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Samsung Galaxy

En un especial que el suplemento El Cultural dedicó a la nueva narrativa cubana


en 2015*, el crítico Ignacio Echevarría hablaba de un “panorama inquieto y
cuestionador”, destacando el intento por parte de los jóvenes de “‹sintonizar› la
producción cultural cubana con la del resto de Latinoamérica y, más ampliamente, del
mundo”. Toda una literatura parece querer moverse, al revisar sus bases en el contexto
de una etapa de profundos cambios estructurales y futuros inciertos. Frente a esta
incertidumbre, los jóvenes abren sus espacios, corriéndose de ciertos discursos
ideológicos que sostienen los imaginarios de la nación y ciertos referentes canónicos de
su tradición literaria (no en vano, la antología publicada en España en 2014 con el
cometido de dar cuenta de toda esta movida, se titula: Malditos bastardos. Diez
narradores cubanos que no son Pedro Juan Gutiérrez ni Zoé Valdés ni Leonardo
Padura ni…).

En este marco, uno de los nombres que viene sonando hace algún tiempo es el
de Legna Rodríguez Iglesias (Camagüey, 1984). Esta escritora treintañera, que se
desenvuelve en narrativa, poesía y dramaturgia, llega a nuestro país con algunos
premios en su haber (Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en 2011 y el
Premio Casa de las Américas en 2016, por su obra de teatro Si esto es una tragedia yo
soy una bicicleta) y, sobre todo, con un importante bombo propagandístico. Su libro se
titula Mi novia preferida fue un bulldog francés, y desde el paratexto se presenta una
escritura desembarazada, por momentos provocadora, que tanto retrata el monólogo de
un padre con un diagnóstico terminal que reclama por su hija o un episodio de la vida
cotidiana marcado por rituales institucionalizados de fuerte violencia simbólica, como
se entretiene contando su amor por los piercings y los tatuajes.

Mi novia preferida fue un bulldog francés se compone de 15 cuentos. En


realidad, fragmentos de un relato mayor que nunca llega a completarse, o piezas
dislocadas que, como jirones de sentido que confluyen en un mismo espacio,
incorporan conexiones móviles. Entre cada división, se insertan frases en una
tipografía más grande, las más de las veces con giros humorísticos (¿deliberadamente?)
malos, del tipo: “Lo que más me gusta de mí es que me parezco a ti. Mañana por la
mañana voy a cambiarme el nombre”. O: “Me duermo. Me ahogo. Trago agua. En el
fondo del océano hay un Samsung Galaxy vibrando”. Pero conviene no hacer juicios
apresurados.

Uno de los relatos que amerita un comentario es “Política”. Este narra ―desde
la mirada del muerto― el entierro de un hombre de noventa años, que en su longevidad
participó de algunos de los episodios políticos más destacados y dramáticos de la
historia de la isla. El personaje es puesto en ese enclave enunciativo crucial, donde todo
se precipita de manera abrupta y donde cada decisión tomada a lo largo de la vida
descorre su sentido más profundo. En un giro final, el narrador expresa a propósito de
una de sus nietas: “De todos los presentes, será ella la única que contará la historia.
Nació para eso. Para contar la historia. Tal vez, incluso, se pase la vida contando
historias que no son su historia”. La autora escenifica una tirantez intergeneracional que
signa parte de su producción: ese intento de desligarse de los imperativos testimoniales
de la memoria colectiva. Es interesante pensar “Política” en diálogo con su poema
“Tregua fecunda”, donde la voz lírica expresa: “Que en paz descanses, grandfaher / ya
escribí cosas, grandfaher / y esa es la mejor revolución / que haré”.
La poética de Legna Rodríguez Iglesias luce, desprejuicidamente, toda su
sencillez (a veces también su frivolidad), y en este movimiento le imprime a la prosa
una dimensión que la desborda: los aspectos contextuales gravitan, casi siempre
invisibles, a lo largo de las historias. La misma lectura del libro, por su estructuración y
algunas marcas de estilo (las fronteras inestables entre géneros y el tono más o menos
coloquial, principalmente), parece encerrar una experiencia engañosa: detrás de un
lenguaje sin espesor, se ciernen la ironía provocadora y la tensión de lo no dicho.

Otro cuento a destacar es “Monstruo”. En él, un personaje femenino (aquí cobra


relieve cierta factura autobiográfica) espera que le aprueben la solicitud que le permitirá
asistir a un evento internacional fuera del país. El relato logra trasladar la desazón de la
espera y la impotencia de ignorar los procesos que tienen lugar dentro de esa gran
máquina ciega llamada burocracia. A medio camino entre Josef K. y Winston Smith
(pero en pleno siglo XXI), entre oficiales vestidos de civil y cámaras que registran
cualquier movimiento “extraño”, la protagonista cuenta con minucia el ir y venir
interminable de un trámite que, lejos de quedar en la trivialidad del diario vivir, llega a
metérsele hasta por los poros. A cincuenta años de La muerte de un burócrata, la
película en clave de sátira con la que Tomás Gutiérrez Alea señaló en su momento
algunos de los costados más absurdos y ominosos del aparato estatal, Legna Rodríguez
apunta con el dedo a un sistema que abusa de sus potestades bajo el imperativo de la
hiperregulación y el manejo de la información.

Finalmente, “Soba” cierra el libro aclarando algunos móviles y atando cabos


que quedaron sueltos. Como si todo se tratara de un gran acto fallido, el bulldog francés
al que hace referencia el título toma la palabra para contar que en el inicio la intención
de su dueña había sido hablar de él, y sin embargo “este es el último texto, el número
quince, pero ni rastro de mí por ninguna parte”. Más allá de que haya textos interesantes
(más bien pocos), lo cierto es que, mimetizada con los tiempos que corren, la lectura de
Mi novia preferida fue un bulldog francés se hace con una velocidad que da vértigo. Y
es con esa misma velocidad que el libro se pierde, irremediablemente, en el más cerrado
olvido.

* Echevarría, Ignacio. “Un panorama inquieto y cuestionador”. El Cultural (suplemento cultural de El


Mundo). 6-12 de febrero de 2015.

Mathías Iguiniz

Mi novia preferida fue un bulldog francés, Legna Rodríguez Iglesias, Alfaguara,


Buenos Aires, 2017, 168 págs.

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