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MOVILIDAD ESPACIAL E IDENTITARIA EN PUTUMAYO

Margarita Chaves | Instituto Colombiano de Antropología e Historia

El espacio es una construcción social y, al revés, todo proceso social


reviste una dimensión espacial, sea consciente o no. Sin embargo,
la relación no es unívoca. Las sociedades rara vez se relacionan con
espacios únicos y coherentes.
Manuel Castells, El poder de la identidad

E n Putumayo, una región de colonización del suroeste amazónico colombia-


no, la multiplicación de reclamos de reconocimiento étnico propiciada por las
políticas multiculturales ha planteado un reto a los organismos que rigen los códigos
de etnicidad del estado1. Tres son los problemas que estos entes intentan controlar:
el incremento constante de poblaciones definidas como étnicas, el acceso a derechos
y servicios diferenciales, tales como salud, educación y tierras, y los conflictos gene-
rados entre los sujetos étnicos en la competencia por los anteriores. Para enfrentar la
situación y limitar las opciones de las comunidades que buscan su reconocimiento, el
estado ha demandado la autenticación de su diferencia étnica de acuerdo con el ideal
de comunidades conscientes de su singularidad cultural y su anclaje en un territorio
a lo largo del tiempo. Es decir, a pesar de que identidad étnica y territorio no están in-
trínsecamente ligados, la asimilación de la una al otro en los discursos del estado la

1 La versión original de este artículo fue publicada en el libro Editing Eden: A reconsideration
of identity, politics and place in Amazonia, editado por Francis T. Hutchins y Patrick C. Wilson
(University of Nebraska Press, 2010). El texto constituye una versión revisada y ampliada de
ponencia en la primera reunión de investigadores del proyecto “Identidades y movilidades: las
sociedades regionales en los nuevos contextos políticos y migratorios. Una comparación entre
Colombia y México” (Idymov), presentada en México D, F. en noviembre de 2004 (www.idymov.
som). Agradezco los comentarios críticos de Hernando Matallana y de mis compañeros del
equipo Idymov en Colombia, que fueron de gran utilidad a la hora de convertir la ponencia en
artículo. Igualmente agradezco las preguntas y sugerencias de Carlos Del Cairo, Jean Jackson
y Ulrich Oslender. Al Fondo de Investigaciones Científicas de Colombia, a Colciencias y al
Icanh doy constancia de mi gratitud por el respaldo y la financiación de la investigación en
Colombia.

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pone en el centro de los discursos identitarios. ¿A quién beneficia esta asimilación?


¿Cómo cambia en el tiempo y en un mismo lugar? ¿Cómo cambia de un lugar a otro
dentro de la misma región?
Este artículo examina las consecuencias de la fijación de la identidad étnica en el
territorio desde dos ángulos contrastados: los discursos de indígenas y campesinos co-
lonos2 reetnizados y los de los marcos jurídicos y los funcionarios del estado. Se basa en
mi trabajo de campo reciente en diversas áreas de Putumayo y constituye una propuesta
de análisis que tiene como punto de partida las dinámicas identitarias en las que ambos
grupos se hallan inmersos. Me refiero con el término “reetnizado” a los procesos de re-
construcción de identidades étnicas por parte de sujetos mestizos e indígenas que hasta
hace apenas unos años no se identificaban de esa manera y que hoy lo hacen para acce-
der a los beneficios de los derechos étnicos del estado. Esta construcción identitaria com-
bina la enunciación instrumental del poderoso artificio de la diferencia con la producción
cultural asociada a la recuperación del pasado. A lo largo de mi texto busco esclarecer
dimensiones espaciales implícitas en estos procesos de reetnización, que parcialmente he
elaborado en otros textos (Chaves, 2002, 2003, 2005).
Vistos de cerca, los procesos de movilidad espacial e identitaria que se identifican
en el desplazamiento y la reetnización articulan complejas dinámicas en las que con-
fluyen procesos económicos, políticos, sociales y culturales cuyas particularidades
no siempre son determinadas localmente, sino que integran desarrollos nacionales
y globales que han afectado profundamente la vida de los diferentes grupos de la
población regional. Dos de estos procesos tienen una relevancia especial para la
reflexión que desarrollo aquí. De una parte, el permanente desplazamiento de un
segmento importante de la población campesina e indígena tanto dentro como afuera
de las fronteras regionales, generado en buena medida por la búsqueda permanente de
alternativas económicas viables y efectivas para su propia reproducción. Cabe incluir
en este tipo de movilidad forzada el proceso mismo de colonización generado desde
las regiones andinas vecinas hacia la alta Amazonia, propiciado en gran parte por
la expropiación territorial de campesinos e indígenas a lo largo de todo el siglo XX,
y el desplazamiento forzoso que desde finales de los años noventa ha empujado
nuevamente a estas poblaciones a migrar dentro y fuera de la región para huir de las
amenazas que representa la lucha armada entre guerrilleros y paramilitares por el
dominio territorial de áreas estratégicas para la producción y el comercio de coca.
A diferencia de lo que sucede en otras regiones en las que el ascenso paramilitar
ha venido de la mano de procesos de contrarreforma agraria, es decir, de expulsión
de campesinos e indígenas de sus tierras para su posterior reapropiación por manos

2 Utilizo la expresión campesino colono para enfatizar el estatus socioeconómico campesino


que se les atribuye generalmente a los colonos, como campesinos migrantes sin tierra. En
Putumayo, ellos generalmente utilizan el término colono para identificarse como personas
provenientes de otra región; y aunque las élites locales no usan este término para referirse a sí
mismas, desde un punto de vista externo ellas también pueden considerarse colonos.
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privadas, en Putumayo las intervenciones de los paramilitares han mantenido el


control de los productores de base de coca por medio de intermediarios comisionistas
que extorsionan a los productores de pasta de coca para controlar su mercado3. En
esta lucha, el aparato militar del estado, como principal ejecutor de las políticas que
han hecho confluir antiterrorismo y control antinarcóticos, también ha jugado un
papel importante4.
La otra dinámica clave a tener en cuenta es la movilidad identitaria que ha ge-
nerado la intervención del estado tendiente a controlar las anteriores dinámicas po-
blacionales y espaciales en la región. Me refiero en particular a las que intentan
controlar los reclamos identitarios de pobladores urbanos y rurales reetnizados y
de individuos y comunidades desplazadas para acceder a derechos (tierra, salud,
educación y transferencias económicas) y protección del estado, en un contexto de
precariedad en la provisión de ellos.
La relevancia de estos dos procesos para la discusión que sugiere la pregunta
sobre el anclaje de la identidad en el territorio reside en que su coincidencia en el
tiempo y en el espacio en el territorio de Putumayo han empujado recientemente a
los diferentes actores presentes allí, en particular a las poblaciones indígenas y de
campesinos colonos y al estado, a un proceso de constante redefinición de la geogra-
fía territorial y étnica de la región o incluso de la idea misma tanto de territorialidad
como de identidad étnica.
La historia reciente de estos procesos de redefinición, junto con la diversidad de las
situaciones en las que estos han tenido lugar, obliga al análisis de casos concretos y a
su comparación, como un paso anterior a cualquier intento de caracterización de su di-
mensión espacial general. Esto nos permite precisar la discusión sobre las visiones del
espacio en los reclamos identitarios de los indígenas y campesinos reetnizados de Pu-
tumayo, frente a las visiones del estado, expresadas en normatividades que promueven
la codificación de la etnicidad, el control de la geo-grafía y la intervención de las institu-
ciones estatales para la administración territorial. Descifrar estas conceptualizaciones
del espacio y del territorio como lo propone Lefebvre (1991), diferenciando “espacios de
representación” (movilización política) y “representaciones del espacio” (normatividad
promovida por el estado)5, es mi objetivo en este artículo. Procedo entonces a delinear
las dinámicas del contexto regional que permiten cartografiar el terreno social, para
luego hacer una aproximación a las visiones del espacio y a la producción del mismo
en la región por parte de los actores regionales antes mencionados.

