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LOS JESUITAS HUMANISTAS

DEL SIGLO XVIII

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FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO
(1731-1787)

Nació en Veracruz, el 9 de septiembre de 1731. Entró a la Compañía de


Jesús el 13 de febrero de 1748. Murió en Bolonia el 2 de abril de 1787.
Su obra principal es la celebérrima Storia Antica del Messico, publicada
en italiano (Cesena, 1780-1781), y traducida luego a las principales lenguas
europeas. En castellano –además del original de Clavigero, que aún perma­
nece inédito–, existen, o existieron, cuatro versiones, hechas respectivamente por
J. Joaquín de Mora (Londres, 1826); por el doctor don Francisco Pablo Vazquez,
posteriormente obispo de Puebla (México, 1853); por Manuel Troncoso
y Buenvecino y por el padre Miguel Frías, del Oratorio. Estas dos últimas
versiones de la obra de Clavigero, quedaron inéditas.
Nosotros hemos usado la siguiente:

Historia antigua de México / sacada de los mejores historiadores


españoles y de los / Manuscritos y de las Pinturas antiguas de
los indios / dividida en diez libros: adornada con mapas y estam-
pas e / ilustrada con disertaciones sobre la tierra, los / animales
y los habitantes de México / escrita por el / abate Francisco Javier
Clavijero / Traducida del italiano por / J. Joaquín de Mora / y
precedida de Noticias biobibliográficas del autor, por / Luis
González Obregón. (2 vols.) México / Departamento editorial de
la Dirección General / de las Bellas Artes / 1917.

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CARÁCTER DE LOS MEXICANOS

L as naciones que ocuparon la tierra de Anáhuac antes de los españoles,


iaunque diferentes en idioma y en algunas costumbres, no lo eran en

el carácter. Los mexicanos tenían las mismas cualidades físicas y morales, la


misma índole y las mismas inclinaciones que los acolhuas, los tepanecas,
los tlaxcaltecas y los otros pueblos, sin otra diferencia que la que procede de
la educación; de modo que lo que vamos a decir de los unos, debe igualmente
entenderse de los otros. Algunos autores antiguos y modernos han procura­
do hacer su retrato moral; pero entre todos ellos no he encontrado uno solo
que lo haya desempeñado con exactitud y fidelidad. Las pasiones y las
preocupaciones de unos y la ignorancia y la falta de reflexión de otros, les han
hecho emplear colores muy diferentes de los naturales. Lo que voy a decir
se funda en un estudio serio y prolijo de la historia de aquellas naciones, en
un trato íntimo de muchos años con ellas y en las más atentas observaciones
acerca de su actual condición, hechas por mí y por otras personas imparcia­
les. No hay motivo alguno que pueda inclinarme en favor o en contra de
aquellas gentes. Ni las relaciones de compatriota me inducirían a lisonjearlos,
ni el amor a la nación a que pertenezco, ni el celo por el honor de sus individuos,
son capaces de empeñarme en denigrarlos: así que diré clara y sinceramente lo
bueno y lo malo que en ellos he conocido.
Los mexicanos tienen una estatura regular, de la que se apartan más bien
por exceso que por defecto, y sus miembros son de una justa proporción;

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buena encarnadura; frente estrecha, ojos negros; dientes iguales, firmes, blancos
y limpios; cabellos tupidos, negros, gruesos y lisos; barba escasa, y por lo
común, poco vello en las piernas, en los muslos y en los brazos. Su piel es
de color aceitunada. No se hallará quizás una nación en la tierra en que
sean más raros que en la mexicana los individuos deformes. Es más difícil
hallar un jorobado, un estropeado, un tuerto entre mil mexicanos, que entre
cien individuos de otra nación. Lo desagradable de su color, la estrechez
de su frente, la escasez de su barba, y lo grueso de sus cabellos, están equili­
brados de tal modo con la regularidad y la proporción de sus miembros,
que están en justo medio entre la fealdad y la hermosura. Su aspecto no
agrada ni ofende; pero entre las jóvenes mexicanas se hallan algunas blancas
y bastante lindas, dando mayor realce a su belleza la suavidad de su habla y
de sus modales, y la natural modestia de sus semblantes.
Sus sentidos son muy vivos, particularmente el de la vista, que conser-
van inalterable hasta la extrema vejez. Su complexión es sana, y robusta
su salud. Están exentos de muchas enfermedades que son frecuentes entre
los españoles; pero son principales víctimas en las enfermedades epidémi-
cas a que de cuando en cuando está sujeto aquel país. En ellos empiezan y
en ellos terminan. Jamás se exhala de la boca de un mexicano aquella feti­
dez que suele ocasionar la corrupción de los humores, o la indigestión de los
alimentos. Son de temperamento flemático, pero poco expuestos a las eva­
cuaciones pituitosas de la cabeza, y así es que raras veces escupen. Encanecen
y se ponen calvos más tarde que los españoles, y no son raros entre ellos los
que llegan a la edad de cien años. Los otros mueren casi siempre de enfer­
medades agudas.
Actualmente y siempre han sido sobrios en el comer; pero es vehementí-
sima su afición a los licores fuertes. En otros tiempos la severidad de las leyes
les impedía abandonarse a esta propensión; hoy la abundancia de licores y la
impunidad de la embriaguez trastornan el sentido a la mitad de la nación. Esta
es una de las causas principales de los estragos que hacen en ellos las enferme-
dades epidémicas, además de la miseria en que viven más expuestos a las impre­
siones maléficas y con menos recursos para corregirlas.
Sus almas son radicalmente y en todo semejantes a las de los otros hijos de Adán
y dotados de las mismas facultades; y nunca. los europeos emplearon más desacer­
tadamente su razón, que cuando dudaron de la racionalidad de los americanos.

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El estado de cultura en que los españoles hallaron a los mexicanos excede, en gran
manera, al de los mismos españoles cuando fueron conocidos por los griegos,
los romanos, los galos, los germanos y los bretones. Esta comparación bastaría
a destruir semejante idea, si no se hubiese empeñado en sostenerla la inhu­
mana codicia de algunos malvados. Su ingenio es capaz de todas las ciencias, como
la experiencia lo ha demostrado. Entre los pocos mexicanos que se han dedi­
cado al estudio de las letras, por estar el resto de la nación empleado en los
trabajos públicos y privados, se han visto buenos geómetras, excelentes
arquitectos y doctos teólogos.
Hay muchos que conceden a los mexicanos una gran habilidad para la
imitación, pero les niegan la facultad de inventar; error vulgar que se halla
desmentido en la historia antigua de aquella nación.
Son, como todos los hombres, susceptibles de pasiones; pero éstas no obran
en ellos con el mismo ímpetu, ni con el mismo furor que en otros pueblos. No
se ven comúnmente en los mexicanos aquellos arrebatos de cólera, ni aquel
frenesí de amor, tan comunes en otros países.
Son lentos en sus operaciones, y tienen una paciencia increíble en aque­
llos trabajos que exigen tiempo y prolijidad. Sufren con resignación los males
y las injurias, y son muy agradecidos a los beneficios que reciben, con tal que
no tengan nada que temer de la mano bienhechora; pero algunos españoles,
incapaces de distinguir la tolerancia de la indolencia, y la desconfianza de
la ingratitud, dicen a modo de proverbio, que los indios no sienten las injurias, ni
agradecen los beneficios. La desconfianza habitual en que viven con respecto
a todos los que no son de su nación, los induce muchas veces a la mentira
y a la perfidia; por lo cual la buena fe no ha tenido entre ellos toda la estima­
ción que merece.
La generosidad, y el desprendimiento de toda mira personal, son atributos
principales de su carácter. El oro no tiene para ellos el atractivo que para otras
naciones. Dan sin repugnancia lo que adquieren con grandes fatigas. Esta
indiferencia por los intereses pecuniarios y el poco afecto con que miran a
los que los gobiernan, los hacen rehusarse a los trabajos a los que los obligan,
y he aquí la exagerada pereza de los americanos. Sin embargo, no hay en
aquel país gente que se afane más, ni cuyas fatigas sean más útiles y más
necesarias.

