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LUDWIG TIECK

Las cosas superfluas


de la vida

(Des Lebens Uberfluss)

1
En uno de los inviernos más duros que hayamos soportado se
produjo, hacia fines de febrero, un tumulto extraño sobre cuyo origen,
transcurso y apaciguamiento corrieron en la capital del Teino los
rumores más extraños y contradictorios. Cuando todo el mundo
pretende hablar y narrar sin conocer el objeto de su relato, es natural
que también lo común adopte el colorido de la fábula.
El suceso tuvo lugar en una de las callejas más angostas del
muy poblado suburbio. Ora decían que un traidor y rebelde había sido
descubierto y tomado preso por la policía, ora que un ateo
hermanado con otros ateos dispuestos a arrancar de raíz el
cristianismo se había rendido a las autoridades luego de una
resistencia porfiada; él quedaría encarcelado hasta que la soledad le
hubiera inspirado mejores principios y convicciones. Pero
previamente se había defendido en su departamento con viejos
arcabuces de tiro doble y hasta con un cañón, y habría corrido sangre
antes de que se rindiera de modo que tanto el contestatario como el
tribunal del crimen estarían dispuestos a solicitar su ajusticiamiento.
Un zapatero de inclinaciones políticas pretendía saber que el preso
era un emisario que, en su carácter de jefe de muchas sociedades
secretas, estaría vinculado íntimamente con todos los revolucionarios
europeos; habría movido todos los hilos en París, Londres y España,
así como en las provincias orientales, y faltaría poco para que en el
extremo de la India estallara una rebelión gigantesca que luego
avanzaría, como si fuera el cólera, hacia Europa y haría arder en
llamas todas las materias inflamables.
Pero lo cierto es lo siguiente; en una casa pequeña se había
originado un tumulto y alguien se ocupó de llamar a la policía
mientras la gente armaba un buen alboroto; luego intervinieron
algunos hombres de aspecto distinguido y después de un rato todo
volvió a la tranquilidad sin que se comprendiera el motivo del
tumulto. Era evidente que la casa había quedado en un estado de
completo desorden y destrucción. Todos y cada uno interpretaron el
asunto según se lo explicaron el capricho o la fantasía. Luego los
albañiles y carpinteros arreglaron los daños.
En la casa había vivido un hombre desconocido para la
vecindad. ¿Era un sabio? ¿Un político? ¿Un nativo del lugar? ¿Un
forastero? Nadie, ni siquiera el más inteligente, sabía dar una
información satisfactoria sobre este punto.
Lo cierto es que este hombre desconocido vivía muy tranquilo y
retirado; nunca se lo encontraba en los paseos o lugares, públicos. No
era nada viejo y su aspecto era saludable; su joven mujer, que junto
con él rendía culto a la soledad, bien podía llamarse una beldad.

2
Fue alrededor de Navidad cuando este joven, sentado en su
piecita muy cerca de la estufa, le habló a su mujer: —Ya sabes,
querida Clara, cuánto quiero y venero al Sietequesos1 de nuestro Jean
Paul, pero si este humorista se hallara en nuestra situación, me
resultaría problemático saber cómo se las arreglaría. ¿No es verdad,
queridita, que ahora todos nuestros medios parecen agotados?
—Cierto, Enrique —respondió ella con una sonrisa acompañada
de un suspiro—, pero si tú, el más querido de todos los hombres,
sigues estando contento y sereno, no me puedo sentir infeliz en su
presencia.
—Desdicha y dicha no son sino palabras huecas —replicó
Enrique—; cuando tú me seguiste abandonando tu casa paterna,
cuando dejaste magnánimamente por causa mía todas las
consideraciones, nuestro destino fue sellado para toda la vida.
Nuestro santo y seña se llamaba amar y vivir; no nos debía importar
en absoluto cómo viviríamos en adelante. Y ahora me gustaría
preguntarte desde lo hondo del corazón: en toda Europa, ¿quién
puede considerarse tan feliz como yo?
—Es que nos faltan casi todas las cosas —dijo ella—, menos el
uno al otro. Cuando me uní contigo sabía que no eras rico y a ti no se
te escapaba que yo no podía llevar nada de mi casa paterna Así la
pobreza se ha fundido con nuestro amor, y este piecita, nuestra
conversación, nuestra forma de mirarnos y contemplar la mirada del
ser amado, son nuestra vida.
—¡Así es! —exclamó Enrique y de pura alegría se levantó de un
salto para abrazar efusivamente a la amada—; y si todo hubiera
seguido su orden, ¡cuán molestos, eternamente separados, solitarios
y dispersos nos hallaríamos ahora en medio de la turba de los círculos
sociales! ¡Allí, qué miradas, qué conversaciones, apretones de manos
y formas de pensar! De ese modo, sería posible domeñar a los
animales e incluso a las marionetas para que hicieran cumplidos y
pronunciaran esas frases hechas. Aquí estamos, pues, tesoro mío,
como Adán y Eva en nuestro paraíso, y ningún ángel tiene la
ocurrencia, totalmente superflua, de expulsarnos,
—Sólo que —dijo ella con alguna pusilanimidad—, la leña
empieza a faltar del todo y este invierno es el más duro que he
conocido hasta ahora.
Enrique soltó una carcajada. —Mira —exclamó—, tengo que
reírme con malicia, pero todavía no es la risa de la desesperación,
sino la que surge de mi perplejidad, porque no sé en absoluto de
dónde sacar dinero. Pero los medios ya se hallarán; pues es
inimaginable que nos muramos de frío con un amor tan caluroso, con
sangre tan caliente como la nuestra! ¡Completamente imposible!

1
El abogado de pobres, Sietequesos en (Siebenkäss) es el protagonista de
una novela homónima (1796-99) de Jean Paul. El personaje se ve sumido, también,
en desesperante pobreza.

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Ella le sonrió amablemente y replicó: —Ojalá hubiera traído
unos vestidos para venderlos o hubiera en nuestra pequeña casa
unas jarras de bronce y almireces u ollas de bronce superfluas;
entonces sería fácil hallar una solución.
—Así es —dijo él con tono travieso—; si fuéramos millonarios
como ese Sietequesos, no sería ningún mérito comprar leña y
mejores alimentos.
La mujer echó una mirada hacia la estufa donde, para el más
pobre de los almuerzos, estaba cocinando pan remojado en agua, un
plato que habría de ser rematado con un poco de manteca para
postre.
—Mientras tú inspeccionas nuestra cocina —dijo Enrique—, y le
das las órdenes pertinentes al cocinero, yo me dedicaré a mis
estudios. Si no se me hubiera acabado la tinta, el papel y las plumas,
con cuánto gusto volvería a escribir, también me agradaría leer
alguna cosa, sea lo que fuere, con tal de tener un libro.
—Tienes que pensar, queridísimo —dijo Clara y lo miró
socarronamente—, espero que las ideas todavía no se te hayan
acabado.
—Queridísima mujer —contestó—, el gobierno de nuestra casa
es tan extendido y pesado que requerirá tu entera atención; no te
distraigas en absoluto, caso contrario nuestra situación económica
podría resentirse. Y como me voy ahora a mi biblioteca, déjame
tranquilo por el momento, pues tengo que aumentar mis
conocimientos y ofrecer pasto a mi espíritu,
—Él es único —dijo la mujer para sí misma y se rió alegremente
—¡Y es tan hermoso!
—Releeré, pues, mi diario —dijo Enrique—, lo empecé en
tiempos pasados y me interesa estudiarlo al revés, es decir,
comenzar por el final e ir preparándome paulatinamente para el
comienzo, con el fin de comprenderlo un tanto mejor. Todo saber
auténtico, toda obra de arte y todo pensamiento metódico siempre
deben unirse en un círculo y vincular lo más íntimamente posible el
comienzo y el fin, así como la serpiente se muerde la cola: símbolo de
la eternidad o —mejor aún— símbolo del entendimiento y de todo lo
acertado, como afirmo yo.
Entonces, a media voz, leyó en la última página: —Se conoce un
cuento según el cual un criminal furioso, condenado a morir de
hambre, se va comiendo él mismo; en el fondo no es más que la
fábula de la vida y del hombre. En el primer caso, sólo permanecieron
el estómago y la dentadura; en el nuestro sobrevive el alma, como
llaman a lo incomprensible. Pero en cuanto a lo externo, yo, en forma
parecida, también he mudado de piel y he muerto. Era casi ridículo
que tuviera aún un traje de frac con accesorios, ya que no salgo
nunca. En el cumpleaños de mi mujer me le presentaré con chaleco y

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en mangas de camisa, porque sería poco apropiado festejar a gente
admitida en la corte vestido con un saco bastante gastado.
—Aquí termina la página y el libro se acaba —dijo Enrique—.
Todo el mundo sabe que nuestros trajes de frac son una vestimenta
estúpida y de mal gusto; todos critican esta monstruosidad, pero
nadie pone manos a la obra, como yo, para deshacerse
decididamente de estos trastos viejos. Lo cierto es que ahora no
podré enterarme, ni siquiera por los diarios, de si otras personas
pensantes han seguido mis atrevidos procedimientos.
Dio vuelta la página y leyó: —Se puede vivir también sin
servilletas. Si pienso en cómo nuestra forma de vida ha pasado a ser
cada vez más imitación, remedo y tapa agujeros, siento un verdadero
odio hacia nuestra avara y mezquina centuria. Ya que está a mi
alcance, tomo la decisión de vivir al estilo de nuestros antepasados
mucho más generosos. Aparentemente, estas miserables servilletas
fueron inventadas —y los ingleses coetáneos lo recuerdan aún con
desprecio— para proteger el mantel. Por lo tanto, si es una
magnanimidad no respetar el mantel, doy un paso más y declaro que
ese mantel, junto con las servilletas, es superfluo. Ambas cosas serán
vendidas para comer en la propia mesa limpia, al modo de los
patriarcas, a la manera de… ¿y bien?, ¿de qué pueblos? ¡No interesal
Muchos hombres comen sin tener mesa. Y, como queda dicho, no
echo estas prendas de mi casa por parsimonia cínica, al modo de
Diógenes, sino, por el contrario, con cierta sensación de bienestar,
para no convertirme, como se hace en la época actual, en
derrochador a causa de haber ahorrado con estupidez.
—Acertaste —dijo la esposa sonriéndose—, pero en ese
entonces vivíamos aun opíparamente gracias a la venta de esas cosas
superfluas. A menudo tuvimos hasta dos platos.
Los esposos se sentaron a la mesa para dar cuenta de la más
modesta de las comidas. Quien los hubiera visto, los debería haber
considerado envidiables por la alegría y aun la travesura que
mostraban en su simple comida. Una vez terminada la sopa de pan,
Clara, con expresión socarrona, sacó de la estufa un plato cubierto y
sirvió a su esposo, sorprendido, unas papas. —¡Mira —exclamó el
joven—, esto sí que es dar una alegría secreta a quien se ha hastiado
con el estudio de muchos libros! ¡Esta rica manzana de la tierra ha
contribuido a la transformación de Europa! ¡Que viva Walter Raleigh2,
el héroe!... —Chocaron los vasos de agua y Enrique investigó si el
entusiasmo no había producido una rajadura en el vaso. —Los
príncipes más acaudalados de la antigüedad —dijo luego—, nos
envidiarían el invento de nuestros vasos ordinarios. Tiene que ser
aburrido beber en copones de oro, especialmente una agua como
ésta; hermosa, pura, sana. En nuestros vasos flota la ola refrescante
tan alegremente cristalina, tan unida al vaso, que uno de veras se

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Sir Walter Raleigh (alr. de 1552-1618), el explorador inglés, emprendió
varias expediciones a América.

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siente tentado a creer que liba el propio éter vuelto líquido... Ha
terminado la comida, ¡abracémonos!
—Para cambiar —dijo ella—, podríamos correr nuestras sillas
hacia la ventana.
—Nos sobra espacio -dijo el marido—, es una verdadera pista de
carreras si la comparo con las jaulas que Luis XI hizo construir para la
gente sospechosa. Es increíble la felicidad que significa poder
levantar a gusto el brazo y el pie. Es cierto, cuando pienso en los
deseos que nuestro espíritu abraza en ciertos momentos, veo que
aún estamos encadenados; sólo el cielo sabe cómo la psique bajó de
un salto a la vara enviscada que nos retiene pegados a ella y de la
cual no podemos despegar para levantar vuelo, y nosotros y la vara
ahora somos una sola cosa, de modo que a veces tomamos la prisión
por nuestra mejor esencia.
—No te vuelvas tan reflexivo —dijo Clara y tomó la mano bien
formada del marido con sus dedos finos y delgados—, más vale que
mires las extrañas flores de hielo con las que el río ha adornado
nuestras ventanas. Mi tía afirmó siempre que estos cristales
revestidos de hielo compacto darían más calor a la habitación que los
vidrios desnudos.
—No es imposible que así sea —dijo Enrique—, pero no dejaría
de calentar la pieza sólo por esa creencia. Al fin y al cabo, las
ventanas con sus témpanos de hielo se hincharán hasta
empequeñecernos la pieza y entonces crecería en torno a nuestra piel
el famoso Palacio de Hielo de Petersburgo. Mas, es preferible que
vivamos como buenos burgueses y no como príncipes.
—¡Qué maravilloso dibujo —exclamó Clara—, el de estas flores,
qué multiplicidad se ve! Sin saber nombrarlas uno cree haberlas visto
en la realidad. Y mira, a menudo una cubre a la otra, y mientras
hallamos las magníficas hojas parecen seguir creciendo.
—Los botánicos —preguntó Enrique—, ¿ya habrán observado,
dibujado y anotado en sus libros científicos estas flores? ¿Será que
flores y rojas se repiten según ciertas reglas o se transforman
fantásticamente y son siempre nuevas? Tu aliento y tu dulce
respiración han conjurado a estos espíritus de las flores o
reaparecidos de un pasado apagado; y así como tú piensas y
fantaseas dulce y agraciadamente, así un genio humorístico anota tus
ocurrencias y sensaciones mediante esos fantasmas y espectros
florales como usando unas letras de muertos en un álbum
perecedero, y yo leo aquí lo fiel y lo apegada que me eres y cómo
piensas en mí a pesar de que esté sentado a tu lado.
—¡Qué palabras galantes, mi estimado señor! —replicó ella muy
amablemente—. Así como poseemos comentarios doctos y elegantes
para las grandes líneas de las piezas shakespearianas, podría usted,
en forma didáctica e ingeniosa, explicar el sentido de esas flores de
hielo.

