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¿Qué tanto puede parecerse un escritor a su obra?

El periodista Daniel Titinger reconstruye la vida y el mito de Julio Ramón Ribeyro en Un hombre flaco (UDP).

Por Mónica Yemayel.

Ribeyro agonizaba en París y el artista


encargado de diseñar la tapa de La palabra
del mudo se decidió por el color naranja.
Era 1973 y la primera vez que se publicaría
en Perú una recopilación de los cuentos del
escritor peruano que vivía en Francia;
todavía el artista sigue convencido de que
ese color, “el color vital”, fue decisivo para
conjurar la muerte. Ribeyro vivió veinte
años más, murió en 1994, poco antes había
recibido, a los 65 años y con todos los
honores, el Premio de Literatura
Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.
Ahora, dos décadas después, Daniel
Titinger -periodista peruano, ex editor de la
revista Etiqueta Negra– publica un libro que
«no es una biografía tradicional sino un
perfil: algo así como una biografía de las
pasiones de Ribeyro». Un libro, también, de
tapas anaranjadas. «Lo he tomado como un
homenaje personal a mi escritor preferido,
con el que crecí y por quien me decidí a
hacer lo que hago», escribe en Un hombre
flaco.
Titinger vuelve sobre las pasiones del escritor y pone en duda el relato oficial. Documentos,
testimonios y una suma de detalles, minucias, naderías son recobrados del olvido para develar
de aquel hombre –siempre enfermo, siempre al borde del risco- una imagen tremendamente
vital. El libro descubre a “otro” Ribeyro que, aún arrinconado por las tragedias cotidianas, no
dejaba de encontrar en el humor y la ironía un modo de sobrevivencia.
«¿Qué tanto puede parecerse un escritor a su obra?», se pregunta Titinger. Tal vez el escritor no
era ni tan gris, ni tan frágil, ni tan triste, ni tan proclive al fracaso como los hombres extraídos
de la realidad que poblaron sus relatos. Desde París le escribía a su hermano: «No encuentro
temas. Te agradecería me suministres anécdotas del barrio, cosas que hayas visto últimamente
entre la gente del pueblo (obreros, panaderos, choferes, etc.) por insignificantes que sean.
Necesito cosas concretas para estimular mi imaginación». Cuánto había de apariencias, de juego
en ese hombre al que le decían “el mudo” porque casi no hablaba. Titinger lo dice así: «Ribeyro
parecía un personaje de sus cuentos, pero podría tratarse solo de un disfraz».
*
Durante dos años de entrevistas me han hablado mucho sobre Alida de Ribeyro…
Me han dicho, por ejemplo, que es mala.
No de una maldad inofensiva, sino la encarnación misma del mal.
*
Dos mujeres alteran el pulso del relato. La viuda de Ribeyro cruza el libro de principio a fin
revelando la trama incierta del matrimonio que duró hasta poco antes de la muerte del escritor -
y también la naturaleza de esa mujer sostén.
Ribeyro llegó a vender su biblioteca para comprar tabaco –los ejemplares de Balzac se
convertían en paquetes de Lucky; los de Flaubert en atados de Gauloises-; tuvo momentos de
pobreza extrema y una vez se juró, llorando a orillas del Sena, después de que un caballero
francés le negara un cigarrillo, no volver a sentirse así de indigente. Nunca más, escribió, pediría
un cigarrillo. Es difícil saber cuánto pesó ese juramento en el casamiento con Alida, pero Titinger
no convalida la maldad sin matices: «Nadie dice que Alida lo salvó. A Ribeyro le sirvió de bastón,
de ancla, de salvavidas». Sobre la vida de Alida después de la muerte de Ribeyro, sobre las
páginas inéditas que atesora -cientos o miles- su mirada no duda: «se convirtió en el feroz
paradigma de la viuda literaria: una mujer dispuesta a cortarle la yugular a quien pretendiera
tocar el legado de su marido».
Ana Chávez estuvo al lado del escritor en el final de su vida y consiguió sus mejores sonrisas.
Era 1993, Ribeyro había dejado para siempre París y andaba en bicicleta con amigos por las
calles de Lima. A veces, yendo al encuentro de esa mujer joven; al verlos pasar la gente los
