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El mito de la ciencia

Resumen del artículo "El mito de la ciencia", por M.A. Quintanilla, en Diccionario
de Filosofía Contemporánea, Sálamanca, Sígueme, 1976, páginas 65-81.

Sentido de la cuestión

Hoy en día, “la ciencia” se ha convertido en uno de los grandes mitos de


nuestro tiempo. Nuestra sociedad rinde culto a la ciencia, aunque no sabe
muy bien (quizá porque no sabe muy bien) en qué consiste aquello que
venera. El científico, por su parte, parece muy consciente, en algunos casos,
de su propia ascendencia social y, en consecuencia, tiende a reforzar con
signos externos la excelsitud de su tarea y su distanciamiento de la
sociedad. Los mismos filósofos parecen considerar “intocable” a la ciencia,
bien mediante una servidumbre hacia ella, bien mediante una estricta
delimitación de campos. La ciencia se ha convertido casi en un dogma y en
un misterio, y, apurando las cosas, se podría afirmar que la ciencia es una
forma actual de religión.

Ante esta situación, una de las tareas del pensador crítico es contribuir
a clarificar y disolver el mito de la ciencia, procurando poner la cuestión
en sus justos términos.

Quede claro que está crítica no va dirigida contra la ciencia como tal,
sino contra la mitificación de la ciencia. Pocas dudas debe haber de que la
ciencia es la forma más desarrollada, completa y apreciable del saber.
Declarado esto, lo que se quiere criticar es la actitud positivista, dogmática
y cientifista que pretende agotar el saber, cualquier saber en la ciencia.
Fuera de ella, habría que callar.

Tales afirmaciones presuponen un concepto dado de ciencia, concepto


que de hecho no es inmodificable e invariable, sino precisamente algo que
hay que construir (y reconstruir a cada paso de la historia). Tal
construcción, como veremos, será precisamente el objetivo fundamental de
la filosofía de la ciencia. Para ello habrá que superar ciertas concepciones
míticas (ideológicas), ciertas imágenes, que hoy dificultan esta tarea. Las
principales son las que vamos a analizar a continuación.

Infalibilidad de la ciencia
La concepción positivista de la ciencia presupone que el conocimiento
científico es un conocimiento seguro y su alcance es ilimitado. En su caso
extremo, este presupuesto se traduce en la infalibilidad de la ciencia.

Este carácter infalible se concreta en las siguientes ideas:

a) La verdad científica es absoluta y definitiva: un enunciado realmente


científico (que normalmente equivale a comprobado) tiene un valor igual
o muy semejante al de un enunciado del tipo “2+2=4”.

b) El conocimiento científico es un conocimiento total: sus afirmaciones


agotan lo que se puede decir verdaderamente sobre la realidad (La
inteligencia es ni más ni menos que lo que sobre ella dice la psicología
científica, por ejemplo).

c) El conocimiento científico es un conocimiento seguro: las dudas no


son asunto de la ciencia; cuando ésta ha logrado un descubrimiento o ha
formulado una ley, esta ley se cumple siempre y el descubrimiento es válido
para siempre.

d) Las predicciones científicas son infalibles: si la ciencia dice que en


tales circunstancias sucederá tal cosa, tal cosa debe suceder; si queremos
estar seguros de que sucederá en tal circunstancia, no tenemos más que
preguntar a la ciencia.

Aparte de que con una simple ojeada histórica se puede comprobar que
no se cumple (vg. el sistema de Newton, la geometría de Euclides, el
verificacionismo del Círculo de Viena o el socialismo científico de Engels),
la epistemología que subyace a estas ideas es inaceptable. La ciencia
evoluciona y en esta evolución hay múltiples errores, pasos hacia atrás,
modificaciones, cambios, etc. Por otro lado, el carácter de certeza y de
seguridad atribuido al conocimiento científico es algo que hace referencia
más a una actitud psicológica del individuo (científico o filósofo) que a una
nota intrínseca de la ciencia. Esta no tiene ningún medio para proporcionar
un conocimiento cuya certeza esté garantizada.

De ahí que K. Popper afirme que lo característico de la ciencia no es su


infalibilidad, sino precisamente lo contrario: la falibilidad o, más
estrictamente, la falsabilidad: el hecho de que en la ciencia se indican
siempre las condiciones en las que podría demostrarse que nuestro
conocimiento es falso, que hemos cometido un error. Lo importante para
la ciencia no es, en último término, acertar, sino intentar acertar,
afrontando sin miedo la posibilidad del error, del que suelen salir nuevas
enseñanzas que hagan progresar el conocimiento.
Objetividad de la ciencia

Precisamente el carácter excesivo del mito de la infalibilidad ha dejado


paso a otra afirmación: su objetividad. Se parte ahora de que la ciencia es
falible, su verdad no es absoluta, definitiva ni total, sino relativa,
provisional y parcial; se parte de que el conocimiento científico no es
absolutamente cierto, sino hipotético, conjetural, y de que sus predicciones
tampoco son infalibles. Admitido esto, se entiende que subsiste el valor de
la objetividad científica.

