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Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 4 – Miérc. 31 de agosto de 2016
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad 1. 3. Gusto, arte y política después de Kant. Las estéticas del
primer romanticismo: la ironía y el sistema. Puntos 1 y 2.

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En la clase de hoy vamos a leer Sobre el estudio de la poesía griega, de Friedrich Schlegel,
publicado en 1797, como un libro de crítica cultural, es decir, trataremos de leer en él,
transversalmente, lo que tiene de crítica cultural. La pregunta de partida, para abordar este texto en
relación a nuestro programa, es: ¿cuál es el estado social del gusto hacia 1797? Y un poco después
nos preguntaremos: ¿hasta qué punto lo que Kant teoriza en la Crítica del Juicio refleja y hasta qué
punto contradice lo que sucede en la sociedad burguesa respecto del gusto? Es decir, hasta qué punto
la estética kantiana es revolucionaria -en el sentido de la Revolución francesa- y hasta qué punto es
burguesa -una reproducción de los límites y las posibilidades de la burguesía de su tiempo-. En la
aspiración a universalizar el juicio de gusto –tal como la venimos leyendo en estas clases- radica la
paradoja de la burguesía en el siglo XVIII. La clase recién ascendida aspira a universalizar el juicio
de gusto cuando no tiene una clase inferior (sólo una superior) que puede disputarle ese derecho
(negándoselo). En todo caso, es la burguesía la que le disputa ese privilegio a la clase superior, pero
no tiene quién se lo dispute a ella. Al convertir el gusto en un derecho (para que deje de ser un
privilegio) la burguesía no podrá evitar que en el futuro ese derecho deba ser nuevamente ampliado.
De lo que se trata, en la relación entre gusto y política en el siglo XVIII, es de la ampliación del
derecho al juicio de gusto a favor de la burguesía como clase en ascenso, cuando ella no tiene nadie

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por debajo de sí con quien compartirlo.
En este sentido, para Schlegel, el presente estético (hacia 1797) está dominado por la
categoría de lo interesante, a la que define como lo que tiene valor estético provisional (página 57
de la traducción castellana del Studium). Bello, para los europeos realmente existentes de fines del
siglo XVIII, es sinónimo de interesante. La diferencia entre interesante y bello, en sentido kantiano,
es radical; para Kant, bello es lo que place de manera desinteresada. Lo bello kantiano, entendido
como lo contrario de lo interesante, es lo contrario de lo que se entiende por bello en la sociedad
burguesa.
En primera instancia, lo interesante, como la categoría estética socialmente vigente, es el
resultado de que el punto de vista estético –como fenómeno ilustrado- se construya como un punto
de vista del receptor. El fenómeno del juicio estético es un fenómeno social, no un fenómeno
artístico. Representa una parte sustancial del giro hacia el sujeto propio de la filosofía moderna (de
Descartes a Kant), no una parte de un giro dentro del círculo de las artes. No hay revolución artística
que justifique el punto de vista estético: es una revolución social, si se quiere, la que se anuncia en el
juicio de gusto pensado como derecho, como “universalizable”. No hay un giro en las artes,
equivalente del giro hacia el sujeto que se da en la filosofía moderna, hasta el primer romanticismo,
del que Schlegel –el joven Schlegel- es parte e ideólogo.
Si lo bello kantiano, como lo desinteresado, es lo contrario de lo interesante, y el gusto, hacia
el final del siglo XVIII, está dominado por la categoría de lo interesante, lo que se advierte, como
primera conclusión, es que el gusto ha sido hasta ahora un problema del receptor, es decir, un
problema del contemplador de obras de arte, o bien el contemplador de paisajes, de jardines, o de
mobiliario. La del contemplador es, precisamente, la figura del esteta, no la del artista.
En este sentido, el arte –contra lo que cree Kant- forma parte más de lo agradable, dice
Schlegel, que de lo bello. Es algo que produce interés, antes que desinterés: es difícil que la relación
burguesa con el arte pueda ser pensada, desde el punto de vista de la sociedad, como desinteresada;
la relación burguesa con el arte, en la sociedad del siglo XVIII, es de interés, de un profundo interés.
La categoría estética que domina el sensus communis realmente existente –contra el que postula la
filosofía kantiana- es la categoría de lo interesante. Lo que buscan los receptores en el arte, igual

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que en la naturaleza, en la comida, en el sexo, en la decoración o en los libros de viajes, es lo
interesante (lo que tiene un valor estético provisional). Al comienzo del Studium, Schlegel describe,
con absoluta impiedad, cuál es la relación cuasi terapéutica –podríamos decir hoy- que los receptores
establecen con las obras de arte. Así y todo, admite que esa relación no rebaja, por sí sola, la
artisticidad de las obras de arte.

El arte no se pierde por el hecho de que la gran masa de todos los que no sólo son groseros, sino que
también están equivocados, de los que son más bien malformados que incultos, dejen de buen grado
de dar pasto a su imaginación con todo lo que es simplemente extraño o nuevo, sólo para llenar la
infinita vaciedad de su ánimo con cualquier cosa, para huir por algunos instantes de la insoportable
longitud de su existencia. [Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega, trad. Berta
Raposo, Madrid, Akal, 1996, p. 59]

Schlegel, a su modo, busca salvar al arte de su uso social dominante: la mera fruición. Es
kantiano, en este punto, o, si se quiere, más kantiano que Kant: postkantiano. Más allá de que la
contemplación de obras de arte, hacia finales del siglo XVIII, sea eminentemente interesada –
interesada en que conlleve al sujeto, como rédito, poder cargar con el peso de su existencia-, el arte
no por eso pierde su artisticidad.
Él no dice que el arte de su época sea decadente o destinado sólo a satisfacer la abulia de las
clases dominantes, sino que no hay manera de que la relación con el arte no esté mediada por un
interés, y que éste sea, precisamente, el forjador de una imaginación inestable, además de delicada.
Una imaginación que siempre tiene como meta la búsqueda lo nuevo o lo extraño es una
imaginación debilitada. El juicio de gusto padece como vicio lo que Kant ve como su virtud: la
capacidad de abstraer la forma del contenido se vuelve inagotable. El sujeto de ese tipo de juicio se
cansa, cada vez con mayor rapidez, de las formas conocidas y busca formas nuevas. Se deja llevar
por lo que se presenta como extraño o como nuevo, pero lo extraño o lo nuevo, una vez conocido,
rápidamente deja de serlo (porque al juicio de gusto le sigue el juicio de conocimiento).

El nombre del arte es profanado cuando se le llama poesía a esto: a jugar con imágenes

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extravagantes o infantiles para estimular deseos lánguidos, lisonjear sentidos apáticos y halagar
paladares groseros. [Ídem, pp. 59-60]

El énfasis en lo grosero o en lo inculto pareciera tener que ver con esta masa -como la llama
Schlegel- de personas que se suman, todas juntas, como clase, al consumo del arte en términos de
novedad o extrañeza. Pareciera que la situación de los artistas, a fines del siglo XVIII, es la de
satisfacer una demanda de novedad, producto de que se ha incorporado al juicio estético una masa
de personas que antes no cultivaba los placeres del arte, de la comida, de la bebida o del disfrute del
ocio. Casi podemos entender la posición de Schlegel como la de un crítico cultural reaccionario, en
cuanto a esta situación de los recién llegados. Antes que ver lo que esto tiene de benéfico este
carácter de masa, es decir, el hecho de que cada vez más personas hacen uso libre de sus facultades
de conocimiento para experimentar placer en el campo de las artes o de la comida, la bebida y los
paisajes, lo que encuentra es una presión por lo nuevo. Pero no es exactamente así como habría que
pensar la lectura de Schlegel. Si bien su punto de vista es el del crítico cultural, la manera en la cual
enfoca el problema del gusto conlleva una identificación con el artista, antes que con el receptor. Ese
es su punto de quiebre con la estética kantiana.
La postura schlegeliana, a diferencia de la kantiana, es de empatía con el artista, antes que de
empatía con el receptor. Es como si quisiera decir: nosotros, los artistas, estamos bajo la presión de
un público que no para de demandar novedad y extravagancia. No es que ese público esté gozoso de
extraer la forma de cualquier objeto cotidiano para producir juicios de gusto, sino que pide cada vez
con más énfasis nuevos objetos u objetos extravagantes con los que hacer uso libre de sus facultades.
Se trata de un público que rápidamente se cansa de lo bello y busca lo bello como nuevo o extraño.
Al contrario de lo que pensaba Kant, la categoría de lo bello no puede no ser interesante, hasta el
punto de que su lugar lo ocupa directamente la categoría de lo interesante. Podríamos incluso decir:
bello no es lo que dice Kant, lo que place desinteresadamente, sino que bello es lo interesante.
El diagnóstico schlegeliano, en el Estudio, parte del rápido cansancio con los objetos
artísticos, en tanto dejan de ser novedosos, que muestra la masa de recién llegados a la apreciación
estética. Este diagnóstico, que no deja de ser reaccionario y aristocratizante, permite, de todos
modos, entender su punto de vista: el punto de vista del crítico cultural, en este caso, se identifica

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con el de un artista y no con el de un esteta, aun cuando la figura que crea Schlegel, para darle
nombre a este punto de vista como un punto de vista nuevo, es la del crítico-artista: el juicio estético
es el que funda la artisticidad de la obra de arte.

Cambiando constantemente la materia, su espíritu sigue siendo el mismo: confusa mezquindad. En


nuestro tiempo, sin embargo, también hay un arte mejor, cuyas obras se destacan de entre las
vulgares como altas rocas de entre la indeterminada masa nebulosa de una región lejana. [Ídem, p.
60]
No se trata de que el arte haya entrado en decadencia, para Schlegel, sino de que ese sujeto
empírico capaz de educar el gusto (un burgués que imita a un aristócrata, así como el aristócrata
imitó a otros aristócratas para aprender, podríamos agregar nosotros), a mediados del siglo XVIII,
una vez que empieza su autoilustración, cada vez se cansa más rápidamente de los objetos que lo
satisfacen. Por eso les decía: la situación que Schlegel diagnostica es una por la cual el arte, contra lo
que cree Kant, forma parte de lo agradable, más que de lo bello, en el sentido de que produce interés,
antes que desinterés.
Lo contrario de esta situación del gusto, propia de una cultura artificial –como llama
Schlegel a la cultura moderna- es la belleza pública, propia de la cultura natural. La cultura natural,
esto es, la cultura antigua, es una cultura de la belleza. En cambio la cultura artificial, la moderna, es
una cultura del gusto. Y, a finales del siglo XVIII, todos los que juzgan lo bello y lo sublime (que
son, de acuerdo con sus facultades, todos los seres humanos) viven en una cultura del gusto, a la cual
corresponde el cambiar permanentemente de objetos. Que el juicio estético sea inestable es parte de
la cultura moderna, la cultura artificial. No es que estos sujetos que cambian de gustos están
patologizados o pervertidos por el consumo rápido de los objetos artísticos, sino que en realidad este
cambiar de objeto es propio de la cultura moderna, propio de la cultura del gusto, la cual es artificial,
y no natural.

Lo bello es tan poco dominante en la poesía moderna que muchas de sus obras más excelentes son,
evidentemente, representaciones de lo feo;... [Ídem, pp. 60-61]

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Aparece así una categoría que hasta ahora no había aparecido entre las categorías kantianas
del gusto: lo feo. Una cultura artificial, una cultura donde los receptores buscan lo interesante,
necesita ampliar la categoría de lo bello, incorporando a ella lo agradable, lo sublime y también lo
feo. Es decir, para que bello sea lo mismo que interesante, lo bello tiene que ampliarse y ser
satisfecho por categorías que, previamente, no eran categorías estéticas, como, por ejemplo, lo feo,
lo monstruoso, lo colosal. Todo aquello que en la estética kantiana eran categorías limítrofes de lo
bello –como lo agradable y lo bueno- o de lo sublime –lo monstruoso, lo colosal, lo terrible- van a ir
siendo incorporadas, ya en el primer romanticismo, a la categoría de belleza. La belleza moderna no
puede ser sino una belleza artificial, es decir, una belleza hecha de la incorporación de todo lo no
bello (de todo lo que hasta ahora no había sido tenido por bello). Y todo lo que se logra con esta
ampliación de la categoría de lo bello es hacerlo más interesante; para poder despertar el gusto, que
rápidamente se acostumbra al objeto que tiene como paradigma de belleza, lo bello tiene que
incorporar a lo feo, a lo sublime y a lo agradable.

…y al fin habrá que confesar, aunque a disgusto, que hay una representación de la confusión en su
más alto grado, de la desesperación en toda su abundancia, que exige la misma -si no más alta-
fuerza creadora y sabiduría artística que la representación de la plenitud y la fuerza en perfecta
armonía. [Ídem, p. 61]

Noten que es difícil para el artista de finales del siglo XVIII hacer desde cero un objeto bello
que sea al mismo tiempo interesante; y para eso necesita ampliar la categoría de lo bello. Ahora bien,
hacer un objeto no armónico -que represente lo feo, o lo terrible, o lo monstruoso- implica un
esfuerzo mayor que el que requiere la representación de la armonía. De este modo, la ampliación de
la categoría de lo bello es proporcional al ansia insatisfecha de los sujetos del gusto y al esfuerzo de
los artistas por satisfacerla. De ahí la dificultad que tiene la representación de lo bello interesante
(como lo bello moderno, lo bello artificial), no porque lo feo sea más difícil de representar que lo
armonioso, o lo monstruoso que lo sublime, sino porque esa ampliación de la categoría de lo bello es
como un pozo sin fondo: aquello que demanda que se sigan buscando bellezas nuevas en las
antiguas fealdades es un ansia sin fin, un ansia infinita.

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Las obras modernas más celebradas parecen ser distintas de este género, más por el grado que por
la especie; y si se encuentra algún atisbo de belleza perfecta, no está tanto en el goce tranquilo como
en el ansia insatisfecha. [Ídem, p. 61]

Contra el goce tranquilo aparece el ansia insatisfecha. Donde, para Kant, había belleza, para
Schlegel hay interés. Y el objeto de interés, el objeto interesante, debe ser tal frente a un ansia
insatisfecha. Entonces, en lugar de haber satisfacción, hay insatisfacción.

Estudiante: ¿Lo que produce esa ansia insatisfecha es la posesión, el interés, o es por la
situación social y política?

Profesora: Podríamos decir que el punto de vista schlegeliano es mixto. Por un lado, él pone
un ojo en la sociedad, y por otro lado, no podría poner ese ojo en la sociedad de la manera en que lo
hace si no es a través de la lectura de la Crítica del Juicio. Sin embargo, estas consecuencias que él
ve no son consecuencias de la lectura del texto de Kant por parte del mundo de los receptores, ni por
la adopción de conductas en función de él, sino que, en realidad, la mirada sobre esta situación es la
de un lector privilegiado de la Crítica del Juicio, como lo es Schlegel. Él es el que pone en términos
de comparación la Crítica del Juicio y la sociedad, y ve hasta qué punto el estado real de la
burguesía no es tan avanzado como el de la Crítica del Juicio. Pero sobre todo, porque él no aboga,
en este texto, por una estética de lo nuevo, es decir, de la belleza artificial, sino por una estética de lo
bello, es decir, natural, como era, según él, la estética de los antiguos. Ahora bien, al mismo tiempo
reconoce que la estética de los antiguos no se puede recrear en términos de los modernos. La
solución a este problema sería tener un gusto público, un gusto estable, como el gusto antiguo, que
es como un no gusto: vivir en la belleza implica no tener el problema del gusto: en las poleis griegas,
los discursos políticos eran bellos, las instituciones eran bellas, los edificios públicos eran bellos, las
costumbres eran bellas: todo era bello, por lo tanto, no había problema estético. Si se vive en medio
de la belleza, no hay pregunta sobre la belleza. Bello es lo que es, y lo que no es bello, no es. En una
polis imbuida de la belleza no hay problema del gusto. Así, el gusto público no es el problema del

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gusto sino la solución al problema del gusto.
Pero en la modernidad no puede haber gusto público. No hay posibilidades de recrear las
condiciones de una cultura natural en la cultura artificial. Las obras de arte modélicas de la
modernidad, que son para Schlegel el Hamlet de Shakespeare y el Fausto de Goethe, son obras que
muestran, justamente, la escisión del sujeto, y no su carácter unitario.
Si no, pareciera que el punto de vista schlegeliano, en este texto fuera clasicista, y es todo lo
contrario. Él es absolutamente crítico de los clasicistas. Dice que son almas viejas disfrazadas con
ropajes antiguos. La búsqueda del modelo en la Antigüedad es, más bien, un síntoma del cansancio
de una cultura, y no de su vigor. Por tanto, lo que sería la solución al problema del gusto, para
Schlegel, es al mismo tiempo imposible: no se puede volver a esa situación en la que se vivía en la
belleza. No puede haber, en la cultura moderna, un gusto público. Así, la filosofía debe cargar con
el problema del gusto. El problema es que la estética es impotente frente a él. No encuentra ni los
principios del gusto ni los de la belleza. No capta bien el problema, ni encuentra, por eso, la
solución.

El Estudio sobre la poesía griega es el mundo invertido de la Crítica del Juicio. Todo lo que
en el texto de Kant tiene un signo, en la sociedad burguesa, que refleja críticamente Schlegel,
aparece con el signo contrario. La belleza entendida como desinterés se vuelve, en la sociedad,
interés. Y lo que era goce tranquilo se convierte en ansia insatisfecha. Todo lo que gusta puede dejar
de gustar rápidamente.

Los límites de la ciencia y del arte, de lo verdadero y de lo bello, están tan confusos que incluso se ha
vuelto titubeante, casi en general, la convicción de la inmutabilidad de aquellos eternos límites. La
filosofía poetiza y la poesía filosofa. La historia es tratada como poesía y ésta como historia. Incluso
los géneros literarios confunden recíprocamente su función. Una atmósfera lírica se convierte en el
tema de un drama y un motivo dramático es comprimido en una forma lírica. Esta anarquía no se
detiene en los límites externos, sino que se extiende a todo el terreno del gusto y del arte. La fuerza
productora es incansable e inconstante. Tanto la receptividad individual como la pública son siempre
igual de insaciables e insatisfechas. [Ídem, p. 61]

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Dada esta situación social del gusto, los roles que tienen que cumplir los géneros, así como
las disciplinas –ciencia, arte y filosofía- se confunden. Aparece así, casi como un efecto de esta
situación y al mismo tiempo con posibilidades de ser su causa, la teoría. Ni bien el gusto se muestra
inconstante, tiene que aparecer una teoría del gusto, es decir, una búsqueda de principios del gusto,
como para poder responder a las demandas del gusto. En lugar de haber poéticas, como en la
primera mitad del siglo XVIII, que prescriben cómo tienen que ser las obras de arte para satisfacer
un gusto estable y que tiene al modelo clásico como horizonte, lo que aparece es una teoría del gusto
casi como una teoría del capricho humano; un búsqueda de los principios del sujeto como para ser
estudiados en términos de poder ser satisfechos por las obras de arte. Más que una preceptiva, la
teoría aparece como una psicología del gusto. Antes que decir cómo tienen que ser las obras de arte
para ser siempre idénticas a sí mismas y perfectas, la teoría trata de entender qué es lo que quiere el
receptor -el cual es voluble, cambiante y siempre quiere lo nuevo- para poder satisfacerlo. Por lo
tanto, la teoría del arte sería una teoría de lo nuevo; una teoría de la inestabilidad del gusto, antes que
una preceptiva de las obras de arte. La situación de finales del siglo XVIII es la inversa de la de
principios del siglo. En lugar de preceptivas para las obras de arte hay teoría del gusto. El punto de
vista estético, como punto de vista dominante, es el del receptor: la estética es una filosofía del
gusto, no una filosofía del arte.
Con la asunción, por parte de Schlegel, de que el punto de vista dominante en la estética de
su tiempo es el punto de vista del receptor, aparece, como problema, el fenómeno de la moda, que
tiene que ver, justamente, con la caducidad permanente del gusto y, sobre todo, con la ausencia de
un gusto público. Es decir, el gusto que en Kant aspiraba a la universalización, en la sociedad es
caprichoso y privado, y también por eso, inestable. Así, hacer una teoría del gusto es, en la medida
en que se atiene a la sociedad, hacer una teoría de la veleidad humana: una teoría de la moda. A
diferencia de las preceptivas, que tomaban como modelos a las obras de la antigüedad clásica y
extrapolaban sus principios a las obras contemporáneas (y así, en lugar de ser obras clásicas,
obtenían obras neoclásicas), esta teoría del gusto que se busca hacer después de Kant es una teoría
que vuelve a partir de la anarquía del gusto, para tratar de entender qué tiene que hacer un artista

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para satisfacer al público, cuando el público no sabe lo que quiere, o bien lo que quiere es que haya
siempre algo nuevo. Pero ¿cómo podría saber el artista qué es lo nuevo? Si hay algo no
sistematizable, es precisamente lo nuevo, aquello que va a sorprender al público. De ahí que toda
obra de arte moderna, en tanto no puede no ser artificial, pueda fracasar, en la medida en que tiene
una voluntad intrínseca de ser nueva, y puede no ser vista como tal. Si no es vista como nueva, pasa
desapercibida.
Pero el problema es que lo que se piensa respecto de cuál es la norma del gusto, en una
cultura artificial, es también una malversación de la teoría kantiana del genio. Se piensa que la
norma del gusto la pone el genio, por lo tanto, la sociedad está permanentemente deduciendo de él,
como figura de lo extraordinario, la norma.

