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“La memoria del Estado”,

en El Estado y la memoria. Gobiernos y ciudadanos frente a los traumas de la


historia. (Ricard Vinyes, ed.) Barcelona, RBA, 2009, pp. 23-66.

Ricard Vinyes
Catedrático de Historia Contemporánea
Universitat de Barcelona

En un libro clásico, Alexander y Margarete Mitscherlich proponían el primer


diagnóstico sobre la conducta de la sociedad alemana desde finales de la segunda guerra
mundial hasta mediados de los años sesenta1. Los autores sostenían que aquella
sociedad había buscado, en el esfuerzo sobrehumano de la recuperación industrial y
económica de posguerra, el rechazo a asumir, en su subconsciente colectivo, los
crímenes del nazismo. Esta afirmación era una desautorización integral a la campaña de
“desnazificación”, propuesta primero por las tropas aliadas y prorrogada después por los
sucesivos gobiernos de la República Federal. Y es una afirmación que probablemente
sorprenda aún hoy a los que participan de la creencia de que la “desnazificación” fue un
programa surgido de la convicción política, aplicado con eficiencia y con resultados
positivos. Para desmentir este lugar común extendido todavía hoy, lo más sencillo es
remitir al lector a la obra de Régine Robin, que prueba empíricamente lo contrario2,
dando la razón de nuevo, y después de tantos años, a los Mitscherlich.
Los autores se preguntaban cómo es que no se habían examinado los
comportamientos de sus conciudadanos alemanes durante la República de Weimar y el
Tercer Reich "de un modo suficiente y crítico. Desde luego, al decir esto no nos
referimos a los conocimientos de ciertos especialistas, sino a la deficiente difusión de
esos conocimientos en la conciencia política de nuestra vida pública"3. Y concluyen:
"utilizamos la transición y el Estado democrático para producir bienestar, pero apenas
para producir conocimiento"4. No se referían a la erudición profesional –ya lo hemos
visto, insisten mucho en este aspecto-, sino al conocimiento de los orígenes y del
proceso de crecimiento ético –la conciencia- de una ciudadanía. Sostenían que este
conocimiento forma parte del Estado del bienestar, de la calidad de vida, así como
forma parte de cualquier política pública de protección o desarrollo social. Situaban la
ética política no sólo en la historia, sino en la responsabilidad de la ciudadanía y, por
tanto, del Estado de Derecho.
Años más tarde –en 1990–, Alejandro González Poblete, Secretario Ejecutivo de
la Vicaría de la Solidaridad, de Chile, en una carta dirigida a la Comisión Rettig,
proponía de qué manera debía entender el Estado una política pública de reparación:

"Entendemos la reparación como un proceso individual y colectivo de


crecimiento y de apropiación de una mejor calidad de vida, que implica la
dignificación moral y social de la persona y del grupo familiar dañado por la
represión. Sin perjuicio de la principal obligación del Estado de asumir la






























































1

Alexander y Margarete Mitscherlich, Fundamentos del comportamiento colectivo: La imposibilidad de sentir duelo,
Madrid, Alianza Universidad, 1973 (1.ª ed., 1967).
2

 Régine Robin, Berlin chantiers. Essai sur les passés fragiles, París, Stock, 2001. Melissa Müller hace una incisiva
valoración del proceso en su ensayo «Cronologia de l’assimilació d’una culpa», en Traudl Junge, Fins a l'últim
moment, Barcelona, Edicions 62, 2003, pp. 235-266. [Trad. cast.: Hasta el último momento, Barcelona, Península,
2003.]
3

Alexander y Margarete Mitscherlich, op. cit., p. 10.

4

Ibid., pp. 21-22.



 1

reparación de las víctimas, corresponde a la sociedad toda reconocer la necesidad
de esa reparación y contribuir a ella [...] que no se crea que medidas
indemnizatorias del Estado son suficientes para cumplir con el objeto
reparatorio"5.

Igual que los Mitscherlich, cuando se refieren a la “conciencia política de


nuestra vida pública”, González Poblete vinculaba también calidad de vida y bienestar
con la socialización de un reconocimiento público de los desastres de la dictadura.
Pero actuar de esta manera requiere una decisión política del Estado de Derecho:
acordar cuál es su origen ético y proceder en consecuencia. Una decisión que siempre
ha instalado una querella en los procesos de transición y en la democracia posterior.
Elizabeth Lira ha resumido bien el tema de fondo y universal de la disputa:

"Para unos, la paz (y la reconciliación) depende de la supresión de los


conflictos, empezando una 'cuenta nueva', sin historia ni pasado. Para otros, la paz
(y la reconciliación) depende de procesos complejos de reconocimiento,
asumiendo las responsabilidades, y creando condiciones para lograr una relación
sin deudas pendientes, o al menos, con el compromiso de esclarecer y resolver lo
pendiente consensuando soluciones aceptables para todos o casi todos. Ésta ha
sido y sigue siendo una disputa cuyo desarrollo está en proceso, puesto que no hay
consenso explícito en el 'bien' para el presente y el futuro que trae consigo repasar
el pasado"6.

En el período fundacional de nuestra democracia se constituyeron las leyes,


instituciones y políticas que parecían convenientes para garantizar los derechos de los
ciudadanos. Procedían de los programas de la oposición a la dictadura y de las
demandas de los diferentes movimientos sociales que habían nacido y crecido trenzados
con el antifranquismo.
Aquellas demandas, aquellos proyectos, aquellas políticas, abarcaban la casi
totalidad de necesidades generales y sectoriales de un país que construía el Estado de
Derecho perdido con la derrota de la Segunda República, y se desplegaron e instauraron
con una intensidad que estaba limitada por el juego de hegemonías, no tan sólo políticas
y sociales, sino también culturales.
En aquel contexto, y aun años después, ni el conocimiento de la devastación
humana y ética que había provocado el franquismo, ni la restitución social y moral de la
resistencia –cuyos complejos valores se convertían en los fundamentos de la
Constitución y los Estatutos de autonomía–, ni el deseo de información y debate que
sobre aquel pasado tan inmediato iba expresando la ciudadanía más participativa, nunca
fueron considerados por el Estado parte constitutiva del bienestar social ni de la calidad
de vida de muchos ciudadanos. Y aún menos como una pregunta sobre la base ético-
institucional; una pregunta que demandaba dónde estaba el origen de la democracia,
cuál era su sedimento ético. Más bien al contrario, aquellas demandas siempre fueron
consideradas como un peligro de destrucción de la convivencia. Por tanto, debían ser
apaciguadas por el bien de la ciudadanía. El Estado debía inhibirse para evitar cualquier































































5

 Carta de Alejandro González Poblete, 18 de octubre de 1990. Citado por Elizabeth Lira, Políticas de reparación.
Chile 1990-2004, Santiago de Chile, Lom, 2000, p. 129. 

6

 Elizabeth Lira, «Memoria en tiempo presente», en F. Zeran, M. A. Garretón, S. Campos, C. Garretón (eds.):
Encuentros con la memoria, Santiago de Chile, Lom, 2004, p. 158.


 2

conflicto, sin tener presente que así como no hay instituciones sin ciudadanos que las
sustenten, tampoco hay ciudadanía sin conciencia ni conflicto histórico.
La negativa del Estado de Derecho a dar respuesta a preguntas sobre los valores
en los que se fundamenta su construcción es un camino para comprender las actuales y
poliédricas disputas sobre las memorias del pasado de nuestro país, y la resistencia a
establecer una política pública sobre reparación y memoria treinta años después de la
instauración de la democracia.

1. LA “BUENA MEMORIA”
El Estado tiene una sola memoria, la “buena memoria”. Desde su inicio
democrático, el Estado ha ido constituyendo una economía memorial, es decir, un
sistema de administración de bienes morales y simbólicos, datos y fechas, actos de
Estado y recursos administrativos y de difusión diversísimos, que aparentemente –y
sólo aparentemente– están destinados a garantizar la inhibición institucional en los
conflictos de memoria; inhibición considerada por la Administración como un deber
moral para la buena convivencia de los ciudadanos de nuestra sociedad.
Pero el Estado no se ha inhibido nunca. La cuestión es que en aquel proceso de
tránsito a la democracia, tan condicionado por la coyuntura y los obvios conflictos entre
hegemonías políticas y culturales, la designación de un espacio de referencia ética a la
legitimidad del nuevo Estado de Derecho fue sustituida por una ley, un mito y un relato.
Una ley, la amnistía de 1977, que establecía jurídicamente la impunidad equitativa. Un
mito, que no es el de la transición, sino el de la ‘transición modélica’, mito edificado
sobre el lavado de los antecedentes y causas que explicaban la formidable eclosión
política, cívica y cultural de los años de cambio institucional: 1975-19787. Y un relato,
en el cual expresiones como “olvido”, “silencio” y “equiparación” no son expresiones
sustantivas, sino tropos –metáforas– de aquello que era realmente operativo y eficaz, la
creación de una “buena memoria” funcional que complementaba el olvido jurídico,
legal, de la amnistía de 1977.
Y es que el olvido, lejos de ser un pacto, fue una decisión y un proceso
institucional, no social. Un deseo administrativo que se constituyó en política de Estado
a través de un principio doctrinal, la “impunidad equitativa”8, un modelo de actuación
que, aun reconociendo (y, por tanto, sin olvidar) la existencia del daño y la
responsabilidad, elude deliberada y pragmáticamente asumir las dimensiones éticas,
psicológicas, jurídicas y económicas de las responsabilidades políticas9: no hay que
entrar en el conflicto, hay que darlo por superado, no es que esté superado, pero hay que
actuar como si ésta fuera la realidad. Es la espera del paso del tiempo para la resolución
de los problemas del pasado, la espera de la extinción del problema a través del deceso
tanto de los culpables como de los afectados. Esto es lo que hará que el conflicto se
supere definitivamente. Este principio de equiparación ética constituye el núcleo de la
“buena memoria” del Estado, el relato que el Estado ha propuesto a los ciudadanos
como elemento de perpetua clausura institucional, no imponiendo silencio, sino






























































7

 Los principales ensayos sobre los que se construyó el mito político de la transición modélica sustituyendo el largo
proceso de cambio histórico por el exclusivo análisis del cambio institucional producido entre 1976-1977 y con una
atención exclusiva a las elites políticas y en que se ha convertido la versión canónica institucional son: Luis García
San Miguel, Teoría de la transición, Madrid, Editora Nacional, 1981; y la obra colectiva de Félix Tezanos, Ramón
Cotarelo, Andrés de Blas, La Transición democrática española, Madrid, Sistema, 1989.

8

Utilizo la expresión según el estudio realizado sobre las políticas de reparación en Alemania durante los veinte años
siguientes a la finalización de la guerra mundial a: Alexander y Margarete Mitscherlich, Fundamentos del
comportamiento colectivo: La imposibilidad de sentir duelo, Madrid, Alianza Universidad, 1973.

9

 Elizabeth Lira, «Memoria en tiempo presente», en F. Zeran, M. A. Garretón, S. Campos, C. Garretón (eds.):
Encuentros con la memoria, Santiago de Chile, Lom, 2004, pp. 159-160.



 3

presentándola y difundiéndola como el modelo de conducta para la ciudadanía
democrática en una sociedad en que la experiencia y el daño de la dictadura eran y son,
no obstante, comprobables. Éste es el principio ético-político presente en las dos leyes
de unas amnistías –1976 y 1977– vinculadas a la tradición de la resistencia, pero
concretadas en la compleja coyuntura constituyente del nuevo Estado de Derecho.
En julio de 1976, en su día 30, el último gobierno de la dictadura aprobaba el
Real Decreto Ley 10/1976 en el que disponía amnistiar un amplio abanico de las
actuaciones de combatientes y opositores al régimen. La Ley estaba precedida por un
preámbulo admirable por su claridad. Un preámbulo que expresaba tanto los difíciles
equilibrios internos de las fuerzas políticas que mantenían aún el poder institucional y
ejecutivo de la dictadura en diversas formas y niveles, así como su tensión con el
movimiento antifranquista, que bajo la histórica y persistente reivindicación de amnistía
había hecho salir a la calle a miles de ciudadanos de las grandes ciudades. Pero, sobre
todo, aquel preámbulo iniciaba los grandes rasgos de lo que en el futuro, y
prácticamente hasta la actualidad, constituía “la buena memoria” que el Estado
democrático propondría y divulgaría en los treinta años siguientes:

"Al dirigirse España a una plena normalidad democrática, ha llegado el


momento de ultimar este proceso con el olvido de cualquier legado
discriminatorio del pasado [...] dictar normas que sin menoscabo del espíritu de
este Real Decreto Ley, armonicen el olvido y la total abolición del delito en que la
amnistía consiste"10.

En aquella complicada coyuntura política del final de la dictadura, el preámbulo


(no las disposiciones de la Ley) podía ser aceptado sin demasiados problemas por el
conjunto de la oposición antifranquista, preocupada por separarse de cualquier posible
enlace con la República y la guerra, no por razones morales, sino políticas. Es decir,
para desmentir o desautorizar el discurso usado por el último gobierno de la dictadura
que vinculaba a la oposición con la imagen bélica y republicana de perturbación y
desorden con la intención de incapacitarla y arrinconarla11. Una vinculación que era
fácil obtener a causa del constante desprestigio que la dictadura había transmitido sobre
la imagen de la Segunda República, y que había penetrado en la sociedad y también en
los dirigentes de la oposición que se habían formado durante el franquismo12. La
obsesión de los principales partidos opositores –el socialista y el comunista–, pero
también de la mayoría de las organizaciones democráticas emergentes, por separarse de
aquella imagen llegó, por ejemplo, al punto de prohibir cualquier exhibición de la
simbología republicana en actos y manifestaciones electorales. Julio Feo, jefe del
gabinete de Felipe González, hombre fuerte del aparato del partido socialista y
coordinador de todas las campañas electorales hasta 1986, ha explicado bien las razones
y las anécdotas:

“Es evidente que en la campaña electoral [de 1977] había miedo. Además
había que luchar contra la idea que, desde la UCD y desde la derecha, querían dar
de nosotros. Éramos el diablo, probablemente con rabo y cuernos. [...] Por ello es
por lo que había necesidad de aparecer de una manera risueña y desenfadada. De































































10

Boletín Oficial del Estado (BOE), n.º 186; p.15.097; 4 de agosto de 1976.

11

Paloma Aguilar, Memoria y olvido de la guerra civil española, Madrid, Alianza, 1996.

12

 Carme Molinero, «La construcció de la memòria de la República durant el franquisme», en M. Risques, (coord.)
Visca la República!, Barcelona, Proa, 2007, pp. 251-272.


 4

ahí los carteles de Felipe González sin corbata y con una camisa de cuadros, muy
moderno, joven, ninguna reminiscencia con la guerra civil, con el pasado13”.

