pesar de los esfuerzos del fiscal, cuenta Arendt, cualquiera podía darse cuenta de
que aquel hombre no era un ‘monstruo’, pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un
payaso” (Arendt, H. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen,
1999, p. 87). Aunque lo pueda parecer, la “banalidad” no se refiere a las acciones, sino a la naturaleza
ordinaria y común de sus perpetradores: “son muchos los signos que indican que ha llegado el tiempo de
explorar el espacio que separa a las víctimas de los perseguidores” (Levi, 1989, p. 35). Stanely Milgram
se atrevió a explorar esa zona en el espacio del laboratorio con un resultado parecido a la estrambótica
historia de Chaim Rumkoswki que cuenta el propio Levi: cualquiera de nosotros pudo haber sido un
eslabón en la cadena del Holocausto: “Es posible que sea esta la lección más fundamental de nuestro
estudio: las personas más corrientes, por el mero hecho de realizar las tareas que le son encomendadas, y
sin hostilidad alguna de su parte, pueden convertirse en agentes de un proceso terriblemente destructivo”
(Milgram, S. Obediencia a la autoridad. Un punto de vista experimental. Bilbao: Desclée de Brouwer,
1980, p. 19). Historias como las que cuenta Primo Levi, las puede encontrar el lector en Browning, C.
Aquellos hombres grises. El Batallón 101 y la Solución Final en Polonia. Barcelona: Edhasa, 2002;
Gross, J. Vecinos. El exterminio de la comunidad judía en Jedwabne. Barcelona: Crítica, 2002; Hilberg,
R. Las destrucción de los judíos europeos. Madrid: Akal, 2005; Goldhagen, D. Los verdugos voluntarios
de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto. Madrid: Taurus, 1997. El apoyo a las hipótesis de
Milgram lo encontará el lector interesado, con diversos y ricos matices, en Kelman, H., y Hamilton, L.
Crimes of Obedience. New Haven: Yale University Press, 1989; en el número monográfico de
“Personality and Social Psychology Review” (1999, Vol. 3, Nº 3) dedicado al estudio del mal y la
violencia (“Harming Other People: Perspectives on Evil and Violence”); en Fiske, Harris, L., y Cuddy, A.
Why Ordinary People Torture Prisioners. Science, 2004, 306, 1482-1483; en Waller, J. Becoming evil:
How ordinary people commit genocide and mass killings. Nueva York: Oxford University Press, 2002; en
muchos de los capítulos del libro editado por Arthur Miller, The Social Psychology of Good and Evil.
Nueva York: The Guilford Press, 2004; en de la Corte, L. La lógica del terrorismo. Madrid: Alianza,
2006; en Newman, L., y Rever, R. (Eds.). Understanding Genocide. The Social Psychology of the
Holocaust. N.Y.: Oxford University Press, 2002; Blanco, A. El avasallamiento del sujeto. Claves de la
Razón Práctica, 2004, 144, 12-21; Zimbardo, P. The Lucifer Effect. How Good People turn evil. Londres:
The Radom House, 2007.
4
gas e introducir en ella a los judíos5. Elie Wiesel los disculpa, y acaba por confesar: “a
veces me asalta una duda: y si no hubiera pasado once meses sino once años en un
campo de concentración, ¿estoy seguro de que habría mantenido las manos limpias? No,
no estoy seguro, y nadie puede estarlo” (Wiesel, 1996, p. 102). Los componentes de los
Comandos Especiales, señala Robert Antelme, no tienen nada de especial; ni siquiera lo
tienen las personas que torturaron a Jean Améry. Esperaba encontrarme, dice, con tipos
duros, malencarados, con las pistolas apuntando a sus víctimas indefensas, con narices
de boxeador y marcas de viruela, pero no: nos quedamos estupefactos al darnos cuenta
de que los tipos que nos torturaban no tenían “rostros de Gestapo”. Al contrario, eran
rostros comunes, rostros del montón (Améry, 2004, p. 87).
El segundo argumento se deja resumir en un corto y contundente aserto: las
víctimas de estas acciones intencionales y premeditadas6 son abierta, manifiesta y
objetivamente inocentes. La característica primordial de la víctima es su inocencia
manifiesta: nada hay en lo que hace, en lo que piensa y en lo que siente que sea
merecedor del desatino de perder la vida o de ver seriamente dañada su integridad física
y su salud mental como consecuencia de la acción premeditada de un prójimo. No es
ningún delito montar en un tren de cercanías una buena mañana de marzo de 2004, o
tener diez y ocho años y ser llamado al frente para defender la paranoia espumosa de un
payaso convertido en dictador e incluso en presidente de un país democrático. Tampoco
es un delito ser tutsi y acabar troceado a machetazos por un grupo de hutus por el mero
hecho de ser tutti. El Diccionario de la Real Academia señala tres acepciones para el
término “víctima”: a) alguien al que se ha destinado al sacrificio; b) persona que se
expone u ofrece a un grave riesgo en obsequio de otra, y c) alguien que sufre daño por
culpa ajena o por causa fortuita. Cuando, como en nuestro caso, el término se concreta
mediante una clara referencia a sus causas (la violencia intencional), estas tres
acepciones podrían adquirir el siguiente perfil: víctimas son todas aquellas personas
elegidas, preferentemente en calidad de su pertenencia categorial, de manera
premeditada, injusta (sin mediar causa alguna que lo justifique) y persistente como
destinatarios de la destrucción, del terror y de la muerte, y a las que se inflinge un daño
5
Inmediatamente después tenían que sacar los cadáveres de las cámaras, quitarles los dientes de oro,
cortar el pelo a las mujeres, separar y clasificar las ropas, trasladar los cuerpos a los crematorios, vigilar el
funcionamiento de los hornos, sacar las cenizas y hacerlas desaparecer (Levi, 1989, p. 44).
6
En algún otro momento nos hemos detenido en las ramificaciones e implicaciones que entraña la
característica de intencionalidad y premeditación aplicada a las acciones violentas (ver Blanco, A., Díaz,
D., y Schweiger, I. Argumentos para una propuesta psicosocial del trauma I: la intencionalidad del daño.
En S. Yubero, E. Larrañaga y A. Blanco (Coords.), Convivir con la violencia. Cuenca: Ediciones de la
Universidad Castilla-La Mancha, 2007, pp. 17-45.
5
que dejará huellas perdurables en su vida y en la de sus más allegados. Reyes Mate
sentencia con tino: “víctima es quien sufre violencia, causada por el hombre, sin razón
alguna. Por eso es inocente… La inocencia es la primera característica de la víctima”
(Mate, 2006, p. 20)7. Estos son los ingredientes que desde la perspectiva psicosocial se
utilizan para acercarse a una concepción del mal: a) intencionalidad; b) daño extremo;
c) inocencia de la víctima, y d) justificación ideológica.