Todo nuevo fenómeno brillante despierta la confiada creencia de que ahora se ha alcanzado la meta,
la suma belleza; de que se ha encontrado la ley fundamental del gusto, la norma suprema de todo
valor artístico. Mas el momento siguiente pone fin a la fiebre, entonces llega la sobriedad, se
destruye la imagen del ídolo mortal y se consagra en su lugar uno nuevo, cuya divinidad a su vez no
durara más que el capricho de sus adoradores. [Ídem, p. 61]

Podríamos pensar en una paradoja del genio. De la figura del genio, entendida como una
individualidad extraordinaria y extravagante, se deduce la norma de lo nuevo, que por supuesto va a
caducar rápidamente. Cuando aparece, lo hace como si fuera a durar para siempre; como si esa
norma tuviera el rango de lo eterno. En la medida en que cae, y esa caducidad indica que la figura de
la que emanaba no era en realidad un genio, la figura del genio mismo dura lo que sus adoradores
decidan. Es como si dijéramos: se es genio hasta que se deja de serlo. El público se vuelve, así,
tiránico respecto de la genialidad de los artistas (Es notable el hecho de que Schlegel piensa como si
él fuera un artista, más que un crítico: como si pesara sobre él la tiranía del público, y el carácter
voluble del gusto).
La concepción kantiana del genio (§ 46 de la Crítica del Juicio) responde a la pregunta por lo
bello en el arte. Es decir ¿cómo es que hay belleza en ciertos productos humanos, los productos
artísticos? En este sentido, la teoría kantiana del genio no es la teoría del individuo genial, de aquél

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que introduce una innovación en un campo artístico particular –en ese caso, la teoría sería imposible:
no se puede hacer una teoría idealista a partir de la excepcionalidad, salvo para mostrar las
condiciones de posibilidad de esa excepcionalidad-, sino la teoría que explica cómo puede haber en
una obra de factura humana, como es la obra artística, algo que llamamos belleza. Por eso en el §46
encontramos una definición del arte bello a partir de la categoría de genio: el arte bello es arte del
genio. Y a esa definición (que aparece en el título del parágrafo 46) le sigue la definición de “genio”:

Genio es el talento (dote natural) que da la regla al arte. Como el talento mismo, en cuanto es una
facultad innata productora del artista, pertenece a la naturaleza; podría expresarse así: genio es la
capacidad espiritual innata (ingenium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte.

Cuando uno lee esta definición por primera vez, puede pensar que lo que Kant trata de
explicar con la categoría del genio es qué cualidad tiene un individuo (y esa cualidad sería un talento
natural) como para que le pueda dar la regla al arte. En el arte de la época en que se forma el
individuo que va darle una regla nueva al arte –y en una época, como el siglo XVIII, donde los
estilos públicos cambiaron del barroco al clasicismo, sin olvidar el rococó-, hay reglas y este
individuo –o, mejor dicho, la obra de este individuo- las cambia, creando una nueva (no,
simplemente, destruyendo las que están vigentes).
Sin embargo, lo que trata de explicar Kant con la figura del genio es exactamente lo
contrario de lo que parece indicar, en primera instancia, su definición: ¿cómo se explican las reglas –
en tanto son reglas no obligatorias- de las obras de arte? ¿Por qué puedo decir Esto es bello a partir
de una representación de una pintura de la Anunciación, y decirlo por cómo está pintada, no por lo
que está pintado en ella, sin que, en consecuencia, el objeto pintado (la Anunciación) me produzca
un estado piadoso en lugar de un placer estético? (me refiero al tópico religioso de la anunciación a
María –siendo virgen-, por parte de un ángel, de que va a ser “la madre de Dios”). No se puede
decir que lo que deslumbra de una representación de la Anunciación es la Anunciación misma. Hay
muchas representaciones de la Anunciación y muchas de ellas (quizá la mayoría) son carentes de
valor artístico. No todas las iglesias tienen obras de arte. Ahora bien, si yo digo Esto es bello de una
representación en particular de La Anunciación –de acuerdo con lo que sostiene Kant- es porque hay

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algo en esa representación, que podríamos llamarlo obra del genio, que hace que la forma se
destaque respecto del contenido (el concepto) por el modo en que la obra está pintada. El arte se
hace según reglas. Pero no todos los artistas, al aplicar esas reglas para producir una obra con un
tema religioso concreto (“la anunciación”, en este caso), producen obras iguales. ¿Cómo se explica
que, para producir belleza, existan esas reglas, que no son obligatorias, en lugar de otras? ¿Cómo
fueron instituidas (dado que no existieron siempre)? Esas serían las preguntas del historiador del
arte. Ahora bien, Kant no se pregunta por algo que puede responderlo la investigación empírica
dentro de la Historia del Arte. Lo que se pregunta, en relación a esas reglas no obligatorias con las
que se produce belleza artística es: ¿por qué no son siempre las mismas? ¿Cómo es posible que las
reglas del arte cambien para que la belleza artística cambie? El genio explica que en una obra
aparezca algo que nunca ha sido visto, algo que ha sido hecho según una regla que es nueva respecto
de las vigentes. El genio explica el cambio en los criterios de la belleza a lo largo de la historia del
arte; explica, en última instancia, que la belleza artística tenga una historia.
Decir que el genio explica la generación de reglas a lo largo de la historia del arte equivale a
decir que “hay una historia del arte” que es a la vez “una historia de la belleza” (hasta ahora, la
fealdad no ha ingresado, como categoría estética, a la historia del arte: en todo caso, si un artista
representa un objeto “feo”, por el solo hecho de representarlo, lo representa como “bello”).
La idea de “generación” de reglas está directamente ligada con la etimología de la palabra
“genius”. El ensayo de Giorgio Agamben titulado “Genius” (incluido en el libro Profanaciones,
traducido por Flavia Costa y publicado por Adriana Hidalgo en 2005) empieza con un análisis de esa
etimología:

Los latinos llamaban Genius al dios al cual todo hombre es confiado en tutela en el momento de su
nacimiento. La etimología es transparente y se la puede observar todavía en nuestra lengua en la
cercanía que hay entre genio y generar. Que Genius tiene que ver con el generar es por otra parte
evidente en el hecho de que el objeto por excelencia “genial”, para los latinos, es el lecho: genialis
lectus, porque en él se realiza el acto de la generación.

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Noten que incluso en la etimología de la palabra se advierte el vínculo que la figura del genio
tiene con la naturaleza. Instituir reglas –también en el sentido de Arendt, pero antes en el de Kant- es
una forma de hacer nacer, de dar nacimiento. Las reglas se generan: no son eternas, no estuvieron
siempre. Por eso se pueden cambiar. Hay revoluciones (en el arte y en la historia).
Dice Kant en el tercer párrafo del parágrafo 46:

Así pues, el arte bello no puede inventarse a sí mismo la regla según la cual debe efectuar su
producto.
En el producto artístico es requerida la presencia humana, independientemente de que en la
mayoría de las obras de arte de la historia de la humanidad no sabemos quién ha sido su autor. El
genio no explica la autoría, explica la factura humana de la obra de acuerdo con reglas que no
siempre son las mismas. Es decir, las reglas del arte cambian porque se pueden cambiar. No son
obligatorias. Es decir, en las obras artísticas hay reglas puestas por alguien y hechas valer (o no) por
alguien. Más allá de que la obra sea anónima, colectiva, o de un solo autor, Kant se pregunta: ¿cómo
entra en ella la belleza? Por otra parte, ¿por qué la belleza no es siempre la misma en los objetos
artísticos? (es decir, ¿por qué los objetos artísticos, como objetos bellos, tienen una “historia”?)
Porque la belleza la pone alguien, se puede decir.
Otro problema es (como sucede siempre en Kant) que nunca podemos acceder a la cosa en sí
y, por lo tanto, si desde el punto de vista gnoseológico no tenemos acceso a la cosa en sí, uno podría
decir que desde el punto de vista estético tenemos doblemente imposibilidad de acceso a la cosa en
sí. Justamente, Kant puede explicar por qué la belleza es efímera: la Analítica de lo bello responde a
la pregunta ¿por qué el estado del receptor al decir “Esto es bello” es pasajero? Yo digo Esto es bello
frente a la Anunciación e inmediatamente después digo Ah, es la Anunciación... Es decir, una vez
que cesó el estado de mis facultades en posición de decir Esto es bello, paso al conocimiento. El
problema del objeto artístico, entonces, es de alguna manera también el problema de por qué
decimos Esto es bello de algo que es, simplemente, un producto humano y un producto humano
hecho según reglas. Pero de esas reglas, que no son obligatorias, los hombres se cansan (los
receptores y los artistas, dado que los artistas también se ponen en el lugar de los receptores). Y las
cambian. Cada tanto, esas reglas pueden ser alteradas, cambiadas, hasta abandonadas por otras.

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Inclusive las reglas pueden ser alteradas en el sentido de recrearlas y al recrearlas volver a producir
el efecto de la belleza como si ese tipo de belleza nunca hubiera sido percibida (se puede cambiar el
orden, la disposición, el énfasis en las reglas, etc., sin cambiar, en el sentido de abandonar, las
reglas). Jugando con las reglas, de una manera que no se ha previsto, se produce un efecto de placer
mayor que no haciéndolo.
Del hecho de que “el arte bello sólo sea posible como producto del genio” Kant extrae una
serie de consecuencias. La primera es:
Que el genio es un talento de producir aquello para lo cual no puede darse regla determinada
alguna, y no una capacidad de habilidad para lo que puede aprenderse, según alguna regla, por
consiguiente, que originalidad debe ser su primera cualidad.

El genio, entonces, no puede ser confundido con un technites, con un artista que hace bellos
productos en base a cómo –con qué grado de excelencia- ha desarrollado una habilidad aprendida.
La genialidad, a su vez, no puede ser confundida con la areté, con la virtud entendida en el sentido
de excelencia. Contra la idea de excelencia, se impone la idea de originalidad. La genialidad es
originalidad, no excelencia. La búsqueda de la originalidad va a ser una de las características que
Hegel va a atribuirle –en su crítica en las Lecciones sobre la estética- al primer romanticismo.
Para entender la importancia de la originalidad de la Crítica del Juicio hay que desvincular a
Kant de la cultura artística dominante en su época –el neoclasicismo- y vincularlo a la cultura
todavía en formación a la que pertenecían sus lectores más jóvenes –el protorromanticismo-. Son los
lectores fervientes y críticos de la Crítica del Juicio –los primeros románticos, sobre todo los
hermanos Schlegel- los que están en condiciones de trasladar esta teoría del genio arte. No obstante,
lo que muestra la Crítica del Juicio es que las reglas del arte para producir belleza, por el sólo hecho
de ser creadas –por el solo hecho de nacer, de no haber existido siempre- requieren del genio,
cualquiera sea la época. Las reglas del arte barroco fueron creadas, del mismo modo que las del
rococó o las del arte renacentista. No importa la época, si se trata de pasado o del presente. Por eso
mismo, genialidad no es lo mismo que autoría o, mejor dicho, que el culto moderno de la autoría.
Esa es la parodia del genio, criticada por Schlegel en Sobre el estudio de la poesía griega (1797). Lo

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que la figura del genio explica precede a toda posible cultura –y culto- de la autoría. Leo ahora la
segunda consecuencia de que “el arte bello sea el arte del genio”:

2°. Que, dado que puede también haber un absurdo original, los productos del genio deben ser al
mismo tiempo modelos, es decir, ejemplares; por lo tanto, no nacidos ellos mismos de la imitación,
debiendo, sin embargo, servir a la de otros, es decir, de medida o regla del juicio.

En esta segunda consecuencia interviene un matiz extra-artístico importante: la aceptación de


la regla. La regla, si fuera un capricho, un delirio, un absurdo, no sería aceptada. “Aceptada”
significa, dentro de la comunidad artística, “imitada”, “copiada”, que es como decir “aprendida
como modelo”.
Para entender bien este punto conviene releer la diferencia que hace Kant, en la Analítica de
lo bello, entre “belleza libre” y “belleza adherente”, que es también una distinción entre el concepto
de belleza (identificado con la belleza libre) y el concepto de belleza adherente (que es más bien el
concepto de perfección). Bellezas libres son las flores –el ejemplo es de Kant- cuando las percibimos
no de acuerdo con su concepto (su concepto botánico): porque una flor, de acuerdo con su concepto,
es el aparato reproductivo de una planta. Bellezas adherentes son los varones bellos, las mujeres
bellas, los niños bellos, los caballos bellos, que placen como bellos porque sus formas respectivas
responden a un modelo. En el parágrafo 15 Kant establece la diferencia entre belleza y perfección y
en el 16, la diferencia entre belleza libre y adherente. Incluso, en el último párrafo del parágrafo 16,
analiza por qué sobre un mismo objeto un sujeto puede juzgar su belleza como libre y otro como
adherente. Y en el parágrafo 17, se ocupa del problema del ideal de la belleza: de cómo algunos
productos del gusto son tomados como ejemplares en cada época (porque el gusto es algo que se
aprende en sociedad). Kant diferencia allí entre Idea –como idea de la razón- e ideal: “ideal es la
representación de un ser individual como adecuado a una idea”. Por eso al ideal se lo usa
socialmente como “prototipo”, dice.
Esta serie de parágrafos del tercer momento de la Analítica de lo bello (del 15 al 17), que se
usan más bien para explicar, por contraste, el carácter puro y contemplativo del juicio de gusto,
sirven a su vez para establecer el mismo contraste entre el arte del genio y el arte del imitador.

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Lo que caracteriza a la obra del genio es el hecho de que va a ser imitada. Lo que tiene de nuevo la
belleza producida por la intervención del genio es lo que lleva a que sea imitada. Justamente, lo que
caracteriza al genio es que produce una alteración de las reglas en la producción del objeto
(habiendo él aprendido a hacer el objeto de acuerdo con las reglas previamente establecidas), y el
efecto de esa originalidad –del hecho de que “ha nacido” una nueva regla- es una belleza que se
impone como tal por desconocida (no por absurda). Por eso, según Kant, el genio no puede dar
cuenta de cómo ha llevado a cabo esa innovación. Eso lo aclara como parte de la tercera
consecuencia de que “el arte bello sea el arte del genio”:

3°. Que el genio no puede él mismo descubrir o indicar científicamente cómo realiza sus productos,
sino que da la regla de ello como naturaleza, y de aquí que el creador de un producto que debe a su
propio genio no sepa él mismo cómo se encuentran en él las ideas para ello, ni tenga poder para
encontrarlas cuando quiere o, según un plan, ni para comunicarlas a otros, en forma de preceptos
que los pongan en estado de crear productos iguales (por eso, probablemente, se hace venir genio de
“genius”, espíritu peculiar dado a un hombre desde su nacimiento, y que le protege y dirige, y de
cuya presencia procederían esas ideas originales);

Quienes imitan al genio son, precisamente, quienes encuentran en su obra algo que no estaba
previsto en las reglas vigentes y, por eso mismo, lo copian, lo imitan, lo trasmiten y lo enseñan. La
copia convierte en maestro al genio: sin que él sepa cuál es la regla que ha introducido en el arte
respectivo con la producción de su obra, esa regla la deduce quien copia la obra. El imitador
descubre la regla que el genio ha inventado. Si algo caracteriza (para Kant) al genio es que no puede
él enseñar aquello nuevo que ha introducido en las reglas. A alguien se le enseñan las reglas y las
pone en práctica, pero poniéndolas en práctica introduce una nueva regla, hace algo nuevo. Mientras
intenta hacer lo que le enseñaron, hace algo que no es lo que le enseñaron. De ahí tal vez que sea tan
justificada la respuesta que daban ciertos artistas modernos que cambiaron en su momento la regla
del arte (como Joyce y Beckett), cuando se les preguntaba qué era lo que hacían: “trabajar”.
La idea de que la regla se cambia sin que quien la cambia se lo proponga –porque no puede
proponerse en qué momento la va cambiar, aunque quiera desde el principio cambiarla- aparece,

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entonces, en la tercera consecuencia de que “el arte bello es el arte del genio”. Pero el cambio lo
advierte otro que el genio, no el genio mismo. Parece haber, en ese desplazamiento, una cierta
maldición: el genio no puede disfrutar de su logro. El genio aparece con cierta aura maldita, aun en
épocas que no tenían una cultura hegemónica que pudiera hacer de lo maldito un aura de artista.
Kant introduce la figura del imitador (que también la introduce Schlegel en Sobre el estudio de la
poesía griega) como, de alguna manera, el que aprende las reglas. Kant dice en el § 32 y el § 33 de
la Crítica del Juicio, que el modo de aprender lo bello es en el modo de la repetición de los aciertos.
Justamente, se nos enseñan las grandes obras de cada campo artístico en función de los aciertos y no
en función de los errores. Por lo cual uno podría decir que todo el aprendizaje humano es por
imitación (en las artes) o repetición (en las ciencias), como para que en medio de lo repetido y lo
imitado reluzca lo nuevo (la nueva regla). En medio de la repetición apreciamos lo que una obra
tiene de nuevo, de original, de diferente de las otras obras que se hicieron a la par. Eso es, de alguna
manera, lo que aprendemos institucionalmente. La teoría kantiana del genio no es la teoría de un
individuo extraordinario, sino justamente de lo contrario: una teoría del modo en el cual se cambian
las reglas mientras se trasmiten las reglas. Es lo que explicaría que exista la historia del arte como la
historia de las reglas para producir belleza (hasta ese momento, el arte producía belleza). La historia
del arte es la historia de las reglas de la belleza, pero no empieza y termina con las mismas reglas.
Si siempre se han trasmitido reglas ¿cómo nos explicamos que las reglas hayan cambiado desde la
antigüedad hasta el siglo XVIII? No estamos hablando de ninguna perspectiva vanguardística, es
decir, no se trata de un cambio en el concepto de arte, sino de un cambio en el concepto de belleza.
Los autores del siglo XVIII son conscientes de que han cambiado varias veces, en el curso del
propio siglo, los gustos públicos. Schlegel ya habla de un fin del gusto público. De todos modos, el
gusto está educado en unas reglas determinadas. Ahora bien, esas reglas no son siempre las mismas
(si se compara el presente con el pasado). Pero, además, hacia finales del siglo XVIII, se ha
acelerado el cambio de las reglas del gusto. La demanda social de lo nuevo tiene que ver también
con que se han democratizado (si ustedes quieren) los conocimientos sobre arte. Se han difundido, a
través de los salones, dentro de algunos círculos de la burguesía, los contenidos de la historia del
arte. Hasta cierto punto, ahora existe la posibilidad de comparar estilos públicos y de saber que hay