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—Cállate, corazón mío —contestó el marido—, no nos
desviemos a esa región y no me trates de "usted" ni siquiera en
broma... Terminado nuestro banquete estudiaré un poco más mi
diario en forma retrospectiva. Si estos monólogos me enseñan en
estos momentos algunas cosas sobre mí mismo, cuánto más habrán
de hacerlo en mi vejez. Un diario, ¿puede contener otra cosa que
monólogos? ¡Ah, sí!, un espíritu artístico muy profundo podría
imaginarlo y escribirlo como diálogo. Pero muy raras veces
escuchamos esa segunda voz en nuestro fuero íntimo. ¡Es natural!
Entre miles, muy pocos son los hombres, capaces de entender y
responder a un ser sensato, cuando la conversación se sale de los
carriles acostumbrados.
—Muy cierto —observó Clara—, y por ello se ha inventado el
matrimonio como la consagración más insigne. La mujer siempre
posee en su amor esa segunda vez que contesta o el contrallamado
pertinente del espíritu. Y créeme, lo que vosotros con vuestra
petulancia varonil a menudo llamáis nuestra estupidez o miopía o
falta de filosofía, incapacidad de penetrar en la realidad, esto es, con
frecuencia, el auténtico diálogo de los espíritus, el complemento de
vuestro secreto anímico o la consonancia armoniosa con él. Pero la
mayoría de los hombres, es cierto, sólo disfrutan de un eco resonante
y llaman son natural, tono del alma a aquello que es únicamente el
sonido imitador y repetidor de flores retóricas incomprendidas. Este
es a menudo su ideal femenino del cual se enamoran mortalmente.
—¡Oh ángel! ¡cielos! —exclamó el marido con entusiasmo—, así
es, nos comprendemos; nuestro amor constituye el verdadero
matrimonio y tú alumbras y completas esa región de mi interior
donde se manifiestan la penuria o la oscuridad. Si los oráculos
existen, no deben faltar tampoco el sentido y el oído para escucharlos
e interpretarlos.
Un largo abrazo terminó y comentó esta conversación. —El beso
—dijo Enrique—, también es semejante oráculo. ¿Es posible que
hayan existido hombres capaces de pensar algo sensato mientras
daban un beso cariñoso?
Clara soltó una carcajada, pero de pronto se puso seria.
Entonces con voz algo desalentada y tono compasivo, dijo: —Cierto,
así procedemos con los sirvientes y amas de casa, mozos de establos
y caballerizos con quienes a menudo tenemos grandes deudas de
gratitud. Si sentimos una exaltación espiritual, los despreciamos y nos
reímos de ellos. Una vez mi padre saltó con su semental negro sobre
una fosa ancha y cuando todo el mundo lo admiraba y las damas
batían palmas, un viejo caballerizo que estaba cerca meneó muy
serio la cabeza. El hombre era tieso y desgarbado y ofrecía con su
trenza larga y su nariz roja un aspecto cómico. ¿Y vos? —lo increpó mi
padre, rabioso—, ¿queréis censurarme otra vez? Más el hombre
erecto no se dejó desconcertar y dijo tranquilamente: —Primero,
excelencia, no le soltasteis bastante la rienda al caballo porque
teníais miedo. Podíais haberos caído porque el salto no era bastante

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libre y largo. Segundo, el caballo tiene por lo menos el mismo mérito
que vos, y tercero, si yo no hubiera practicado con el animal
domándolo durante horas y días enteros, cosa que sólo puede hacerlo
quien no tiene miedo de aburrirse y posee paciencia, no habrían dado
resultado ni vuestro ánimo, ni la buena voluntad del semental. —
Tenéis razón, viejo— dijo mi padre y le hizo entregar un gran regalo...
Lo mismo sucede con nosotros. Sólo podemos fantasear,
abandonarnos al sentimiento y a la intuición, soñar y tener grandes
chispazos siempre que ese intelecto seco haya educado a todos esos
corceles. Si el jinete y el caballo, que siguen siendo simples
aficionados, intentaran ensayar el salto atrevido, se caerían ante el
estrechamiento o la risa de los espectadores y terminarían en la
zanja.
—Es cierto —contestó Enrique—, la historia actual lo confirma
en la persona de varios entusiastas, o también poetas. Hay en día hay
incluso poetas que montan desde el costado equivocado y, sin
siquiera sospechar el error, intentan dar ese salto artístico. ¡Oh, tu
padre!
Clara lo miró con ojos llenos de compasión, con una mirada que
le resultó irresistible. —Es cierto, tu padre —dijo él, algo enfadado—,
sólo con el tono se puede decir mucho. Y yo, ¿qué quiero? Si tú, por
más que lo amaras, fuiste capaz de renunciar a él...
Ambos se habían puesto serios. Luego dijo el joven: —Seguiré
estudiando.
Se dirigió otra vez a su diario y dio vuelta hacia atrás una hoja.
Leyó en voz alta: —Hoy vendí al librero amarrete mi raro ejemplar de
Chaucer, esa vieja edición valiosa de Caxton.3 Mi amigo, él querido y
noble Andrés, Vandelmeer, me lo había regalado para mi cumpleaños,
que celebramos juntos siendo jóvenes estudiantes universitarios. Lo
había encargado en Londres a un precio muy caro y luego lo hizo
encuadernar magnífica y lujosamente con adornos góticos según
gusto especial. El viejo avaro, con lo poco que me dio a mí,
seguramente lo habrá enviado en seguida a Londres para recuperar
diez veces el precio. Ojalá hubiera sacado por lo menos la hoja en la
cual había relatado la historia de este regalo e indicado al mismo
tiempo nuestra dirección. Estos detalles llegarán ahora a Londres o a
la biblioteca de un hombre rico, y este hecho me disgusta mucho. El
que me haya desprendido así de este querido ejemplar vendiéndolo
por debajo de su valor, casi, casi debería darme la idea de que
realmente me he vuelto pobre o soy un indigente; pues, sin duda
alguna, este libro era la posesión más cara que jamás tuviera, ¡y qué
recuerdo de él, mi único amigo! ¡Oh, Andrés Vandelmeer! ¿Vives
todavía? ¿Dónde estás? ¿Te acuerdas aún de mí?
—Cuando vendiste el libro —dijo Clara—, vi tu dolor, pero
¡nunca me has descripto en detalle a ése tu amigo de juventud!

3
Los famosos Canterbury Tales de Geoffrey Chaucer (alr. de 1340-1400)
fueron impresos por William Caxton (alr. de 1422-1491), el primer impresor inglés.

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—Era un joven —dijo Enrique—, parecido a mí, pero algo mayor
y mucho más serio. Nos conocimos ya en el colegio y bien puedo
decir que me perseguía con su amor y me instaba muy
apasionadamente a que lo aceptara. Era acaudalado y a pesar de su
gran riqueza y de su educación mimosa, estaba muy bien dispuesto
hacia los demás y desconocía el egoísmo. Se quejaba de que yo no
correspondiera a su pasión, de que mi amistad fuera demasiado fría e
insatisfactoria para él. Estudiamos juntos y vivimos en las mismas
habitaciones. Pidió que yo le solicitara cualquier sacrificio, pues
poseía todo en abundancia, mientras mi padre sólo podía socorrerme
modestamente. Cuando volvimos a la capital proyectó ir a la India
Oriental, pues era totalmente independiente. Su corazón lo empujó
hacia esas tierras de grandes maravillas; allí quería aprender,
contemplar y pagar su ardiente sed de conocimientos y lejanías.
Luego me insistió, me rogó e imploró sin cesar para que lo
acompañara; me aseguró que allí labraría, sin ninguna duda, mi
felicidad, y él me socorrería porque allí había heredado grandes
posesiones de sus antepasados. Pero mi madre murió y en sus
últimos días pude recompensarle en parte el mucho amor que me
había dado. Mi padre, por su parte, estaba enfermo y no pude
compartir el entusiasmo de mi amigo; tampoco había adquirido todos
esos conocimientos y aprendido los idiomas que él dominaba por su
amor a Oriente. Ahí vivían aún parientes suyos que pensaba visitar.
Gracias a unos amigos y protectores obtuve un cargo en el servicio
diplomático, cosa que siempre había deseado. El patrimonio de mi
madre me permitía establecerme decentemente en mi profesión y me
separé de mi padre, para cuya recuperación había pocas esperanzas.
Mi amigo insistió en que le confiara parte de mi capital; pensaba
especular allí con el dinero y luego depositar la ganancia en una
cuenta mía. Tuve motivos para creer que era un pretexto para poder
hacerme alguna vez un regalo, sin que yo tuviera escrúpulos. Así
llegué junto con mi embajador a tu ciudad natal, donde mi destino
luego se desarrolló tal como lo conoces.
—¿Y nunca supiste nada más de ese espléndido Andrés? —
preguntó Clara.
—Recibí de él dos cartas desde esas lejanas tierras —contestó
Enrique—. Luego supe por un rumor no confirmado que había muerto
allí de cólera. Así, perdí todo contacto con él; mi padre había muerto y
yo dependía exclusivamente de mí mismo también con respecto a mi
patrimonio. Sin embargo, gozaba del favor del embajador, en la corte
no tenían de mí un mal concepto, podía contar con protectores
poderosos... y todo esto se hizo humo...
—¡Así es! —dijo Clara—. Lo sacrificaste todo por mí y yo
también he sido expulsada para siempre del círculo de mis seres
queridos.
—Tanta más compensación debe darnos nuestro amor —dijo el
marido—, y así ha ocurrido; pues nuestra luna de miel, como la

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llaman los nombres prosaicos, ya se ha extendido mucho más de un
año.
—Pero ¡tu hermoso libro! —dijo Clara—; ¡tu espléndido poema!
Si por lo menos hubiéramos podido guardar una copia, ¡cuánto nos
deleitaríamos en estas tardes invernales!... Pero, es cierto —agregó
con un suspiro— deberíamos disponer también de velas.
—Ten paciencia, Clarita —la consoló el marido—, charlamos y
ello es, mejor todavía; yo escucho el tono de tú voz, tú me cantas una
canción o sueltas una risa celestial. Nunca le escuché a nadie una risa
de timbre parecido. En este son de regocijo y travesura hay un júbilo
tan puro, una exaltación tan supraterrestre y al mismo tiempo un
sentimiento tan fino e íntimamente conmovedor, que escucho
hechizado mientras medito y reflexiono sobre el fenómeno. Pues, mi
ángel delicado, hay casos y estados de ánimo en los que uno se
asusta frente a un hombre conocido desde hace muchísimo y suele
ocurrir que uno se estremezca cuando él suelta una risa que le sale
verdaderamente del corazón y que hasta ese momento no le
habíamos escuchado. Cosas así me sucedieron aun con niñas
delicadas y que hasta entonces me habían gustado. Así como en
algunos corazones descansa, desconocido, un ángel dulce que sólo
espera al genio llamado a despertarlo, así duerme a menudo en el
fondo oculto de personas graciosas y amables una disposición muy
vulgar que despierta de sus sueños tan pronto como lo cómico invade
con plena fuerza el dominio más recóndito de su ánimo. Luego
nuestro instinto siente que en este ser hay algo para precaverse. ¡Oh,
cuán significativa, cuán característica es la risa de los hombres! Me
gustaría poder describir alguna vez la tuya, corazón mío.
—Pero cuidémonos —le hizo recordar ella—, de no volvernos
injustos. La observación exacta de los hombres, fácilmente conduce a
la misantropía.
—El que ese librero joven e imprudente haya ido a la quiebra —
continuó diciendo Enrique—, y se haya hecho huno con mi magnífico
manuscrito, seguramente nos ha traído suerte. Muy fácilmente, el
trato con él, el libro impreso, los comentarios sobre éste en la ciudad,
hubieran atraído hacia nosotros la atención de los curiosos. La
persecución por parte de tu padre y el resto de tu familia no ha
disminuido aún; acaso hubieran revisado de nuevo y con más
detención mis pasaportes, hubieran sospechado que mi nombre era
falso y sólo un seudónimo, y de este modo, considerando mi
desamparo y el hecho de que atraje el rencor de mi gobierno a causa
de mi huida, inclusive hubieran llegado a separarnos al uno del otro,
te hubieran devuelto a tu familia y me hubiesen enredado en un
proceso difícil de resolverse. Tal como están las cosas, ángel mío,
somos felices y más que felices en nuestro retiro oculto.
Como había oscurecido y el fuego de la estufa se había
consumido, los dos seres felices se fueron a su piecita angosta y se
acostaron en su lecho matrimonial. Aquí no sentían nada que

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golpeara sus pequeñas ventanas. En torno de ellos revoloteaban
sueños serenos: la dicha, el bienestar y la alegría los rodeaban dentro
de un paisaje hermoso y cuando despertaron de la agraciada ilusión,
la realidad les proporcionó un regocijo más íntimo aún: siguieron
charlando en la oscuridad y no se apuraron para levantarse y vestirse
porque los esperaban molestias y la helada de afuera Mientras tanto
el día estaba ya claro, y Clara corrió a la modesta habitación para
atizar las chispas por entre las brasas y encender el pequeño fuego
en la estufa. Enrique la ayudó y se rieron como niños cuando tardaron
en lograr su propósito. Al fin, luego de esforzarse mucho soplando e
insuflando de modo que las caras de ambos habían enrojecido,
prendió la astilla y los pocos leños, cortados finos, fueron colocados
con maña para que calentaran la piecita sin despilfarro.
—Ya ves, querido esposo —dijo la mujer—, que nuestra reserva
dura más o menos basta mañana. Y luego ¿qué?...
—Algo debe encontrarse —contestó Enrique mientras la miraba
como si ella hubiera dicho una cosa totalmente inútil.
Había aclarado del todo, la sopa de agua fue para ellos el
desayuno más delicioso, pues fue condimentada con besos y charlas
y Enrique explicó a su mujer lo erróneo que era ese refrán latino: Sine
Baccho et Cerere frigit Venus (Sin Baco y Ceres se enfría Venus). Así
se les pasó el tiempo.
—Ya no veo el momento —dijo Enrique—, de llegar en mi diario
al pasaje donde describo cómo debía raptarte de improviso, amada
mía.
—¡Oh cielos! —exclamó ella— ¡cuán extraña e inesperadamente
nos sorprendió en ese entonces el momento maravilloso! Ya desde
hacía algunos días había notado en mi padre un cierto malhumor; me
habló en un tono diferente del usual. Antes le habían sorprendido tus
frecuentes visitas; mas ahora ni siquiera te mencionó, sino que habló
de los burgueses que a menudo desconocen su posición y quieren
igualarse a toda costa a sus mejores. Como no contesté, se enojó y
cuando por fin hablé, su malhumor degeneró en violenta ira. Me di
cuenta de que tenía el propósito de discutir conmigo y luego noté que
me vigilaba y hacía vigilar por terceros. Pasados ocho días, cuando yo
estaba por hacer una visita, mi camarera leal me siguió corriendo por
la escalera —pues el criado ya se había adelantado— y bajo el
pretexto de arreglar algo en mi vestido, me dijo en secreto que todo
estaba descubierto; que habían abierto mi armario, a fuerza y
encontrado todas tus cartas, finalmente, que dentro de pocas horas
me mandarían lejos, a casa de una tía en una región triste. ¡Cuán
rápidamente tomé una decisión! Bajé frente a una bisutería para
hacer unas compras y despedí al cochero y al criado diciéndoles que
me buscaran dentro de una hora.
—¡Y qué sorpresa, qué susto, qué deleite fue para mí —exclamó
el marido—, verte entrar de improviso en mi habitación! Volvía de una
visita a mi embajador y estaba vestido correctamente; él había

