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1 La versión original de este artículo fue publicada en el libro Editing Eden: A reconsideration
of identity, politics and place in Amazonia, editado por Francis T. Hutchins y Patrick C. Wilson
(University of Nebraska Press, 2010). El texto constituye una versión revisada y ampliada de
ponencia en la primera reunión de investigadores del proyecto “Identidades y movilidades: las
sociedades regionales en los nuevos contextos políticos y migratorios. Una comparación entre
Colombia y México” (Idymov), presentada en México D, F. en noviembre de 2004 (www.idymov.
som). Agradezco los comentarios críticos de Hernando Matallana y de mis compañeros del
equipo Idymov en Colombia, que fueron de gran utilidad a la hora de convertir la ponencia en
artículo. Igualmente agradezco las preguntas y sugerencias de Carlos Del Cairo, Jean Jackson
y Ulrich Oslender. Al Fondo de Investigaciones Científicas de Colombia, a Colciencias y al
Icanh doy constancia de mi gratitud por el respaldo y la financiación de la investigación en
Colombia.
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6 Véase http:www.aldhu.com/paginas/fs_info/plan.htm#plan
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ca general de los últimos veinte años, una dinámica determinada además en buen
grado por la articulación de la economía local con el mercado mundial, en lo que se
refiere tanto a la producción petrolera como al suministro de pasta de coca y de co-
caína a los mercados de los países del primer mundo.
En los albores del siglo XXI, podemos afirmar que el panorama que enfrentan
los pobladores de las áreas rurales de Putumayo se caracteriza por la ausencia de un
mercado laboral diferente al que ofrece el cultivo de la coca y por la introducción de
nuevos métodos para imponer un sistema de terror por parte de los actores armados.
Ambas dinámicas han intensificado la movilidad espacial y han confrontado a la
población desplazada con la necesidad de desarrollar nuevas estrategias políticas
y culturales para hacer viable su reproducción social en contextos preferiblemente
urbanos. Las escasas alternativas que ofrecen las configuraciones urbanas de las
áreas de colonización, en las que predomina la informalidad económica, terminan
empujando a los migrantes a vincularse nuevamente con las estresantes e inciertas
negociaciones relacionadas con la economía de la coca o con otras de características
similares. Este es el caso de la participación masiva de los pobladores de los centros
urbanos de Putumayo en “economías ocultas”, como las pirámides financieras, que
comparten con la economía del narcotráfico “el aura de acrecentar la riqueza de la
nada” (Comaroff y Comaroff, 2001: 22). Los disturbios y las manifestaciones popu-
lares que generó en Putumayo su derrumbe luego de la postergada intervención del
estado en 2009 evidenciaron también el fracaso de las políticas antinarcóticos y la
dependencia regional de economías satélites del narcotráfico7.
Al tiempo con el desplazamiento rural-urbano, la dinámica social regional (y na-
cional) en las áreas rurales y en los centros urbanos ha estado marcada por intensos
procesos de redefinición identitaria. Persistentemente, individuos y colectivos que
enfrentan las consecuencias de la precariedad institucional y del mercado regional
han buscado su inclusión dentro de categorías oficiales de la política pública con
el fin de beneficiarse de los recursos del estado. “Desplazado/a”, “mujer cabeza de
familia”, “indígena”, “afrodescendiente”, “por debajo de la línea de pobreza” son
solo algunas de las categorías demográficas de gobierno que se han convertido en
el piso de definición de sus identidades y sus reclamos (Chatterjee, 2004). Tal es el
caso de los campesinos colonos y los indígenas desindianizados que han optado por
la reconstrucción de sus identidades étnicas como una oportunidad estratégica para
revaluar, de manera ventajosa, su condición social frente a la sociedad mayor, al es-
tado y a las comunidades indígenas reconocidas. De manera prominente, buscan por
esta vía generar procesos culturales, políticos y sociales que les permitan configurar
nuevas identidades y sociabilidades y calibrar su posicionamiento en el marco de las
relaciones de poder que imperan en la región.