La incomodidad apareció con las primeras banderas republicanas enarboladas


por militantes socialistas en sus propios mítines. F. González se indignaba y Feo lo
resolvía:

“Fue en Murcia, en el mitin en la Condomina, el campo de fútbol del Real


Murcia. En un momento del mitin desde el estrado vi avanzar hacia nosotros a una
persona mayor con una bandera republicana. Me fui hacia él sin dejar que se
acercara demasiado y le di un tremendo abrazo, envolviéndonos los dos con la
bandera, lo levanté en vilo y discretamente me lo llevé hacia el fondo del estadio.
Y no tuve dificultad para que nos diera la bandera y depusiera su actitud”14.

En otra ocasión, en la plaza de toros de Cáceres tuvo que ordenar al servicio de


seguridad que escalara una tribuna para que se retirara la bandera republicana que
ondeaban unos militantes recalcitrantes, y que para proteger su acción habían cerrado la
puerta de acceso. En cualquier caso, Julio Feo exponía el éxito de las medidas
preventivas destinadas a evitar conflictos serios con la militancia y, sobre todo,
orientadas a promover una imagen de separación radical con los referentes
institucionales democráticos del pasado, sin que generara problemas, a diferencia de lo
que sucedía con los comunistas:

"Aquí también nos diferenciamos del Partido Comunista, que o no supo o


se vio obligado a utilizar la fuerza y la violencia para retirar en sus actos las
banderas republicanas, teniendo peleas importantes y consiguiendo con ello más
de una fotografía en las primeras páginas de los periódicos, con la consiguiente
pérdida de credibilidad y prestigio"15.

La bandera tricolor resultaba más inquietante que la roja. La segregación de los


símbolos republicanos no se debía a la voluntad de impedir o de ocultar la
reivindicación de la forma de Estado republicana, porque el hecho es que la tensión y el
conflicto en aquellos años nunca fue entre república o monarquía, sino entre dictadura y
democracia. La segregación se debía a la decisión de apartar el pasado del presente.
Pero un pasado en el que el patrimonio democrático era importante.
En las presiones de la coyuntura, el antifranquismo concentró todos sus
esfuerzos de negociación y movilización a exigir una ampliación de los actos políticos
que debían ser amnistiados y que no había recogido ni la amnistía de 1976 ni los
sucesivos indultos. El resultado final fue la Ley 46/197716, la primera aprobada por las
Cortes democráticas, que ampliaba la amnistía a los delitos de sangre para favorecer,
según se puede deducir del contexto, el proceso de disolución de ETA.
Pero la amnistía de 1977 presentaba una novedad: el blindaje judicial a las
responsabilidades políticas y criminales que hubieran podido cometer los funcionarios
del Estado y sus responsables políticos en contra de los derechos de las personas, un
tema que la anterior Ley de amnistía de 1976 ni tan sólo había planteado. Los






























































13

Julio Feo, Aquellos años, Barcelona, Ediciones B, 1993, p. 64.

14

Ibid., p. 68.

15

Ibid., pp. 67-68.

16

BOE, n.º 248, de 17 de octubre de 1977.



 5

argumentos de los historiadores que niegan el carácter protector de la Ley 46/1977 hacia
los responsables políticos del sistema represivo de la dictadura, se basan en el contexto
histórico en el que fue aprobada la Ley, y en el liderazgo del antifranquismo en la
demanda de amnistía17. No cabe duda que ambas consideraciones son imprescindibles
para comprender el porqué de esa primera Ley de las Cortes constituyentes y el éxito
ponderado que significaba para la oposición histórica. Ahora bien, el conocimiento,
tanto del proceso histórico como de la coyuntura, incluida la intención de promover un
proceso de disolución de ETA, no tiene capacidad para negar la comprobación empírica
del texto de la Ley, que en su Artículo Segundo, apartado “e”, amnistía “los delitos y
faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden
público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos
en esta ley”. Y en su aparado “f” extiende la amnistía a “los delitos cometidos por los
funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las
personas”. Comprender por qué aparece la Ley y qué significa en su contexto, no niega
la función explícita de la Ley para garantizar la impunidad del engranaje represivo del
Estado de la dictadura. Y conviene no olvidar que también forma parte del contexto
histórico la orden del ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, de destruir los
archivos del Movimiento Nacional y de Falange Española, poco antes de las primeras
elecciones democráticas, orden que cumplieron con toda diligencia los gobernadores
civiles18 y que expresaba la inquietud de los franquistas ante hipotéticas exigencias de
responsabilidades. Por otro lado, el portavoz socialista en el Congreso, Txiqui Benegas,
que en 1977 defendió la Ley, dieciocho años más tarde explicitaba el carácter de
impunidad que tenía:

"La única ley de punto final que ha habido la hicimos en octubre de 1977
los demócratas para los franquistas. En ese año decidimos no pedir ninguna
responsabilidad referida a los 40 años de dictadura, para intentar, de una vez por
todas, la reconciliación...”19.

La Ley de 1977 —que tenía su origen en una iniciativa parlamentaria, y no


gubernamental— no disponía de preámbulo, comenzaba su articulado sin aclaración de
intenciones20. De hecho, las intenciones de aquel texto se habían explicitado en las
sesiones del debate parlamentario que finalizaría con la aprobación de la ley por 296
votos afirmativos, 2 negativos, 18 abstenciones y uno nulo. En aquel debate, una
secuencia de tres palabras vinculadas vertebró las argumentaciones de los diputados:
reconciliación como objetivo; consenso como programa; y “olvido” como instrumento.
Y probablemente el más claro en expresar esta función instrumental fue el diputado del
Partido Nacionalista Vasco Javier Arzallus Antia, que sintetizó perfectamente el sentido
mayoritario de la Cámara:































































17

 Carme Molinero, «La política de reconciliación nacional. Su contenido durante el franquismo, su lectura en la
Transición», en Ayer, 2007 (2), n.º 66, pp. 201-225. Santos Juliá, «Memoria, historia y política de un pasado de
guerra y dictadura», en Santos Juliá (dir.), Memoria de la guerra y del franquismo, Madrid, Taurus, 2007, pp. 54 y ss.

18

 Salvador Sánchez-Terán, De Franco a la Generalitat, Barcelona, Planeta, 1988. Jaume Boix, Arcadi Espada,
«Memoria que quema. Los archivos de Falange en Barcelona fueron incinerados en un viejo horno del Poblenou», en
El País, 1 de noviembre de 1992. 

19

 Citado por Paloma Aguilar Fernández, Las políticas hacia el pasado, Madrid, Itsmo, 2002, p. 165. Las
declaraciones de Benegas fueron hechas en 1995

20

 Del debate parlamentario sobre la proposición de ley se deduce que los distintos grupos parlamentarios habían
presentado sendos preámbulos. No obstante, ningún preámbulo acompañó la versión final de la ley aprobada. Diario
de Sesiones del Congreso de los Diputados. Sesión Plenaria n.º 11, Boletín n.º 24 de 14 de octubre de 1977.



 6

"Para nosotros la amnistía no es un acto que atañe a la política, atañe a la
solución de una situación difícil, en la que de alguna manera hay que cortar de un
tajo un nudo gordiano. Es simplemente un olvido, como decía el preámbulo de
nuestra ley, una amnistía de todos para todos, un olvido de todos para todos. [...]
una ley puede establecer el olvido, pero ese olvido ha de bajar a las personas, ha
de bajar a toda la sociedad"21.

Muchos años más tarde, cuando estallaron las disputas sobre el pasado, el ex
ministro de la dictadura Manuel Fraga Iribarne expresó la misma idea:

"Aquí hubo una amnistía, y amnistía quiere decir no solamente mutuo


perdón, sino mutuo olvido. Amnistía quiere decir amnesia, y eso, insisto, quiere
decir olvidar, olvidar"22.

Si la amnistía no era una decisión “que atañe a la política”, como hemos leído
que decía Arzalluz, es difícil saber qué era entonces. Pero lo cierto es que de esta
manera la amnistía quedaba recluida al ámbito humanitario y de la generosidad
recíproca, sobre todo por parte del antifranquismo. Su justificación se situaba,
exclusivamente, en el territorio de los juicios morales y no en el más claro de las
necesidades políticas y estratégicas de la coyuntura. No todos los diputados se
expresaron con la claridad de Arzalluz, pero el espíritu de sus intervenciones no se
alejaba de aquel discurso, era compartido y las votaciones lo reflejaron. No era pacto ni
traición, era coincidencia en el cálculo necesario, convicción compartida. En el Senado,
Lluís M. Xirinacs, senador independiente por Barcelona, que con su actitud de
insumisión se había convertido en el símbolo popular y radical de la lucha por la
amnistía en la calle, se había mantenido de pie y a la vista en su escaño en todas las
sesiones del Senado para expresar la demanda de una amnistía más amplia que la de
1976. Al ser aprobada la nueva Ley, finalmente se sentó, declarando: "Ya no recuerdo
nada. Me ha cogido amnesia. Me voy a sentar..."23.
El nuevo Estado democrático decidió no exigir responsabilidades penales ni
políticas a los responsables de la dictadura, a los responsables directos de la represión o
a los torturadores y funcionarios que hubieran vulnerado los derechos de las personas.
De hecho, tampoco había existido nunca un clamor social que lo pidiera, sobre esto no
puede haber ninguna duda, como tampoco puede haberla sobre el carácter de protección
y, por tanto, de impunidad, que tiene la Ley de amnistía 46/1977.
La jurista Mercedes García Arán describió la lógica interna de la Ley,
exponiendo que a pesar de la declarada voluntad niveladora, equitativa, de la amnistía
en la concesión de perdón y protección, la “impunidad de los unos y de los otros no es
exactamente equivalente: muchos de los antifranquistas amnistiados habían sido
condenados por hechos que dejaban de ser delictivos porque consistían en el ejercicio
de los derechos de reunión, manifestación o asociación, que pasaban a ser reconocidos y
legalizados. En cambio, los funcionarios policiales amnistiados ni habían sido juzgados
ni se legalizaban sus actuaciones, que continuaban siendo delictivas, aunque se































































21

Ibid.

22

El País, 12 de agosto de 2007.

23

 David Ballester, Manel Risques, Temps d'amnistia. Les manifestacions de l'1 i el 8 de febrer a Barcelona.
Barcelona, Edicions 62, 2001, p. 141.



 7

renunciara a perseguir las anteriores a la amnistía” 24. García Arán describe también el
mecanismo de “autoamnistía” que el texto de 1977 articula para los altos cargos y
responsables políticos de la dictadura. Después de señalar que la Ley tan sólo habla de
“autoridades, funcionarios y agentes del orden público”, sostiene García Arán que “los
dirigentes políticos de estos instrumentos de ‘investigación y persecución’,
paradójicamente, no aparecen como beneficiarios de la amnistía. Efectivamente, los
responsables políticos del régimen, bajo las órdenes de los cuales actuaba la policía se
enfrentaban a una contradicción inevitable: para que se les aplicara la amnistía, debían
admitir que habían cometido delitos, porque sólo se puede amnistiar lo que es delito
según las leyes que estaban vigentes cuando se cometió. Y, naturalmente, no estaban
dispuestos a admitirlo. Para resolverlo defendieron sólo la amnistía de sus subordinados,
buscando un cortafuegos que barrara el paso a la exigencia de su propia
responsabilidad”25.
Es así como los delitos cometidos son presentados en el texto de la Ley como
hipótesis no confirmadas: “los delitos que pudieran haber cometido”. En condicional.
En definitiva, su futuro quedaba protegido, y sobre todo su aparente decencia.
Obviamente lo hicieron desde su bajeza moral habitual: sin reconocer sus actos y
descargando la responsabilidad –si la hubiera– en aquellos subordinados que habían
contribuido a mantenerlos, impunes, en el poder.
La praxis de los partidos de tradición democrática fue la que había expresado
Arzalluz: “bajar”, extender a toda la sociedad, el olvido intencional y presumiblemente
benefactor. Una sociedad culturalmente dañada por cuarenta años de dictadura,
desinformada, acostumbrada a la demonización de los referentes y tradiciones políticas
democráticas presentadas siempre en su versión de caos y perturbación26, o en su
versión idealizada27. Pero también una sociedad en la que el sector más participativo de
la ciudadanía de aquellos años de finales de la dictadura y principios de la democracia,
comenzó a expresar un ansia espléndida por el conocimiento del pasado contemporáneo,
como demuestran multitud de actos, conferencias o debates que entidades vecinales y
centros culturales organizaban compulsivamente, llenando sus locales para “recuperar la
memoria histórica”, una expresión surgida en aquellos tiempos, y que no era más que
una metáfora de esta vocación por el conocimiento28, no necesariamente histórico y
académico, sino también ansia de un relato –o relatos– que permitiera comprender qué
había sucedido, en qué acontecimientos y luchas del pasado se podían identificar los
principios democráticos que ahora se institucionalizaban, por qué eran justos, qué les
hacía justos, qué cantos, qué banderas, qué símbolos, qué nombres de hombres y
mujeres ejemplificaban libertad,
justicia social, respeto nacional, las nuevas virtudes públicas, los valores que la
Constitución instauraba, protegía y definía para una nueva forma de convivencia, cuáles
habían sido los costes sociales más allá de la experiencia singular e individual. A quién,
dónde y por qué se debían depositar, públicamente, las “flores de homenaje” en un país































































24

 Mercè García Arán, «Impunitat. La Comissaria», en M. Risques, R. Vinyes, A. Marí, En Transició, Barcelona,
CCCB, Dirección de Comunicación de la Diputación de Barcelona, 2007, pp. 56-57. [Trad. cast.: En Transición,
Barcelona, CCCB, Dirección de Comunicación de la Diputación de Barcelona, 2007.]

25

Ibid., p. 57.

26

Carme Molinero, op. cit.

27

 Para la idealización del imaginario republicano en la dictadura: Ricard Vinyes, «La República morta. Vinseum»,
en Memòries de la República 1931-2001, pp. 1-8, Vilafranca del Penedès, 2007.
28

 Ricard Vinyes, «La memòria com a metàfora», en Jordi Font i Agulló, Jordi (dir.), Història i memòria: el
franquisme i els seus efectes als Països Catalans, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2007, pp.
379-392. 