3 Para un excelente análisis de este tipo de relaciones, véase Jansson (2006).


4 Sobre las políticas de erradicación de los cultivos de uso ilícito, véase en este volumen “Paradojas
del desarrollo alternativo en la Amazonia occidental colombiana”, de María Clemencia Ramírez
y Juliana Iglesias.
5 Como anota Oslender (2001), el redescubrimiento de Lefebvre no es accidental. Responde
a la necesidad de interpretar las luchas entre representaciones del espacio y espacios de
representación, que hoy son centrales en muchos lugares.
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Dinámicas en el contexto regional

La década del noventa en Putumayo estuvo marcada por la promulgación de la Consti-


tución Política de 1991 y sus implicaciones en la redefinición de las relaciones políticas,
territoriales, étnicas y sociales en la región. En los ámbitos político y territorial, el cam-
bio más importante que experimentó la región fue la adquisición del estatus de depar-
tamento, el cual puso fin a la relación tutelar que hasta 1992 mantuvo a Putumayo en
relación de dependencia del vecino departamento de Nariño. A ello se sumó la puesta
en marcha de la política de descentralización del estado, con la ampliación del margen
de autonomía presupuestal de los entes administrativos territoriales (departamental
y municipal) sobre las inversiones, la cual también cobijó a los resguardos indígenas,
con desarrollos complejos y muy contradictorios (Chaves y Hoyos, 2010).
La proclamación de la nación multicultural en la Constitución de 1991 también
trajo aparejada una transformación en las relaciones sociales e interétnicas en la
región, en las que se destaca el reposicionamiento indígena. De ser grupos al margen
de las decisiones locales y regionales, los indígenas en Putumayo pasaron a tener
asiento en instancias de representación política y en consejos y juntas de institucio-
nes oficiales departamentales y municipales importantes. Esta ola de discriminación
positiva para los colectivos indígenas generada por el auge de las políticas multicul-
turales chocó, sin embargo, con los desarrollos de políticas de corte neoliberal. La pri-
vatización del acceso a los servicios de salud y educación que afectó negativamente
a las mayorías fue en gran medida el acicate de las reconfiguraciones étnicas a las
que aquí nos referimos.
Al tiempo, la influencia de la guerrilla de las FARC se expandía por todo el terri-
torio. Su liderazgo en la estructuración de la economía de la coca solo entró a ser
disputado por los paramilitares hacia finales de los años noventa. Hasta entonces, la
política antinarcóticos de los gobiernos de turno había combinado la implementación
de medidas represivas, como la fumigación aérea, con políticas sociales para asis-
tir a los pequeños productores de hoja de coca en una transición hacia actividades
económicas legales. Entre estas últimas, la promoción de la erradicación voluntaria
respaldada con inversiones sociales y asistencia crediticia y técnica estatal para los
cultivadores de hoja generó grandes expectativas entre los productores rurales. Fue
el período de los “pactos sociales de erradicación voluntaria de cultivos ilícitos”,
que en el caso de los indígenas tomó el nombre de “Raíz por raíz”. Estos programas
constituyeron el último intento del gobierno por rescatar a los cultivadores de hoja
para que hicieran el tránsito a una economía legal por medio de la creación de asocia-
ciones de productores (plataneros, ganaderos, caucheros, etc.) que proyectaban ser
capitalizados por los planes de desarrollo alternativo del gobierno.
Hacia finales de los años noventa, sin embargo, a medida que la importancia de
las instituciones supranacionales de gobierno iba en aumento, las políticas sociales
del estado hacia Putumayo se inscribieron en el contexto del Plan Colombia (más
tarde Plan Patriota). Para el momento de su ejecución, en 2000, el Plan Colombia se
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había convertido en una estrategia integrada de seguridad para combatir la expan-


sión de la guerrilla y el tráfico de drogas en diversas áreas del país. Su reorientación
fue resultado de la presión para desatar una ofensiva contra los grupos insurgentes,
calificándolos de terroristas, y contra los cultivadores de coca por medio de planes de
fumigación aérea y erradicación manual de cultivos, acompañada de inversiones y
estrategias dirigidas principalmente al fortalecimiento del ejército6.
Con poco éxito para combatir la consolidación de la producción de hoja y pasta
de coca como el renglón más importante de la economía regional, el estado intentó
promover, en el marco del Plan Colombia, proyectos agroindustriales subsidiados,
como una alternativa al cultivo y procesamiento de coca. Sin embargo, en lugar de
revitalizar la economía rural campesina, los beneficios de este tipo de inversiones
“sociales” del estado terminaron en manos de los proveedores de insumos agrícolas
y ganaderos de los proyectos financiados con estos recursos.
Mientras tanto, por lo menos hasta 2006, la creciente presencia de los diversos
actores armados y la intensificación del conflicto por razones de estrategia geopo-
lítica y de control de la producción de la coca, así como por la presencia de otros
actores mayores, cuyos intereses se centran en la economía extractiva (petróleo, prin-
cipalmente) y la ganadería extensiva, ha dado como resultado un escenario social
y político muy complejo para la población civil. Tanto indígenas como campesinos
colonos hoy se han visto sometidos a tensiones socioeconómicas y confrontaciones
armadas que los han obligado a desplazarse y redefinir sus formas de vida y acción
en la región.
Históricamente, indígenas y campesinos colonos habían podido optar por perma-
necer en las áreas rurales, de dos maneras. En el caso de los indígenas, ganando la
frágil seguridad que ofrecen los resguardos a costa de restringir su espacio de movi-
lidad geográfica. En el de los campesinos colonos, afianzando su modo de vida rural
por medio de actividades productivas en sus fincas, resistiéndose a la expropiación
de sus terrenos a manos de los comerciantes-ganaderos, que los empujaban a vender
sus mejoras para hacer efectivo el pago de la deuda y migrar de nuevo hacia la fron-
tera de colonización. Desde hace una década, el notable incremento de la presencia
de ejércitos –guerrilla, paramilitares y militares– y la puja por el control territorial de
vastas áreas rurales han hecho virar la estrategia campesina de permanencia en
las fincas hacia alternativas de búsqueda de amparo en las cercanías de los cascos
urbanos. De este modo, tanto indígenas como colonos han buscado acogerse a la
pobre protección brindada por la magra presencia de las instituciones del estado en
las cabeceras municipales, ensanchando la red de configuraciones urbanas. Cuando
deciden permanecer en sus tierras, se someten, por lo general, de buena o mala gana,
a la autoridad de los actores principales del conflicto en la región, en particular a la
guerrilla de las FARC y a los grupos paramilitares. De hecho, esta ha sido la dinámi-