En este contexto, es necesario resaltar el papel central jugado por el estado. En su nece-
sidad de generar mecanismos de administración y control geopolíticos en la región, la
política estatal de reconocimiento de la identidad étnica y de derechos territoriales para
las comunidades indígenas logró impactar la lógica de las dinámicas identitarias de los
indígenas y los colonos. Así, en un lapso de cinco años, entre 1994 y 1999, numerosas
asociaciones de pobladores que hasta entonces no se identificaban como indígenas y
Juntas de Acción Comunal conformadas principalmente por campesinos colonos se
transformaron en cabildos indígenas con el fin de buscar el reconocimiento del estado
(Chaves, 2001, 2003). Por medio de la reconstrucción de flujos de memoria histórica
sobre un pasado como “indígenas” en sus lugares de origen y del desarrollo de estra-
tegias performáticas sobre la diferencia cultural, los miembros de las asociaciones de
vecinos (re)construyeron la verdad sobre su pertenencia étnica y su etnicidad.
Para determinar la validez de los reclamos de una identidad indígena, la Direc-
ción General de Asuntos Indígenas (hoy Dirección de Etnias) del Ministerio del Interior
emitió entre 1999 y 2000 cuatro comunicados para las alcaldías municipales de Putu-
mayo que enunciaban los criterios del estado para el reconocimiento. Estas, de alguna
manera, se han constituido en el “código de etnicidad” del estado. Allí se explicitan los
requisitos que debe desplegar el colectivo indígena que busca reconocimiento ante el
estado: “la existencia de una parcialidad indígena en la que habrá un pequeño cabildo
nombrado por estos [sus miembros] conforme a sus usos y costumbres” (véase Chaves,
2003). Las reiteradas especificaciones relativas a estos tres elementos proponen un
concepto de “comunidad indígena” altamente normativo, que asume el aislamiento y
el despliegue de la diferencia en “usos y costumbres” visibles como condición sine qua
non de su identidad étnica, desconociendo la generalizada pérdida de anclaje de las
culturas en lugares definidos (Appadurai, 1991; Gupta y Ferguson, 1997).
Por otra parte, a través de acciones dirigidas a la conformación de un ordena-
miento poblacional y territorial que sirva a los intereses de la sociedad mayor, el
estado ha generado una normatividad jurídica fundada en la reglamentación de re-
quisitos para el reconocimiento de la identidad indígena y la legislación territorial de
los resguardos. Como entes territoriales de la nación sujetos a las políticas de descen-
tralización administrativa, los resguardos configuran la meta hacia la que se dirigen los
esfuerzos organizativos de los cabildos de reetnizados.
Ante la carencia del vínculo fijo con el territorio y la negativa del estado a aceptar
una mera descripción de la forma de vida de la gente como expresión de su cultura
distintiva (Povinelli, 2002), el código de etnicidad expresado en la normatividad jurí-
dica ha empujado a los campesinos reetnizados a generar discursos identitarios que
subvierten el propósito inicial de dicha normatividad, a saber, la administración y el
control de la población y el territorio. Más aún, la eficacia performativa de las piezas
jurídicas que sustentan los criterios del reconocimiento ha encontrado respuesta en
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Anclajes territoriales
vivido” desde una posición discursiva como sujetos no originarios del territorio que
habitan en el presente. La no coincidencia del lugar de origen con el lugar de residen-
cia se torna en desventaja para acceder a derechos territoriales. Así lo demuestran
los casos en los que indígenas reetnizados que son originarios/autóctonos de Putu-
mayo consiguen entrar en el juego político de los derechos étnicos reconocidos por la
Constitución de 1991, con una ventaja relativa frente a los indígenas reetnizados mi-
grantes. A pesar de compartir con ellos una situación similar en la reconstrucción de
sus identidades, los reetnizados indígenas que no son oriundos del territorio tienden
a ser percibidos como “colonos”, más aún cuando no detentan un marcador étnico
políticamente aceptado por el estado, como el uso de una lengua indígena. En este
sentido, es interesante el contraste que se puede establecer en relación con la legiti-
midad y el lugar de las comunidades de indígenas reetnizados de Bogotá y Putuma-
yo. En la capital nacional la procedencia de fuera se valora más que la pertenencia al
lugar –razón por lo cual los reetnizados muiscas, habitantes originarios del altiplano
central, ocupan el lugar más bajo de la jerarquía étnica (cfr. Zambrano, 2006)–. La
situación en Putumayo es exactamente la opuesta: la autoctonía se valora más que la
condición de migrante. Esta diferencia tiene que ver con las representaciones domi-
nantes del lugar “apropiado” que deben ocupar los indígenas. Bogotá es imaginada
como un centro urbano desarrollado, donde la presencia indígena solo se explica por
la migración desde fuera. Putumayo, en cambio, acorde con su representación como
región eminentemente rural y atrasada, es imaginado como una región de indios, en
la cual los migrantes son colonos o campesinos.