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pronunciado unas palabras extrañas, en un tono muy diferente del
usual; eran algo amenazadoras, en son de advertencia, pero no
obstante amables. Felizmente, yo poseía varios pasaportes y así, sin
hacer preparativos, subimos rápidamente a un coche de alquiler;
luego en el pueblo tomamos la diligencia, cruzamos la frontera, nos
casaron y nos hicieron felices.
—Pero —continuó ella el relato—, los miles de contratiempos en
el viaje, en las malas posadas, la falta de vestimenta y de
servidumbre, de las muchas comodidades a las que estábamos
acostumbrados y que de pronto tuvimos que extrañar... y el susto
cuando por casualidad supimos por un viajero que nos estaban
persiguiendo, que estábamos en boca de todo el mundo y que no
pensaban tenemos consideración alguna.
—Ah sí, querida mía —contestó Enrique— en todo el viaje fue
nuestro día peor. ¿Recuerdas aún cómo para no despertar
suspicacias, debimos reírnos con ese forastero parlanchín cuando se
explayó con la descripción del raptor quien, en su opinión, era el
dechado de un diplomático miserable porque no había hecho ningún
preparativo inteligente ni tomado precauciones seguras; y luego
cómo quisiste enojarte cuando más de una vez llamó a tu amado un
diablo estúpido y a un gesto mío te esforzaste otra vez a reír y para
colmo comenzaste tú misma a criticarnos, describiéndonos a mí y a ti
como personas imprudentes e insensatas, y al fin, cuando se había
alejado el parlanchín —con quien en rigor teníamos una deuda de
gratitud, porque nos había puesto sobre aviso— cómo irrumpiste en
fuertes llantos?...
—Así es —exclamó—. Sí, Enrique, fue un día tan divertido como
triste. Nuestros anillos, varias cosas valiosas que llevábamos por
casualidad, nos ayudaron a seguir viviendo. Pero el que no hayamos
podido salvar tus cartas, es una pérdida irreparable. Y siento
escalofríos de pura angustia cuando recuerdo que otros ojos fuera de
los míos han leído tus palabras celestiales, todos estos tomos
ardientes del amor, y que sólo, se habrán sentido, escandalizados por
sonidos que eran mi deleite.
—Y es peor aún —continuó diciendo el marido— que yo, por
estupidez y apresuramiento, haya dejado allí todas las hojas que tú,
en diferentes estados de ánimo, me mandaste o me diste
secretamente en la mano. En todos los pleitos —no sólo en los del
amor— es siempre lo que queda escrito lo que descubre el secreto o
empeora el caso. Y, sin embargo, no podemos dejar de pintar con
tinta y pluma esos rasgos que dan significado al alma:. Oh, mi amada,
a menudo había en estas cartas palabras cuya lectura hizo que mi
corazón tocado por tu mano feérica se abriera tan poderosamente
dentro de su capullo, que me parecía pronto a estallar con el
florecimiento demasiado rápido de todos sus pétalos.
Se abrazaron y hubo una pausa casi solemne. Luego dijo
Enrique: —Queridita, qué biblioteca tendríamos junto con mi diario si

12
tus cartas y las mías se hubieran salvado de la persecución de Omar
—4. Tomó el diario y leyó dando vuelta una página, hacia atrás.
—¡Lealtad!... Este fenómeno maravilloso que el hombre muchas
veces pretende admirar en el perro, por regla general se observa
demasiado poco en el propio género humano. Es asombrosa (y sin
embargo, hay hechos cotidianos que lo prueban) la concepción
extraña y a menudo confusa que mucha gente se forma de los
llamados deberes. Cuando un criado hace lo imposible, tan sólo ha
cumplido con su deber, y las clases encumbradas modifican y
empequeñecen este deber tergiversándolo todo lo posible de acuerdo
con su comodidad o egoísmo. Si no existiera el implacable trabajo de
los galeotes, la coacción férrea de la guerra papelera y de los
trámites, podríamos observar probablemente los fenómenos más
extraños. Es innegable que en nuestro sigilo esta esclavitud laboral
producida por los interminables expedientes, en su mayor parte es
inútil y muchas veces incluso nociva... Pero imaginemos nuestra
época egoísta y a nuestra generación sensual sin esta gran rueda
obstaculizadora... ¿qué podría suceder, qué confusiones destructoras
habría?
—Carecer de deberes es, en rigor, el estado hacia el cual
pretende abalanzarse la llamada gente culta; lo llaman
independencia, autonomía, libertad. No piensan que —tan pronto
como vislumbran esta meta— van creciendo los deberes con los
cuales hasta el momento ha cargado en su nombre, si bien muchas
veces ciegamente, el Estado o la gran maquinaria indeciblemente
complicada de la constitución social. Todos critican la tiranía y cada
uno se empeña en volverse tirano. El rico no quiere tener
obligaciones con el pobre, el hacendado con el subordinado, el
príncipe con el pueblo, y cada uno de ellos se enoja cuando sus
subordinados lesionan las obligaciones debidas. Por eso las clases
humildes afirman que esa exigencia es obsoleta e inadecuada para
los tiempos que corren, y pretenden negar y aniquilar con retórica y
sofística los vínculos que posibilitan la existencia de los Estados y la
formación de los hombres.
—Pero la lealtad... la lealtad auténtica... ¡cuán distinta es, qué
cosa mucho más sublime que un contrato reconocido, una relación
admitida de obligaciones! ¡Y cuán hermosa luce esa lealtad en los
viejos y abnegados criados, cuando ellos, con amor no adulterado
como el de los antiguos tiempos poéticos, viven única y
exclusivamente para sus amos!
—En verdad, puedo imaginar que es una dicha muy grande
cuando el criado no conoce cosa más elevada que su patrón, ni desea
pensar en cosa más noble que su amo. Para él se han apagado para
siempre los rompecabezas, los titubeos y cualquier pensamiento
intranquilo. Su relación es como el día y la noche, el verano y el

4
Al conquistador Omar, el segundo califa (634-644) se lo acusa de haber
incendiado la biblioteca de Alejandría.

13
invierno, como la operación inalterable de la naturaleza; toda su
comprensión descansa en el amor hacia el amo.
—¿Y los señores no tendrían obligaciones con semejantes
criados? Las tienen para con toda la servidumbre, más allá del sueldo
estipulado, pero con dichos criados tienen una deuda mucho mayor y
del todo distinta y más elevada, es decir, deben sentir un amor
verdadero y auténtico que responda a esa devoción incondicional.
—¿Y con qué compensaremos alguna vez y retribuiremos (pues
ya no se puede hablar de pagar) lo que hace por nosotros nuestra
vieja Cristina? Es la nodriza de mi mujer; nos encontramos con ella en
la primera parada y nos obligó casi a la fuerza a que la lleváramos
con nosotros. A ella le pudimos decir todo, porque es la reserva en
persona; en seguida se adaptó también al papel que debía
desempeñar en el viaje y aquí. ¡Y lo leal que es con nosotros y
especialmente con mi Clara!... Vive en la planta baja, es una muy
pequeña alcoba oscura y se gana el pan con los quehaceres casuales
que realiza en algunas casas vecinas. No comprendíamos cómo hacía
para atender el lavado de la ropa con muy pocos gastos y cómo
siempre hacía compras bien baratas, hasta que al fin nos dimos
cuenta de que sacrificaba para nosotros todo cuanto le era
prescindible. Ahora trabaja mucho en otras casas sólo para poder
atendernos y quedarse a nuestro lado...
—Ha llegado, pues, el momento en que debo expulsar de la
casa a mi Chaucer impreso por Caxton, aceptando la vergonzosa
oferta del librero amarrete. La palabra "expulsar" me ha conmovido,
mucho cada vez que la oí pronunciar por mujeres humildes obligadas
por la miseria a empeñar o vender sus vestidos más queridos. Suena
casi como si se hablara de un niño... ¡Expulsar!... Así como hace Lear
con Cordelia5 tengo que proceder yo con mi Chaucer... Pero ¿no hace
tiempo que Clara vendió su único vestido elegante, ese que llevaba
en la huida? ¡Ya lo hizo mientras estábamos en camino!... Por cierto,
Cristina vale más que el Chaucer y ella también debe recibir parte del
beneficio. Solamente que no querrá aceptarlo.
—Calibán, que admira a Esteban en su borrachera y mis aún a
su vino gustoso, se arrodilla ante el ebrio y dice con las manos
alzadas y en son de súplica: "¡Por favor, sé mi Dios!"6.
—Nos reíamos de ello y junto con nosotros se ríen muchos
empleados del Estado, muchos hombres condecorados y nobles que
suplican al ministro miserable o al príncipe borracho o a la cortesana
repugnante: "¡Por favor, sé mi Dios!"... No sé manifestar en ninguna
parte mi admiración, mi fe y la necesidad de adorar alguna cosa; me
falta por completo un dios en quien creer y a quien quisiera servir y
ofrecer mi corazón; pues sólo tú... tienes un vino rico que —así espero
— durará.

5
Alusión al Rey Lear de Shakespeare.
6
Alusión a La Tempestad de Shakespeare.

14
—Nos reímos de Calibán y de su moral de esclavo porque en su
caso, como sucede siempre en Shakespeare, se pronuncia, velada por
lo cómico, una verdad perentoria. Nos reímos de esas palabras
significativas porque en seguida notamos la verdad que convierte
ante nuestra imaginación a miles de hombres en réplicas de aquel
Calibán...
—"¡Por favor, sé mi dios!", así también Cristina le ha dicho a
Clara, pero sin pronunciar las palabras, sólo pensándolas en su
corazón sereno y honesto. Sin embargo, no lo ha hecho para recibir
vino o dignidades, como hacen Calibán o esos hombres mundanos
sino para que Clara le permita sufrir hambre y sed y trabajar para ella
hasta las altas horas de la noche.
—Para un lector como yo no hará falta agregar que aquí hay
cierta diferencia.
Ese día la emoción había interrumpido la lectura; fue una
emoción que se intensificó con la entrada de la vieja nodriza, una
mujer llena de arrugas, medio enferma y pobremente vestida. Vino
para avisar que esa noche no dormiría en su pequeña alcoba, pero
que a la mañana siguiente haría las pocas compras. Cuando salió,
Clara la acompañó y siguió hablando con ella fuera de la habitación;
mientras, Enrique golpeaba la mesa con la mano y exclamaba
llorando: —¿Por qué no trabajo yo como peón? Si todavía estoy sano y
fuerte. Pero no, no debo hacerlo; porque ella se sentiría miserable;
ella también querría ganar algo, se atormentaría y buscaría ayuda por
todos lados, nos condenaríamos los dos a ser infelices. Además, nos
descubrirían sin falta. Y el hecho es que vivimos y somos felices.
Clara retornó bastante alegre y los dos seres felices tornaron su
almuerzo modesto como si fuera una comida opípara.
—No padeceríamos miseria alguna —dijo Clara en la sobremesa
—si nuestra reserva de leña no estuviera completamente agotada, y
Cristina tampoco sabe remediarlo.
—Querida mujer —observó Enrique con toda seriedad—,
vivimos en un siglo civilizado, en un país bien gobernado y no entre
paganos y caníbales; debe haber posibilidades de solucionar el
problema. Si estuviéramos en una selva talaría naturalmente, como
Robinson Crusoe, unos cuantos árboles. Quién sabe si el bosque no se
halla exactamente allí donde menos lo pensamos; si también a
Macbeth lo vino a buscar el bosque de Birnam, aun cuando es cierto
que fue para perderlo7. Sin embargo, muchas veces han surgido de
pronto islas en el mar, y en medio de precipicios y rocas inhóspitas
han crecido las palmeras; la zarza le arranca la lana a ovejas y
corderos tan pronto como se le acercan demasiado, y el pardillo a su
vez lleva los copos al nido para procurar a su cría un lecho abrigado.
Clara durmió más de lo acostumbrado. Cuando despertó, se
extrañó de que fuera pleno día y más aún de que su esposo no

7
Alusión a Macbeth de Shakespeare.

15
estuviera a su lado. Pero su sorpresa no tuvo límites cuando escuchó
un ruido fuerte que sonaba como si una sierra cortara leña dura y
resistente. Se vistió apurada para examinar a fondo ese suceso
extraño. —Enrique mío— llamó entrando a la habitación —¿qué estás
haciendo? —Corto la leña para nuestra estufa —dijo jadeando y
levantó la mirada hacia su mujer, enseñándole una cara muy
sonrosada.
—En primer lugar, dime: ¿de qué rincón del mundo
desenterraste una sierra y este inmenso bloque de magnífica
madera?
—Ya sabes —dijo Enrique—, que cuatro o cinco escalones llevan
desde aquí al pequeño altillo vacío. Pues el otro día, cuando miraba
por el ojo de la cerradura de un tabique, descubrí una sierra para
cortar madera y un hacha que pertenecerán al viejo dueño de la casa
o qué sé yo a quién. Uno ha sabido leer en el curso de la historia
universal y así yo guardé memoria de estos utensilios. Esta mañana,
pues, cuando tú estabas durmiendo dulcemente, subí allí en medio de
una oscuridad semejante a la boca del lobo, rompí la puerta débil y
miserable apenas cenada con un pequeño e insignificante pasador, y
retiré estos dos instrumentos de asesino. Ahora bien, como conozco
al dedillo la construcción de nuestra casa, disloqué de su
ensambladura esta baranda larga, gruesa y pesada de nuestra
escalera, con trabajo, esfuerzo y usando el hacha, y traje aquí esta
viga larga y pesada que llena toda nuestra habitación. Observa,
querida Clara, qué hombres más serios y excelentes fueron nuestros
antepasados. Contempla esta masa de roble, hecha de la madera
más hermosa y resistente, y pulida y barnizada que da brillo. Esta nos
dará mejor fuego que la miserable leña de pinos y sauces que hemos
usado hasta ahora.
—¡Pero Enrique —exclamó Clara y batió palmas—… es arruinar
la casa!
—Nadie nos visita —dijo Enrique—, nosotros conocemos nuestra
escalera y ni siquiera subimos o bajamos; existe a lo sumo para
nuestra vieja Cristina, que se sorprendería enormemente si le dijeran:
Mira, viejita, pretenden talar uno de los troncos de roble más famosos
en todo el bosque, un tronco que tiene el grosor de un hombre; luego
el carpintero lo trabajará con gran artificio para que tú, viejita, al subir
los escalones, puedas apoyarte en este magnífico tronco de roble...
Cristina estallaría en carcajadas... No, semejante baranda es otra de
las cosas completamente superfluas que hay en la vida; el bosque
nos vino a ver porque se daba cuenta de que lo necesitábamos con
máxima urgencia. Soy un hechicero; unos golpes con esta hacha
mágica y el magnífico tronco se me rindió. Todo es consecuencia de
la civilización; si aquí, como sucede en muchas viejas chozas, hubiere
sido necesario recurrir a una soga o, como en los palacios, a un fierro
para subir, esta especulación mía no tendría base y yo hubiera debido
buscar e inventar otros medios.

