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La religión de la humanidad
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Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO
de Pensamiento Político Hispánico Juan Enrique Lagarrigue
La religión de la humanidad
ÍNDICE
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I. LA CUESTIÓN RELIGIOSA
Para todo espíritu sincero, que se preocupe de los destinos de nuestra especie, la cuestión
religiosa es de una importancia capital. Encontrarle una solución satisfactoria, sería hacer
el mayor de los servicios a la Humanidad. A primera vista parece imposible que alguna
vez se verifique eso. Los repetidos conflictos de la ciencia y de la religión hacen dudar de
su conciliación. Herbert Spencer ha creído realizarla asignándoles dos campos muy
distintos que se tocan por todas partes sin confundirse jamás: a la ciencia, lo conocible, a
la religión, lo inconocible. Esta pretendida conciliación deja en pie la dificultad y
desconoce, por otra parte, el verdadero objeto de la ciencia y de la religión. Una y otra no
tienen campos distintos, sino un solo terreno que les es común: el mundo y el hombre. La
religión determina nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos en
virtud del conocimiento que se tenga sobre el mundo y el hombre. Es decir que la religión
supone la ciencia y descansa en ella. La religión regla nuestra existencia personal y social,
en conformidad con los datos de la ciencia.
Pero hay que tener presente que la ciencia no es otra cosa que la interpretación de la
naturaleza, hecha por el hombre. Esa interpretación ha cambiado con el desarrollo de la
observación y de la experiencia, verificándose, de ese modo, transformaciones en el
estado de la ciencia, que la ponían en contradicción con la religión. De ahí los conflictos
incesantes entre la ciencia y la religión. Mas esos conflictos no pueden ser eternos. La
verdadera ciencia ha de servir de base a la religión verdadera. Una y otra tienen que
hermanarse en la más perfecta armonía porque su objeto es común: mejorar la condición
humana. La ciencia con el conocimiento exacto de la realidad, echa las bases de las reglas
que prescribe la religión. La ciencia suministra los materiales que la religión elabora en
suprema síntesis, para unificarnos en sentimientos, en ideas y en actos, haciendo
converger todas las fuerzas humanas hacia una destinación común.
La incompatibilidad del catolicismo, como de las demás doctrinas teológicas, con el
estado actual de la ciencia, se halla fuera de eluda. Todas las tentativas de conciliación
han fracasado. El cisma entre la teología y la ciencia es definitivo. Pero la ciencia es
incapaz de hacer las veces de la teología en las naturalezas afectuosas y, sobre todo, en la
mujer. De ahí las aspiraciones más o menos vagas a una reforma religiosa que, eliminando
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de las doctrinas conocidas lo que tengan de opuesto a la ciencia, las haga propias para
seguir dirigiendo a la Humanidad. Los matices de esas aspiraciones son infinitos, desde
los que quieren conservar la revelación hasta los que solo aceptan el deísmo filosófico.
Cualquiera de esas formas que se tomara por base, nada de estable habría de conseguirse.
Ninguna de ellas podría reunir las condiciones que la hicieran apta para asociar a todos
los hombres en una creencia común. Y eso debe tenerse especialmente en vista al intentar
una renovación religiosa.
La necesidad de esta renovación no puede ser desconocida por nadie que esté al cabo de
la situación social que atravesamos. Todo el mundo es educado en el teologismo católico
o protestante. El desarrollo del espíritu hace salir a la mayor parte de los hombres del
teologismo de su infancia. Entonces se establece la separación de ideas entre el hombre y
la mujer, entre hermanos y hermanas, entre esposos y esposas, entre padres e hijos. Ese
desacuerdo rompe la armonía moral de la familia y hace imposible toda verdadera
educación, la cual consiste en la cultura tranquila y sin solución de continuidad del
sentimiento, de la inteligencia y del carácter, los tres atributos que constituyen nuestra
naturaleza.