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El respeto de los hijos a los padres y el de los jóvenes a los ancianos, son
innatos en aquella nación. Los padres aman mucho a los hijos; pero el amor
de los maridos a las mujeres es menor que el de éstas a aquéllos. Es común, si
no ya general en los hombres, ser menos aficionados a sus mujeres propias que
a las ajenas.
El valor y la cobardía, en diversos sentidos, ocupan sucesivamente sus
ánimos, de tal manera, que es difícil decidir cuál de estas dos cualidades es
la que en ellos predomina. Se avanzan intrépidamente a los peligros que
proceden de causas naturales; mas basta para intimidarlos la mirada severa
de un español. Esa estúpida indiferencia a la muerte y a la eternidad que
algunos autores atribuyen generalmente a los americanos, conviene tan sólo
a los que, por su rudeza y falta de instrucción, no tienen aún idea del juicio
divino.
Su particular apego a las prácticas externas de la religión, degenera fácil­
mente en superstición, como sucede a todos los hombres ignorantes, en cual­
quiera parte del mundo que hayan nacido; mas su pretendida propensión a la
idolatría, es una quimera formada en la desarreglada fantasía de algunos necios.
El ejemplo de algunos habitantes de los montes no basta para infamar a una
nación entera.
Finalmente, en el carácter de los mexicanos, como en el de cualquiera
otra nación, hay elementos buenos y malos; mas éstos podrían fácilmente
corregirse con la educación, como lo ha hecho ver la experiencia. Difícil es
hallar una juventud mas dócil a la instrucción que la de aquellos países; ni
se ha visto mayor sumisión que la de sus antepasados, a la luz del Evangelio.
Por lo demás, no puede negarse que los mexicanos modernos se diferencian
bajo muchos aspectos de los antiguos; como es indudable que los griegos moder­
nos no se parecen a los que florecieron en tiempo de Platón y de Pericles. En
los ánimos de los antiguos indios había más fuego, y hacían más impresión
las ideas de honor. Eran más intrépidos, más ágiles, más industriosos y más
activos que los modernos; pero mucho más supersticiosos y excesivamen-
te crueles.
I, 87-92.

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EDUCACIÓN DE LA JUVENTUD MEXICANA

E n el gobierno público, y en el doméstico de los mexicanos, se notan


irasgos tan superiores de discernimiento político, de celo por la justicia y

de amor al bien general, que parecerían de un todo inverosímiles, si no


constasen por sus mismas pinturas y por la deposición de muchos autores
diligentes e imparciales, que fueron testigos oculares de una gran parte de lo
que escribieron. Los que insensatamente creen conocer a los antiguos mexi­
canos en sus descendientes, o en las naciones del Canadá y de la Luisiana,
atribuirían a fábulas inventadas por los españoles cuanto vamos a decir
acerca de su civilización, de sus leyes y de sus artes. Por no violar, sin embargo,
las leyes de la historia, ni la fidelidad debida al público, expondré sinceramen-
te cuanto me ha parecido cierto, sin temor de la censura de los críticos.
La educación de la juventud, que es el principal apoyo de un Estado, y lo
que mejor da a conocer el carácter de cualquiera nación, era tal entre los mexi-
canos, que bastaría por sí sola a confundir el orgulloso desprecio de los que creen
limitado a las regiones europeas el imperio de la razón. En lo que voy a decir
sobre este asunto tendré por guías las pinturas de los mexicanos y los escri­
tores más dignos de crédito.
“Nada, dice el padre Acosta, me ha maravillado tanto, ni me ha pare-
cido tan digno de alabanza y de memoria, como el orden que observaban
los mexicanos en la educación de sus hijos.” En efecto, es difícil hallar una
nación que haya puesto mayor diligencia en un artículo tan importante

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a la felicidad del Estado. Es cierto que viciaban la enseñanza con la supers­
tición; pero el celo con que se aplicaban a educar a sus hijos, debe llenar
de confusión a muchos padres de familia de Europa, y muchos de los docu­
mentos que daban a su juventud podrían servir de lección a la nuestra. Todas
las madres, sin excluir las reinas, criaban los hijos a sus pechos. Si alguna
enfermedad se lo estorbaba, no se confiaba tan fácilmente el niño a una nodri­
za, sino que se tomaban menudos informes acerca de su condición y de la
calidad de la leche. Acostumbrábanlo desde su infancia a tolerar el hambre,
el calor y el frío. Cuando cumplían cinco años, o se entregaban a los sacer­
dotes para que los educasen en los seminarios, como se hacía con casi todos
los hijos de los nobles y con los de los reyes, o si debían educarse en casa,
empezaban los padres a doctrinarlos en el culto de los dioses y a enseñarles
las fórmulas que empleaban para implorar su protección, conduciéndolos
frecuentemente a los templos para que se aficionasen a la religión. Inspirá­
banles horror al vicio, modestia en sus acciones, respeto a sus mayores y amor
al trabajo. Los hacían dormir en una estera; no les daban más alimento que
el necesario para la conservación de la vida, ni otra ropa que la que bastaba
para la decencia y la honestidad. Cuando llegaban a cierta edad, les ense-
ñaban el manejo de las armas; y si los padres eran militares, los conducían
consigo a la guerra, a fin de que se instruyesen en el arte militar, se acos-
tumbrasen a los peligros y les perdiesen el miedo. Si los padres eran labra-
dores o artesanos, les enseñaban su profesión. Las madres enseñaban a las
hijas a hilar y tejer, las obligaban a bañarse con frecuencia para que estuvie­
sen siempre limpias, y en general procuraban que los niños de ambos sexos
estuviesen siempre ocupados.
Una de las cosas que más encarecidamente recomendaban a sus hijos,
era la verdad en sus palabras; y si los cogían en una mentira, les punzaban
los labios con espinas de maguey. Ataban los pies a las niñas que gustaban
salir mucho a la calle. El hijo desobediente y díscolo era azotado con ortigas,
y castigado con otras penas, correspondientes en su opinión a la culpa.

I, 335-337.