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distintos conceptos de belleza. El concepto de historia del arte, en sentido enciclopédico-museístico,
ya está presente en todo el siglo XVIII.
En su libro El amor al arte. Los museos europeos y su público (1969), Pierre Bourdieu y
Alain Darbel plantean el problema del placer estético desde el punto de vista de la sociología. Las
conclusiones que sirven de introducción al libro las obtienen de una investigación de campo sobre
las visitas a los museos de arte franceses. El punto de vista de los autores, en este sentido, es el
inverso del de Kant: lo que analizan ellos es el comportamiento de las distintas clases sociales que
van a los museos (entre las que predominan las clases medias cultas, sobre todo –ironizan ellos-
porque siempre son quienes se consideran más cultas de lo que en realidad son), para llegar a la
conclusión de que existe el privilegio de clase; lo que analiza Kant son las condiciones de
posibilidad de los juicios que podrían realizar todos los hombres y mujeres del mundo,
independientemente de sus clases sociales, pero sólo los realizan los miembros de las clases
cultivadas. Ahora bien, cuando la teoría kantiana llega al problema del “arte bello como arte del
genio” aparece de algún modo su límite, como si la propia teoría se pusiera a prueba a sí misma.
Bourdieu y Darbel leen a Kant a partir de ese límite, que para ellos estaría dado por el “gusto
bárbaro” (atribuido a las clases populares) como aquel que es incapaz de diferenciar lo bello de lo
agradable. Esta incapacidad de separar lo bello de lo agradable en la época de Kant estaba más
asociada con la burguesía como clase ascendente que con las clases poco cultivadas de las que
hablan Bourdieu y Darbel como aquellas más directamente excluidas –excluidas por sí mismas- del
museo de arte. No obstante, ellos sostienen que de ahí resulta que

…una obra de arte de la que se espera que exprese inequívocamente una significación trascendente
al significante sea tanto más desconcertante para los menos preparados cuanto más completamente
revoque (como las artes no figurativas) la función narrativa y designativa [Bourdieu, Pierre; Darbel,
Alain, El amor al arte. Los museos europeos y su público, trad. Jordi Terré, Buenos Aires, Paidós,
2003, p. 80]

Por supuesto que, como se trata de una investigación de campo hecha en 1969, aspira a ser
leída a partir de la contundencia de los datos estadísticos (aun cuando todos sepamos que los datos

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que aporta una estadística en una investigación sociológica también se construyen junto con la
interpretación). Y, en este sentido, esta interpretación sociológica es insostenible a partir de la letra
de la Crítica del Juicio, en la medida en que aplasta el punto de vista trascendental. Pero, de todos
modos, me interesa que ellos pongan el dedo en la llaga cuando aparece la figura del museo que
excluye a ciertas personas porque, precisamente, podría incluirlas. No hay nada que impida que
alguien entre a un museo (la mayoría de los museos europeos son de entrada libre y gratuita). Pero
por eso mismo el acto de entrar al museo revela un sistema de presupuestos y conocimientos que
tienen que ser aprendidos previamente, aunque no sean requeridos para la interpretación específica
de las obras de arte que se van a visitar. Supone, además, cierto criterio para encontrar redundancias
entre las obras y para establecer, por contraste con esas redundancias, diferencias que se constituyen
en modos de la originalidad para cada época. Y el punto ciego de la teoría del genio de Kant está
más bien del lado de no poder pensar (dentro del marco de una Crítica del Juicio) de qué modo se
construye la historia del arte como historia de los cambios en el criterio de la belleza: como una
historia, a su vez, de la historiografía. Boudieu y Darbel desconfían de los historiadores del arte más
de lo habitual: ¿qué pasaría si los naturalistas e impresionistas franceses, entre 1680 y 1880, no
hubieran firmado sus cuadros?, se preguntan citando a Longhi. Si bien la originalidad se construye a
partir de la diferencia con las redundancias, cada época tiene su propio criterio para reconstruir lo
que son redundancias y diferencias en el respectivo pasado.
La idea de redundancia y originalidad, pensada a partir de este sentido en que la entienden
Bourdieu y Darbel, no puede depender solamente de los criterios de la comunidad de los artistas.
Son criterios en los que interviene el sistema de las artes en su conjunto, que en la época de Kant
estaba todavía en formación.
Respecto del cambio en las reglas con que el arte produce la belleza, volviendo al texto de
Kant, uno podría decir: el problema de esas reglas es justamente que son reglas. No son leyes. No
son leyes como son leyes las leyes de la naturaleza. Se trata de algo que por definición puede
cambiar. No son reglas que tengan una obligatoriedad más allá de la vigencia que les den los
hombres de una época. Por la misma razón que las reglas, en las artes, se pueden enseñar y aprender,
se pueden cambiar. Es decir, no son reglas que respondan a ningún índice de verdad en lo artístico,

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sino que responden a esa transitoriedad (propia del juicio de gusto) que tiene todo lo que es bello
según Kant. Algo es bello por la libertad que el sujeto tiene en el uso de sus facultades y no por algo
en sí que tenga el objeto. ¿Por qué, entonces, no podrían cambiar las reglas con que el arte produce
belleza, en la medida en que el arte es algo que responde a un ideal de belleza que se elabora
socialmente pero que, más allá de su elaboración social, son los sujetos los que al decir Esto es bello
hacen que la belleza exista? (esta es la parte del problema que ninguna investigación sociológica-
empírica podría responder). Si el sujeto que está frente a La anunciación, de acuerdo con el uso de
sus facultades, determina un concepto, en lugar de que ellas se desvíen hacia un cierto juego
armónico (entre la imaginación y el entendimiento), es porque ese objeto artístico ya se ha
familiarizado demasiado con ese sujeto.
De acuerdo con la última consecuencia de que “el arte bello sea el arte del genio”, sucede

4°. Que la naturaleza, mediante el genio, presenta la regla, no a la ciencia, sino al arte, y aun esto,
sólo en cuento éste ha de ser arte bello.

Así finaliza el parágrafo 46.


¿Por qué no sería posible que cambien las reglas si no hay nada obligatorio en esas reglas?
No se trata, justamente, de algo que tenga que ver con la verdad. En el tratamiento kantiano del arte
hay una idea de “juego” –relacionada con la libertad propia del juicio reflexionante- que a Hegel lo
va a llevar a decir que el arte es asunto serio, por estar relacionado con la verdad, aun cuando el uso
social que se haga de él sea recreativo.
Que el genio sea un artista, que no exista genialidad sino en las artes, en lugar de engrandecer
al arte –por parte de Kant- lo reduce en importancia. Es por no tener vínculo con la verdad –ni
científica ni filosófica- que el arte puede cambiar sus reglas con tanta libertad, reglas que, además,
no son obligatorias.
Por eso aclara Kant en el §47 que no se puede llamar genios ni a los científicos, ni a los
teólogos ni a los filósofos, sino sólo a los artistas. No se trata de un concepto de genio como
“inventor” o “creador” o “autor”. Es decir, la categoría de genio -en Kant- no explica una cualidad
individual que tendrían todas aquellas personas que, en un determinado campo, introducen una

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innovación respecto del estado del saber hasta el respectivo presente, sino que explica solamente el
cambio de las reglas en el arte para producir belleza. Dice Kant en el §47 en el primer largo párrafo:

Precisamente en que aquél talento está hecho para una perfección siempre creciente y mayor
del conocimiento y de la utilidad que de él sale y para la enseñanza de esos conocimientos a los
demás, en eso consiste su gran superioridad sobre los que merecen el honor de ser llamados
genios. Porque para esto hay un momento en que el arte se detiene al recibir un límite por
encima del cual no se puede pasar. Límite quizá, desde hace tiempo ya alcanzado, y que no
puede ser ensanchado; además, una habilidad semejante no puede comunicarse, sino que ha de
ser concedida por la mano de la naturaleza inmediatamente a cada cual, muriendo, pues, con él,
hasta que la naturaleza, otra vez, dote de nuevo, de igual modo, a otro que no necesita más que
un ejemplo para hacer que su talento, de que tiene conciencia, produzca de la misma manera.

Kant, hasta aquí, viene hablando de la diferencia entre lo que sería el talento para el arte bello
y lo que sería el talento para el conocimiento ¿De qué serviría que un científico tenga un talento para
el descubrimiento de las leyes de la naturaleza y no lo pudiera trasmitir en una teoría fundamentada
racionalmente? Si no escribiera la teoría y la fundamentara, nunca sabríamos cuáles son las leyes de
la naturaleza, ni nadie podría en el futuro ensanchar ese conocimiento. Kant habla de
ensanchamiento. En el arte, el ensanchamiento tiene un límite. Cuando las reglas se han variado de
modo tal que ya no hay más posibilidad de variarlas más, se las cambia. Ahora bien, en la ciencia no
existe esa libertad. En la medida en que el ensanchamiento del conocimiento se busca que sea, en
principio, mucho mayor, no hay semejante libertad. Es decir, que una época le legue a la siguiente
conocimientos que ella va a ensanchar es lo que permite pensar que algún día se llegarán a conocer
la totalidad de las leyes de la naturaleza. Pero no se trataría de algo que, de alguna manera, nos
resignaríamos a que no se pudiera trasmitir. En el caso del arte, en algún momento los artistas
sienten que se ha llegado a un límite en las variaciones de las reglas vigentes y se puede producir un
cambio. Quien produce el cambio es alguien que ha sido dotado por la naturaleza para cambiar la
regla (en cuanto a poseer un talento innato, no en cuanto a que la naturaleza le revele la regla: el
genio no es un visionario o un inspirado). No se trata de que el genio que conozca alguna verdad,

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pues en el arte no hay tal verdad. Este aspecto lúdico de la teoría kantiana del arte es el que va a ser
criticado por Hegel: el arte, según Kant, cambia las reglas de la belleza a lo largo de su historia sin
que ese cambio esté regulado por un principio de verdad objetivo. Al decir que el arte bello es
producto del genio, de algún modo, Kant está diciendo que las reglas de la belleza se cambian
porque en algún momento las variaciones posibles, a partir de las reglas que están vigentes, se han
agotado y alguien tiene talento para producir una regla nueva. Esa regla nueva deslumbra a quienes
la deducen de la factura de la obra y empiezan a imitarla e imponerla como estándar de belleza. La
no obligatoriedad de las reglas del arte se contrapone a la obligatoriedad de las normas (del derecho)
y de las leyes (de la naturaleza). Las reglas del arte se siguen porque lo producido por ellas -la
belleza- place socialmente.
Uno podría pensar ¿por qué hasta comienzos del siglo XIX duraban tanto los estilos
públicos, mientras que hacia fines del siglo XIX (y durante el XX de manera desenfrenada) los
movimientos artísticos son tan breves? Ya en el siglo XX hablamos de movimientos, como las
vanguardias históricas, que se postulan a sí mismos como breves. Prolongarse en el tiempo, en el
caso de la vanguardia, implicaría traicionar el programa. La brevedad forma parte del grado de
verdad con el cual se presenta en sociedad una vanguardia. Ahora bien, transformar el gusto, en el
siglo XX, implica transformar la sociedad. En una sociedad de masas, transformar el gusto demanda
tomar el poder y transformar la sociedad en su conjunto. De hecho, ciertas vanguardias, que
estuvieron vinculadas a la política cultural del bolchevismo (en los comienzos de la Unión
Soviética), buscaron cambiar el gusto público. Pero se salieron, para eso, del círculo del arte. No se
cambia el gusto vigente y se instaura un gusto público que coincida con el ismo de una vanguardia
desde adentro del círculo del arte. De todos modos, no siempre y no todas las vanguardias
pretendieron cambiar las reglas del gusto fuera de la esfera del arte (formando parte de un Estado
revolucionario). Pero cambiar las reglas del gusto, en una sociedad de masas, implica, primero, tener
el poder político de hacerlo. No es la misma situación que la de fines del siglo XVIII, donde el
círculo del gusto, por más que se había ampliado a la burguesía ascendente, era todavía un círculo
restringido. Además, a fines del siglo XVIII, lo que se identificaba como gran arte todavía tenía un
tipo de belleza que era reconocible como tal con el mero uso libre de las facultades de conocimiento.

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Lo que caracteriza al arte para Kant es, justamente, que pueda ser comprendido como belleza y
ejecutado como técnica. El arte puede ser arte mecánico o arte bello. Sin embargo, el arte bello
también tiene algo de mecánico. Dice:

Aunque se distingan mucho uno del otro el arte mecánico y el arte bello, el primero como mero arte
de la laboriosidad y aprendizaje y el segundo, del genio, no hay sin embargo arte bello alguno en el
que no haya algo mecánico que pueda ser comprendido y ejecutado según reglas, algo que no se
pueda aprender como condición constituyente esencial del arte.

Más allá de que un objeto artístico pueda ser, en principio, un objeto extraño, se van a poder
abstraer de él las reglas. Cuando esto sucede, se puede saber cómo el objeto ha sido realizado, se
puede comprender la forma en la cual el objeto ha sido concebido y se puede copiar, imitar, repetir,
aprender a hacerlo. No hay un objeto artístico del que no se pueda saber cuáles son las reglas bajo
las cuales está realizado. No las sabe el que las crea, pero pueden ser abstraídas del objeto creado y,
en la medida que pueden serlo, pueden ser aprendidas. Sigue Kant:

…si no, no se podría llamar arte a su producto y sería un mero producto de la casualidad.

Si no hubiera en el arte bello algo del arte mecánico, el arte sería producto de la casualidad y
no sería arte. Entonces, lo que tiene de genial el objeto artístico lo tiene porque posee unas reglas que
quien las ha incorporado al objeto todavía no las sabe, pero que van a poder ser abstraídas del objeto,
por lo cual van a poder ser enseñadas, aprendidas y -podríamos agregar nosotros- van a cansar
cuando todas las variaciones posibles de esas reglas se hayan ejecutado y alguien que tenga el
talento (dado por la naturaleza) las cambie. Más allá de que lo que tiene el arte de bello lo tiene por
lo no mecánico, la forma en la cual ha sido realizado todo objeto artístico tiene algo de mecánico, en
la medida que siguió ciertas reglas (primero desconocidas y luego conocidas).
Ahora bien, lo que nota Schlegel en Sobre el estudio de la poesía griega (1797) y no nota
Kant es cuán rápidamente cansa la belleza y cuán elevada es la demanda de que los objetos estén
hechos de una manera que el receptor no identifique cómo han sido hechos y que, justamente por

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eso, le parezcan por sí mismos geniales. Como si lo que existiera socialmente fuera una parodia de la
genialidad. En la medida en que se reclama de todo objeto artístico que sea interesante, se exige de
él que tenga una belleza no vista y cuyas reglas (las reglas que lo han producido) les resulten a sus
receptores, por lo menos en un primer momento, incognoscibles. Como si lo que se demandara del
arte, de parte del público, no es que las reglas no cambien, sino que cambien. Y que cambien las
reglas cada vez más rápidamente, para que el arte, que debe satisfacer una demanda social de lo
nuevo, sea interesante y, en consecuencia, bello. Pero la categoría de la belleza se identifica con la
categoría de lo interesante. La categoría estética vigente es la de lo interesante. Puede haber bellezas
que producen un goce tranquilo (las neoclásicas) y bellezas más extravagantes que producen un goce
más intenso. Pero se trata siempre de gozar en relación al arte. Y eso es lo problemático: el goce
estético (la experiencia del sujeto) como medida de lo bello.
Cuando Kant habla de cambiar la regla, está hablando en un contexto de estilos públicos
(aunque ya no pueda hablarse de gusto público, como en la cultura natural). Cuando Kant habla de
genio, en ese contexto, responde (de una manera nueva) al problema de cómo se produce belleza en
las obras artísticas (porque esa belleza es una belleza producida). Por eso Adorno llega a decir –en
obras distintas, no en una sola frase citable- que la teoría kantiana del arte es conservadora, mientras
que la teoría kantiana del juicio estético es revolucionaria (los términos “conservadora” y
“revolucionaria” están usados en el sentido burgués de fines del siglo XVIII). En esta época, por lo
tanto, no estamos hablando de artistas que se formaban en las academias para pensar cómo cambiar
las reglas del arte. Sí podríamos decir que sucede eso a partir del siglo XX, donde verdaderamente
hay una conciencia de parte de quien aprende y de quien enseña cualquier disciplina artística de que
la tiene que aprender para innovar en ella. Prácticamente, en todas las disciplinas rige hoy esta
lógica: una institucionalización de lo nuevo.
En el contexto de fines del siglo XVIII, donde no hay una institucionalización de lo nuevo
(donde lo nuevo no es obligatorio), cambiar las reglas implica componer un objeto de un modo que
deslumbre a los contemporáneos. Pero no estamos hablamos de que una belleza como la belleza de
la poesía épica de Homero (el ejemplo es de Kant) sea algo que a Kant le parezca “genial” porque
desconoce las reglas con que han sido hechas esas obras. Sino que hablamos de poemas épicos que

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siguen una cantidad de reglas (que alguien, alguna vez, estableció por primera vez) y que,
precisamente, los artistas contemporáneos del artista genial las abstraen y aprenden a componer con
ellas. Pero quien compone un objeto con una regla nueva, para Kant, no es plenamente consciente de
que está cambiando una regla. Pero lo producido genialmente tiene reglas –reglas nuevas- que no las
conoce quien produjo el objeto artístico –el genio- sino los artistas que lo imitan. Se descubre que
alguien ha cambiado una regla de la belleza cuando los contemporáneos dicen Esta belleza es
mayor, más plena, que aquella de la cual disfrutábamos hasta este momento. Pero no porque se
haya producido una revolución estética. Ningún artista había producido ninguna revolución estética
hasta ese momento que fuera concebida como una revolución estética. En lugar de pensar en
términos de revoluciones estéticas, habría que pensar en términos de nuevas bellezas. Algo que dice
Adorno sobre el clasicismo de Mozart podría servir para entender este problema: se trataría de una
belleza que es tal porque la realidad no la tiene. Hay una reconciliación en esas obras que en la
realidad es imposible. Porque hay reconciliación en el arte sabemos que no hay reconciliación en la
realidad.
La belleza clasicista es una belleza que está al borde del concepto, que sería la forma por
antonomasia de lo idéntico (la identificación de la cosa con un concepto), pero donde hay algo que
no está en la sociedad, aun cuando no se pretende que haya nada que no entre en el orden de la
perfección: la perfección, precisamente. Esa perfección revela sin querer la imperfección del mundo.
Un grado tal de perfección en esa belleza clasicista demuestra que la sociedad burguesa es una
sociedad de discordia, de competencia, de celos, de envidia, de conjuras, etc. Cuando la belleza
clasicista deslumbra por su perfección, el arte que la produce no aparece como un arte mecánico.
Ahí estaría el margen de error, entonces, entre lo que Kant llama arte mecánico y arte del genio.
Todo arte del genio es un arte parcialmente mecánico, para la época en la que Kant escribe la Crítica
del Juicio. Digo a propósito: “parcialmente” mecánico. El genio no cambia todas las reglas (no
produce una revolución estética), sino algunas reglas (o alguna regla). En ese sentido, cada vez que
se impone una belleza, se impone como una belleza nueva (aunque lo que pueda tener de nueva es el
hecho de ser una vuelta al pasado, como es el caso del clasicismo).