Donde el padre piensa de un modo y la madre de otro, no es dable formar hombres de
convicciones. Por eso es que vemos a tantas personas que no son ya dobles, sino triples,
cuádruples, víctimas obligadas de una educación fatal. Además, participando la mujer de
ideas que el hombre rechaza, ella no ejerce sobre él todo el influjo moral que debiera. Y
la vida privada y la pública se resienten de la falta de reacción femenina que tanto las
dignificaría. ¡Cuántas no son las mujeres que, en vez de estimular a sus maridos y a sus
hijos al desempeño de sus deberes cívicos, no hacen sino deplorar lo que imaginan sus
extravíos!
Pero la buena educación no solo supone la comunidad de ideas dentro de la familia sino
también fuera de ella. Es preciso que las diversas familias que forman la patria estén
ligadas por la misma doctrina. La verdadera cooperación cívica no es posible cuando
existen una multitud de sectas que se odian entre sí. La única separación que debe haber
es, entre los hombres honrados y los que no lo son. Nada es más deplorable que ese
rompimiento con las personas virtuosas y esa alianza con las viciosas que procede de la
diversidad de creencias.
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en sus Consideraciones sobre la Francia. “Estoy tan persuadido de las verdades que
defiendo, que cuando considero el debilitamiento general de los principios morales, la
divergencia de las opiniones, el quebrantamiento de las soberanías que carecen de base,
la inmensidad de nuestras necesidades y la insuficiencia de nuestros recursos, me parece
que todo verdadero filósofo debe optar entre estas dos hipótesis, o que se va a formar una
nueva religión o que el cristianismo será rejuvenecido de una manera extraordinaria. Es
menester elegir entre estas dos suposiciones, según la opinión que se tenga sobre la verdad
del cristianismo”.—“Esta conjetura no puede ser rechazada desdeñosamente más que por
esas personas de cortos alcances que no creen posible sino lo que ven. ¿Qué hombre de
la antigüedad habría podido prever el cristianismo? ¿Y qué hombre extraño a esa religión
hubiera podido en sus comienzos prever sus triunfos? ¿Cómo sabemos si no ha
principiado ya una gran revolución moral? Plinio, como se ha probado por su famosa
carta, no tenía la menor idea de ese gigante del que solo veía la infancia.”
Pues bien, el cristianismo no ha sido rejuvenecido, y, en cambio, una nueva religión se
ha formado. La revolución moral prevista por De Maistre, ha comenzado con el
Positivismo. El nuevo gigante, más grande que el antiguo, porque va a tomar posesión de
todo la tierra, está ahora en su infancia. Que no se engañen, como Plinio, los que quieran
cooperar al mejoramiento de nuestra especie.
Pero hay algo mucho más deplorable que el equívoco de las personas que apoyan el
catolicismo, en vez de apoyar el positivismo, y es la culpable indiferencia por la cuestión
religiosa. Los que padecen de esa anemia moral, son verdaderos parásitos de la sociedad
que, encerrados en su egoísmo, no hacen nada por los demás. Ajenos a toda noble
aspiración, nunca se mueven en favor de una doctrina, por grande que sea. Andan siempre
en busca de los intereses materiales, pero de las morales, jamás. De ellos nada puede
esperar la Humanidad.
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en doce años. Constituido que hubo ese monumento del espíritu humano, que bastaría por
sí solo a su inmortalidad, se entregó de lleno a la cuestión moral que, en la grandeza de
su alma, había sido siempre el fin de sus meditaciones. Como Dante encontrara a Beatriz
que le inspiró su gran poema, Comte tuvo entonces la suerte de conocer a Clotilde de
Vaux, que, despertando las fibras más delicadas de su corazón, le hizo concebir la sublime
doctrina de la Religión de la Humanidad.
En su Sistema de Política Positiva está contenida esa santa y suprema creación que,
sucediendo a todas las religiones que han regido los destinos de nuestra especie en el
pasado, moralizándonos más y más, viene a llenar la primera necesidad de nuestros
tiempos. Pues, a pesar del gran desarrollo intelectual y material que existe ahora, nótase
un profundo desorden moral. El corazón de la Humanidad está enfermo. Las naturalezas
nobles y delicadas deploran la falta de cultura altruista que hace prevalecer por todas
partes el más craso egoísmo. Los que salen del catolicismo no saben cómo educar a sus
hijos, pues el libre pensamiento carece de una verdadera moral. La mujer que es la parte
selecta de la Humanidad, como que tiene más sentimiento que el hombre, queda ajena al
movimiento científico y sigue afecta al catolicismo, que le ofrece siquiera satisfacciones
a su corazón. Pero, si le mostráramos una doctrina superior al catolicismo en moral, sería
la primera en aceptarla, porque ella obedece siempre al amor del bien, como que las
nobles aspiraciones, los santos ideales, la ternura, la abnegación forman su vida.