No es que la ciencia no sea objetiva. Lo discutible es la creencia en su


objetividad absoluta, en que los conocimientos científicos responden siempre
a la realidad. Ello supone que hay una sola objetividad posible (sentido
absoluto) o, al menos, que la ciencia es objetiva en relación con ciertos
parámetros o criterios de objetividad (con lo que se deja abierta la alternativa
a otros parámetros de objetividad diferentes de los que la ciencia sigue en un
momento dado) (sentido relativo).

De ello se sigue que, según el mito de la objetividad, la representación


científica del mundo en un momento dado es falible, parcial y provisional,
pero es la única representación que puede corresponder con la realidad, es
la única representación objetiva.

Ahora bien, para justificar esta creencia se necesitará un criterio que


nos permita saber cuándo nuestras representaciones son objetivas.

Se ha aducido como criterio la práctica o la verificación de las teorías


por medio de los hechos y la experimentación. Sin embargo, la ciencia es
también una representación del mundo, no sólo un instrumento para su
manipulación. Las leyes y teorías pretenden describir el mundo tal y como
es, no se limitan a proporcionar reglas prácticas para intervenir en ese
mundo. La ciencia pre-supone una representación y una interpretación del
mundo (incluyendo las palabras “mágicas”: “hechos” o “realidad”, por
ejemplo), y no nos garantiza que esa representación o interpretación del
mundo sobre la que se basa sea objetiva.

También se ha presentado el criterio del consenso o el acuerdo de los


científicos. Aun suponiendo que dicho criterio sea válido y sin fisuras, es
obvio que tiene un carácter histórico y sociológico, es decir, relativo. Que
el mundo que describe la ciencia sea para nosotros el mundo real quiere
decir que tal descripción se aviene bien con nuestras creencias más firmes
sobre cómo es el mundo. Ni más ni menos. Mantener entonces la
objetividad de la ciencia como un valor absoluto es, por lo menos, una
pretensión excesiva.

Progreso de la ciencia

Otra afirmación aparentemente indiscutida es que la ciencia en su


evolución histórica conoce cada vez más y mejor la realidad. Esto implica
que sólo hay una línea de progreso (sentido absoluto) o que progresa en
una determinada línea de evolución (sentido relativo), definida a su vez por
criterios concretos (dejando abierta la alternativa a otros criterios de
progreso diferentes de los que rigen a lo largo de su desarrollo).

Para que haya progreso científico es preciso dar por supuesto que el
conocimiento científico es objetivo. Pero la idea de progreso tiene un
contenido más rico que la simple idea de objetividad. El conocimiento es
objetivo si responde a la realidad, es progresivo si cada vez abarca más
amplia y profundamente la realidad.

No es que se afirme que la ciencia no comete errores, sino más bien que,
aun con sus errores, la ciencia siempre avanza de la manera más amplia y
precisa. Igualmente, que la línea de desarrollo que la ciencia sigue en su
evolución es la mejor posible y la que mejor garantiza el aumento de nuestro
conocimiento.

Está claro, sin embargo, que el progreso científico no tiene un carácter


absoluto. No se puede negar, desde luego, que la historia de la ciencia
presente un carácter progresivo; pero de lo que se trata es de saber si la
línea de progreso no podría haber ido por otros derroteros diferentes,
incluso más interesantes.

En el desarrollo de la ciencia cada paso condiciona a los que se van a


dar después, y comprometerse por una sola línea posible de desarrollo
científico es un tanto arriesgado, pues no hay garantías a priori de que tal
línea o acción sea la más adecuada (para el progreso intelectual, social o
moral de la humanidad o, en otros términos, para la “aproximación a la
verdad” o “al bien”).
Neutralidad de la ciencia

La presunta neutralidad de la ciencia es un dato que actualmente se


asume sin discusión. Se plantea en dos dimensiones:

a) neutralidad con respecto a cualquier cuestión filosófica, metafísica o


ideológica (se atiene estrictamente a la realidad nuda)

b) neutralidad axiológica, con respecto a los valores (la ciencia no es


buena ni mala, pues todo depende de cómo se utilice)

Existen asimismo dos posibles versiones de dicha neutralidad: la radical


y la moderada.

