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El Visitante
El Visitante
Elvio E. Gandolfo
© by Elvio E. Gandolfo. En abanico, revista de letras de la Biblioteca Nacional de la República
Argentina.
En: http://www.abanico.edu.ar/2006/12/gandolfo.visitante.html
El auto hizo un rulo de una cuadra, para después tomar por Cafferata. Manejaba mi
hermano Carlos. Yo iba al lado. Atrás venía Mario. Los dos me habían llevado hasta
la estación, a sacar pasaje para Retiro, al otro día. Era de noche, y la zona entera
respiraba, entre aire y obscuridad y luces eléctricas, después del calor y el Sol del
día. Cuando llegó a Córdoba, mi hermano dobló, hacia el centro. Era un coche
bastante amplio, cómodo, donde uno podía, por ejemplo, acomodar el codo con
tranquilidad sobre el borde de la ventanilla, y echar el otro brazo por sobre el
respaldo del asiento, sin molestar.
Sobre la izquierda iban desfilando los elementos absurdos del baldío inmenso en
que se convirtieron los viejos terrenos del ferrocarril: estatuas de plaza arrumbadas,
todas juntas, una especie de laguito. Ya hacia el fin se veía el perfil de la colorida y
gigantesca estructura de hojalata (al menos eso parecía) cuyo escultor (por así
llamarlo) la había, desde luego, regalado a la ciudad.
Sobre el costado derecho, empezó a desfilar un murito bajo pintado de blanco,
detrás del cual se veían canchas deportivas. Era uno de esos múltiples trozos de la
ciudad que están idénticos a cuando yo vivía allí, hace más de veinte años.
Sonriendo, mi hermano Carlos lo señaló con la cabeza. Íbamos despacio, con una
serena marcha de paseo en la noche.
–¿Sabés qué pasó aquí? –dijo.
–No –le contesté.
Mi hermano Carlos, con la voz levemente gangosa, tranquilo como la marcha del
coche, hizo un movimiento de cabeza hacia atrás:
–Contale, Mario –dijo, como si fuera un mafioso que da una breve orden a otro, para
que hable de asuntos de la Familia.
La voz de mi hermano Mario, atrás, casi recostado a lo largo del asiento trasero,
llegó con la precisión y la calma informativa de un documental del National
Geographic:
–Acá se jugó el primer clásico –dijo, mientras se acercaba el final del murito blanco;
que pareció sin embargo seguir desfilando, empalmado en la voz de mi hermano
Mario, que me contaba cómo había ganado Ñuls, quién había hecho el gol, en qué
minuto de qué tiempo.
Honestamente, veo poquísimo fútbol. Por una razón simple: me gusta ver buenos
partidos. Por desgracia, al menos en mi vida de espectador, la mayoría de los
partidos son cuestiones increíblemente chauchonas, donde un equipo parece
competir con el otro en la elección de una estrategia impecable destinada a no
ofrecer ni emoción, ni goles, ni pases, ni gambetas, aunque a veces sí mucha mala
onda.
La idea de ver, a lo largo de años, todos esos partidos inclasificables (no son de
primera, de segunda, ni de tercera: son nada) me resulta intolerable. Pero como
estuve yendo de visita en los últimos dos o tres años con frecuencia a Rosario, y
pude ir viendo a y hablando con mis dos hermanos que siguen allí, entendí que a
ellos no sólo no los haga sufrir, sino que desplieguen entrecruzamientos temáticos
múltiples (el estado de las finanzas del club, el probable homosexualismo de un
jugador que pateó a la Luna en vez del arco, el historial monstruoso del referí, los
vínculos laberínticos que unen los dirigentes al más deteriorado menemismo) a partir
de jugadas tan aburridas como chupar un carozo de durazno durante ocho horas.
Cuando uno camina por Oroño en el Parque Independencia, no hay ningún otro sitio
de la ciudad, ni tal vez tampoco del Mundo, que se le parezca. Sobre todo un par de
horas después del atardecer, con los árboles muy grandes que se pierden hacia
arriba, y el plano liso y enorme del macadam negro, con poco tráfico y, a veces,
como aquella noche, un par de tipos más que, como nosotros, caminaban con ese
caminar rápido, enérgico con que uno camina cuando empieza a acercarse a la
estatua de Belgrano que corta el plano negro de alquitrán, o sea al laguito, y
reconoce, como reconoció Mario, quiénes son los que van adelante, como apurados,
pero porque sí, imposibles de alcanzar.
–Mirá, mirá, Rodríguez –dijo, reconociéndolo–. Es un fanático de Ñúbel –dijo, con un
tono como de admiración pero con un matiz de humor–. Iba siempre a las prácticas,
pero terminaron por prohibírselo. Porque se calentaba cuando los jugadores jugaban
mal, o no rendían, y los agarraba a trompadas.