El objetivo de estas cortas y modestas páginas es indagar los flujos que unen
ambos argumentos: el hombre corriente perpetrando intencionadamente acciones
dañinas contra un prójimo inocente (el ciudadano de a pie como protagonista del mal8) a
quien ha convertido en culpable. Nos preguntamos por los enredos cognitivos o
emocionales que pueden concurrir en nuestra mente para llegar a convertir a personas
inocentes en seres merecedores de lo más abominable, por las estrategias cognitivas y
emocionales en las que nos escudamos para justificar esa orgía de muerte y destrucción
que ha caracterizado la historia del ser humano desde aquella sombría metáfora de Caín
y Abel. Es necesario seguir preguntándose por esa “región crucial del alma donde el mal
absoluto se opone a la fraternidad” que atormentaba a Andrè Malraux. Eso es lo que
pretende Jorge Semprún al ofrecer testimonio de su experiencia en el infierno de
Buchenwald: “El envite no estribará en la descripción del horror. No sólo en eso, ni
siquiera principalmente. El envite será la exploración del alma humana en el horror del
Mal” (Semprún, 1995, p. 144). Es muy posible que no consigamos nada, (para ello
necesitaríamos nada menos que un Dostoievski, dice Semprún), pero lo intentaremos.
Robert Antelme, otro habitante del infierno, nos da una primera clave. Militante
en la resistencia francesa, entre 1943 y 1945 sufrió su particular vía crucis en las
estaciones de exterminio de Buchenwald, Gandersheim y Dachau. En la estación
intermedia forma parte de un comando encargado de extraer piedra de una cantera y
transportarlas en un remolque hasta el campo en construcción. El frío atenaza la
7
En un trabajo todavía inédito y teniendo como marco el reguero de víctimas causadas por el terrorismo
etarra, Aurelio Arteta añade una consideración adicional: el carácter “público” de la víctima: “llamamos,
pues, víctimas a las personas que han padecido ese daño público voluntario e inmerecido, sea tal daño
físico o psíquico, ya consumado y aún latente, con pérdida de su vida, de su integridad y salud o de otros
bienes básicos. Incluimos en esta categoría, además de las víctimas primarias o directas, también a las
indirectas o secundarias: los familiares o allegados, así como todos aquellos que viven con el temor
fundado a correr una suerte parecida” (Arteta, A. ¿Qué víctimas? ¿Qué justicia? Documento inédito).
8
El mal es degradación, humillación, destrucción, muerte de inocentes a resultas de un plan
preconcebido. A Primo Levi le ha quedado grabada su imagen: “si pudiese encerrar a todo el mal de
nuestro tiempo en una imagen, escogería esta imagen que me resulta familiar: un hombre demacrado, con
la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella
de pensamiento” (Levi, 2007, p. 155).
6
personalmente inocente, tal vez lo fuera de todos modos, aunque jamás hubiera cantado
La paloma. Tal vez aquel joven soldado no tuviera nada que reprocharse, nada salvo el
haber nacido alemán en la época de Adolf Hitler. Como si se hubiera vuelto inocente de
repente, de una forma totalmente distinta. Inocente no sólo de haber nacido alemán, bajo
Hitler, sino también de formar parte de un ejército de ocupación, de encarnar
involuntariamente la fuerza brutal del fascismo. Vuelto esencialmente inocente, pues, en
la plenitud de su existencia porque cantaba La Paloma. Era absurdo, lo sabía
perfectamente. Pero era incapaz de disparar a ese joven alemán” (Semprún, 1995, p. 46-
47).
Ese joven alemán personalmente inocente, que sería abatido por la Smith & Wesson dos
minutos después de ese paréntesis, se une a una interminable lista de culpables de
nacimiento. El domingo 21 de enero de 2007, el diario “El País” ofrecía a sus lectores
un reportaje encabezado por un título estremecedor, La muerte lenta tiene nombre de
mujer en Somalia: “Ser mujer en un no-Estado como Somalia es peor que una
desgracia, es una condena a una muerte lenta, cruel e invisible”. En la Alemania nazi
pasaba prácticamente lo mismo: ser judío abría de par en par las puertas para una
carrera de discriminación, humillación, deportación y muerte prácticamente segura. Ser
judío en la Alemania nazi era un delito. Pero no hemos avanzado mucho: desde hace
mucho ser “español” también parece un delito para el nacionalismo radical. Entre abril y
mayo de 1987, Ignacio Martín-Baró llevó a cabo una investigación con el propósito de
replicar algunos estudios llevados a cabo en Estados Unidos sobre el modo en que los
niños la idea de clase social. Entrevista para ello a más de 200 escolares de diversas
edades y pertenecientes a distintos sectores sociales. ¿Qué tendría que pasar para que no
hubiera pobres?, rezaba una de las preguntas. Parte de los niños entrevistados
contestaron sin pestañear: “Matarlos a todos” (Martín-Baró, 2003, p. 355-356)9.
Nacer mujer en Somalia, ser pobre en El Salvador, ser tutsi en Ruanda, haber
nacido judío en la Alemania nazi o ser concejal de un partido democrático en el País
Vasco era/es una condena a muerte: he aquí algunos ejemplos tomados al azar de entre
9
Ignacio Martín-Baró fue uno de los seis jesuitas asesinados por el ejército salvadoreño en el recinto de la
Universidad de El Salvador (UCA) el día 16 de noviembre de 1989. Junto a los seis sacerdotes fueron
asesinadas también dos empleadas, Elba y Celina Ramos.
8
una miríada de ellos que concretan y ponen rostro a la aguda apreciación de Robert
Antelme: ante los ojos de personas, de grupos y hasta sociedades enteras, estos
colectivos han sido y/o siguen siendo culpables de nacimiento. Hombres y mujeres,
alemanes y judíos, pobres y ricos, hutus y tutsis, creyentes y herejes: parece como si el
origen de nuestras desdichas hubiera estado en esa contumaz tendencia a dividir, separar
y diferenciar, de manera más o menos caprichosa, los elementos que conforman la
realidad social. Si ello es así, y sobradas razones hay para creerlo, deberíamos indagar
porqué no hemos sido capaces de poner freno a este quebranto. ¿Porqué nos obstinamos
en seguir percibiendo y evaluando la realidad social con ayuda de criterios y estrategias
que tan nefastos resultados nos han acarreado a lo largo de nuestra historia?
