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Los cuentos de Socompa

El hombre de los ojos grises

Escribe Elsa Osorio | Feb 16, 2019 | Lecturas | Etiquetas: Cuento, Elsa Osorio
http://socompa.info/lecturas/el-hombre-de-los-ojos-grises/?
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Uno de los aspectos fascinantes –y también inquietantes- de la relación entre literatura y realidad
es que las fronteras nunca son nítidas. Una escritora que cree y no cree que se ha topado con un
personaje de la novela que escribe justo cuando está a punto de ser personaje de otro relato.
Al hombre de los ojos grises lo encontré en el tren que me conducía al aeropuerto de Schönefeld.
Llevaba casi un mes en Berlín caminando por los renglones de mi novela, corrigiendo una palabra
al observar una esquina, una frase en el patio de un edificio de la Mülakstrasse (donde haría vivir a
mis personajes), cuando decidí hacer ese viaje. No quería abandonar la historia, sólo escaparme un
par de días, volver a mi vida en el siglo XXI, ver amigos, ir a una fiesta, comprarme un vestido o un
celular. Descansar y recuperar así el control del libro que parecía estar perdiendo en la búsqueda
extraviada del Berlín de mis personajes.
Porque lo que escribo, compongo, ¿imagino? en la novela está basado en una suerte de diarios
discontinuos escritos en los años treinta, papeles sueltos, agendas a las que le faltan hojas, cartas,
documentos varios que fui encontrando a lo largo de años de investigación. Mi personaje, Mika, y
su compañero, Hippolytte, son reales, existieron, más allá de mis escritos y de los suyos. Aunque
sé –lo sabía antes de cruzarme con el hombre de los ojos grises – que no hay posibilidad de
memoria sin imaginación, un excesivo respeto a la vida de mi personaje me tenía presa de pies y
manos a una historia que crecía, como un cuerpo extraño, en todas direcciones, convirtiendo mi
vida en una vida vicaria de mi personaje, Mika. (Él, aunque no poco importante, no es el personaje
principal de mi novela).
El capítulo diez, donde recreo la experiencia en Berlín en 1932 y 33, lo había escrito tiempo atrás,
pero no estaba conforme con el resultado. Lo había dejado así, inconcluso, detenido en esa ristra de
datos baldíos de emociones, articulados en frases enclenques, y había avanzado a otros capítulos en
los que me sentía más confortable. Algún día lo resolveré, me decía vagamente, para escabullir la
náusea que me provocaba.
Cuando me invitaron a esa residencia de escritores en un hotel de Berlín, no tuve ninguna duda de
que era la historia misma (¿o era él?), quien me llamaba. En Berlín iba a reescribir y terminar el
capítulo. Una de esas certezas que corcovean bajo la piel sin reflexión alguna. Como si ese avión
atravesara no sólo la distancia Buenos Aires- Berlín, sino el tiempo y mis personajes me esperaran
en el aeropuerto para meterme de lleno en sus circunstancias, sensación que no me abandonó
cuando me interné en la vanidosa memoria de Berlín.
Al principio recorría la ciudad siguiendo las pistas de sus cuadernos y otros documentos: la estación
de tren a la que llegaron desde París, el barrio donde se instalaron; me aventuré más tarde por
lugares nunca mencionados pero en los que podía reconocer el escenario de algunos episodios que,
día a día, se poblaban de detalles, de sonidos, de aromas. De entusiasmo y de miedo. Yo apartaba
cualquier rasgo posterior a los años treinta, los cuadradotes soviéticos, tan invisibles para mí como
la osada transparencia de la arquitectura moderna, y recuperaba en un edificio, en un balcón, en un
puente, en un patio, la atmósfera tensa y cargada de presagios en la que vivían mis personajes, con
el nazismo mordiéndole los talones.
Era lo que fui a buscar a Berlín, la posibilidad de terminar de una vez por todas el conflictivo
capítulo diez, sin embargo una tarde (justo después de inventar esa absurda pelea entre Mika e
Hippo) entendí que era necesario alejarme de esas calles cargadas de recuerdos ajenos, de esos
puentes y plazas impregnadas de las pasiones que sacudían a mis personajes. Quizás la pelea, esa
frivolidad, esa pequeñez, haya sido sólo una manera de relajar la tensión del momento histórico que
debía contar. O una vil excusa que inventé. Pero, curiosamente, no fue el lugar donde fueron
agredidos por los SA, ni esa fábrica abandonada en Wedding donde tenían sus reuniones secretas, ni
sentir su miedo lo que me alarmó, sino aquel episodio sin la menor trascendencia histórica.