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¿Cómo se puede hablar de lo nuevo en el siglo XVIII? ¿Qué era lo nuevo? Bueno, algo que
parecía que nunca hubiera sido visto o escuchado o leído antes. No algo que cambiaba todas las
reglas con las cuales se construía, se pintaba, se esculpía, se componía, se escribía, una obra. Se
imita al genio porque lo que hace es bello de una manera diferente de la que se entendía lo bello
hasta él, no porque se interpreta lo que hace como una revolución pictórica/musical/narrativa. ¿Por
qué Homero se vuelve un paradigma para su mundo? Bueno, porque parecía que no había mayor
belleza posible que la que producía él (desde la óptica de Kant), pero no porque hubiera algo que
fuera enteramente nuevo como arte (sí como belleza). En algún momento, piensa Kant, el arte de
Homero fue nuevo y de él se abstrajeron las reglas, para empezar a componer de acuerdo a ellas. El
genio se vuelve un modelo (y esta es la categoría que le interesa Kant). Kant está hablando de
reglas que no tienen un valor obligatorio y que son imitadas por su belleza. A partir de que aparece
un objeto artístico con una belleza nueva, quienes reconocen esa belleza la imitan y, de esa manera,
abstraen la regla. Pero no se sabe cuáles son las reglas hasta que se la ha abstraído. En principio toda
belleza –la que se dice en el modo del juicio estético “Esto es bello”- nos deslumbra como si no
tuviera reglas. Se abstrae la regla y a partir de ahí, precisamente, podemos aprender lo que tenía de
mecánica la factura de esa obra. Es en el orden de la belleza donde estaría lo misterioso y no en el
orden de la regla. Lo que se produce en la obra artística como obra de genio es belleza. Lo que Kant
tiene que explicar con la teoría de genio es la belleza de las obras hechas según reglas, no las reglas
o la artefactualidad de la obra.
Por otro lado, en el Estudio sobre la poesía griega aparecer una idea que después será
retomada por Adorno en Teoría Estética: el problema de que la estética –aquí ya se habla en
términos críticos- no influye ni en el gusto ni en el arte. Sucede con ella lo que sucede en nuestra
época con la epistemología: no influye ni en la ciencia ni en la filosofía, como si fuera un saber que
no encuentra su órbita de influencia. El caso de la estética sería más o menos el mismo: no cambia ni
forja el gusto, no templa ni estabiliza el gusto, no le hace nada al gusto y, por otro lado, tampoco le
hace nada al arte. Ni los artistas ni los receptores se ven influenciados o modificados por la
existencia del discurso estético, que parece no encontrar su lugar fuera del ámbito de la filosofía
misma.

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Retomando el punto de partida de la clase, podemos decir que Schlegel usa la Crítica del
Juicio para hacer una crítica cultural. No porque él piense que el juicio estético tiene que practicarse
en sociedad tal como fundamenta la Crítica del Juicio (el punto de vista kantiano, sabe él bien, es un
punto de vista filosófico-trascendental), sino porque lo que teoriza Kant en esa obra es un libre juego
entre las facultades que va tender a la insatisfacción en la búsqueda de la satisfacción. Ésa sería la
paradoja del gusto, paradoja que el propio Kant no podría leer entre líneas en su estética, pero sí
puede leerla Schlegel.
Cuando Schlegel habla, en el Studium, de la belleza, se refiere a un valor dominante de la
cultura antigua: de la griega, pero también de la romana, a la que él le da suma importancia, en tanto
difusora de la griega. Lo que caracteriza a la belleza es que es una representación de la plenitud y de
la fuerza de una comunidad que vive en armonía. Es decir, no puede haber belleza que aparezca en
el arte si no está en la sociedad. En la cultura moderna no puede haber belleza en el sentido antiguo,
belleza como plenitud y armonía porque, en realidad, esa belleza y esa armonía estaban en la polis, y
por eso todas las manifestaciones culturales que había en ella eran bellas. Si en la polis griega hay
belleza, no es porque alguien se la agrega como algo artificial a las instituciones, a los discursos, a
las leyes, sino porque se trata de una comunidad que vive en plenitud y la armonía. Hay belleza
donde hay armonía social. Y hay armonía social -pensemos que Schlegel, a esta altura de su vida, es
alguien inspirado por la Revolución francesa- cuando las instituciones no cambian, cuando los
hombres no aspiran a cambiarlas haciéndolas más racionales.
En su madurez, Schlegel se vuelve conservador y católico. Pero el joven Schlegel (el de la
breve duración del Círculo de Jena: 1797-1800) es un filorevolucionario. Lo armónico de la vida
social antigua, también para él, es producto de una desigualdad entre los hombres que no era
cuestionada más que excepcionalmente. En la época moderna, en cambio, en la medida en que la
sociedad, por su desigualdad, no puede no ser conflictiva, no puede haber una belleza que no sea
artificial, es decir, no puede haber otra belleza que la que se crea para que pueda ser disfrutada en un
tiempo y un espacio diferenciados del resto: el tiempo y el espacio del ocio. Toda belleza posible, en
la cultura moderna, es una belleza que no pertenece a la sociedad. La sociedad moderna es

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desarmoniosa. La belleza, entonces, siempre está aislada, como experiencia subjetiva, del todo
social. El todo social, a su vez, no puede no ser conflictivo, es decir, desarmonioso.
Si bien es cierto que Schlegel llegará a ser un partidario de la restauración monárquica (y no
veremos esa parte de su obra en el curso), eso no quiere decir que en el Studium no podamos rastrear
algún “germen reaccionario”. Pero hacer ese tipo de lecturas es algo muy poco riguroso, como si los
textos sólo expresaran las biografías de quienes los escriben y quienes los escriben tuvieran
tendencias latentes.
La belleza, entonces, no puede ser el valor dominante del mundo moderno, en la medida en
que éste es conflictivo y hay luchas por la igualdad. Los griegos tenían belleza natural, los modernos
tienen belleza artificial: buscan cosas interesantes. La belleza es algo que se construye
artificialmente, con el libre juego de las facultades de conocimiento del sujeto y, por eso, lo que se
juzga bello (o sublime) place sólo un instante, para luego dejar de producir placer: no hay manera,
bajo estas condiciones de artificialidad, de que lo bello se sostenga en el tiempo. La forma de hacer a
lo bello interesante (cuando lo bello tiene que ser producido por los artistas) es incorporarle –de ahí
que lo bello, para Schlegel, siempre sea bello artificial- todo lo que antes no era considerado bello: lo
feo, lo sublime, lo agradable, lo bueno, es decir, todo lo que para Kant delimitaba lo bello. Y
asimismo, después habrá que incorporarle todo lo más contrario a lo bello: lo enfermo, lo deforme,
etc. Todas las categorías limítrofes posibles y, cuando no alcancen, todas las categorías más lejanas.
Cuando Schlegel habla de poesía griega y poesía moderna, define el término poesía así: es
todo discurso cuyo objetivo principal o secundario es lo bello. Por lo tanto, bello puede ser el arte,
pero también la historia, las costumbres, la política y, en ese sentido, bellas eran todas las
manifestaciones de la vida griega. En la modernidad -en la que Schlegel reconoce estar inserto-, la
belleza es un constructo y, en este sentido, no puede no ser artificial.
Ahora bien, si el problema del gusto, en la cultura moderna, es que no hay ni puede haber un
gusto público, la respuesta a esto es que no lo hay porque no hay costumbres públicas. El burgués
está escindido entre la vida pública y la vida privada; entre la esfera de los negocios y la de los
sentimientos. Por lo tanto, la caricatura del gusto público es la moda. En lugar de gusto público, lo
que hay en la cultura moderna, a diferencia de la antigua, es moda.

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En este sentido, la moda consiste en rendirle homenaje, a cada momento, a un ídolo distinto.
Y la de la moda es siempre una idolatría provisional. Por lo tanto, todo nuevo fenómeno brillante
hace creer que se ha alcanzado la belleza, que se ha encontrado una norma fundamental del gusto, la
norma suprema de todo lo artístico, y que ya no es necesario volver a cambiarla. Sin embargo, esa
no es sino otra de las paradojas del gusto – paradoja que es, al mismo tiempo, la clave de la
modernidad estética: lo nuevo se presenta como lo original y, en tanto original, como la verdadera
norma del arte. El degustador de arte, el esteta, parece querer decir: que cese para siempre el gusto
privado y que se instale un gusto público. Ahora bien, eso es imposible, porque precisamente, lo
característico del gusto es su mutabilidad. De hecho, que no haya más gusto privado sino público es
un objetivo de las vanguardias del siglo XX, pero en los términos del siglo XVIII no se puede
plantear sino como la paradoja misma del gusto. Para poder instalar un gusto público habría que
cambiar la sociedad. Y precisamente ese será el ideal de las vanguardias: que una nueva forma de
vida genere una conciliación de la belleza con la verdad, y que vivamos en la belleza porque vivimos
en la verdad. Pero, mientras tanto, para el sujeto escindido, el sujeto moderno, no puede haber gusto
público, aunque lo desee. Y cada vez que aparezca lo nuevo dirá: esto es lo bello para siempre.
Porque no es que el burgués –llamémosle así al sujeto por excelencia que se cansa rápidamente de la
belleza- sabe de antemano que se va a cansar de la belleza. No. Al igual que el play-boy cree que
cuando conoce a una mujer es la mujer de su vida, el burgués cree que cuando encuentra la belleza,
la belleza será para siempre bella. Es como la conducta de Swann, que analizábamos en la primera
clase: la búsqueda de lo nuevo se presenta como una búsqueda de la verdad. Pero, precisamente, la
búsqueda de lo nuevo nunca puede ser la búsqueda de la verdad, aunque se haga en nombre de la
verdad o, mejor dicho, de lo bello como lo verdadero. Cuando al burgués le gusta algo, no es que se
dé cuenta de que ahora le gusta y le va a dejar de gustar. Dice: esta vez, no cambio nunca más de
gusto. Este es el gusto verdadero. Y por eso, justamente, es capaz de reemplazar al gusto anterior. Lo
nuevo debería ser lo verdadero. Si no, pareciera que el objeto del gusto no gusta, o gusta poco
porque va a durar poco. Y en realidad, no: gusta con plenitud, y después deja de gustar. Pero en el
momento en que gusta parece que no pudiera haber nada que lo reemplace. El gusto moderno, de
todos modos, es lánguido, dice Schlegel: por eso es exigente, tiránico con los artistas. Ya en

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Shakespeare aparece la figura del público como la figura de un tirano. La tiranía del público es
característica de la modernidad estética.
Lo nuevo, entonces, debería ser lo verdadero. El problema es que la norma del gusto –en
esto, Schlegel es kantiano- no es obligatoria. En la libertad que Kant descubre en el juicio de gusto
está, precisamente, su problema: ¿por qué, si hay libertad en el juego de las facultades, lo que gusta
un instante tendría que gustar todos los instantes posibles? Ahora bien, Kant no está diciendo,
tampoco, que lo que place, place para siempre. Está diciendo que el sujeto tiene facultades que se
disponen de determinada manera cuando, en lugar de conocer el objeto, se dejan llevar por el
sentimiento de placer que le provoca la forma del objeto en tanto representación y no en tanto el
objeto es algo existente y consumible.
Lo que Schlegel critica es la figura de lo nuevo como brillante, porque lo brillante es
confundido con lo original. Y lo original es indicador de último, pero en realidad es lo primero.
Cuando algo es original, cuando uno dice “esto nunca fue visto antes” aun cuando esto que se dice
no haya sido comprobado -es decir, cuando es simplemente el estado de las facultades del sujeto lo
que hace que declare del objeto que es original- este objeto, en tanto no tendría antecedentes, en
tanto irrumpiría en el mundo sin ser parecido a nada, sería lo primero –como lo primero de una serie,
en todo caso, pero primero al fin-; y el efecto de lo que acaba de conocerse y se presenta como
nuevo es que el sujeto se lo represente como si fuera original.
En este sentido, lo bello -pensado después de Kant- no puede ser ya nunca más lo bello en
sentido antiguo, como tampoco lo era ya para Kant. Recordemos que en el tercer momento de la
Analítica de lo bello de la Crítica del Juicio Kant diferencia la belleza de la perfección. No puede
haber algo que se pueda considerar bello por perfecto, en tanto lo perfecto responde a un modelo. El
modelo es característico de la belleza adherente, y no de la belleza libre. Yo podría decir de un niño,
de una mujer o de un varón “qué bello” o “qué bella”, pero es muy difícil que, en esos casos, yo
pueda juzgar la belleza del objeto sin compararla con un modelo. Por algo se les dice “modelos” a
las personas que encarnan un ideal humano de belleza en cada época: parecieran tener todos los
rasgos de la perfección física tal como es entendida en el respectivo presente.
Ya la belleza entendida en sentido antiguo -identificada con la perfección o excelencia- es

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imposible para el propio Kant. Lo que place tiene alguna irregularidad; lo que place es más fácil que
sea barroco a que sea rectilíneo, regular, simétrico. La belleza libre es más susceptible de generar
juicios de gusto que la belleza adherente.
Pero en la sociedad burguesa de finales del siglo XVIII tampoco puede decirse que esté
vigente la concepción de lo bello en sentido kantiano, es decir, como complacencia o contemplación
desinteresada. En medio de la tiranía del gusto no público, ni lo bello antiguo ni lo bello kantiano
pueden ser lo bello. Lo bello tiene que ser lo nuevo, y lo nuevo tiene que tener los rasgos de lo
brillante, de lo que llama la atención, de lo que está rodeado de encanto –algo que para Kant era
propio de lo agradable de la sensación, y no de lo bello del sentimiento-. Por eso la poesía que
satisface una demanda tan permanentemente insatisfecha, una demanda tan imperativa, es una
poesía extravagante. La extravagancia no es algo vicioso, en la belleza moderna, sino necesario; es
el mínimo indispensable como para que el objeto en cuestión llame la atención. Los objetos de una
cultura artificial tienden a ser brillantes, llamativos, atractivos a los sentidos, encantadores,
arrobadores, deslumbrantes, excéntricos, es decir, extravagantes. Nada demasiado normal, común,
muy visto, puede ser declarado bello. Cada vez más, la belleza se va ir engullendo a sus opuestos,
precisamente porque lo que se juzgue como bello tendrá que ser algo cada vez más extravagante,
más inusual.
Las obras modernas más celebradas parecen ser distintas de las obras clasicistas, que buscan
la perfecta armonía; pero más, dice Schlegel, por el grado que por la especie. En este punto, lo que
él marca es que este estado de anarquía del gusto hace que también lo clasicista, en tanto armonioso,
pueda gustar a continuación de una belleza moderna muy extravagante. Es decir, una vez agotado el
gusto de la extravagancia, una obra clasicista o incluso una obra del pasado puede volverse bella.
El gusto busca la variedad: una obra clasicista, antes que ser de otra especie que una obra
moderna, es una obra de otro grado de belleza, porque tiene una armonía que, en términos del
cansancio permanente del gusto, podría volver a gustar, en tanto podría ser “nueva” cuando se ha
vuelto inusual. De hecho, el rescate de las bellezas y de las fealdades antiguas es parte de este
programa del primer romanticismo. Por ejemplo, la recuperación del gótico como belleza, por parte
del Goethe y los primeros románticos, la recuperación del arte medieval en general, que no tiene

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proporción centralizada; pero también las bellezas de la antigüedad, como las tragedias y comedias
griegas, podrían alternarse perfectamente con las bellezas modernas en términos de que el gusto
busca la variedad.
Lo que caracteriza a la moda, como reemplazo del gusto público, es lo cíclico: lo que dejó de
estar de moda puede volver a estarlo en otra temporada. Lo que fue modélico, en la medida en que
deja de serlo, puede convertirse en otro tipo de belleza. No inmediatamente, pero sí después de
cumplido un ciclo de olvido. Así, volver a los antiguos o a ciertas bellezas medievales puede ser
también un modo de la extravagancia.
Se trata, precisamente, de la belleza perfecta de la obra clasicista como algo que satisface por
un tiempo el goce tranquilo, y de la belleza extravagante como lo que satisface, durante otro tiempo,
esa ansia insatisfecha en el modo de un goce intranquilo, de un interés. Pero no se trata de que
alguien adopte un gusto y lo pueda sostener en el tiempo, sino de una inestabilidad que es, de alguna
manera, la consecuencia de lo que Kant teorizó como libertad en el juicio estético. Esta libertad,
decíamos, tenía que ver con el instante del juicio de gusto, antes que con una capacidad que se pueda
conservar en el tiempo y activar siempre de la misma manera, a voluntad del sujeto. No es que el
sujeto se pueda disponer a gustar de las obras del pasado cuando va al museo simplemente porque
no quiere desperdiciar el tiempo de ocio. No puede decir: en lugar de conocer (de re-conocer las
obras de las que ya sé su nombre y las he visto en reproducciones), voy a disfrutar de tenerlas
delante. El sujeto podría tener, en esas circunstancias, una experiencia enteramente de conocimiento
y no de gusto. O podría sentir placer durante la primera media hora de la visita al museo y, a partir
de ahí, empezar a tener una experiencia estricta de conocimiento (viendo una por una las obras que
una guía o catálogo le indican que tiene que ver).
Lo que teorizó Kant como juicio estético no estaba exento, en virtud de su aspiración a lo
público, de permanecer insatisfecho. El hecho de que haya, según el segundo y el cuarto momento
de la Analítica de lo bello, una aspiración a la universalización en términos de compartir el propio
juicio no quiere decir que la capacidad de juzgar no necesite activarse por un desvío del
conocimiento hacia el placer ni, mucho menos, que un juicio sobre la belleza de un objeto vaya a
durar en el tiempo, como si se pudiera repetir indefinidamente, después de la primera vez, sólo por

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tener las facultades que permiten emitirlo.
La época moderna se alejó de lo bello cuanto más lo ansiaba, dice Schlegel. No importa que
el artista persiga lo extravagante, lo voluptuoso, lo florido, lo cautivador –incluso como parodia de
lo moderno- o lo contario: lo perfecto, lo redondo, lo fino; que se incline por el gusto francés, por el
gusto inglés o por el gusto italiano; lo que busca, y lo que lo apremia, es satisfacer una receptividad
insaciable e insatisfecha.
Este carácter insatisfecho del juicio de gusto, teorizado por el Estudio sobre la poesía griega,
podría leerse como la mitad sombría de la Crítica del Juicio; es lo que Kant no puede teorizar y
Schlegel pone en texto.
Schlegel descubre la dialéctica del gusto como una mala dialéctica: una dialéctica abierta
a lo infinito, insaciable por definición. Este gusto –el que él encuentra en la sociedad de finales
del siglo XVIII como el gusto realmente existente y que no es el gusto entendido de manera
kantiana, como placer desinteresado- es exigente; pero lo es no por erudito (la razón de ser del
juicio estético es el placer, no el conocimiento), sino por debilitado. La exigencia de lo nuevo es
propia de un gusto débil, no de uno fuerte. En términos menos nietzscheanos (los del par
fortaleza / debilidad), y más próximos a los de Schlegel, el gusto socialmente existente es un
gusto privado o –podríamos agregar nosotros- privatizado, en el sentido de que alguna vez -en el
mundo antiguo- fue público. Schlegel piensa, en términos estrictamente poskantianos, lo que en
términos nietzscheanos sería una estética del efecto:

El público más selecto, en el fondo completamente indiferente ante toda forma y sólo lleno de una
sed insaciable de temas, no exige del artista nada más que individualidad interesante, con tal que
se produzca un efecto, si ese efecto es fuerte y nuevo. Entonces, la manera y el tema en que se
produzca [el efecto de lo interesante] es tan indiferente para el público como la armonía de cada
uno de los distintos efectos hacia un todo perfecto. [Ídem, p. 63]

La cuestión del efecto es también la cuestión del estímulo: el estímulo es algo que se
separa del todo y, en su carácter independiente, se vuelve atractivo por sí mismo.