Sencillamente, porque a la mente humana le resulta más fácil, más cómodo y más útil
operar con la ayuda de categorías que hacerlo con estímulos aislados. Percibimos y
analizamos el entorno que nos rodea con ayuda de una herramienta cognitiva a la que
llamamos categorización. Puede que hacerlo así sea una trampa, advierte con su
acostumbrada lucidez Gordon Allport. Puede que no. Sea como fuere, se trata de una
característica humana básica (Tajfel y Forgas, 1981, p. 114), de un proceso capital para
nuestra vida social, una necesidad social y psicológica de primer orden que se remonta
al curso de la historia natural de las especies: “La diferenciación de la experiencia de la
realidad circundante en el organismo se desarrolla a lo largo de la filogénesis como un
importante mecanismo en la lucha por la supervivencia” (Doise, 1979, p. 154). El ser
humano trata “continuamente de construir una imagen del mundo que sea ordenada,
manejable y razonablemente simple. La realidad exterior en sí misma es caótica; está
llena de demasiados significados potenciales. Tenemos que simplificar para poder vivir;
necesitamos cierta estabilidad en nuestras percepciones” (Allport, 1962, p. 192), pero
ello está lejos de suponer una argucia tendida por la propia naturaleza a fin de acabar
con la especie. Todo lo contrario: es la excusa perfecta para la diversidad, pluralidad y
colorido de la mente; es precisamente ahí donde reside su grandeza: en su
multidimensionalidad categorial. El ser humano tiene y se siente perteneciente a
categorías múltiples: ser hombre o mujer, español o pakistaní, cristiano o hindú, es
perfectamente compatible con ser un activista antiglobalización, forofo de un equipo de
fútbol, militante de un partido político, directivo del Club Ciclista del barrio, miembro
de la Asociación de Antiguos Alumnos de la Universidad, etc. La trampa no reside en la
universal tendencia a la categorización, sino en recluir la pertenencia categorial en
casillas estancas, en encerrar la mente en filiaciones simplistas y cerradas en torno a la
9
raza, a la patria, a la religión y algunas de esas monsergas que tanto trastorno han
causado a lo largo del la historia. El supuesto de que la gente puede categorizarse según
un sistema de división singular y abarcadora es una trampa mortífera10. El victimario
cae de lleno en la trampa (con no poca frecuencia se siente presionado y obligado a ello)
de reducir a la mínima expresión su diversidad categorial y la su víctima; desprovistos
de la pluralidad colorista de sus ropajes, ambos quedan frente a frente como miembros
prototípicos de sus respectivos grupos. “Un enfoque singularista puede ser una forma de
malinterpretar a casi todos los individuos del mundo” (Sen, 2007, p. 11).
Sin embargo, el orden y la simplificación son dos rasgos capitales de la
categorización. El primero, para plantar cara a la diversidad, cada vez más inconclusa y
caótica, del mundo que nos rodea. La segunda, para facilitar el trabajo a nuestra limitada
capacidad de atención: ésta es finita, y eso nos conduce a un pensamiento basado en
categorías más que en atributos personales. Este es un supuesto central de la Psicología
cognitiva (Dovidio y Gaertner, 1993), lo que equivale a decir que es una estrategia de
primer orden en el funcionamiento de la mente humana. La categorización ordena y
agrupa los nombres propios, busca y encuentra un lugar para los sustantivos, busca
adjetivos que los acompañen, coloca a cada grupo en un espacio concreto en el marco
de amplio y complejo mundo de la realidad social. A título personal, nos ayuda a saber
quiénes somos, dónde y con quién estamos, con quién podemos contar, etc. La
categorización no solo describe y ordena los objetos de nuestro alrededor, sino que los
coloca en lugares que ocupan un espacio simbólico: la categorización, nos dirá Henri
Tajfel, no es solo una estrategia cognitiva, sino evaluativa. El ser humano tiene una
voracidad básica de significaciones, una insaciable voracidad de explicaciones: “no nos
gusta que las cosas queden en el aire” (Allport, 1962, p. 192), especialmente ese objeto
tan central que es el yo. La necesidad de significación del yo: esa es una constante en
nuestra vida como sujetos sociales.
Por su misma naturaleza, todo agrupamiento entraña una simplificación, una
reducción de lo diverso a lo común, una falta de atención a lo singular. De nuevo
10
Esa es la tesis que Amartya Sen desarrolla, con la ayuda de una argumentación histórica más que
convincente, en “Identidad y violencia”, su obra más reciente. Lo hace para dar cuenta de la violencia
sectaria, del terrorismo y de las atrocidades que han jalonado la historia en los últimos años. Su postura
queda claramente explicitada en el Prólogo: el mundo es visto cada vez más como una federación de
religiones o de civilizaciones, prescindiendo de “todas las otras maneras en que las personas se ven a sí
mismas” Se supone, de manera errónea, y sin duda interesada, cabría añadir, que la gente “puede
categorizarse únicamente según un sistema de división singular y abarcador según el cual los seres
humanos “serían solamente miembros de un grupo” (Sen, 2007, p. 10). Este proceder nos sitúa al mismo
borde del abismo.
10
Gordon Allport (1962, p. 37) en nuestra ayuda: “la categoría satura todo lo que contiene
con iguales connotaciones ideacionales y emocionales”. Al proceso de saturación
ideacional (cognitiva) lo denominamos estereotipo; el emocional recibe el nombre de
prejuicio. Los ejemplos son incontables; cualquier día en cualquier medio de
comunicación hablado o escrito es fácil encontrar un ramillete de ellos. El que nos
ofrece Primo Levi, además de tener la autoridad moral de la que tanto carecen muchos
medios de comunicación, reviste especial utilidad en el marco de un capítulo que busca
las razones del ocaso de la inocencia. Los vagones de ganado donde se hacinaban los
judíos camino de los campos de muerte no disponían de letrinas. No era un olvido, sino
uno de los pasos en el ritual de deshumanización concienzudamente diseñado por los
teóricos del genocidio. En el que iba el químico italiano hubo que improvisar una en un
rincón del mismo vagón. Su uso público supuso “una herida profunda en la dignidad
humana”. Durante alguna de las paradas, recuerda Levi, se permitía a los viajeros bajar
para aliviar sus necesidades: “los SS no ocultaban su diversión al ver a los hombres y a
las mujeres ponerse en cuclillas en donde podían, en los andenes, en mitad de las vías; y
los viajeros alemanes expresaban abiertamente su disgusto: gente como ésta merece el
destino que tiene, basta ver cómo se comporta. No son Menschen, seres humanos, sino
animales, cerdos; está claro como la luz del sol” (Levi, 1989, p. 96). En su tierna,
convulsa y lúcida adolescencia, Ana Frank exclama desde su escondite holandés: “algún
día esta horrible guerra habrá terminado, algún día volveremos a ser personas y no
solamente judíos” (Frank, 1993, p. 229). A veces, como un Raskolnikov cualquiera, en
nuestras febriles ensoñaciones creemos que hay gente que ha dejado de ser persona para
convertirse en piojos inmundos, en alimañas traidoras, en ratas infectas, en buitres
carroñeros11 y un largo etcétera en una noria infernal de desprecio y humillación que no
ha dejado títere con cabeza. Victor Klemperer, un eminente lingüista alemán, lo vivió a
pie de calle y en primera persona durante los 12 años del atrabiliario régimen nazi.
Primero, como profesor de la Universidad de Dresde; después, como un ciudadano
judío con la estrella de David prendida en su brazo derecho. “Carroña judía”, “puta de
judío” (calificativo dirigido a su esposa, la pianista Eva Schlemmer), “carroña mosaica”,
“cerda judía”, “maleante”, “perro judío” fueron algunos de los calificativos con los que
11
“Lo que maté fue solo un piojo, Sonya. Un piojo inútil, asqueroso, ruin”, confiesa el protagonista de
Crimen y Castigo a su novia. Y poco después, en una clara estrategia de justificación ideológica y de
legitimación moral, añade: “¡Lo que maté fue un piojo asqueroso y nocivo, una vieja prestamista que a
nadie hacía bien! ¡Matarla merece la remisión de cuarenta pecados! ¡Chupaba la sangre a los pobres! ¿Es
esto un crimen? Ni pienso en eso, ni pienso expiarlo”.