 8

en que una parte de la ciudadanía había rechazado a la otra, no sólo en una guerra, sino
durante cuarenta años de dictadura.
La tarea de culturización histórica popular y de valores democráticos fue
fecunda, en absoluto irrelevante29, pero silvestre, desordenada y, en todo caso, a la
medida del conocimiento del momento –que era poco– y con una ausencia total de
ningún signo de reconocimiento o definición ética por parte del Estado de Derecho.
Además, si bien en una parte de la ciudadanía había una experiencia personal de la
represión y, por tanto, memoria –de la prisión, de la persecución lingüística y cultural,
de la muerte, de la desaparición, tortura o cualquier otra forma de violencia de Estado–
no había, en cambio, conocimiento social de las verdaderas dimensiones que había
alcanzado la represión y su funcionalidad en el sistema de la dictadura, aunque se
realizaran exhumaciones clandestinas aisladas, relatos, o discursos sensacionalistas o
verídicos. Ni tampoco conocimiento social de cómo se había resistido a la dictadura,
qué costes había tenido la oposición a la dictadura, qué éticas, qué convicciones, qué
necesidades habían impulsado a un sector de la ciudadanía a actuar en diversos grados
de intensidad para impedir, de manera creciente, desde mediados de los años sesenta, la
continuidad de la dictadura.
Es cierto que las publicaciones de toda clase de registros editoriales sobre
república, guerra, dictadura o transición conocieron un estallido a finales de los setenta,
una continuidad en los ochenta y un espectacular crecimiento a partir del cambio de
siglo. Y es cierto que desde las diferentes ramas del conocimiento se han explicado
causalidades, procesos y agentes expresándose con los formatos que les son propios,
desde la edición hasta la cinematografía, pasando por la creación artística, una
producción a la que pueden acceder todos los ciudadanos. Pero usar esta realidad como
argumento de prueba de que no hubo ni silencio ni desconocimiento social30, es de una
ingenuidad historiográfica tan grande que bordea la imprudencia.
Primero, porque confunde conocimiento histórico con socialización del
conocimiento, reduciendo el conocimiento a una responsabilidad individual al margen
del discurso público institucional, que no se alimenta precisa ni necesariamente de la
producción científica o cultural. Segundo, solemniza una obviedad: la distinción entre
historia y memoria, pero presentándola en términos de contraposición y exclusión
recíproca. Andreas Huyssen ha planteado perfectamente los términos habituales de este
prejuicio:

"El problema no se soluciona por la simple oposición de una memoria


seria enfrentada a una trivial, de manera análoga a lo que a veces hacen los
historiadores cuando oponen memoria a historia 'tout court', memoria en tanto
cosas subjetivas y triviales que sólo el historiador transforma en un asunto serio
[...] esta operación no estaría sino reproduciendo en un nuevo hábito la vieja
dicotomía entre lo alto y lo bajo de la cultura modernista"31.

Tercero, propone relaciones de subordinación entre historia y memoria, cuando


en la realidad se establecen relaciones de complementariedad. Ricoeur habla de































































29

 José-Carlos Mainer, «La vida de la cultura», en José-Carlos Mainer, Santos Juliá, El aprendizaje de la libertad.
Madrid, Alianza, 2000, pp. 81-247. 

30

 Santos Juliá ha defendido reiteradamente este argumento en «Echar al olvido. Memoria y amnistía en la
Transición», Claves de razón práctica, n.º 129, pp. 14-24. También en «Memoria, historia y política de un pasado de
guerra y dictadura», en Santos Juliá (dir.), Memoria de la guerra y del franquismo, Madrid, Taurus, 2007, pp. 27-99.

31

 Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, México, FCE,
2000, pp. 25-26.



 9

narrativas complementarias, cada una con estrategias propias de aproximación al
conocimiento de la realidad, que se enriquecen, pero no se sustituyen32. Cuarto,
prescinde de que historia y memoria comparten un potente espacio de poder, la gestión
del pasado y el control de las éticas públicas, ya que la ciencia no tiene su monopolio,
cosa que por cierto es la que más concierne a este tema. Robin lo ha expresado con
sentido común:

"Les historiens dans la société d'aujurd'hui, n'ont pas le monopole du


discours sur le passé, même pas forcement du discours savant. L'analyse de
l'historien n'est qu'un discours parmi d'autres dans la grande circulation des
discours qui se tiennent sur le passé. Les historiens sont peut être nostalgiques, en
tant qu'experts, de ne pas (de ne plus) avoir ce monopole, mais ils ne l'ont pas. Et
ils n'ont pas non plus le monopole de la distance critique"33.

Quinto, establecer competencia entre historia y memoria (entre historiador y


testimonio) es una actitud inadecuada porque ambas formas de comprensión tienen
lógicas distintas, por tanto, la fiscalización de la memoria con los instrumentos de la
historia resulta impropia, porque califica la historia como portadora de una verdad
oficial y acabada, en lugar de usarla como lo que es, una construcción verificada y
siempre verificable, y por tanto abierta. Precisamente, si las "políticas de la víctima",
como veremos, consiguen impedir cualquier resignificación de la memoria transmitida,
del patrimonio, es porque usan la retórica de la verdad histórica (interpretada como
verdad acabada y, por tanto, oficial), con el apoyo de los historiadores que expresan la
autosuficiencia disciplinar reduciendo la práctica del oficio al establecimiento de
certezas, no a la compresión de procesos complejos34. Sexto, confunde conocimiento
histórico con necesidad ética (subjetiva y/o colectiva). El argumento que se basa en la
producción y formas de difusión convencional de la verdad histórica para desmentir la
existencia del olvido y el silencio de los hechos, desestima –o no percibe–, que las
expresiones “olvido” y “silencio” no están sustantivadas, sino que ejercen de metáfora
que expresa un reclamo de reconocimiento público y de posicionamiento y actuación
institucional. Es decir, reclama reconocimiento social, que es lo que son, en parte, las
políticas públicas de reparación y memoria tal como hemos visto que argumentaban los
Mitscherlich, o González Poblete. Precisamente por este motivo, quien se queja de
“olvido” y “silencio”, lo hace prescindiendo de la realidad de la producción académica o
de otro tipo. Prescinde de que ya es “conocido” porque precisamente cuando es
conocido, y no antes, es cuando se alza, con fuerza, la queja de “silencio”, u “olvido”
institucional, lo cual genera el reclamo de trasladar el conocimiento desde el ámbito
privado al público. Por el contrario, en caso de no producirse este traslado, el pasado,
por conocido que sea, no acaba de pasar. Pondré un ejemplo. En 1995, el presidente de
la República Francesa, en aquel momento Jacques Chirac, reconoció públicamente por
primera vez, en el Velódromo de Invierno de París, la responsabilidad del Estado en la
masiva deportación de ciudadanos franceses de confesión judía a los campos de
concentración y exterminio nazis. En aquella fecha, el conocimiento académico,































































32

El conjunto de la reflexión en Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Editorial Trotta, 2003, pp.
191-376.

33

 Régine Robin, «Une juste mémoire, est-ce possible?», en Thomas Ferenczi, Devoir de mémoir, droit à l'oubli?
Bruselas, Éditions Complexe, 2002, pp. 108-109.

34

 Pilar Calveiro ha tratado muy bien los límites y paradojas de esta confrontación. Véase Pilar Calveiro,
«El testigo narrador», en Puentes, La Plata, agosto de 2008, n.º 24, pp. 50-55. 



 10

profesional, como mínimo desde 1972 con la publicación del libro de Paxton sobre
Vichy35 ya era aceptado: la tesis exculpatoria de los “cuatro pilares,” de Robert Aron36,
definitivamente desmontada, y la divulgación de los hechos por diversos medios sobre
la responsabilidad del Estado francés en la deportación, circulaba ampliamente en 1995.
Pero, aunque la verdad histórica estaba establecida y muy difundida desde hacía años, el
pasado no había acabado de pasar, seguía existiendo desde muchos colectivos un
reclamo contra el “olvido” y el “silencio” de aquella más que conocida deportación.
Hacía falta la sanción del Estado para llenar, no un vacío de conocimiento, sino el vacío
ético existente hasta entonces. Es a esto a lo que me refería en nuestro caso y en relación
al vacío ético instaurado por la falta de sanción del Estado sobre el sedimento de la
democracia, su origen y sus costes, por este motivo aún está presente el debate sobre las
actuaciones de reparación y memoria que en la Transición, y años después, adoptaron
los respectivos gobiernos.
Bajar y extender el “olvido” consistió, pues, en socializar una idea: que la
abstinencia institucional de reconocer las luchas democráticas y sus costes, era
beneficioso y necesario para la conciliación del país. Esta actitud desestimaba que el
país hacía tiempo que estaba socialmente conciliado por la fuerza de los años de
convivencia, pero que también estaba social, histórica y éticamente dañado; y que un
sector importante de la ciudadanía más participativa vivía esta inhibición institucional
de distintas maneras –con indignación o abatimiento, con desencanto o sufrimiento–,
que se han expresado con reclamos de todo tipo, a menudo atomizados.
El “olvido” bajó desde el Estado a la sociedad en forma de relato, institucional e
institucionalizado, constituyendo la “buena memoria” civil. Y uno de sus efectos fue el
mantenimiento de los numerosos déficit de transmisión familiar en el espacio público,
que siguió recluida en el ámbito privado o asociativo, o como máximo en el ámbito
académico en forma de fuentes orales y, por tanto, individuales. Lo cierto es que no se
trataba de ocultar o silenciar nada. El Estado democrático nunca impuso el mutismo
social sobre el pasado, ni estableció ningún pacto de silencio, actuó de otra manera. Se
limitó a decretar socialmente superado cualquier pasado conflictivo, cualquier pasado
de confrontación, precisamente en una sociedad que salía de una larga y cruel dictadura
precedida de una guerra civil.
Por este camino, el Estado implementó la “buena memoria” con la imagen del
final de la dictadura, del traspaso institucional a la democracia, como un proceso
modélico, fundador de la nueva etapa democrática. Un mito que aún hoy pervive en la
literatura de la Administración del Estado. Así es como ha quedado escrito en la
Introducción de uno de los textos de apoyo a la Comisión Interministerial que ha
redactado el proyecto de ley de Memoria Histórica37: "En España, el cambio de un
sistema autoritario a un sistema democrático se hizo mediante una transición, modélica
a juicio de los expertos en la materia..."38. Los expertos en la materia tienen hoy
opiniones diversas sobre el tema como para que semejante formulación sea, sino
ridícula, como mínimo desafortunada.































































35

 Robert O. Paxton, La France de Vichy. 1940-1944, París, Seuil, 1973 (1.ª ed. EE. UU., 1972). [Trad. cast.: La
Francia de Vichy, Barcelona, Noguer, 1974.] 

36

Robert Aron, Histoire de Vichy, París, Fayard, 1954.

37

Éste es el nombre coloquial con el que se conoce la Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se
establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura. 

38

M.ª Concepción Sáez Lorenzo, en Boletín de documentación. Dossier: Memoria histórica. El proceso de
justicia transicional en Alemania, Argentina, Chile, España, Portugal y Sudáfrica, Madrid, Centro de Estudios
Políticos Constitucionales, 2006, p. 7.


 11

Este mito, mantenido y alimentado por todos los gobiernos democráticos desde
1977 hasta hoy, ha secuestrado el esfuerzo de aquel proceso y el gran valor de su legado
en la sociedad presente; y ha usado todos los recursos institucionales para presentar la
sociedad democrática actual como un producto político sin causalidad histórica. Un
mito en el que la Transición, circunscrita y acotada a los tres años estrictos del cambio
institucional, tiene la función de tótem nacional, mientras que el proceso causal es un
tabú, un conjunto de elementos que disgregan la comunidad.
Pasados los años, la consecuencia de esta versión institucional ha propiciado la
reacción simétrica contraria con un efecto terriblemente negativo: propiciar y alimentar
la creación de otro relato que, con presunción alternativa, convierte la Transición en un
principio de determinación causal que pretende explicar, no sólo todos los problemas de
la construcción de una democracia, sino también los actuales conflictos, sean de la
dimensión o naturaleza que sean. La causa última siempre acaba en la Transición,
negativamente valorada, período de renuncias y traiciones compulsivas. Una
interpretación que ha ido haciéndose hegemónica en buena parte de la ciudadanía, de
muchos profesionales de los medios de comunicación, y de varias trifulcas políticas,
con el efecto de invisibilizar la riqueza y fecundidad de aquellos años y la contribución
determinante de una parte de la ciudadanía que hizo posible el cambio con proyectos
propios, procedentes de luchas antiguas enraizadas en los años sesenta y constitutivas
del patrimonio democrático del país39.
Si la reducción y la conversión del proceso de transición en mito fundacional
incluían el olvido del patrimonio democrático antifranquista y republicano, obviamente
también incluía el olvido institucional de la dictadura. No es extraño que el recuerdo o
invocación de la guerra civil, y ocasionalmente de la República en sus aspectos más
desagradables (de violencia o desorden) acabara siendo el único referente del pasado a
tener en cuenta tanto por la izquierda como por la derecha.
Vázquez Montalbán describió perfectamente las consecuencias de este discurso
en la imaginaria voz de un hipotético (pero plausible) diccionario enciclopédico que
resumía, en media docena de líneas, la versión dominante en los años ochenta y
primeros noventa de los cuarenta años de dictadura:

“Franco Bahamonde, Francisco (El Ferrol, 1892-Madrid, 1975). Militar y


estadista español. Tuvo un comportamiento heroico durante la guerra de África y
dirigió el alzamiento nacional contra una República que había defraudado a los
republicanos. Tras la victoria franquista de 1939, gobernó con dureza y bajo su
reinado se produjo un cambio cualitativo de la sociedad española que la llevó a
incorporarse a la modernidad”40.

Uno de los elementos cuantitativos de este olvido instrumental fue el esfuerzo de


despolitización del asunto, reduciendo la guerra civil a parámetros técnicos, la guerra
como simple experiencia de ausencia de paz. Una actuación emblemática de este relato
gubernamental fue la producción de una gran exposición a cargo del Ministerio de
Cultura y de la Dirección General de Patrimonio, titulada “La guerra civil española”,
inaugurada en 1980 en el Palacio de Cristal, en Madrid, y a finales del mismo año en la
Casa Macaia, en Barcelona. Una exposición en la que se explicaba cómo era la picadura






























































39

 Pere Ysàs, Disidencia y subversión. La lucha del régimen franquista por su supervivencia. 1960-1975,
Barcelona, Crítica, 2004. Xavier Domènech, Clase obrera, antifranquismo y cambio político. Pequeños
grandes cambios. 1956-1969, Madrid, Catarata, 2008.

40

 Manuel Vázquez Montalbán, «Historia y amor», en Juana Doña, Gente de abajo, Madrid, A-Z Ediciones y
Publicaciones, 1992, p. 8. 



 12

de tabaco utilizada por los soldados en el frente, la clase de alimentos que comía la
población, las técnicas de guerra, los modelos de armamento...
Pero las causas de la guerra, los diferentes proyectos de los combatientes, las
consecuencias de la ocupación de las ciudades republicanas, las muertes en las
retaguardias... eran inexistentes. Javier Tusell era su comisario y dejó escrito en el
catálogo que “se quiere un acercamiento imparcial a la realidad de los hechos pasados”,
y añadía: “Desde mediados de la década de los sesenta a la historia polémica ha
sucedido la de carácter científico"41.