En este contexto, la política estatal de conformación de resguardos indígenas
en el área ha de ser analizada. Primero, es conveniente aclarar que la situación del
resguardo en la región de estudio se presenta de manera radicalmente diferente a la
de la zona andina. En esta última, el resguardo, como propiedad colectiva de la tie-
rra, y el cabildo, como forma de gobierno comunitario, cuentan con una trayectoria
histórica que se remonta al período colonial. Aunque ambas instituciones fueron
introducidas por el gobierno colonial español, los indígenas de la zona andina apro-
piaron ambas instituciones como pilares de su movimiento social por derechos y
autonomía9. En la región amazónica, por el contrario, tanto los resguardos como los
9 Antes de la Constitución de 1991, y por más de un siglo, los derechos territoriales indígenas
se rigieron por la Ley 89 de 1890, que reconocía tanto el régimen comunal de los resguardos
territoriales indígenas como el gobierno propio a través de los “pequeños cabildos”. Este
derecho, según la Ley 89, era aplicable solo en los casos en que los indígenas se hubieran
reducido “a la vida civilizada” y, por lo tanto, no aplicó durante mucho tiempo para aquellos
grupos de las tierras bajas de la Orinoquia y la Amazonia, que eran considerados como
“salvajes” y cuya reducción fue puesta en manos de misioneros católicos (Arango y Sánchez,
2004: 35). La Constitución de 1991 mantiene vivos los principios fundamentales de la Ley 89
de 1890 en cuanto a estos derechos, al tiempo que desecha diferencias planteadas en términos
evolutivos e introduce la valoración de la diferencia cultural. Amplía, además, el carácter de
la autonomía que el estado les otorga a los indígenas para ejercer su jurisdicción propia y
la administración interna del territorio y de los recursos, que a partir de ahora la nación les
transfiere a los resguardos para gobernar sus asuntos internos (entre ellos, la educación y la
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cabildos tienen una historia reciente. En las municipalidades de Mocoa, Puerto Guz-
mán y Puerto Asís cercanas al piedemonte, los resguardos solo se crearon a mediados
de los años setenta10; en el resto de la región no aparecen sino hacia mediados de los
ochenta, cuando el estado emprende una política agresiva de constitución de áreas de
protección especial, entre las que se encuentran resguardos indígenas y parques natu-
rales11. Sin embargo, es importante resaltar que la mayoría de los resguardos creados
en Putumayo son anteriores a las recientes legislaciones ambientalistas e indigenistas
que dieron por resultado la delimitación de enormes áreas bajo protección especial.