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Como en una buhonería estética, la poesía popular y la de buen tono están juntas, e incluso el
metafísico no buscará [aquí] en vano su propio surtido; epopeyas nórdicas o cristianas para los
amigos del Norte y del Cristianismo; historias de espíritus para los amantes de los horrores
místicos; y odas iroquesas o caníbales para los amantes de la antropofagia; disfraz griego para
almas antiguas, y poemas caballerescos para almas heroicas; ¡e incluso poesía nacional para los
aficionados a lo alemán! Pero ¡en vano reuniréis la más rica abundancia de individualidad
interesante de todas las zonas! [Ídem, p. 63]

De la misma manera que el gusto del público es voluble, cambiante, instantaneísta, las
obras de arte pueden, con el mismo criterio, estar compuestas de las más diversas tonalidades
étnicas, de las más diversas combinatorias genéricas, de la más diversas intensidades cromáticas,
desde lo más oscuro a lo más luminoso. Pero se trata siempre de objetos que no tienen nada en sí
mismos por lo cual se puedan establecer como objetos estéticos de carácter estable. No obstante,
cuando aparecen –bajo el signo de lo nuevo- parecen ser lo original, lo primero, lo nunca visto, lo
desconocido, lo que irradia la luz de lo primigenio. No es que aparecen bajo el signo de la
próxima caducidad, como si delataran su obsolescencia programada. No: aparecen como si nunca
fueran a dejar de gustar, como si siempre pudieran seguir gustando. No obstante, lo que observa
Schlegel es que el arco de las posibilidades de lo artístico es así de amplio precisamente porque
ningún objeto se puede estabilizar durante un tiempo suficientemente largo como objeto estético
privilegiado, que reemplace a todos los demás.

Con cada goce, los deseos se vuelven aún más vehementes; con cada concesión, las exigencias
suben cada vez más alto, y la esperanza de una satisfacción final se aleja cada vez más. Lo nuevo
se vuelve viejo; lo peregrino, corriente, y los estímulos de lo atractivo se embotan. Cuando la
propia fuerza es más débil y el instinto artístico menor, la floja receptividad se hunde en una
indignante impotencia; el gusto debilitado, al fin, no quiere ya aceptar más alimento que
asquerosas crudezas, hasta que se extingue por completo y acaba en una decidida nulidad. [Ídem,
p. 63]

En esta cita aparece lo que podríamos llamar la aceleración de la caducidad del gusto.

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Habíamos visto, en la primera clase, cómo el gusto ilustrado –de acuerdo con el concepto de
Ilustración de Burke y de Hume- se enriquecía y se volvía más exigente en la medida en que
abordaba cada vez más objetos -porque se especializaba- y era capaz, por la sutileza de la
imaginación –la categoría de Hume-, de encontrar diferencias donde la mayoría del público no
podía notarlas, por ejemplo, en obras de un mismo período, de una misma lengua y de un mismo
autor, o en obras de un mismo autor a lo largo de toda su carrera. Esta sutileza de la imaginación -
que en Hume corresponde al crítico- era lo que hacía que el gusto consistiera en un paladar
exigente, en una criticidad permanente ejercida como capacidad de distinción (de encontrar
diferencias y marcarlas para que otros las aprendan). Lo que ve Schlegel, por el contrario, es una
instantaneización del fenómeno del gusto. Como si, una vez dicho “esto es bello” o “esto es
sublime”, se tuviera que pasar a otro objeto, porque ese objeto ya se ha vuelto conocido: ya se
puede decir “esto es X”, según el concepto. El juicio de gusto da lugar, inmediatamente, al juicio
de conocimiento. Todo lo que gusta aparece, cada vez con mayor rapidez, bajo el signo del
concepto, de lo conocido, en lugar de aparecer bajo el signo de la novedad y permanecer, lo
máximo posible, bajo el signo de la novedad. Lo que sucede, socialmente, es que lo bello, para
ser bello, tiene que ser nuevo; con lo cual se termina identificando con lo interesante y no con la
complacencia desinteresada de la que habla Kant.
Ahora bien, podría suceder -dice Schlegel- , como ya ha sucedido muchas veces, que de la
anarquía surja una revolución; de la desesperación, una nueva serenidad; de una necesidad
urgente, un nuevo objeto para satisfacerla. ¿Podría esperarse algo así de la anarquía estética de
finales del siglo XVIII? Es decir, ¿podría la situación que Schlegel describe albergar las
condiciones para una revolución artística, para un cambio en el mundo del arte, no en el mundo
del gusto? Eso último (la irrupción social del gusto) es lo que se teorizaba en la estética ilustrada:
el estado de los sujetos del gusto, más que el estado de las obras de arte, porque, de hecho, la
ampliación del gusto era un fenómeno que se podía explicar a partir del descubrimiento –por
parte de un sujeto que se estaba educando- de obras clásicas de la antigüedad. Eso es lo que hace,
por ejemplo, Hume: mostrar cómo en una sociedad tolerante como la que tiende a ser la sociedad
ilustrada –no lo es: tiende a serlo- prima la degustación de la cultura antigua. Para que esa

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degustación de la cultura antigua pueda existir, hace falta que el sujeto ilustrado ponga entre
paréntesis las diferencias de cosmovisión que tiene con los antiguos, sobre todo en términos
morales. Por ejemplo, no debe juzgar a los héroes homéricos con los parámetros de virtud de su
propia época, que es una época ilustrada. En este sentido, el gusto podría ser una actividad que se
desarrolle como un descubrimiento de la historia de las artes, sin necesariamente estar centrada
en el arte del presente. Lo que justifica el nacimiento de la estética, en la época ilustrada, es la
ampliación social del gusto, no una revolución artística.
Podríamos decir que en Schlegel hay un modo kantiano de preguntarse por la anarquía
estética de la época: como esperando un giro copernicano. Parece un modo de preguntarse al que
sólo puede responderse, podríamos agregar, con un giro copernicano.

Quizá haya llegado el momento decisivo en el cual, o bien es inminente un completo


perfeccionamiento del gusto después de lo cual ya nunca podrá volver a hundirse sino que tendrá
necesariamente que progresar, o bien el arte caerá para siempre y nuestra época tendrá que
renunciar por completo a todas las esperanzas de belleza y restablecimiento de un arte auténtico.
[Ídem, p. 65]

La cita repite, para su respectivo problema, la pregunta kantiana respecto de qué tiene que
hacer la metafísica para progresar como progresan las ciencias: qué giro tiene que dar la estética
para dejar de ser un saber inútil. Exceptuando a la Crítica del Juicio -sin cuya lectura Schlegel no
podría hacer una lectura tan incisiva de la sociedad burguesa de finales del XVIII-, podríamos
decir que ni las poéticas -estableciendo principios a priori para las obras de arte- ni la crítica de
arte -tratando de encontrarlos a posteriori en las obras ya hechas- logran crear una solución al
problema de la falta de un gusto público y la necesidad de establecerlo. Noten que digo
establecer y no restablecer un gusto público a la manera antigua. Es decir, de poder establecerse
un gusto público, habrá que establecerlo a la manera moderna, a la manera de la cultura artificial
de la que habla Schlegel, y no a la manera de la cultura antigua, que es una cultura natural. La
sociedad burguesa no puede llegar a ser una comunidad a la griega: ni siquiera puede llegar a
serlo a la manera de la república romana; no hay manera de que los modernos sean antiguos a no

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ser disfrazándose de ellos, como hacen los clasicistas.
Por lo tanto, la postura schlegeliana, a su modo, es receptiva del giro kantiano: hay que
tener claridad sobre el principio de formación del gusto, sobre el espíritu de su historia hasta la
fecha, para dar con el sentido de sus afanes y actitudes, con la dirección de su carrera y con su
meta. Hay que pensar el gusto desde el problema de su principio de formación. El gusto es un
fenómeno filosófico complejo: ni un fenómeno psicológico ni un fenómeno sociológico. No se
puede legislar sobre el gusto (el juicio estético está basado en el placer, no en el conocimiento),
pero tampoco por eso se debe creer que sobre el gusto no se puede escribir, porque es arbitrario,
caprichoso, veleidoso, cambiante y, en ese caso, sólo se lo puede historiar y dar cuenta de sus
cambios.
A su vez, Schlegel advierte, en el fragmento 12 de Fragmentos Críticos, cuán dificultoso
va a ser, para la filosofía poskantiana, pasar de la filosofía del gusto a la filosofía del arte:

[12] En aquello que se denomina filosofía del arte, falta habitualmente una de las dos: o la
filosofía o el arte.

Uso la traducción de los Fragmentos críticos de Cecilia González y Laura Carugati, que
está incluida en el libro de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy El absoluto literario.
Teoría de la literatura del romanticismo alemán (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013). Este
libro, publicado originalmente en 1978, es un ensayo de estos dos filósofos franceses sobre el
primer romanticismo alemán, y además un trabajo de traducción al francés de todos los textos de
los que están hablando, de modo que contiene todos los fragmentos. Por eso también es un texto
tan voluminoso.
El fragmento 12 plantea cuál es la dificultad de la estética para dejar de ser una filosofía
del gusto y convertirse en una filosofía del arte. La estética recién es plenamente una filosofía del
arte con Schelling, cuyas clases de Filosofía del arte están publicadas con ese título. El primer
romanticismo incluye al joven Schelling, que formó parte del Círculo de Jena. Los hermanos
Schlegel (Friedrich y August) constituían su ala fundadora, dado que eran los directores y
creadores de la revista Athenaeum, en la que se publicaban sus textos. El Círculo de Jena se

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nucleó alrededor de esta revista, y también en torno a la adoración -no correspondida- por Fichte.
Él no se consideraba parte de ese círculo, pero ellos sí lo consideraban su filósofo de cabecera y
su inspiración.
El Círculo de Jena dura tres años: entre 1797 y 1800. De él formaban parte: Schelling, los
hermanos Schlegel, Schleiermacher, Tieck -una serie de figuras que hoy se las suele estudiar por
separado, y que en ese momento, el de su juventud, formaban parte de un colectivo.
Ahora bien, el joven Schelling, desde un comienzo, piensa en darle al programa del
primer romanticismo la forma de un sistema, igual que el joven Hegel, mientras que los
hermanos Schlegel permanecen en la ironía, en la lógica de la infinitud del yo. El primer
romanticismo -a mi modo de ver y de acuerdo con nuestro programa- no tendría que ser
identificado con la ironía y el fragmento, como si fueran sinónimos, porque si así lo hiciéramos
estaríamos dejando afuera del primer romanticismo al joven Schelling. El joven Schelling,
insisto, tiene desde el comienzo la idea de que la filosofía romántica requiere de una forma
sistemática, y no de la fragmentaria forma de la ironía. La disputa de fondo es si el romanticismo
debe tener una forma fragmentaria o una forma sistemática.
Recién con la idea de sistema, los dos componentes de la filosofía del arte a los que
refiere Schlegel en el fragmento citado (filosofía y arte) se van a poder articular en un todo.
En primera instancia, el problema, en 1797, es lo que queda del gusto, es decir, la
centralidad del sujeto, que es completa y se completa a sí misma. El protagonismo del yo –el yo
burgués- no pretende ser estrictamente social, o sociocultural, sino también político. Es decir, se
aspira a que el privilegio sea derecho; que la particularidad sea universalidad. La aspiración a la
universalidad del juicio estético tiene algo en común con la “Oda a la alegría” de Schiller, que es
de 1785 y es el texto poético que será convertido en la parte coral de la 9ª sinfonía de Beethoven,
y cuyo título original es An die Freude, es decir, “A la alegría”.
Un muy buen análisis de la “Oda a la alegría” de Schiller aparece en un libro que les
recomiendo: La Novena de Beethoven. Historia política del himno europeo, de Esteban Buch
(Barcelona, El Acantilado, 2001), un autor argentino que vive en París. Es musicólogo y
sociólogo de la música. Otro libro excelente de él, y que les recomiendo, es el que se ocupa de la

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historia política del himno nacional argentino (O juremos con gloria morir. Historia de una épica
de Estado, Buenos Aires, Sudamericana, 1994, que fue reeditado recientemente). En el programa
está recomendado otro: El caso Schönberg. Nacimiento de la vanguardia musical, que también es
excelente.
Quiero leerles ahora la interpretación que hace Buch de la relación que tiene la “Oda a la
alegría” de Schiller con el momento político de finales del siglo XVIII:

La alegría es signo de pertenencia a la comunidad humana, bajo la condición de la amistad o el


amor. Es también el principio trascendente del universo natural; el elogio de la naturaleza
desemboca en una invocación a Dios, que el coro prolonga interrogándose sobre la prosternación
y exhortando a alzar la mirada. La versión de 1785 esboza en la última estrofa un verdadero
programa. [Buch, Esteban, La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo, trad. de
Juan Gabriel López Guix, Barcelona, Acantilado, 2001, pp. 84-85]

Iba a leerles antes esta última estrofa, pero preferí presentarles la interpretación de Buch,
para enfatizar más su relación con la aspiración a la universalidad que tiene el juicio estético.
Dice Schiller:

[…¡] se romperán las cadenas de los tiranos


habrá clemencia hasta para el malvado
esperanza para el moribundo
gracia en el juicio supremo!
¡También vivirán los muertos!
Hermanos, bebed y sumaos al canto,
todos los pecadores serán perdonados
y nunca más existirá el infierno.

Noten, en la última estrofa, el salto a lo que podríamos llamar el nivel utópico-


revolucionario de la “Oda a la alegría”, cuando habíamos partido –al comienzo del poema- de un
motivo común, que -como explica bien Buch- era, en realidad, un motivo genérico, propio de las

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Trinklieder, es decir, las canciones de borrachos o de bebedores, compuestas como odas a la
amistad y al vino: los himnos báquicos del siglo XVIII. Esta exaltación de la amistad, relacionada
con el vino, no hacía a la “Oda a la alegría” tan extraña, temáticamente, a su época, no obstante,
es Schiller uno de los primeros en darle esta exacerbación utópico-revolucionaria, relacionada
con el momento político de la Revolución francesa.
En este sentido, aquello con lo cual relaciona Schiller la alegría es un motivo estético-
político: el Weltgefühl, es decir, el “sentimiento del mundo”. Este sentimiento sería el de la
pertenencia a una comunidad cuyos miembros no son entre sí, simplemente, los amigos que
celebran las Trinklieder (las canciones de borrachos que celebran la amistad y el vino); no se trata
de la comunidad de los conocidos -de los amigos, de los amantes, de los iguales-, sino de la
comunidad de los no conocidos. El Weltgefühl, como sentimiento cosmopolita, es la alegría de
pertenecer a la comunidad de los no conocidos, de los todavía no conocidos: una humanidad
cuyos miembros no se conocen entre sí, pero de la cual yo, con mi juicio estético, soy un
ejemplar, un caso. La humanidad schilleriana sería, en términos kantianos, el sensus communis:
la comunidad utópica de la cual mi juicio es un ejemplar, sólo un caso. Se trata, en Schiller, de un
sentimiento cosmopolita ilustrado, más que un sentimiento de camaradería, como el de chocar las
copas de vino y brindar por algo que se desea. Es cosmopolita en el sentido del ciudadano del
mundo, es decir, el hombre ilustrado utópico (o futuro) de los escritos del último Kant (por
ejemplo, el de los escritos de filosofía de la historia y los escritos políticos, sobre todo, Idea de
una historia universal en sentido cosmopolita y Origen presunto de la historia humana). En estos
ensayos, aparece una idea de la naturaleza como providencia que se continúa en la cultura, y hay
un sentido de la historia que está dado por una meta que, aun cuando no se alcance, hace que
exista un progreso hacia mejor –progreso en el plano de la normatividad: mejoran las
constituciones que los hombres se dan a sí mismos para poder vivir juntos. No es que progresen
los sentimientos morales o progresen los hombres en su bondad. No hay progreso moral sino,
podríamos decir, lo contrario: progreso normativo; progreso en las normas que hacen que los
hombres, que no son buenos, se protejan a sí mismos de sí mismos y de sus semejantes. El
progreso kantiano es un progreso paradójico.

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La centralidad filosófica del sujeto se ha potenciado, dentro de los límites del idealismo,
no gracias a Schiller, sino gracias a la lectura fichteana de Kant. El kantismo es ahora un
kantismo consecuente, porque se ha eliminado de él el problema de la cosa en sí. Fichte
demuestra, en su Wissenschaftslehre (Teoría de la ciencia, de 1794: esta es la obra que tanto
influye sobre el primer círculo del romanticismo), que no es posible que un yo absoluto, es decir,
un yo que pone el objeto, sea incapaz de conocer la cosa en sí. Es decir, hay una inconsistencia en
el núcleo del pensamiento kantiano, una cobardía dentro de su audacia, casi podríamos decir, que
consiste en dejar abierto el problema de la cosa en sí, de la cognoscibilidad de la cosa en sí, como
si fuera realmente un problema, cuando en realidad, no hay razón alguna para que el sujeto de la
filosofía teórica de Kant tenga alguna restricción en cuanto al conocimiento de la cosa en sí. Un
yo absoluto -es decir, un yo autorreflexivo, una autoconciencia, que es también un yo
autoproductivo, porque se pone él mismo su propios límites y ejerce su libertad en la acción
dándose su propia ley- no puede tener un límite para conocer la cosa en sí: en realidad no puede
tener ningún límite, ya no sólo el de la cosa en sí. Es decir, ese yo que pone el objeto, y que se
pone a sí mismo en la acción de poner el objeto, no puede ser sino infinito, esto es, absolutamente
productivo.
Gaos, quien traduce las dos Introducciones a la Teoría de la ciencia, traduce como
“acción” la palabra Tathandlung, que es intraducible en realidad. Tat quiere decir “hecho” y
Handlung, “acción”. La Tathandlung es una acción instituyente, una acción creadora, libre. Pero
estas no son traducciones literales. Ni pueden serlo: si dijéramos “una acción de hecho”, no
daríamos tampoco una idea adecuada de lo que quiere decir Fichte. Quizás es mejor “acción
efectiva”, como traducción literal; pero tampoco daríamos una idea de lo que la palabra fichteana
–como superación de Kant- quiere decir. Justamente, la acción -entendida como Tathandlung- es
la acción de un sujeto que se da a sí mismo su propia ley y, en ese sentido, crea la ley. Un sujeto
que se da a sí mismo su propia ley es un sujeto enteramente libre, cuya yoidad es infinita.
Paradójicamente, lo que en Fichte está planteado como el principio del sistema (de su propio
sistema), Schlegel lo aplica como el principio de la ironía. Por lo tanto, este yo podría ser el
principio de la ironía, en lugar del principio del sistema (como ve Hegel). Pero, no obstante, no es

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absolutamente obvio que este Yo (el Yo absoluto de la filosofía de Fichte) sea el yo de la ironía. El
modo en que Schlegel incorpora ese Yo al programa del romanticismo es un modo eminentemente
moderno, eminentemente consciente de que lo puede llevar más allá del kantismo (del problema del
receptor) y trasladarlo a la obra de arte (pero para eso la obra de arte tiene que cambiar –ahora sí- de
concepto). Entre el Yo fichteano y el Yo protorromántico hay una operación teórica: la operación de
Schlegel, que tan bien es leída por Hegel en las Lecciones sobre la estética:

Con esta orientación y a partir de los modos de pensar y de las doctrinas de Friedrich von Schlegel,
se desarrolló luego en múltiples figuras la llamada ironía. Encontró ésta su fundamento más
profundo, por uno de sus lados, en la filosofía de Fichte, en la medida en que los principios de esta
filosofía fueron aplicados al arte. Tanto Friedrich von Schlegel como Schelling partieron del punto
de vista de Fichte; Schelling, para transgredirlo absolutamente, F. von Schlegel, para desarrollarlo a
su modo y luego sustraérselo [Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, trad. A. Brotons Muñoz,
Madrid, Akal, 1989, pp. 49-50]

Schelling, en la óptica de Hegel, parte del Yo fichteano para transgredirlo, pero F. Schlegel
directamente lo incorporaría de manera directa, sin modificarlo. Esta operación de Schlegel –a mi
entender- no habría que interpretarla de manera tan hegeliana: se trata de una aplicación por la cual
ese Yo es llevado al límite de sus posibilidades en la figura del crítico. El crítico que es Schlegel es
ese Yo en acción, podríamos decir. Vamos a ver en qué aspectos de la lectura de Fichte se apoya el
ironismo schlegeliano, pero también, en qué sentido esa intuición intelectual de la que habla Fichte
necesita ser elevada a la dimensión especulativa de lo absoluto, como va a suceder en el idealismo
absoluto de Schelling y Hegel, y no puede ser solamente puesta en práctica en el modo de la ironía.
Pero también –creo- hay que reconocerle a Schlegel algo más que la apropiación -en la práctica de la
crítica- del Yo fichteano.
Fichte, además de ser un filósofo muy leído en aquel momento, es un filósofo que –según él
mismo considera- ha sido completamente malentendido. Fichte dice –en la Primera Introducción a
la Teoría de la ciencia- que ha sido malentendido tanto por los filósofos como por los no filósofos
(por los que no tienen un sistema, en realidad), por eso escribe dos tipos de introducciones. También

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piensa que Kant ha sido malentendido. Hay una lectura brillante que hace Hegel, nuevamente, de la
filosofía de Fichte, en la que dice que el de Fichte es un kantismo consecuente. Lo que hace Fichte,
según Hegel, es una exposición consecuente de la filosofía de Kant. Y esa lectura consecuente
consiste en abolir la cosa en sí. Es el primer filósofo idealista que lleva el idealismo trascendental a
la condición de idealismo absoluto, porque hace desaparecer el problema de la cosa en sí. Por eso
Fichte aclara, en la “Advertencia preliminar” de la primera de las dos introducciones (dedicada a
aquellos que no tienen un sistema filosófico), que él va a hacer una exposición “del gran
descubrimiento de Kant”, pero agrega: “independientemente de Kant”. El kantismo sin Kant sería,
de alguna manera, la fórmula de la filosofía fichteana. Él dice -en la misma “Advertencia
preliminar”-: mi sistema no es otro que el kantiano. Es decir, va a exponer el descubrimiento
kantiano de una manera como no lo ha expuesto el propio Kant. Su sistema, en su modo de
proceder, es totalmente independiente de la exposición kantiana, aunque lo que exponga sea “el gran
descubrimiento de Kant”.