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LENGUA MEXICANA

N o perjudicaban al comercio mexicano las muchas y diferentes lenguas


ique se hablaban en aquellos países; porque en todos se aprendía y

hablaba la mexicana, que era la dominante. Esta era la lengua propia


y natural de los acolhuas y de los aztecas, y según he dicho en otra parte,
la de los chichimecas y toltecas.
La lengua mexicana, de que voy a dar alguna idea a los lectores, carece
enteramente de las consonantes b, d, f, g, r y s. Abundan en ella la l, la x, la t,
la z y los sonidos compuestos tl y tz; pero con hacer tanto uso de la l, no
hay una sola palabra que empiece con aquella letra. Tampoco hay voces
agudas, sino tal cual vocativo. Casi todas las palabras tienen la penúltima
sílaba larga. Sus aspiraciones son suaves y ninguna de ellas es nasal.
A pesar de la falta de aquellas seis consonantes, es idioma rico, culto
y sumamente expresivo: por lo que lo han elogiado extraordinariamente
todos los europeos que lo han aprendido, y muchos lo han creído superior al
griego y al latín; pero aun, que yo conozco sus singulares ventajas, nunca
osaré compararla a la primera de estas dos lenguas clásicas.
De su abundancia tenemos una buena prueba en la Historia Natural
del doctor Hernández; pues describiendo en ella mil y doscientas plantas
del país de Anáhuac, doscientas y más especies de pájaros y gran número
de cuadrúpedos, reptiles, insectos y metales, apenas hay un objeto de éstos
al que no dé su nombre propio. Pero, ¿qué extraño es que abunde en voces

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significativas de objetos materiales, cuando ninguna le falta de las que se
necesitan para expresar las cosas espirituales? Los más altos misterios de
nuestra religión se hallan bien explicados en lengua mexicana, sin necesidad
de emplear voces extranjeras. El padre Acosta se maravilla de que teniendo
idea los mexicanos de la existencia de un Ser Supremo, creador del cielo
y de la tierra, carezcan de una voz correspondiente al Dios de los españoles,
el Deus de los latinos, al Theós de los griegos, al El de los hebreos y al Aláh de
los árabes; por lo que los predicadores se han visto obligados a servirse del
nombre español. Pero si este autor hubiese tenido alguna noticia de la lengua
mexicana, hubiera sabido que lo mismo significa el Teotl de aquel idioma,
que el Theós de los griegos; y que la razón que tuvieron los predicadores para
servirse de la voz Dios, no fue otra que su excesivo escrúpulo, pues así como
quemaron las pinturas históricas de los mexicanos, sospechando en ellas alguna
superstición, de lo que se queja con razón el mismo Acosta, así también dese­
charon el nombre teotl, porque había servido para significar los falsos númenes
que aquellos pueblos adoraban. Pero, ¿no hubiera sido mejor adoptar el ejemplo
de San Pablo, el cual hallando en Grecia adoptado el nombre Theós, para
expresar unos dioses mucho más abominables que los de los mexicanos, no sólo
se abstuvo de obligar a los griegos a adorar el El o el Adonai de los hebreos,
sino que se sirvió de la voz nacional, haciendo que desde entonces en
adelante se entendiese por ella un Ser infinitamente perfecto, supremo y eterno?
En efecto, muchos hombres sabios que han escrito después en lengua mexi­
cana, se han valido sin inconveniente del nombre de Teotl, así como se sirven
de Ipalnemoani, Tlóque Nahuáque y otros que significan ser supremo, y que
los mexicanos aplicaban a su dios invisible. En una de mis disertaciones
daré una lista de los autores que han escrito en mexicano sobre la religión
y sobre la moral cristiana; otra de los nombres numerales de aquella lengua, y
otra de las voces significativas de las cosas metafísicas y morales, para confun­
dir la ignorancia y la insolencia de un autor francés que se atrevió a publicar
que los mexicanos no podían contar más allá del número tres, ni expresar
ideas morales y metafísicas, y que por la dureza de aquella lengua no ha
habido español que haya podido pronunciarla. Daré sus voces numerales con
que podían contar hasta cuarenta y ocho millones, a lo menos, y haré ver
cuán común ha sido entre los españoles aquella lengua, y cuán bien la han
sabido los que en ella han escrito.

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Faltan a la lengua mexicana, como a la hebrea y a la francesa, los nombres
superlativos, y como a la hebrea y a la mayor parte de las vivas de Europa,
los comparativos; pero los suplen con ciertas partículas equivalentes a las
que en aquellas lenguas se adoptan con el mismo fin. Es más abundante que
la italiana en diminutivos y aumentativos, y más que la inglesa y todas las
conocidas, en nombres verbales y abstractos, pues apenas hay verbo de que
no se formen verbales y apenas hay sustantivo y adjetivo de que no se formen
abstractos. Ni es menos fecunda en verbos que en nombres, pues de cada
verbo salen otros muchos de diferente significación. Chihua, es hacer; chichihua,
hacer aprisa; chihuilia, hacer a otro; chihualtia, mandar hacer; chihuatiuh, ir
a hacer; chihuaco, venir a hacer; chiuhtiuh, ir haciendo, etcétera. Más pudiera
decir sobre este asunto, si me fuera lícito traspasar los límites de la historia.
El modo de conversar en mexicano varía según la condición de la perso­
na de quien se habla, o con quien se habla; para lo cual sirven ciertas partículas
que denotan respeto y que se añaden a los nombres, a los verbos, a las prepo­
siciones y a los adverbios. Tatli quiere decir padre; amota, vuestro padre;
amotatzin, vuestro señor padre. Tleco, es subir; pero usado como mandato
a una persona inferior, es xitleco; si como ruego a un superior o persona
respetable, ximotlecahui; y si aun se quiere manifestar todavía más sumisión,
maximotlecahuitzino. Esta variedad, que tanta urbanidad y cultura da al
idioma, no lo hace por eso más difícil, porque depende de reglas fijas y fáci­
les, en términos que no creo que exista uno que lo exceda en método y
regularidad.
Los mexicanos tienen, como los griegos y otras naciones, la ventaja de
componer una palabra de dos, tres y cuatro simples; pero lo hacen con más
economía que los griegos, porque éstos adoptan las voces casi enteras en la
composición y los mexicanos las cortan, quitándoles sílabas, o a lo menos
letras. Tlazotli quiere decir apreciado o amado; mahuitztic, honrado y reve-
renciado; teopixqui, sacerdote; voz compuesta también de teotl, dios, y del
verbo pia que significa guardar; tatli es padre, como ya hemos dicho. Para
formar de estas cinco palabras una sola, quitan ocho consonantes y cuatro
vocales y dicen, por ejemplo, notlazomahuizteopixcatatzin, que quiere decir:
mi apreciable señor padre y reverenciado sacerdote, añadiendo el no, que
corresponde al nombre mío, e igualmente el tzin, que es partícula reverencial.
Esta palabra es familiarísima a los indios cuando hablan con los sacerdotes

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y especialmente cuando se confiesan; y aunque se compone de tantas letras,
no es de las mayores que tienen, pues hay algunas que por causa de las muchas
voces de que se componen, tienen hasta quince o dieciséis sílabas.
De estas composiciones se valen para dar en una sola voz la definición
o la descripción de un objeto. Así se ve en los nombres de animales y plantas,
que se hallan en la Historia Natural de Hernández, y en los de los pueblos, que
tan frecuentemente ocurren en la historia. Casi todos los nombres que impu­
sieron a las ciudades y villas del imperio mexicano, son compuestos, y
expresan la situación o localidad de aquel punto, o alguna acción memora­
ble de que fue teatro. Hay muchas locuciones expresivas, que son otras tantas
hipotiposis de los objetos, y particularmente en asunto de amor. En fin,
todos los que aprenden aquella lengua, y ven su abundancia, su regularidad
y sus hermosísimas expresiones, son de parecer que semejante idioma no
puede haber sido el de un pueblo bárbaro.
I, 319-397.