6 Véase http:www.aldhu.com/paginas/fs_info/plan.htm#plan
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ca general de los últimos veinte años, una dinámica determinada además en buen
grado por la articulación de la economía local con el mercado mundial, en lo que se
refiere tanto a la producción petrolera como al suministro de pasta de coca y de co-
caína a los mercados de los países del primer mundo.
En los albores del siglo XXI, podemos afirmar que el panorama que enfrentan
los pobladores de las áreas rurales de Putumayo se caracteriza por la ausencia de un
mercado laboral diferente al que ofrece el cultivo de la coca y por la introducción de
nuevos métodos para imponer un sistema de terror por parte de los actores armados.
Ambas dinámicas han intensificado la movilidad espacial y han confrontado a la
población desplazada con la necesidad de desarrollar nuevas estrategias políticas
y culturales para hacer viable su reproducción social en contextos preferiblemente
urbanos. Las escasas alternativas que ofrecen las configuraciones urbanas de las
áreas de colonización, en las que predomina la informalidad económica, terminan
empujando a los migrantes a vincularse nuevamente con las estresantes e inciertas
negociaciones relacionadas con la economía de la coca o con otras de características
similares. Este es el caso de la participación masiva de los pobladores de los centros
urbanos de Putumayo en “economías ocultas”, como las pirámides financieras, que
comparten con la economía del narcotráfico “el aura de acrecentar la riqueza de la
nada” (Comaroff y Comaroff, 2001: 22). Los disturbios y las manifestaciones popu-
lares que generó en Putumayo su derrumbe luego de la postergada intervención del
estado en 2009 evidenciaron también el fracaso de las políticas antinarcóticos y la
dependencia regional de economías satélites del narcotráfico7.
Al tiempo con el desplazamiento rural-urbano, la dinámica social regional (y na-
cional) en las áreas rurales y en los centros urbanos ha estado marcada por intensos
procesos de redefinición identitaria. Persistentemente, individuos y colectivos que
enfrentan las consecuencias de la precariedad institucional y del mercado regional
han buscado su inclusión dentro de categorías oficiales de la política pública con
el fin de beneficiarse de los recursos del estado. “Desplazado/a”, “mujer cabeza de
familia”, “indígena”, “afrodescendiente”, “por debajo de la línea de pobreza” son
solo algunas de las categorías demográficas de gobierno que se han convertido en
el piso de definición de sus identidades y sus reclamos (Chatterjee, 2004). Tal es el
caso de los campesinos colonos y los indígenas desindianizados que han optado por
la reconstrucción de sus identidades étnicas como una oportunidad estratégica para
revaluar, de manera ventajosa, su condición social frente a la sociedad mayor, al es-
tado y a las comunidades indígenas reconocidas. De manera prominente, buscan por
esta vía generar procesos culturales, políticos y sociales que les permitan configurar
nuevas identidades y sociabilidades y calibrar su posicionamiento en el marco de las
relaciones de poder que imperan en la región.

7 Véase la revista Semana: http:www.semana.com/wf_infoArticulo.aspx?IdArt=109036


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Autenticación de la identidad indígena


y política de los derechos territoriales

En este contexto, es necesario resaltar el papel central jugado por el estado. En su nece-
sidad de generar mecanismos de administración y control geopolíticos en la región, la
política estatal de reconocimiento de la identidad étnica y de derechos territoriales para
las comunidades indígenas logró impactar la lógica de las dinámicas identitarias de los
indígenas y los colonos. Así, en un lapso de cinco años, entre 1994 y 1999, numerosas
asociaciones de pobladores que hasta entonces no se identificaban como indígenas y
Juntas de Acción Comunal conformadas principalmente por campesinos colonos se
transformaron en cabildos indígenas con el fin de buscar el reconocimiento del estado
(Chaves, 2001, 2003). Por medio de la reconstrucción de flujos de memoria histórica
sobre un pasado como “indígenas” en sus lugares de origen y del desarrollo de estra-
tegias performáticas sobre la diferencia cultural, los miembros de las asociaciones de
vecinos (re)construyeron la verdad sobre su pertenencia étnica y su etnicidad.
Para determinar la validez de los reclamos de una identidad indígena, la Direc-
ción General de Asuntos Indígenas (hoy Dirección de Etnias) del Ministerio del Interior
emitió entre 1999 y 2000 cuatro comunicados para las alcaldías municipales de Putu-
mayo que enunciaban los criterios del estado para el reconocimiento. Estas, de alguna
manera, se han constituido en el “código de etnicidad” del estado. Allí se explicitan los
requisitos que debe desplegar el colectivo indígena que busca reconocimiento ante el
estado: “la existencia de una parcialidad indígena en la que habrá un pequeño cabildo
nombrado por estos [sus miembros] conforme a sus usos y costumbres” (véase Chaves,
2003). Las reiteradas especificaciones relativas a estos tres elementos proponen un
concepto de “comunidad indígena” altamente normativo, que asume el aislamiento y
el despliegue de la diferencia en “usos y costumbres” visibles como condición sine qua
non de su identidad étnica, desconociendo la generalizada pérdida de anclaje de las
culturas en lugares definidos (Appadurai, 1991; Gupta y Ferguson, 1997).
Por otra parte, a través de acciones dirigidas a la conformación de un ordena-
miento poblacional y territorial que sirva a los intereses de la sociedad mayor, el
estado ha generado una normatividad jurídica fundada en la reglamentación de re-
quisitos para el reconocimiento de la identidad indígena y la legislación territorial de
los resguardos. Como entes territoriales de la nación sujetos a las políticas de descen-
tralización administrativa, los resguardos configuran la meta hacia la que se dirigen los
esfuerzos organizativos de los cabildos de reetnizados.
Ante la carencia del vínculo fijo con el territorio y la negativa del estado a aceptar
una mera descripción de la forma de vida de la gente como expresión de su cultura
distintiva (Povinelli, 2002), el código de etnicidad expresado en la normatividad jurí-
dica ha empujado a los campesinos reetnizados a generar discursos identitarios que
subvierten el propósito inicial de dicha normatividad, a saber, la administración y el
control de la población y el territorio. Más aún, la eficacia performativa de las piezas
jurídicas que sustentan los criterios del reconocimiento ha encontrado respuesta en
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rituales de raigambre diversa, pero impecablemente mezclados, al punto de conver-


tirse en prácticas cotidianas que les sirven para sustentar su diferencia cultural fren-
te a los otros8. Es decir, el resultado paradójico de esta legislación es que, si bien en
apariencia ha hecho cada vez más compleja la codificación étnica, también ha traído
consigo la producción de respuestas particularizadas por parte de los grupos que
buscan su reconocimiento.
El problema de reproducir “la ficción de las culturas como objetos que ocupan
espacios discretos” y de los “relatos convencionales de lo étnico […] que se apoyan
en un vínculo no problemático entre la identidad y el lugar” (Gupta y Ferguson, 1997:
35) es que pierden de vista el problema de las áreas fronterizas presentes tanto en
los espacios geográficos como en las identidades. Putumayo no solo es una región
fronteriza entre ecosistemas andinos y amazónicos, también es una frontera interna-
cional y de colonización que históricamente ha dado lugar a una “zona de contacto”
(Pratt, 1994) entre pobladores indígenas con arraigo de larga duración en el territorio
y oleadas sucesivas de colonizadores, indígenas y no indígenas.
Sin embargo, no todos los resultados del contrapunteo entre los reetnizados y
el estado han conllevado una desestabilización de la hegemonía de este último. Es
decir, la dinámica de las estrategias identitarias de la población indígena y colona
ante la normatividad del estado no necesariamente implica el desarrollo de prácticas
políticas y culturales que conduzcan a un cuestionamiento consciente y explícito del
carácter normativo e ideológico inherente a la política de control de la producción de la
identidad y el territorio fijada por el estado. Podríamos afirmar que esto es así aun en
aquellos casos en los que los indígenas o campesinos reetnizados logran generar espa-
cios que permiten desestabilizar las formas de acción de las instituciones estatales. En
muchos casos lo que se encuentra es un reforzamiento de la construcción de identida-
des indígenas esencializadas dentro de parámetros de aislamiento y diferencia cultural
anclados en “usos y costumbres” eternos, de parte y parte. Ello porque las estrategias
de los indígenas y de los campesinos colonos reetnizados se debaten permanentemente
entre la posibilidad, por un lado, de darle coherencia discursiva a su identidad fronteri-
za y ligarla con la construcción de un sujeto y proyecto político que abandone las ideas
recibidas de culturas localizadas o, por otro lado, la cooptación por el estado.
De esta manera, las formas de acción de estos grupos se hallan condicionadas por la
misma lógica política desde la cual el estado busca controlar la producción de los discur-
sos identitarios, y, en la medida en que el territorio, entendido como espacio, constituye
un momento de esta lógica política, puede decirse lo mismo también del control de la
producción de la geografía política regional. Entiendo aquí por geo-grafía la escritura
del espacio físico y, en tal sentido, la representación simbólica del medio natural (Porto-
Gonçalves, 2001), y por territorio, el espacio físico apropiado conscientemente por un
grupo social, que bien puede ser una comunidad indígena o el estado (Watts, 1999).