reconocía y exclamaban: “Ahí van los regios”. La presencia de Anita abrazando todavía a Ribeyro
sobrevuela la historia como un pecado asombroso para un hombre al que casi no le quedaba
cuerpo. «Querida Anita», escribe el periodista en un mail, pidiéndole una entrevista, «tú fuiste el
amor de su vida, la persona que Julio Ramón quiso más, con quién fue más feliz en su hora más
feliz». Unas páginas después de la extensa carta -resaltada con una tipografía diferente; una
carta inesperada en la que el periodista queda completamente expuesto en su deseo, en su
pasión, en su necesidad de calmar una obsesión-, la respuesta dice: «Todavía no he aprendido a
hablar de él. Fue y es mi amor, mi pasión, mi contraseña.»
*
En Un hombre flaco se lee a Ribeyro a través de las entradas de su diario personal, La tentación
del fracaso, que lo acompaña durante la primera parte de su carrera, entre 1955 y 1978. El
resto, se cree, son miles de páginas que su viuda se niega a publicar. Titinger lee y escucha en
el presente lo que ha recolectado en su reporteo y lo confronta con esas hojas del pasado (un
encuentro íntimo que ya había practicado en un relato que llamó “Diario de un diario”). Cuando
la crítica lo encumbraba por Los gallinazos sin plumas, Ribeyro escribía: «Mi opinión ha oscilado
entre el entusiasmo más ardiente y la decepción más desgarradora». Cuando una editorial
francesa rechazaba Crónica de San Gabriel por su “aplastante influencia de Faulkner”, él
escribía: «Ahora bien, jamás en mi vida he leído una línea de Faulkner».
Daniel Titinger también escucha a la viuda. Escucha al hijo. Y escribe líneas como estas: «En
1966, Ribeyro se casó con Alida y tuvo un hijo, Julio Ramón, al que llamarían Julito. Se mudó a
un edificio desangelado en la Place Falguière, alejado del centro de París. Ese mismo año
escribió: Me acerco a los 40 sin gloria, sin dinero, sin salud, sin influencia, sin tranquilidad, sin
perspectivas». Y de un día que Ribeyro se había quedado al cuidado del niño, Titinger recoge
esta entrada desesperada: «Duérmete, por favor, me voy a volver loco, tengo que trabajar.»
En cambio, casi no hay citas de los cuentos. La cuñada de Ribeyro le pregunta al periodista: «
¿Has leído su cuento “Solo para fumadores”? Es como su biografía.» Pero ni una palabra del
cuento. En París, la viuda le dice que “Surf”, el último relato que escribió su marido son «cinco
páginas perfectas, una obra maestra donde Julio Ramón anuncia su muerte». Titinger esboza el
argumento y transcribe una única línea en una sutil omisión planificada.
*
«No se parece en nada a su padre», así presenta a Julio Ramón Ribeyro, Julito, 46 años. Luego,
la entrevista:
-Con ese nombre no hay manera que pases desapercibido.
-No estoy seguro de eso –dice-, la gente mayor o de mi generación sí se da cuenta, pero
la gente joven cada día menos… y eso me preocupa no por mí sino por la obra. Lo
importante es que la obra perdure.
-¿Y qué pasa con la obra que no ha sido publicada?- le pregunto. (Titinger se refiere a
las páginas que guarda su madre, a los diarios posteriores a 1978, a las cartas a su
hermano, a un libro de cuentos que se dice estaba escribiendo.)
-Mira, lo quiero decir claramente y de una vez por todas: no hay más obra. Es una
fantasía.

-¿Eres lector?
-No como mi padre, no tanto.
-¿Has leído todo lo de tu padre?
-No, no he leído… ¿Tú has leído todo?

-¿Has buscado en el disco duro de la computadora que él tenía aquí, en el
departamento?
-Sí, y tampoco hay nada. O sea, nada, ahí no están esos famosos cuentos.
-Qué mala noticia. Tú deberías seguir manteniendo la leyenda.

Están en el mismo departamento barranquino donde el escritor vivió los últimos cuatro años de
su vida. Enfrente, el mar que inspiró “Surf”, el cuento de cinco páginas en las que un escritor se
sienta escribir el libro que le daría la gloria, sigue allí, repitiéndose.

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