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ORATORIA Y POESÍA

E n una nacion que poseía tan hermoso idioma no podían faltar orado-
ires y poetas. Cultivaron, en efecto, los mexicanos aquellas dos artes,

aunque estuvieron muy lejos de conocer sus ventajas. Los que se destinaban
a la oratoria, se acostumbraban desde niños a hablar con elegancia y aprendían
de memoria las más famosas arengas de sus mayores, que la tradición conser­
vaba, trasmitiéndolas de padres a hijos. Su elocuencia lucía especialmente
en las embajadas, en los consejos y en las arengas gratulatorias que se diri­
gían a los nuevos reyes. Aunque sus más célebres arengadores no pueden
compararse con los oradores de las naciones cultas de Europa, es preciso confe­
sar que sabían emplear graves raciocinios y argumentos sólidos y elegantes,
como se echa de ver en los trozos que se conservan de su elocuencia. Aún
hoy, reducidos a tanta humillación y privados de sus antiguas instituciones,
hacen en sus juntas razonamientos tan justos y bien coordinados, que causan
maravilla a quien los oye.
Los poetas eran aún más numerosos que los arengadores. Sus versos
observaban el metro y la cadencia. En los fragmentos que aún existen, hay
versos que en medio de las voces significativas, tienen ciertas interjecciones,
o sílabas privadas de significación, que sólo sirven para ajustarse al metro; mas
quizá éste era un abuso de que sólo echaban mano los poetastros. Su lengua­
je poético era puro, ameno, brillante, figurado y lleno de comparaciones con
los objetos más agradables de la naturaleza, como las flores, los árboles,

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los arroyos, etcétera. En la poesía era donde con más frecuencia se servían
de las voces compuestas, y solían ser tan largas que con una sola se formaba
un verso de los mayores.
Los argumentos de sus composiciones eran muy variados. Componían
himnos en honor de sus dioses o para implorar los bienes de que necesita­
ban, y los cantaban en los templos y en los bailes sacros; poemas históricos
en que se referían los sucesos de la nación y las acciones gloriosas de sus
héroes, y éstos se cantaban en los bailes profanos; odas que contenían alguna
moralidad o documento útil; finalmente, piezas amatorias, o descriptivas de
la caza, o de algún otro asunto agradable, para cantarlas en los regocijos públi­
cos del séptimo mes. Los compositores eran, por lo común, los sacerdotes
y enseñaban las poesías a los niños, a fin de que las cantasen cuando llega­
sen a mayor edad. En otra parte he hecho mención de las composiciones
poéticas del célebre rey Nezahualcóyotl. El aprecio que aquel monarca hacía
de la poesía, impulsó a sus súbditos a cultivarla, y multiplicó los poetas
en su corte. De uno de éstos se cuenta en los anales de aquel reino, que
habiendo sido condenado a muerte por no sé qué delito, hizo en la cárcel
unos versos, en los cuales se despedía del mundo de un modo tan tierno y tan
patético, que los músicos de palacio, sus amigos, formaron el proyecto de cantar­
los al rey, y éste se enterneció de tal manera, que concedió la vida al reo;
suceso extraordinario en la historia de Acolhuacan, en que sólo se hallan
ejemplos de la mayor severidad.

I, 397-399.

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FRANCISCO XAVIER ALEGRE
(1729-1788)

Nació en Veracruz, el 12 de noviembre de 1729; entró a la Compañía


el 19 de marzo de 1747; pasó a Italia en 1767; murió cerca de Bolonia, el
16 de agosto de 1788. De su interesantísima biografía, escrita en latín por su
compañero el padre Manuel Fabri, he incluido en esta selección los pasajes
principales, en la versión de don Joaquín García Icazbalceta.
Dejando a un lado sus obras poéticas –algunas de ellas, importantísimas,
como su versión latina de la Ilíada y su poema épico latino la Alejandríada–,
me he limitado a espigar algunos fragmentos de sus dos principales obras
en prosa: sus Instituciones Teológicas y su Historia de la Compañía de Jesús en
la Nueva España. De esta última obra existen, como se sabe, dos redaccio­
nes, salidas ambas de la pluma del padre Alegre: la que dejó escrita y casi
terminada en México al tiempo de la expulsión, y que fue posteriormente
editada por don Carlos María Bustamante (México, Imp. de J. M. Lara,
3 vols., 1841-1843), y el compendio de ella que redactó en Bolonia “casi de
memoria” y que acaba de ser publicado por don J. Jijón y Caamaño (México,
Porrúa, 2 vols., 1940-1941). Por su mayor concisión y viveza, he preferido
valerme de este compendio y tomar de él los pasajes que inserto.
He aquí las indicaciones bibliográficas de ambas obras:

Francisci Xaverii / Alegrii / Presbyteri Veracrucensis / Institutionum


Theologicarum Libri XVIII / In quibus omnia Catholicae
Ecclesiac Dogmata, Praecepta, My- / steria, Sacramenta, Ritus
adversus Paganos, Haereticos, / et Recentiores Philosophos

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Asseruntur, et Explicantur. / Tomus… / Complectens… / Vene-
tiis, / Typis Antonii Zattae, et Filiorum. / Superiorum Permissu,
ac Privilegio.
(7 vols.; los tres primeros, de 1789; el cuarto y quinto, de 1790;
el sexto y séptimo, de 1791.)

Memorias para la historia / de la provincia que tuvo la / Compañía


de Jesús en Nueva España / Escritas por el padre / Javier Alegre
/ de la misma Compañía. / Publicadas / J. Jijón y Caamaño I
Individuo de número de la Academia Nacional de Historia
de / Quito . I México (2 vols.), 1940 (y 1941).

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ORIGEN DE LA AUTORIDAD

1. No es la superioridad intelectual

H ay entre los hombres, a pesar de la absoluta igualdad de naturaleza,


idesigualdad de ingenios. Porque unos son intelectualmente torpes

y tardos, otros agudos y perspicaces. Y por este capítulo piensan algunos que
nace en éstos el derecho de mandar y en aquéllos la necesidad de obedecer:
juzgan que los torpes y tardos son por naturaleza siervos de los sabios y talen­
tosos, en el sentido en que dijo Eurípides (en su Ifigenia) que los griegos
debían imperar a los bárbaros, porque los griegos –afirmó– son por naturale­
za libres y los bárbaros por naturaleza siervos. Sostuvieron tal sentencia, con
Ginés de Sepúlveda, algunos españoles, a quienes egregiamente refuta-
ron Bartolomé de las Casas y Domingo Soto.
Engañándose aquéllos, en verdad, por el texto de Aristóteles en el libro
I de su Política (cap. I), que dice: “El que es capaz de conocer y preordenar
lo que debe hacerse en el futuro, es por naturaleza príncipe y señor; mientras
que los que por su fuerza y robustez corporal pueden ejecutar los manda-
tos, son por naturaleza súbditos y siervos; por lo que dijeron los poetas ser
justo que los griegos dominaran a los bárbaros”. Engañáronse, digo, por tales
palabras del filósofo. Porque Aristóteles no habla de un dominio en acto (para
decirlo en términos de la escuela), sino de la idoneidad para el dominio,
como lo interpretan Santo Tomás, Henisio, Grocio, Pufendorf y todos los