Justo antes de cruzar el puente, lo que había empezado como una discusión insustancial, más
producto de los graves hechos que vivían que de una verdadera desavenencia, creció a una pelea
fea. Mika estuvo mal, juzgué implacable yo, por muy nerviosa que estuviera ¿cómo se atrevía a
hablarle así a Hippolyte? ¿cómo, en medio de todo lo que pasaba, podía ponerse celosa porque él
había hablado rato largo con una rubia? Absurdo.
La escena no estaba en ningún documento, ni diario, y no tenía por qué contarla, pero es en lo que
me afané en cuanto llegué al hotel Bleibtreu, donde me alojaba, poniendo en peligro no sólo el
capítulo 10 sino el libro entero. ¿Qué estaba haciendo? Sin cerrar el archivo donde mis personajes
tenían una pelea indigna de ellos mismos, me metí en Internet y compré un pasaje a París para el día
siguiente.
Lo dejé a él en silencio, sin contestarle una palabra, dolido, al día siguiente debía marchar a una
misión con los camaradas, y ella, como si no hubiera vivido todo lo que cuento hasta el capítulo 10
y en los posteriores que ya había escrito: que Hippo se fuera no más y que no volviera, que estaba
harta , y me parece-no lo sé porque no he tenido el coraje de abrir ese archivo, remordimiento,
pudor- que hasta le reprochaba la vida de locos que llevaban persiguiendo la revolución. Horrible.
Me informé en la recepción del hotel sobre los horarios, los tiempos y las combinaciones para llegar
al aeropuerto de Schönefeld donde debía tomar el vuelo a Paris. Me asombré una vez más de la
precisión de los alemanes. En Zoologischer Garten, sin embargo, tomé un tren que no estaba
anotado en la puntillosa lista, pero que se anunciaba directo al aeropuerto, sin trasbordo alguno.
El tren estaba casi vacío. Él subió en la Alexander Platz. Me llamó la atención ese sombrerito
plantado sobre su cabeza, tan de otra película. Algo más abajo, me topé con sus ojos grises. Esos
ojos grises que yo había leído primero en el prólogo de Mika al ensayo de Hippolyte Etchebéhère.
Esos ojos grises que me miraron largamente desde la foto que saqué del archivo y colgué en mi
biblioteca.
¿Un nuevo amor? me había preguntado un amigo indiscreto señalando la foto de Hippo, y yo,
escandalizada: Qué decís, es la pareja de mi personaje, y como si no bastara: Murió mucho antes de
que yo naciera.
Y si así era, ese hombre no podía ser Hippolyte, pero cuánto se parecía. Me estaba yendo de Berlín
para alejarme de mis personajes no para encontrar a uno en el tren al aeropuerto. Las personas no
son como los edificios o las plazas, que permiten descubrirlos detrás de las cáscaras del tiempo.
De Hippolyte Etchebéhère sólo queda su apretada letra en los cuadernos, sus notas de lectura, las
cartas, las pocas menciones a él en algunos libros de historia, su ensayo sobre la derrota del
proletariado en Alemania, un par de fotos, lo que su mujer escribió. Y la obcecada rareza que tengo
de seguir toda huella suya, de darle vida, de hacerlo presente. Para escribir sobre Mika, leer todos
los libros que su pareja menciona en sus apuntes fue un empeño desmedido. Pero siempre hay una
buena excusa para leer, no así para andar mirando fijamente a un señor en un tren sólo porque tenga
los ojos grises, como Hippolyte.
El no parecía extrañado, ni molesto, me sonreía francamente, invitándome a proseguir las promesas
de mi mirada. Para eludir responsabilidades, busqué el libro en mi bolso. Las cartas de Flaubert. El
corazón me saltó, como si hubiera sido pescada in fraganti. Lo había pedido a una biblioteca, para
releerlo a partir de una nota de Hippo, y sin pensarlo, lo puse en el bolso. Era raro, iba a sospechar,
quién se lleva un clásico a un viaje. Lo abrí y fingí concentrarme.
Entonces me sorprendió su voz. El hombre de los ojos grises no había hablado hasta entonces,
tampoco yo había escuchado nunca la voz de Hippolyte. Él era sólo palabras escritas, la imagen de
su foto, hechos evocados, ideas, acción, mucha acción, razonamientos, pero no sonidos. Un frío
recorrió mi columna, y supe que era ¿es? su voz. Grave, diáfana, melodiosa. Una voz que anima y
calma. (Debo hacerlo hablar así en mi novela, me ordené)
– ¿Le gusta Flaubert?
