Está en la página 1de 8

HTTPS://CTXT.

ES/ES/20180919/FIRMAS/21820/SERGIO-DEL-MOLINO-
NADIE-ESCUCHA-A-LOS-NI%C3%B1OS-ASUNTOS-
PRIVADOS.HTM#.W6N9JZVHJ3U.TWITTER

SALA DE DESPIECE

Escribir con niños SERGIO DEL MOLINO

20 DE SEPTIEMBRE DE 2018

CTXT es un medio financiado, en gran parte, por sus lectores.


Puedes colaborar con tu aportación aquí.
[Parafraseo el título del maravilloso ensayo de Santiago
Alba Rico, Leer con niños.]
Llevo tiempo recopilando conversaciones con mi hijo, que
ahora tiene seis años, y colgándolas en Facebook. Son un
subgénero en mi muro, un clásico ya muy refinado. A la
mayoría de los lectores les gusta. Hay quien no se las cree,
que insiste en que exagero o que me las invento, pero yo
sólo soy antólogo. Las suelo escribir nada más producirse o
poco después, en cuanto puedo sentarme, y procuro
dejarlas limpias, sin apostillas ni moralejas, para que
transmitan el brillo que tuvieron. Este es un ejemplo un
poco largo, suelen ser más cortas:
– ¿Sabes por qué no me gusta Gunball, papá?
– No, dime.
– Porque siempre arruinan los momentos dramáticos.
– ¿¿¿¿¿??????
– Papá.
– ¿¿¿¿¿??????
– ¡Papá!
– ¿¿¿¿¿??????
– ¡¡Papá!!
– ¿Qué?
– Eso, que siempre arruinan los momentos dramáticos.
– Es que no sé qué quieres decir. Ponme un ejemplo.
– Pues el otro día, se estaban despidiendo unos en una
estación y se ponían muy tristes y se pasaban un montón de
rato llorando, y venga a llorar mogollón de rato. Hasta que
uno dijo: bueno, ya está bien, que esto es muy largo. Y se
fueron, como si fuera una gracia. Y a mí no me parece
gracioso.
– Ah, crees que ahí no iba bien un chiste, ¿no? Que era un
momento muy triste.
– Un momento dramático, ya te lo he dicho.
– Ah.
– ¿Papá?
– Espera un poco, hijo, que me voy a sentar un rato aquí,
que me ha entrado de pronto un cansancio enorme.
Abunda la escatología:
– Joder, Daniel, no me untes los mocos que te sacas.
– No son mocos –responde muy digno y ofendido–: es
caldo de moco.
Y la travesura sin resonancias:
En la sala de espera del médico, con Daniel. Un cartel
advierte contra los energúmenos que pegan a enfermeros y
médicos. El lema es: “Nada justifica una agresión”. Daniel
lo lee. Una vez. Dos veces. Tres veces. Le digo que se está
haciendo pesado. Entonces me lo susurra al oído. Lo canta,
lo baila, le pone ritmo. “Nada justificaaaaa una
agresióoooooon”. No le pido que pare, porque sé que sólo
sirve para que me lo repita más veces, se parte de la risa,
me provoca. Al final, le digo: “Creo que lo que estás
haciendo sí justifica una agresión”. Y responde:
– No, papá, ¿no te has enterado de que nada justifica una
agresión? Nada es nada.
– Pero, ¿tú sabes qué quiere decir el cartel?
– Pues que nada justifica una agresión.
– Ya, explícame qué es eso.
– No sé, ¿qué es una agresión?
– Estás a punto de presenciar una. Tú estate atento.
Muchas veces me he planteado dejar de hacerlo, a pesar de
que no se pueden compartir fuera de mi muro y no hay
fotos ni nada comprometido, y pese a que las reacciones de
la gente suelen ser muy cariñosas y agradecidas, porque
siempre hay metepatas, moralistas de vía estrecha y
aguafiestas que apostillan sin gracia o con torpeza enorme
y ofensiva. Y, tratándose de mi hijo, no me apetece que lo
nombren en vano. Otros escritores que hacían como yo han
dejado de transcribir sus diálogos, hartos de pedagogos de
guardia y de inquisidores de baratillo que opinan sobre lo
malos padres que somos, sobre lo consentidos que están los
niños de hoy y sobre vaya usted a saber. Si yo persisto es
por dos razones: porque me parece un material literario de
primera, y porque es una forma rotunda de tomarme en
serio las palabras de mi hijo.
Los occidentales de hoy nos creemos moralmente muy
superiores a los de ayer porque ya no pegamos a los niños
en los colegios ni les educamos a grito pelado ni dejamos