Kant es hasta ahora […] un libro cerrado, y lo que se ha leído en él es justamente aquello que no
ajusta dentro de él y que él quiso refutar [Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la
ciencia”, en: Introducción a la teoría de la ciencia, trad. José Gaos, Madrid, Sarpe, 1984,
“Advertencia preliminar”, p. 27]

Fichte, en realidad, está diciendo que lo que verdaderamente encandiló de la filosofía


kantiana es el componente empirista: el hecho de que para Kant el conocimiento quede restringido a
lo fenoménico. Eso es lo que hizo que no se haga de Kant una lectura especulativa, sino una lectura
empirista. Resguardando, claro, la cosa en sí (lo que Fichte va a llamar dogmatismo).

Mis obras no quieren explicar a Kant ni ser explicadas por él […] Mi sistema sólo puede ser juzgado
por él mismo, no por las proposiciones de ninguna filosofía. […] Por lo tanto, es menester admitirlo
totalmente o rechazarlo totalmente. [pp. 27-28]

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Este va a ser un rasgo de las filosofías sistemáticas idealistas (de Fichte a Hegel): proponer
que hay tomar una filosofía en su totalidad, aceptando sus principios. Para la época, la filosofía
sistemática (entendida como filosofía especulativa) tiene una ventaja y es que, en un punto, es
irrefutable: o se la toma o se la rechaza, pero no se la puede refutar. Al menos ése es el modo en el
cual los filósofos conciben, en el contexto intelectual de finales del siglo XVIII, la ventaja de ser
sistemático. De ahí también la “anarquía de los sistemas metafísicos”, con la que la moderación de
Kant (con la restricción al conocimiento de la cosa en sí) pretendía terminar, logrando que la
metafísica progresara como progresaban las ciencias. No obstante, también está el problema de si la
filosofía de Kant llega a ser una filosofía sistemática. Este fue un tema que se discutió largamente,
no sólo en el momento de publicación de la tercera crítica, sino que se siguió discutiendo hasta el
siglo XX.
De todas maneras el de Fichte pretende ser un sistema, como también pretende serlo el de
Schelling y el de Hegel. Por lo tanto, sólo puede ser adoptado o rechazado, pero no refutado.

Se puede no entender mis obras y se debe no entenderlas si no se las ha estudiado [p. 28]

Quien no entiende a Fichte –dice Fichte- es porque no estudia su filosofía de acuerdo con sus
principios. No la sigue al pie de la letra, podría decirse, en el sentido de que no razona con esa
filosofía. Hegel, en las Lecciones de filosofía de la historia (y en sus clases en general) también hace
hincapié en ese punto: es más fácil criticar una filosofía (rechazar desde el comienzo sus principios,
para pasar a no entenderla), que “interpretarla” (es decir, seguir lo que el autor quiere decir a partir
de los principios que establece). Aparece, entonces, en la primera Introducción fichteana, el
problema de no ser entendido por no ser leído en la propia clave. Y esto puede suceder porque no se
ha estudiado una filosofía como su autor propone estudiarla. Pero Fichte, inmediatamente, cambia el
tono: ¿cómo van a entenderme a mí si no han entendido a Kant?

Mis obras no contienen la repetición de una lección ya anteriormente [p. 28]

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Sin embargo, en tanto sus obras exponen lo nuevo de Kant, exponen precisamente lo que no
se ha entendido de él. Fichte viene “después de Kant” también en el sentido de exponer algo que
necesitaría de que se haya entendido a Kant.

Después de no haber sido entendido Kant, algo totalmente nuevo para la época

Si no se ha entendido a Kant, menos se va a entender una filosofía que re-expone lo nuevo que
Kant ha traído a la filosofía (dice Fichte). Cierra, entonces, la Advertencia preliminar con una ironía
que uno podría leerla –en la clasificación schlegeliana de los distintos tipos de ironía- como la ironía
del polemista (la ironía retórica, no la ironía romántica).

Con aquellos que por obra de una larga servidumbre de espíritu se han perdido a sí mismos y
consigo mismos han perdido su sentido para la propia convicción y su fe en la convicción de los
demás; con aquellos para los que es locura que alguien busque independientemente la verdad,
que en las ciencias no ven nada más que un modo más cómodo de ganarse el pan y que ante
cada ensanchamiento de ellas se espantan como ante un nuevo trabajo; con aquellos para
quienes ningún medio es vergonzoso si se trata de someter al que echa a perder el negocio, con
ninguno de ellos tengo nada que hacer. Me resultaría penoso que estos me entendieran. [p. 29]

Es decir, la ironía retórica de la Advertencia preliminar es algo que, por supuesto, va a seducir
a los ironistas románticos. Esta Advertencia significa -a la manera de Nietzsche en el siglo XIX-
poner la filosofía como algo que es “para todos y para nadie”. Advertir que lo importante es ser
entendido por quien tiene que entender (por quien vale la pena ser entendido), en un sentido
aristocratizante, más que aristocrático. Esta idea de Fichte, de que el idealismo es algo para espíritus
fuertes o espíritus fríos, se presenta casi como una invitación a la juventud –a la “mejor juventud”- a
sumarse a la causa propia.
Lo primero que va a hacer Fichte, entonces, en el punto I de la Primera Introducción a la
Teoría de la ciencia, es repetir el cogito cartesiano, pero lo repite tal y como debe ser repetido
después de Kant. Esa es, de alguna manera, la operación que hace Fichte en la primera Introducción

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a la Teoría de la ciencia. Se trata de un cogito cartesiano post-kantiano o a propósito de la filosofía
de Kant. El cogito cartesiano ya no puede ser como era en Descartes, sino como debe ser después de
Kant.
Fíjate en ti mismo. Desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior. He aquí la
primera petición que la filosofía hace a su aprendiz. No se va a hablar de nada que esté fuera de
ti, sino exclusivamente de ti mismo [pp. 29-30]

Es decir, hay que fundar el yo como un principio absoluto, de la misma manera en que la
filosofía moderna se fundó a partir del cogito cartesiano. Cuando se hace esta introspección que
propone Fichte, se advierte que algunas de nuestras representaciones van acompañadas de un
sentimiento de libertad y algunas de nuestras representaciones van acompañadas de un sentimiento
de necesidad. Eso es el resultado de la introspección. Entonces, Fichte se autopregunta: ¿Cuál es el
fundamento del sistema de las representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad?
(pp. 30-31) Y se autorresponde:

El sistema de las representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad llámese también la


experiencia, interna tanto como externa. Según esto, y para decirlo con otras palabras, la filosofía ha
de indicar el fundamento de toda experiencia. [p. 31]

¿De qué debe dar cuenta la filosofía? De esto que él llama experiencia que –recordemos de
Kant- es un compositum, no es algo dado, sino algo construido. Fichte –irónico en sentido retórico-
hace que está hablándole a un lector que ha malentendido a Kant pero que, claro, para malentenderlo
tiene al menos que haberlo leído.
Por lo tanto, la encargada de hacer esta fundamentación de la experiencia es la
Wissenschaftslehre (la Teoría de la ciencia). ¿Por qué le llama así? Hay una larga disquisición de
Fichte explicando por qué le llama así. La llama así, básicamente, porque advierte que muchos le
van a criticar que reduzca la filosofía a una teoría del conocimiento. Como la filosofía no se debe
reducir a una gnoseología, usa un nombre específico (Teoría de la Ciencia) para la exposición del

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“gran descubrimiento kantiano”. La filosofía, en tanto se aplica a fundamentar la experiencia, se
llama Teoría de la ciencia.
En el capítulo III va a indagar cuáles son los componentes de la experiencia. Estos
componentes, que están inseparablemente unidos en ella, son la cosa y la inteligencia. El filósofo es,
justamente, el que abstrae en la experiencia lo que está inseparablemente unido en ella: la cosa y la
inteligencia. La palabra utilizada para inteligencia es, obviamente, Intelligenz. Si el filósofo abstrae
la inteligencia de la cosa y deriva de ella la cosa, esa filosofía se llama idealismo. Si hace lo
contrario (derivar la inteligencia de la cosa) se llama dogmatismo. No importa en absoluto si el
dogmatismo es racionalista o empirista. Eso no le interesa a Fichte. Se trata por igual, tanto en el
caso del racionalismo como en el del empirismo, de una filosofía dogmática (toda filosofía que
deriva la inteligencia de la cosa es dogmática).
El problema con estas dos filosofías, el dogmatismo y el idealismo, de acuerdo con el capítulo
IV, es que son mutuamente excluyentes. No se puede constituir un sistema que tome elementos de
uno y de otro. Es decir, son sistemas inconciliables. No se puede hacer una solución de compromiso
entre ellos: por eso, o se es idealista o se es dogmático. No hay posibilidad alguna de tomar
elementos verdaderos de uno y otro y componer un sistema que tenga lo mejor de ambos sistemas.
No hay un sistema superador. El idealismo kantiano, en este sentido, tampoco tendría que ser
pensado como un sistema que combina y concilia “lo mejor del racionalismo” con “lo mejor del
empirismo”. El idealismo de Kant es “algo totalmente nuevo para la época”.
Por lo tanto, lo que Fichte va a proponer (ante la imposibilidad de una solución de
compromiso, de un sistema conciliador entre idealismo y dogmatismo) es un criterio para decidir si
una filosofía idealista es mejor que una dogmática, cuando uno tiene que elegir entre un sistema y
otro. Lo que es verdaderamente sugerente de la posición de Fichte es que él sostiene que hay dos
clases de filósofos, así como hay dos clases de humanidad: algunos filósofos prefieren el
dogmatismo y otros el idealismo. Por supuesto, de las dos posturas la única que es capaz de explicar
verdaderamente cómo se constituye la experiencia es el idealismo. Pero hay temperamentos
dogmáticos y apasionados (según Fichte) así como hay temperamentos idealistas y fríos. Los
apasionados prefieren el dogmatismo, porque el dogmatismo tiene algo que lo hace enteramente

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atractivo como filosofía: requiere ser defendido con pasión. La propia insuficiencia especulativa del
dogmatismo lo hace necesitado de la defensa apasionada. Mientras que el idealismo requiere del otro
tipo de temperamento: de los temperamentos fríos, los que no adoptan una filosofía que demanda, de
parte del sujeto que la sostiene, una encarnizada defensa. El idealismo no necesita ser defendido. El
dogmatismo, sí. Justamente, más allá de lo interesante de esta observación que hace Fichte, es que
no todos los temperamentos se van a inclinar por el idealismo, aunque sólo él pueda explicar lo que
hay que explicar (la experiencia). En el idealismo se puede explicar cómo se constituye la cosa a
partir de la inteligencia. Por eso mismo, digamos así, es una filosofía aburrida, para temperamentos
fríos. [A la clase:] Veo que todos se ríen. Por otro lado, Fichte era leído como un gran escritor en la
época en que escribe las Introducciones a la Teoría de la ciencia. Dentro de estas coordenadas, tiene
razón al decir que esta filosofía es para espíritus fríos (aun cuando lo diga en términos de ironía
retórica y con ánimo de polemista).
En el capítulo V de la Primera Introducción, me interesa mostrar algo que, por la
incompatibilidad que hay entre los dos sistemas, hace que el idealismo se corresponda con un tipo de
yo que es distinto del tipo de yo con el que se corresponde la filosofía dogmática. El tipo de yo de la
filosofía dogmática es un yo disperso, según Fichte, mientras que el yo con el que se corresponde la
filosofía idealista es un yo absoluto. Esto lo va a analizar al final de la argumentación, pero por
ahora sigue con la contraposición de ambos sistemas. El yo de la filosofía dogmática sería el yo que
se infiere de todas las representaciones de la cosa, sean representaciones acompañadas del
sentimiento de libertad (por ejemplo una fantasía) o acompañadas del sentimiento de la necesidad.

El principio de los dogmáticos es la fe en las cosas, por el propio interés de ellos; así pues, una
fe mediata en su propio yo disperso y sólo por los objetos sustentados. [p. 45]

El yo que está sostenido por los objetos es un yo débil. Se trata de un yo que sólo puede
inferirse de las representaciones de la cosa en sí, no es enteramente autónomo, verdaderamente
absoluto. Es un yo débil (el yo del dogmatismo) contra el yo fuerte del idealismo.

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Pero quien llega a ser consciente de su independencia frente a todo lo que existe fuera de él -y
sólo se llega a esto haciéndose algo por sí mismo, independientemente de todo-, no necesita de
las cosas para apoyo de su yo, ni puede utilizarlas, porque anulan y convierten en vacua
apariencia aquella independencia [p. 45]

Fichte parece Hegel en su exposición del principio de la ironía (el Yo que pone el no-Yo). No
es tan exagerado Hegel cuando dice que lo que hacen los hermanos Schlegel es tomar el yo
fichteano y aplicarlo en una filosofía del arte. Es una muy buena lectura –también en lo que tiene de
exageración- de aquello en lo que, en parte, consiste la ironía. La ironía es el yo fichteano elevado a
juez en materia de cuestiones estéticas: bien podría leerse así. ¿Qué es el crítico sino un yo fichteano
en acción? ¿Qué es Schlegel sino un gran aplicador del yo fichteano?
Hay algunos momentos en los cuales Fichte define lo que es este yo que Schlegel parece haber
transliterado para explicar qué es la ironía.

El yo que este hombre posee y le interesa, anula aquella fe en las cosas.

Parece otra definición de la ironía. ¿Qué es la ironía sino esta anulación de la fe en las cosas,
por la cual las cosas son lo que son sólo por su referencia al yo? Hay cosas que son bellas porque el
yo lo dice, porque el juicio sobre ellas sentencia en ellas la belleza. Sigo en el punto 5 (pág. 46):

El dogmático cae, con el ataque a su sistema, realmente en peligro de perderse a sí mismo. [p. 56]

El dogmático sostiene su yo en las cosas: esto que dice Fichte no es una mera forma de
hablar. Si cae el sistema del dogmático, cae el yo del dogmático. Un yo como el de las Meditaciones
metafísicas de Descartes, justamente, se sostiene si se sostiene el sistema. Ese yo es el fundamento,
en última instancia, de la existencia del mundo. Pero si no se prueba la existencia del mundo con la
prueba de la existencia de Dios, ese yo queda encerrado en el solipsismo. El yo cartesiano es un yo
amenazado -en el sentido de la lectura derridariana- por la locura. Es un yo que puede “perderse”,

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literalmente. El racionalismo y el empirismo, como sistemas que derivan el yo de las cosas, son
dogmatismos. También lo es la filosofía de Leibniz.
En los casos de la filosofía dogmática (empirismo y racionalismo) se trataría filosofías cuyo
yo no se sostiene sin la existencia de las cosas. Es un yo dependiente de las cosas y, en ese sentido,
es un yo disperso, anterior al “yo pienso” kantiano, un yo “que acompaña todas mis
representaciones” anteponiéndose a ellas. Por supuesto, ustedes me dirán ¿desde dónde este yo
(dogmático) es menos –en el sentido de “inferior”- que otro yo (idealista)? Lo es desde un yo
absoluto. Lo es si se mide ese yo con un yo absoluto. Si ustedes leen la tercera clase de Deleuze en el
libro Kant y el tiempo, la clase dedicada a lo sublime, la exposición empieza mostrando la diferencia
entre el yo cartesiano y el yo kantiano. El yo cartesiano es todavía un sujeto pasivo.

Uno de los textos más bellos de Kant es “¿Cómo orientarse en el pensamiento?”. En ese hermoso
texto desarrolla toda una concepción geográfica del pensamiento. Y tiene incluso una nueva
orientación: hay que ir más lejos. Descartes no fue lo suficientemente lejos puesto que determinó
ciertas sustancias como sujeto. Haría falta ir más lejos y romper el lazo del sujeto con la sustancia.
El sujeto no es sustancia. [Deleuze, G., Kant y el tiempo, Buenos Aires, Cactus, 2008, p. 76]

Ahora bien, los románticos no leen literalmente esta Tathandlung, como la piensa Fichte,
en los términos de la filosofía práctica kantiana, donde siempre hay más posibilidades que en la
filosofía teórica. El problema de la cosa en sí es una restricción teórica, no práctica. Benjamin, en
su tesis doctoral de 1919, El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, en la cual le
dedica varios capítulos a la lectura que los románticos hacen de Fichte, sostiene que en realidad,
lo que hacen los primeros románticos –fundamentalmente Schlegel- es trasladar a la filosofía
teórica lo que Fichte plantea para la filosofía práctica. No son fichteanos en el sentido del
homenaje y de la literalidad, de la exégesis directa, como si trasladaran directamente a la estética
la filosofía fichteana. Quien dice que Friedrich Schlegel traduce a la estética la filosofía fichteana
del Yo –como vimos en la cita- es Hegel, y lo dice como una crítica, no como un elogio. Por eso
digo que no se trata, en la ironía schlegeliana, de una operación tan mecánica como la piensa
Hegel; no es que en el primer romanticismo esté tan ausente -como Hegel dice que está- la

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filosofía propia; no creo que lo único que hace Schlegel sea una aplicación a la crítica de arte de
un kantismo consecuente en el sentido de Fichte.
Lo que abre el primer romanticismo en el campo de la estética es lo que podríamos llamar
el kantismo sin cosa en sí o postkantismo, es decir, un kantismo de las posibilidades ilimitadas,
un kantismo del yo infinito. Es en este punto que Kant y el primer romanticismo se hermanan, en
tanto hay algo en Kant que el romanticismo puede extrapolar, y lo hace con la mediación de
Fichte, siendo más fichteanos que Fichte.
Pero también -propongo- el problema se podría pensar al revés: no en términos de que la
productividad infinita del yo sea inconsistente con la (auto)limitación a que la cosa en sí sea
incognoscible, sino en términos de que, si la cosa en sí deja de ser un límite para la filosofía
idealista, es porque el yo se ha infinitizado. Es decir, el filósofo idealista que es Fichte no
encuentra razón para que la filosofía de Kant tenga como problema a la cosa en sí. El yo de la
filosofía kantiana tiene el problema de la cosa en sí en tanto problema de la cosa en sí kantiana,
pero no como un problema del yo.
Ese yo infinito es ya el yo del primer romanticismo. Quien lee a Kant de manera
romántica no encuentra sino una inconsistencia en que la cosa en sí sea un problema. Ese yo
infinito es entonces el yo del primer romanticismo en sus dos modalidades de entender la
modernidad estética: la ironía –en Schlegel y el Círculo de Jena- y el sistema -en la filosofía del
arte de Schelling-.
La dificultad para hacer el pasaje de la filosofía del gusto a la filosofía del arte es que la
centralidad del sujeto había estado garantizada por el ejercicio del juicio como ejercicio del
gusto. Por esto decíamos que el gusto era un lastre difícil de dejar atrás para la filosofía del arte,
es decir, para convertirse en una filosofía cuyo tema es el arte, y no el gusto. Este lastre no va a
desaparecer de la estética. En su marco de nacimiento, podría decirse, el problema del gusto es el
que abre la reflexión. Pero si ese es su marco de nacimiento -la estética nace de pensar el gusto y
no de pensar el arte-, podría decirse que también es su enfermedad mortal, como si la estética no
pudiera salir nunca de la soberanía del sujeto. Lo que le da nacimiento es lo que
permanentemente la amenaza de muerte. Lo mismo que hace que el lenguaje exacerbado de la

