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Arte y Letras, Filosofía

Cómo sobrevivir en un mundo


posapocalíptico con ayuda de Hobbes
Publicado por Javier Bilbao

The last of us. Imagen: Naughty Dog, Inc.

La idea es recurrente en multitud de historias de ciencia ficción. Una catástrofe


global de cualquier tipo, ya sea una guerra nuclear, una pandemia o un cambio
climático repentino, provoca la muerte de millones de personas y destruye las
infraestructuras fundamentales para la vida moderna. Quedan supervivientes,
sí, pero resultan ser demasiados para los escasos recursos ahora disponibles; el
Estado ha colapsado y, con él, el monopolio de la violencia que le atribuimos
en el pacto social. El resultado inevitable es la lucha sin cuartel entre los
individuos o grupos autoorganizados por la supervivencia. Hay un constante
miedo y un constante peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del ser
humano es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. Un paisaje desolador,
en definitiva. Pero entonces vemos un fantasma recorriendo las ruinas
humeantes entre las que asoma algún que otro cráneo humano, acercamos el
foco y resulta ser Thomas Hobbes, a quien con voz de ultratumba le oímos
exclamar: «¡Yo ya lo dije!». Veamos entonces qué decía y a continuación
valoraremos qué podríamos aplicar.

¿Por qué los seres humanos vivimos juntos? Según escribió en De Cive hay
varios motivos para ello. Si nos asociamos por razones de comercio, cada uno
no estará mirando por el bien del prójimo, sino por el de su propio negocio. Si
es para desempeñar algún proyecto, añadía, se producirá una cierta amistad
de conveniencia, que tiene más de envidia que de verdadera amistad, y de la
que a veces pueden pueden surgir algunas facciones, pero nunca buena
voluntad. En tercer lugar también puede ocurrir que nos reunamos con una
finalidad puramente lúdica, para disfrutar de la mutua compañía. Nuestro autor
admitía esa posibilidad, sí, pero a continuación procedía a mirarla más de
cerca. En tales encuentros lo que más nos gusta es hablar de los demás, y no
de forma generosa precisamente. Por ello, sugería, «no anda desacertado
quien tiene la costumbre de marcharse de las reuniones siempre el último».
Pero este ilustre pensador no quería ser tachado de receloso y admitía que,
aparte de hacerle pitar los oídos a los ausentes, esos momentos de alegre trato
social podían dar lugar a otros comportamientos, y cito un párrafo que no tiene
desperdicio:

Si acontece que una vez reunidos los hombres pasan el rato contando historias,
y uno de ellos empieza a contar una que se refiere a sí mismo, al instante
todos los demás quieren también, de una manera avariciosa, hablar de ellos
mismos. Si uno relata un hecho prodigioso, los demás te hablarán de milagros,
si han tenido experiencia de ellos; y si no, se los inventarán. Por último, diré
algo de quienes pretenden ser más sabios que otros. Si se reúnen a hablar de
filosofía, fijaos en cuántos hombres quieren ser tenidos por maestros; y si no lo
son, no solo no aman a sus compañeros filósofos, sino que hasta llegan a
perseguirlos con odio.

En conclusión, está claro que Hobbes necesitaba urgentemente un abrazo. Se


ve que nadie se lo dio y poco después escribiría Leviatán, donde desarrolló con
gran brillantez tales ideas, que para entenderlas hay que comprender dos
aspectos fundamentales de su contexto. Nació en Inglaterra, aunque su trabajo
como tutor de la realeza le permitió viajar por Europa durante la primera mitad
del siglo XVII, donde entró en contacto las ideas novedosas en torno a la física
del movimiento que estaban circulando de autores
como Galileo, Descartes, Kepler y Mersenne. La aportación de nuestro
autor fue adaptarlas a las ciencias sociales. Veía a los seres humanos como
bolas de billar que chocan unas contra otras modificando su trayectoria,
rebotando, deteniéndose o saliendo disparadas; podría decirse que era
newtoniano aunque Newton por entonces aún solo fuera un niño. Una medida
del mecanicismo que le inspiraba la encontramos en la introducción de su obra
más conocida, cuando se preguntaba: «¿Qué es el corazón sino un muelle?
¿Qué son los nervios sino cuerdas? ¿Qué son las articulaciones sino ruedas que
dan movimiento a todo el cuerpo?». Una persona es una máquina y la sociedad
en su conjunto un mecanismo a mayor escala que puede comprenderse,
diseñarse… y romperse, devolviéndonos al estado de naturaleza inicial.

