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Castígame por tan odioso amor

Una “aventura miserable y mesiánica de una dictadura que entraba en su


ocaso”, así define Beatriz Sarlo la guerra de Malvinas en un artículo sobre Los
pichiciegos, el clásico de Fogwill, agregando más adelante que “la aventura en
Malvinas fue para la dictadura militar una ocasión para intentar la construcción de
una unidad nacional indispensable para la supervivencia política de su régimen”
(“No olvidar la guerra de Malvinas”, 1994). La nueva novela de Sergio Olguín
(Buenos Aires, 1967), escritor y periodista argentino con una exitosa obra que
supera la decena de libros, sitúa al lector en estas mismas coordenadas históricas
desde el título: 1982. La sola mención del año precipita un cúmulo de episodios y
narraciones, conflictos sociales y retóricas homogeneizadoras bajo los postulados
de una “épica nacional”.

En otra variante de esa rica tradición literaria que, en el vecino país, se ha


propuesto narrar el horror de la guerra y sus secuelas en los combatientes (la ya
aludida novela de Fogwill y Las Islas, de Carlos Gamerro, son dos ejemplos
insoslayables), Sergio Olguín pone su lente en la familia de un militar de rango: el
teniente coronel Augusto Vidal. Más concretamente, el foco está puesto en su hijo,
Pedro, un estudiante de Letras de diecinueve años que se gana la vida desgrabando
clases y como asistente de una odontóloga, quien carga el peso de no haber
seguido la carrera castrense. Mientras su padre está en el frente de batalla, él tiene
un romance con Fátima, su madrastra. Las tramas de la transgresión revelan una
erótica avasallante que se desata con la ausencia del principio de autoridad,
fisurando de manera subterránea y liberadora las bases de un hogar con jerarquías
muy fuertes. Como en una especie de reescritura de la historia de Fedra con su
hijastro Hipólito, Fátima y Pedro se mueven en esa permanente tensión entre el
deseo de los cuerpos y los mandamientos del “deber ser”.

La narración tiene una temporalidad precisa: empieza el 2 de abril, cuando los


soldados argentinos desembarcan en las islas, y termina el siguiente año, con los
primeros indicios de la apertura democrática. La ficción de Olguín se corre del
relato de la guerra o lo toca de forma oblicua, para centrarse en cómo operan
ciertos dispositivos de la dictadura en una familia concreta (familia que, además de
los miembros ya mencionados, también está conformada por la pequeña Lorena,
hija ella sí de Augusto Vidal y Fátima). En 1982 lo bélico está atravesado por el
discurso mediático, lo que le imprime una doble condición de omnipresencia y
opacidad. Pedro nunca sabe a ciencia cierta lo que está pasando con su padre.

Olguín ―que en 1982 tenía 15 años― retrata muy bien todo un mapa de
circulación de la cultura en un tramo decisivo de la historia argentina. Pedro
escucha el disco Artaud, de Spinetta, lee la revista Humor, y en el primer capítulo,
Silvina ―una compañera de clase con la que estaba empezando a involucrarse
sentimentalmente, pero que luego pasa a un segundo plano― cuenta en una
reunión haberse comprado Respiración artificial, de Piglia. Con el correr de las
páginas la historia va cerrándose sobre la relación de Pedro y Fátima, lo que puede
ser leído como una forma de trasladar la propia subjetividad de los personajes,
para quienes el mundo parece haberse reducido al deseo que siente el uno por el
otro. Sin embargo, la novela funcionaba en ese balanceo entre el contexto histórico
y las tensiones eróticas entre madrastra e hijastro, mostrando cómo ambas
dimensiones tienden a anudarse de una manera nunca del todo clara: “Los hechos
históricos se metían en la vida de Pedro y de Fátima como un escalpelo en un
cuerpo herido”.

Finalmente la novela es devorada por ciertos imperativos de la trama


romántica, que en ese afán de articular giros insospechados, termina cayendo
muchas veces en lo previsible. Los episodios finales, cargados de un fuerte
dramatismo, parecen no alcanzar el efecto esperado, entre otras cosas, porque
algunos de los personajes que participan se incorporan de forma tardía al hilo de la
narración y, por tanto, no llegan a ser suficientemente desarrollados (me refiero al
personaje de Luna, una adolescente con algo de Dolores Haze. que aparece para
dibujar el conflicto del triángulo amoroso y cuyo desenlace resulta folletinesco).
“Un tsunami que arrasa con los lugares comunes”, de esa forma definía Olguín la
obra de Gustavo Escanlar, su nueva novela no cumple con eso que el propio
escritor destaca como un atributo de la buena literatura.

Mathías Iguiniz

1982, Sergio Olguín, Alfaguara, Buenos Aires, 2017, 256 págs.

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