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“Oda a la alegría” suene hoy kitsch y el mundo poético de Schiller parezca tan viejo como
quimérico es, precisamente, lo que hace que el problema del gusto siempre parezca lo que
envejece a la estética, lo que la hace depender de la subjetividad, lo que la retrotrae a la
metafísica de la subjetividad. Podemos decir, en este sentido, que los problemas del primer
romanticismo nunca terminan de volverse, para bien y para mal, problemas de museo, de
anticuariado. Todo lo que en Kant no envejece es lo mismo que envejece a Schiller; lo mismo que
hace de Kant un filósofo que se vuelve a leer y siempre dice otra cosa es lo que hace que la “Oda
a la alegría” nos haga pensar en la vieja Europa. No se puede leer a Schiller salvo como pasado,
como historia; lo universal de la “Oda a la alegría” es lo universal-ilustrado de Europa, y Europa
es el símbolo universal de la vejez del mundo, en lugar de ser el símbolo de su antigüedad. Es
como si Europa fuera un museo de sí misma y, precisamente, la “Oda a la alegría” fuera su
himno, no inmortal, sino senil. No se puede soportar tanto kitsch en ese poema, porque ese
mundo al que aspira Schiller es ya un mundo marmóreo, un mundo que se celebra a sí mismo en
valores que nunca se pusieron ni se pondrían en práctica. La universalidad a la que la “Oda a la
alegría” aspira bien se merece el nombre hegeliano de universalidad abstracta, en lugar de
universalidad concreta. Esto es lo que hace de esa universalidad, planteada en los términos de
Schiller, algo viejo de nacimiento, en tanto se celebra -y lo celebra en los términos de Kant- algo
siempre no-vigente, en tanto nunca se realiza y siempre es aspiración.
En este sentido, uno podría pensar la “Oda a la alegría” como símbolo de lo europeo,
como un símbolo vetusto, pero también como un museo británico expandido. El Museo
Británico, entendido como el símbolo del poder colonial de un Imperio, es también el símbolo de
la Ilustración.
El Museo Británico propone un recorrido -en el folleto que la propia institución ofrece
como mapa para los visitantes- que es una celebración del momento ilustrado: su recorrido es, en
realidad, el recorrido de un autoproclamado progreso de la razón. Los distintos períodos de las
distintas culturas están distribuidos en las distintas salas según continentes: ese es el recorrido del
progreso. Y el discurso oficial del museo en su disputa con el gobierno de Grecia -que desde la
década de 1980 le reclama las esculturas del Partenón- es el discurso ilustrado: el Museo existe

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desde 1753 para que se puedan contar a un público mundial los más de dos millones de años de
historia humana (así figura en el folleto). Esta insistencia en que el público del Museo Británico
es el mundo, de que está abierto al mundo, es lo que hace del Museo Británico un símbolo
autocelebratorio de la Ilustración. De hecho, la última sala es, precisamente, la que está dedicada
a la Ilustración.
El Museo es a la vez un símbolo de la Ilustración y un símbolo de la rapiña. Uno puede
pensar la “Oda a la alegría”, entonces, como el proyecto de un himno europeo –como dice
Esteban Buch-, pero también como el símbolo de la contradicción que el proyecto ilustrado
mismo encierra: la expansión colonial y, al mismo tiempo, la celebración de lo rapiñado. En la
épica colonialista, lo conseguido por la violencia, a través de las conquistas de los tesoros de
otros pueblos, se celebra como los logros de la humanidad. La civilización tiene que tener un
museo de sí misma, así como lo tiene que tener el progreso. Ese museo es el Museo Británico.
Añadamos, en este sentido, que hoy Londres es la ciudad más cara del mundo -también
para los británicos-, pero todos sus museos públicos son gratuitos. La única dificultad es llegar
(porque el altísimo precio de los alquileres hace que incluso quienes trabajan en Londres tengan
que vivir en los suburbios y el transporte público es carísimo: para recorrerlo se necesitan muchas
horas, disponibles sólo para los turistas, es decir, el mundo, no para quienes van a la ciudad a
trabajar).
Esta contradicción es también la de la Ilustración, con su propia idea autocelebratoria, la
“Oda a la alegría”, y su propia institución autocelebratoria: el Museo Británico. El Museo
Británico –dijimos- es fundado en 1753, es decir, cuatro años antes de la publicación de la
Indagación sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y de lo bello, de Burke, de los ensayos
de estética de Hume -del mismo año- y el Ensayo sobre el gusto, de Montesquieu, que iba a estar
destinado a la Enciclopedia. Por eso también puede ser entendido como el símbolo máximo de la
centralidad del sujeto moderno, cuando se vuelve un sujeto ilustrado. Es decir, el sujeto ilustrado
es el sujeto de la rapiña, el sujeto burgués, y al mismo tiempo el sujeto que le da el sentido de un
progreso a los más de dos millones de años de cultura. Por eso, en el folleto donde el Museo
Británico explica por qué, en su disputa con el gobierno de Grecia, tiene derecho a poseer las

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esculturas del Partenón, aclara cuáles son los otros museos del mundo que tienen también partes
del Partenón y no las devuelven. Es como si el discurso oficial del museo fuera: nosotros somos
nada más que el museo que más rapiña hizo, pero conservamos lo rapiñado en nombre de la
humanidad. Esas esculturas no son británicas, aunque el museo se llama Británico, y aunque
estén en territorio británico. El Museo Británico es el símbolo del espectáculo que se da, para sí
misma, la humanidad civilizada: el museo abierto al mundo. En algún lugar, alguna persona,
algún día, puede encontrar las reliquias que encarnan el progreso humano. Por ejemplo, puede ver
la piedra Roseta.
Estudiante: Hasta los griegos pueden ir a visitar.
Profesora: Los griegos pueden, perfectamente, tomarse el tren e ir a ver las partes que les
faltan al Partenón.
Claro, esto que parece tan siniestramente gracioso es lo que a veces no aparece en la
reflexión de la Ilustración sobre sí misma. Quizás nosotros, por nuestra ex-centricidad
latinoamericana respecto de la centralidad europea, vemos este nivel de ridículo. Pero una
institución de esas características no es capaz de pensarse a sí misma con las contradicciones de
la Ilustración. Celebrar la Ilustración, para quien lo ve desde un lugar ex–céntrico, es celebrar la
rapiña. Este acceso universal al museo es el acceso a dos millones de años de rapiña europea, no
(o no sólo) de progreso. Esta contradicción no aparece reflejada en el discurso de la propia
institución.
Aquí se ve este doblez que estamos viendo -en este curso de Estética- entre lo burgués y
lo ilustrado. Hay un pequeño pliegue donde esa rapiña, esa apetencia del objeto, precisamente,
como dice Kant, hay que frenarla. La actitud ilustrada, en la versión kantiana, no deja de ser el
freno a la apetencia burguesa: “sólo contemplemos desinteresadamente –nosotros, los
cosmopolitas europeos- las riquezas que nos apropiamos”. Disfrutemos de los manteles, de los
jardines, del diseño barroco de muebles, disfrutemos de la riqueza, no en lo que tiene de rapiña,
de apetencia burguesa, sino en lo que tiene de bello. Hay algo de altísima civilización en el juicio
estético, que es precisamente lo que celebra la figura del museo: la capacidad de ver lo que no
tiene sino un valor de rapiña, lo que no tiene sino un valor económico, bajo la perspectiva de la

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abstracción de la forma. En el Museo Británico, como símbolo ilustrado, está presente esta
duplicidad. La Ilustración es esa duplicidad: la actitud de rapiña y la capacidad de tomar distancia
de lo rapiñado y disfrutarlo sin apetencia.
El momento que estamos estudiando, el del nacimiento de la estética, es también el
momento del nacimiento de los grandes museos europeos. Esta actitud contemplativa que
demanda el museo puede entenderse como parte de esta cultura ilustrada que, no casualmente,
son filósofos británicos quienes la teorizan.
El problema que aparece en relación con este sujeto –el de la rapiña y el de la
contemplación, este sujeto central y autocentrado, el sujeto burgués- es que se vuele absoluto con
Kant, e infinito en el idealismo de Fichte. La cosa en sí, el residuo incognoscible de la
experiencia –podríamos decir también: la realidad sin sujeto-, a partir de Fichte, se convierte en la
vieja cosa en sí kantiana. Retomo la Primera Introducción a la Teoría de la ciencia, la que Fichte
escribe para los lectores que no tienen un sistema:

Nosotros sabemos bien que la cosa surge, en realidad, por un actuar según estas leyes; que la
cosa no es absolutamente nada más que todas estas relaciones unificadas por la imaginación, y
que todas estas relaciones juntas son la cosa. El objeto es, en realidad, la síntesis primitiva de
todos estos conceptos […] En tanto no se hace surgir la cosa entera ante los ojos del pensador, no
se ha perseguido al dogmatismo hasta su última guarida. Pero esto sólo es posible haciendo
actuar a la inteligencia en la totalidad de sus leyes, no en parte de ellas. Un idealismo como el
descripto es, según esto, un idealismo no demostrado e indemostrable. Es un idealismo que no
tiene frente al dogmatismo otras armas que las de asegurar que tiene razón y, frente al criticismo
superior y acabado, que la de una ira impotente y la de afirmar que no se puede ir más allá; la de
asegurar que más allá de él ya no hay suelo; que desde aquí se le resulta inteligible, y otras
semejantes, todas las cuales no significan absolutamente nada. [p. 58]

La filosofía de Fichte se presenta como un idealismo consecuente, pero también como un


idealismo absoluto: sabe que la cosa se produce ante los ojos del pensador –podríamos decir
nosotros, ante los ojos de la mente, y no ante los ojos de la sensibilidad-; sabe que la cosa no es

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más que un producto de ese sujeto que la ha puesto, y que no hay nada que demostrar al respecto.
Lo que caracteriza a este yo como absoluto es su inmanencia y su carácter reflexivo –pero
reflexivo en el modo de la acción, de la actividad creadora. No se necesita más que hacer una
introspección para encontrar esa capacidad productiva que tiene el yo. Podemos pensar que esta
autoobservación, que Fichte propone en el modo del cogito cartesiano, es la prueba de la infinitud
del yo, y de esta infinitud del yo emana la filosofía idealista.
En todo caso, dice Fichte, el problema es que filosofía idealista es fría, y como tal es una
filosofía para los jóvenes. La filosofía para viejos es el dogmatismo, que para él son el
racionalismo y el empirismo. Son, dice él, filosofías que requieren espíritus pasionales; espíritus
a los que les gustan las demostraciones, la argumentación, las explicaciones y las defensas
encendidas de los principios. Mientras que la filosofía idealista es absolutamente indemostrable:
o se es idealista o no. Pero no se puede demostrar el idealismo. En esto está el problema y a la
vez la gracia del idealismo: se lo toma como un sistema o se lo rechaza como un sistema. Pero no
hay manera de convencer a alguien por medio de argumentos de que el idealismo tiene razón. Por
eso es una filosofía fría, y para espíritus fríos. Dice:

Si el idealismo se confirmara como la única verdadera filosofía, para ser filósofo hay que haber
nacido filósofo, ser educado para serlo y educarse a sí mismo para serlo. Pero no es posible ser
convertido en filósofo por arte humana alguna. Por eso se promete también esta ciencia pocos
prosélitos entre los varones ya hechos. Si puede esperar algo, esperará mucho más del mundo
juvenil, cuya fuerza innata no ha sucumbido todavía en medio de la molicie [Schlaffheit] de la
época [p. 47]

Estudiante: Casi parece estar hablándole a Schelling.


Profesora: Exacto. Como si esta filosofía ya tuviera ahí a sus prosélitos. Fichte es muy
consciente de que tiene un público y de cómo está conformado ese público filosófico: es un
público joven. Y por otro lado, aparece también la idea de que no hay manera de convertir a
alguien en idealista. No es una filosofía que pueda apelar al convencimiento, una filosofía que
pueda hacer demostraciones argumentativas de su valor filosófico. En este sentido, el filósofo se

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hace a sí mismo: por medio de la introspección, tiene asegurado el punto de vista idealista.
En esta apelación a la juventud quizás podríamos ver el sesgo iniciático –el sesgo de
círculo y de vanguardia- al que invita el propio Fichte, y que dará lugar al Círculo de Jena. Por
eso les decía que el primer romanticismo es un círculo de adoradores de Fichte, en tanto tiene esa
actitud de creer que ellos sí han entendido la filosofía de Kant vuelta consecuente consigo misma
por Fichte; ellos sí han sacado de Kant las consecuencias que son necesarias para ser filósofo, es
decir, para poder hacer crítica de arte como filosofía idealista, o filosofía idealista como crítica de
arte. Quien se diferencia del círculo en este punto –y al diferenciarse lo rompe, podría decirse- es
Schelling, con su idea de sistema.
Pero la frialdad del idealismo tiene que ver precisamente con lo que tiene de Yo fuerte
(sea en la forma de ironía o en la forma de sistema): no hay manera de discutir con el idealismo.
Se es o no se es idealista. El idealista no puede convencer a otro de cómo está constituida la cosa:
la cosa es una producción y, en ese sentido, todo idealista la ve ante los ojos del pensamiento
producida. Pero no se puede demostrar, para Fichte, la superioridad del sistema idealista respecto
de los sistemas dogmáticos.
Ahora bien, ¿en qué consiste, desde el punto de vista fichteano, este yo absoluto propio del
idealismo? En el capítulo 6 de la Primera introducción a la teoría de la ciencia –igual que en la
segunda Introducción-, Fichte retoma el problema de en qué consiste esta intuición intelectual, esta
capacidad del yo de intuirse a sí mismo, que presentó en el primer capítulo.

En la inteligencia como tal se ve a sí misma […,] en esta unión inmediata del ser y del ver,
consiste la naturaleza de la inteligencia. […] Lo que ella es (la inteligencia) y lo que en ella es,
lo es para sí misma. [p. 48]

Este concepto idealista del para sí va a volver a aparecer en la filosofía de Hegel. La cosa no
es para sí, sólo el yo es para sí. Lo que está en el yo y el yo son para sí. La cosa, en cambio, sólo es
en la medida en que aparece para el yo (es en sí, en vocabulario hegeliano). El ser de la cosa no es
para sí, siempre es para otro. Pone un ejemplo: Pienso este o aquél objeto y cómo me aparezco a mí
mismo en este pensar. Produzco en mí ciertas determinaciones, si el objeto es una mera invención, o

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estas determinaciones están delante de mí sin mi intervención, si ha de ser algo real. Sea una
invención (si el objeto lo produzco yo) o si se trata de algo que está delante mío (que está ahí
independientemente de mi voluntad) se trata, en los dos casos, de algo que lo produzco yo. Yo
produzco los objetos de mi invención [Erdichtung], pero yo también produzco los objetos de mí ver
[Zusehen]: se trata de llevar al extremo el principio productivo del yo, el principio de la filosofía
trascendental. Yo veo aquel producir este ser. Ellos son en mí sólo en cuanto los veo. Ver y ser están
inseparablemente unidos.
Lo que caracteriza a este yo, en tanto absoluto, es que puede auto-observarse o auto-verse en la
producción del objeto. Esa auto-percepción del yo se hace como una operación filosófica de
abstracción. Es en este punto donde la filosofía, para Firchte, se vuelve inenseñable, ya que ese acto
-por el cual yo puedo separar el yo en tanto productor de lo producido por él- es una operación por la
cual, espontáneamente, como un acto libre, produzco mi yo a la par que produzco el objeto de mi yo.
Esto es lo que uno podría llamar el punto ciego de la filosofía de Fichte: esa intuición de mi yo, ese
yo = yo, es un instante en el cual yo soy enteramente libre. Mi libertad, en ese acto, es una libertad
absoluta. Y ese acto libre es un acto absolutamente productivo, en el que el yo se auto-instituye
como fundamento de la experiencia. Pero no es algo que se pueda hacer de manera mecánica y auto-
inducida, como un ejercicio. Se trata de un acto espontáneo y en tanto tal no se puede inducir con la
sola lectura del texto de Fichte.
La formación del no-yo en el yo es una función inconsciente del yo. Pero el yo es capaz de
auto-intuirla como un modo de auto-intuirse (de auto-intuirse como un yo que produce el no-yo)
En el final del capítulo 4 de la primera Introducción, Fichte define a la intuición intelectual (a la
acción por la cual el yo se pone a sí mismo y se ve a sí mismo en el acto de producirse a sí mismo)
como una conciencia de sí inmediata en una acción libre del espíritu. Así define a esta operación.
Pero aclara que nadie puede ser obligado a hacer esto, que esta conciencia no puede serle enseñada
a nadie, que cada cual ha de producirla por medio de la libertad en sí mismo (p. 39).
El componente que hace de esta operación una operación que no se puede desarrollar como
si fuera un mero ejercicio -o que no se puede practicar al modo de una operación ascética- es su
libertad: se trata de una actividad enteramente libre, enteramente espontánea. En ese sentido, es algo,

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paradójicamente, con lo que el yo se tiene que encontrar antes que producirlo. La reflexión (que es
capaz de ir al infinito) y el poner el no-yo son dos actos diferentes que el idealismo absoluto va a
tender a identificarlos. Por eso Fichte lo va a explicar mejor cuando se lo explica a los filósofos que
tiene un sistema que a los lectores que no tienen un sistema. Ese acto libre es algo que ya está
implícito en las posibilidades del sujeto, pero que el sujeto lo encuentra entre sus posibilidades
precisamente cuando lo realiza. En ese sentido, no lo puede producir simplemente porque decide
producirlo, sino que lo produce libremente porque se encuentra produciéndolo libremente.
Cuando él se lo explica a un filósofo, en el capítulo 4 de la Segunda Introducción (la
Introducción “para aquellos que ya tienen un sistema filosófico”), dice:

Yo y actuar que vuelve sobre sí son conceptos completamente idénticos. [p. 81]

Ese yo no lo produzco proponiéndome producirlo, sino que en el actuar, en esa acción que es
conciencia en tanto conciencia de sí, aparece ese yo.

Tiene que pensar ese volver sobre sí como anterior a todos los demás actos de la conciencia.
[p. 82]

El filósofo tiene que pensar ese volver sobre sí, entonces, como el acto más primitivo del sujeto.