16
Cuando Clara hubo superado su sorpresa, se rió ruidosa y
fuertemente; luego dijo: —Ya que está hecho, trataré de ayudarte en
tu trabajo de leñador. Yo lo vi realizar muchas veces en las calles.
Colocaron el tronco sobre dos sillas puestas en los extremos de
la habitación porque así lo exigía el largo de la madera. Luego para
disminuir la distancia, entre ambos cortaron el bloque entre mitades.
Fue un trabajo pesado porque ninguno de los dos estaba
acostumbrado a hacerlo y la madera se resistía a los dientes de la
sierra. Riendo y sudando a mares, la pareja progresó muy lentamente
en su cometido, Al fin, la viga se rompió. Descansaron y se secaron la
transpiración. Tenemos además la ventaja —dijo Clara luego— de que
por el momento no hay que encender el fuego—. Se olvidaron de
preparar el desayuno y siguieron trabajando durante toda la mañana
hasta que partieron el tronco en tantas partes como era necesario
para su óptima utilización.
—Nuestra pieza solitaria, ¡qué estudio de artista ha llegado a
ser de improviso! —dijo Enrique en un intervalo—. Este tronco
desgarbado que yacía en la oscuridad desapercibido para cualquier
mirada, ahora ya está transformando en finos leños cúbicos que
luego, por medio de la persuasión y el artificio, serán preparados para
el fuego y puestos en condiciones de soportar las llamas del
entusiasmo.
Agarró el primer cubo; el trabajo de rendirlo en trozos más
pequeños y delgados fue aún más difícil que la labor con la sierra.
Mientras tanto, Clara descansó mirando con extrañeza y alegría a su
marido, quien luego de practicar y hacer algunos intentos inútiles,
pronto adquirió habilidad y pareció a su esposa, aun en esta
ocupación humilde, un hombre hermoso...
Quiso la suerte que durante estos trabajos, que hicieron
retumbar las paredes, estuviera ausente el propietario de la pequeña
casa, que vivía en la pieza de planta baja. De esta manera, nadie en
la casa pudo darse cuenta del ruido provocado. Los vecinos no lo
notaron porque numerosos talleres ruidosos se habían instalado en el
barrio y muy especialmente en la calleja donde vivía nuestra pareja.
Al fin lograron reunir una reserva de astillas y trataron de
encender la estufa. En ese día memorable el desayuno y el almuerzo
se combinaron y la mesa fue muy distinta a la de días anteriores.
—¡No te pongas puntilloso, querido marido! —dijo Clara antes
de tender un pequeño mantel—, nuestra Cristina trajo de su noche de
lavado algunas cosas y la hace feliz repartirlas con nosotros. No tuve
el coraje de rechazar su regalo y tú también lo aceptarás con
amabilidad.
Enrique se sonrió y dijo: —Sí, hace mucho que la vieja es
nuestra benefactora; trabaja de noche para socorrernos y ahora se
priva ella misma para alimentarnos. Hartémonos, pues, para darle el
gusto, y si ella muere antes de que podamos compensarla o si

17
siempre nos resultara imposible, demostrémosle nuestro
agradecimiento con nuestro amor.
La comida era, en efecto, opípara. La vieja había traído algunos
huevos, un poco de verdura con carne y hasta un poco de café en una
jarrita. Mientras comían, Clara relató que, entre esa clase de gente el
lavado nocturno era de veras una alta fiesta, que siempre acudían en
masa para este trabajo y pasaban muy entretenidas las horas de la
noche. —¡Qué suerte —continuó diciendo— que para esa gente, se
conviertan en deleite muchas cosas que nos parecen un tormento en
la vida; algunos hechos que, de no existir este tierno compañerismo,
podrían ser sumamente repugnantes y aun terribles! ¿Y no hemos
experimentado nosotros mismos que también la pobreza tiene sus
atractivos?
—Es cierto —agregó Enrique, quien se estaba deleitando con el
gusto de la carne desde hacía mucho añorada—; si los glotones y los
siempre hastiados conocieran el buen gusto y el suave condimento
propios del bocado de pan reseco como sólo sabe apreciarlos el pobre
y el hambriento, acaso le tendrían envidia y pensarían en hallar
medios artificiales para degustarlos. Pero ¡qué feliz coincidencia es
ésta de que luego de nuestra dura jomada de trabajo hayamos
recibido semejante comida sardanapálica8. De este modo nuestras
fuerzas se reponen para nuevas tareas. Pues bien, vivamos con
alegría esta circunstancia; cántame algunas de esas dulces canciones
que tanto me han deleitado siempre.
Ella hizo gustosamente lo que le pidió y mientras estaban
sentados cerca de la ventana con las manos entrelazadas, observaron
que las flores de hielo en los cristales empezaron a derretirse,
posiblemente porque el frío riguroso amainaba un poco o porque el
calor despedido por la fuerte leña de roble ejercía un mayor efecto
sobre esas plantas de la helada.
—Observa querida —exclamó Enrique—, cómo llora de emoción
la ventana fría y congelada, cómo se derrite ante tu hermosa voz.
Siempre vuelve a ser realidad el viejo cuento milagroso de Orfeo9.
Era un día despejado, de modo que volvieron a ver el cielo azul.
Era apenas una partícula, pero se regocijaron con el cristal diáfano
viendo que unas nubecillas muy delgadas, finas y blancas como la
nieve, flotaban con sus velas deshaciéndose a través del mar celeste
y abrían, por decirlo así, sus brazos fantasmales como si se sintieran
cómodas y a gusto en esa atmósfera.
La viejísima choza, o sea la casita en medio de la calle donde
pululaba la gente, tenía un aspecto muy extraño. La habitación con
sus dos ventanas y la alcoba dotada de una ventana, cubrían todo el
espacio de la casa. En la planta baja solía vivir el viejo propietario
8
Referencia a Sardanápalo, el legendario rey de Asiria, considerado como
vicioso y muy dado a los placeres de la vida.
9
El mito griego afirma que Orfeo con su canto hechizaba a plantas y
animales y hasta hacía moverse a las piedras.

18
rezongón, pero como era pudiente se había trasladado durante el
invierno a otra ciudad para que lo tratara allí un médico amigo, pues
sufría de gota. El constructor de esta casita debió tener una
concepción extraña, casi increíble, porque debajo de las ventanas del
segundo piso habitado por nuestros amigos, se extendía un techo de
ladrillos bastante ancho, de modo que les resultaba completamente
imposible mirar hacia la calle. En consecuencia, incluso en verano
(cuando las ventanas podían permanecer abiertas) estaban aislados
del contacto con la gente; y esto se debía además a la casa aún más
pequeña situada en la vereda contraria. Porque ésa tenía solamente
departamentos bajos; por lo cual no veían allí nunca las ventanas ni
las personas asomadas a éstas, sino tan sólo el techo muy cercano y
ennegrecido por el humo que se extendía mucho hacia el fondo
mientras a la derecha y a la izquierda se alzaban las medianeras
empinadas y desnudas de dos casas más altas que bordeaban esta
casilla baja en ambos costados. En los primeros días de verano,
cuando apenas se habían mudado a la casa, abrieron rápidamente las
ventanas —como suele hacer la gente— cuando oyeron gritos y
discusiones en la calleja muy angosta, pero no vieron nada fuera del
techo de ladrillos delante de ellos y el de la casita de enfrente.
Siempre se reían y Enrique solía decir que si el carácter del epigrama
(según una vieja teoría) consistía en una esperanza defraudada, ellos
habían disfrutado otra vez de un epigrama.
Difícilmente ha habido seres humanos que hayan vivido en una
soledad tan absoluta como la que, vivió esta pareja en el suburbio
ruidoso de una capital siempre agitada. Estaban tan separados del
resto del mundo que parecía un acontecimiento cuando alguna vez
un gato se paseara cuidadosamente sobre el techo y avanzaba con
tanteos por la aguda cima de los ladrillos para retirarse más allá por
una banderola a fin de visitar a un cuñado o a una cuñada. Para los
espectadores asomados a su ventana era un suceso importante ver
cómo en verano las golondrinas volaban desde el nido pegado en la
brecha de la medianera y volvían gorjeando, charlando con su cría.
Los dos jóvenes casi se asustaron de un acontecimiento muy
significativo: cierta vez un muchacho, un deshollinador con su escoba,
se levantó por encima de su jaula angosta y cuadrada e hizo oír unos
tonos de una canción.
Sin embargo, la soledad era deseable por los amantes; así
podían asomarse a la ventana abrazándose y besándose sin el temor
de que los observara algún vecino curioso. A menudo su fantasía les
sugería que esas tristes medianeras eran rocas en una maravillosa
zona montañosa de Suiza y entonces contemplaban entusiasmados
los efectos del sol vespertino, cuyo brillo rojo temblaba en las grietas
que se habían formado en el revoque o en las piedras desnudas.
Fueron capaces de recordar esas tardes con nostalgia y evocar luego
todas las conversaciones mantenidas, los sentimientos abrigados, las
bromas intercambiadas entre ambos.

19
Y bien, por el momento habían hallado un arma contra el frío en
caso de que perdurara o se hiciera más inclemente. Como al marido
no le faltaba tiempo, tuvo él suficiente para hacer astillas cortando
pequeñas cuñas que clavaba con golpes en el tronco para forzar así al
leño a que cediera mejor y con más rapidez.
Luego de algunos días, su mujer, que lo contemplaba
atentamente mientras tallaba cuñas le preguntó: —Enrique, una vez
que esta, masa de leña apilada aquí se haya gastado... ¿qué harás?
—Corazón mío —contestó—, el bueno de Horacio (si no me
equivoco) dijo alguna vez muy breve y concisamente: "Carpe diem"10,
aprovecha el día que ahora se te presenta, entrégate totalmente a él,
apodérate de este día que nunca volverá; pero no podrás hacerlo a la
perfección si lo vives con precauciones y dudas, entonces ya has
perdido el día presente, esta hora de la cual estás gozando porque
todo lo arruinan las preguntas medrosas. Sólo cuando nos
sumergimos del todo en este presente, adquirimos conciencia de él y
podemos vivir y ser felices. ¡Repara en cuánto contienen estas dos
palabras del idioma latino, que con razón ha sido llamado conciso y
enérgico porque sabe expresar tanto con sonidos tan reducidos! ¿No
conoces los versos de la canción?
Todas las preocupaciones
sólo son para mañana.
—¿Acaso las preocupaciones le vienen bien al día de mañana?
—agregó él.
—¡Seguro! —contestó ella—, si esta es la filosofía que hemos
hecho nuestra desde hace un año y nos va muy bien con ella.

Así fueron pasando los días y este joven matrimonio en su


felicidad no echaba de menos ninguna cosa, a pesar de que vivían
como mendigos. Una mañana dijo el marido: —Anoche tuve un sueño
extraño.
—Cuéntamelo, querido —exclamó Clara—; damos demasiado
poca importancia a nuestros sueños que constituyen una parte
trascendental de nuestra existencia. Si muchos hombres vincularan
más profundamente estas vivencias nocturnas con su vida diurna,
también su llamada vida real —de esto estoy convencida— les
resultaría menos adormecida y envuelta en sueños. Además, tus
sueños me pertenecen a mí porque son efusiones de tu corazón y
fantasía, y me podría volver celosa al pensar en los muchos ensueños
que te separan de mí; que tú, enredado en ellos, me puedes olvidar
por horas enteras o que acaso te enamores —aunque fuera en la
fantasía— de otra persona. Si el ánimo y la imaginación pueden

10
Horacio, el poeta romano (85-8 a. Cr.) escribió estas famosas palabras en
el libro primero de sus Odas.

20
desviarte de esta manera, ¿no se trata ya de una verdadera
deslealtad?
—Sólo depende —contestó Enrique— del grado en que nuestros
sueños nos pertenecen. ¿Quién sabría decir hasta qué punto revelan
la secreta configuración de nuestro fuero íntimo? A menudo somos
crueles, mentirosos y cobardes en el sueño, y hasta notoriamente
infames; matamos con gusto a un niño inocente y, sin embargo,
estamos convencidos de que todo esto resulta ajeno y repugnante a
nuestro carácter auténtico. Los sueños son, también, de muy diversa
índole. Si algunos son luminosos, acaso nos conduzcan a una
revelación; pero habrá otros producidos por una descompostura del
estómago o de otros órganos. Porque esta mezcla maravillosamente
compleja de1 nuestro ser compuesto de materia y espíritu, de animal
y ángel, permite en todas las funciones la existencia de matices tan
infinitamente diferentes que sobre estas cosas resulta imposible decir
nada en general.
—¡Oh, lo general! —exclamó ella—. Las máximas, las reglas
fundamentales y como se llaman todos estos disparates; no puedo
decir lo repulsivo e incomprensible que todas estas cosas me han
resultado siempre. En el amor se nos aclara bastante ese
presentimiento que ya alumbra nuestra infancia, en el sentido de que
lo individual es lo único, la esencia, lo acertado, lo poético y lo
verdadero. El filósofo, que lo unifica todo, puede hallar una regla para
todo, lo puede insertar todo en su llamado sistema; nunca duda, y su
incapacidad de tener una vivencia verdadera de alguna cosa, le da
justamente esa seguridad de la que se vanagloria, esa incapacidad de
dudar de la cual se enorgullece. Sin embargo, el pensamiento
acertado debe ser también uno vivido, la idea auténtica ha de
desarrollarse vívidamente a partir de muchos pensamientos y una vez
que ha logrado su ser tiene que alumbrar y animar por reflejo a otros
miles de ideas nacidas sólo a medias... Pero te estoy contando mis
ensueños mientras sería preferible que me narraras el tuyo que,
seguramente, será mejor y más poético.
—De hecho me haces avergonzar —dijo Enrique ruborizándose
—, porque esta vez das demasiado valor a mi talento onírico.
Convéncete, pues, tú misma:
—Me hallaba aún con mi ex embajador allí en la gran ciudad y
en el ambiente elegante. Estábamos a la mesa y se hablaba de un
remate que se realizaría pronto. Apenas mencionaron durante la
comida la palabra remate, fui presa de una angustia indecible cuya
causa desconocía... En mi temprana juventud había sentido la pasión
de presenciar remates de libros y si bien resultó casi siempre
imposible adquirir las obras que amaba, me alegró no obstante
escuchar las ciertas e imaginarme la posibilidad de que llegaran a ser
posesión mía. Era capaz de leer los catálogos de los remates como si
fueran escritos de mis poetas predilectos y este entusiasmo tonto no
fue sino una de las muchas locuras que empañaron mi juventud; en
verdad, estaba muy lejos de ser lo que se llama un joven formal y