11
12
A veces, ese absurdo y visceral antisemitismo acaba por adquirir un tono tragicómico. El 30 de marzo
de 1938 anota en su diario una leyenda que circula clandestinamente: un hombre lleva a su mujer a dar a
luz a una clínica. La habitación está presidida por un crucifijo: señorita, le dice el esposo a la enfermera,
quite este cuadro. No quiero que lo primero que vea mi hijo sea la imagen de este judío. La enfermera le
da largas: lo pondrá en conocimiento de la dirección. Por la noche llega el telegrama del médico: “Tiene
usted un niño. El cuadro no hace falta quitarlo. El niño es ciego” (Klemperer, 2003, Vol. 1, p. 420).
13
Un proceso automático de pensamiento reúne, en primer término, las características de ausencia de
intencionalidad, de voluntariedad y de esfuerzo. A ello hay que añadir que se trata de un proceso
autónomo que ocurre sin que el sujeto sea consciente de ello (Bargh, 1989, p. 3). Por su parte Susan Fiske
(1998) dedica todo un epígrafe a revisar la evidencia empírica que sustenta la automaticidad del
estereotipo, del prejuicio y de la discriminación: eso, sostiene la autora, es la prueba más concluyente de
que el proceso de categorización es inevitable.
14
Estos dos rasgos no sólo son evidentes, sino que son especialmente potentes a la hora de formar
categorías (quizás sean potentes por ser tan evidentes). Esa es la conclusión que nos ofrece Rupert Brown
(1998), un conocido investigador en el tema del prejuicio: el ser humano empiezan a manejar y a
identificarse con categorías a una edad francamente temprana (2-3 años). Las dos categorías primarias
que utilizan los niños de corta edad son precisamente las de la raza-etnia, y la del sexo.
12
todo un edificio de diversas plantas en el que hemos colocado, con razón y sin ella, el
desarrollo intelectual, los rasgos de personalidad, la motivación, la conducta adaptada o
asocial, la salud mental, etc. Todo ello acompañado de una fanfarria teórica y
metodológica, bastante espumosa la mayoría de las veces, que ha hecho las delicias de
la prensa sensacionalista. Eso es así, tanto si hablamos de blancos negros, como si lo
hacemos de andaluces y vascos, hutus y tutsis, judíos y arios, cristianos y paganos, etc.
Junto al incremento y exageración de las diferencias, existe la bien
fundamentada sospecha de que la mera categorización es suficiente para incrementar la
atracción hacia los miembros del endogrupo y para actuar respecto a ellos de manera
especialmente deferente, cercana, generosa y altruista. Formulada en estos términos por
parte de dos de los más reputados investigadores en el campo, no se nos puede ocultar
que esa propuesta nos remite a la misma entraña del fenómeno de la grupalidad: el
grupo se erige y existe bajo condiciones mínimas; de hecho, basta la mera
categorización para provocar la identificación endogrupal.
Tomemos un centenar de muchachos (112 para ser más precisos) de una escuela
de la ciudad de Bristol (Inglaterra) para participar en un doble experimento. Queremos
poner a prueba hasta dónde llega el proceso de categorización bajo condiciones mínimas
(de hecho, esta fructífera línea de investigación recibe el nombre de “Paradigma del
Grupo Mínimo”). En el primero de los experimentos participan 64 adolescentes, y en el
segundo lo hacen 48. De entrada, lo que el equipo de Tajfel se pregunta es si el mero
hecho de la categorización (saber o saberse perteneciente a un determinado grupo) es
capaz de disparar un comportamiento discriminatorio respecto a quienes no pertenecen
a nuestro grupo. A los colegiales se les proyectan 12 diapositivas, 6 con cuadros de Klee
y otros 6 con cuadros de Kandinski, y se les pide que indiquen en una hoja sus
preferencias. Inmediatamente después se les informa de que los investigadores están
interesados en conocer “otro tipo de opiniones”. Para ello se les invita a ir pasando a un
cubículo para responder individualmente a algunas cuestiones relacionadas con sus
preferencias estéticas. En esta segunda parte las cuestiones a las que tienen que
responder se contienen en un cuadernillo de 44 matrices16 cuyos números ofrecen a los
16
El uso de las matrices ha constituido el caballo de batalla más peleón en este modelo teórico. Se trata de
una metodología enrevesada que ha recibido numerosas críticas, la mayoría de ellas escasamente
fundamentadas: muchos investigadores no han aprendido a calcular adecuadamente las puntuaciones a
partir de las matrices (Bourhis, R., Sachdev, I., y Gagnon, A. Las matrices de Tajfel como un instrumento
para realizar investigación intergrupal. En J.F. Morales, D. Paéz, J.C. Deschamps, y S Worchel (Eds.),
Identidad social. Aproximaciones psicosociales a los grupos y a las relaciones entre grupos. Valencia:
Promolibro, p. 66). “Más de 20 años de investigación, concluyen, han mostrado que la matrices de Tajfel
15
pueden proporcionar medidas válidas y significativas desde un punto de vista psicológico de las
percepciones y las conductas intergrupales” (p. 93).
16
nuestros” (Billig y Tajfel, 1973, p. 48) al tiempo que abren un espacio que nos distancia
de los otros, marca los límites de cada uno, separa, aparta.
Ordenar, diferenciar y acercarnos a aquello que nos resulta familiar y semejante,
a lo que consideramos como propio, a aquello con lo que nos identificamos: ese parece
ser el proceder de la mente humana, esa parece ser la tendencia generalizada del ese
sujeto socio-histórico e ingenuo que somos todos: hombres y mujeres, niños, adultos y
ancianos, blancos y negros, víctimas y victimarios. Y esas acostumbran a ser algunas de
las estrategias con las que nos manejamos en nuestra vida cotidiana sin que, en
principio, nadie tenga que sentirse aludido o amenazado por ello. El problema empieza
a plantearse cuando la diferencia va dando paso a la distancia, y cuando esa distancia se
institucionaliza, se consagra como normativa, se erige en una pauta común17 de
obligado cumplimiento18. Cuando un grupo arbitra normas de distancia social”19 (y eso
ocurre con inusitada frecuencia) estamos en el buen camino hacia la discriminación, el
prejuicio, el rencor y la ira. Las normas de distancia social nos pueden dar alguna pista,
no siempre remota, de esa turbulenta metamorfosis que convierte en culpable a una
víctima inocente: “cuando los grupos se sitúan a una considerable distancia social, se
atribuyen a los miembros características o rasgos desfavorables” (Sherif y Sherif, 1956,
p. 653).