Tiene que pensar [ese volver sobre sí] como un acto para él totalmente incondicionado y, por
ende, absoluto. Y, por consiguiente, [tiene que pensar] aquella suposición y este pensar el yo
como puesto primitivamente por sí mismo, una vez más, como totalmente idénticos. [p. 82]

Esto es lo que él llama intuición intelectual. En la primera Introducción, de acuerdo con lo


que vimos, también él plantea esta posibilidad, pero la plantea a través de la figura de la serie. De
todas las cosas que apareen en la conciencia (algunas producto de la invención y otras con presencia
real), si yo busco hacia atrás cuál es su origen (lo que las hace surgir), voy a encontrar la condición
de todas ellas –en tanto condicionadas- en un yo incondicionado. Este yo, precisamente en la

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medida que me vuelvo sobre él y lo experimento actuando, es un yo absoluto. Pero se trata de lo que
podríamos llamar una intuición en el sentido de un conocimiento directo de ese yo. Es una intuición
inmediata, libre y espontánea: por eso yo no puedo hacer que aparezca el yo del yo mientras actúa.
Fichte no puede explicar cómo producir ese yo, sólo puede explicar que es el fundamento del toda la
experiencia.
De ahí la inconsistencia de Kant: su filosofía descubre un yo absoluto (“el gran
descubrimiento kantiano”, ése que la Teoría de la ciencia fichteana pretendió exponer), pero a ese
yo absoluto, a pesar de su absolutez, tiene que aceptar que la cosa en sí le es incognoscible. Ahora
bien, si ese yo es absoluto, puede producir absolutamente todo. Por lo tanto, desaparece el problema
de la cosa en sí. No hay cosa en sí que a ese yo le pueda resultar incognoscible, en la medida en que
él mismo la ha producido. No puede haber algo que el yo absoluto no pueda conocer, si es él mismo
el que lo ha producido, si ese yo absoluto es la fuente productora de toda la experiencia posible.
La intuición intelectual es una operación que no se puede hacer sino a través de la abstracción (es
una operación reflexiva). No obstante, eso no garantiza que al separar la inteligencia de la cosa, en lo
que está unido en la experiencia, aparezca ese yo como yo productor, como el yo más primigenio.
Lo que puede suceder es que yo, a través de una serie, buscando lo incondicionado a partir de lo
condicionado, encuentre qué es causa de qué, y finalmente, encuentre como última posibilidad
causal de toda la serie completa de causas, a ese yo como yo productor.
Ahora bien, una cosa es leer el texto de Fichte, la primera introducción hecha para aquellos
que no tienen un sistema y enterarse de que hay una inconsistencia en la exposición kantiana (pues
un yo absoluto debe poder llegar al conocimiento absoluto) y otra cosa es, para el filósofo, hacer la
experiencia de ese yo absoluto en su absolutez. Son dos cosas distintas. Si efectivamente se va a
fundar un sistema filosófico, se requiere analizar la experiencia. Y en ese análisis de la experiencia,
hacer aparecer ese yo. Este aspecto por el cual la intuición del yo no está garantizada metódicamente
(como podría estarlo el yo del cogito cartesiano, que –comparado con el yo fichteano- es una
experiencia casi mundana para realizar a la noche, frente al fuego, antes de ir a dormir) es el que
seduce por completo a los románticos de Jena.

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En su tesis doctoral El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán (1919),
Benjamin sostiene –entre otras cosas- que es en la naturaleza reflexiva del pensamiento donde los
románticos vieron más bien una garantía de su carácter intuitivo. En la Teoría de la ciencia, Fichte
insiste en el darse recíproco, uno a través del otro, del pensamiento reflexivo y el conocimiento
inmediato. En las Lecciones Windischmann –que Benjamin analiza para exponer la lectura que los
primeros románticos hacen de Fichte-, Schlegel define al pensamiento como la facultad de la
actividad que retorna a sí misma, la capacidad de ser el yo del yo. Y ese pensamiento –sigue- no
tiene otro objeto que “nosotros mismos”. Benjamin también cita un pasaje de Lucinde, la novela de
Schlegel: “El pensamiento tiene la peculiaridad de que, en la inmediata proximidad de sí mismo,
piensa preferentemente en aquello sobre lo que puede pensar sin fin”.
Entonces, si bien la autorreflexión del yo es algo que no puede estar garantizado por la realización
misma de la abstracción, es algo que está posibilitado por esa misma capacidad autorreflexiva del yo
(que llega al infinito). No se trata de algo que lo garantiza la propia operación de abstracción; no
obstante, es en ella donde tendría que aparecer -y donde tendría que verse- que se trata de una
inteligencia que actúa, pero sólo puede actuar de cierto modo (según el capítulo 7 de la primera
Introducción).
Esta inteligencia, en la medida en que es una inteligencia productora, no actúa de cualquier
modo, sino según leyes. Es decir, esa inteligencia se da su propia ley y actuando según esa ley, se
autodetermina.

La inteligencia no siente una impresión de fuera, sino que siente en aquél actuar los límites de
su propia esencia. [p. 55]

Fichte diferencia entre lo que él llama un idealismo trascendente y un idealismo trascendental.


El de él es un idealismo trascendental en la medida en que es un idealismo que entiende el modo de
operar de la inteligencia como un modo de operar de una instancia que no es arbitraria, sino que se
somete a leyes que ella misma se dicta (en un sentido plenamente kantiano). La inteligencia no está
heterónomamente fundada. No hay algo separado -o distinto- de ella misma que la condiciona. Se
trata más bien de una inteligencia que se autolimita al darse sus propias leyes. La autolimitación es

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una figura que aparece también en los Fragmentos de Schlegel como aquello que tiene que ser
propio del artista moderno, en la medida en que en la cultura moderna (a diferencia de la antigua) el
artista conoce la idea de infinitud. El artista, justamente, tiene que autolimitarse, en la medida en
que, si no, podría librarse a su yo y ese yo conducirlo de una manera totalmente ilimitada al infinito.
El yo del artista-ironista es un yo ilimitado que, por eso mismo, tiene que autolimitarse, dándose a sí
mismo –no kantianamente, sino poskantianamente- su propia ley. Por lo tanto, las leyes del actuar de
la inteligencia van a ser leyes que constituyen un sistema.

La inteligencia se da a sí misma, en el curso de su actuar, sus leyes. Por ejemplo, la ley de


causalidad no es una ley primera y primitiva, sino que sólo es uno de los varios modos de unión
de lo múltiple. […] La ley de esta unión de lo múltiple puede deducirse a su vez, así como lo
múltiple mismo, de leyes superiores. [p. 56]

Aquí se encuentra una diferencia importante respecto de Kant: las categorías no son algo a lo
cual el sujeto se somete sin haberlo creado, sino que es algo creado por el sujeto. Es decir, son
formas de unificar lo múltiple que crea el propio sujeto. El sujeto se da sus categorías, se somete a
una estructura trascendental que él mismo ha creado. Fichte está hablando de una Intelligenz: se trata
de una construcción intersubjetiva, no de un libre arbitrio cognoscitivo. Pero esa capacidad de
construir intersubjetivamente experiencia se la da el propio sujeto y se la da a través de leyes que se
conocen en el mismo acto de ser producidas.
Hay un punto, verdaderamente, que sí es problemático de explicar, porque como dice Fichte es
imposible de enseñar. Y ese punto es la intuición intelectual, la autopercepción del yo. No es porque
esté mal fundamentado por Fichte, sino porque es un punto ciego de esta filosofía idealista. De
hecho, puede suceder que yo no experimente esa capacidad productiva del yo, porque se trata de
intuirlo en el modo de un conocimiento directo, aunque proviene de una operación de abstracción.
Es requerida la abstracción de la inteligencia respecto de la cosa, pero lo que viene después no es
algo que esté garantizado por la mera abstracción. Es una actividad espontánea, no inducida. Es
como si el aparato trascendental del sujeto kantiano pudiera volverse experiencia para sí mismo. Es
como si yo pudiera verme operando categorialmente, verme operando como un sujeto trascendental.

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Es algo que es actividad y, a la vez, visión de la actividad. Me veo viendo, me autoproduzco
produciendo el objeto. En realidad, el objeto no es nada si yo no lo produzco. No es que ese yo sea
consecuencia de la representación, sino al revés: es causa absoluta de la representación. Para
terminar, Fichte da -ahora sí- el paso más allá de Kant:

En tanto no se hace surgir la cosa entera ante los ojos del pensador, no se ha perseguido al
dogmatismo hasta su última guarida. Pero esto sólo es posible haciendo actuar a la inteligencia
en la totalidad de sus leyes, no en parte de ellas. Un idealismo como el descrito es, según esto,
un idealismo no demostrado e indemostrable. Es un idealismo que no tiene frente al dogmatismo
otras armas que las de asegurar que tiene razón, ni frente al criticismo superior y acabado que
la de una ira impotente y la de afirmar que no se puede ir más allá, la de asegurar que más allá
de él ya no hay suelo, que desde aquí se le resulta inteligible, y otras semejantes, todas las
cuales no significan absolutamente nada [p. 59]

¿Cuál sería, entonces, el “atrévete a pensar” de Fichte? (parafraseando el comienzo del


opúsculo kantiano “¿Qué es ilustración”) Decir: el yo puede conocer lo que él mismo produce. Eso
producido, en tanto producido, no podría sino ser producido por esa fuente originaria de todo
conocimiento que es el yo. Es más, podemos intuir ese yo y ahí me parece que es donde está lo más
problemático de Fichte: que el filósofo tiene que intuir el yo. Pero aunque Fichte no pueda enseñar a
hacerlo, no habría ninguna razón por la cual un idealista tendría que aceptar que produce el
conocimiento pero tiene un límite para conocer.
El filósofo requiere un acto enteramente libre por el cual pueda percibirse a sí mismo
constituyendo el todo, como para que pueda ser verdaderamente ésa la instancia soberana en la que
se funda la Teoría de la ciencia. Para eso, es necesario hacer el análisis: separar la inteligencia de la
cosa. Ahora bien, la operación de abstracción por sí sola no garantiza que yo conozca de la manera
en la cual tiene que conocer el filósofo. No es automática la intuición intelectual, no es automático el
intuir el yo por el hecho de que yo, como filósofo, produzca la abstracción. En todo caso, en la
medida en que esa posibilidad está dada y yo sólo tengo que encontrarla, y lo hago, tendría el
fundamento, así, ante mis ojos.

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En este sentido, volviendo a la ironía y al modo en el cual este yo sería el yo de la ironía (lo
que postula Hegel), uno podría decir que hay un tipo de actividad en la cual es mucho más fácil,
desde el punto de vista cognoscitivo, acceder a ese carácter de fuente de toda realidad que tiene el
yo: esa actividad es justamente la actividad crítica. La actividad crítica como la ve Schlegel, claro.
Lo que en Fichte es la actividad nodal del filósofo, en Schlegel es la actividad nodal del crítico.
Efectivamente, en la crítica es mucho más fácil experimentar esta soberanía absoluta de yo, esta
capacidad de que todo lo que no sea el yo sea en tanto es producto del yo. En la operación de juzgar
belleza se constituye el objeto bello, como si el objeto bello no tuviera (porque no tiene) ninguna
otra realidad que no sea la que adquiere a través de la operación que lo juzga y que, al juzgarlo, lo
produce como objeto.
El hecho de que cualquier objeto antiguo, medieval o moderno pueda ser reivindicado como
bello a través de la actividad judicativa implica que la actividad judicativa del crítico es una
actividad judicativa enteramente productiva, como si el objeto no hubiera existido. Es una actividad
que podríamos entenderla casi como un producir belleza a partir de la nada. No importa el objeto,
sino el yo que lo declara bello. De ahí que Hegel vea crítica en lugar de filosofía en esta actividad y
que diga que no es un talento especulativo –un talento filosófico-, sino un talento crítico el que
tenían los hermanos Schlegel. Por otra parte, Hegel reconoce ese talento crítico como un talento: ese
talento es el que diferenció a los hermanos Schlegel de lo que se entendía por “críticos” en su época.
En el yo de la ironía es donde mejor podemos entender esta actividad autoproductiva del yo que se
vuelve, para la filosofía, casi una actividad inefable. No se puede enseñar y no depende del filósofo
aprenderla y practicarla. En la crítica en el sentido schlegeliano encontramos una actividad
puramente creadora de sí misma, puramente productiva.
La estética no puede ser todavía filosofía del arte en sentido pleno con el primer
romanticismo en su versión schlegeliana, pero sí puede ser crítica de obras de arte. La crítica de
obras de arte es el ejercicio del juicio estético entendido como tal después de Kant; como juicio
estético sin el problema de la cosa en sí; como juicio estético realizable y realizado por un yo
infinito. El juicio estético, entonces, produce la obra de arte, o mejor dicho, produce la
artisticidad de la obra de arte. Para que se amplíen los límites del juicio estético precisamente en

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el momento en que se aplica al campo específico del arte, lo que se debe ampliar son los límites
de lo bello.
Ahora bien, ¿cómo es que se amplían los límites del juicio estético precisamente en el
momento en que se confinan a la obra de arte? El juicio estético, en Kant, estaba dirigido a
cualquier objeto de la apetencia cotidiana, sólo que juzgado desde una perspectiva contemplativa,
y no desde una perspectiva práctica o teórica: ¿por qué ahora sería más amplio que antes?
La estrategia para que se amplíen los límites del juicio estético cuando se concentran
sobre la obra de arte es la ampliación de la categoría de lo bello. De hecho, hay un opúsculo de
Friedrich Schlegel de 1794 –el mismo año de publicación de la Wissenschaftslehre- que se llama
Sobre los límites de lo bello. El problema de lo bello kantiano es que es limitado, y lo es justo en
la época en la que el burgués aspira a lo ilimitado, y en la cual el yo, filosóficamente, se sabe a sí
mismo absoluto, productivo, infinito. Es como si hubiera en este punto un temor kantiano a su
propia filosofía; como si la filosofía kantiana se pusiera en lo teórico límites que por sí misma no
tiene.
La ampliación de los límites de lo bello consiste en incorporar a su concepto lo que para
Kant era su límite: lo agradable, lo bueno (es decir, lo interesante) y lo sublime. Lo más cercano a
una nueva definición de lo bello aparece en el fragmento 108 de los Fragmentos de Athenaeum.
Estos Fragmentos, cuando se publicaron en la revista Athenaeum, no aparecieron
firmados. En cambio los Fragmentos Críticos o Fragmentos del Lyceum sí son todos de Friedrich
Schlegel. En las ediciones críticas se aclara de quién es la autoría (si son de Friedrich o de August
Schlegel, de ambos, o de Schleiermacher o de Novalis o si la autoría es dudosa o no se ha podido
determinar). La definición ampliada de lo bello aparece en el fragmento 108 de los Fragmentos
de Athenaeum:

[108] Lo bello es al mismo tiempo seductor y sublime. [Schön ist, was zugleich reizend und
erhaben ist].

Si lo leemos más literalmente: Es bello lo que es al mismo tiempo seductor y sublime. La


palabra que aparece traducida como “seductor” es reizend. El sustantivo Reiz es la palabra que,

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en el tercer momento de la Analítica de lo bello, aparece traducida por García Morente como
“estímulo”. Es precisamente eso que puede llevar al juicio estético a convertirse en un juicio
sobre lo agradable y no sobre lo bello. El adjetivo reizend es un participio presente: noten el
formante de participio presente –nd. Está bien traducido por “seductor”, pero también podríamos
traducirlo por “estimulante”, que tiene la ventaja de ser también un participio presente en
castellano [formante -nt] y también, en la misma línea, por “atrayente”. No sé si notaron que la
crítica literaria (y también la cinematográfica), cuando se queda ya sin adjetivos y apela a los
lugares comunes, suele decir que un libro (o una película) es atrapante. El participio presente
siempre da esa idea de una acción que proviene del pasado pero continúa realizándose en el
presente. Reizend, entonces, tiene este componente: es algo que atrapa, que seduce, que estimula.
Y la otra palabra es “sublime”, tal como aparece en Kant: erhaben. “Lo sublime”, en cambio,
tiene como formante haben, que es “tener”.
Lo bello tiene que ser seductor -atrapante, estimulante, atrayente, atractivo- y sublime. Es
decir, tiene que hacerse de las categorías que eran sus opuestas: lo atrayente era lo agradable
kantiano, y lo sublime era la otra categoría estética que no era lo bello. Ahora, bello es lo que es a
la vez sublime y agradable. Es atrapante para los sentidos, irresistible para los sentidos y, al
mismo tiempo, inapresable para ellos. Es decir, lo bello tiene que ser paradójico; tiene que ser
algo casi imposible de abarcar con los sentidos y al mismo tiempo irresistible para ellos.
Claramente, ya no alcanza con lo bello kantiano, que consiste en la abstracción de la forma. Esto
es poco para ser belleza romántica. Alguien malicioso, alguien muy nietzscheano avant la lettre,
podría decir que la belleza romántica es la belleza más apta para este estado debilitado del gusto
que el joven Schlegel denuncia. Los románticos le están dando al público lo que el público
necesita. Son psicólogos del gusto, si hacemos un sociologismo de esta voluntad de atrapar, de
hacer irresistible el objeto bello. Pero, por otro lado, podríamos decir que al correrse los límites
de lo bello también se corren los límites del arte. Y esto es lo que se puede entender como el giro
copernicano romántico que busca Schlegel en Sobre el estudio de la poesía griega: encontrar algo
que tenga las características de lo bello kantiano –lo bello desinteresado-, pero al mismo tiempo
rompa con las ataduras kantianas que separan lo agradable, lo bello y lo sublime y construya lo

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bello interesante. Pero con la ampliación de los límites de lo bello también cambia la categoría de
lo sublime:

[110] Es un gusto sublime preferir siempre las cosas en la segunda potencia. Por ejemplo, copias
de imitaciones, evaluaciones de reseñas, agregados a anexos, comentarios a notas. Es más propio
de nosotros, los alemanes, preferir aquello donde se trata de prolongar. Los franceses prefieren
aquello que favorece la brevedad y vacuidad; su instrucción científica suele ser la abreviatura de
un extracto, y el producto más excelso de su arte poético, su tragedia, es sólo la fórmula de una
forma. [Es ist ein erhabener Geschmack, immer die Dinge in der zweiten Potenz vorzuziehn. Z.B.
Kopien von Nachahmungen, Beurteilungen von Rezensionen, Zusätze zu Ergänzungen,
Kommentare zu Noten. Uns Deutschen ist er vorzüglich eigen, wo es aufs Verlängern ankommt;
den Franzosen, wo Kürze und Leerheit dadurch begünstigt wird. Ihr wissenschaftlicher Unterricht
pflegt wohl die Abkürzung eines Auszugs zu sein, und das höchste Produkt ihrer poetischen
Kunst, ihre Tragödie, ist nur die Formel einer Form]. [A.W. Schlegel]

Este fragmento (atribuido a August Schlegel), por un lado, cataloga el gusto sublime
como un gusto que se caracteriza por preferir las cosas elevadas a la segunda potencia. Ahora
bien, en los ejemplos que da vemos que no se trata solamente de un gusto por lo complicado, por
enrular el rulo, digamos así, sino por lo que ha perdido ya toda referencia al objeto, todo contacto
real con la cosa, todo referente. Lo sublime parece ser lo sin referente; el disfrute mismo de la
facultad de lo suprasensible. En cierto punto, es el gusto de una facultad de lo onanista: ¿qué es lo
sublime sino el placer de la facultad de lo sublime?; el placer sublime pasa a ser el placer del no
referente; el placer de la falta de contacto con todo objeto. Si lo sublime kantiano era informe, lo
sublime romántico aspira a disfrutar de la pérdida de contacto con el objeto.
Por otro lado, el fragmento admite que hay un gusto francés y un gusto alemán,
entendidos como antagónicos; el primero es el gusto por lo breve, el segundo por lo prolongado;
el gusto francés es el gusto por lo formal, por lo vacío, y el alemán, por lo viscoso, por lo denso.
Cuando se dice, borgianamente, “es alemán en el mal sentido del término”, se alude, en parte, a
lo que ya refiere el fragmento: al gusto por lo fáustico, lo nocturno, lo complicado. Pero también
hay un gusto sublime francés. Podríamos decir: hay un sublime francés y un sublime alemán.

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Esto es interesante, en los términos casi humorísticos en que lo pone, en este fragmento, el
colectivo Athenaeum. Lo sublime romántico ya no es un sentimiento suscitado por una idea
atribuida a la naturaleza cuando parece desbordar los sentidos (la infinitud o la omnipotencia),
sino casi un gusto de la facultad suprasensible por satisfacerse onanistamente a sí misma.
En la próxima clase vamos a centrarnos en la teoría de la ironía que está implícita en los
fragmentos schlegelianos.

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