21
sensato, y en mis horas solitarias pensé con frecuencia que nunca
llegaría a ser un hombre racional y útil
Clara soltó una carcajada, luego lo abrazó besándolo
fuertemente. —No —exclamó— hasta el momento, gracias a Dios, no
ha sucedido ninguna cosa así. Pienso tenerte también a raya para que
nunca caigas en semejante vicio. Más ¡sigue con tu sueño!
—Lo cierto es —continuó narrando Enrique— que no me había
asustado sin motivo del remate, pues, como suele suceder en los
sueños, de pronto me hallé en el salón de ventas y, para estupor mío,
figuraba yo entre las cosas que debían ser ofrecidas en subasta
pública.
Clara se rió otra vez. —¡Oh —exclamó— qué bonito! Sería un
recurso muy nuevo para mezclarse con la gente.
—A mí no me resultó nada agradable —contestó el marido—.
Había dispersos por doquier viejos cachivaches y muebles, y en
medio de ellos estaban sentados ancianas, haraganes, escritores
miserables, panfletistas, estudiantes degenerados y comediantes; y
todas estas cosas debían ser adjudicadas al mejor postor, y yo estaba
rodeado de esas antiguallas polvorientas. En el salón vi sentados a
varios conocidos míos: algunos de ellos contemplaban las cosas y los
hombres en exposición con mirada de rematador y me asusté como si
me llevaran para ajusticiarme.
—Ese hombre serio se sentó, carraspeó y comenzó su cometido
agarrándome del brazo para ponerme en venta. Me colocó delante de
él y dijo: "Los señores ven aquí a un diplomático aún bastante bien
conservado, algo encogido y andrajoso, roído en algunas partes por
gusanos y polillas, pero todavía aprovechable como biombo para
protegerse contra las llamaradas y el calor excesivo de la chimenea o
para usarlo como cariátide y apoyar sobre él, por ejemplo, un reloj.
También es posible colgarlo fuera de la ventana para que indique el
tiempo. Incluso parece haber conservado una pizca de inteligencia y
cuando las preguntas no son demasiado profundas sabe contestar en
forma regular sobre asuntos de todos los días y conversar sobre ellos.
¿Cuánto ofrecen por él?
—No hubo respuesta en el salón. El rematador exclamó: '¿Pues,
señoras y señores? También podría ser ujier en una embajada; hasta
sería posible colgarlo como araña en la entrada: llevaría a gusto las
velas en sus brazos, piernas y cabeza. Es un hombre muy agradable y
servicial. Y en el caso de. que los patronos poseyeran un órgano
casero podría accionar los fuelles. El estado de sus piernas todavía es
—como pueden comprobarlo— regular'... Pero esta vez no hubo
respuesta. Me sentí presa de la más honda humillación y mi bochorno
no tuvo límites, pues algunos de mis conocidos me miraron socarrona
y maliciosamente, se rieron y los demás se encogieron de hombros
como si me tuvieran una compasión llena de desprecio. En este
momento mi criado entró por la puerta y avancé un paso para darle
un encargo, pero el rematador me hizo retroceder con un empujón y

22
dijo: '¡Quieto, viejo mueble! ¿Conocéis tan poco las obligaciones de
vuestro oficio? Aquí vuestro deber es quedaros quieto. ¡Vaya la broma
si las piezas de remate se independizaran!...' A otra nueva oferta
nadie contestó. El bribón no vale nada, se oyó decir desde un rincón.
¿Quién hará una oferta por este inútil?, dijo otro. Empecé a sudar
sangre y agua. A mi criado le hice una señal con los ojos para que
ofreciera un modesto precio por mí; pues, —así pensé con menor o
mayor razón— una vez que el hombre me hubiera comprado y yo
consiguiera salir de ese condenado salón, ya me las arreglaría afuera
con mi criado, pues nos conocemos bien: yo le devolvería los gastos y
además le daría una propina. Pero o no tenía dinero consigo o no
entendía mi gesto; incluso pudo haber ocurrido que todo este
procedimiento le fuera desconocido e incomprensible. Lo cierto es
que no se movió de donde estaba. El rematador estaba de mal
humor, hizo una señal a su ayudante y le dijo: 'Buscadme en la pieza
a los números 2, 3 y 4'. El hombre robusto trajo a tres tipos
andrajosos y el martillero dijo: 'Como no quieren ofrecer nada por
este diplomático, lo combinamos con estos tres periodistas: un
redactor caduco de un semanario, otro que es corresponsal y este
crítico de teatro... ¿cuánto ofrecen por la pandilla completa?'.
—Un viejo cambalachero, luego de haber colocado la mano por
un rato sobre la frente, exclamó: '¡Doce peniques!' El martillero
preguntó: '¿Doce peniques, pues? ¿Nada más? Doce peniques a la
una'... levantó el martillo. Entonces un sucio muchachito judío
exclamó: 'Dieciocho peniques'. El rematador repitió la oferta a la una,
a las dos, ya estaba llegando "a las tres" para que el martillo me
adjudicara junto con esos, tipos al joven israelita, cuando se abrió la
puerta y tú, Clara, entraste con gran fasto en medio de una numerosa
comitiva de damas nobles y llamaste con voz de mando y postura
orgullosa: '¡Alto!' Todos se asustaron y sorprendieron y mi corazón se
emocionó con la alegría. '¿Quieren rematar a mi propio marido?',
dijiste enojada, '¿cuánto han ofrecido basta ahora?'. El viejo
rematador hizo una profunda reverencia, colocó una silla para ti y dijo
poniéndose muy colorado; 'Hasta ahora nos han ofrecido 18 peniques
por vuestro señor esposo'.
—Tú dijiste: 'Yo haré una oferta sólo por mi esposo y exijo que
esas otras personas sean apartadas. ¡Dieciocho peniques por ese
hombre incomparable! ¡Es inaudito! Sólo para comenzar pongo mil
táleros'... Me llené de alegría pero también de susto, porque no me
imaginaba de dónde ibas a sacar esta suma. Sin embargo, esta
angustia me fue quitada pronto porque otra dama bonita ofreció nada
menos que dos mil. Entonces surgieron entre las mujeres ricas y
nobles una gran rivalidad y ansia de poseerme. Las ofertas se fueron
siguiendo con creciente rapidez; al rato mi valor había subido a diez
mil táleros y no mucho más tarde fueron veinte mil. Yo me enderecé
más con cada oferta de mil, conservé una postura distante y erguida
y luego fui dando grandes pasos detrás de la mesa y de mi
rematador, quien ya no se atrevió a pedirme que me mantuviera
quieto. Orgulloso lanzaba miradas despreciativas a esos conocidos

23
que momentos antes habían murmurado lo de bribón e inútil. Todos
me contemplaron con reverencia, especialmente porque la
competencia entusiasta de las damas en vez de atenuarse fue
creciendo. Una anciana fea pareció empeñada en no perderme; su
nariz colorada se ruborizó cada vez más y fue ella quien hizo subir mi
valor a cien mil táleros. Hubo un silencio mortal, solemne: ¡En nuestro
siglo nunca se ha dado parecido valor a un hombre! Ahora comprendo
que es demasiado valioso para mí. Cuando volví la mirada me percaté
de que este juicio provenía de mi embajador. Lo saludé con expresión
condescendiente. Para ser breve, mi valor ascendió a doscientos mil
táleros y algo más, y por este precio fue adjudicado finalmente a esa
anciana fea de la nariz roja.'
—Cuando el asunto al fin estaba decidido, se originó un gran
tumulto porque todos querían ver de cerca la pieza extraordinaria. No
sé decir cómo sucedió, pero el hecho es que la elevada suma me fue
entregada a mí en contra de todos los principios que reglamentan los
remates.
—Pero cuando se trataba de llevarme afuera, tú te adelantaste
y exclamaste: '¡Todavía no! Ya que han vendido en remate público a
mi marido con desprecio de toda costumbre cristiana, quiero
someterme al mismo destino duro. Me coloco, pues, por libre decisión
bajo el martillo del señor rematador. El viejo se inclinó y se encorvó,
tú te presentaste detrás de la larga mesa y toda la gente contempló
admirada tu hermosura. Empezaron las ofertas y los caballeros
jóvenes enseguida hicieron subir mucho tu precio. En un principio me
abstuve de intervenir, en parte por sorpresa, en parte por curiosidad.
Cuando la suma ya había llegado a los miles, hice oír también mi voz.
Aumentamos cada vez más y mi embajador desplegó un ansia tal que
yo casi pierdo el autodominio; pues me pareció vergonzoso que ese
hambre entrado en años me quisiera robar de esta manera a mi
legítima esposa. Él notó mi desagrado, pues me miraba
constantemente de soslayo y de reojo, con mirada maliciosa. Fueron
entrando cada vez más caballeros ricos y si no hubiera tenido en mis
bolsillos esa suma enorme, habría debido darte por perdida. Me
lisonjeó bastante poder exhibirte mi amor en mayor medida de lo
demostrado por ti, pues a poco de haber hecho tu oferta de los mil
táleros, me abandonaste silenciosamente a la suerte del remate,
cediéndome a esa dama de la nariz roja que de pronto pareció haber
desaparecido, pues no la vi más en ninguna parte. Ya habíamos
superado con mucho los cien mil táleros, tú siempre me hacías
amables señas con la cabeza por encima de la mesa y como era
poseedor de un fuerte capital, mis ofertas cada vez más subidas
sembraron la desesperación entre todos mis rivales. Yo los miraba
con una sonrisa traviesa y burlona. Al fin, todos se callaron molestos y
tú me fuiste adjudicada. Triunfé, fui contando la suma... pero... ¡ay de
mí! en mi delirio no había observado cuánto había recibido por mí
mismo, y ahora al pagar faltaron muchos miles. Mi desazón sólo
inflamó la burla de los demás. Tú te retorciste las manos. Nos llevaron
a un calabozo oscuro y nos cargaron con pesadas cadenas. Como

24
alimento nos dieron pan y agua y yo me reí al pensar que esto debía
ser un castigo... Y pensar que aquí donde vivimos realmente, desde
hace meses es nuestra comida cotidiana y nosotros la consideramos
apta para un banquete. Así, en el sueño todo se confunde, el tiempo
anterior y el presente, la cercanía y la lejanía. El carcelero nos contó
que los jueces nos habían condenado a muerte por defraudación
artera del erario real y las entradas públicas; además, habíamos
abusado de la confianza del público y hecho tambalear el crédito
estatal. Sería un fraude horrible ofrecerse a un precio tan elevado y
hacerse pagar con tan fuertes jumas que de tal manera serían
sustraídas a la competencia y el aprovechamiento general. Sería una
actitud completamente reñida con el patriotismo, según el cual cada
individuo sin excepción debe sacrificarse por el todo, por lo cual
nuestro atentado debía considerarse ni más ni menos que como alta
traición. El viejo rematador sería ajusticiado también junto con
nosotros, pues había participado en la conspiración y contribuido a
elevar enormemente las ofertas de los postores: nos había ofrecido a
los posibles compradores contrariando la verdad y con exagerados
elogios, considerándonos maravillas de la creación. Ahora se había
descubierto que habíamos deseado producir la bancarrota general del
Estado, de común acuerdo con los poderes extranjeros y los
enemigos del país. Pues si se pensaba gastar tan inmensas sumas por
unos individuos que para colmo carecían de méritos, era evidente que
nada sobraría para los ministerios, las escuelas y universidades y ni
siquiera para las cárceles y los asilos. Cuando nosotros nos
retirábamos, diez aristócratas y quince señoritas encumbradas se
habían hecho poner en remate y esta plata también había sido
quitada al tesoro nacional. Con ejemplos tan malos y nocivos se
perdería el aprecio de la virtud, pues los individuos sobrevaloraban
sus virtudes tasándose tan alto. Todo esto me pareció bastante
sensato y me arrepentí de que por culpa mía pudiera originarse
semejante confusión.
—Cuando nos llevaban para ajusticiarnos... desperté y me
encontré en tus brazos...
—De hecho, la historia da para el análisis —contestó Clara—;
puesta a una luz algo deslumbrante, es la historia de mucha gente
dispuesta a venderse lo más caro posible. Este extraño remate, es
cierto, se realiza en todas las instituciones estatales.
—También a mí me resulta digno de reflexión ese sueño
estúpido —replicó Enrique—, pues el mundo me ha abandonado a mí
y yo he hecho lo mismo con el mundo, hasta un grado tal que nadie
estaría dispuesto a tasar mi valor en alguna suma considerable. Mi
crédito en toda esta ciudad extensa no llega a doce peniques; soy
expresamente lo que el mundo llama un inútil. Y, sin embargo, ¡tú,
criatura preciosa y espléndida, me amas! Y si por otra parte
reflexiono sobre la construcción burda y simple de la hiladora más
perfecta y costosa en comparación con el milagro que son mi
circulación sanguínea, mis nervios, el cerebro; si pienso en que este