Retrato de Hobbes, por John Michael Wright. (DP)

El segundo aspecto que sirve de clave para entender su obra es la


incertidumbre política que vivió y el subsiguiente cambio de régimen, que le
obligó a vivir en el exilio durante algo más de una década, en la que
precisamente engendró su Leviatán. Como decíamos, su trabajo como tutor le
hizo estar vinculado a la realeza, una cercanía que también encontró eco en su
producción intelectual, con la publicación de diversas obras y libelos en favor
de la monarquía en una época de creciente enfrentamiento de esta con el
parlamento desde la llegada al poder de la dinastía Estuardo a comienzos del
siglo. Así que temiendo por su vida se exilió a París en 1640 y solo dos años
después estalló la guerra civil. Este enfrentamiento tuvo una excepcional
trascendencia, no solo para Inglaterra sino para el mundo, pues suponía
cuestionar el orden tradicional para dar lugar a la modernidad. El rey Carlos
I fue decapitado bajo el principio de que «no hay hombre sobre la ley» y tras
un largo periodo de turbulencias llegaría la Revolución Gloriosa. Con ella, la
primera monarquía constitucional, que trajo un parlamento elegido
democráticamente (tampoco en sentido estricto, dado que solo el 2% de la
población tenía derecho a voto, pero algo es algo) y unas reformas políticas
que propiciaron que en el siglo siguiente Inglaterra pudiera iniciar su revolución
industrial. Aunque inteligente y leído, Hobbes carecía del don de la premonición
y lo que vio desde un primer momento fue derramamiento de sangre y
anarquía, así que sobre ello reflexionó y escribió.

La base de su edificio teórico era lo que denominaba ley natural, que consistía
en «un precepto o regla general, descubierto mediante la razón, por el cual a
un hombre se le prohíbe hacer aquello que sea destructivo para su vida, o
elimine medios para conservarla». De esa forma, partiendo de que la
naturaleza nos ha hecho lo suficientemente iguales a todos como para que
hasta el más débil pueda matar al más fuerte bien con sus propias manos o en
contubernio, existe una desconfianza inicial de todos hacia todos que se ve
reforzada por el hecho de que esa misma igualdad hace presentes en todos
nosotros tres inclinaciones que son la mecha de la violencia y la guerra: la
competencia, la desconfianza y la gloria. La primera surge de la limitación de
los recursos disponibles, y dado que todos creen tener derecho a ellos la
fricción es inevitable. La segunda proviene del afán de seguridad, es decir, el
miedo a ser atacado muchas veces puede llevar a realizar un ataque
preventivo. Pero a su vez el adversario, aunque no quiera atacar, puede temer
un ataque preventivo y lanzar el suyo antes… Una espiral de desconfianza
paranoica que inevitablemente desemboca en la guerra y que fue mucho
tiempo después magistralmente expuesta por Groucho Marx en Sopa de
ganso:

Sería indigno de la confianza que se ha puesto en mí si no hiciera cuanto esté


en mis manos por poner a nuestra amada Libertonia en paz con el mundo. Será
para mí un placer hablar con el embajador Trentino y ofrecerle mi mano en
nombre de la patria y en prenda de buena voluntad. Estoy convencido de que
él aceptará este gesto con el espíritu que lo impulsa… ¿Pero y si no lo acepta?
No faltaba más que eso, que yo le tendiera la mano y él se negara a aceptarla.
¡Iba a quedar bien mi prestigio! ¡Yo, el jefe de un país, humillado por un
embajador extranjero! ¿Pero quién se ha creído que es ese mequetrefe para
venir aquí a humillarme delante de mi pueblo? ¡Qué deshonor, yo le tiendo mi
mano con la mayor cordialidad y esa hiena se niega a aceptarla, ¡ese hombre
es una víbora ponzoñosa! ¡Pero yo le daré su merecido! (aparece en escena el
embajador) ¡Vaya! ¿Con que se niega a aceptar mi mano, eh? (le arrea una
bofetada preventiva y entonces, efectivamente, tiene lugar la guerra).

La tercera, decíamos, era la gloria, y proviene de la estima que se tiene por


uno mismo y que en consecuencia se exige de los demás hacia uno: «pues no
aprobar lo que otro hombre dice implica estar acusándole tácitamente de estar
equivocado en el asunto de que habla. Y si son muchas las cosas en las que
disentimos de otro, ello equivale a estar diciéndole que le tenemos por
estúpido. Partiendo de esto quizá pueda explicarse que no haya guerras más
encarnizadas que las que se dan entre sectas de la misma religión». Suena
pesimista, pero la historia parece darle la razón una y otra vez…

The Day. Imagen: Parlay Media.


Así que si somos conscientes de las tres inclinaciones mencionadas —
competencia, desconfianza y gloria— universalmente compartidas, nuestro
también común miedo a la muerte nos llevará a razonar normas para la paz,
esto es, «leyes naturales». La primera ley natural la establece así:

Cada hombre debe procurar la paz hasta donde tenga esperanza de lograrla; y
cuando no puede conseguirla, entonces puede buscar y usar todas las ventajas
y ayudas de la guerra.