En consecuencia, en el contexto amazónico, los indígenas de Putumayo han sido los
menos favorecidos con la creación de nuevos resguardos. En efecto, los resguardos
indígenas existentes en el departamento corresponden en su mayoría a aquellos crea-
dos con anterioridad a las nuevas disposiciones en materia ambiental e indigenista,
que reservaron inmensas áreas geográficas de la Amazonia oriental12. Son resguardos
de poca extensión y, por tanto, con poca viabilidad para asegurar el derecho al territo-
rio de las comunidades para las cuales fueron titulados. Tres de los cuatro resguardos
creados en Putumayo13 en la última década no exceden las 100 hectáreas. La excepción
la constituye el recientemente creado resguardo La Torre (29-6-2001), ubicado en el
municipio de Puerto Guzmán, con un área de 68.357 hectáreas, equivalente al 15% del
área de este municipio de aproximadamente 4.565 km2 (véase mapa 1).
Mientras rastreaba los detalles de la creación de este resguardo, descubrí prác-
ticas y discursos contradictorios que acompañaron la supuesta muestra de la gene-
rosa política territorial del estado colombiano hacia los indígenas. En los títulos del
resguardo, los ingas de Villa Catalina, una pequeña comunidad localizada en los
alrededores de la cabecera municipal de Puerto Guzmán, distantes un día y medio de
camino del resguardo, aparecen como los beneficiarios oficiales. Sin embargo, en los
Mapa 1.
a
len N
700.000
700.000
N OCÉANO
a OCÉANO
a gd ATLÁNTICO
ATLÁNTICO
Cauca oM
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PANAMÁ
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PACÍFICO
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1 2 3 Mocoa
ECUADOR BRASIL
4
600.000
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Área de investigación
Río
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Río
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Límite internacional
500.000
500.000
Límite departamental
Límite municipal
Río Río
Ciudad Put
uma
Población yo 11
Municipios
Ecuador
1 Santiago 7 Puerto Caicedo
2 Sibundoy 8 Orito
3 San Francisco 9 Valle del Guamuéz
4 Colón 10 Puerto Asís
5 Villa Garzón 11 Puerto Leguízamo
6 Puerto Guzmán 0 25 50 100
km Perú
700.000 800.000 900.000
las FARC y colindante con áreas de reserva forestal y petrolera programadas para su
explotación futura, en las cuales, además, ellos estarían expuestos a experimentar
nuevamente la pérdida de tierras. Por otra parte, en este resguardo, como en muchos
otros en la Amazonia, se traslapan normatividades concernientes a áreas ambien-
talmente protegidas (reserva forestal) y derechos territoriales indígenas (títulos de
resguardo). Lo particular en este caso es que el traslape de normatividades ha pasado
sin ser cuestionado ni por los titulares del derecho ni por la administración pública.
Es más, el trámite oficial para la creación del resguardo, un proceso que por lo ge-
neral es extremadamente lento, obtuvo su aprobación en menos de un año, gracias
a los diligentes esfuerzos de funcionarios del programa de “desarrollo alternativo”
Plante14, que por entonces contaba con la financiación de la Unión Europea y entre
cuyos simpatizantes se contaban la Fundación Zio-Ai, que agrupa a los curanderos
tradicionales kofán, representantes en Putumayo de la eco-gubernamentalidad glo-
bal15 (Ulloa, 2001). Paradójicamente, el resguardo La Torre es hoy un territorio des-
habitado de indígenas, aunque hay permanente presencia de guerrilleros.
