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Oscar Wilde, un poeta en

presidio
virginia moratiel / 3 diciembre, 2018

Frente a las luces de la Ilustración, la


literatura británica de finales del siglo
XVIII y de todo el XIX medró en un
territorio de sombras y misterios,
ensoñaciones e imaginación, que hoy
llamamos romanticismo oscuro y solemos
aunar en nebulosa con lo gótico, lo
fantástico y lo terrorífico. En esa región
lóbrega pudieron prosperar con facilidad
las pasiones desbocadas, los
crímenes, lo macabro, lo repulsivo,
todas aquellas excrecencias de la sociedad
victoriana rechazadas abiertamente por
ella. De ahí que en estas obras proliferasen
sujetos siniestros, autodestructivos,
proclives a la locura o a cualquier otra clase de enajenación que los pusiera al
margen de la cotidianidad y los hiciese diferentes ante una producción en
serie, que ya empezaba a despuntar con la revolución industrial. Muchas
veces los personajes ni siquiera parecían seres de este mundo y hasta daba la
impresión de que se habían colado por una brecha desde el infierno. En ellos
se trasuntaba la presencia misma del mal o –como diría Kant– del mal en su
radicalidad, aunque nunca absoluto, y por tanto, la comparecencia de lo
demoníaco, cuyo origen resulta insondable. El abanico de estos individuos iba
desde Drácula a Frankenstein, si bien varios de ellos podían convivir en
un único sujeto como ocurre con Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, o con Dorian
Gray, quien se encuentra desdoblado entre lo que realmente es y la bella
apariencia que desea, sólo que una de sus partes se refleja en un retrato. Sus
historias fueron digno objeto de estudio para la psicología y la psiquiatría.
Pintaban los monstruos a los cuales se refiere Goya en su Capricho 43, los
producidos por la fantasía cuando la razón duerme. Y, sin embargo, pese a
que estos escritores ahondaron en las profundidades abisales del alma
humana y se atrevieron a emprender un corrosivo cuestionamiento de la
sociedad y sus costumbres, con el tiempo sus textos se transformaron en
clásicos juveniles y, ayudados sobre todo por el cine, se fueron banalizando y
perdiendo su contenido crítico, en una estrategia de neutralización propia del
capitalismo, que consiste en incorporar al mercado y popularizar con todos
los parabienes aquello que subvierte el orden establecido, de modo que la
masificación aplaste a las conciencias. Éste es el caso del escritor dublinés
Oscar Wilde, como en su momento también lo fue el de su compatriota
Jonathan Swift con los mordaces cuentos sobre los viajes de Gulliver.

Qué niño lector podría olvidar aquellos


relatos cuyos finales amargos derrumban
a pedradas el supuesto idealismo infantil
haciendo evidentes las consecuencias
perniciosas del egoísmo y la indiferencia
ante la codicia o la inevitabilidad de las
diferencias sociales, como “El ruiseñor
y la rosa”, donde el ave muere con el
corazón atravesado por una espina ante la
ingratitud del joven por quien se inmoló
para que pudiera realizar sus deseos, o
“El príncipe feliz”, donde los
protagonistas (la estatua y la golondrina)
terminan siendo arrojados al fuego
justamente por quien representa a los
destinatarios de la donación de las riquezas de las que el príncipe se despojó.
En realidad, son cuentos para adultos que encubren con sencillez denuncias o
reivindicaciones que, bajo un manto de esteticismo, realiza una sensualidad
anhelante, temerosa del rechazo amoroso tanto social como personal.
Aunque, en cierto sentido, alguien podría detectar aquí una actitud hipócrita,
porque sabemos que Wilde tuvo una infancia dichosa, una educación
exquisita y una acomodada vida aristocrática, incluso disoluta, pletórica de
éxitos literarios, especialmente los teatrales, que lo convirtieron en algo
parecido a las estrellas mediáticas de hoy día. Sin duda, constituyó un
prototipo del fenómeno del dandismo por su capacidad para despertar la
admiración y suscitar la imitación, lo cual requiere siempre de una elevada
dosis de narcisismo, precisamente el tema investigado en El retrato de
Dorian Gray. De hecho, Oscar Wilde no era ajeno a estas ideas y hasta
definió dicho movimiento, del que también participaron Baudelaire y Lord
Byron –tocado con un turbante–, como “proclamación de la absoluta
modernidad en la belleza”. No obstante, conocer de primera mano esa clase
de vida vana y aparentemente plena de satisfacción le hizo declarar que un
hombre cínico es el que sabe el precio de todo pero desconoce el valor de
nada, y reconocer que un moralista casi siempre es un hipócrita, mientras
una mujer que moraliza es invariablemente fea. En definitiva, “el cinismo
consiste en ver las cosas como realmente son, y no como se quiere que sean”.