Y la segunda se deriva de ella, y dice esto:

Un hombre debe estar deseoso, cuando los otros lo están también, y a fin de
conseguir la paz y la defensa personal hasta donde le parezca necesario, de no
hacer uso de su derecho a todo, y de contentarse con tanta libertad en su
relación con los otros hombres como la que él permitiría a los otros en su trato
con él.

Aquí está la clave de bóveda de su pensamiento y de la que se sigue con lógica


impecable todo lo que expondrá a continuación. Por propio interés uno
renuncia a parte de sus derechos y a parte de su libertad con el fin de
comprometer a otro, y ello tiene un nombre: contrato. Sus teorías sobre los
contratos son extensas, acordes a los usos de la naciente burguesía comercial
de su tiempo y no las abordaremos aquí, dado que al fin y al cabo hoy en día
forman parte del ordenamiento jurídico que rige nuestras vidas. Los contratos
implican someterse al arbitraje de un tercero dado que «ningún hombre debe
ser juez o árbitro de su propia causa» y ante ese juez «ningún hombre estará
obligado a acusarse a sí mismo». Una idea por entonces muy novedosa, más
adelante aplicada en la legislación de un nuevo país que se llamaría Estados
Unidos y que hoy en día nos resulta muy familiar por las películas de juicios
bajo la fórmula mil veces oída de «señoría, me acojo a la Quinta Enmienda». Si
además este árbitro tiene un poder coactivo, si se delega en él el uso de la
violencia, entonces las partes ya no se agredirán entre sí por miedo a este
ente, al que llama inspirándose en el terrorífico monstruo marino descrito en el
Antiguo Testamento, Leviatán, y que nosotros llamamos hoy día por su nombre
de pila, Estado. Un Estado del que, en consecuencia de lo anterior, Hobbes
deduce que sus leyes deberán ser públicas e irretroactivas. Con el fin de que
sea más estable también señala —y en esto pone especial énfasis— que en él
la distribución de derechos y deberes sea igualitaria entre sus habitantes (con
ciertos cargos, por ejemplo, distribuyéndose de forma rotatoria o por sorteo),
de esa manera todas las partes estarán más interesadas en mantener ese
orden.

¿Qué podríamos aplicar de todo lo anterior al nuevo escenario?

Uno de los clichés más reconocibles del subgénero de ciencia ficción


posapocalíptica gira en torno a los personajes incapaces de adaptarse al nuevo
mundo y sus nuevas reglas. Para quien logra sobrevivir a ella, la catástrofe
supone otro reparto de cartas en la vida, una ruptura traumática con la
posición que ocupaba en la jerarquía social, con el lugar en el mundo que había
lograrlo encontrar y los seres queridos que le rodeaban. En este sobrevenido
ecosistema humano de corderos y lobos, muchos no logran encajar el golpe y
pasan a estar entre los primeros, mientras que los nuevos lobos se reclutan de
entre aquellos que a menudo mantenían un perfil bajo en el mundo anterior,
dado que las habilidades que ahora se requieren no suelen ser las que
proporcionaban prestigio e ingresos (trabajadores manuales, policías, militares,
exconvictos…). Inesperadamente las convenciones sociales que tanto nos
preocupaban —como el dinero— pierden todo valor, mientras que aquello que
dábamos por supuesto se convierte en la meta a alcanzar. Ese mundo del día
después es, en definitiva, una actualización del experimento mental con el que
los denominados filósofos del contrato social —Locke, Rousseau y Hobbes
— tanto han elucubrado, el «estado de naturaleza» que les permitía ver con
perspectiva teórica la sociedad en la que estaban inmersos.

De manera que la primera y más fundamental lección de nuestro autor es que


al margen de la civilización la vida será —según su célebre definición
— solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. Porque los otros dos
mencionados tenían, en ese aspecto al menos, una visión bastante más
ingenua. Una vez seamos conscientes del papel de depredador que habremos
de ejercer, lo siguiente ya vendrá rodado. De ello se derivará la conciencia de
la propia fragilidad, la preferencia por integrarse en grupos preferentemente
más igualitarios (con menos riesgo de romperse entonces) y bajo un claro
liderazgo, grupos capaces de interactuar con otros sometiéndose a un arbitraje
de terceros y así, paso a paso, reconstruir la autoridad estatal. Aunque héroes
de este subgénero como Max Rockatansky o el del estupendo cómic español
titulado Hombre, de José Ortíz y Antonio Segura, no siguen este camino y
tienden a ser tipos solitarios, hay un rasgo común que los caracteriza: son
fieles a la palabra dada, que es la forma más elemental de contrato que existe.
Aún a riesgo de que al tender la mano la otra parte se niegue a aceptarla,
aquello que al presidente de Libertonia tanto preocupaba. Así que por lo tanto,
y más allá de las apariencias, nunca dejaron de ser civilizados.

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