8 Para una análisis detallado de este proceso, véase Chaves (2003).


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El territorio delimitado física y conceptualmente por el estado se descubre enton-


ces como una institución de control social (Lefebvre, 1991). Por esta razón, el estado
convierte tanto a la institución misma del territorio como a su producción, por defi-
nición política y cultural, en objeto de control social y en espacio de confrontación de
los distintos agentes que buscan ejercer su poder y afirmar su dominio social, político
y económico en un determinado espacio geográfico, en este caso, la región inscrita en
el territorio del Departamento de Putumayo.
No obstante, no por ello deja de ser cierto que la tensión entre identidad y terri-
torio constituye un momento central de la recreación de las condiciones propias de
la dinámica política y cultural de la sociedad putumayense. En tal sentido, tanto las
representaciones identitarias generadas por el estado y por los indígenas y los colo-
nos, cualquiera que sea la condición étnica de estos últimos, como las construcciones
políticas y culturales del territorio propiciadas por ellos y puestas en cuestión por la
vía de la fuerza por los actores armados presentes en la región, deben ser objeto de
una intensa y rigurosa reflexión sociológica y antropológica, sin olvidar, claro está,
el carácter político-económico de esos dos momentos (Dirlik y Prazniak, 2001). Este
marco de análisis permite precisar la discusión sobre las visiones del espacio y los
reclamos identitarios de la población indígena y de campesinos colonos de Putumayo
frente a la normatividad promovida por el estado a través de la codificación de la
etnicidad, el control de la geo-grafía y la administración del territorio.

Anclajes territoriales, (des)anclajes identitarios,


discursos geopolíticos

El anclaje de la identidad, en el territorio plantea problemas de carácter diverso, cuya


dinámica solo puede ser comprendida si se tienen en cuenta las diferentes posiciones
de los actores y los mapas que estos construyen de su espacio político. Conviene
reseñar algunos de estos problemas para la discusión ulterior de sus implicaciones
teóricas y prácticas.

Anclajes territoriales

En Putumayo, la identidad, entendida como representación esencialmente ligada al


territorio o al “espacio vivido” (Lefebvre, 1991), tiene expresión práctica especial-
mente entre los indígenas de las áreas rurales. La asimilación de la identidad al terri-
torio ha adquirido particular relevancia en la política indígena, pues en gran medida
la construcción de su diferencia y singularidad étnica se enraíza en la premisa de
su “aboriginalidad”, es decir, de su condición de habitantes originarios del territorio
americano (Briones, 1999). La agencia discursiva indígena en este caso se ha nutri-
do de los discursos académicos y políticos nacionales y globales, con los cuales los
indígenas mantienen un diálogo permanente.
El caso de los colonos (migrantes), indígenas y no indígenas, se presenta de ma-
nera inversa. Su política de la identidad se fundamenta en un reclamo por el “espacio
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vivido” desde una posición discursiva como sujetos no originarios del territorio que
habitan en el presente. La no coincidencia del lugar de origen con el lugar de residen-
cia se torna en desventaja para acceder a derechos territoriales. Así lo demuestran
los casos en los que indígenas reetnizados que son originarios/autóctonos de Putu-
mayo consiguen entrar en el juego político de los derechos étnicos reconocidos por la
Constitución de 1991, con una ventaja relativa frente a los indígenas reetnizados mi-
grantes. A pesar de compartir con ellos una situación similar en la reconstrucción de
sus identidades, los reetnizados indígenas que no son oriundos del territorio tienden
a ser percibidos como “colonos”, más aún cuando no detentan un marcador étnico
políticamente aceptado por el estado, como el uso de una lengua indígena. En este
sentido, es interesante el contraste que se puede establecer en relación con la legiti-
midad y el lugar de las comunidades de indígenas reetnizados de Bogotá y Putuma-
yo. En la capital nacional la procedencia de fuera se valora más que la pertenencia al
lugar –razón por lo cual los reetnizados muiscas, habitantes originarios del altiplano
central, ocupan el lugar más bajo de la jerarquía étnica (cfr. Zambrano, 2006)–. La
situación en Putumayo es exactamente la opuesta: la autoctonía se valora más que la
condición de migrante. Esta diferencia tiene que ver con las representaciones domi-
nantes del lugar “apropiado” que deben ocupar los indígenas. Bogotá es imaginada
como un centro urbano desarrollado, donde la presencia indígena solo se explica por
la migración desde fuera. Putumayo, en cambio, acorde con su representación como
región eminentemente rural y atrasada, es imaginado como una región de indios, en
la cual los migrantes son colonos o campesinos.
En este contexto, la política estatal de conformación de resguardos indígenas
en el área ha de ser analizada. Primero, es conveniente aclarar que la situación del
resguardo en la región de estudio se presenta de manera radicalmente diferente a la
de la zona andina. En esta última, el resguardo, como propiedad colectiva de la tie-
rra, y el cabildo, como forma de gobierno comunitario, cuentan con una trayectoria
histórica que se remonta al período colonial. Aunque ambas instituciones fueron
introducidas por el gobierno colonial español, los indígenas de la zona andina apro-
piaron ambas instituciones como pilares de su movimiento social por derechos y
autonomía9. En la región amazónica, por el contrario, tanto los resguardos como los

9 Antes de la Constitución de 1991, y por más de un siglo, los derechos territoriales indígenas
se rigieron por la Ley 89 de 1890, que reconocía tanto el régimen comunal de los resguardos
territoriales indígenas como el gobierno propio a través de los “pequeños cabildos”. Este
derecho, según la Ley 89, era aplicable solo en los casos en que los indígenas se hubieran
reducido “a la vida civilizada” y, por lo tanto, no aplicó durante mucho tiempo para aquellos
grupos de las tierras bajas de la Orinoquia y la Amazonia, que eran considerados como
“salvajes” y cuya reducción fue puesta en manos de misioneros católicos (Arango y Sánchez,
2004: 35). La Constitución de 1991 mantiene vivos los principios fundamentales de la Ley 89
de 1890 en cuanto a estos derechos, al tiempo que desecha diferencias planteadas en términos
evolutivos e introduce la valoración de la diferencia cultural. Amplía, además, el carácter de
la autonomía que el estado les otorga a los indígenas para ejercer su jurisdicción propia y
la administración interna del territorio y de los recursos, que a partir de ahora la nación les
transfiere a los resguardos para gobernar sus asuntos internos (entre ellos, la educación y la
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cabildos tienen una historia reciente. En las municipalidades de Mocoa, Puerto Guz-
mán y Puerto Asís cercanas al piedemonte, los resguardos solo se crearon a mediados
de los años setenta10; en el resto de la región no aparecen sino hacia mediados de los
ochenta, cuando el estado emprende una política agresiva de constitución de áreas de
protección especial, entre las que se encuentran resguardos indígenas y parques natu-
rales11. Sin embargo, es importante resaltar que la mayoría de los resguardos creados
en Putumayo son anteriores a las recientes legislaciones ambientalistas e indigenistas
que dieron por resultado la delimitación de enormes áreas bajo protección especial.
En consecuencia, en el contexto amazónico, los indígenas de Putumayo han sido los
menos favorecidos con la creación de nuevos resguardos. En efecto, los resguardos
indígenas existentes en el departamento corresponden en su mayoría a aquellos crea-
dos con anterioridad a las nuevas disposiciones en materia ambiental e indigenista,
que reservaron inmensas áreas geográficas de la Amazonia oriental12. Son resguardos
de poca extensión y, por tanto, con poca viabilidad para asegurar el derecho al territo-
rio de las comunidades para las cuales fueron titulados. Tres de los cuatro resguardos
creados en Putumayo13 en la última década no exceden las 100 hectáreas. La excepción
la constituye el recientemente creado resguardo La Torre (29-6-2001), ubicado en el
municipio de Puerto Guzmán, con un área de 68.357 hectáreas, equivalente al 15% del
área de este municipio de aproximadamente 4.565 km2 (véase mapa 1).
Mientras rastreaba los detalles de la creación de este resguardo, descubrí prác-
ticas y discursos contradictorios que acompañaron la supuesta muestra de la gene-
rosa política territorial del estado colombiano hacia los indígenas. En los títulos del
resguardo, los ingas de Villa Catalina, una pequeña comunidad localizada en los
alrededores de la cabecera municipal de Puerto Guzmán, distantes un día y medio de
camino del resguardo, aparecen como los beneficiarios oficiales. Sin embargo, en los