2. EL MODELO ESPAÑOL DE IMPUNIDAD


La barrido causal afectaba a los fundamentos de la democracia, que quedaban
instalados en un vacío ético. La declaración institucional del Gobierno español en el año
1986, con motivo del cincuentenario de la rebelión militar, es un magnífico ejemplo de
esta limpieza causal y ética de la “buena memoria” del Estado democrático,
independientemente del color de sus gobiernos:

“Una guerra civil no es un acontecimiento conmemorable, por más que


para quienes la vivieron y sufrieron constituyera un episodio determinante en su
propia trayectoria biográfica. La guerra civil es definitivamente historia, parte de
la memoria de los españoles y de su experiencia colectiva. Pero no tiene ya –ni
debe tenerla– presencia viva en la realidad de un país cuya conciencia moral
última se basa en los principios de la libertad y de la tolerancia [...] el Gobierno
quiere honrar y enaltecer la memoria de todos los que, en todo tiempo,
contribuyeron con su esfuerzo, y muchos de ellos con su vida, a la defensa de la
libertad y de la democracia en España. Y recuerda además con respeto a quienes
desde posiciones distintas a las de la España democrática, lucharon por una
sociedad diferente, a la que también muchos sacrificaron su propia existencia”42.

El gobierno, en su comunicado, no niega ni afirma. No niega ni lo que pasó ni


las causas. Simplemente se equiparan actitudes y proyectos. El gobierno del Estado
decide que todo es igualmente loable y respetable, ejemplar; lo es la defensa de la
democracia y lo es la defensa de la dictadura, ahora denominada “sociedad diferente”.
La línea ética que separa democracia y franquismo, democracia y dictadura, es una
frontera que a menudo el estado democrático no ha respetado, generando un particular
modelo español de impunidad, del cual la declaración de 1986 es tan sólo un episodio.
Si bien la expresión impunidad está vinculada a la exigencia de consecuencias
judiciales, desde Núremberg, y en especial desde el restablecimiento de sistemas
democráticos en el Cono Sur de América, que han popularizado la palabra, en el caso
español el término impunidad en referencia a la Dictadura se ha modelado con un
contenido diferente, específico: impunidad no equivale a la inexistencia de procesos
judiciales a los responsables políticos de la dictadura y a los directamente implicados
con la vulneración de los derechos de las personas, sino que el particular trayecto
cronológico, el ordenamiento jurídico derivado de la amnistía de 1977 y la evolución
política, social y cultural del país, ha ido vinculando la expresión impunidad a la
negativa del Estado de destruir política y jurídicamente la vigencia legal de los Consejos
de Guerra y las sentencias emitidas por los tribunales especiales de la Dictadura contra
la resistencia, la oposición y su entorno social. Así como el mantenimiento del criterio
de equiparación ética entre rebeldes y leales a la Constitución de 1931, o entre






























































41

Ministerio de Cultura, La guerra civil española, Madrid, 1980, p. 2.

42

Presidencia del Gobierno, “Comunicado de prensa”, en El País, 19 de julio de 1986.



 13

servidores y colaboradores de la dictadura con los opositores a ella que la
Administración del Estado sostiene todavía hoy, haciéndolos, por tanto, impunes ética y
culturalmente y, en consecuencia, políticamente.
Es así que el reclamo contra la “impunidad” observamos que en la sociedad
española está desprovisto de vocación o voluntad jurídica punitiva –nunca ha habido
este reclamo social– y tiene, en cambio, un fuerte, esencial y conflictivo contenido
ético-político. El mantenimiento de la equiparación ética y, por tanto, de la impunidad,
ha perdurado en actos de Estado y se ha divulgado con representaciones simbólicas
poderosas. Para citar sólo una reciente dieciocho años después de aquella declaración
gubernamental sobre la guerra, de 1986: el desfile conjunto, en el Día de las Fuerzas
Armadas de 2004, de un partisano que luchó por la restauración de la democracia en los
frentes europeos y de un falangista que combatió bajo las banderas hitlerianas en la
División Azul, todo ello bajo el aplauso del presidente del Gobierno, el ministro de
Defensa (autor de la iniciativa) y el jefe del Estado. No se debe reconocer el conflicto, el
conflicto se decreta socialmente superado, y ésta es la imagen que lo rubrica y simboliza
en plena redacción de la Ley de Memoria Histórica. Una ley que, aprobada en octubre
de 2007, si bien no deshace este modelo de impunidad declarando la nulidad de las
sentencias de los tribunales de la dictadura, sí que declara su carácter ilegítimo,
abriendo unas perspectivas que hoy aún no es posible valorar. Pero una Ley que en todo
caso consolida el sujeto víctima, evitando así la articulación de una política pública de
memoria para toda la sociedad.
La afirmación –indignada– de que de la declaración gubernamental de 1986 no
derivó ninguna restricción, ni en la investigación, ni en la edición43, resulta una
aseveración sorprendente por su obviedad: ¿es que podía ser de otra manera? En
cualquier caso, cuando miramos e indagamos la actitud de la Administración, no
solamente observamos el mantenimiento de aquel discurso de empate moral que impide
pronunciar la palabra dictadura hasta el ridículo acto de inventar la expresión “sociedad
diferente”. Observamos también la difusión de este discurso por todos los medios a su
alcance. Y observamos la notable negligencia hacia los archivos públicos, toda vez que
en la trilogía Historia-Estado-Memoria, el archivo es determinante porque no sólo afecta
al conocimiento empírico de hechos y procesos, sino al cumplimiento de la misma
legislación reparadora promovida por el Estado, como son –por mencionar sólo un
ejemplo– los archivos penitenciarios; sin catalogación, en proceso de destrucción por
desídia, y dispersos hasta el infinito, creando aún hoy una situación que ha impedido a
miles de afectados por la represión cumplimentar la documentación exigida por las
leyes que el mismo Estado dictaba. O la dificultad de acceso a los archivos policiales, o
a los del Ministerio de Exteriores, o a los de algunas regiones militares, o de los
antiguos Gobiernos Civiles.
Sostener que la cuestión en litigio reside en la prohibición, o no, de la libre
investigación y circulación de conocimientos44, es introducirse en un circo de
obviedades solemnizadas y obsesiones circulares. La querella real, de fondo, es otra.
Consiste en la decisión política de recluir al ámbito estrictamente privado, o académico,
los efectos de la Dictadura, la guerra y la República. O, por el contrario, vindicar la
necesidad de un espacio ético que restaure el patrimonio democrático del país, y la
conveniencia o no, de articular políticas públicas de memoria y reparación. Esta y no
otra es la colisión.































































43

Santos Juliá, «Echar al olvido. Memoria y amnistía en la transición», en Claves de razón práctica, n.º 129, p. 22.

44

Para este planteamiento, véase: Santos Juliá, «Memoria, historia y política de un pasado de guerra y dictadura», en
Santos Juliá, (dir.) Memoria de la guerra y del franquismo, Madrid, Taurus, 2007, pp. 56 y ss. 



 14

3. EQUIPARACIÓN: UNA RETÓRICA DE LA REPARACIÓN
La necesidad de estas políticas públicas siempre se ha negado en base a dos
argumentos. Primero, evitar conflictos innecesarios a la sociedad. Segundo, respetar la
pluralidad de memorias para huir de cualquier intromisión del Estado. Esta actitud ha
significado, en la práctica, mantener sin competencia la “buena memoria” del Estado,
disfrazada de “reconciliación”. Expresión que en el vocabulario oficial de la
Administración se identifica, o prolonga a "olvido". En absoluto olvido histórico, sino
olvido ético y político en el caso español. Por otro lado, la confusión que identifica
“política sobre el pasado” (una expresión inapropiada para definir las políticas públicas
de memoria, pero que se usa con frecuencia en este sentido), con “política de la
Historia” (en cuanto disciplina), ha conducido a defender el principio de que la mejor
“política sobre el pasado” (es decir, de reparación y memoria, según la confusión) es la
que no existe45.
La realidad ha demostrado que la inexistencia de una política de reparación y
memoria nunca ha evitado los conflictos derivados de reclamaciones económicas, ni de
satisfacciones morales —lo vemos en España, que emergió pasados setenta años—,
pero sí que ha generado varios conflictos entre los colectivos de asociados, los cuales
atomizan sus reivindicaciones y las desbordan en direcciones que expresan reclamos
impropios, a menudo basados en la pretensión de que es en ellos –en cada uno de ellos–
donde reposa la autoridad de memoria, promoviendo competencias que generan
desconcierto en el único destinatario de cualquier política pública, el conjunto de la
ciudadanía, más allá de los afectados por las acciones represivas, las víctimas directas.
La inhibición del Estado tampoco ha garantizado ninguna pluralidad de
memorias, simplemente porque nunca ha habido inhibición, ni puede haberla. Al fin y al
cabo, la inhibición es ya una decisión de intervenir que instala en la sociedad esa “buena
memoria”, constituida por leyes, declaraciones o rituales de Estado que, en su conjunto,
establecen el relato política y la vulgata moral destinados a la pacificación de memorias,
y que desestima, por inconveniente e irritante, cualquier pregunta sobre los valores en
los que se fundamenta el nuevo Estado democrático, porque significa desproveer de
calidad moral a los implicados con la Dictadura.
La presión ambiental de los últimos cinco o seis años ha impulsado al gobierno
español a redactar y tramitar el Proyecto de Ley de Memoria Histórica, y al gobierno de
Cataluña a establecer y promover una política pública de reparación y memoria
articulando jurídicamente un instrumento, la ley del Memorial Democrático, aprobada
en octubre de 2007 después de dos años de tramitación parlamentaria. Cuando esto ha
sucedido, han aparecido voces reclamando que el gobierno se limitara a la reparación
económica de colectivos concretos de afectados, tal como había hecho en los años
ochenta y noventa. Santos Juliá, una de las voces más vehementes en defensa de esta
posición, ha sostenido que la nueva ley estaba creando conflictos innecesarios: "Ahora
se trata de ampliar y reconocer derechos y establecer medidas a favor de quienes
padecieron persecución o violencia en la guerra y en la dictadura, es decir, de hacer lo
que se ha venido haciendo paso a paso desde la transición"46. Es decir, equiparar
económicamente y pagar.
Pero la equiparación material es retórica por imposible, dada la inmensa
disposición de beneficios que la dictadura destinó a sus partidarios, generando una red
de afección no solamente ideológica, sino de gratitud. Repartió dinero y pensiones a






























































45

 Es una confusión frecuente en Santos Juliá, «Memoria, historia y política de un pasado de guerra y dictadura», en
Santos Juliá, (dir.), Memoria de la guerra y del franquismo, Madrid, Taurus, 2007, pp. 58 y ss. Santos, p. 50.

46

Santos Juliá, «Año de memoria», en El País, 31 de diciembre de 2005.



 15

colectivos diversos, a militares y a particulares, familiares de los muertos, heridos o
tullidos, espías, sacerdotes y conspiradores en contra de la democracia republicana;
dispuso privilegios para los supervivientes afectos y para los que practicaron el
pistolerismo para desestabilizar a la República en tiempos de paz, y entregó licencias
comerciales que garantizaran la estabilidad de sus economías; concedió licencias para
estancos, administraciones de lotería y gasolineras a madres, viudas y huérfanos de los
que murieron durante la guerra luchando contra la República47. Destinó 40.000.000 de
pesetas en títulos de deuda del Estado al 4 % para financiar la construcción de templos y
seminarios nuevos, expresamente ubicados en suburbios, para garantizar la
evangelización obrera, según precisaba la Ley de 19 de enero de 194348. Repartió
honores y estableció, por encima de todo, y desde la Ley, un discurso que señalaba cuál
era la tradición autoritaria en la que los españoles debían reconocerse. Y con el objetivo
de socializar la ejemplaridad de las conductas antiliberales que se remontaban a lo más
profundo del siglo XIX, concedía pensiones extraordinarias y el grado de Teniente del
Ejército “a cuantos en las cruzadas del siglo diecinueve fueron defensores de las
tradiciones patrias y precursores del Movimiento Nacional [...]. El Estado, celoso
siempre de prestigiar a los españoles que se distinguieron por sus virtudes patrióticas no
puede dejar en el olvido a los defensores históricos de las más puras tradiciones"49. En
1943 habían transcurrido más de sesenta años desde la guerra carlista, pero la dictadura
buscaba sus antecedentes, y se aseguraba de que el provecho de la Ley pasara también a
los herederos legítimos de los beneficiarios cuando murieran. El Estado otorgaba
beneficios económicos y privilegios a los continuadores de aquella tradición que no se
limitaba a los que se rebelaron el 18 de julio de 1936, sino a los que habían participado
en el primer intento golpista del general Sanjurjo en agosto de 1932, y a los que habían
muerto en acciones contra la República antes de la insurrección de 1936, a la vez que la
Ley de 23 de septiembre de 1939 consideraba no delictivos “cualesquiera de los delitos
contra la constitución del orden público, infracción de las Leyes, tenencia de armas y
explosivos, homicidios, lesiones, daños, amenazas y coacciones de cuantos con los
mismos guarden conexión desde el catorce de abril de mil novecientos treinta y uno
hasta el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, por personas respecto de las
que conste de modo cierto su ideología coincidente con el Movimiento Nacional y
siempre de aquellos hechos que por su motivación político-social pudieran estimarse
como protesta contra el sentido antipatriótico de las organizaciones y gobierno que con
su conducta justificaron el Alzamiento"50. Éstas son algunas –muy pocas- de las
disposiciones reparadoras con las cuales la dictadura inundó el Boletín Oficial del
Estado durante años. Pretender que el Estado democrático ha practicado la equiparación
económica resulta simplemente lacerante, y proponer que puede hacerlo y que ésta es la
vía adecuada, “paso a paso”, resulta, como mínimo ingenuo. Pero es también
improcedente, porque los criterios de reparación del Estado de Derecho en ningún caso
deben tener por referente los de la Dictadura: crear una clientela de adhesión.
El hecho es que el Estado democrático nunca ha realizado una política de
reparación económica que pueda ser calificada como tal y destinada a liquidar
“cualquier legado discriminatorio del pasado”, como proclamaba el preámbulo de la
Ley de amnistía de 1976. El Estado se ha limitado a decretar leyes y órdenes de
beneficios limitados a determinados grupos de afectados, argumentando que buscaba la































































47

Ley de 22 de julio de 1939. BOE, n.º 208; 27 de julio de 1939, pp. 4.048 y ss.

48

Ley de 19 de enero de 1943. BOE, 27 de enero de 1943, p. 926.

49

Ley de 14 de marzo de 1942. BOE, 5 de abril de 1942, p. 2.412.

50

Ley de 23 de septiembre de 1939. BOE, 30 de septiembre de 1939, pp. 5.421-5.422.