que vaguen por las calles sin vigilancia ni les dejamos
correr ningún riesgo ni fumamos echándoles el humo en la
cara ni les obligamos a trabajar en minas de uranio. Todas
esas cosas eran comunes en los siglos precedentes. No cabe
discusión: tratamos a nuestros hijos mucho mejor de lo que
ningún niño de las generaciones anteriores fue tratado. Eso,
por sí mismo, ni nos hace más santos ni convierte en
demonios a los abuelos: por encima de las convenciones de
cada época, es indudable que los padres siempre han
querido a sus hijos y los han educado lo mejor que han
sabido o podido. En El hambre, Martín Caparrós hace un
descubrimiento que no debería ser tal: al conocer algunas
regiones de África con mayor mortalidad infantil, charla
con una madre que ha perdido varios hijos. El cronista está
convencido de que la muerte de un hijo, en ese contexto de
sálvese quien pueda, se percibe con menos tragedia que en
occidente, pero la madre le desengaña: cada hijo que perdió
le ha desgarrado profunda e irremediablemente. Sólo desde
la soberbia se puede pensar que su dolor es distinto. Somos
mamíferos. Estamos programados para darlo todo por
nuestras crías, en cualquier época y lugar.
Dicho lo cual, alegrémonos de fabricar columpios
acolchados y de meter en la cárcel a los profesores que
levantan la mano. Son logros civilizatorios que debemos
defender. Sin embargo, creo que hay algo en lo que no
hemos mejorado y en lo que incluso hemos retrocedido: no
escuchamos a los niños.
Tal vez ya no les mandemos callar con refranes (cuando
seas padre, comerás huevos) o con órdenes de sargento
chusquero (cuando los mayores hablan, los niños callan),
pero, por lo general, no nos interesa nada de lo que dicen.
Sus palabras son ruido de fondo, parloteo musical que no
enseña nada. Hay mucha preocupación pedagógica por
cómo hablar a los niños. Hay cientos de libros con consejos
basados en las teorías de Piaget sobre qué contar y cómo a
los niños en cada etapa de su desarrollo, sin tener en cuenta
que Piaget elaboró sus tesis tras observar y escuchar
meticulosamente a los pequeños. En la literatura infantil se
ha abierto paso un subgénero que debería estomagar a
cualquier persona sensible: los libros para gestionar
emociones. A través de colores y formas enseñan qué es la
tristeza, la ira, el miedo, la alegría, etcétera. Diríase que sus
autores no han visto nunca a un niño real ni saben nada del
arte de contar historias, que tiene por objetivo,
precisamente, desbocar, excitar y descontrolar las
emociones, no gestionarlas como si fueran una hoja de
Excel.
Los autores clásicos de cuentos infantiles, desde que se
normalizó el género en forma de libros en el siglo XIX,
demostraron conocer muy bien a los niños. Los hermanos
Grimm, Lewis Carroll, James Matthew Barrie o Roald
Dahl conectan de una manera profunda y directa con la
psique infantil porque conocen cómo funciona. Saben
asustarles, emocionarles, entristecerles o romperlos de risa
porque les han escuchado. Son autores que se dedican a
atender sin prejuicios y con mucho interés lo que dicen los
niños. No están obsesionados por enseñarles nada, no tratan
de ser sus modelos ni de cuestionar cómo sienten y
perciben las cosas. Al contrario: construyen mundos que
respetan el punto de vista del niño, con su lógica y su
imaginación. Alicia no cuestiona lo que le sucede y acepta
las normas del mundo en el que ha caído porque es una
niña y el narrador adopta su punto de vista. Si el narrador
fuera adulto, le corregiría constantemente, trataría de
sacarla del ensueño y le enseñaría a gestionar sus
emociones. Pero Carroll triunfa y escribe una obra maestra
porque sabe ponerse en el lugar de una niña. En el siglo
XXI, Pixar hará lo mismo: el éxito de sus películas se debe,
fundamentalmente, a que comprenden íntimamente cómo
siente un niño, qué le hace feliz y qué le preocupa o asusta.