Famoso por su talento, su sentido del humor y sus extravagancias en el vestir,


el hacer y el decir, pasó a la posteridad como autor de frases célebres, por
ejemplo, ésa que se le atribuyó al entrar en Norteamérica ante los
requerimientos de la aduana: “No tengo nada que declarar excepto mi
genio”. Sentencias lapidarias, ingeniosas y transgresoras, citadas después
muchas veces sin saber a quién pertenecían, como si formaran parte de un
acervo común que se transmite de forma subrepticia. Por escrito y de palabra,
dejó cientos de ellas:

Conseguir ser natural es la más difícil de las poses.

Mantengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que


a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo.

Lo peor en este mundo no es estar en boca de los demás, sino no estar en


boca de nadie.
La mejor manera de librarse de una tentación es caer en ella.

Amarse a sí mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida.

Nada que valga la pena se puede enseñar.

La gente es tan sólo aburrida o encantadora, no hay buena ni mala.

Los libros que el mundo llama inmorales son los que muestran al mundo
su propia vergüenza.

La diferencia entre literatura y periodismo es que el periodismo es ilegible


y la literatura no es leída.

Creer es muy monótono, la duda y la curiosidad son apasionantes.

Esta habilidad en la creación de


aforismos –entre los que también se
cuentan epigramas– parece estar ligada
al desenvolvimiento social de Oscar
Wilde, a su constante exposición
pública y a su brillante
participación en tertulias, a las que
estaba acostumbrado desde su infancia
ya que sus padres eran intelectuales:
ella, poetisa y él, el más reconocido
cirujano especializado en otología y
oftalmología de Irlanda, además de
arqueólogo. Pero, en verdad, Oscar
siempre se sintió un poeta. Y
aunque sus primeros escarceos literarios
se dieron en ese ámbito, sólo consiguió
alcanzar su cota más alta en la poesía al sufrir en la vida un giro radical. Y
esto sucedió cuando se hallaba en la cumbre de su carrera, mientras se
representaba la que fue su última comedia y uno de sus mejores trabajos, La
importancia de llamarse Ernesto (earnest=serio), precisamente, una
sátira sobre la severidad de la sociedad de entonces. Harto de las acusaciones
de homosexualidad y del hostigamiento del padre de su joven amante, lo
demandó por difamación. Lamentablemente, una vez terminado el juicio, el
imputado acusó a Wilde de indecencia grave, quien, después de atravesar
otras dos querellas, fue declarado culpable y recluido en la prisión de
Reading, donde se le obligó a realizar trabajos forzados durante un bienio. En
la cárcel escribió De Profundis, una extensa carta dirigida a su amigo
recriminándole su comportamiento frívolo y egoísta, explicando a la vez su
propia transformación espiritual desde el hedonismo anterior debido a la
humillación sufrida durante los juicios y a la demoledora experiencia en
presidio:

El sufrimiento –por curioso que esto pueda parecerte– es el medio por el


que existimos, y es el único medio por el que somos conscientes de existir;
y el recuerdo del sufrimiento en el pasado nos es necesario como garantía,
evidencia, de nuestra identidad continuada. Entre yo y el recuerdo de la
alegría hay un abismo no menos profundo que entre yo y la alegría en su
inmediatez.
Tras cumplir la condena, estaba sordo,
moral y económicamente en la ruina. Su
madre había muerto al poco tiempo de
su encarcelamiento y seguramente a
causa de ello. Su mujer le había
prohibido ver a sus hijos, después de
cambiarles el apellido y llevarlos a
Alemania. No obstante, continuó
enviándole dinero siempre y cuando no
reanudase el romance que había acabado
con su vida. Al salir de presidio, partió a
Francia de inmediato, pero allí intentó
rehacer sin éxito la relación con el
examante. A cambio, escribió su última
obra y su mejor poema, La balada de
la cárcel de Reading, en medio de la
mayor pobreza.

Nacida en las cortes italianas medievales y originariamente ligada a la música


y el baile, la balada fue una de las formas poéticas características del
romanticismo en lengua inglesa y alemana. Se separó del canto, pero
mantuvo su carácter heroico, puesto que en principio estaba destinaba a la
narración de gestas legendarias, si bien lo hacía con sencillez y cierta
ingenuidad popular. Wilde conservó su estructura formal y, con ello, ese
ritmo que emana de la rima cruzada y los estribillos, pero mutó
completamente su propósito al dedicarla a un villano, a un compañero
presidiario quien terminó en la horca por un crimen pasional. Así, el poema
aborda la muerte desde distintas perspectivas. Por una parte, llama la
atención sobre la naturaleza tanática del deseo que, en su frenesí, se convierte
en el impulso contrario y termina por destruir su objeto:

Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama.