 16

equiparación de lo que había hecho la dictadura para producir la simetría justa, un
objetivo tan imposible como inaceptable.
La voluntad de evitar toda clase de reparación política o moral al antifranquismo
y a los republicanos que pusiera en peligro el discurso de conciliación basado en el
empate moral, impulsó al Estado a promover indemnizaciones de carácter económico
desde el primer momento, si bien siempre limitadas a circunstancias de la guerra civil.
La primera medida reparadora, la Ley 5/1976, se aprobaba en marzo de aquel año,
después de las grandes movilizaciones de enero y febrero por la amnistía, y estaba
destinada a reconocer compensaciones económicas a los mutilados de guerra
republicanos. Desde aquel momento se fueron sucediendo leyes y decretos, "múltiples
disposiciones [con] la intención de superar cuantas diferencias puedan separar a los
españoles como consecuencia de las circunstancias que de la Guerra Civil Española se
derivaron"51, según declaraba uno de los pocos Reales Decretos acompañado de
preámbulo. Este discurso y sus complementos instituyeron un nuevo sujeto, la víctima.
Más que una persona (una biografía, una historia), el sujeto víctima se convierte en un
ente, una institución universal que genera un espacio de consenso justificado en la
piedad por el dolor sufrido, un dolor estrictamente corporal, si bien ninguna reparación
otorgó su atención a los beneficios de la salud mental. El sujeto víctima, con su
universalidad, hacía posible decidir y otorgar algunas modalidades de reparación
económica sin necesidad de invocar motivaciones políticas para argumentar su
aprobación. E. Lira ha señalado esta circunstancia en otros procesos de reparación, en
particular el chileno:

"La discusión se centraba en los 'beneficios' y no en el sentido de las


reparaciones, separándolos del contexto que les daba origen. Esta divergencia
estuvo presente en todas las discusiones sobre leyes de reparación en el Congreso
desde 1990"52.

La víctima por excelencia era la víctima republicana de la guerra, a la cual la


dictadura había desasistido de acuerdo con los principios que inspiraban la división
permanente de la sociedad entre vencedores y vencidos.
En aquellos momentos, los años 1976 y 1977, las medidas reparadoras formaban
parte indudable de todo el movimiento de cambio y, por tanto, eran significativas en la
construcción del discurso de conciliación. El contexto era delicado y la simple mención
a equiparar derechos generaba tensiones en un Ejército que seguía siendo el de la
Victoria, pero que aceptaba la inspiración estrictamente piadosa de las reparaciones
económicas y que participaba en las comisiones gubernamentales que decidían las
primeras indemnizaciones53. Sin embargo, no hubo decisiones rápidas, ni en los años
estrictos del cambio democrático, ni en las décadas de los ochenta y noventa.
Durante tres décadas, un constante goteo de leyes, órdenes y decretos relativos a
las reparaciones económicas de combatientes republicanos y familiares ha proseguido
“paso a paso”, con ampliaciones sectoriales y matices. Esta enorme dilatación en el






























































51

Real Decreto-Ley 43/1978, de 21 de diciembre. BOE, n.º 305, 22 de diciembre de 1978, p. 28.932.

52

 Elizabeth Lira, Políticas de reparación. Chile, 1990-2004. Santiago de Chile, Lom, 2005, p. 497. En el mismo
sentido: Isabel Piper Shafir, Obstinaciones de la memoria: la dictadura militar chilena en las tramas del recuerdo,
tesis de doctorado, Departamento de Psicología Social, Universidad Autónoma de Barcelona, 2005.

53

 La Comisión Interministerial constituida el 23 de julio de 1977 para estudiar las reparaciones a los militares
republicanos estaba presidida por el teniente general jefe superior de personal del Ejército, y por un representante del
Ejército del Aire; y la Comisión constituida el 4 de mayo de 1978, por un representante de cada uno de los
departamentos de Defensa. BOE, n.º 236, de 9 de septiembre de 1977, p. 20.250; BOE, n.º 108, de 5 de mayo de
1978, p. 10.681.



 17

tiempo expresa la incapacidad y/o desidia de los sucesivos gobiernos por resolver
definitivamente las reparaciones económicas. Teniendo presente, sobre todo, que nunca,
en estas disposiciones, existió confrontación parlamentaria, porque el consenso sobre la
víctima de guerra y la orientación niveladora era absoluto.
Un ejemplo de esta ineficacia o desinterés es lo sucedido con la Ley 5/1979,
sobre el reconocimiento de pensiones y asistencia médica y farmacéutica a hijos y
familiares de víctimas de guerra, la más importante de las actuaciones reparadoras.
Primero, porque iniciaba el desplazamiento de la reparación de los militares
republicanos a los civiles, si bien aún se mantenía dentro de la estricta cronología de
guerra. Segundo, por la amplitud de la población que entraba en la ley, que incluía no
sólo viudas, huérfanos e hijos incapacitados, padres e hijas solteras, sino que establecía
como causa de reparación "los que hubieran fallecido durante la guerra [...] como
consecuencia de actuaciones u opiniones políticas y sindicales"54. Sin embargo, quedaba
excluido un colectivo grande y significativo: el de las personas cuya muerte se hubiera
producido por aplicación de una sentencia. Es decir, los fusilados como consecuencia de
los veredictos dictados en Consejos de Guerra, con lo cual la represión legal quedaba
significativamente excluida de la reparación. No obstante, el abanico de beneficiarios
era muy amplio, y si bien la pensión concedida era escasa, 8.132 pesetas mensuales en
catorce pagas, unos 49 euros, incluía la asistencia médico-farmacéutica y la asistencia
social. Además, los beneficios económicos de la Ley tenían efecto desde el primero de
mayo de 1976. Esta Ley comenzó a mostrar diversos problemas de imprevisión porque
el Estado nunca creó un instrumento público, una institución, destinada exclusivamente
a articular y ayudar a cumplimentar las demandas de los posibles beneficiarios,
simplemente porque la reparación nunca fue considerada como una política pública. Y
si bien en las grandes ciudades como
Madrid y Barcelona se habían constituido algunas asociaciones de ex combatientes, ex
presos, viudas y otros afectados e intentaban difundir los beneficios de las reparaciones
y gestionar su tramitación, no disponían de los recursos para hacerlo con eficacia. Por
otro lado, sólo se beneficiaban de la ley las viudas e hijos de matrimonios legales, cosa
que curiosamente no había sucedido con las disposiciones franquistas, especialmente
con las reparaciones dirigidas a las tropas de origen rifeño. A pesar de sus carencias, y
situada en el contexto en que aparece, era una acción reparadora notable.
Pero un año después, en octubre de 1980, el Estado declaraba su incapacidad
para pagar a los beneficiarios de la Ley porque "por lo importante del colectivo
afectado, suponen una carga económica tan considerable para el presente ejercicio y el
siguiente, que resulta imprescindible adoptar con urgencia las medidas precisas para su
adaptación a las posibilidades financieras de los Presupuestos Generales del Estado"55.
El Real Decreto Ley rectificaba algunas disposiciones de la Ley 5/1979. Por
ejemplo, reconocía la gran dificultad para encontrar la acreditación documentada de los
hechos, si bien en vez de cambiar los requerimientos tan sólo amplió el plazo. En
cualquier caso, nadie había cobrado. Los retrasos no se comenzarían a cobrar, de
manera fraccionada, hasta 1982, y la previsión del último pago era el primero de abril
de 1986, siete años después de aprobada la Ley 5/1979, y casi una década después de
constituirse el primer Gobierno democrático.
A mediados de los años ochenta las reparaciones habían perdido el carácter
emblemático que tenían en el contexto de la Transición y los primeros años de
democracia, y por tanto el partido socialista, en el gobierno desde 1982, y con sólidas
mayorías parlamentarias en aquellos años, no necesitaba en absoluto tratar el tema,






























































54

Ley 5/79, de 18 de septiembre. BOE, n.º 233, 28 de septiembre de 1979, pp. 22.605-22.606.

55

Real Decreto-Ley 8/1980, de 26 de septiembre de 1980. BOE, n.º 236, 1 de octubre de 1980, pp. 21.799-21.800.



 18

consolidando el principio que daba por clausurada cualquier referencia al pasado, tan
bien explicado y sancionado en la declaración institucional de 19 de julio de 1986 con
motivo del cincuenta aniversario de la rebelión militar.
El hecho es que el partido socialista siempre demostró un sentido instrumental
en todo este asunto reparador. Por ejemplo, empezó a ocuparse de la cuestión en cuanto
sus mayorías parlamentarias comenzaron a menguar a mediados de los años noventa.
Pero tampoco se creó, en aquellos años, ningún instrumento público para pensar,
articular y hacer un seguimiento de las reparaciones. En consecuencia, las dos únicas
actuaciones reparadoras importantes que se efectuaron en los veinte años siguientes
explicitaron numerosos defectos y complicaciones.
El trato estrictamente económico y desordenado de las reparaciones de Estado,
que había excluido cualquier reparación moral o política, influyó en el carácter de las
asociaciones de afectados, las cuales priorizaron su actividad vindicativa en la
ampliación de beneficios del propio colectivo que representaban, o en reclamar
indemnizaciones para otros temas que propiciaban la creación de nuevos colectivos
específicos y que visibilizaban la clase de reparación que el Estado no había
contemplado. Mutilados, combatientes, ex presos, guerrilleros, aviadores, viudas...
dirigieron su demanda hacia aquello que era factible y que el Estado parecía que estaba
dispuesto a conceder o negociar, la indemnización económica, la inclusión en el sistema
de pensiones o cualquier otra medida económico-social. En junio de 1984, el Gobierno
aprobaba la primera disposición legislativa que afectaba a los represaliados de la
dictadura, reconociendo como años trabajados a efectos de la Seguridad Social los
períodos de prisión política56. Seis años más tarde, en 1990, el gobierno aprobaba por
primera vez reparaciones económicas a los ex presos de la dictadura, una medida
reclamada por distintas asociaciones que habían persistido con una moderada actividad
de reclamaciones económicas y asistenciales al Estado. En aquella fecha habían
transcurrido catorce años desde la promulgación de la amnistía y las reparaciones
llegaban en forma de disposición adicional a la Ley de Presupuestos Generales del
Estado de 1990, disponiendo el pago de una indemnización a todos los ciudadanos
mayores de 65 años que demostraran haber estado más de tres años en las prisiones
franquistas. Estas dos limitaciones –mayores de 65 años y un mínimo de tres años de
prisión– provocaron que un 70 % de los que habían padecido prisión durante la
dictadura quedaran excluidos de ella57. Tanto en la Ley de 1984 como en la disposición
de 1990, el requerimiento de obtener una acreditación documentada (la testificación oral
contrastada no servía, a diferencia de Chile o Argentina) de la permanencia en un centro
de reclusión, mostró el lamentable estado y desorden de los archivos penitenciarios. Un
tercio de los que habían cursado la solicitud no disponían de la certificación,
sencillamente no aparecía, y en cualquier caso la Administración tardaba un año en
entregarla. Diez años más tarde, en 2000, el gobierno catalán, siguiendo los pasos de la
Comunidad Foral de Navarra, adaptó la ley para indemnizar a aquellos ex presos que
habían quedado sin reparación económica, y dos años más tarde ampliaba los beneficios
a los que habían estado recluidos en campos de concentración o batallones de
trabajadores, y suprimía la limitación de los 65 años. La previsión estimativa del
gobierno catalán era que se presentarían unas 6.000 peticiones, sin embargo, la cifra de
solicitudes llegó a 31.40058.58






























































56

Ley 18/1984, de 8 de junio. BOE, n.º 140, 12 de junio de 1984, p. 16.936.

57

 Associació Catalana d'Expresos Polítics, Notícia de l'Associació Catalana d'Expresos Polítics, Barcelona, Edita
ACEP, 2004.

58

Ibid., p. 12.



 19

La insistencia en las reparaciones económicas se debía en buena medida a las
razones que he expuesto antes, la permeabilidad de la Administración a la concesión de
beneficios económicos sustitutivos del reconocimiento social público. Pero no se debe
deducir que esta clase de reclamaciones agotaran el deseo de los asociados,
simplemente era la única clase de satisfacciones que podían plantear con un cierto éxito.
La voluntad de obtener una reparación moral siempre estuvo presente, como ha
quedado consignado en el informe elaborado por la Comisión Interministerial que debía
redactar la Ley de “Memoria Histórica” y ante la perplejidad de sus autores, los cuales
han dejado escrito que:

"Es cierto, en definitiva, que existen reivindicaciones particulares y


organizaciones y asociaciones afectadas. Pero a diferencia de lo que ocurre con
otras demandas, la restitución de bienes y derechos ocupa, en puridad, un lugar
secundario, pues la pretensión principal y común a todas las entidades y
particulares recibidos en audiencia ante la Comisión ha sido la de promover la
adopción de medidas orientadas a la reparación moral y a la reconstrucción de la
memoria personal y familiar de cuantos sufrieron las consecuencias de la guerra y
la dictadura"59.

Es como si durante los años de democracia no se hubiera podido realizar el


duelo. El tono de sorpresa de los redactores del informe no es extraño. Al fin y al cabo,
era la primera vez en treinta años que el Estado se molestaba en abrir una investigación;
la primera vez que convocaba y preguntaba, para conocer, al menos, la opinión de los
que habían expresado más interés en las reivindicaciones de reparación y memoria. En
realidad, nunca dejó de existir una vida asociativa orientada a marcar y conservar el
patrimonio democrático.

4. LOS PUENTES DE LA MEMORIA EN UN NUEVO MARCO SOCIAL


La acción asociativa catalana, circunscrita en los años ochenta y noventa a unas
pocas pero activas entidades, siempre se efectuó con la voluntad explícita de incorporar
las instituciones gubernamentales a las actuaciones conmemorativas o de marcaje de los
espacios de la resistencia antifranquista, es decir, señalar el patrimonio que representaba
sus valores; oficializar un acto y forzar la sanción de la autoridad del Estado de
Derecho, pero también promover la reparación moral vindicando la creación de
instrumentos adecuados para una política pública estable.
Esto es lo que reflejó el espíritu y la letra de la Declaración del Liceo, leída en el
importante acto que tuvo lugar en el Teatro del Liceo de Barcelona en el año 2002,
convocado por la Asociación Catalana de Ex Presos Políticos, con la participación de
prácticamente todo el movimiento asociativo catalán y la presencia de representantes de
las instituciones y diversos ámbitos profesionales:

“Queremos, pedimos, que la memoria de la experiencia de la dictadura y


sus consecuencias, que la memoria y la experiencia de la lucha por la libertad, se
incorpore al conocimiento común de las futuras generaciones [...] en los últimos
tiempos, son muchas las voces que reclaman que la memoria de la lucha por las
libertades se incorpore a la memoria colectiva. [...] Por este motivo, ahora y aquí,
pedimos la creación de un Memorial Democrático, una institución pública que






























































59

 Informe general de la Comisión Interministerial para el Estudio de la Situación de las Víctimas de la Guerra Civil
y el Franquismo, Madrid, 2006, p. 46.


 20

tenga la función de explicar y difundir, reunir y hacer conocer lo mucho que ha
costado que en este país tengamos libertad.
Conocer y difundir la historia no es garantía de que los desastres no se
repitan, pero contribuye a consolidar y profundizar la cultura democrática, una
ética del esfuerzo colectivo, de la libertad y de la paz. Queremos que éste sea
nuestro legado y por esta razón proponemos a la administración catalana la
creación del Memorial Democrático. Un legado del conocimiento que haga a los
ciudadanos civilmente más sabios y, por tanto, más libres” 60.