¿Y si fuera otro? ¿Si fuera de los otros? ¿Si fuera canalla, de Central? Pero no:
imposible, hay muchas cosas aparte de los colores. Hay toda una constelación de
cosas para mí inaceptables y que deben de ser, calculo, admirables para ellos, para
los otros. Como, por ejemplo, convencer a alguien desde la cuna, blandito por así
llamarlo, de que se haga canalla. Como, por ejemplo, aquella bellísima mujer que,
sin mucha convicción, me dijo que era de Central, y después me aclaró que era
porque un electricista canalla que había ido a arreglar una instalación a la casa la
había meloneado de chiquita día tras día, hasta convencerla. Y no pude dejar de
sentir una levísima tristeza por ella. O aquel abuelo calabrés que en el lecho de
muerte, instantes antes de estirar la pata, se había aferrado al brazo de una nieta y
le había dicho que él sólo podía partir tranquilo, libre, si se iba sabiendo que su
nieta, ya para siempre, era de Central. Ante incontables anécdotas de esa índole mis
hermanos y yo solemos menear la cabeza disconformes, casi como si no hiciera
falta explicar nada más para dejar en claro porqué ellos, los otros, son de Central, y
nosotros de Ñuls.
A todo esto, siendo de Ñúbel, ¿vi muchos partidos de Ñúbel ahí, en la cancha, y no
por televisión? No demasiados, pero en la mejor época, la del Profeta, la del loco
Bielsa, la época que cambió al cuadro y que lo transformó en un equivalente del
Ayatollah Jomeini para el Sha y los yanquis, es decir para Central y sus hinchas.
Cuando se dieron vuelta las hinchadas, cuando, según un sociólogo de Ñuls, las
masas de pobres que vinieron del Norte a trabajar en el boom de la construcción de
Rosario terminaron por ser de Ñúbel por el sutil rechazo de los canallas, demasiado
oriundos, demasiado rosarinos. Cuando empezó a haber dos barras bravas.
Era una semifinal y el loco Bielsa, como hacía siempre, gritaba desde el costado de
la cancha. Y había tanta gente que en muchos momentos, en un partido que no fue
nada del otro Mundo, la punta de mis pies dejaba de tocar el suelo y era alzado,
levantado, apretado, comprimido, por la multitud. Y el loco seguía gritando hasta
que, como pasaba casi siempre, el réferi lo echó, ordenó que el loco se fuera de la
cancha y se dejara de gritar. Y el Profeta obedeció aparentemente y se fue al túnel,
pero no bien había desaparecido cuando sólo su cabeza se asomó por sobre la línea
horizontal de entrada y allí, como un dibujo animado, haciendo esfuerzos por no
agitar los brazos y hacerse demasiado notorio, siguió gritando, marcando,
ordenando.
Los años pasan, las cosas se desvían para acá, para allá. Fui o vine seguido a
Rosario durante los dos últimos años, conversé, hablamos de Ñúbel con mis
hermanos. Cuando les leí las primeras páginas de esto, todo era indetenible: el
conocimiento de los matices, de los nombres, de las épocas, de las capas
geológicas envolvía las escasas páginas como innumerables frazadas, tules,
enriqueciéndolas, aumentando el volumen, matizando, reconociendo errores, goles
en contra, épocas nefastas, dirigentes carcomidos hasta la médula, y victorias,
brillos, goces estentóreos, o silenciosos, disfrutados en el recato mimoso de la
victoria aplastante. Como los años pasan, y las cosas se desvían, bien podría dejar
de venir, así como un día empecé a venir más y por lo tanto a empaparme, sin dejar
de ser un visitante. Por ahora lo que registro es esto, acepto las cosas que llegan y
las que se van, sin que las que desaparecen formen un pesado manto sobre las
nuevas. No siento ese sufrimiento espantoso, terrible que a veces carcome las
mejillas de los canallas cuando pierden, sobre todo con nosotros. Esas ocasiones en
que quedan con los bigotes lacios, ferruginosos, caídos, amargados hasta la
médula, destruidos por un dolor sordo, ceniciento, tal vez el rasgo que más les he
admirado siempre. Esa cosa sufrida hasta el hueso, opaca, esperando de nuevo el
triunfo, la alegría bárbara de derrotar al otro, a Ñúbel. Más que el triunfo en sí, la
necesidad de que exista Ñúbel, y no cualquier otro cuadro. A tal punto que cabría
preguntarse si existiría Central en caso de no existir los leprosos como desafío,
como camorra de una forma de vida y de pensar tan distinta, una vida que incluye la
posibilidad de existir sin Central. La necesidad de que existamos para existir ellos,
para que estén siempre las ganas de la derrota nuestra más que las del triunfo a
secas con cualquier otro cuadro. El placer, por ejemplo, de imaginar aquella vieja
película de Maradona jugando de pibe, amasándola, moviéndola, acariciándola,
alegre, con una camiseta de Ñúbel, aplicada con computadora, sin falsificar
demasiado las cosas, porque el rojo y el negro lo estaban esperando lejos, sin
presionar, sin insistir demasiado, más allá de años y desvíos.