En “La sombra de Imana”, Verónica Tadjo recoge los testimonios del terror
narrados por víctimas y verdugos de aquella sangría que asoló Ruanda a comienzos de
la década de los noventa. Junto a las voces íntimas de los protagonistas, Tadjo da a
conocer un valioso documento publicado el día 10 de diciembre de 1990 en “Kangura”,
17
En efecto, la norma puede ser considerada como una guía compartida de conducta, un marco común de
percepción de la realidad, un modelo de acción que atañe a un determinado colectivo. Esta es la posición
defendida por Muzafer Sherif, un autor que sigue estando entre los máximos exponentes en la
investigación sobre las normas sociales y sobre las relaciones intergrupales. “Los miembros de un grupo
evalúan a los miembros de otros grupos de acuerdo a las normas y valores desarrollados dentro de su
propio grupo” (Sherif y Sherif, 1956, p. 659). Sobre las normas y las relaciones intergrupales resultan
especialmente recomendables: Sherif, M. The Psychology of Social Norms. N.Y.: Harper & Row, 1966;
Sherif, M., et. al. Experimental Study of Positive and Negative Intergroup Attitudes Between
Experimentally Produced Groups. Robbers Cave Study. Norma: University of Oklahoma.
18
“La libertad de elegir nuestra identidad frente a los demás a veces puede ser extraordinariamente
limitada. Este punto no está en discusión” (Sen, 2007, p. 58). Recuerda, y mucho, esta distinción a la que
el mismo autor hiciera a raíz de sus reflexiones sobre el bienestar: resulta imprescindible distinguir entre
las capacidades que los sujetos tienen para la consecución del bienestar, y la libertad de que gozan para
poder hacerlo (la libertad para el bienestar).
19
Acuñado originalmente por Robert Park, uno de los fundadores de la brillante y fructífera Escuela de
Chicago, Emory Bogardus retoma mediada la década de los años veinte del pasado siglo el concepto de
“distancia social” para convertirlo en el eje de las relaciones intergrupales. Se trata, dice, del grado de
cercanía o de distancia, de aceptación o rechazo que los miembros de un grupo están dispuestos a
mantener respecto a los miembros de otros grupos y las razones que ofrecen para ello (Bogardus, 1924-
25).
17
20
Como es de sobra conocido, las leyes fueron tres: la Ley de la Bandera, la Ley de Ciudadanía y la Ley
de la Sangre. Su redacción fue chapucera y caótica y ni a Hitler ni a los radicales del partido les satisfizo:
“habían sido una solución de compromiso adoptada por Hitler en contra de sus instintos” (Kershaw, 2002,
p. 762). El interminable goteo de disposiciones posteriores intentarían llenar los huecos del antisemitismo
más obtuso dejados por esas tres disposiciones legales.
18
La mayor o menor distancia que llevan impresa los adjetivos que empleamos para
calificar a los grupos es algo que vuelve a formar parte de nuestra tranquila y sosegada
vida cotidiana. Es verdad que estos adjetivos también entran en juego ¡y de qué manera
a veces!, en las turbulentas y enconadas relaciones intergrupales y pasan a formar parte
de esa opaca letanía de calificativos que dirigimos a las víctimas inocentes, pero no es
21
Por cierto, desde la década de los treinta se ha acumulado una amplia evidencia empírica que apoya de
manera más que solvente la idea de que el prejuicio se aprende mucho más como consecuencia de la
norma social (lo que está establecido dentro del grupo) que como consecuencia del contacto y de la
experiencia directa (Brown, 1998). En apoyo a la importancia de la norma de distancia social, Brown
sostiene la existencia de “abundancia de pruebas que indican que los niños desde aproximadamente los
tres años de edad (y posiblemente aún antes) se identifican con esas categorías [con las categorías
grupales] y expresan preferencias evaluativos claras por unas antes que por otras” (Op. Cit., p. 145).
19
una tarea a la que el ciudadano corriente preste una atención preferente. En la realidad
cada vez más multicategorial y multicultural que nos envuelve, la diferenciación
categorial es moneda de uso corriente en nuestra vida cotidiana, y eso constituye la
prueba más concluyente de que de que, por fácil que pueda parecer, es de todo punto
desafortunado establecer una conexión automática entre el favoritismo endogrupal y la
hostilidad. Es verdad que esa conexión nos la sirve en bandeja el propio paradigma
experimental (el mismo Tajfel habla de “discriminación gratuita”), entre otras razones,
porque forma parte de las hipótesis del equipo de investigación: simplemente nos
dejamos llevar por la inercia de sus conclusiones. Pero al mismo tiempo nos ofrece un
apoyo para lo contrario: diferenciación categorial en toda regla es la que se establece
entre andaluces y vascos, gallegos y castellanos, franceses y belgas, sin que eso haya
conducido a una feroz lucha por hacer desaparecer a los otros de la faz de la tierra.
Aunque lo pudiera parecer, el favoritismo endogrupal no es el antecedente de la
hostilidad intergrupal; ni siquiera lo es de la discriminación, aunque la ausencia de
afecto positivo respecto a los miembros de los exogrupos pueda ser considerada como
tal. Para que prenda la mecha del rechazo, de la discriminación, de la humillación, de la
persecución, de la deshumanización debe entrar en juego ese proceso de reducción y
estrechamiento de las categorías de pertenencia propia y ajena al que aludíamos en el
anterior epígrafe.
Mostrar predilección por lo nuestro y por los nuestros no conduce de manera
obligatoria a devaluar a los otros, sino sencillamente a resaltar nuestras bondades.
Favoritismo es confianza (fundada o infundada, eso no es lo importante en este
momento), cooperación, empatía con aquello y aquellos que nos son familiares,
cercanos, semejantes. El favoritismo nos remite al deseo de seguridad, a la importancia
del apego; es la expresión de la necesidad de pertenencia, de reconocimiento, de
identidad, de confianza, de apoyo. Esto es lo que teóricos e investigadores del más alto
calado (Allport, 1962; Brewer, 1979; 1999; 2001; Fiske, 1998; 2004; Brewer y Brown,
1998; Hewstone, Rubin y Willis, 2002; Leyens, et. al., 2003) han venido concluyendo
de manera coincidente y prácticamente sin fisuras en los últimos cincuenta años. Hoy
podemos dar un paso más: cabe, incluso, la posibilidad de que la interpretación de la
expresión facial quede modulada por la pertenencia categorial. Si la interpretación que
hacemos de la información que nos ofrece cualquier persona está mediada por los
sesgos categoriales, no hay razón para pensar que la expresión facial sea una excepción.
Los resultados de algunas investigaciones llevan la marca del favoritismo endogrupal:
20
los sujetos experimentales atribuyen una expresión facial positiva (sonrisa) con más
frecuencia a personas que pueden ser identificadas como miembros del endogrupo
(porque son blancos, como ellos) que cuando pertenece a un exogrupo. La
interpretación de la expresión emocional, en una palabra, está sometida al favoritismo
endogrupal (en el libro editado recientemente por Ursula Hess y Pierre Philippot
encontrará el lector abundantes ejemplos sobre esta nueva versión del favoritismo
endogrupal).