25
cráneo que para la mayoría no vale su sustento, es capaz de tener
ideas grandes y nobles y acaso hará una invención flamante, cómo
me reiría al pensar que todo el oro del mundo no equivaldría a esa
organización no-reproducible incluso para el hombre más inteligente
y orgulloso. Cuando nuestras cabezas se acercan la una a la otra,
cuando los cráneos se tocan y los labios se rozan para producir un
beso, resulta casi incomprensible la mecánica artificialmente
ensamblada que para ello se necesita; y luego, ¿has pensado en el
modo en que se enlazan y activan mutuamente los huesos y la carne,
la piel y las linfas, la sangre y los humores para procurar el deleite del
beso a los nervios, a la sensación fina y al espíritu menos explicable
aún? Si se quiere estudiar la anatomía del ojo, ¡con cuántas cosas
extrañas, raras y repugnantes se topa la observación para detectar
en esta flema brillante y en estos cuajos lácteos la divinidad de la
mirada!
—Oh, cállate —dijo ella—; todas éstas son palabras impías.
—¿Impías? —preguntó Enrique lleno de sorpresa.
—Cierto, no sé darles otro nombre. Puede ser el deber del
médico librarse, en aras de la ciencia, de la ilusión que nos ofrecen la
apariencia y la intimidad encubierta. También el investigador
abandonará la ilusión de la belleza únicamente para caer en otra
ilusión que acaso titule saber, conocimiento, naturaleza. Pero cuando
la mera indiscreción, la curiosidad impertinente o la burla socarrona
destruyen todas esas redes y ensueños corpóreos donde se hallan
aprisionadas la belleza y la gracia, entonces digo que tal
procedimiento es una chanza impía, suponiendo que exista semejante
cosa.
Enrique permaneció quieto y ensimismado. —¡Puede que
tengas razón! —dijo luego de una pausa—. Todo cuanto ha de
embellecer nuestra vida depende de nuestra indulgencia en el
sentido de que no alumbremos demasiado el agraciado crepúsculo
donde todo lo noble flota en suave armonía. La muerte y la
putrefacción, la aniquilación y el perecer no son más verdaderos que
la enigmática vida empapada de espíritu. Aplasta la reluciente flor
con su dulce aroma y la mucosidad en tu mano no será flor ni
naturaleza. En este divino sopor en el cual nos mecen la naturaleza y
la existencia, en este sueño poético no debemos pretender
despertarnos con la ilusión de encontrar la verdad más allá de ellos.
—¿No recuerdas el bonito verso? —dijo ella—. Ese que dice:
como el hombre sólo puede decir: aquí estoy,
los amigos se regocijan con indulgencia.
—¡Es muy cierto! —exclamó Enrique—. Aun el amigo más
íntimo, el amante tiene que amar con indulgencia al amigo amado y
soñar con él lleno de indulgencia el secreto de la vida e impulsado por
el íntimo amor recíproco no debe querer destruir la ilusión de la
apariencia. Pero hay tipos muy burdos, los cuales bajo el pretexto de
vivir por la verdad y de rendir homenaje sólo a ella, quieren tener
26
amigos para poseer algo que no necesita ser tratado con indulgencia.
Estos tipos no sólo hurgan en el interior del llamado amigo con sus
chistes de mal gusto y sus bromas inoportunas; también sus
flaquezas, debilidades humanas y contradicciones forman el objeto de
sus observaciones siempre en acecho. Pero la base de la existencia
humana, las condiciones de nuestro ser las constituyen vibraciones
tan finas y suaves que nuestros camaradas del puño duro al tocarlas
con grosería las llaman simples flaquezas. Pronto habrá de resultar
que todas las virtudes y talentos por los cuales en un principio se ha
respetado y buscado al amigo se convertirán en debilidades, faltas y
tonterías, y si el espíritu más noble al fin se resiste y no quiere tolerar
más este mal trato, entonces es, según fallo de la gente ruda,
vanidoso, terco, porfiado, es un hombre que tiene sentimientos
demasiado mezquinos para poder aguantar la verdad; y finalmente se
disuelven unos vínculos que nunca debieron haberse atado. Pero si
eso es lo que sucede con la naturaleza, los hombres, el amor y la
amistad, tampoco será distinto con esos objetos místicos que son el
Estado, la religión y la revelación. La noción de que existen algunos
abusos que reclaman ser corregidos, todavía no da el derecho de
tocar el secreto del Estado mismo. Entonces, ante esta poderosa y
sobrehumana composición y tarea por cuyo medio el hombre, dentro
de una sociedad en ordenación múltiple, tiene el deber de convertirse
en un hombre auténtico; esa santa inhibición ante la ley y la
superioridad, ante el rey y la majestad, cuando se la acerca
demasiado a la luz de una razón apresurada, a menudo nada más que
petulante, suele ofrecer el espectáculo de una revelación que se
evapora en la nada, en el capricho. ¿Es otra la situación de la Iglesia,
la religión, la revelación y los santos misterios? También en estos
casos deben flotar alrededor del sagrario un suave crepúsculo, una
delicada sensación de indulgencia. Porque es sagrado y de naturaleza
divina, no hay cosa más necia que alumbrar ese sagrario con la
insolente burla de la negación e insinuar al infradotado exento de la
capacidad de crecer, que el piadoso tejido es un engaño prosaico,
confundiendo a los débiles en sus mejores sentimientos. Es increíble
cómo en nuestros días se ha perdido la noción de totalidad de lo
indivisible, que sólo pudo originarse mediante la influencia divina. En
todo caso, tal como sucede en la poesía, en las obras de arte, en la
historia, en la naturaleza y en la revelación, siempre se admira o
critica esto o aquello, es decir, nada más que el detalle. He aquí la
paradoja: se critica el detalle que, dentro del todo —cuando se trata
de una obra de arte— puede ser de otro modo que como es. El ansia
y el poder de aniquilar son, empero, exactamente lo contrario de todo
talento y finalmente se convierten en la incapacidad de comprender
algún fenómeno en su plenitud. Decir siempre "no" equivale a no
decir nada.

27
Así se le fueron pasando días y semanas a la pareja solitaria,
empobrecida y, sin embargo, feliz. Se sustentaban con la
alimentación más pobre, pero como estaban seguros de su amor,
ninguna privación y ni siquiera la miseria más oprimente eran
capaces de perturbar su sosiego. Mas, para seguir viviendo en ese
estado hacía falta la extraña despreocupación de estos dos seres
humanos que eran capaces de olvidarlo todo en aras del presente y
del instante. El marido comenzó a levantarse más temprano que
Clara; luego ella escuchaba que martillaba y aserraba y encontraba
delante de la estufa los leños ya preparados que necesitaba para
prender fuego. Se sorprendió de que estas astillas, desde hacía algún
tiempo, tuvieran una forma, un color y una consistencia muy
diferentes a los leños acostumbrados. Pero como siempre hallaba
suficiente reserva, omitió hacer cualquier observación ya que le
resultaban mucho más importantes las conversaciones, bromas y
relatos durante el llamado desayuno.
—Ya los días son más largos —comenzó a decir él— pronto el
sol de primavera brillará sobre el techo de la casa de enfrente.
—Así es —dijo ella—, y ya no faltará mucho para el momento en
que percibiremos el aroma de tilos, que nos llegaba desde el parque.
Ella buscó dos pequeñas macetas llenas de tierra en las cuales
cultivaba unas plantas. —Mira —continuó diciendo—, ahora están
brotando el jacinto y el tulipán que ya habíamos dado por perdidos. Si
prosperan lo consideraré como un vaticinio de que también nuestra
suerte pronto volverá a mejorar.
—Pero mí queridita —dijo él algo ofendido—, ¿qué nos falta?
¿No tenemos hasta ahora fuego, pan y agua en abundancia? A ojos
vistas el tiempo se está volviendo más apacible, necesitaremos
menos leña y luego vendrá el calor estival. Ya no nos queda nada
para vender —es cierto— pero algún medio habrá de presentarse
para que yo gane algo. Piensa al menos en la suerte que hemos
tenido: ninguno de nosotros, ni siquiera la vieja Cristina, se ha
enfermado.
—Mas, ¿quién nos responde de la más leal de las criadas? —
contestó Clara—. Hace mucho tiempo que no la veo; tú siempre la
despachas de mañana temprano cuando todavía duermo; recibes de
ella el pan que ha comprado y la jarra de agua. Yo sé que a menudo
trabaja para otras familias; es vieja y su comida muy precaria; si
debido a ella aumenta su debilidad, puede enfermarse fácilmente.
¿Por qué hace tanto que no sube a vernos?
—Pues —dijo Enrique no sin algún dejo de confusión, que Clara
notó también y que debió llamarle la atención—, pronto habrá una
oportunidad, espera algún tiempo más.
—¡No, queridísimo! —exclamó ella con su vivacidad típica—; me
quieres ocultar alguna cosa, tiene que haber sucedido algo. No me
vas a retener, ahora mismo bajaré yo para ver si está en su piecita, si
se siente mal o está disgustada con nosotros.
28
—Hace tanto que no pisas esa escalera fatal —dijo—; está a
oscuras, podrías caerte.
—No —exclamó—, no me retendrás, conozco la escalera; ya me
orientaré en la oscuridad.
—Pero como gastamos la baranda —dijo Enrique— que
entonces me pareció un lujo, temo ahora que no te puedas agarrar...
Podrías dar un traspié y caerte.
—Los escalones —replicó ella— me son bastante conocidos, son
cómodos y aún los pisaré a menudo.
—¡Estos escalones —dijo él con cierta solemnidad— no los
pisarás nunca más!
—¡Hombre! —exclamó ella y se plantó derecho delante de él
para mirarlo de hito en hito—: ...En esta casa hay gato encerrado;
digas lo que quieras, bajaré rápido para ocuparme yo misma de
Cristina,
Se dio vuelta para abrir la puerta, pero él se levantó aprisa y la
abrazó exclamando: —Niña, ¿quieres romperte el pescuezo a
propósito?
Ya que no era posible encubrirle la situación, él mismo abrió la
puerta; fueron al descanso y mientras siguieron avanzando, el esposo
abrazando a su mujer, ella vio que ya no había escalera para bajar.
Extrañada batió palmas, se inclinó y miró hacia abajo; luego se dio
vuelta y cuando regresaron a la pieza cerrada, se sentó para
contemplar detenidamente a su marido, quien afrontó su mirada
escrutadora con una mueca tan cómica que ella soltó una gran
carcajada. Después se dirigió hacia la estufa, asió uno de los leños, lo
contempló detenidamente desde todos los lados para decir al fin: —
Ah sí, ahora comprendo por qué los leños tienen una forma tan
distinta a los anteriores. ¡Quiere decir, pues, que hemos llegado a
quemar también la escalera!
—Así es —dijo Enrique, que ahora estaba tranquilo y sereno—
ya que lo sabes, te parecerá bastante sensato. No comprendo
tampoco por qué te lo he callado hasta ahora. ¡Por más que uno se
haya despojado de todos los prejuicios, en alguna parte quedan fijos
un pedacito y una falsa vergüenza totalmente inútiles! Pues primero
eres el ser humano que me es más familiar en el mundo; segundo,
eres el único, porque mi trato reducido a lo más indispensable con la
vieja Cristina no cuenta; tercero, el invierno seguía siendo duro y no
era posible conseguir leña; cuarto, la precaución era casi ridícula, ya
que estaba directamente a nuestros pies una leña óptima, la más
dura, más seca y mejor aprovechable; quinto, no necesitábamos en
absoluto la escalera; y sexto, ya está prácticamente quemada a
excepción de unas pocas reliquias. Pero no te imaginas lo difícil que
fue aserrar y astillar estos escalones viejos, encorvados y resistentes.
Me hicieron sudar a mares, de modo que luego la pieza me pareció a
menudo demasiado calurosa.

29
—Pero, ¿y Cristina? —preguntó ella
—Oh, está muy bien —replicó el marido—. Todas las mañanas le
bajo una soga a la que ata su canastita; la alzo y luego hago lo mismo
con la jarra de agua y así la vida en nuestra casa se desarrolla
ordenada y pacíficamente... Cuando nuestra hermosa baranda estaba
llegando al fin de su exterminio y aún no había perspectivas de la
llegada del verano, me puse a pensar y se me ocurrió que nuestra
escalera muy bien podía darnos la mitad de sus escalones; pues no
era más que un lujo, un excedente innecesario, lo mismo que la
gruesa baranda, la existencia de tantos escalones que servían
únicamente para evitar pequeñas molestias. En el caso de que uno
levantara más el pie, como debe hacerse en algunos casos, el
maquinista de la escalera bien puede arreglárselas con la mitad.
Cristina, quien con su mirada filosófica comprendió enseguida lo
acertada que era mi afirmación, me ayudó a romper el primer
escalón; luego, mientras ella iba detrás de mí, hice lo mismo con el
tercer escalón, con el quinto y así sucesivamente. Cuando
terminamos esta labor de filigrana nuestro cincel se presentó
bastante bien. Yo aserré y corté, y tú, en tu candidez, prendiste el
fuego con estos escalones tan hábil y eficientemente como antes
habías hecho con la baranda. Pero nuestro calado tuvo que soportar
una nueva amenaza del incansable frío invernal. ¿Qué podía ser esta
ex escalera sino una especie de mina de carbón? Era preferible que
entregara su hulla del todo y de una vez. Bajé, pues, al pozo y llamé a
la vieja y muy sensata Cristina. Sin preguntar nada estuvo enseguida
de acuerdo conmigo; ella permaneció abajo y yo saqué el segundo
escalón con un gran esfuerzo porque ella no podía ayudarme. Luego
de depositarlo en el cuarto extendí la mano hacia el abismo y se la
alcancé a la buena vieja en señal de despedida eterna, porque esta
escalera de antes ya no debía vincularnos ni reunirnos jamás. Al final
la destruí, pues, completamente, lo cual me costó bastantes
esfuerzos; siempre alcé los escalones ganados sobre los restantes
escalones superiores. Ahora has admirado, mi adorable niña, la obra
terminada y comprenderás que por el momento debemos
contentarnos más que nunca con nuestra mutua compañía. ¿Pues
cómo harían las señoras en sus reuniones para hacerte llegar sus
noticias hasta aquí arriba? No, yo soy suficiente para ti y tú para mí;
la primavera está llegando, colocaremos tu tulipán y tu jacinto en la
ventana y aquí estaremos.
…donde con multicolor fausto estival
nos sonríen en terrazas que suben a las nubes
los alegres jardines de Semíramis
do murmuran las fuentes juguetonas!
¡En el largo verano nos dará su rocío
una vida de amor paradisíaca!
Sobre la más elevada de las terrazas
quiero sentarme a tu lado bajo la bóveda
de rosas que irradian sus destellos oscuros,