El acto del Liceo, considerado hoy un acontecimiento de referencia, mostró una


sorprendente capacidad de movilización orientada a reclamar, no exclusivamente
monumentos o placas conmemorativas, sino un instrumento que garantizara una política
pública de reparación y memoria para socializar los valores democráticos de la
resistencia, presentándolos como el patrimonio democrático que reunía el fundamento
ético del Estado de Derecho, la Constitución y el Estatuto de autonomía.
Aquella declaración y la asistencia masiva y la repercusión que tuvo el acto no
surgían de la nada, expresaba la constancia de actuaciones de pequeñas organizaciones a
lo largo de los años ochenta y noventa, y, sobre todo, el cambio producido en la mirada
al pasado en el cambio de siglo.
Las asociaciones constituidas a finales de los años setenta y principios de los
ochenta habían visto desestimadas por el Gobierno catalán la mayoría de sus peticiones
de reparación moral y cualquier clase de actuación simbólica que tuviera por objetivo la
conmemoración antifranquista, y por tanto actuaron sin el amparo de las instituciones,
pero reclamando constantemente su presencia y sanción. En 1984, la Amical de
Guerrilleros empezó una búsqueda de las tumbas de maquis caídos en combate por todo
el territorio e inició la marcación del lugar con la colocación de placas, sintiéndose
estimulados por la buena respuesta que encontraban en las autoridades locales. Tres
años después había lápidas en Besalú, Les Bordes, Alòs d’Isil, Morillo de Monclús,
Massanet de Cabrenys, Colungo, Capçanes...61, proyectando su acción en España hasta
la creación del espacio conmemorativo de Santa Cruz de Moya, en Cuenca.
En general, el discurso conmemorativo procuraba vincular la acción contra la
dictadura con las tradiciones democráticas anteriores presentes en la memoria popular.
Pero la actitud del Gobierno catalán hacia cualquier clase de actuación memorial no
directamente nacionalista, no sólo fue siempre negativa, sino también de menosprecio.
Dos ejemplos lo testifican y explican la marginalidad en la que debieron moverse las
entidades memoriales y los conflictos simbólicos que comenzaron a emerger.
En febrero de 1981, el diputado no adscrito Josep Benet preguntó al Gobierno
catalán por qué ni el presidente, ni el Consejo Ejecutivo, habían participado en el acto
de homenaje convocado por entidades memoriales ante el monumento a los voluntarios
catalanes

“situado en el parque de la Ciutadella, de Barcelona, retomando así la


tradición iniciada en el año 1936 por el presidente de la Generalitat, Lluís
Companys y su Gobierno [...] ¿piensan rectificar su comportamiento a partir del
día 11 de noviembre de este año? ¿Piensan invitar a este acto de recuerdo y






























































60

 Associació Catalana d'Expresos Polítics, Declaració per a un Memorial Democràtic, Barcelona, 22 de abril de
2002, octavilla. Reproducido en: ACEP, op. cit. [s. p.].

61

 Las informaciones aparecen, desde 1985, en distintos ejemplares de la revista Enllaç; Amicale des Anciens
Guerrilleros Espagnols en France (f.f.i.).


 21

homenaje a los representantes de los Estados en cuyos territorios lucharon los
voluntarios catalanes, como Francia y Yugoslavia?"62.

En el preámbulo de su pregunta el diputado había expuesto un argumentario que


incluía la adulteración del monumento por las tropas franquistas a partir del año 1939,
indicando que recientemente el monumento “había recuperado la leyenda”. Es decir,
que asociaciones diversas lo revisitaban, resignificaban y sentían como un referente que
vinculaba a los combatientes de la primera y segunda guerra mundial en el objetivo de
derrotar lo que en las respectivas épocas representaba un impedimento a los procesos de
democratización de aquellos años. La respuesta negativa del consejero adjunto a la
Presidencia, Miquel Coll i Alentorn, en nombre del Gobierno presidido por Jordi Pujol,
tenía un agudo tono de menosprecio, sin más. Y explicitaba que tan sólo era posible una
sola memoria. Argumentó que la negativa del gobierno no obedecía

“a un desconocimiento ni a un olvido de los méritos de aquellos


compatriotas, sino simplemente a la imposibilidad de obligar a nuestras
autoridades a perder una parte importante del tiempo que deben dedicar a la obra
del gobierno a solemnidades de este tipo que, en un pueblo tan pleno de recuerdos
históricos como el nuestro, surgirían a cada paso a lo largo del año. En esta línea,
¿no deberíamos conmemorar también la salida de Jaime I de Salou para la
empresa de Mallorca? ¿O la jornada de Coll de Panissars de 1285? ¿O la batalla
de Montjuïc de 1641? ¿O tantos otros acontecimientos semejantes?”.

Y añadía:

“Consideramos que la fiesta del 11 de septiembre simboliza y reúne todas


nuestras efemérides de signo patriótico o cívico, y al lado de los héroes de 1714
recordamos a todos los catalanes que a lo largo de los siglos se han ofrecido en
sacrificio en pro de una noble causa"63.

En aquellos años –y todavía años después–, el gobierno de Convergència i Unió


sólo admitía un único relato, expulsando cualquier memoria diferenciada, y por
descontado cualquier recurso simbólico a las luchas que habían comportado los
procesos de democratización en Cataluña o en Europa. Una segunda respuesta lo hace
aún más explícito. Días más tarde, el mismo diputado formulaba al Gobierno otra
pregunta. Esta vez demandaba al Gobierno si se adhería a la celebración del 5 de mayo
para conmemorar la liberación de los campos de concentración nazis,

“teniendo en cuenta que varios miles de catalanes sufrieron en aquellos


campos, muchísimos de los cuales murieron allí. ¿No cree el Gobierno de la
Generalitat que se impone erigir, en Cataluña, un monumento a su memoria? [...]
¿no cree que para hacer conocer a las nuevas generaciones el sacrificio de
aquellos miles de catalanes es conveniente que la Consejería de Enseñanza edite
un cuaderno de recuerdo que se distribuya en todas las escuelas de Cataluña, el































































62

 La pregunta fue efectuada por el diputado Josep Benet el 13 de enero de 1981. El texto se encuentra en el Butlletí
Oficial del Parlament de Catalunya, n.º 18, 4 de febrero de 1981, p. 435.

63

La respuesta tiene fecha de 16 de febrero de 1981. Véase el Butlletí Oficial del Parlament de Catalunya, n.º 21, 27
de febrero de 1981, p. 550.



 22

próximo 5 de mayo, en un acto de recuerdo y de homenaje a los catalanes que
murieron en los campos de concentración nazis?”64.

Y sugería que se hiciera un acto de recuerdo y homenaje en cada localidad


catalana donde hubiera deportados a los campos de concentración, vivos o muertos. La
respuesta del Gobierno, emitida de nuevo por el consejero adjunto de la presidencia,
Miquel Coll i Alentorn, fue digna de una antología: “El gobierno de la Generalitat es
consciente de la significación que tiene la conmemoración de la liberación de los
campos de concentración nazis el día 5 de mayo, pero la pregunta del ilustre Diputado
tiene varias implicaciones que no pueden ser contestadas sin un detenido estudio de
todos los aspectos y sobre las cuales el Gobierno debería decidir oportunamente lo que
corresponda"65.
Nunca se elaboró este estudio, si bien el conocimiento sobre las vicisitudes de
los catalanes en los campos nazis iba creciendo a partir de la obra pionera de Montserrat
Roig66, y la esforzada actuación divulgadora de la Amical de Mauthausen. Ante la
actitud del Gobierno, la Amical de Guerrilleros, designó el monumento a los voluntarios
de la primera guerra mundial para efectuar un ritual civil, reparador y simbólico, en el
cual poder depositar “flores de homenaje” a los que habían combatido a la dictadura
desde 1939 y habían participado en las luchas antifascistas de los distintos frentes
europeos durante la segunda guerra mundial. El monumento, obra del escultor Josep
Clarà y ubicado en el parque de la Ciutadella, en Barcelona, había sido financiado por
suscripción popular, se había finalizado durante la dictadura de Primo de Rivera, pero
no fue instalado en el parque hasta febrero de 1936, en un acto presidido por el alcalde
de la ciudad, Carles Pi Sunyer. La placa explicativa que acompañaba el monumento
decía: “A los voluntarios catalanes muertos por Francia, defendiendo la libertad de los
hombres y de los pueblos”. El posterior Ayuntamiento franquista sustituyó la placa por
otra con un texto inocuo: “A los voluntarios catalanes muertos durante la Gran Guerra
de 1914-1918”. Este texto se mantuvo hasta 1985, cuando el once de noviembre – fecha
de la firma del armisticio– el presidente de la Amical de Guerrilleros, Domènec Serra
Estruch, convocó un acto conmemorativo que dio un giro definitivo al contenido
simbólico del monumento al colocar sobre la placa un cartón que recuperaba la
inscripción original, pero añadiéndole unas fechas: “(1914-1918, 1939-1945)”. Con esta
actuación expresaban la única posibilidad de homenajear a los partisanos muertos contra
la dictadura y contra el nazismo, pero vinculándolos a la tradición democrática que
representaban los voluntarios de 1914, según el sentimiento de aquella época,
fundiéndolo en un solo monumento y en una sola conmemoración. A aquel acto
inaugural asistieron 150 personas –una cifra que indica su poca trascendencia social en
aquel momento–, y el cónsul de Francia en Barcelona, pero excusaron su presencia las
autoridades invitadas por la Amical: el presidente de la Generalitat, el consejero de
Cultura y el alcalde67. Año tras año se mantuvo la celebración, y en las ediciones
posteriores, la presencia del presidente del Parlamento y los saludos escritos del
presidente de la Generalitat y del alcalde –no su presencia– formaron parte del ritual. La































































64

 La pregunta fue formulada por Josep Benet el 17 de enero de 1981. Véase el Butlletí Oficial del Parlament de
Catalunya, n.º 18, 4 de febrero de 1981, p. 435.
65

 La respuesta está firmada el 16 de febrero. Véase el Butlletí Oficial del Parlament de Catalunya, n.º 21, 27 de
febrero de 1981, p. 550.

66

 Montserrat Roig, Els catalans als camps nazis, Barcelona, Edicions 62, 1977. [Trad. cast.: Noche y niebla: los
catalanes en los campos nazis, Barcelona, Península, 1980.]

67

Enllaç, n.º 2, diciembre de 1985, pp. 1-2.



 23

placa de cartón se volvió de bronce gracias a una suscripción pública de diversas
entidades memoriales. Una sencilla acción vinculaba en una misma línea pasado y
presente con el hilo de la memoria democrática preservada y pretendía universalizarla a
pesar del desdén del Gobierno.
Por otro lado, la Associació Pro-Memòria als Immolats per la Llibertat a
Catalunya había iniciado una intensa actividad para dignificar el Fossar de la Pedrera,
en la montaña de Montjuïc, y ordenar el terreno como un gran espacio conmemorativo
de los asesinatos por la dictadura. Obviamente, todas las memorias que ha sedimentado
la montaña entraron en conflicto, y más que por las propuestas de la Associació Pro-
Memòria als Immolats, por la desidia de los sucesivos alcaldes de la ciudad de elaborar
un plan, un criterio, para aquel espacio denso en memorias68. La inhibición del poder
público, en este caso local, siempre comporta conflictos porque abandona la función de
mediador y la autoridad de memoria que correspondea su carácter democrático, la
atribución de la cual no es resolver la competencia entre memorias existente, sino crear
el marco adecuado para que la ciudadanía comprenda el conflicto, lo valore y pueda
trabajar con él, exponerlo, no ocultarlo con decisiones autoritarias que lo complican o lo
intensifican.
La acción asociativa no se limitó a las actuaciones descritas, las he referido tan
sólo como ejemplo que ilumina la relación entre poder público y asociacionismo y
algunas de sus consecuencias. En su conjunto, la acción de las entidades memoriales fue
tan persistente como escasa durante los veinte años que siguieron a la Transición.
Reducida a unas pocas asociaciones, sin el apoyo institucional de una Administración
que había construido el mito fundador de la transición modélica clausurando toda
referencia al anterior patrimonio democrático, las asociaciones, por más que realizaron
actuaciones destinadas a hacer visible aquel patrimonio, llegaban al final del siglo
encerradas en su propio universo ritual y simbólico.
En cualquier caso, pasado el tiempo, se puede comprobar que su activo más
importante fue mantener una acción de reivindicación patrimonial, sin duda dispersa y
situada en los márgenes culturales y políticos, pero persistente en su modestia. Fue a
comienzos de 2000 cuando se produjo un cambio.
Hoy observamos que en aquellos años de finales y principios de siglo,
concurrieron y se yuxtapusieron fenómenos que contribuyeron a generar una situación
nueva, sin antecedentes. La historiografía había consolidado conocimientos empíricos
notables y perspectivas nuevas que contradecían el discurso hegemónico sobre la
dictadura y la transición. Profesionales de los medios de comunicación hicieron suya la
necesidad de dar presencia a las temáticas de la represión en los espacios en los cuales
incidían, recurriendo, ahora, a los nuevos planteamientos historiográficos, y sectores
universitarios colaboraban con las entidades memoriales para efectuar proyectos
comunes de difusión que obtenían un eco en absoluto irrelevante. Pero, sobre todo, la
generación que había nacido en plena democracia se benefició de un fenómeno escolar
importante: la acción de muchos maestros, en especial en el sector público, estimuló la
indagación de los más pequeños en los trayectos familiares durante la dictadura para
formar su conciencia ética en los valores democráticos69. Además, las aulas se abrieron
a los miembros de las entidades en las que los represaliados se habían agrupado,
facilitando que los testigos directos se explicaran, transmitiendo la fuerza de su
presencia en los hechos: “Yo estaba cuando pasó, y me pasó a mí, y le pasó a los
demás”. Nunca había sucedido nada semejante con la intensidad y sistematización de






























































68

 Manel Risques, Martí Marín, Montjuïc: Memòries en conflicte, Barcelona, L'esfera dels llibres, 2008. Associació
Pro-Memòria als Immolats per la Llibertat de Catalunya, Recull Històric, Barcelona, [S.E.], 2004.

69

Ramon Arnabat, «I vosaltres, què vàreu fer», en El País (Quadern), 15 de septiembre de 2005.



 24

aquellos años. Un fenómeno, por la dimensión testimonial y mediática que adquirió, fue
la acción de la asociación Dones del 36, constituida por una decena de mujeres en 1997
y que empezó sus actividades al año siguiente con un objetivo explícito:

“Este grupo de mujeres, ahora unidas, venimos a recordaros un período de


nuestra historia en el que, a pesar de que como mujeres se nos silenció, somos las
que quedamos de aquellas tantas y tantas mujeres que como nosotras defendieron
la libertad y la democracia. Vivimos la guerra en el frente y en la retaguardia: el
exilio, los campos de concentración, las prisiones y la represión por nuestra lucha
en la clandestinidad [...] queremos explicar de viva voz y con toda la emoción
humana, lo que hemos vivido cada una de nosotras: lo que es una guerra, lo que es
una dictadura, y queremos, por encima de todo, reivindicar el papel de la mujer en
la lucha por la democracia [...] queremos transmitir a las nuevas generaciones el
patrimonio colectivo de nuestra historia, la historia de las mujeres del 36. [...]
rayamos los ochenta [años], la vida se nos escapa y antes de partir hacia la nada,
queremos dejar nuestro testimonio en vídeos, escritos, conferencias en escuelas y
asociaciones para que quede constancia del papel activo que desde diferentes
ámbitos desarrollamos las mujeres en nuestro país. Queremos conectar con las
nuevas generaciones”70.