He traído este caso a colación pues lo considero particularmente sugestivo para
aproximarme a las visiones estatales sobre la territorialidad indígena. En las zonas
de colonización, como la de Putumayo, la política estatal de constitución de resguar-
dos ha estado fuertemente imbuida de una visión normativa que pretende ser capaz
de asegurar el territorio a las comunidades indígenas mediante la sola definición de
linderos jurídicos, colonizando de este modo las visiones más genuinas del territo-
rio propias de los indígenas. En la medida en que la visión territorial del resguardo
entiende el territorio exclusivamente como el espacio físico geográfico delimitado
legalmente, niega por principio las perspectivas espaciales implícitas en las prácticas
cotidianas de los indígenas de la región. En ellas, por el contrario, el territorio no
se reduce al espacio delimitado administrativamente por el estado, sino que es el
resultado de la articulación de las múltiples espacialidades definidas de acuerdo con
fines culturales prácticos: doméstico, de socialización intra e inter cultural, de caza,
de pesca, de cultivo, para el comercio, etc. (Lefrebvre, 1991). Por una parte, represen-
taciones normalizadas como la del resguardo tienen el poder hegemónico de opacar
la relación intrínseca entre formas de producción encaminadas, de una parte, a la re-
producción de las condiciones de existencia del sujeto social y, de otra, a la construc-
ción práctica del territorio y a la producción cultural y política de la geografía como
un acto social. Más aún, la visión normativa del espacio que propone el resguardo,
por lo menos en la región de estudio, niega la representación que tiene el indígena
del límite territorial como lugar de encuentro, para proponerlo como línea divisoria
entre espacios y gentes. Algo parecido señalaba Patricia Vargas (1999) en su trabajo
sobre el Pacífico colombiano, al referirse a las fronteras territoriales y sociales fluidas
atravesadas por la cooperación y el comercio que caracterizan las relaciones entre
grupos vecinos negros, indígenas y mestizos en dicha región. Oslender (2001a), de
igual modo, resalta algo similar para el caso de las comunidades ribereñas negras
del Pacífico caucano.
Por otra, el acto jurídico de creación del resguardo, al demarcar límites y fronte-
ras rígidos entre gentes que de facto no están separadas en el espacio, también corre
el riesgo de auspiciar concepciones aislacionistas y esencializantes de la identidad
de los indígenas. La siguiente afirmación acerca de la supuesta separación de las
poblaciones indígenas del resto de la población regional, expresada por un importan-
te agente del gobierno para asuntos territoriales indígenas, ayuda a visualizar esta
problemática:
(Des)anclajes identitarios
iría dando lugar a su permanencia. Las áreas de vivienda, a pesar de ser pequeñas,
estaban rodeadas de solares en los que las matas de yuca, plátano, piña y plantas
ornamentales evidenciaban la proximidad de sus habitantes con sus culturas, emi-
nentemente rurales.
Cuando indagué por las causas de su desplazamiento, ocurrido hacía tres años,
encontré que era voluntario, que se correspondía con el deseo y la necesidad de acce-
der a una mejor oferta de servicios básicos y a la poderosa atracción que todos sien-
ten por los medios urbanos. Su inclusión en los marcos del desplazamiento obedecía
a una estrategia que el mismo estado les había ofrecido al permitirles acceder a su
“atención” dentro de la categoría de “vulnerables”16, la cual se propone para diferen-
ciarlos de los desplazados expulsados por el conflicto armado y las fumigaciones. Así
me lo explicó Marina Nofuya, una de los tres hermanos uitoto:
Nos vinimos hace tres años porque por allá [en Puerto Leguízamo] la situación
está muy difícil17 y no sabemos si se va a poner peor. No hay trabajo, está todo
completamente militarizado, y además los niños necesitan buena educación. Acá hay
más ambiente y no está uno encerrado. Porque de allá para salir, solo el avión, que
es carísimo; en cambio aquí uno puede coger para Bogotá o para Pasto, si quiere, y
en cada sitio puede ubicar las colonias leguizameñas. [...] Allá se quedaron los viejos
en la finca, en el resguardo. Y además, ya estando nosotras aquí, también tiene la
familia cómo llegar acá en caso de necesidad.
16 “Vulnerable” es la categoría propuesta por las Naciones Unidas en sus políticas de “seguridad
humana”. Se describe con ella a poblaciones carentes de los mínimos servicios básicos para
acceder a una vida digna: agua, alimento, salud y educación.