30
y a nuestros pies, los techos de Babilonia bajo el rigor
solar…
—Me imagino que nuestro amigo Uechtritz11 escribió este
poema presintiendo nuestra situación. Pues fíjate, allí estarán los
techos bajo el rigor solar, tan pronto como en julio vuelva a brillar el
astro rey, lo cual no puede dejar de suceder. Si tu tulipán y tu jacinto
han abierto sus botones, tendremos aquí real y visiblemente los
legendarios jardines colgantes de Semíramis12 y serán más
maravillosos que ésos; pues quien no tiene alas no puede llegar hacia
ellos, a no ser que le demos una mano preparándole, por ejemplo,
una escalera de cuerdas.
—En verdad —replicó ella—, estamos viviendo un cuento
fantástico; llevamos una vida tan maravillosa como sólo puede ser
descripta en Las Mil y una Noches. Pero ¿cómo será en el futuro?
Porque ese llamado futuro alguna vez se deslizará en nuestro
presente.
—Mira, corazón de mi corazón —dijo el marido—: entre
nosotros, la prosaica eres tú. Fue en otoño cuando el viejo propietario
malhumorado viajó a esa ciudad lejana para ver si su amigo médico
podía aliviarle su sota. En esos momentos éramos tan inmensamente
ricos que pudimos darle no sólo el alquiler de tres meses, sino incluso
anticiparle el pago hasta Pascuas de Resurrección, lo cual aceptó con
agradecimiento y sonrisa satisfecha. Por lo menos de su parte no
tendremos problemas hasta pasadas las Pascuas de Resurrección. El
invierno riguroso ha llegado a su fin, y ya no necesitamos mucha
leña: en el peor de los casos, nos sobran aún los cuatro escalones que
conducen al desván y allí duerme aún un futuro seguro para nosotros
en la figura de algunas puertas viejas, las tablas del piso, los
tragaluces y varios utensilios. Por eso ten confianza, mi querida, y
deja que gocemos con gran alegría de la suerte que nos permite vivir
completamente aislados del mundo sin depender de nadie y sin
necesitar a persona alguna. Es una situación siempre anhelada por
los sabios y sólo unos pocos elegidos tienen la suerte de conocerla...
Pero las cosas sucedieron de manera distinta de lo previsto. Ese
mismo día, cuando apenas habían terminado su modesta comida,
pasó un coche delante de la pequeña casa. El carruaje se detuvo y
bajaron algunas personas. La extraña construcción en saliente del
techo impidió que la pareja supiese la identidad de los recién
llegados. Los bagajes fueron depositados en el suelo —esto sí lo
pudieron percibir— y del marido se apoderó el angustioso
presentimiento de que acaso fuera el malhumorado propietario, quien
había superado el ataque de gota antes de lo calculado.
Se escuchó claramente que el recién llegado se instalaba en la
planta baja y ya no pudo haber duda de quién era. Bajaron unas
11
Friedrich von Uechtritz, autor dramático y novelista (1800-1875). (Nota de
la trad.)
12
De Semíramis, la reina legendaria, se afirmaba que había fundado
Babilonia y los jardines colgantes.

31
maletas y las introdujeron en la casa. Estaba escrito que Enrique
debería enfrentar ese mismo día una lucha. Escuchó lleno de
aprensión y permaneció detrás de la puerta entornada. Clara le echó
una mirada interrogativa, más él, con una sonrisa, meneó la cabeza
en señal de no y se quedó callado. Abajo había un silencio total; el
viejo se había retirado a su habitación.
Enrique se sentó al lado de Clara y dijo con voz algo reprimida:
—De hecho es desagradable que sólo pocas personas posean tanta
fantasía como el gran Don Quijote13. Cuando a éste le tapiaron el
aposento de los libros explicándole que un encantador se había
llevado no sólo la biblioteca, sino también el aposento entero,
comprendió lo que ocurría de inmediato, sin albergar la menor duda.
No era lo bastante prosaico como para preguntar a dónde se había
ido una cosa tan abstracta como el espacio. ¿Qué es el espacio? Una
cosa incondicionada, una forma de la percepción. ¿Qué es una
escalera? Un ente condicionado pero una comunicación, una
oportunidad para llegar arriba desde abajo (y cuán relativos son
incluso los conceptos de arriba y abajo). El viejo nunca aceptará que
allí donde ahora hay un hueco antes no había una escalera;
seguramente es demasiado empírico y racionalista como para
conceder que el hombre auténtico y la intuición más profunda de las
transacciones usuales no necesitan de esa aproximación pobre y
prosaica, de esa vulgar jerarquización de conceptos. ¿Cómo podré
explicárselo a él desde un punto de vista más elevado para que lo
acepte en el suyo, tan inferior? Él quiere apoyarse en la vieja
experiencia de la baranda y al mismo tiempo subir pausadamente por
un escalón tras otro para llegar a la altura de la comprensión; nunca
sería capaz de aceptar nuestra contemplación inmediata, ya que
entre nosotros hemos destituido todas esas proposiciones triviales
relativas a la experiencia o al estado de cosas sacrificándolas, según
la vieja doctrina parsi14 al conocimiento más puro mediante el paso
por las llamas que calientan y purifican.
—Ah, sí! —dijo Clara sonriéndose—; entrégate nomás a tus fan-
tasías y chistes; éste es el verdadero humorismo del desasosiego.
—El ideal de nuestra contemplación —continuó diciendo él—
nunca se confundirá del todo con la turbia realidad. La concepción
vulgar, lo terrestre, jamás dejarán de estar empeñados en subyugar y
dominar lo espiritual...
—¡Chitón! —dijo Clara— abajo se están moviendo otra vez.
El viejo criado, que era el factótum de la pequeña casa, acudió
desde su piececita. —Ayúdame a subir por la escalera —dijo el
propietario—. Estoy como embrujado y enceguecido, no puedo
encontrar esos escalones grandes y anchos. ¿Qué puede ser?

13
Referencia al episodio que narra Cervantes en la primera parte, cap. 8, de
Don Quijote, obra que el propio Tieck había traducido al alemán. (Nota de la trad.)
14
La doctrina parsi con su fe en la fuerza purificadora del fuego, fue
difundida por los llamados parsis o guebros.-

32
—Bueno, venga conmigo, señor Emerico —dijo el hosco
sirviente—, usted todavía está un poco mareado por el viaje.
—Ese —observó Enrique desde arriba —se extravía en una
hipótesis que no le resultará.
—¡Caramba! —gritó Ulrico— aquí me he golpeado la cabeza;
estoy también medio atontado; es casi como si no le gustáramos a la
casa.
—Pretende explicárselo como milagroso —dijo Enrique—; tan
arraigada está en nosotros la tendencia a la superstición.
—Extiendo la mano hacia la derecha y hacia la izquierda, -dijo el
propietario—, la alzo hacia arriba... casi creo que el diablo se ha
llevado toda la escalera.
—Es casi —dijo Enrique— una repetición del Don Quijote; pero
su espíritu inquisitivo no se dará por satisfecho; en el fondo, es
también una hipótesis equivocada, y el llamado diablo a menudo sólo
es introducido porque no entendemos una cosa o porque lo que
entendemos nos hace rabiar.
Desde abajo se oyeron unos murmullos, y luego unas
blasfemias en voz baja; Ulrico, el sensato, se había alejado
silenciosamente para buscar una vela encendida. Ahora la alzó con
puño fuerte y alumbró el espacio vacío. Emerico miró hacia arriba
lleno de estupor, permaneció un rato boquiabierto, paralizado por el
susto y la sorpresa y luego gritó con todo cuanto daban sus
pulmones: —¡Caracoles! ¡Maldita la gracia! ¡Señor Brand! ¡Señor
Brand, usted allá arriba!
Ya no hubo escapada posible. Enrique salió afuera y se inclinó
sobre el abismo y vio a la luz incierta de la trémula vela, dos figuras
demoníacas en la penumbra del corredor. —Ah, muy estimado señor
Emerico— llamó amablemente hacia abajo—, sea usted bienvenido;
es una hermosa señal de su buena salud el que llegue más temprano
de lo que se había propuesto. ¡Me alegro de verlo tan bien!
—¡Su servidor! —replicó aquél... —Pero de eso no se habla.
Pues bien, ¿qué ha sido de mi escalera?
—¿Su escalera, estimado señor? —contestó Enrique—. ¿Qué me
importan sus cosas? Antes de salir, ¿usted me la dio acaso para que
la guardara?
—No se haga el sonso —gritó el otro—... ¿Dónde ha quedado
esta escalera? ¿Mi gran escalera hermosa y sólida?
—¿Aquí había una escalera? —preguntó Enrique—. En verdad
amigo, salgo muy poco, casi le diría que no salgo, de modo que no
tomo nota de cuanto sucede fuera de mi habitación. Estudio y trabajo
y no me fijo en todo lo demás.
—Ya hablaremos, señor Brand —exclamó el propietario—
semejante malicia me paraliza la lengua y el habla, pero, ¡pronto

33
hablaremos en forma muy distinta! Usted es el único inquilino; en los
tribunales ya me explicará qué significa todo esto.
—No se enoje de tal manera —dijo Enrique—; si le interesa
escuchar la historia, puedo satisfacerlo ahora mismo; porque
recuerdo ahora, es cierto, que antes había aquí una escalera y,
confieso también que la he gastado.
—¿Gastado? —gritó el viejo y pataleó—. ¿Mi escalera? ¿Usted
me está demoliendo la casa?
—En absoluto —dijo Enrique— su pasión le hace exagerar las
cosas; su habitación abajo está intacta y la nuestra aquí arriba está
igualmente sana y sin tocar; sólo ha desaparecido —gracias a mi
empeño y trabajo e incluso a mis grandes esfuerzos físicos— esta
pobre escalera para advenedizos, esta institución de socorro para
piernas flojas, este recurso y puente de los asnos para visitas
aburridas y personas malas; en fin, esta comunicación para intrusos
molestos.
—Pero esta escalera —gritó Emerico hacia arriba —con su
valioso pasamano indestructible, con su baranda de roble, sus
veintidós escalones anchos y fuertes, eran una parte integrante de mi
casa. Viejo como estoy ¿cuándo se ha oído hablar de un inquilino que
gaste las escaleras de la casa como si fueran cepilladuras o tiras de
papel?
—Me gustaría que tomara asiento —dijo Enrique— y me
escuchara, con tranquilidad. Por estos sus veintidós escalones subía,
corriendo a menudo un hombre fatal, quien lograba con su charla que
me desprendiera de un valioso manuscrito que él quería imprimir,
pero luego se declaró en quiebra y puso pies en polvorosa. Otro
librero usó estos sus escalones de roble sin cansarse jamás y se
apoyó siempre en su firme baranda para hacerse más cómoda la
subida; se iba y venía, venía y se iba hasta que, aprovechándose con
crueldad de mis apuros, insistió en que le vendiera por un precio más
que ínfimo, por un verdadero precio bochornoso, la valiosa edición
príncipe de Chaucer, y se la llevó en sus propios brazos. ¡Oh, señor,
cuando se tienen experiencias tan amargas, uno realmente no puede
encariñarse con una escalera que facilita sobremanera qué
semejantes tipos penetren en los pisos altos!
—Pero ¡qué ideas condenadas! —gritó Emerico.
—Guarde su ecuanimidad —dijo Enrique elevando un poco la
voz—. Usted quiso conocer el asunto en su conexión lógica. Me
habían engañado y estafado; por grande que sea nuestra Europa, sin
contar siquiera a Asia y América, yo no recibí remesas de ninguna
parte, era como si todos los créditos se hubieran agotado y vaciado
todos los bancos. El invierno sumamente duro y despiadado requirió
leña para encender la estufa; pero yo no tenía dinero para comprarla
en la forma común. Entonces se me ocurrió pedir este empréstito que
ni siquiera puede llamarse forzoso. Al hacerlo, mi estimado señor, yo
no creía que usted iba a volver antes de los días calurosos del verano.
34
—¡Qué disparate! —dijo aquél—. ¿Creía usted, pobretón, que
con el calor mi escalera volvería a crecer sola como hacen los
espárragos?
—Así como tengo reducidos conocimientos de la flora tropical,
conozco demasiado poco la naturaleza de una planta como es la
escalera, para afirmar tal cosa —contestó Enrique—. En cambio,
necesite urgentemente la leña y como yo no salía ni tampoco mi
mujer, y nadie venía a vernos, porque conmigo ya no se podía ganar
nada, esta escalera formaba decididamente parte de las cosas
superfluas de la vida, del lujo huero, de las invenciones inútiles. Si es
una conducta noble —como afirman muchos sabios universales—
limitar sus necesidades y bastarse a sí mismo, entonces esa
construcción completamente, inútil para mí me ha salvado de
morirme de frío. ¿No leyó usted nunca cómo Diógenes tiró su copa de
madera luego de haber observado que un paisano, sacaba agua, con
la palma de la mano y bebía de ella?...
—Hombre, usted habla como un chiflado —dijo Emerico—. Yo vi
a un hombre que ponía el pico directamente bajo la canilla y así
tomaba agua; en consecuencia, su Moisés Diógenes podía haberse
cortado también la mano... Pero, Ulrico, vete corriendo a la policía.
Debemos colgar el asunto en otro clavo...
—No se apresure —exclamó Enrique-; tendrá que comprender
que yo, al quitar la escalera, he mejorado esencialmente su casa,
Emerico, que ya estaba avanzando hacia la puerta de entrada,
volvió otra vez. —¿Mejorado? —gritó con el mayor de los enconos—.
Pues, ¡esto sería para mí algo completamente nuevo!
—El asunto es muy simple —le contestó Enrique— y cualquiera
puede comprenderlo. Su casa no tiene seguro contra el incendio.
Ahora bien, desde hace tiempo he tenido malos sueños de accidentes
por el fuego; además hubo algunos incendios aquí en la vecindad.
Tuve una noción segura, incluso hablaría de clarividencia, de que
nuestra casa sufriría el mismo percance. ¿Puede haber (así le
pregunto a cada entendido en construcciones), puede haber una cosa
más inconveniente que una escalera de madera? La policía debería
prohibir efectivamente semejante construcción peligrosa. En todas las
ciudades donde se hace mal uso de ella, la escalera de madera
constituye, cada vez que estalla un incendio, el peor de los males. No
sólo conduce el fuego a todos los pisos, sino que a menudo
imposibilita la salvación de la gente. Como yo sabía a ciencia cierta
que en breve habría un incendio aquí mismo o en la vecindad, he
sacado con mis propias manos y con muchos esfuerzos y grandes
sudores esta escalera miserable y fatal para atenuar lo más posible la
desdicha y los daños. Por ello había contado incluso con su gratitud.
—¿Ah sí? —gritó Emerico hacia arriba—; si me hubiera
ausentado por más tiempo, ese bonito señor me habría gastado toda
mi casa con la misma charlatanería. ¡Gastado! ¡Como si estuviera
permitido gastar las casas de esta manera! Pero ¡espera unos