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buenos estimadores de las cosas. Así pues, si algunos han de mandar, es
más conveniente a la naturaleza que los prudentes manden a los necios y no
los necios a los prudentes: por lo que los dotados de prudencia y de ingenio
parecen nacidos para mandar, los dotados de corporal robustez para servir.
Porque –como dijo Apuleyo– aquel que ni por dotes naturales ni por indus­
tria personal es capaz de ordenar rectamente su vida, es mejor para él ser
gobernado por otro y no tener potestad de mandar. En tal sentido debe
entenderse aquello de Agesilao que leemos en Plutarco: que los pueblos
de Asia dejados a su libertad son malos, y buenos si se les somete a la servi­
dumbre; y lo que de Calígula se dice en Tácito: que nunca hubo un siervo
mejor ni un peor amo que él.
Ahora bien: para que los hombres sufran alguna disminución de la natural
libertad que todos por igual gozan, menester es que intervenga su consentimien­
to –expreso, tácito o interpretativo–, o algún hecho de donde otros adquie-
ran el derecho de quitársela aun contra su voluntad. La desigualdad, por
tanto, de ingenios no pudo por sí sola dar derecho a mandar; pudo, sí, ser
ocasión de desigualdad política, ya sea por voluntad propia como en el caso
en que uno espontáneamente se someta a la dirección de otro, o bien por
pública autoridad como cuando el pretor asigna un tutor a los pupilos o un
curador a un pródigo…

2. Mucho menos es la superioridad física o fisiológica

Hay también entre los hombres desigualdad natural en cuanto a la robustez


y fuerza corporal: son unos más corpulentos y poderosos, otros más débiles. Y
de esta fuente pensó Hobbes (de la Ciudad, c. 15) que provenía el derecho de
mandar en los más fuertes y en los débiles la necesidad de obedecer, dicien­
do: “El derecho de reinar y de castigar las transgresiones a las leyes viene
de la sola potencia a la que no se puede resistir… A aquellos, pues, a cuya
potencia no se puede resistir, de su misma potencia les nace el derecho de
mandar”. Porque, como se lee en Dionisio de Halicarnaso (lib. 1): una ley
eterna y a todos común ha establecido que los peores obedezcan a los
mejores. Y esa ley –dice el legado de los Atenienses en la historia de Tucídi­
des (lib. 5)– no fuimos nosotros los primeros en darla ni los primeros en

18
usarla, sino que la recibimos de la antigua costumbre y usamos de ella creyen­
do que durará perpetuamente: porque siempre se ha usado entre los hombres
que los vencedores manden a quienes vencieron. Antiquísima, en verdad,
es la ley (leemos en Plutarco, Vida de Camilo) que otorga a los fuertes el
dominio de los cobardes y tal ley rige desde Dios hasta a los ínfimos anima­
les, pues también entre éstos ha establecido la naturaleza que los más fuertes
sean preferidos a los débiles. Y Calicles dice en el Gorgias de Platón: la natu­
raleza misma, según pienso, demuestra ser justo que los más poderosos y
robustos sean en todo superiores a los demás.
Debe, sin embargo, absolutamente rechazarse tal sentencia, digna de hombres
feroces y tiranos: en parte, por la razón que antes dimos al hablar de la fuerza
coactiva de la ley,1 y en parte porque, como argumenta Pufendorf la sola
fuerza física puede, sí, moverme contra mi inclinación a sujetarme por algún
tiempo a la voluntad del que me fuerza, con el fin de evitar sus violencias;
mas apenas desaparezca ese temor, nada me impide obrar según mi voluntad
y despreciar sus mandatos. Y cuando uno no puede alegar más que su fuerza
para pretender que yo me conduzca según su arbitrio, nada me prohibirá –si
mis propias razones me inducen a obrar de otro modo– que ensaye todos
los medios para sacudir aquella violencia y reivindicar mi libertad. Porque
–como dijo un poeta– “el que cumple su oficio movido sólo por la amenaza
del castigo, se cuida un poco mientras cree que su acción será conocida, pero
si espera que permanecerá oculta torna de nuevo a obrar conforme a su incli­
nación natural”; por lo que San Pablo (Efes., VI) dice que los tales obedecen
sólo “al ojo” y bajo la mirada del amo.
Confesamos, ciertamente, ser como ley de la naturaleza que los más
fuertes dominen a los débiles, pero tal es la ley de la naturaleza animal –que
nos es común con los brutos–, no de la naturaleza racional. Y la razón, no
el apetito sensitivo, es la regla y norma de las acciones humanas. Por lo cual
–dijo admirablemente Plinio el Joven en el Panegírico de Trajano–, la ley de
la naturaleza no otorgó el imperio entre los hombres a los más fuertes, como
sucede entre los brutos…

1
 Alegre probó anteriormente (I. VIII, Prop. I, n. 5) que la mera coacción física no constituye la
esencia de la ley, aunque la justa potestad coactiva forma parte de la autoridad de mandar.

19
3. La autoridad se funda en la naturaleza social del hombre,
pero su origen próximo es el consentimiento de la comunidad

Decimos en primer lugar que los principados y reinos han sido estableci-
dos por el derecho de gentes.2 Mas este derecho de gentes se basa en la
natural necesidad del hombre y en la equidad natural. Porque es natural
para el hombre –dice Santo Tomás (I de Regimine Principum, c. 1)– el vivir
con muchos en sociedad, y es necesario que haya entre los hombres quien
gobierne y dirija a la multitud. Porque mientras cada uno provee a sus propias
conveniencias, la multitud se dispersa hacia objetos diversos si no hay quien
cuide del bien común, ya que las utilidades de los particulares son contrarias
entre sí, y lo que a una persona o familia es útil, es dañoso o pernicioso para
otras. Por lo cual dice el Libro de los Proverbios (c. 29): “Donde no hay
gobernante, el pueblo se disipará”. Porque no basta la multitud desorgani­
zada para constituir una sociedad civil; sino que es menester que, además
del interés privado que a cada quien mueve a su propio bien, haya también
quien promueva el bien común de la multitud. Por eso entre los brutos –donde
cada uno busca sólo su propio bien y nadie el de todos– no puede haber estado
o sociedad civil.
Los hombres, por su parte, reunidos al principio en hordas sin, ningunos
pactos o convenciones –como leemos en Platón (en el “Protágoras”)–, causában­
se mutuamente injurias y daños en una común guerra de todos contra todos,
que Hobbes llamó “cuasi natural”. Por tal causa veíanse forzados a apartarse
los unos de los otros; mas así dispersos o agrupados sólo por familias,
padecían los asaltos de las fieras y se hallaban expuestos a las acometidas
de grupos enemigos más fuertes o más numerosos. Fue, pues, necesario
que vivieran reunidos en sociedad y congregados bajo una autoridad, que
mantuviera a todos en el cumplimiento del deber. Y en este sentido pienso
que dijo rectamente Horacio (I Sat., 3): es preciso confesar que los derechos
nacieron del temor a la injusticia. Porque, si no fuera por el temor a los ene­
migos no podría la ciudad mantenerse unida: por temor a los enemigos,

2
 Para Alegre, como para muchos de los antiguos escolásticos, el derecho de gentes no es un derecho
meramente positivo o convencional, sino que sus preceptos son a manera de “conclusiones inmediatas”
o casi inmediatas de la ley natural. (Cfr. I. VI, Prop. IX, n. 5; y I. VI, Prop. XI, n. 12.)