Natural que se dirigiera a mí en francés, puesto que yo estaba leyendo en francés. Pero ni siquiera
me consultó, tampoco cuando más tarde, a propósito de Horacio Quiroga, hablamos en castellano.
Lo sabía.
-Sí, mucho.
Me escuché decirle una frase que me sonó levemente a plagio, ¿era Hippolytte quien la había
escrito en sus cuadernos o en alguna carta a Mika? ¿o era yo quien la había escrito en esos papeles
que-locamente- se le dirigían?
En su sonrisa luminosa vi cuánto apreciaba mi comentario, y los que siguieron. Porque de Flaubert
pasamos a Balzac, a Unamuno, a Quiroga, a Maupassant y hasta a Henri Barbuse me animé, aunque
sabía que en el 32 hacía rato que él estaba a la izquierda de Barbuse.
No podía ser Hippo, pero si acaso era, yo conocía todas sus lecturas, las que había hecho y las que
haría. Era fácil. No me detuvo el resquemor de estar haciendo trampa, más fuerte era mi imperiosa
necesidad de seducirlo y dejarme seducir por su radiante personalidad, por su lucidez, por su
simpatía. Ese aroma sutil que irradian los que luchan. Esa masculinidad sin recovecos y sin
impostura. Magnífico. Y un bomboncito.
Yo quería que él me eligiera ahí, en ese tren, en ese instante, sin pasado, sin futuro, entre todas las
mujeres de todos los tiempos y todos los lugares para barrer toda sombra de infelicidad del mundo.
Y escribirlo. Lo deseé con un furor que ya no recordaba. ¿Exagero si digo que en esa conversación
en el tren me enamoré de él?
Tampoco sé si fue de él, y podría sospecharse que esa súbita pasión que desató en mí el
desconocido del tren tenía una larga historia que yo no había admitido hasta entonces. Cómo
explicar de otro modo esas páginas que le dirigí respondiendo a sus comentarios de lecturas con los
míos. Tinta azul sobre un papel color crema que elegí con esmero (no iba a escribirle a Hippo en la
computadora) Ni sus lecturas literarias ni las mías iban a formar parte de la novela, de modo que no
hacía falta guardarlo en archivo alguno, pude permitirme el puro placer de escribir a mano,
escribirle porque sí, de puro gusto no más, porque necesitaba hacerlo, como esa noche, ya tarde,
después del tableteo de la metralla que lo parte , apagué la pantalla, y lloré en letras azules sobre el
papel color crema que había comprado para él.
¿Cómo admitir esa extraña afección sin escándalo? Escándalo de fechas y lugares, pero sobretodo
escándalo porque él es el compañero de mi protagonista, Mika, la capitana. Y no puedo omitirlo en
su epopeya.
Esas cosas no se hacen. No. Inventar una pelea en la que dejo como una idiota a Mika para
relacionarme con Hippo sin trabas -y sin culpa- en un tren, casi un siglo después, no está bien.
Tampoco exagerar: sus cenizas están en el Sena, y las de él, perdidas en el campo de batalla de
Atienza, hace añares. El tren me daba una oportunidad y no iba a desperdiciarla. O al menos eso
pensé en el momento.
Yo caminaba, como una avezada equilibrista, sobre el hilo de los libros compartidos, sabía que, si
me apartaba, podíamos caer al agujero del tiempo. Ni quiénes éramos, ni de dónde veníamos, ni los
acontecimientos históricos que nos rodeaban, ni el aeropuerto de Schönefeld al que nos llevaba ese
tren, ni las circunstancias de nuestras vidas. Ni siquiera con la literatura podía descuidarme, había
libros que él- si es que era él- no había leído, que aún no habían sido escritos. Sin embargo, cuando
dijo eso de los escritores, resbalé:
– No es impudor ni vanidad lo que nos lleva a escribir, como usted dice, sino necesidad.
A él no pareció sorprenderle que yo escribiera. Como si saberlo lo hubiera acercado, me tuteó:
¿Escribes sobre nuestra época?
Cuál época, me hubiera gustado preguntarle. Buscaba una frase prudente, lo suficientemente ubicua
como para adaptarse a un amplio registro temporal, cuando me provocó:
– ¿Escribirás sobre mí? – el brillo en sus ojos tachó la mañana nublada- ¿Sobre nosotros?
No estoy segura de que fueran preguntas, no parecía esperar mi confirmación. ¿Nosotros? Un leve
temblor me sacudió. Tuve vergüenza de haber leído sus cuadernos, sus cartas.