35
segundos, pícaro!... ¿Ya llegó la policía? —preguntó a Ulrico qué había
vuelto.
—Vamos a colocar —gritó Enrique hacia abajo— una gran
escalera de piedra y su palacio, hombre estimado, saldrá ganando, al
igual que la ciudad y el Estado.
—Estas fanfarronadas se acabarán pronto —contestó Emerico, y
se dirigió enseguida al jefe de policía, que había entrado junto con
varios agentes.
—Mi inspector —dijo dándose vuelta hacia él—. ¿Supo usted
alguna vez de semejante atentado? ¡Romper en mi casa la escalera
grande y hermosa y en mi ausencia quemarla en la estufa como si
fueran astillas!
—Se asentará en la crónica municipal, —dijo el jefe con
arrogancia— y el tipo imprudente, el bandido de la escalera irá a
parar a la cárcel o a la fortaleza. ¡Esto es peor que un robo! Además,
tendrá que indemnizarlo. ¡Baje usted, señor criminal!
—Nunca —dijo Enrique—, los ingleses tienen mucha razón al
decir que su casa es su castillo y la mía aquí es del todo inaccesible e
inexpugnable, porque he levantado el puente levadizo.
—¡Esto tiene arreglo! —exclamó el jefe—. Hombres, traed una
gran escalera de bombero; luego subiréis y si el delincuente se resiste
lo bajaréis atado con sogas para que sea castigado.
En estos momentos, la planta baja de la casa ya estaba repleta
de gente de la vecindad; el tumulto había atraído a hombres, mujeres
y niños, y muchos curiosos se habían reunido en la calleja para
averiguar qué era lo que pasaba y ver cómo acabaría el asunto. Clara
se había sentado cerca de la ventana; estaba cohibida, pero no había
perdido el autodominio porque notaba que su esposo conservaba la
serenidad y no se hacía mala sangre por la situación. Pero no se
imaginaba cómo terminaría todo. Enrique, a su vez, vino a verla un
momento para consolarla y buscar algo en la habitación. Dijo: —Mira,
Clara, ahora estamos tan asediados como nuestro Gotz en su castillo
de Jaxthausen15; el corneta repugnante ya me ha pedido que me rinda
incondicionalmente y le contestaré enseguida, pero con modestia y
no como hizo mi gran modelo de antaño.
Clara le sonrió amablemente y dijo sólo estas pocas palabras: —
Mi destino es el tuyo; pero creo que mi padre, si me viera ahora, me
perdonaría.
Enrique salió de nuevo y cuando vio que efectivamente
intentaban traer la escalera, dijo con tono solemne: —Señores,
piensen bien lo que hacen; desde hace semanas estoy preparado
para todo, para lo extremo. No permitiré que me tomen preso, y me
defenderé hasta perder la última gota de sangre. Aquí tengo dos
escopetas de tiro doble, ambas cargadas con balas; y hay más

15
Referencia al Götz von Berlichingen de Goethe.

36
todavía, este viejo cañón es una pieza peligrosa, llena de cartuchos y
plomo picado, vidrio pulverizado y otros ingredientes por el estilo. En
la pieza están acumulados polvo, balas, cartuchos, plomo y todo lo
necesario; mientras yo tiro, mi valiente mujer volverá a cargar las
armas, las que sabe usar como cazadora que es, y entonces, si
quieren verter su sangre, vengan, aquí los espero.
—Este es un demonio de primera —dijo el jefe de policía —hace
mucho que no he visto a un criminal tan resoluto. Qué facha tendrá,
pues en esta guarida oscura no se ve absolutamente nada.
Enrique había puesto en el suelo dos palos y una vieja bota que
debían hacer las veces del cañón y de las escopetas de doble tiro. El
policía dio una señal para que retiraran la escalera.
—El mejor consejo sería, señor Emerico —agregó luego—, matar
de hambre al degenerado: así tendrá que rendirse.
—¡Gran error!, —gritó Enrique hacia abajo en tono alegre—
estamos provistos con fruta seca, ciruelas, peras, manzanas y
galletas. Tenemos comida para varios meses. El invierno
prácticamente ha pasado y en caso de que nos falte la leña, queda el
desván; allí hay puertas viejas, sobran tablas e incluso se pueden
utilizar partes prescindibles de la armadura del tejado.
—¡Escuche a este tipo pagano! —exclamó Emerico—. Primero
me demuele la casa desde abajo y ahora quiere atacar el techo.
—Excede todos los ejemplos —dijo el agente de policía. Muchos
de los curiosos se regocijaron con la tenacidad de Enrique; además,
les agradaba que el propietario avaro tuviera esta disgusto—. ¿Hemos
de hacer venir a las fuerzas militares con escopetas cargadas?
—¡Ah no, inspector, por el amor de Dios! Entonces arrasarían
completamente mi casita y luego de haber reducido al rebelde, yo me
quedaría mirando la luna.
—Así es —dijo Enrique—; además, ¿se ha olvidado acaso de lo
que dicen los diarios desde hace muchos años? El primer tiro de
cañón, dondequiera que se origine, agitará a toda Europa. Señor
agente de policía; ¿quiere usted cargar entonces con la inmensa
responsabilidad de que desde esta choza, desde la calleja más
angosta y oscura de un pequeño suburbio, se vaya desarrollando la
inmensa revolución europea? ¿Qué pensaría de usted la posteridad?
¿Cómo podría usted responder de esta ligereza ante Dios y su rey? Y
sin embargo, usted ya ve aquí el cañón cargado capaz de obrar la
transformación de todo el siglo.
—Es un demagogo y carbonario —dijo el jefe de policía—, se
nota bien en sus palabras. Es miembro de las sociedades prohibidas:
por lo insolente que es, cuenta con ayuda extranjera. Puede ser que
en medio de esta turba ruidosa de papamoscas tenga varios
compinches disfrazados que sólo esperan nuestro ataque para
sorprendernos a espaldas con sus fusiles asesinos.

37
Cuando estos haraganes oyeron que la policía les tenía miedo,
armaron un buen alboroto de pura malicia. La confusión creció y
Enrique llamó a su esposa diciendo: —Quédate contenta, estamos
ganando tiempo y seguramente podremos capitular si no es: que
viene un Sickingen16 para redimirnos.
—¡El rey, el rey! —se escuchó gritar fuertemente desde la calle.
Todos pegaron un salto hacia atrás, empujándose los unos a los otros;
porque en la calle angosta trató de avanzar un carruaje lujoso. En la
parte de atrás permanecerían de pie unos lacayos de librea con
galones, un cochero elegante y eficiente conducía los caballos, y del
coche bajaba un señor ricamente vestido que lucía condecoraciones.
—¿No vive aquí un tal señor Brand? —preguntó el hombre- —¿Y
qué significa este gentío?
—Vuestra Alteza —dijo un modesto tendero—; allí dentro
quieren iniciar una nueva revolución y la policía la ha descubierto;
enseguida llegará un regimiento de guardia porque los rebeldes no
quieren rendirse.
—¡Resulta que es una secta, Excelencia —exclamó un vendedor
de fruta—, quieren abolir todas las escaleras por impías y superfinas.
—¡Ah no, no! —lo interrumpió a gritos una mujer—. Dicen ser
descendientes del Santo San Simón17, el rebelde; éste dice que toda
la leña y toda la propiedad deben ser comunes y ya han traído la
escalera de bomberos para tomarlo preso.
A pesar de que todos quisieron dejarlo pasar, el forastero tuvo
dificultades para entrar por la puerta de la casa. El viejo Emerico fue
a su encuentro y ante sus preguntas le explicó la situación con gran
cortesía, diciendo que todavía no se habían puesto de acuerdo sobre
la mantea de aprehender al gran criminal. El forastero avanzó ahora
por el patio oscuro y llamó con voz fuerte:
—¿Es cierto que aquí vive un tal señor Brand?
—Así es —dijo Enrique— ¿quién ha llegado ahora para
preguntar por mí?
—¡Venga la escalera! —dijo el forastero—, para que pueda
subir.
—Lo impediré a todos y a cada uno —exclamó Enrique—. Aquí
arriba nada tiene que hacer un forastero y nadie habrá de
molestarme.
—Pero ¿si devuelvo el Chaucer? —exclamó el desconocido—.
¿La edición de Caxton con la hoja que lleva la letra del señor Brand?
—¡Cielos! —gritó éste—. Me haré a un lado, que suba el
forastero, este ángel bueno... ¡Clara! —llamó a su mujer, lleno de
16
Franz von Sickingen, es en el Götz de Goethe, el cuñado del protagonista
que viene en su auxilio en muy peligrosa situación.
17
Claude Henri Saint-Simon (1700-1825), escritor revolucionario francés que
postuló la intervención del Estado en la distribución de las riquezas.

38
alegría pero con lágrimas en los ojos—. ¡Nuestro Sickingen ha llegado
de veras!
El forastero habló con él propietario y lo tranquilizó
completamente; despidieron y recompensaron a los agentes de
policía, pero lo más difícil fue alejar al populacho excitado. Al fin,
cuando pudieron lograrlo, Ulrico trajo con esfuerzo la gran escalera y
el noble desconocido subió solo al departamento de su amigo.
El forastero miró sonriendo la pequeña habitación, saludó
cortésmente a la mujer y luego se arrojó en los brazos de Enrique,
quien estaba extrañamente conmovido. Sólo logró pronunciar las
palabras: "¡Andrés mío!". Clara comprendió que este ángel salvador
era ese amigo de juventud, el muy citado Valdelmeer.
Se repusieron de la alegría, de la sorpresa. El destino de
Enrique conmovió profundamente a Andrés. Ya se admiraba por la
extraña emergencia y el recurso utilizado, ya por la belleza de Clara y
ambos amigos no se cansaron de reavivar y evocar episodios de su
juventud y de regocijarse con esos sentimientos y emociones.
—Pero ahora hablemos sensatamente —dijo Andrés—. El capital
que me confiaste en ocasión de mi viaje, ha dado tantos intereses en
la India que puedes llamarte en estos momentos un hombre rico;
puedes vivir, pues, independientemente cómo y dónde quieras.
Movido por la alegría de volver a verte pronto, desembarqué en
Londres porque allí tenía que arreglar algunas transacciones
monetarias. Fui a ver también a mi librero para elegir un regalo
bonito que satisficiera tu afición por lo antiguo. Mira —me dije a mí
mismo— aquí alguien ha hecho encuadernar su Chaucer con el mismo
gusto personal que ideé en ese entonces para ti. Tomo el libro y me
asusto; porque es el tuyo. Ya sabía bastante y demasiado de ti, pues
sólo la miseria, había podido obligarte a deshacerte del libro siempre
y cuando no te lo hubieran robado. Al mismo tiempo encontré,
afortunadamente para los dos, al comienzo del libro, una hoja escrita
de tu puño y letra donde te llamabas un pobre infeliz y firmabas con
el nombre de Brand, indicando la ciudad, la calleja y el departamento
donde vivías. Si este querido y caro libro no me hubiera revelado
nada de ti, ¿cómo habría podido encontrarte con el nombre cambiado
y en tu voluntaria reclusión? Recíbelo pues, por segunda vez, y
venéralo porque este libro es, por un milagro, la escalera que nos ha
vuelto a reunir... Abrevio mi estada en Londres y vengo volando a
esta ciudad.. y oigo del embajador, quien desde hace ocho semanas
fue enviado aquí por su príncipe, que has raptado a su hija.
—¿Mi padre está aquí? —exclamó Clara palideciendo.
—Sí, señora mía —continuó diciendo Valdelmeer—, pero no se
asuste; él no sabe todavía que usted vive en esta ciudad... El viejo
está arrepentido de su dureza, se acusa a sí mismo y está
desconsolado porque ha perdido todas las huellas de su hija. La ha
perdonado desde hace mucho y me contó lleno de emoción que se
ignora por completo tu paradero y que a pesar de sus asiduas

39
investigaciones en ninguna parte ha podido descubrir el menor rastro
tuyo... Esto se entiende únicamente, amigo mío, cuando sé lo retirado
que has vivido, casi como un ermitaño de la Tebaida18, o como ese
Simeón estelita19, de modo que no ha llegado hasta ti ninguna noticia,
ningún diario para decirte que tu suegro vive muy cerca y —cuánto
me alegra poder agregarlo— está reconciliado contigo. Vengo
directamente de él pero sin haberle dicho que abrigaba la esperanza
casi certera de verte hoy mismo. En caso de que tú seas encontrado
junto con su hija, desea que vivas en sus querencias, ya que
seguramente no querrás volver a tu carrera anterior.
Ya no hubo más que alegría. La perspectiva de poder vivir otra
vez decentemente y con recursos holgados, fue para el matrimonio lo
que los regalos de Navidad para los niños. Con agrado se
desprendieron de la obligada filosofía de la pobreza, cuyos consuelos
y amargura habían probado hasta las heces.
Valdelmeer los llevó primero en coche a su departamento,
donde les consiguieron enseguida ropa decente para presentarse bien
ataviados ante el reconciliado padre. No hará falta decir que no se
olvidaron de la vieja Cristina. Ella, a su manera, se sintió tan feliz
como sus patronos.
Luego se vio gran actividad de albañiles en la pequeña calleja.
El viejo Emerico supervisó riendo la restitución y construcción de su
nueva escalera que, a pesar de las advertencias de Enrique, volvió a
ser de madera. Había recibido una indemnización tan rica y generosa
por su pérdida que el viejo colector de dinero a menudo se frotó las
manos lleno de alegría, y hubiera alquilado gustosamente su
departamento a un inquilino aventurero de disposiciones parecidas...
Tres años más tarde, el viejo encorvado recibió con muchas
perplejas reverencias a una pareja aristocrática que llegó en un
carruaje suntuoso. El mismo los acompañó por la nueva escalera al
pequeño recinto habitado ahora por un pobre encuadernador. El
padre de Clara acababa de morir y ella había concurrido con su
esposo desde sus tierras lejanas para ver por última vez al moribundo
y recibir su bendición. Tomados del brazo, ambos se asomaron a la
pequeña ventana, miraron hacia el techo rojo y marrón y observaron
otra vez esas medianeras tristes sobre las que jugueteaban los rayos
del sol. Este escenario de su miseria pasada y, a la vez, de su dicha
infinita, los conmovió hondamente... El encuadernador estaba
ocupado justamente en encuadernar para una biblioteca circulante la
segunda edición de la obra que le había sido birlada de mala fe al
empobrecido autor.
—Es un libro muy bien recibido —dijo el encuadernador
mientras seguía trabajando—, y verá otras ediciones más.

18
Los primeros ermitaños cristianos se retiraron a los desiertos de la Tebaida
egipcia.
19
Simeón Estilata es el nombre de tres santos que pasaron su vida sobre una
columna.

40
—Nuestro amigo Valdelmeer nos está esperando —dijo Enrique
y luego de haber hecho un regalo al encuadernador, subió con su
esposa al carruaje. Ambos meditaron sobre la esencia de la vida
humana y las necesidades, cosas superfluas y secretos de la
existencia…

Trabajo de digitalización y escaneo


de materiales realizado por personal
de SeDiCI para la cátedra de
Literatura Alemana de la
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
de la UNLP.

Visítenos en: http://sedici.unlp.edu.ar

UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA

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