salud). En síntesis, un fuero especial, territorios comunales y gobierno propio, enmarcados en


la valoración positiva de la diferencia y la diversidad cultural, distancian la anterior legislación
indígena de la actual.
10 Excepción hecha del resguardo de Yunguillo, constituido en 1953 para dotar de tierras a la
población inga de Mocoa y sus alrededores.
11 La región amazónica colombiana tiene una extensión de 399.183 km2, que representan el 35%
de la superficie del territorio nacional. Las áreas protegidas por el sistema de parques nacionales
(PN), reservas naturales (RN) y resguardos indígenas (RI) abarcan 24.217.703 hectáreas, que
suman alrededor del 60% del territorio amazónico colombiano, ubicado en su mayor proporción
en la región más oriental. Hasta 1988, su estado era el siguiente: PN = 3.810.000 ha; RN =
1.900.000 ha; RI = 18.507.703 ha (Arango y Sánchez, 2004).
12 El departamento del Putumayo tiene una extensión de 24.885 km2. De acuerdo con el Plan
de Desarrollo Departamental de 1996, contaba con una población aproximada de 340.000
habitantes y un promedio de 13 habitantes por km2. La población indígena equivalía al 9% de
la población regional. En 1997 existían 26 resguardos constituidos, cuya extensión promedio
era de 2.500 ha, los cuales en su conjunto sumaban 194.601 ha.
13 La Aguadita (1994) y El Descanso (1997), que colindan con la cabecera municipal de Puerto
Guzmán y tienen una extensión de 74 y 98 ha, respectivamente, y Huasipungo de Villagarzón
(2000) con 90 ha.
92 | movilidad espacial e identitaria en putumayo

Mapa 1.

700.000 800.000 900.000

a
len N
700.000

700.000
N OCÉANO
a OCÉANO
a gd ATLÁNTICO
ATLÁNTICO
Cauca oM

PANAMÁ
VENEZUELA

PACÍFICO
OCÉANO
Nariño COLOMBIA
Caquetá
1 2 3 Mocoa
ECUADOR BRASIL
4
600.000

600.000
5 PERÚ
6
Área de investigación
Río
Río Yur
8 7 Me illa
cay
a
10
9
Río
Río San Miguel Ca
que

Límite internacional
500.000

500.000
Límite departamental
Límite municipal
Río Río
Ciudad Put
uma
Población yo 11
Municipios
Ecuador
1 Santiago 7 Puerto Caicedo
2 Sibundoy 8 Orito
3 San Francisco 9 Valle del Guamuéz
4 Colón 10 Puerto Asís
5 Villa Garzón 11 Puerto Leguízamo
6 Puerto Guzmán 0 25 50 100
km Perú
700.000 800.000 900.000

estudios previos adelantados para su creación se afirma que el resguardo La Torre


restaurará la pérdida de tierras que han sufrido las comunidades kofán, inga y siona
de las áreas rurales de los municipios de Valle del Guamuéz, San Miguel y Puerto
Asís. Estas comunidades sufrieron la pérdida de porciones importantes de sus tie-
rras de resguardo a manos de los colonos que llegaron a Putumayo durante el auge
petrolero de los años sesenta y setenta. A pesar de su precariedad territorial, estas
comunidades gozan hoy de prestigio nacional e internacional debido a los rituales de
curación con yagé que escenifican sus chamanes o taitas. Esto rituales suelen contar
con la presencia regular de cuadros técnicos del estado, especialmente profesionales
involucrados en los programas ambientales, quienes se muestran simpatizantes de
las etno-eco-políticas globales.
Pero, contrario a como lo propone el discurso oficial que sustenta la titulación
de tierras indígenas distantes de los asentamientos donde residen sus beneficiarios,
las comunidades en cuestión se han mostrado reacias a considerar la posibilidad de
trasladarse a un territorio localizado en un área bajo el estricto control militar de
margarita chaves | 93

las FARC y colindante con áreas de reserva forestal y petrolera programadas para su
explotación futura, en las cuales, además, ellos estarían expuestos a experimentar
nuevamente la pérdida de tierras. Por otra parte, en este resguardo, como en muchos
otros en la Amazonia, se traslapan normatividades concernientes a áreas ambien-
talmente protegidas (reserva forestal) y derechos territoriales indígenas (títulos de
resguardo). Lo particular en este caso es que el traslape de normatividades ha pasado
sin ser cuestionado ni por los titulares del derecho ni por la administración pública.
Es más, el trámite oficial para la creación del resguardo, un proceso que por lo ge-
neral es extremadamente lento, obtuvo su aprobación en menos de un año, gracias
a los diligentes esfuerzos de funcionarios del programa de “desarrollo alternativo”
Plante14, que por entonces contaba con la financiación de la Unión Europea y entre
cuyos simpatizantes se contaban la Fundación Zio-Ai, que agrupa a los curanderos
tradicionales kofán, representantes en Putumayo de la eco-gubernamentalidad glo-
bal15 (Ulloa, 2001). Paradójicamente, el resguardo La Torre es hoy un territorio des-
habitado de indígenas, aunque hay permanente presencia de guerrilleros.
He traído este caso a colación pues lo considero particularmente sugestivo para
aproximarme a las visiones estatales sobre la territorialidad indígena. En las zonas
de colonización, como la de Putumayo, la política estatal de constitución de resguar-
dos ha estado fuertemente imbuida de una visión normativa que pretende ser capaz
de asegurar el territorio a las comunidades indígenas mediante la sola definición de
linderos jurídicos, colonizando de este modo las visiones más genuinas del territo-
rio propias de los indígenas. En la medida en que la visión territorial del resguardo
entiende el territorio exclusivamente como el espacio físico geográfico delimitado
legalmente, niega por principio las perspectivas espaciales implícitas en las prácticas
cotidianas de los indígenas de la región. En ellas, por el contrario, el territorio no
se reduce al espacio delimitado administrativamente por el estado, sino que es el
resultado de la articulación de las múltiples espacialidades definidas de acuerdo con
fines culturales prácticos: doméstico, de socialización intra e inter cultural, de caza,
de pesca, de cultivo, para el comercio, etc. (Lefrebvre, 1991). Por una parte, represen-
taciones normalizadas como la del resguardo tienen el poder hegemónico de opacar
la relación intrínseca entre formas de producción encaminadas, de una parte, a la re-
producción de las condiciones de existencia del sujeto social y, de otra, a la construc-
ción práctica del territorio y a la producción cultural y política de la geografía como
un acto social. Más aún, la visión normativa del espacio que propone el resguardo,
por lo menos en la región de estudio, niega la representación que tiene el indígena