Es remarcable que, como sus predecesores, y como sucedería cinco años más
tarde en el acto masivo celebrado en el Liceo de Barcelona, identificaban un legado, un
patrimonio: el de las luchas por la democratización no sólo del Estado sino de las
relaciones sociales. En seis años efectuaron charlas en 168 institutos y 31 universidades,
132 actos públicos en ayuntamientos, centros cívicos y todo tipo de asociaciones, con la
asistencia total de 20.150 personas, participaron en 15 programas de televisión, 27 de
radio y 11 documentales. Concedieron 149 entrevistas personales71.
Entre 1999 y 2004 se constituyeron 29 asociaciones nuevas relacionadas con la
memoria de la guerra y la dictadura que se sumaban a las 6 entidades que aún subsistían
entre las constituidas legalmente en los años de Transición, sobreviviendo a la depresión
asociativa memorial de los años ochenta y primeros noventa, hasta llegar al cambio de
siglo72. Andrés Scagliola ha elaborado un significativo gráfico de la evolución
asociativa en Cataluña, en el que muestra cómo el crecimiento asociativo más
importante se produce desde 2004, después de acceder al Gobierno una coalición de
centro izquierda que había incorporado al programa de gobierno la creación de un
instrumento para la gestión de una política de memoria y reparación, el Memorial
Democrático, y por tanto, tal como afirma Scagliola, “la disposición a institucionalizar
una política en torno a la memoria antifranquista ha sido, sin duda, un hecho clave en
este proceso"73. Lo interesante de este crecimiento no es la actividad que realizaron los
nuevos organismos –actividad desigual según la entidad–, sino que refleja la renovada
disposición a asociarse en torno a la memoria de la dictadura y la guerra, y por tanto es
un reflejo de la pulsación social que se produjo en Cataluña sobre el tema.































































70

Alocución de Enriqueta Gallinat en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de Barcelona, 8 de marzo de 1997. En
Associació les Dones del 36, Les dones del 36, Barcelona, 2002, pp. 25-26.

71

Ibid., p. 67, y Anexo mecanografiado. Archivo Dones del 36.

72

Registro de Asociaciones de la Generalitat de Catalunya, fichero. Probablemente la cifra sea más alta, pero resulta
difícil precisarlo, ya que el único indicativo es el nombre de la entidad, que a veces produce confusión.

73

Andrés Scagliola, Canvi a les polítiques públiques de memòria a Catalunya: el passat com a problema, Barcelona,
Memorial Democrático. Y Coloquio Internacional. Políticas Públicas de Memoria, octubre de 2007,
<http://www.memorialdemocratic.net/app/index.php?id=scagliola>, p. 11.


 25

Todo esto cuajó bajo una fórmula coloquial: “Recuperar la memoria histórica”,
una expresión que en su literalidad resulta obviamente contradictoria, Halbwachs lo
había indicado ya antes de la guerra mundial sin escandalizarse demasiado por el tema,
simplemente reconociéndolo74, y no como ha sucedido con algunos historiadores poco
proclives a percibir el sentido y uso cultural y social de la expresión, popularmente
apropiada y sin duda manipulada, pero eficaz, identificable como metáfora social y
política utilizada para replicar, abruptamente, la “buena memoria” del Estado de
Derecho y desautorizarla. De hecho, este conjunto de datos indica que se había ido
produciendo un cambio en los “marcos sociales de la memoria”, para usar la expresión
de Halbwachs75. Es decir, un interés nuevo se estaba designando en el centro de un
proceso que construía una identidad memorial nueva, no exclusiva, sino en competencia
con el relato mediático hegemónico procedente de la Transición. Emergía por este
camino una memoria colectiva distinta y en consonancia con lo que había ido
produciendo una parte de la historiografía de los últimos quince años con su mirada
crítica, y con su relación con las actividades de asociaciones y activistas culturales
diversos que actuaron de puente generacional: "Dado que un hecho pasado es una
enseñanza, y un personaje desaparecido, un estímulo o una advertencia, eso que
entendemos por marco de la memoria es también una cadena de ideas y juicios "76.
Que los hijos y nietos de la generación que vivió la guerra o la dictadura están
relacionados con el giro descrito, con la creación del nuevo marco social, presenta pocas
dudas, pero no está tan claro el porqué; una afirmación segura y más allá de intuiciones
razonadas requeriría un análisis de las estrategias familiares de transmisión. En todo
caso, para empezar a comprender el cambio de situación generado, y que deberá ser
analizado con más fortaleza empírica en el futuro, resulta sugerente el concepto de
posmemoria, utilizado hace más de una década por Marianne Hirsch77. Hirsch sostiene
que la posmemoria se aleja de la memoria por una (o más) generaciones, y queda
separada de la historia no sólo, ni principalmente, por el tiempo que no se ha vivido,
sino sobre todo por una numerosa información de emociones personales transmitidas –
provocadas– desde el entorno, especialmente familiar, pero no tan sólo por eso. Por
tanto, la importancia y efecto tan particular y tan potente de la posmemoria reside en
que la relación del sujeto con los objetos no está mediatizada por la propia memoria,
sino tan sólo implementada por su imaginario, que es alimentado con la creación
cultural que lo rodea. Está claro que la influyente memoria familiar que le es transmitida
–o no, ya que los silencios forman parte de la memoria– actúa de mediadora entre el
pasado y el sujeto que no lo ha vivido –el hijo, el nieto– y también anima su imaginario.
Una conexión que recuerda la antigua reflexión de Halbwachs sobre el vínculo vivo de
las generaciones:

"Cómo no se iba a interesar, como hechos que le incumben y en los que ha


estado implicado, en todo aquello que reaparece ahora en los relatos de estas
personas mayores que olvidan la diferencia de época y, por encima del presente,
enlazan el pasado y el futuro [...] A veces lamentamos no haber aprovechado más
esta ocasión única que tuvimos de entrar en contacto directo con períodos que ya
no conoceremos más que desde fuera, por la historia, los cuadros o la literatura.
En todo caso, en la medida en que la figura de un pariente mayor tiene






























































74

Maurice Halbwachs, La memoria colectiva, Zaragoza, P.U.Z., 2004, pp. 80-81.

75

Maurice Halbwachs, Los marcos sociales de la memoria, Barcelona, Anthropos, 2004.

76

Ibid., p. 328.

77

Marianne Hirsch, Family Frames. Photography narrative and Postmemory, Cambridge, Harvard University Press,
1997. 



 26

consistencia por todo lo que nos ha contado sobre un período y una sociedad
antigua, se desprende de nuestra memoria, no como una apariencia física
ligeramente borrada, sino como el relieve y el color de un personaje que está en el
centro de todo un cuadro, que lo resume y lo condensa. [...] Tan es así, que los
marcos colectivos de la memoria no se reducen a fechas, nombres y fórmulas,
representan corrientes de pensamiento y experiencia en las que sólo encontramos
nuestro pasado porque ha sido atravesado por ellas"78.

Por tanto, la posmemoria constituye la experiencia de los que han crecido –y


crecen– rodeados de relatos transmitidos en cualquier forma de soporte: oral, teatral,
literario, cinematográfico, artístico, académico, el tebeo o comic,el grafito..., que
transportan experiencias y heridas que no se han vivido y de las que, en consecuencia,
no se puede efectuar ningún duelo.
Si seguimos este razonamiento, estamos ante un pasado sin experiencia, un
pasado que, por ende, no puede dejar de pasar y que siempre es revivido, creando
posibles opciones de resignificación y reapropiación para las generaciones más jóvenes
que lo usan como una ayuda más para comprender su presente, como mínimo. Maus, de
Art Spiegelman, o Cuerda de presas, de Jorge García y Fidel Hernández, o la acción
efímera de la MarchaRearme el 11 de septiembre de 2005 en Santiago de Chile, son
ejemplos de ello.
Ahora bien, resignificar, reinterpretar, no siempre resulta posible. El
impedimento puede venir de que los que han vivido los hechos o procesos juzguen la
experiencia directa del daño como un valor del que deriva una autoridad incontestable,
sin interferencia posible. Un caso explícito es la obra de Lanzmann.
El otro impedimento puede proceder de la negativa del Estado a constituir
instrumentos –políticas públicas– que garanticen la transmisión de memorias, y en su
lugar opte por gestionar el alejamiento del pasado. Esta opción acaba obstaculizando los
diversos lenguajes culturales con los que se alimenta la posmemoria. Ambos
impedimentos, sobre todo el último, han generado diversas y desaliñadas insumisiones
entre los que no han vivido los hechos, pero tienen noticia, como mínimo emotiva, de
ellos.
Esta combinación de impedimentos ha provocado en nuestro país los diversos
conflictos de memoria que hay en pie, no entre las “memorias diversas”, sino entre el
Estado y las memorias, y conduce a pensar en la conveniencia de una política pública de
memoria. Sobre qué se construye y qué pretende.

5. MEMORIA DEMOCRÁTICA Y POLÍTICA PÚBLICA


Los caminos que han seguido las políticas públicas, y buena parte de las
actuaciones memoriales en la época contemporánea, se han abierto y prolongado desde
un principio imperativo, el imperativo de memoria, el “deber de memoria”.
De este imperativo moral ha derivado, primero, el establecimiento de un relato
transmisible único, impermeable en su lógica interna, y que el ciudadano tiene el
supuesto deber moral de saber y de transferir a la siguiente generación de manera
idéntica a como lo ha recibido. Un mecanismo de transmisión que es el propio de
cualquier confesión religiosa. Y es eficaz en su objetivo de bloquear posibles
resignificaciones, o cualquier trabajo de memoria que pueda alterar lo esencial: el
contenido y permanencia inmutables del relato y de sus rituales de expresión societaria,
que están destinados a cohesionar y a cumplimentar el “deber de memoria”. Y es de este































































78

Maurice Halbwachs, La memoria colectiva, Zaragoza, P.U.Z., 2004, p. 66.



 27

imperativo moral que deriva también la tendencia a establecer el daño sufrido, y el dolor
generado en el individuo, como el activo esencial de la memoria transmisible, su capital
evaluable. En definitiva, el dolor se convierte en director, y el dolor acaba siendo el
guión del legado que debe transferir la memoria. Es de la praxis de este hecho que se
deriva una consecuencia grave, la constitución del dolor y del daño en un principio de
autoridad sustitutivo de la razón79.
Sin embargo, el dolor, el sufrimiento, no es un valor, es una experiencia. Dolor y
sufrimiento forman parte de la experiencia histórica de los procesos democráticos y
deben ser conocidos por lo que significa de vulneración de los derechos de las personas.
Pero el “deber de memoria” presenta el dolor como el núcleo esencial y casi exclusivo
de la memoria transmisible. Todorov ha descrito algunas consecuencias del proceso de
creación del estatuto de víctima expresando con bastante exactitud algunos de sus
efectos sociales. Ahora bien, Todorov prescinde en todo momento de la historia, y le da
un valor exclusivamente moral. La sugerente densidad de las reflexiones de Todorov
queda condicionada, y echada a perder, por la peculiar concepción de la historia que
mantiene como hilo conductor de sus indagaciones sobre víctimas, conmemoraciones y
abusos diversos de las prácticas memoriales:

"El trabajo del historiador, como cualquier trabajo sobre el pasado, no


consiste solamente en establecer unos hechos, sino también en elegir algunos de
ellos por ser más destacados y más significativos que otros, relacionándolos luego
entre sí; ahora bien, semejante trabajo de selección y de combinación está
orientado necesariamente por la búsqueda no de la verdad sino del bien"80.

Un planteamiento al cual me resulta imposible no poner reservas por la función


estrictamente moral que atribuye a la disciplina, y si bien ilumina la morfología del
sujeto víctima, lo hace desubicándolo de las coyunturas tanto históricas como políticas.
Por este motivo no percibe que el estatus de víctima, que depende siempre de estas
coyunturas históricas y políticas, a menudo no es originado sólo por las personas que se
han asociado para reivindicar reparaciones del tipo que sea, sino que es resultado
también de la iniciativa del Estado, el cual anima la constitución de este estatus,
promoviendo en el sujeto víctima una autoridad ausente de razón y, por tanto,
inapropiada. Pero es un estatus que facilita al Estado desviar la responsabilidad política
de sus actuaciones o prevenciones. El motivo obedece a que la víctima, por el dolor que
ha padecido, genera un consenso en las reparaciones económicas, consenso basado en la
piedad, no en la causalidad histórica –que obligaría a un posicionamiento político del
Estado–, evitando o apaciguando así los conflictos en los juegos de hegemonías
políticas. Conflictos que derivarían del reconocimiento, no a las víctimas sino a los
valores políticos de los cuales eran portadores antes de ser víctimas. Esta actitud ha
creado una burocracia reparadora que en la práctica mantiene, y estimula, el estatus de
víctima, separando el sufrimiento de las causas políticas que lo han provocado, como ha
expresado Piper81. O, desde otra perspectiva, pero con las mismas conclusiones,
Crenzel82. De hecho, el presidente Rodríguez Zapatero hace poco expresó muy bien esta
actitud en el Congreso de los Diputados:






























































79

Elizabeth Jelin, op. cit., p. 61.

80

Tzvetan Todorov, Los abusos de la memoria, Barcelona, Paidós, 2000, p. 49.

