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LEIRO, SIN TRIBECA DE FONDO

Antonio Muñoz Molina (EL PAÍS, 22 MAR 2008)

Leiro llega de Galicia trayendo una bolsa con dos panes enormes, redondos, de corteza
oscura y excrecencias abruptas, con un tacto áspero que deja en los dedos un polvo de
harina, dos panes que ya parecen dos esculturas de Leiro y que requieren la anchura y la
fuerza de sus manos para ser partidos bíblicamente encima de la mesa. Leiro llega a
Madrid a la hora de comer con el doble cansancio del viaje y el del trabajo en su taller
de Cambados, donde ha estado supervisando el embalaje y el transporte de algunas de
las esculturas que se verán unos días más tarde en la galería Marlborough. Las tareas
solitarias del artista de pronto cobran una escala y una complicación de traslado de
grandes mercancías. Leiro dibuja pequeños bocetos en hojas que pega de cualquier
manera en la pared de su estudio, pero esas formas pueden crecer luego hasta
dimensiones colosales, en un proceso en parte controlado y en parte dictado por la
naturaleza de los materiales. El boceto no es la imagen de lo que será el resultado final,
sino un mapa tentativo de un territorio todavía no explorado, el plano de un tesoro que
sólo se sabe muy vagamente dónde está. El boceto puede convertirse en una cabeza
enorme hecha de placas de hierro o en una llama fantástica, entre andina y marciana,
que tiene cuernos pero no pezuñas y se mira en un espejo turbio y resulta ser por lo
tanto Narciso.

Grúas, poleas, cables, camiones, cuadrillas de operarios hacen falta para que las
esculturas salgan del taller y encuentren su sitio en el mundo, que puede ser la amplitud
blanca de una galería o la intemperie ingrata de un barrio recién inaugurado y hasta de
una carretera. Con sus dos panes enormes en una bolsa Leiro llega exhausto y agitado
de su taller en Galicia y ha de marcharse cuanto antes a su taller de Madrid para
supervisar el transporte de más esculturas, y luego deberá organizarlas todas en el
espacio de la galería, que casi se queda pequeño cuando ya están todas en su sitio: la
llama o vicuña fantástica y el esquiador volante sobre un armazón de esquís que no se
sabe si son traviesas combadas de acero inoxidable; el Simeón Estilita que parece de
madera pero es de bronce pintado y se sostiene sobre una columna que podría ser el
corcho de una botella gigantesca; la mujer tumbada que tiene de lejos algo de la
carnalidad obscena de un desnudo de Wesselmann o de Jeff Koons pero que revela al
acercarnos a ella su pesada textura de madera tallada; el bicho con cabezón de angelote
y joroba terminada en un cuerno o en una pinza de cangrejo mutante; el centauro con
cara de paisano burlesco que tiene dos orejas que podrían identificarlo como un híbrido
lejano de centauro y Mickey Mouse; la cabeza enorme de hierro que se aposenta en el
suelo como una cabeza olmeca o como la cabeza amputada de una figura hercúlea que
hubiera sido derribada hace siglos por una furia iconoclasta o por la simple ruina del
tiempo.

Leiro dibuja bocetos muy pequeños y trabaja en estudios muy grandes, pero sus
esculturas crecen hasta ocupar todo el espacio disponible, y él mismo, tan fornido, se
queda desmedrado por comparación con ellas. En un parque de Valdemoro hay un
astronauta suyo de acero inoxidable que parece flotar en plena ingravidez aunque pesa
toneladas y mide cuatro metros de altura. En una plaza de Nueva York, hace unos años,
seis bronces suyos se alineaban en lo alto de una escalinata con una rotundidad de
ídolos de la isla de Pascua que tenían de fondo el espolón cromado del edificio Chrysler.
La galería deja de serlo para convertirse en un museo de Historia Natural en el que de
algún modo se hubieran infiltrado animales fantásticos, en un zoológico de criaturas
anfibias donde están sucediendo delante de nuestros ojos las metamorfosis más raras de
la naturaleza y las de la mitología. Las apariencias engañan o son el síntoma de la
transformación: la carne humana es madera, la madera en realidad es bronce, el bronce
es acero inoxidable, la piedra es hierro, el hierro ya se está transformando en ese óxido
que nos mancha los dedos cuando lo tocamos.

El día de la inauguración Leiro lleva un traje como el que habría estrenado para las
fiestas de verano en Cambados. Parece ligeramente fuera de lugar, pero eso le pasa a
muchos artistas cuando muestran su obra y ya no tienen más que hacer, al menos por un
tiempo, y no saben bien qué hacer con la holganza, siendo ellos gente acostumbraba a
trabajar a solas y a hacerlo con las manos, y viéndose además en la obligación de
saludar, de mantener conversaciones sociales y hasta de dar explicaciones sobre lo que
muy poco antes no las necesitaba. De tanto estar embebidos y a solas con su trabajo los
mejores artistas desarrollan, como los artesanos antiguos y como los hortelanos junto a
los que yo crecí, un principio de misantropía, que a veces acentúan con un grado más o
menos ficticio de torpeza social. Leiro, en Madrid, está tan fuera de lugar y tan en su
sitio como en Cambados o en Nueva York, esquivo y como a lo suyo pero sabiendo
muy bien el terreno que pisa, sólidamente instalado en una originalidad que el paso de
los años no amortigua, en una maestría sin sombra de amaneramiento; las formas surgen
de su imaginación y del trato con los materiales con la misma felicidad inventiva de su
juventud, aunque con toda la solvencia que sólo dan los largos años de experiencia.
Leiro tiene una parte de artesano contumaz y otra de bromista pop, un humorismo entre
vanguardista y cazurro que suele manifestarse en los títulos que elige para sus obras. El
centauro con orejas casi de Mickey Mouse se llama Centaurrato. El astronauta ciclópeo
de Valdemoro podría estar flotando ingrávidamente con los brazos extendidos y
también podría estar a punto de darse un morrazo contra el suelo. La escultura de la
mujer desnuda se titula Barbara's Barbecue: por su actitud podría estar bronceándose al
sol en una playa, pero Leiro la ha puesto encima de una rústica parrilla que podría ser
también la del martirio de San Lorenzo.

Siempre inquieto, de un lado para otro, Leiro sale de la galería para fumarse un
cigarrillo al aire tibio de la noche de marzo, quizás para aliviarse un rato de la necesidad
de seguir dando explicaciones. Se me hace raro verlo con el fondo de una calle de
Madrid, y no entre las perspectivas quebradas de su barrio de Tribeca, a donde ya tendrá
muchas ganas de volver, y donde los volúmenes de los edificios irradian una
magnificencia escultórica. De Nueva York a Cambados, de Madrid a Nueva York, de
los bosques y las canteras y las fundiciones donde nacen los materiales y las formas de
sus obras a las galerías en las que se exhiben, Francisco Leiro es un viajero fatigado y
sin sosiego que nunca se mueve de su sitio.

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