17 Puerto Leguízamo se localiza a orillas del río Putumayo, en el punto donde los ríos Caquetá y
Putumayo, dos de los afluentes mayores del Amazonas, se aproximan a una distancia de apenas
25 km. Esta estratégica posición para controlar la navegación por estas dos arterias fluviales
mayores llevó a que la Armada Nacional construyera en Puerto Leguízamo su base militar para
el resguardo de la frontera nacional con Ecuador y Perú. Recientemente, Puerto Leguízamo, el
lugar tradicional de asiento de la población murui, se ha convertido en un importante centro de
operaciones contrainsurgentes del Ejército. Se comunica con el resto del país únicamente por
río (10 horas de viaje desde Puerto Asís) y por avión.
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Discursos geopolíticos
Como lo señaló Van Vliet (1991) hace unos años, la similitud entre esta afirmación
y los planteamientos ecologistas que subyacen a la creación de parques y reservas
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El carácter cambiante, siempre nuevo, siempre distinto, de las migraciones y los des-
plazamientos sociales e identitarios de las poblaciones urbanas y rurales en Putuma-
yo plantea retos serios para la población afectada, pero también para la comunidad
científica que las estudia, en la medida en que cuestiona las concepciones teóricas
y metodológicas de una antropología anclada en el territorio y, ciertamente, las de
las políticas territoriales tanto del estado como de los sujetos sociales que fundan en
el territorio la construcción de sus representaciones identitarias. Sin un cuestiona-
miento de tales concepciones, piezas clave a la hora de hacer funcionales el carácter
instrumental y natural de las ideologías dominantes, resulta imposible comprender
lo que sucede hoy con los colectivos étnicos en espacios urbanos tales como Bogotá
o Mocoa o en áreas rurales del Pacífico o la Amazonia.
18 Es el caso del proyecto Biopacífico o de los proyectos Coama auspiciados por la Unión Europea
en el Pacífico y la Amazonia, respectivamente.
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tables, ligadas a lugares/territorios fijos, que por principio niegan las dinámicas socia-
les de ambas construcciones y de sus movilidades identitarias y espaciales históricas.
Dada la ubicuidad de las movilidades y la profundidad de su influencia en esta nue-
va fase de internacionalización del capital, la materia prima de esta nueva cartografía,
como lo propone Appadurai (1991), debe ser descubierta justamente en los detalles de la
vida cotidiana y en las experiencias de los grupos “que se desplazan”. En ese sentido, el
reto es romper con la idea dominante de que la migración que acompaña a la coloniza-
ción campesina es en esencia una ruptura desde un conjunto de relaciones sociales ha-
cia otro, para identificar, en cambio, las continuidades y las transformaciones, las redes
y las nuevas asociaciones, los múltiples anclajes y des-anclajes en territorios disímiles y
variados por parte de los sujetos que se desplazan.
En lo que concierne a las poblaciones involucradas en los procesos cotidianos
de su propia etnografía, podemos resumir aquí, de nuevo con palabras de Appadurai
(1991: 192-196), que:
Será necesario notar una contradicción: por una parte, la antropología parece
determinada a renunciar a sus viejas ideas de comunidades con una territorialidad
fija y estable, de culturas localizadas, y aprehender un mundo interconectado en el
cual la gente, los objetos y las ideas están cambiando rápidamente y se rehúsan a
permanecer en el lugar. Al mismo tiempo, sin embargo, en una respuesta defensiva a los
retos a su “terreno” por parte de otras disciplinas, la antropología ha llegado a apoyar
con más fuerza que nunca el compromiso metodológico de pasar largos períodos en
un sitio localizado. ¿Qué hacemos con una disciplina que rechaza con fuerza ideas
provenientes de “lo local”, incluso cuando más firmemente insiste en un método
que lo toma por dado? Un replanteamiento productivo de problemas eminentemente
prácticos de la metodología antropológica requerirá de una reevaluación completa de
la idea del campo/terreno antropológico como tal, así como del privilegiado lugar que
ocupa en la construcción del conocimiento antropológico.
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