20
pues, uniéronse los hombres en una ciudad y después en una comunidad de
muchas ciudades, que es lo que llamamos un reino. Quita de las ciudades a
los príncipes –dice el Crisóstomo (Homilía 6 al pueblo de Antioquía)–,
y llevaremos una vida irracional semejante a la de las fieras irraciona-
les, mordiéndonos los unos a los otros, mutuamente devorándonos: el más
poderoso al más débil, el más audaz oprimiendo al más tímido. Por lo que
dice Grocio que los hombres se unieron en sociedad civil, no por mandato
expreso de Dios –que en ninguna parte se encuentra–, sino espontáneamen­
te impulsados por la experiencia que tenían de la debilidad de las familias
aisladas y de su impotencia para resistir a las violencias de los otros.
Para la conservación, pues, de la sociedad civil se introdujo y estableció
la civil autoridad. Pero al reunirse muchas familias para fundar una ciudad,
o bien establecieron que todo lo referente al bien común debería ser decre­
tado por el común sufragio de todo el pueblo, y éste es el que se llama Imperio
o régimen democrático; o confiaron el cuidado del bien común a unos pocos,
los más dignos y prudentes, y éste es el llamado Imperio o dominio aristocráti­
co; o bien se entregó a uno solo, por común consentimiento, la administración
de la cosa pública, y éste se llama Imperio Monárquico. Todo Imperio, por
tanto, de cualquier especie que sea, tuvo su origen en una convención o pacto
entre los hombres. Porque ningún reino –bien lo dijo Pufendorf– nació
de la guerra o de la mera violencia, aunque muchos con guerras se hayan
acrecentado…

4. La autoridad civil no viene inmediatamente de Dios


a los gobernantes, sino mediante la comunidad

A lo que antes dijimos parece oponerse la opinión de quienes juzgan que


todo derecho de mandar, y por tanto todo reino e imperio, viene de Dios:
luego no procede de la voluntad o institución de los hombres. Y prueban
el antecedente con muchos testimonios de los mismos príncipes: así, en la
ley I, cap. de Summa Trinitate se dice que el soberano recibe su poder
“por voluntad celeste”, y en otra ley (c. de quadr. praescript), se afirma: “Por
voluntad divina recibimos las insignias imperiales.” Y expresiones seme-
jantes se hallan muchas en la recopilación auténtica del Nuevo Derecho.

21
Además, todos los reyes cristianos han usado fórmulas como estas: Carlos,
por la gracia de Dios, emperador de los romanos; Felipe, por la gracia de
Dios, rey de las Españas; Ludovico, por la gracia de Dios, rey de Francia
y de Navarra; y otras semejantes. Además, Hornio y otros se esfuerzan en
probar por la razón el mismo antecedente. Porque –dicen– ni los hombres
aislados, ni la mera multitud desorganizada, tienen el derecho del mando
supremo: luego no pueden darlo al gobernante por ellos elegido. Agregan
el texto de la Escritura que dice: “No hay potestad si no es venida de Dios”
(A los romanos, 13); y el que se lee en el evangelio de San Juan (c. 19):
“No tendrías contra mí potestad alguna si no te hubiera sido dada de arriba.”
Así pues, concluyen, los hombres eligen o designan a la persona, pero Dios es
quien inmediatamente confiere al elegido la autoridad o jurisdicción…
…Mas todos esos argumentos son de ninguna fuerza. Porque el que
los príncipes afirmen haber obtenido el imperio por la demencia, favor, benig­
nidad y gracia de Dios, es algo ciertamente dicho con gran verdad y sabi-
duría. Porque –como dice Tulio (en el “Sueño de Escipión”)– nada hay
en la tierra más agradable a Dios, soberano que rige toda este mundo, que
los concejos y asambleas de hombres jurídicamente asociados que son los
estados o ciudades. Y Aristóteles igualmente había dicho (I Polit., c. 2): el
primero que instituyó una ciudad, fue ciertamente autor de grandísimos
bienes para los hombres. Y sin autoridad –dice el ya citado Cicerón (3 de
Las Leyes)– nada puede subsistir: ni una casa, ni una ciudad, ni un pueblo,
ni menos la humanidad entera. ¿Cuál don, por tanto, más augusto y exce­
lente puede hacer Dios a un mortal, que el constituirlo como su vicario en
la tierra para común salud y tranquilidad de los hombres, pastor de pueblos
y gobernante, custodio y vengador de las leyes divinas y una a manera de
ley viva y animada? Nada hay, en verdad, más divino entre las cosas creadas
–escribe Dionisio (de la Jerarquía celeste, c. 3)– que el cooperar con Dios;
y como entre las creaturas es el hombre la más noble, cooperar con Dios a la
común felicidad terrestre del género humano y a su moralidad, tranquilidad
e incolumidad, es sin duda lo mayor y más glorioso: y tal es la misión princi­
pal de los reyes y príncipes, así como también de toda autoridad civil. Con
razón, pues, reconocen tal don como recibido de Dios: porque si Él no hubiera
destinado a éste o a aquél, a Carlos o a José, a ocupar la cima del Imperio,

22
ni los hombres lo hubieran elegido y creado rey, ni al otro le hubiera toca-
do la sucesión en el reino, ni el de más allá hubiera alcanzado la victoria en
la guerra. Pero para ello no es necesario que Dios inmediatamente elija rey a
éste, o le confiera la jurisdicción, ya que bien puede conferírsela por medio de
los hombres, de acuerdo con el orden natural de las cosas.
Y lo que decía Hornio, que la multitud desorganizada no puede confe­
rir la suma autoridad que ella misma no tiene, es falso. Porque, al someterse
cada uno con solemne promesa de fidelidad al imperio del soberano, cada
uno transfiere al rey el derecho que en sí mismo tenía. Y de todas estas
obligaciones de los particulares resulta el derecho del rey sobre todo y cada
uno de los ciudadanos. Lo cual una vez establecido, nace la potestad coacti­
va, mediante la cual nadie pueda impunemente despreciar los mandamientos
del rey así constituido y ayudado por la fuerza de todos los que a él se ligaron
y sometieron; ni tampoco podrá alguno pretender que se transfiera a otro la
autoridad regia. No hay, pues, potestad que no venga de Dios, pero o inmedia­
ta o mediatamente. Porque también la potestad de los Pretores o Gobernadores
o de cualquier otro magistrado inferior viene de Dios, pero no inmediatamen-
te, sino por medio de la voluntad del rey o soberano que los elige y les
confiere la jurisdicción. Por lo que Pilatos tenía potestad dada “de arriba”,
en cuanto que, aunque Tiberio era quien lo había constituido gobernador
de la Palestina, Tiberio eligió y confirió la potestad a aquel a quien Dios
había decretado que se le confiriese… Y aunque a veces los hombres elijan mal
o pequen en tal elección, sin embargo y a pesar de su mala voluntad, siempre
es elegido aquel rey o magistrado que Dios decretó y preordenó.

5. Mucho menos puede decirse que la autoridad civil provenga del


romano pontífice y que él la confiera a los príncipes

Mucho más gravemente yerran y se alejan de la verdad muchos de los antiguos


intérpretes del derecho canónico y teólogos, que afirman que, después de
fundada la Iglesia por Cristo, toda potestad civil proviene y depende del romano
pontífíce, y que de él reciben los reyes toda su jurisdicción y potestad…
…Tal opinión es ya enteramente anticuada, y todos los autores están de
acuerdo en que ni la potestad de los emperadores romanos, ni la de los

23
príncipes supremos, ni tampoco la jurisdicción de los magistrados civiles
inferiores, proviene de la Iglesia ni depende de la autoridad del roma-
no pontífice…
En otro lugar explicamos los hechos de algunos romanos pontífices, con
los que pretenden confirmar aquella opinión. Dio ocasión a tales hechos
y a dicha opinión de algunos escritores, la eximia piedad y religiosidad de
los príncipes cristianos que acostumbraron ser ungidos, coronados, procla-
mados reyes y recibir sus insignias de manos de los Sumos Pontífices, así
como también hacer sus reinos tributarios de la Iglesia y de San Pedro,
pedirles consejo como a padres y maestros comunes, sujetar muchas veces a
su arbitraje la resolución de sus disputas, y aun implorar su ayuda en contra
de otros príncipes. Mas todo lo que se dice o se hace simplemente como expre­
sión de honor o de piedad, no es de por sí fundamento de un derecho.