Que todos oigan esto:
unos lo hacen con mirada torva,
otros con la palabra halagadora;
el cobarde lo hace con un beso,
con la espada el valiente.

Por otra parte, insiste en el gran miedo que resume a todos los demás y de los
cuales es su origen: el temor a la muerte. Mucho más a aquella que ni
siquiera es obra de la naturaleza o resultado de una decisión propia sino el
producto de la violencia ajena en pos de una justicia en sí misma
cuestionable:

No conoce la sed brutal que lija la garganta


antes de que el verdugo
se deslice con guantes de jardín
por la puerta acolchada,
y lo ate con tres correas para apagar por siempre
la sed de la garganta.

Dulce es bailar al ritmo de violines


cuando la vida y el amor son justos;
y extraño y delicado
al ritmo de laúdes y de flautas;
mas no hay dulzura cuando un ágil pie
baila en el aire.

Como consecuencia, se denuncia la falta de respeto que evidencian carceleros


y verdugos ante el dolor y la muerte de los condenados. Los difuntos no se
consideran humanos, pero tampoco los prisioneros vivos. En un intento de
frenar cualquier atisbo de autonomía, que individualice y confiera
autoestima, reciben un trato infame, cosificador. Así, al castigo del encierro
se suma la constante inspección, la vigilancia para evitar el suicidio, pues éste
sería el acto supremo de libertad, que robaría la presa al patíbulo. Desde esa
perspectiva, la institución penitenciaria deja de ser correctiva y se convierte
exclusivamente en lugar de sanción y desecho, en fábrica de horror y de
cadáveres:

Los guardias lo desnudaron,


lo entregaron a las moscas:
se mofaron de la garganta grana e inflamada,
y de los ojos que miraban rígidos.
Entre risotadas le echaron el sudario
en el que yace el convicto.

No se sienta con hombres silenciosos


que lo vigilan noche y día,
que lo vigilan cuando busca el llanto
y también cuando busca la plegaria.
Que lo vigilan; no sea que él mismo robe
de la prisión la presa.
Es evidente que la balada constituye una crítica a la pena de muerte y al
sistema carcelariocomo institución que aísla de la sociedad lo que ella misma
produce, su lado oscuro, no para enmendar los crímenes de los reclusos ni
prevenirlos en el futuro sino para generar más corrupción, porque sus modos
de operar son claramente vejatorios, delictivos:

Los actos más viles, cual hierbas venenosas


crecen lozanos en el aire de la prisión.
Sólo aquello que en el hombre es bueno
allí se arruina y se marchita:
la pálida angustia guarda el pesado portal
y el guardián es la desesperación.

Cada prisión que los hombres construyen


está hecha con los ladrillos de la vergüenza
y cercada por barrotes, no sea que Cristo pueda observar
cómo los hombres mutilan a sus hermanos.
Con rejas desdibujan la misericordiosa luna
y ciegan al bienhechor sol:
y ellos hacen bien ocultando su Infierno
pues en él ocurren cosas
que nunca el hijo de Dios ni el hijo del Hombre
debieran contemplar.

En este contexto, la balada narra la vida en la prisión y los trabajos forzados:

Cabizbajos por el ruedo


hicimos el Desfile de los Locos.
Nada nos importaba: sabíamos bien
que éramos la Brigada del Diablo,
y con cabeza rapada y pies de plomo
nos prestamos a la alegre mascarada.

Desgarramos la cuerda alquitranada


con uñas romas, sangrantes;
frotamos las puertas, fregamos los pisos
y pulimos los barrotes brillantes;
y madero tras madero el tablón jabonamos
entre el estruendo de los cubos.

Como una llamarada de luz, surge conmovedor un estribillo entre los versos,
que describe el cielo acotado de los presos, el inalcanzable lugar de ideales y
libertad, para contrastarlo con la cárcel donde, igual que en el infierno de
Dante, la principal pena es la pérdida irremisible de toda esperanza:

Jamás vi a nadie que mirara


con ojos tan ansiosos
la pequeña tienda azul
que los presos llaman cielo
y a cada nube arrastrando
sus enredados vellones.

Éramos como hombres que a través de un pantano


de inmunda oscuridad a tientas van.
No osamos murmurar una plegaria
ni tampoco alentamos nuestra angustia,
algo muerto se encontraba en nosotros
y eso muerto era la Esperanza.

Poco después de escribir la balada, Wilde murió de una meningitis provocada


por una otitis crónica. Ansioso de morbo, el público la atribuyó a una sífilis.

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