Pude preguntarle a Hippolyte Etchebéhère (que qué hacía en ese tren) si aprobaba, si me autorizaba,
si quería sugerirme o develarme algo para la novela. Pude preguntarle a ese hombre de hoy (que
quién sería y cómo sabía) si me estaba jugando una broma pesada. Pero no tuve tiempo porque él se
puso de pie, sonrisa espléndida, me hizo una leve inclinación de cabeza y se despidió:
 Me bajo. Adiós.
 Adiós- le contesté con una calma que estaba lejos de sentir- Fue un placer.
 También para mí. Suerte.
Lo vi alejarse hacia la puerta del tren con morosidad, un corto trecho que lo ponía en un camino que
yo ya no podría detener. A toda velocidad, con feroz nitidez, se sucedían las imágenes de su futuro:
el dolor de la derrota y la huida apresurada de Alemania, palabras anudadas sobre el cuaderno azul,
el grupo de oposición en París, calles caminadas a montones, siempre ella amándolo, una tos fuerte
y sangre, largos meses en el hospital, lecturas, cartas y esos kilos que tanto le costará aumentar,
Madrid, la revolución por fin, las armas, su alegría, el sonido cruel de la ametralladora. Basta.
Una inmensa congoja que no pude más que resolver en llanto. El se dio vuelta, sorprendido, volvió
sus pasos, se paró frente a mí, me miró con ternura y me acarició la cabeza.
Si fuera un personaje inventado, o un hombre real, no me hubiera importado alterar el texto ni la
vida, pero él nació, vivió, amó, luchó, no cejó hasta el final, y yo no tenía ningún derecho, ninguna
posibilidad de modificarlo.
Me limpié las lágrimas con la manga. Y balbucée una promesa que tal vez cumpliría: Nos veremos.
Me juré que nunca más me involucraría con un personaje cuyo destino ya estuviera trazado de
antemano, mucho menos si su compromiso con mi protagonista y con sus circunstancias históricas
se anteponían a mi deseo. Un llanto seco, de impotencia, me sacudía cuando la puerta del tren se
abrió para dejarlo ir.

Estuve a punto de estropearlo todo, cuando la escuché llorar y me acerqué a ella. Me sorprendió,
nos habíamos despedido con calma, sin gestos estentóreos, como si la mujer del tren supiera lo que
yo había inventado y estuviera dispuesta a cumplir su designio: escribir sobre nosotros.
Apenas dejar atrás la Alexander Platz, me atraparon sus azules ojos asombrados, fijos sobre mí.
Aunque me cohibía, no esquivé su mirada, se la devolví y le sonreí. Una mujer atractiva, con una
elegancia natural que contradecía su estrambótica vestimenta. Me gustó. Y más cuando abrió el
bolso y sacó Flaubert. Las cartas que yo leí el mes pasado. Fui yo quien inicié el diálogo y pronto
me deslumbró con la agudeza de sus comentarios y su amor por la literatura. La coincidencia de
nuestras lecturas era extraordinaria. Montado en su entusiasmo, concebí el personaje: alguien como
ella, pero en el futuro, inmersa en un mundo diferente, más justo, al que nuestras luchas conducen.
-A mí me gustaría escribir- le dije- pero no puedo, no tengo el impudor ni la vanidad de la gente que
escribe. Un instinto irresistible me lleva a ocultar mis emociones.
Su apasionada reacción no hizo más que confirmarme el personaje. Así me confesó-porque no lo
contó, lo confesó- que escribe. Con esa convicción para defender lo suyo, con esa fuerza y esa
sensibilidad, quise que escribiera nuestra historia.
Le dije un par de frases más, que ella, perturbada como estaba, no pudo responder, y me despedí.
No podía sostener más tiempo esa charla sin sucumbir a esa mirada –admirada y temerosa- que me
proponía quién sabe qué extraordinarios senderos. Aunque su llanto y la conmoción que yo le
producía me hicieron recular, no me permití más que una caricia a su pelo. Ella misma, al borde del
abismo al que estábamos por caer, entre lágrimas, me dio coraje: Nos veremos.
No soy un seductor, ni un creador, soy un hombre de acción, por primera vez en mi vida, había
creado un personaje consistente sobre la mujer del tren y no quería arriesgarlo. Que escriba, nada
más. Y nada menos.
El tren se detuvo, las puertas se abrieron y salí.
Elsa Osorio es docente periodista y escritora. Entre sus libros, Cielo de Tango, La capitana y
Doble Fondo.
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