Toda esta evidencia apoya argumentos más que convincentes. El primero y más
importante nos sigue remitiendo al sujeto socio-histórico; al mismo que ha hecho acto
de presencia al hablar de víctimas y verdugos. Éste cuenta con un entorno que le da
cobijo, alimento, seguridad e información necesaria para la vida social, cosas todas ellas
imprescindibles para la supervivencia. Ese es el entorno dentro del cual se desarrolla la
conciencia, las funciones psíquicas superiores (Vygotski, 1987); el que satisface la
inevitable necesidad de apego (Bowlby, 1976), de afiliación (Schachter, 1961), de
pertenencia (Baumeister y Leary, 1995), de identidad (Tajfel, 1984) y auto-evaluación
(Festinger, 1954), de información (Jones y Gerard, 1980), y de cognición (Cacciopo y
Petty, 1992). Los endogrupos son el escenario y el espacio donde se satisfacen de
manera prioritaria, y posiblemente más cómoda y más acabada, todas y cada una de
estas necesidades. ¿Ha de extrañarnos, entonces, que acaben por convertirse en el
blanco de nuestras preferencias? ¿Tiene algo de insólito que, como apuntan Brewer y
Brown (1998, p. 575), reservemos las emociones positivas para el propio grupo? La
norma elemental de reciprocidad así lo aconseja, lo requiere e incluso lo llega a exigir.
No hay nada en contra de los otros, sino algo, y mucho, a favor de los nuestros. Allport
(1962, p. 59) ratifica y matiza: “a pesar de que no podemos percibir nuestros propios
endogrupos a no ser por contraste con exogrupos, desde el punto de vista psicológico,
sin embargo, lo primario son los endogrupos. Vivimos en ellos, por ellos y en algunos
casos para ellos. La hostilidad contra exogrupos ayuda a fortalecer nuestro sentido de
pertenencia, pero no es imprescindible”. Brewer (1999; 2001), Brewer y Brown (1998),
Fiske (1998; 2004) nutren de apoyo experimental la independencia entre favoritismo
endogrupal y hostilidad exogrupal: no ha sido posible encontrar una relación funcional
entre querer a los nuestros y beneficiarlos cuando sea posible, y odiar a los otros.
Ambos son espacios independientes y tienen sus propias peculiaridades: el espacio
endogrupal está lleno de cooperación, apoyo y consideración y está adornado de gestos
21
22
Queremos llamar la atención sobre un detalle teóricamente relevante: el cruce e interconexión entre dos
supuestos teóricos con los que nos venimos manejando: la espontaneidad automática de la categorización
y su clara decantación hacia el endogrupo. Lo que Fiske (1998; 2004) pone sobre el tapete, con los datos
en la mano, es un procesamiento más rápido de adjetivos positivos relacionados con el término “nosotros”
que de calificativos negativos asociados a “ellos”. De entrada, y en ausencia de motivos que pidan lo
contrario, la mente humana procesa más rápidamente lo positivo asociado a lo nuestro que lo negativo
asociado a los otros; su atención va preferente y automáticamente dirigida a asociaciones positivas
respecto al endogrupo y no a asociaciones negativas respecto al exogrupo.
23
Estas propuestas se ven acompañadas de otras muchas y de mayor envergadura: la existencia de una
intersubjetividad primaria, de un instinto gregario, de una poderosa motivación de afiliación, son algunas
de ellas.
22
24
Los nazis marcaban a los prisioneros de los campos de exterminio con un tatuaje: una marca de
esclavos y animales, recuerda Primo Levi, una operación traumática, una violencia gratuita, un ultraje
cuyo “significado simbólico estaba claro para todos: es un signo indeleble, no saldréis nunca de aquí. Es
la marca que se imprime a los esclavos y a las bestias destinadas al matadero, y es en lo que os habéis
convertido. Ya no tenéis nombre: éste es vuestro nombre” (Levi, 1989, p. 103).
25
En su “Digresión sobre el extranjero” George Simmel nos ofrece una clave: al extraño se le niegan las
cualidades que entendemos como propiamente humanas, de suerte que pasa a carecer de sentido positivo.
“Nuestra relación con él es una no-relación” (Simmel, 1977, p. 721). Esa estrategia, que es el resultado de
conocidos procesos cognitivos y emocionales, abre de par en par las puertas a uno de los capítulos más
siniestros de las relaciones humanas: el proceso de deshumanización, imprescindible para convertir en
culpable a una víctima inocente: esos simples adjetivos que empleamos para marcar la distancia entre
“ellos” y “nosotros” acaban alimentando y dando pie a la deshumanización de la víctima.
23
26
Beck (2003, p. 29) explicita los términos de la comparación: “Aunque parezca que estos campos están
muy distantes unos de otros, las cuestiones que subyacen a la ira y el odio en las relaciones próximas son
similares a los que manifiestan grupos y naciones antagonistas. La reacción exagerada de amigos, socios
y compañeros sentimentales frente a supuestos engaños y ofensas son comparables a las respuestas
hostiles de aquellas personas implicadas en enfrentamientos con miembros de una religión, etnia o grupo
radical distinto. La furia de un marido o amante traicionado se parece a la que muestra el miembro de un
grupo militante que cree que su propio gobierno ha traicionado sus principios y valores más estimados.
Finalmente, el pensamiento predispuesto y distorsionado de un paciente paranoico está relacionado con el
pensamiento de aquellos que participan en un programa de genocidio”.
24
adquiere el prejuicio (Fiske, 1998; Stephan y Stephan, 2000; Duckitt, 2001; Stephan y
Renfro, 2003), para vincularla con la necesidad y salvaguarda de la identidad nacional
(Kelman, 2001), de la identidad social en general (Ashmore, et. al., 2001), de la auto-
estima (Diehl, 1990), de creencias y valores a los que no estamos dispuestos a renunciar
porque constituyen una parte importante de nuestra razón de ser como algo diferenciado
dentro del mosaico multicolor de la realidad en la que vivimos (Esses, Haddock y
Zanna, 1993), y para erigirla como una de las razones en la construcción de la
desconfianza, de la sospecha y de la paranoia exogrupal: un proceso psicosocial en el
que, como en ningún otro, desembocan todos los argumentos de la amenaza: una
colección de ideas y de sentimientos vinculados a la percepción de “estar o haber estado
hostigados, amenazados, sojuzgados, perseguidos, acusados, maltratados, agraviados,
atormentados, menospreciados, vilipendiados por otro grupo o sus miembros” (Kramer
y Jost, 2003, p. 176). No es difícil señalar el opaco rastro de la paranoia en ese siniestro
personaje que fue Adolf Hitler. Ian Kershaw lo ha hecho de manera magistral: una
atmósfera de miedo irracional a los enemigos interiores y exteriores, un omnipresente
sentimiento de humillación nacional, de cólera y de frustración como consecuencia de la
guerra perdida y una honda preocupación por la intensa crisis económica entregaron el
poder de una gigantesca nación-estado a un oscuro agitador de cervecería. “Fue, más
que ningún otro político de su época, el portavoz de los temores, resentimientos y
prejuicios extraordinariamente intensos de la gente ordinaria que no se sentía atraída por
los partidos de la izquierda o los anclados en los partidos del catolicismo político”
(Kershaw, 2002, p. 577). Raul Hilberg, por su parte, en la que es considerada como la
obra cumbre en torno a la persecución de los judíos en Europa, abunda en estas mismas
ideas: la imagen del judío vertida en folletos, libros, discursos y panfletos está rodeada
de un perfil de amenaza: a) la comunidad judía internacional gobernaba el mundo y
tramaba la destrucción de Alemania con sus conspiraciones sin tregua, con sus intrigas
palaciegas, con su ansia de poder; b) los judíos eran espías, agentes de los enemigos; c)
los judíos incitaban a la revuelta; d) los judíos poseen una “naturaleza criminal”; e) el
judaísmo es una forma inferior de vida. La guinda de toda este sarcástico aparato de
propaganda nos devuelve a la culpabilidad de nacimiento: “En la culminación de esta
teoría, ser judío era una ofensa punible (strafbare Handlung). Por consiguiente, el
objetivo de la racionalización de la criminalidad era convertir el proceso de destrucción
en una especie de proceso judicial” (Hilberg, 2005, p. 1132).