14 Encargados de adelantar la sustitución de cultivos de coca. La información al respecto se obtuvo


en una entrevista realizada en Bogotá (marzo de 2002) con el representante para asuntos
indígenas del programa Plante (Múnera y Pinilla, 2002).
15 De acuerdo con la jefe de la División de Participación del Ministerio del Medio Ambiente en
2001, el presupuesto de esta organización duplicaba el de esta División, razón por la cual
la junta directiva de la Fundación Zio-Ai ofreció financiar las mesas de negociación para la
planeación del manejo de cuencas hidrográficas en Putumayo en 2001.
94 | movilidad espacial e identitaria en putumayo

del límite territorial como lugar de encuentro, para proponerlo como línea divisoria
entre espacios y gentes. Algo parecido señalaba Patricia Vargas (1999) en su trabajo
sobre el Pacífico colombiano, al referirse a las fronteras territoriales y sociales fluidas
atravesadas por la cooperación y el comercio que caracterizan las relaciones entre
grupos vecinos negros, indígenas y mestizos en dicha región. Oslender (2001a), de
igual modo, resalta algo similar para el caso de las comunidades ribereñas negras
del Pacífico caucano.
Por otra, el acto jurídico de creación del resguardo, al demarcar límites y fronte-
ras rígidos entre gentes que de facto no están separadas en el espacio, también corre
el riesgo de auspiciar concepciones aislacionistas y esencializantes de la identidad
de los indígenas. La siguiente afirmación acerca de la supuesta separación de las
poblaciones indígenas del resto de la población regional, expresada por un importan-
te agente del gobierno para asuntos territoriales indígenas, ayuda a visualizar esta
problemática:

Con posterioridad a la delimitación y adjudicación legal de estos territorios a favor


de los indígenas [en la Amazonia], el estado ha procedido a adquirir las mejoras o
establecimientos agropecuarios introducidos en algunos de estos terrenos por personas
no indígenas, con el fin de devolver estas áreas, libres de ocupación extraña a sus
legítimos y viejos poseedores. [...] Las comunidades indígenas que han recibido sus
adjudicaciones en regla han asegurado una relativa tranquilidad en su vida interna
y un gran número de ellas han conseguido reorganizar sus formas tradicionales
de gobierno e incluso han hecho esfuerzos significativos para la creación de otras
nuevas en armonía con los requerimientos que les plantean las condiciones actuales
de su relación con el mundo de afuera (Roldán, 1993: 67, énfasis agregado).

De manera contradictoria, los fines proteccionistas que promueven la creación de


los resguardos son superados y a la vez negados por la propia artificialidad de los
límites territoriales. En efecto, procesos políticos y económicos como la explotación
petrolera, la colonización agraria o la guerra entre los actores armados presentes en la
región llevarían a ese mismo asesor del gobierno a reconocer, años más tarde, la efi-
cacia efímera del resguardo para afrontar, como en el caso de Putumayo, la expansión
espacial de estos procesos, que en un lapso muy corto (15 años) ocasionaron la pérdida
de más del 50% del territorio asignado a los resguardos indígenas (Roldán, 1993).

(Des)anclajes identitarios

El anclaje de la identidad al territorio ha conducido también a la negación de los


reclamos identitarios de poblaciones indígenas urbanas cada día más numerosas en
esta como en otras regiones del país, por parte del estado y de otros indígenas. Esta
negación se sustenta en la asociación forzada que diversos actores elaboran entre
la condición de indígena y su ubicación en áreas rurales, donde se supone que se
localizan los resguardos.
margarita chaves | 95

Entre las poblaciones indígenas urbanas de Putumayo, hoy es posible identificar:


a) grupos de indígenas cuyo asentamiento en los cascos urbanos es anterior al pro-
ceso de urbanización; b) poblaciones de indígenas reetnizados ubicadas desde hace
largo tiempo en áreas y trayectorias urbanas; c) poblaciones pertenecientes a diver-
sos grupos étnicos autóctonos del territorio que por voluntad propia han decidido
migrar a los centros urbanos con el fin de acceder a mejores servicios (educativos y
de salud, principalmente); d) individuos y familias indígenas desplazados por el con-
flicto armado, y e) poblaciones migrantes de indígenas autóctonos del territorio que
se insertan en organizaciones y categorías de identificación cobijadas por el despla-
zamiento. En todos estos casos, el espacio cotidiano de recreación de la identidad no
se presenta de manera aislada de la de otros pobladores urbanos y no se circunscribe
al espacio físico de su habitación, su calle o el barrio. Por el contrario, sus territorios
se construyen en los espacios comunes de producción simbólica de su identidad, de-
limitados en prácticas culturales que los indígenas enuncian como propias, pero que
en esencia constituyen productos híbridos muchas veces no tan diferenciados de las
prácticas de otras comunidades urbanas.
En contra de la hegemonía territorial del estado, los indígenas urbanos presen-
tan la estrategia de redefinir los términos de su territorialidad e identidad indígenas
urbanas y ocupar el terreno de definición de las políticas públicas para incluir resig-
nificaciones que les permitan ampliar los regímenes de representación de la demo-
cracia y el pluralismo hasta ahora propuestos. En el proceso, su numerosa presencia
en Mocoa y en las cabeceras municipales de Putumayo se ha hecho evidente para los
no indígenas. Sus sitios de encuentro o reunión, la celebración periódica de diversos
festivales, el moderno edificio de la organización regional en Mocoa, las casas de
yagé o las malocas ubicadas en los barrios indígenas, su pertinaz actividad política
frente a las instituciones del estado, sugieren que la territorialidad indígena urbana
se demarca principalmente por los cuerpos de mujeres y hombres que hoy defienden
su derecho a enunciar su identidad indígena y su lugar en los procesos de urbaniza-
ción de esta área de colonización.
De este modo, el discurso normativo que fija la identidad en el territorio se con-
trapone, en términos estratégicos, a las construcciones de identidad y territorio que
realizan los indígenas urbanos. La situación de tres familias de indígenas murui
(uitoto) de Puerto Leguízamo ilustra muy bien este hecho. Emparentados entre ellos
y con colonos, los encontré en 2002 en uno de los asentamientos de desplazados
en un área periférica de Mocoa, próximo a la carretera que comunica esta población
con Bogotá. El asentamiento, similar al de los barrios de invasión, pero mucho más
organizado, permitía ver el empuje de la junta de desplazados que los aglutinaba e
instruía para lograr la legalización de los predios que ahora ocupaban. Casas provi-
sionales construidas con listones de madera y plásticos no demeritaban las habita-
ciones y el mobiliario básico encontrado bajo cada una de ellas: dormitorio, cocina
y vestíbulo, con camas, estufa, nevera y televisión, y una mesa de comedor rodeada
de sillas, como símbolo de que a la vuelta de unos años lo provisional del techo
96 | movilidad espacial e identitaria en putumayo

iría dando lugar a su permanencia. Las áreas de vivienda, a pesar de ser pequeñas,
estaban rodeadas de solares en los que las matas de yuca, plátano, piña y plantas
ornamentales evidenciaban la proximidad de sus habitantes con sus culturas, emi-
nentemente rurales.
Cuando indagué por las causas de su desplazamiento, ocurrido hacía tres años,
encontré que era voluntario, que se correspondía con el deseo y la necesidad de acce-
der a una mejor oferta de servicios básicos y a la poderosa atracción que todos sien-
ten por los medios urbanos. Su inclusión en los marcos del desplazamiento obedecía
a una estrategia que el mismo estado les había ofrecido al permitirles acceder a su
“atención” dentro de la categoría de “vulnerables”16, la cual se propone para diferen-
ciarlos de los desplazados expulsados por el conflicto armado y las fumigaciones. Así
me lo explicó Marina Nofuya, una de los tres hermanos uitoto:

Nos vinimos hace tres años porque por allá [en Puerto Leguízamo] la situación
está muy difícil17 y no sabemos si se va a poner peor. No hay trabajo, está todo
completamente militarizado, y además los niños necesitan buena educación. Acá hay
más ambiente y no está uno encerrado. Porque de allá para salir, solo el avión, que
es carísimo; en cambio aquí uno puede coger para Bogotá o para Pasto, si quiere, y
en cada sitio puede ubicar las colonias leguizameñas. [...] Allá se quedaron los viejos
en la finca, en el resguardo. Y además, ya estando nosotras aquí, también tiene la
familia cómo llegar acá en caso de necesidad.