Institution. Theologic., lib. VIII,


Prop. IX. 8-17; t. IV, 67-78. Versión de G. M. P.

24
ANDRÉS DE GUEVARA Y BASOAZÁBAL
(1748-1801)

Nació, en Guanajuato, el 30 de noviembre de 1748; era colegial de San


Ildefonso de México en 1760; entró a la Compañía el 18 de mayo de 1764;
pasó a Italia en 1767; murió en Placencia, el 25 de marzo de 1801.
De sus Instituciones elementales de Filosofía existen probablemente tres
ediciones: la primera, hecha en Roma, según afirma en su prólogo el propio
Guevara (I, 6); otra, impresa en Guatemala, de la que da noticia Osores
(I, 296); y una tercera, hecha en Madrid, 1833, que es la que conocemos y
hemos usado para esta antología:

Institutionum / Elementarium / Philosophiae / ad usum studio-


sae juventutis / ab Andrea de Guevara / et Basoazabal, /
Guanaxuatensi Presbytero. / Tomus…, / complectens / … / Matri­
ti / Ex Typographia Regia. / 1833. (4 vols.)

25
LA FILOSOFÍA Y LOS FILÓSOFOS

N o hay, ciertamente, bajo la bóveda del cielo cosa alguna que con mayor
icertidumbre y solidez nos demuestre ser nacido el hombre para

grandes y sublimes empresas, que el nobilísimo deseo que lo arrastra e impe­


le, lo excita y lo urge a la ciencia. Hubo en todo tiempo varones ilustres por
su ingenio, que con laudables esfuerzos e ininterrumpidos sudores, sobre-
salieron en la gloria de las letras: lanzáronse a la conquista de la ciencia a
través de lugares abruptos y sin sendas usadas, pugnando entre sombras
por llegar a la inteligencia de las cosas, guiados sólo por la destreza de su
mente; traspasaron los mares, recorrieron el mundo y por largo tiempo
hiciéronse peregrinos siguiendo las huellas de la sabiduría; echaron mano
de cuantos recursos posee la debilidad de los mortales, para arrancar sus
secretos a la muda naturaleza que parece resistirse a entregarlos. Son éstos, en
verdad, aquellos hombres por cuya labor llegó a su adolescencia la gloria
y el decoro del género humano: bien supieron ellos ser hombres y no haber
nacido sólo para consumir los frutos de la tierra o envejecer en vanos place­
res, sino para cultivar la mejor y principal parte de sí mismos con la investiga­
ción de la soberanamente hermosa verdad. Ojalá que tal cosa comprendieran
ciertos jóvenes que –con tanto daño de la república y tan grande sonrojo
para la humana dignidad– entréganse a los placeres sin poner jamás térmi­
no a su ociosidad, bostezando noche y día, pública y privadamente, y dejando
entorpecerse sus facultades en increíble inacción. ¡Ojalá entendieran no
ser casi dignos de la humana convivencia y sociedad quienes –pudien­

26
do fácilmente aprender– desdeñan el estudio y la ciencia que los haría distin­
guirse de los animales carentes de razón, ni se esfuerzan por experimentar
alguna vez la capacidad intelectual de que están dotados. Lucha en el hombre
la avidez de saber, ingénita en su naturaleza, con el atractivo y halago de los
placeres; y no pocas veces, engañados por falsas apariencias, espontá­nea­
mente nos dejamos arrastrar al mal.
Mas no sería tan común esa errada elección si con seriedad y madurez
meditáramos cuán suave, cuán tranquila, cuán hermosamente viven quienes
por entero se consagran al estudio de las ciencias. Y en verdad, nada anhelo
con más ardor que el que vosotros, jóvenes mexicanos –a quienes con tanta
frecuencia recuerdo a despecho de la inmensa distancia que me separa del
suelo patrio, a quienes hablo desde lo más hondo de mi alma y cuyo bien
principalmente me importa–, abandonéis el prejuicio, que por desgracia
se ha apoderado de muchos, de que los estudios filosóficos dañan a la salud,
abrevian la vida y hacen al hombre indeciso, difícil en el trato y conversación
humana, pertinaz despreciador de los demás y vanamente orgulloso. Por lo
que toca al perjuicio de la salud y a la abreviación de la vida, Tulio, Lucano
y recientemente Feijóo, han podido tejer una serie de clarísimos varones
que, habiéndose consagrado sin interrupción a las letras, llegaron robus-
tos y fuertes a los ochenta, noventa, cien y aun más años de vida… Por lo
que atañe a los defectos que malignos calumniadores achacan como priva­
tivos a los literatos, advertid que tales defectos no son en manera alguna
consecuencia de las letras, sino de nuestra miserable naturaleza mortal. Porque
decidme: ¿cuál género de vida hay, cuál don de Dios, cuál beneficio de la
naturaleza o de los amigos, del cual no podáis fácilmente abusar si así lo
quisiereis? Mas todos vuestros esfuerzos deben enderezarse a perfeccionar
cuanto podáis la inteligencia que liberalmente recibisteis del supremo artífice,
a reunir para vosotros –por la investigación de la verdad– un tesoro nobilísi­
mo, a emprender el camino de las ciencias –camino, en verdad, ingrato y
espinoso en sus comienzos–, ordenando vuestra alma según la norma de una
templada modestia; a adquirir, en suma, un juicio prudente, humano y
sobrio en todas las cosas. Y no temo aseguraros que gustaréis un día la supre­
ma suavidad de las eruditas meditaciones, lograréis ascender a la cumbre
de la sabiduría y seréis honra y decoro de la patria.

I, 13-15.

27
DEFENSA DE LA FILOSOFÍA MODERNA

L o que con mayor vehemencia me impulsó a terminar con todos mis


iesfuerzos la obra que había comenzado, fue el deseo de que enteramen­

te caiga por tierra y desaparezcan hasta las últimas raíces de aquel prejuicio
que en otro tiempo habíase robustecido en la mente de muchos –con
grandísimo daño de los estudios–: que la filosofía moderna insensiblemen-
te conduce a la licencia irreligiosa, y que sus cultivadores, por consiguiente,
se exponen de voluntad al riesgo de volver las espaldas a la religión católi­ca.
He sabido, en verdad, con sumo placer que tal error de algunos cada día más
es combatido y derrotado entre mis conciudadanos. Pero si queda alguno
todavía, que tenazmente sostenga ese dictamen nada conforme a la razón,
ruégole que advierta cómo en esta gloriosísima urbe en que reina el vicario
de Cristo y cabeza de la Iglesia, esta moderna filosofía públicamente se culti­
va y se enseña en todas las escuelas; y cómo estas Instituciones Filosóficas
se imprimen en esa misma Roma, sede magnífica de la catolicidad. Es verdad
que muchos de los modernos filósofos han caído en graves errores; mas
igualmente erraron muchos antes de esta restauración de la filosofía, y no
hay por qué atribuir a doctrinas que versan sobre asuntos de física los errores
o crímenes que nacen de un corrompido corazón.
I, 5-6.