25
Se podrá decir que el término de “amenaza” abarca una amplia y variada gama
de acontecimientos, experiencias, acciones y reacciones susceptibles de ser catalogadas
como tal. Cierto. Pero no queremos que el lector pierda de vista el interés primordial de
estas páginas: la búsqueda de esa enmarañada región del alma en la que la inocencia de
la víctima se trueca en culpabilidad. Y en este terreno la amenaza ha ido adquiriendo un
contorno claramente relacionado con la pertenencia categorial, y por tanto con todo
aquello que atañe a la distintividad como grupo (llámese este pueblo, nación, etnia,
civilización, etc.), a su razón de ser dentro de la realidad multicategorial-multinacional,
a su permanencia a lo largo de la historia, a sus señas de identidad, etc. Esta concreción
nos permite un avance ciertamente significativo que se dejaría definir en los siguientes
términos: la amenaza que instiga la violencia contra el exogrupo hasta convertir a sus
miembros en culpables por el mero hecho de pertenecer a él (a veces, conviene no
olvidarlo, se pertenece sencillamente por nacimiento), es una amenaza que hace visible
y activa la pertenencia categorial del sujeto y afecta a su identidad social (Duckitt,
2001). Es una amenaza que nos afecta directa y personalmente en tanto que miembros
de un determinado grupo, que atañe a la autocategorización del yo27, que hiere y lastima
la percepción del yo como miembro de una determinada categoría social y que, como
consecuencia de ello, provoca una oleada de emociones negativas respecto al exogrupo
(Smith, 1993; Mackie, Devos y Smith, 2000; Devos, Silver, Mackie y Smith, 2003). O
quizás suceda al revés: el arsenal de emociones negativas que han definido
históricamente la relación entre determinados grupos puede estar sin duda en el origen
de la percepción de una permanente disposición de hostilidad mutua. Tanto da. Los
ingredientes de nuestra argumentación nos permite afirmar que el paso del favoritismo
endogrupal al desprecio, humillación y hostilidad exogrupal se produciría en estrecha
relación con emociones fuertes (Hewstone, Rubin y Willis, 2002, p. 579), y añadimos:
probablemente ninguna lo sea tanto como aquellas que afectan a la valoración del yo, a
su auto-estima, a su identidad. Sobre todo, si se trata de una identidad a la que hemos
sacrificado la diversidad y pluralidad de nuestra pertenencia categorial y le hemos
permitido desarrollarse como identidad única, singular; cuando el contexto no nos ha
dado opciones para alimentar la diversidad. Fiel a su línea argumental, Amartya Sen no
27
Este concepto da nombre a una relevante teoría desarrollada por John Turner cuya propuesta central
defiende que la categoría a la que llamamos “yo” se sitúa en tres niveles (se alimenta de tres fuentes): a)
un nivel supraordenado (el yo como ser humano); b) un nivel intermedio de categorizaciones endogrupo-
exogrupo, y c) un nivel subordinado que se alimenta de la distintividad de cada uno de nosotros como
sujetos únicos y de la comparación con otros miembros del propio grupo (Turner, 1990, p. 79).
26
puede ser más explícito: definir a las personas acudiendo exclusivamente a su filiación
religiosa tiene repercusiones alarmantes. “En particular ello es esencial para comprender
la naturaleza y la dinámica de la violencia y del terrorismo en el mundo
contemporáneo” (Sen, 2007, p. 111).
Estos son los argumentos sobre los que se revisan y se reubican algunos de los
conceptos (estereotipos, creencias grupales, actitudes, prejuicios) que tradicionalmente
habían dado cuenta de la discriminación, del conflicto intergrupal, de la persecución y
de la violencia indiscriminada contra miembros de determinados grupos o colectivos:
creo, dice Eliot Smith, el promotor de esta iniciativa teórica, que todos estos
ingredientes de la mente humana “pueden ser cabalmente entendidos como evaluaciones
(“appraisals”)28, emociones y tendencias de acción apoyadas en emociones que tienen
como punto de partida la identidad social del perceptor” (Smith, 1993, p. 297). La
hipótesis, con su consiguiente ratificación empírica, de que lo afectivo tiene un peso
superior a lo cognitivo en las actitudes y en las acciones llevadas a cabo en el contexto
intergrupal (Stangor, Sullivan y Ford, 1991; Esses, Haddock y Zanna, 1993; Dovidio,
et. al., 2003, entre otros), de que los procesos “calientes” (las emociones) se han
mostrado decisivos en el conflicto intergrupal (Brown y Hewstone, 2005, p. 308) y de
que el prejuicio debe ser considerado como una emoción social (Smith, 1993; Brewer y
Brown, 1998) es recurrente, pero el intento de asociar el componente emocional con la
identidad social nos ofrece un panorama renovado en este laberíntico dominio del
comportamiento humano en el que seguimos buscando las claves para entender cómo es
posible pasar del aprecio y defensa de lo nuestro y de los nuestros al deseo de
exterminar a los otros. Desde la propuesta teórica que nos está sirviendo de cobertura,
dos parecen ser los pasos fundamentales para que esto empiece a ocurrir:
1. Solo nos provoca emociones (no importa en este momento de qué tipo)
aquello que nos atañe personalmente, aquello que implica al “self”. Un evento, matizan
consumados especialistas en el estudio de las emociones, produce una emoción en un
sujeto “si se cree que favorece o daña asuntos o intereses personales: sus metas
28
Las teorías del “appraisal” en el estudio de las emociones siguen gozando de gran predicamento, y a
pesar de sus particularidades tienen en común la concepción de la emoción como un complejo entramado
en el que están presentes los pensamientos e ideas del sujeto, los sentimientos subjetivos y tendencias de
acción fisiológicas o conductuales. Los “appraisals” son sencillamente las ideas, valoraciones o creencias
que la gente tiene respecto a los acontecimientos que la rodean, sobre las personas que los protagonizan,
sobre las circunstancias en las que se han dado, etc. La particularidad de los “appraisals” es que siempre
están ligados a emociones específicas.