El análisis que hace de la decisión de “desplazarse” hasta Mocoa tenía en cuenta


la capacidad de maniobra de otros actores regionales con mayores recursos de poder
para intervenir en el territorio y la diversidad de posiciones de los miembros de sus
familias, de acuerdo con los intereses generacionales. Su respuesta desplegaba, a mi
manera de ver, una visión estratégica del espacio y la identidad indígena que privile-
giaba una conciencia clara de la historicidad de los sujetos y, por tanto, de las cons-
trucciones cambiantes, flexibles y operativas de sus identidades, según el contexto.
Tal como lo enuncia, su identidad murui se teje en recorridos diversos y en múltiples
redes, que la conectan no solo con gente “perteneciente al pueblo murui”, como dicen
ellos, sino con personas relacionadas con el lugar por el que sienten arraigo, en este
caso, Puerto Leguízamo. La referencia a la “colonia” no es más que una señal de la

16 “Vulnerable” es la categoría propuesta por las Naciones Unidas en sus políticas de “seguridad
humana”. Se describe con ella a poblaciones carentes de los mínimos servicios básicos para
acceder a una vida digna: agua, alimento, salud y educación.
17 Puerto Leguízamo se localiza a orillas del río Putumayo, en el punto donde los ríos Caquetá y
Putumayo, dos de los afluentes mayores del Amazonas, se aproximan a una distancia de apenas
25 km. Esta estratégica posición para controlar la navegación por estas dos arterias fluviales
mayores llevó a que la Armada Nacional construyera en Puerto Leguízamo su base militar para
el resguardo de la frontera nacional con Ecuador y Perú. Recientemente, Puerto Leguízamo, el
lugar tradicional de asiento de la población murui, se ha convertido en un importante centro de
operaciones contrainsurgentes del Ejército. Se comunica con el resto del país únicamente por
río (10 horas de viaje desde Puerto Asís) y por avión.
margarita chaves | 97

relevancia del entorno urbano en su socialización, al permitirles alternar su identi-


dad étnica con identidades de base local que resaltan la importancia de la interacción
entre gente indígena y no indígena, y en las redes sociales de vecinos. El acceso a las
identidades de base local posibilita también la combinación de fuentes de significado
y reconocimiento social, en un patrón altamente diversificado que se estructura so-
bre la base de experiencias transculturales que le permiten a la gente indígena y no
indígena resistir los procesos de individualización y atomización social propios de
los entornos urbanos. Ello les permite organizarse y, con el tiempo, generar sentidos
de pertenencia en territorios y lugares nuevos e incluso, cuando las condiciones son
favorables, articular nuevas identidades culturales.
Ahora bien, así como el resguardo subordina las prácticas sociales que cons-
truyen el territorio a la norma jurídica, lo que he denominado anclajes territoriales,
el poder normativo de los derechos al territorio induce entre sectores de indígenas
urbanos al anclaje de la identidad en el territorio rural para reclamar tales derechos,
contradiciendo la nueva espacialidad de sus identidades. Se produce en este caso
un esencialismo estratégico, como lo propone Spivak (2003), que asume momentá-
neamente un discurso que, si bien refuerza un estereotipo esencializado, presenta al
mismo tiempo la posibilidad de una ganancia política lograda circunstancialmente a
partir del mismo (en este caso, una posible titulación de tierras en áreas rurales). A
pesar de ello, los anclajes identitarios resultan problemáticos porque con frecuencia
terminan reproduciendo discursos que los tipifican y porque reivindican condiciones
de vida que se contradicen con aquellas en las que se mantienen, por ejemplo en
contextos urbanos. En este sentido, pueden llegar a neutralizar procesos de emanci-
pación, aunque en muchas circunstancias constituyen para los sujetos subalternos la
única forma de relacionarse con el entorno dominante (Spivak, 2003).

Discursos geopolíticos

El discurso geopolítico promovido principalmente por el estado lleva implícita la reivin-


dicación de la identidad anclada en el territorio del resguardo y halla eco en las reivin-
dicaciones de las organizaciones indígenas. Se presenta como un discurso normativo y
legal que supone que el espacio se protege y se consigue por medio de la definición de
fronteras legales, tal como lo afirmara en su momento el asesor arriba citado:

La conversión de amplios territorios en patrimonio de distintos pueblos indígenas


colombianos ha venido a constituir un instrumento jurídico en poder de sus titulares
para asegurar la defensa de esos territorios contra las avanzadas de la colonización
y contra las constantes incursiones de los saqueadores de los recursos naturales.
También se perfilan estas adjudicaciones como un elemento aprovechable por los
indígenas para la definición de un modelo racional de amplios espacios físicos
(Roldán, 1993: 67).

Como lo señaló Van Vliet (1991) hace unos años, la similitud entre esta afirmación
y los planteamientos ecologistas que subyacen a la creación de parques y reservas
98 | movilidad espacial e identitaria en putumayo

naturales y a los discursos globales sobre desarrollo sostenible y biodiversidad es


notable18. En ambos casos, parece suficiente la creación legal de estos espacios como
parques, reservas y resguardos para considerarlos protegidos de quien sea y para lo
que sea. Sin embargo, allí donde la presencia de actores políticos y económicos con
mayor capacidad de intervención en el espacio, en los que la legitimidad del estado
se cuestiona permanentemente, la realidad es ciertamente otra. En los hechos, las
visiones geopolíticas normativas/legales implícitas en la creación de resguardos y
parques naturales no solo no se traducen en una defensa efectiva del territorio, sino
que tampoco son solución alguna para los problemas de las poblaciones indígenas o
de colonos afectadas por la geopolítica de la violencia y el capital transnacional.
En su crítica a la política de parques naturales y resguardos indígenas en la Ama-
zonia colombiana como alternativa de conservación de los recursos naturales Van Vliet
(1991: 69) afirmaba: “resulta útil contraponer [a la construcción jurídico-normativa del
territorio implícita en ella] una geopolítica definida como la reflexión sobre la relación
entre el espacio y las estructuras de poder (poder en sus varias formas: dominio legal/
formal, dominio político, dominio económico, cultural, ideológico, dominio físico)”.
En ella, la percepción del espacio es diferente según nos situemos desde la perspectiva
de acción del estado, de los indígenas o de los colonos, pero, además, dentro de estos
actores la percepción del espacio varía de acuerdo con el nivel desde el cual se analiza
la situación: la percepción de un representante nacional de los grupos indígenas es
distinta de la percepción de un dirigente local. A partir de allí podríamos pensar que
las formas de movilidad espacial e identitaria de indígenas y campesinos reetnizados
constituyen la base de una geopolítica estratégica para defender su enraizamiento en el
territorio, por medio de redes espaciales rurales y urbanas que, aunque contradictorias
en apariencia, son formas complementarias de territorialidad que les permiten producir
su identidad política y cultural multiespacialmente.

