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El cielo era tan oscuro como el carbón y en él titilaban las estrellas con
guiños incomprensibles. No había luna. La brisa fría y cargada de humedad
azotaba las mejillas de Valeria, desordenaba sus largos cabellos castaños y
le producía ligeros estremecimientos. Caminaba por el bosque cercano a su
casa, con el camisón ondeando alrededor de sus tobillos desnudos. Iba
descalza y las piedrecillas del suelo le causaban cortes y magulladuras en las
plantas de los pies.
Había despertado en mitad del bosque, estirada bajo un árbol viejo y nudoso
que movía sus ramas al compás de la brisa. No sabía cómo había llegado allí,
ni qué hacía allí. Incluso, sabiendo que se hallaba cerca de casa, había
perdido toda noción de lugar y era incapaz de orientarse.
Cuando Valeria despertó, la luz del sol entraba a raudales por la ventana de
su dormitorio. Despertó sintiéndose incómoda, mareada, con el cuerpo
bañado en sudor. Había tenido unos extraños sueños en los que el miedo y el
placer estaban confusamente mezclados. Recordaba algunos detalles con
extraordinaria nitidez y otros apenas eran destellos fugaces de la memoria.
Algo que sí recordaba con claridad era el brillo ígneo de unos ojos.