La formulación radical, característica de la concepción positivista, se


apoya en unos cuantos prejuicios sobre la naturaleza de la ciencia: 1) la ciencia
se ocupa de hechos y sólo de hechos (las leyes no son más que generalización
empíricas a partir de hechos); 2) los hechos son independientes de las teorías
e interpretaciones, las cuales no afectan a los hechos, verdaderos jueces
imparciales de todas las teorías; 3) entre hechos y valores o normas hay un
hiato insalvable (de los hechos no se pueden derivar normas ni sirven para
fundamentar valores, a la vez que las valoraciones y normas no pueden afectar
a la objetividad de los datos fácticos sobre los que se apoya la ciencia).

Sin embargo, ”es un hecho” que no hay hechos sin teorías ni


observaciones sin interpretaciones. El “hecho puro” es una utopía y una
ficción. Se dan dentro de una cosmovisión y de una interpretación del
mundo (de un marco téorico), previas a la constatación de tales hechos. De
hecho, en el lenguaje científico se asumen postulados de existencia de
determinadas entidades y en no pocas discusiones teóricas de la ciencia se
acaba en último término en cuestiones filosóficas.

También “es un hecho” que la propia ciencia es un valor o un sistema


de valores. Más aún, la metodología científica es ante todo un sistema
normativo, no sólo porque ofrece un conjunto de reglas o preceptos (que
pretenden ser realización de valores científicos como la verdad, la
intersubjetividad del conocimiento, etc.), sino también en el sentido de que
buena parte de las reglas del método científico (y de los valores de la
ciencia) son estrictamente reglas y valores morales (por ejemplo, la
sinceridad de las declaraciones de los científicos en los intentos de refutar
teorías...).

La versión moderada de la neutralidad de la ciencia admite 1) que la


ciencia habla de la realidad, no sólo de las apariencias, y en este sentido supone
la aceptación de la existencia de tal mundo real (supuesto que es filosófico); 2)
que la metafísica o filosofía tiene una valor de orientación e inspiración para la
ciencia. Sigue sosteniendo que los resultados de las ciencias son en última
instancia independientes de cualquier sistema de valores, o que los valores
científicos son ante todo instrumentales: la ciencia proporciona medios valiosos
para alcanzar fines que, sin embargo, pueden ser a su vez valiosos o no. Por
ejemplo, la ciencia requiere libertad para desarrollarse o puede ser utilizada para
oprimir la libertad, pero esto en el fondo no es una cuestión de su incumbencia.
La ciencia puede afectar indirectamente al sistema de valores de una sociedad,
pero en y por sí misma no crea valores. Se mantiene en el campo de “lo que es”,
sin traspasar los límites de “lo que debe ser”.

Aun en su versión moderada, la neutralidad de la ciencia presupone una


concepción abstracta de la ciencia, despojada de elementos reales y
primordiales, y reducida a su dimensión lingüística y sintáctica (conjunto
de proposiciones o enunciados).

Sin embargo, si incluimos los aspectos institucionales, sociológicos,


económicos, políticos y culturales de la ciencia y de su historia, entonces
veremos cómo el marco teórico, su mantenimiento y su crítica, son
elementos esenciales de la actividad científica, tal como han puesto de
relieve entre otros Feyerabend y Kuhn.

La ciencia no es solamente un valor, sino que crea necesariamente


valores. No solamente es una actividad regida por normas, sino que
necesariamente genera normas de actuación y conductas en consonancia. La
ciencia no sólo puede ser “aplicada” por la tecnología, sino que debe ser
aplicada por la tecnología; no sólo es un instrumento que sirve para diversos
fines, sino también un generador de fines y objetivos para la acción.

Autonomía de la ciencia

La idea de autonomía científica tiene dos componentes: el referente a


la ciencia estrictamente dicha y al poder determinante de la ciencia con
respecto a otras esferas de la vida social. Se asienta sobre el presupuesto de
que lo esencial para la ciencia son los factores internos, lógicos, al margen
de otros factores empíricos (psíquicos, culturales, sociales...).

Esto implica ignorar los condicionamientos sociológicos de la ciencia,


tanto internos (límites de su crecimiento, etc.), como externos (dependencia
de presupuestos económicos, del proceso industrial, de intereses
macroeconómicos y políticos...). De hecho, la ciencia es una parte de la
estructura social en la que influyen decisivamente factores no lógicos, no
ideales, y que constituyen la dimensión institucional de la ciencia.

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