28
LA SABIDURÍA GRIEGA

E ntre los pueblos antiguos sobresale Grecia, cuyos filósofos dejaron a la


iposteridad, en multitud de libros, el tesoro de su sabiduría. Grecia, en

verdad, trajo a la filosofía un nuevo esplendor, a tal grado que puede decir­
se que fue un como almácigo de filósofos; no hubo en ella –como en otras
partes, en aquellos tiempos– uno que otro filósofo que, aunque envueltos
en diversas supersticiones, dieran los primeros pasos, lentos pero felices, en
el camino del saber, y que por medio de sus escritos y el renombre de su
ingenio ennoblecieran la filosofía y comunicaran a los hombres luces no
despreciables –si bien fugaces como relámpagos y destinadas en breve a
perecer–. Dijérase, en cambio, que Grecia recibió del cielo el singular don
de engendrar en su seno y alimentar hasta su perfecta robustez, por larga
serie de siglos, una gran copia de sabios, y de ser toda ella como una nación
de filósofos que con todas sus fuerzas se consagraran a la investigación de la
verdad, que enriquecieran con su incesante labor los conocimientos adqui­
ridos por sus antepasados, que por conquistar la sabiduría no dudaran en
abandonar la tranquilidad del ocio y los bienes paternos, ni temieran dejar a
sus amados conciudadanos y aun la patria dulcísima, y que –despreciando
todo lo demás– encanecieran en la profunda meditación, investigando y
contemplando los arcanos de la naturaleza y comparando entre sí los acon­
tecimientos y fenómenos del universo.
I, 23.

29
LA JUVENTUD Y
LA FILOSOFÍA MODERNA

N o puedo pasar en silencio lo que algunos falsamente creyeron: que la


imoderna filosofía es poco adecuada a la capacidad intelectual de los

adolescentes, y estar ya comprobado por la experiencia que los jóvenes


obtienen mayor fruto de la antigua que de la nueva filosofía. No es de este
lugar la refutación de semejantes prejuicios; mas séame permitido desatar
brevemente la dificultad.
Los actuales filósofos aman un estilo más culto y armonioso, el cual
maravillosamente deleita el ánimo y presenta con aspecto más amable las
imágenes de las ciencias: por lo que nadie debe admirarse de que algunos
oyentes –que vienen a los estudios sin dominar la lengua de los maes-
tros– saquen poco o ningún provecho. ¿Cómo quieres pulsar sabiamente
la lira sin haber antes aprendido las notas musicales que son como la lengua
del arte? ¿Cómo te arrojarás a realizar una labor de artesanía sin conocer
el lenguaje de los artesanos y los primeros elementos del oficio? Mas no sé
por qué errado consejo suele suceder que, en los países donde los maestros
enseñan en latín, lleguen los jóvenes al estudio de la filosofía sin haber antes
adquirido la necesaria perfección en la gramática y en las humanidades. De
donde nace un gravísimo mal: pues no pocos ascienden a los estudios de
filosofía que –si no se les traducen a la patria lengua los escritos latinos
del maestro– son para ellos tan ininteligibles como las obras en griego de
Aristóteles.
I, 8-9.

30
ELOGIO DE DESCARTES,
GALILEO Y BACON

D urante el siglo decimosexto –siglo, en verdad, sapientísimo en la teolo­


igía, en la ciencia de las costumbres y en las bellas letras– no se logró,

a pesar de todo, restituir la filosofía a su genuino esplendor. Porque aunque


en ese tiempo –como en el siglo anterior– quejábanse muchos de que en la
filosofía entonces comúnmente enseñada se echaba de menos la auténti­
ca filosofía, nadie acertaba a proponer otra más digna del ingenio humano;
y así, en aquel siglo tan lleno de luz no hubo quien fuera capaz de sacudir
el yugo de la esclavitud.
Estaba reservado ese triunfo a Renato Descartes, filósofo francés. Puso
el pie en el siglo decimoséptimo cuando apenas contaba cuatro años de edad,
ilustre por su prosapia pero muy más ilustre después por su noble libertad
de opinar en asuntos científicos y por las fértiles fatigas con que casi diríamos
que creó la filosofía o a lo menos enriquecióla magníficamente de dignidad
y esplendor.
Mas tampoco defraudaremos –pasando en silencio su debida alaban-
za– a Galileo Galilei, varón en verdad famoso, nacido en Florencia treinta
y dos años antes que Descartes. Por su vastísima erudición en asuntos
geográficos, por sus ingeniosísimos descubrimientos en la mecánica y sobre
todo a causa de sus doctrinas astronómicas, Galileo provocó en torno suyo
férvidas discusiones durante su vida, mas dejó a la posteridad un nombre
celebérrimo.

31
Contemporáneo de Galileo floreció en Inglaterra Francisco Bacon, mar-
qués de Verulamio, que concibió grandes y sublimes proyectos enderezados a
lograr la verdadera restauración de las ciencias. Para el bien de las mismas
escribió sus libros tan elogiados acerca del progreso de los conocimientos huma­
nos, de la dignidad y el nuevo órgano de las ciencias, de los fenómenos del
universo, y otros muchos de primerísima utilidad e importancia, mal que les
pese a ciertos malignos envidiosos de la gloria británica…
Pero fue ciertamente Descartes el primero que cambió toda la faz de la
filosofía; quien, con. generoso impulso, quebrantó las antiquísimas cadenas
de la servidumbre, y con su ingenio libre y robusto sacudió los viejos prejuicios;
quien se atrevió a luchar él solo contra el formidable ímpetu de todas las es-
cuelas, puso en tela de juicio todas las opiniones filosóficas hasta someterlas
a la prueba de un severo examen, y altamente proclamó que la razón debía
anteponerse a la autoridad humana y la verdad reciente al encanecido prejuicio.
Claro es que este filósofo, llevado por su férvido ingenio, no siempre alcanzó
las verdaderas causas con las que intenta explicar los fenómenos de la natura-
leza; sino que a veces gratuitamente afirmó haberlas encontrado. Mas la
grandeza de su obra está, sobre todo, en haber destronado al gigantesco coloso de
la entonces reinante filosofía, que –mientras permaneciera incólume– no deja-
ba nacer la luz de la verdad; y en haber echado los cimientos de un nuevo
método de filosofar, preparando así el camino para que los hombres –en cuan-
to lo permite nuestra natural limitación– bebiéramos la verdad en la fuente
purísima de la razón.
I, 62-64.

32
EXHORTACIÓN AL ESTUDIO
DE LA FILOSOFÍA

R éstame sólo, oh jóvenes mexicanos, dirigiros nuevamente la palabra para


irogaros con la mayor insistencia que améis el estudio con especial

predilección y os entreguéis con toda el alma al cultivo de la filosofía. Ya sea


que os sonría la fortuna o que os agobien las adversidades, ora prosigáis
los estudios teológicos o bien los de la jurisprudencia, sea que vistáis la toga
o que os arrebate la gloria de las armas, o que militéis entre los ministros de
Dios; ricos o pobres, en el retiro de vuestra casa o en las públicas asambleas,
en la ciudad o en el campo; ya sea que converséis con un conciudadano o con
un extranjero, con un sabio o con un ignorante, o que alguna vez –lejos de
vuestra patria–recorráis las más remotas regiones del mundo: siempre y en
todas partes la filosofía será para vosotros noble y erudito reposo, consuelo
en las tribulaciones, útil y suavísimo solaz en todas las circunstancias y vicisi­
tudes de la vida.
I, 69-70. Versión de G. M. P.

33

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