81

 Isabel Piper, «Trauma y reparación. Elementos de una retórica de la marca» en E. Lira, F. Germán Morales,
Derechos humanos y reparación, Santiago de Chile, Lom, 2005, pp. 90-99

82

 Emilio Ariel Crenzel, Génesis, usos y resignificaciones del Nunca Más: La memoria de los desaparecidos en
Argentina, tesis de doctorado, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 2006. Una síntesis de


 28

"Estamos asistiendo a un fenómeno que pone de manifiesto la gran salud
moral de la democracia española, un fenómeno que consiste en que cada vez se
recuerda y se homenajea más a las víctimas y se olvida más al dictador. Ese
fenómeno, esa realidad que estamos viviendo creo que responde a lo que debemos
hacer. Recordemos a las víctimas, permitamos que recuperen sus derechos, que no
han tenido, y arrojemos al olvido a aquellos que promovieron esa tragedia en
nuestro país. Esa será la mejor lección. Y hagámoslo unidos. (Aplausos.)83"

Dejar de lado a los que, en palabras del presidente del Gobierno, promovieron la
tragedia, es el mejor camino para tapar las causas que produjeron víctimas, y de esta
forma sacar de la política a las víctimas de una determinada política, ahora convertidas
en sufrientes sin causa, o por una causa impronunciable. En realidad es una espléndida
continuación de la declaración institucional de 1986, veintidós años después.
En cualquier caso, memoria imperativa, unicidad discursiva y dolor director, han
ido constituyendo un guión canónico casi universal, no sólo para las administraciones
que han practicado políticas públicas, sino también para buena parte del movimiento
asociativo memorial. El problema más notable de este modelo es que convierte el
pasado fecundo, el pasado utilizable, en una memoria intransitiva. Es decir, una
memoria que no admite, que no hace posible trabajo social, elaboración permanente,
resignificación, porque no se puede decir nada de ella, no se puede distanciar nada, es
una memoria acabada, es seca, y está cerrada al presente, porque en el presente
conviven generaciones distintas con percepciones, con aproximaciones que conviene
que sean libres, que no estén predeterminadas en la recepción del legado memorial y su
valoración, un legado que tienen derecho a resignificar y revalorar. Y este derecho
queda truncado. En realidad, el deber, el imperativo de memoria, no es más que un
postulado moral que con el tiempo y según el contexto histórico ha colonizado
ideologías distintas, incluso antagónicas, con los usos básicos de cohesión doctrinal y
aleccionamiento.
Considerar la memoria como un deber moral, o considerar el olvido como un
imperativo político y civil, genera un elemento de coerción. Y es esta actitud imperativa
la que crea un dilema y una retórica engañosa cuando plantea la opción entre olvido y
recuerdo: ¿Hay que recordar o hay que olvidar? Es un dilema. Como en cualquier
dilema, la opción entre una de las dos proposiciones contrarias siempre tiene
argumentos disponibles, el argumentario es inacabable. Y es estéril porque paraliza
cualquier decisión y acción.
Pero lo más preocupante de este dilema engañoso, derivado de las consecuencias
prácticas de proclamar la memoria como un deber, es que reduce toda la cuestión a una
decisión estrictamente individual y, en consecuencia, exime a las administraciones de
cualquier responsabilidad, porque la decisión –de olvidar o de recordar, la que sea–,
queda reducida a la más estricta intimidad, al ámbito privado; la sociedad no tiene
ninguna implicación, sólo el individuo, y por tanto no puede haber actuación pública,
sólo inhibición de la Administración.





















































































































































































esta tesis ha sido publicada en: La historia política del Nunca más. La memoria de las desapariciones en
Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.

83

 Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, Pleno y Diputación permanente, año 2008, IX
Legislatura, n.º 49, sesión plenaria n.º 46 celebrada el miércoles 26 de noviembre de 2008.


 29

Sin embargo, hemos visto que, en la práctica, la inhibición del Estado y de los
gobiernos que lo gestionan no existe, es una ficción. De hecho, comprobamos que el
Estado siempre ha generado y ha distribuido un relato propio, que bajo formas distintas
tiende a establecer una simetría entre dictadura y democracia en nombre de una
interpretación sesgada y opinable de las expresiones “reconciliación” y “consenso”.
Expresiones que sustituyen y ocultan procesos y causalidades históricas, y en
consecuencia hacen desaparecer a los protagonistas que han conducido a la instauración
del Estado de Derecho que tenemos y los valores en los que se fundamenta. Una
operación, o un proceso, que para tener éxito necesita instalar también en el olvido los
costes de la democracia, y por tanto las reales y fuertes resistencias de muchos
ciudadanos a la implantación de la democracia. Por eso hablamos de simetría. No estoy
diciendo que la historiografía no haya reconstruido este proceso con eficacia.
Estoy hablando de la negativa del Estado de Derecho a reconocer en que se basa
el sedimento ético de las instituciones que tenemos, del sistema de convivencia que nos
hemos dado. Con esta negativa el Estado renuncia a explicar la democracia como un
bien conquistado con esfuerzo coral y desde la calle. Es esta negativa del Estado y de
sus administradores la que hace que el pasado no acabe de transcurrir, no acabe de pasar
y se instaure un vacío ético, generando reclamos y creando conflictos.
Es por estos motivos y sus derivaciones que el imperativo de memoria no puede
fundar ni debe fundamentar jamás ninguna política pública: por la carga coactiva que
transmite a la ciudadanía; porque la rutina ritual que provoca contribuye a bloquear
cualquier resignificación generacional sobre la democracia y más bien promueve un
efecto de alienación, de alejamiento y fatiga, y porque deja las manos libres al Estado
para elaborar la “buena memoria” sobre el nacimiento de la democracia, con todo lo que
comporta.
Ahora bien, el esfuerzo de una parte de la ciudadanía para alcanzar relaciones
sociales equitativas y democráticas, los valores éticos de estos proyectos y decisiones, la
reacción y la aplicación del terror de Estado para evitar estos procesos de
democratización, constituyen un patrimonio, el patrimonio ético y plural de la sociedad
democrática. Es eso lo que refleja la letra y el espíritu de la ya citada Declaración del
Liceo, en el año 2002, al referirse a “la memoria y la experiencia de la lucha por la
libertad”, como un “legado del conocimiento que haga a los ciudadanos civilmente más
sabios y, por tanto, más libres”.
Es el reconocimiento de este patrimonio y la demanda de transmisión de este
patrimonio, su valoración positiva, lo que constituye la memoria democrática con toda
su pluralidad, y la instituye en un derecho civil –no en un deber moral– que funda y
basa un ámbito de responsabilidad en el Gobierno. Y el deber político generado en la
Administración es garantizar a los ciudadanos el ejercicio de este derecho con una
política pública de la memoria, no instaurando una memoria pública.
La primera, la política pública, sólo puede ser garantista, proteger un derecho y
estimular su ejercicio. La segunda, la memoria pública, se construye en el debate
político, social y cultural que produce la sociedad según cada coyuntura con la
intervención de todos los agentes; y una de las funciones de la política pública es,
precisamente, garantizar la participación de los diferentes actores en la confección de la
memoria pública.
Este derecho civil generado no se circunscribe a la posibilidad de leer libros
espléndidos escritos por nuestros intelectuales desde distintas ramas del saber; ni se
limita al conocimiento histórico que se introduce en las escuelas, si bien lo uno y lo otro
son sin duda necesarios. Lo que requiere es situar en el espacio público la presencia y el
ejercicio de este derecho, explicitarlo y regularlo, pero estableciendo como norma


 30

primera que hay una línea infranqueable, la que separa democracia y franquismo;
democracia y dictadura. De hecho, esta decisión nace de una afirmación empírica
contrastada: el daño causado por la dictadura resulta irreparable.
Nada puede reparar lo sucedido ni en la esfera individual ni en la sociedad,
porque lo sucedido ha dejado marca y señal para siempre jamás en cualquiera de los
niveles de la sociedad. La afirmación de irreparabilidad, además de ser un dato empírico
procedente de la historiografía y la psicología social, la antropología y la economía,
constituye un fundamento ético primordial, cuya consecuencia expresó con
contundencia Primo Levi: Ante lo irreparable el perdón no tiene sentido. No lo tiene ni
la demanda de perdón por parte del Estado, ni la concesión que pueda hacer de él la
sociedad afectada. No hay nada que perdonar ni nada que vengar. El daño causado por
el golpe de Estado y los cuarenta años de una dictadura, que como la del general Franco
hizo de la violencia su primer valor y, por tanto, su práctica permanente, es un daño que
ha tenido unas consecuencias y un legado sencillamente irreparables y, por tanto,
imperdonables. Tan sólo ha de ser explicado, reconocido y asumido con todas las
consecuencias que la sociedad, dotada de un Estado de Derecho, establezca. Nada más
que esto, y una de estas consecuencias es instituir una política pública de memoria.
Una política pública es la combinación de tres elementos: un objetivo, un
programa y un instrumento.
El objetivo es asumir como patrimonio de la nación los esfuerzos, conflictos,
luchas y memorias que han hecho posible el mantenimiento de los valores que vertebran
las pautas de convivencia democrática de la sociedad que la ciudadanía ha construido,
valores sobre los que se sostienen sus expresiones institucionales, la Constitución y los
Estatutos.
El programa son las actuaciones diversas destinadas a preservar, estimular y
socializar este patrimonio material e inmaterial y garantizar su acceso. Actuaciones que
estimulen la comprensión, el uso y resignificación de los valores y tradiciones que
constituyen este patrimonio generado por todas las memorias que se transmiten a las
generaciones que no tienen experiencia directa de los hechos.
El instrumento es la institución específica que tiene el mandato de garantizar los
objetivos, crear y desarrollar el programa y contribuir al diseño de la política del
Gobierno en esta materia. En Cataluña, este instrumento es el Memorial Democrático.
La Ley que da soporte jurídico al Memorial y establece sus funciones fue aprobada el
doce de noviembre de 200784 por el Parlamento catalán después de una larga y tensa
tramitación85. En ella se explicitó no sólo un conflicto entre memorias. Sobre todo se
hizo evidente un conflicto entre hegemonías culturales y políticas, dado que por primera
vez, frente a los referentes simbólicos de matriz medieval y romántica que habían
actuado como espacio de consenso nacional ejemplar –como hemos visto explicitado en
1981 en la respuesta del consejero adjunto a la Presidencia, Miquel Coll Alentorn, en
referencia a las demandas conmemorativas sobre los deportados a Mauthausen y otros–,
se proponía otro consenso, esta vez vertebrado en torno a los derechos civiles y la
responsabilidad ética democrática, con la decisión de incorporar las distintas memorias
a partir de los referentes procedentes de los valores del antifranquismo, una propuesta
fuertemente contestada y desautorizada por la oposición y por algunas comparecencias
requeridas por la Comisión parlamentaria. Pero unas comparecencias que hacían
evidentes también los conflictos propios de las miserias académicas y de las
competencias políticas entre los partidos de la coalición de gobierno, y para las cuales la






























































84

Ley 13/2007, de 31 de octubre, del Memorial Democrático. DOGC n.º 5006, 12 de noviembre de 2007,
p. 45.172.

85

Generalitat de Catalunya, Proyecto de Ley del Memorial Democrático. Anexo. Comparecencias, 2007.



 31

tramitación de la Ley no era más que la prolongación del particular espacio de conflicto,
académico, profesional, político o administrativo.
Si bien la ley mantiene en el preámbulo un principio importante, la descripción
de la memoria democrática como un proceso, las tensiones explicitadas en el trámite
parlamentario, incluso dentro del mismo Gobierno de coalición, y el especial
desconcierto e impericia de la Consejería de Interior Relaciones Institucionales y
Participación –promotora del proyecto de Ley- para liderar su propia propuesta, han
tenido como resultado la creación de un modelo de gestión sorprendentemente
burocratizado, con un control político desbordado, un peso historicista absoluto y unos
objetivos que rozan el discurso propio de las políticas de la víctima, en cuyo entorno se
reúne casi exclusivamente el consenso político del texto y de la mayoría de acciones
efectuadas hasta hoy.
En cualquier caso, este instrumento para garantizar los objetivos de esta política,
el Memorial Democrático, tiene hoy la ventaja de poder aprovechar la experiencia
aportada por las prácticas ejercidas en diversos países y por las reflexiones de una
extensa literatura que se ha pronunciado sobre el tema, los aciertos, las disfunciones, los
tropiezos, los errores y las virtudes de las diferentes prácticas, mecanismos y modelos
instrumentales.
Es desde la valoración de todo este capital que el Memorial no fue proyectado ni
como un museo, ni como un archivo, ni como un centro de interpretación86. Ha sido
pensado como un ágora a partir del objetivo que lo define: ser el instrumento que ha de
garantizar el ejercicio de un derecho, el derecho de acceder al patrimonio democrático,
garantizar el derecho de resignificarlo hoy, en el presente, por parte de las diferentes
generaciones que conviven. El ágora es la convivencia de antagonismos, el abandono
del canon; no es un distribuidor de memorias sino una garantía de resignificaciones, y
por eso no ha sido pensado como un espacio interdisciplinario, sino de indisciplina, de
fomento y estímulo del pensamiento, una institución sobre la responsabilidad ética de
los ciudadanos.
Y la primera consecuencia que, a efectos prácticos, se deriva de este
planteamiento, es la negativa a establecer un relato único, solemnizado y transmitido a
través de la representación simbólica de una exposición permanente, condicionada por
la ficción didactista que está presente, cada vez más, en muchos espacios memoriales o
museos contemporáneos, y que se expresa transmitiendo un relato cerrado, cartesiano,
impermeable, con el soporte de un despliegue de recursos técnicos poderosos, de
pretensión didáctica. En realidad, lo que se consigue es la sustitución de la educación
por la instrucción, es decir, la sustitución del estímulo de capacidades por la transmisión
de conocimientos empíricos, o de certezas morales, instrumentadas a menudo por una
banal “pedagogía de la experiencia” que, edificada sobre un supuesto “deber de
memoria”, no tiene más objetivo que “hacer sentir” la experiencia de la víctima,
consolidando en definitiva el estatus de víctima y clausurando cualquier posible
distanciamiento, cualquier resignificación. Régine Robin lo ha explicado perfectamente
al analizar y juzgar las reacciones de los adolescentes que visitan el Museo Memorial
del Holocausto de Washington, o Auschwitz 1:

"J'ai lu des textes qu'ils ont produits juste après leur visite, où ils
expriment aquel point ils ont été touchés, émus, à quel point ils ont pleuré. De






























































86

 Ricard Vinyes (coord.); Montserrat Iniesta, Manel Risques, Francesc Vilanova, Pere Ysàs, Un futur pel
passat. Projecte de creació del Memorial Democràtic, Centre d'Estudis sobre les Èpoques Franquista i
Democràtica (CEFID)/ Generalitat de Catalunya, Barcelona, junio-julio de 2004.


 32

bons adolescents qui se comportent exactement comme ont attent qu'ils le
fassent!"87.

La mejor de las exposiciones permanentes es un punto y final cultural y


simbólico, en cuanto que nos indica con precisión lo que debemos saber, y bloquea
cualquier resignificación posible, cualquier trabajo de memoria: ¿por qué debe haber
resignificación si aquello tiene toda el aura de la certeza, la estabilidad y la
permanencia? No puede haber distancia crítica. Si el objetivo es garantizar un derecho,
probablemente lo más adecuado es una política estable de exposiciones temporales –sea
cual sea su temporalidad– que estimule distintas actividades en el conjunto del
territorio, aporte diversidad de públicos, abra el abanico temático del patrimonio y
atraiga una multiplicidad de miradas.
Es la existencia permanente de esta ágora lo que debería garantizar la
administración: un modelo instrumental destinado a implementar espacios públicos
compartidos que ayuden a los ciudadanos a realizar un trabajo de elaboración intelectual
y emocional.
Se trata, en definitiva, de que este instrumento ilumine el diverso patrimonio
democrático para ofrecerlo a los ciudadanos como uno de nuestros pasados utilizables.































































87

Régine Robin, La mémoire saturée, París, Stock, 2003, p. 341.



 33


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