Territorios identitarios y desplazamiento. A manera de conclusión

El carácter cambiante, siempre nuevo, siempre distinto, de las migraciones y los des-
plazamientos sociales e identitarios de las poblaciones urbanas y rurales en Putuma-
yo plantea retos serios para la población afectada, pero también para la comunidad
científica que las estudia, en la medida en que cuestiona las concepciones teóricas
y metodológicas de una antropología anclada en el territorio y, ciertamente, las de
las políticas territoriales tanto del estado como de los sujetos sociales que fundan en
el territorio la construcción de sus representaciones identitarias. Sin un cuestiona-
miento de tales concepciones, piezas clave a la hora de hacer funcionales el carácter
instrumental y natural de las ideologías dominantes, resulta imposible comprender
lo que sucede hoy con los colectivos étnicos en espacios urbanos tales como Bogotá
o Mocoa o en áreas rurales del Pacífico o la Amazonia.

18 Es el caso del proyecto Biopacífico o de los proyectos Coama auspiciados por la Unión Europea
en el Pacífico y la Amazonia, respectivamente.
margarita chaves | 99

Una de esas construcciones o imágenes socioespaciales que han hecho carrera a


partir del discurso moderno de las ciencias sociales en relación con las políticas del
estado relativas a los grupos indígenas es la de “comunidad” como co-término de la
localidad. Esta expresión abstracta, idealizada para referirse al colectivo de indivi-
duos con lazos estables en el tiempo y en el espacio, combina dos ideas centrales. La
primera idea identifica un grupo de población discriminado con un espacio singu-
lar y limitado, que puede ser el territorio o cualquier espacio objeto de delimitación
geográfica y/o jurídica. Al hacerlo, asume que las relaciones sociales en las que los
miembros de la comunidad participan son mucho más fuertes dentro de este espacio
que por fuera de él. Termina, entonces, distinguiendo entre miembros y no miembros
y generando procesos de inclusión y exclusión basados en el presupuesto de que los
miembros se conocen a sí mismos y entre ellos de manera absoluta, lo cual, como lo
plantea Iris Marion Young, resulta muy problemático para llevar a cabo una política
incluyente radical (1990, citada en Rose, 1997). Asume también que el territorio/
espacio comunal constituye para sus miembros el mundo privilegiado que determina
sus decisiones y acciones y, por tanto, que su vinculación con los eventos de la co-
munidad es mayor que con los que se desarrollan en ámbitos más amplios, como la
región, o incluso en ámbitos más restringidos, como la familia, donde lo que cuenta
son las intervenciones individuales.
Segundo, la imagen implica además una cierta coherencia, generalmente expre-
sada tanto en el ideal de una entidad étnica cuyas unidades (las personas y sus
instituciones sociales) encajan perfectamente para formar un todo integrado, como
en la visión de un modo de vida compartido que existe no solo en una multiplici-
dad de acciones similares, sino, sobre todo, en un conjunto singular e itinerante de
reglas consistente con valores y creencias culturales (Povinelli, 2002). Desde esta
perspectiva, se establece que las heterogeneidades y las complejidades de los mundos
indígenas contemporáneos se explican normalmente en términos de las interacciones
con comunidades diferenciadas o como momentos transicionales en el movimiento
de una forma de integración hacia otra.
Esta perspectiva, sin embargo, tambalea cuando se consideran las movilidades
de los miembros de una sociedad. Ello en la medida en que la movilidad (migración,
desplazamiento, itinerancia) resalta la naturaleza social y dinámica del espacio como
algo creado y reproducido a través de la capacidad de agencia humana colectiva y, al
hacerlo, nos recuerda que dentro de los límites impuestos por el poder los arreglos es-
paciales existentes son siempre susceptibles de cambio (Massey, 1994: 155). En este
sentido, el desplazamiento y la migración, entendidos esencialmente como formas
de movilidad entre lugares, tienen el potencial de desafiar las imágenes espaciales
creadas por conceptos como “comunidades estables y funcionales” (Rose, 1997) y
“lugares estáticos y encerrados” (Massey, 1994). Dicho de otro modo, las imágenes
asociadas con la movilidad, como la de la migración/colonización o la del desplaza-
miento “voluntario”, deberían utilizarse como la base para una revisión crítica de las
representaciones hegemónicas sobre comunidades (indígenas, negras, mestizas) es-
100 | movilidad espacial e identitaria en putumayo

tables, ligadas a lugares/territorios fijos, que por principio niegan las dinámicas socia-
les de ambas construcciones y de sus movilidades identitarias y espaciales históricas.
Dada la ubicuidad de las movilidades y la profundidad de su influencia en esta nue-
va fase de internacionalización del capital, la materia prima de esta nueva cartografía,
como lo propone Appadurai (1991), debe ser descubierta justamente en los detalles de la
vida cotidiana y en las experiencias de los grupos “que se desplazan”. En ese sentido, el
reto es romper con la idea dominante de que la migración que acompaña a la coloniza-
ción campesina es en esencia una ruptura desde un conjunto de relaciones sociales ha-
cia otro, para identificar, en cambio, las continuidades y las transformaciones, las redes
y las nuevas asociaciones, los múltiples anclajes y des-anclajes en territorios disímiles y
variados por parte de los sujetos que se desplazan.
En lo que concierne a las poblaciones involucradas en los procesos cotidianos
de su propia etnografía, podemos resumir aquí, de nuevo con palabras de Appadurai
(1991: 192-196), que:

A medida que los grupos migran, se reagrupan en nuevas ubicaciones, reconstruyen


sus historias y reconfiguran sus “proyectos” étnicos, el etno de etnografía adquiere
un carácter lábil, no localizado, al que las prácticas descriptivas de la antropología
tendrán que responder. Los paisajes de la identidad de grupo –los etnopaisajes–
alrededor del mundo no son ya objetos antropológicos familiares, en la medida
en que los grupos ya no están rigurosamente territorializados, espacialmente
delimitados, históricamente auto-conscientes o culturalmente homogéneos [...] La tarea
de la etnografía se convierte ahora en resolver el acertijo: ¿cuál es la naturaleza de la
localidad como experiencia vivida, en un mundo globalizado y desterritorializado?

Y, en lo que concierne a la ciencia productora de etnografías y sus intérpretes,


podemos recoger las reflexiones críticas de Gupta y Ferguson (1997a: 4):

Será necesario notar una contradicción: por una parte, la antropología parece
determinada a renunciar a sus viejas ideas de comunidades con una territorialidad
fija y estable, de culturas localizadas, y aprehender un mundo interconectado en el
cual la gente, los objetos y las ideas están cambiando rápidamente y se rehúsan a
permanecer en el lugar. Al mismo tiempo, sin embargo, en una respuesta defensiva a los
retos a su “terreno” por parte de otras disciplinas, la antropología ha llegado a apoyar
con más fuerza que nunca el compromiso metodológico de pasar largos períodos en
un sitio localizado. ¿Qué hacemos con una disciplina que rechaza con fuerza ideas
provenientes de “lo local”, incluso cuando más firmemente insiste en un método
que lo toma por dado? Un replanteamiento productivo de problemas eminentemente
prácticos de la metodología antropológica requerirá de una reevaluación completa de
la idea del campo/terreno antropológico como tal, así como del privilegiado lugar que
ocupa en la construcción del conocimiento antropológico.

Es discutible, sin embargo, el carácter contradictorio que Gupta y Ferguson encuen-


tran en lo local. ¿No será porque ven lo local meramente como un espacio cerrado y no
margarita chaves | 101

tanto como un sitio de resistencia, en el sentido de Foucault, a fuerzas extralocales


(globales, nacionales, regionales)?

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