No escuchar a los niños es una actitud propia de una
sociedad que ha decidido apartar a los pequeños de la vida
pública. En las ciudades occidentales es cada vez más raro
ver a niños jugando fuera de los pocos espacios diseñados y
acotados para ello. No se juega al fútbol en las plazas y no
se ven rayuelas pintadas en las aceras. En mi infancia, era
bastante común visitar el lugar de trabajo de tus padres. Yo
conocía bien el instituto de FP donde daba clase el mío,
sabía el nombre de sus compañeros y me movía con
familiaridad por aulas y talleres. Cuando empecé a trabajar
en prensa, no era raro que los sábados por la mañana
algunos compañeros viniesen a la redacción con sus hijos a
terminar un artículo, y yo les entretenía poniéndoles un
videojuego en algún ordenador que estuviera libre. Conocía
a muchos de los hijos de mis colegas. Mi hijo, sin embargo,
creo que ha estado una sola vez en el periódico donde
trabaja su madre, y porque se hacía pis, estábamos cerca y
nos venía bien que usara el baño.
El mundo de los adultos y el de los niños está cada vez más
alejado. Por mucha empatía y cuidado que prodiguemos a
los segundos, socialmente se perciben como una molestia
que hay que resolver con el mínimo coste. Los colegios se
utilizan como aparcaderos para que los padres puedan
trabajar y el mundo espera de estos que se desempeñen
como si no tuvieran hijos. Incluso los autónomos que
trabajamos en casa y sin jefes sufrimos esa presión.
Cuántas veces me habrán respondido con hosquedad o
sorpresa cuando he declinado una entrevista o he pedido
que me llamen al día siguiente porque estoy cuidando a mi
hijo y no puedo atenderles. A nadie le parece mal, en
principio, que tengas hijos, siempre que el hecho de que los
tengas no les suponga a ellos el menor incordio.
La ausencia de niños en las calles es un reflejo de esa
descomposición de la tribu. Existe la convicción de que los
niños son un asunto exclusivo y privado de los padres y se
percibe sólo en términos de problema. Incluso quienes
tienen un discurso más favorable o apologético de la
maternidad se refieren a ella a menudo en términos de
cargas, trabajo y sacrificio. ¿Cómo vamos a detenernos a
escuchar a los niños, si estos sólo son un problema
cotidiano que solucionar, como la colada o el atasco de
vuelta a casa?
Escribo las conversaciones con mi hijo porque me interesa
mucho lo que mi hijo me cuenta. Me fascina seguir sus
razonamientos, verle descubrir nuevas palabras que a saber
dónde ha oído o leído y que no me tenga el menor respeto.
Aprendo mucho más de él de lo que yo jamás podré
enseñarle. Porque, al fin y al cabo, ¿qué podemos enseñar
los padres? Poca cosa. Un par de normas de conducta, a
coger bien los cubiertos, a decir por favor y gracias y a
cruzar bien la calle. A cambio, ellos nos abren abismos de
miedos y conexiones ilógicas. Como un pintor cubista,
cogen un mundo previsible que creemos conocer y lo
trastocan con mil perspectivas simultáneas. Nos obligan a
seguir despiertos y a renovar la sorpresa por todo lo
cotidiano. Y nos divierten con su comicidad involuntaria.
Recibimos muchísimo a cambio de casi nada.
Pero también escribo las conversaciones con mi hijo
porque creo que los niños merecen un hueco en el discurso
público y debemos luchar por reconquistarlo. Nos
corresponde a los adultos, claro. Los niños ni siquiera son
conscientes de que no ocupan ese espacio. Y cada adulto
debe hacerlo desde la medida de sus posibilidades. Yo hago
lo mejor que sé hacer: trocitos de literatura. Pongo sus
palabras en el lugar más importante de mi vida y de mi
trabajo. Pero lo importante es que les escuchemos y
dejemos de darles la murga.
AUTOR
 Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de La mirada de los peces y La España vacía.

O @SERGIODELMOLINO

También podría gustarte