27
miedo las emociones predominantes. Los investigadores ponen a prueba esta hipótesis
con la ayuda de un estudio correlacional y dos estudios experimentales en los que
participaron 246 estudiantes. De entre las numerosas variables que se manejaron en
estos complejos estudios, queremos llamar la atención sobre tres de ellas, sin duda las
más importantes: a) la identificación con el grupo; b) las dos emociones intergrupales
que se estudiaron: rabia (anger) y miedo, y c) las intenciones y/o tendencias
comportamentales. Pasando por alto detalles escasamente relevantes para los objetivos
de este capítulo, estos estudios ofrecen una conclusión general que nos remite a la
importancia que reviste la identificación con el grupo como pieza concluyente de
nuestra identidad: “cuando la pertenencia grupal se hace relevante y analizamos las
cosas y las situaciones en términos de sus consecuencias para el grupo, emergen
reacciones emociones intergrupales e intenciones de acción” (Mackie, Devos y Smith,
2000, p. 614). Dichas intenciones se acercarían decididamente a la hostilidad cuando la
identidad única y simplista se pone en marcha, de manera voluntaria o forzada, por las
circunstancias. Es entonces cuando empezarían a desatarse un torbellino de emociones
que aumentan la probabilidad de acciones respecto al exogrupo dependiendo, claro está,
de la percepción que se tenga del propio grupo en relación con el otro29. La amenaza al
yo unidimensional en tanto que miembro exclusivo de un determinado colectivo que
acapara la pluralidad y diversidad categorial como antecedente de la acción hostil. La
amenaza al grupo como fuente de identidad es lo que despierta las furias del odio y de la
ira ciega.
La concreción de la amenaza y la elaboración de pruebas para demostrar su
peligro ha sido una de las estrategias puestas en marcha para justificar lo injustificable:
la violencia gratuita contra personas inocentes. La identidad puede matar, y hacerlo de
manera desenfrenada. Así de contundente se pronuncia Amartya Sen. Y añade: “Un
sentido de pertenencia fuerte – y exclusiva –a un grupo, puede, en muchos casos,
conllevar una percepción de distancia y de divergencia respecto de otros grupos. La
29
La teoría de la deprivación relativa ha aconsejado tener en cuenta esta salvedad: en muchas ocasiones
las condiciones objetivas (las condiciones de dominación de un grupo respecto a otro, la pobreza y/o la
condiciones difíciles de vida a las que alude Ervin Staub a la hora de analizar el terrorismo, etc.) no son
percibidas como injustas por parte de quienes sufren sus consecuencias. Lo que podría desatar la acción
violenta estaría definido por la distancia entre lo que el sujeto tiene a su disposición (derechos,
oportunidades, recursos, etc.) y sus expectativas. Más allá de la obra clásica de Runciman (Relative
Deprivation and Social Justice; A Study of Attitudes to Social Inequality in Twentieh Century England.
Berkeley, CA.: University of Berkeley Press, 1966), el lector interesado podrá encontrar una referencia a
la teoría de la deprivación relativa en el contexto de la violencia en Sabucedo, J.M., y Alzate, M.
Conflicto, terrorismo y cultura de paz. En A. Blanco, R. del Águila y J.M. Sabucedo (Eds.), Madrid 11-
M. Un análisis del mal y sus consecuencias (pp. 221-253). Madrid: Trotta.
29
30
Cuando Aron Beck glosa la psicología del ofensor que ejerce la violencia en clave individual, habla de
un pensamiento egocéntrico y dicotómico marcado por la percepción de amenaza, por la selección y
tergiversación de la información, y sujeto a cuatro creencias rígidas: a) las autoridades son controladoras,
humillantes y ounitivas; b) los cónyugues son manipuladores, infieles e ingratos; c) los forasteros son
traicioneros egoístas y hostiles, y d) no hay nadie en quien se pueda confiar (Beck, 2003, p. 202).
30
31
Leemos en el estudio de Antonio Elorza algunas razones para la yihad inspiradas en el Corán:
“Establecer la autoridad de Dios en la tierra; ordenar los asuntos humanos de acuerdo con el verdadero
plan entregado por Dios; abolir todas las fuerzas satánicas y todos los sistemas de vida satánicos: terminar
con el dominio de unos hombres sobre otros, ya que todos los hombres son criaturas de Dios, y ninguna
autoridad puede convertirlos en sus sirvientes ni construir leyes arbitrarias para ellos” (Elorza, A. Umma.
El integrismo en el Islam. Madrid: Alianza, 2002, p. 321-322. Ian Kershaw apoya: “El odio, como Hitler
había percibido, era una de las emociones más poderosas…. Pero había también idealismo…, equivocado,
ciertamente, pero idealismo de todos modos: esperanzas en una sociedad nueva. De una ‘comunidad
nacional’ que superaría todas las divisiones sociales existentes” (Kershaw, 2002, p. 432).
31
humillaciones se esconde la figura del enemigo, una figura que atrae toda nuestra
atención, que despierta todas nuestras bajas pasiones, que domina nuestros sueños y
nuestras vigilias. Tras esta etiqueta se esconden grupos y personas que tienen
intenciones aviesas y dañinas respecto a nosotros, que las ponen en práctica en cuanto
tienen ocasión de ello con la ayuda de una estrategia de justificación y legitimación que
entraña un escaso arrepentimiento. El enemigo sirve para encarnar todos los males y
para justificar las acciones en su contra (de otro modo resultarían éticamente
inaceptables); el enemigo permite asentar la propia identidad, y ser esgrimido como
amenaza permanente” (Martín-Baró, 2003, p. 143). En su extraordinario trabajo sobre la
lógica del terrorismo, Luis de la Corte ha señalado los tres siguientes argumentos como
el núcleo duro de una de las manifestaciones del mal: a) existe un enemigo poderoso y
despreciable que se opone a nuestros fines; b) la realización de esos fines requiere de
una transformación radical del orden establecido, y c) dadas ambas condiciones (la vil y
ladina naturaleza del enemigo y la magnitud del cambio que es necesario llevar a cabo),
la violencia es el método preferible (de la Corte, 2006, p. 233). Pero esta es ya harina de
otro costal; la referencia a la figura del “enemigo” abre la puerta a otra gama de
consideraciones que no es este el momento de abordar.
32
Referencias bibliográficas
Tajfel, H., Billig, M., Bundy, R., y Flament, C. (1971). Social categorization and
intergroup behaviour. European Journal of Social Psychology, 1, 149-178.
Tajfel, H., y Forgas, J. (1981). Social categorization: Cognition, values and groups. En
J. Forgas (Ed.), Social Cognition. Perspectives on Everyday Understanding.
Londres: Academic Press.
Turner, J. (1990). Redescubrir el grupo social. Madrid: Morata.
Vygtoski, L. (1987). Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores. La
Habana: Editorial Científico-Técnica.
Wiesel, E. (1996). Todos los torrentes van a la mar. Barcelona: Anaya & Mario
Muchnik.