Al paso que casi todos los espíritus que se dicen progresistas, se ocupan en atacar al
catolicismo, Comte ha reconocido la necesidad de esa doctrina fundada por el gran San
Pablo y siente por el sacerdocio de la Edad Media el respeto más profundo, la mayor
admiración. Más aún, cree que hoy mismo el sacerdocio católico llena una noble tarea,
manteniendo el punto de vista moral, religioso, predicando la cultura del corazón. Pero
como él ha fundido en uno la ciencia y la religión, que parecían condenadas a eterna
lucha, cesa el cisma que nos tenía separados de nuestras madres, de nuestras esposas y de
nuestras hijas, y las mismas creencias serán profesadas por todos. Su fe en el triunfo de
la gran doctrina es tal, que abriga la esperanza de que las naturalezas verdaderamente
sacerdotales del catolicismo, es decir, aquellas que comprenden que el fin de la religión
es perfeccionar moralmente al hombre para hacer más feliz la vida privada y la vida
pública, han de convertirse al positivismo.
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Y en verdad, si el sentimiento social y moral que animaba a los San Pablo, los San
Agustín, los San Bernardo vive aún en el corazón de los sacerdotes católicos, si están
dotados de un alma verdaderamente religiosa, si se duelen sinceramente del profundo
malestar que nos agobia, si lloran sobre la honda inmoralidad que nos corroe, no podrán
menos de aceptar la sola doctrina capaz de regenerar a la Humanidad. Es el amor ardiente
y abnegado, es el interés vivísimo por el destino de los hombres, lo que ha formado las
grandes naturalezas sacerdotales. Es ese fuego sagrado el que inspiraba a los grandes
místicos y el que ha dictado el más sublime de los poemas, la Imitación de Jesucristo, que
resume el catolicismo. Todas esas almas superiores estarían hoy con la Religión de la
Humanidad, que considera el amor como el centro de todos nuestros pensamientos y de
todos nuestros actos. Ella subordina la ciencia y la industria a la moral, la vida privada a
la vida pública, la personalidad a la sociabilidad. Ella impone los deberes en nombre del
altruismo.
Los que lleven en sí los gérmenes espontáneos hacia lo bueno, los que sientan bullir en
su alma los impulsos irresistibles de la benevolencia, los que experimenten que la
verdadera felicidad está en el predominio de nuestros sentimientos de simpatía, de
veneración y de bondad, vendrán muy pronto a la más santa de las religiones. Y como, a
pesar de todas las demoras, la doctrina que más conmueve el corazón del hombre, la que
toca sus cuerdas más sensibles y delicadas, la que le despierta aspiraciones mas generosas,
la que lo lleva a actos más sublimes, concluye por triunfar, la suerte de la Religión de la
Humanidad no es dudosa. Tarde o temprano la hemos de ver uniendo a todos los hombres
con los indisolubles lazos de unas mismas ideas y unos mismos sentimientos. Esa
tendencia a la unidad humana que se ha manifestado en el curso de la historia al través de
tantas luchas y que el catolicismo quiso realizar, sin poder conseguirlo, ha de verificarse
bajo la acción del positivismo que llena todas las condiciones de una religión definitiva y
universal: verdad del dogma, santidad del culto, utilidad del régimen.
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Tratemos primero de la teoría positiva del alma, fundada por Augusto Comte, que es
como la clave de su gran doctrina. El buen sentido universal ha reconocido desde la más
remota antigüedad la división del alma en sus tres atributos fundamentales; el
sentimiento, la inteligencia y la actividad. El sentimiento inspira, la inteligencia guía, la
actividad ejecuta.
Pero, como el sentimiento llevara, sea al mal, sea al bien, establecióse la diferencia entre
los buenos y los malos sentimientos. Estos son más fuertes que aquéllos, y en la perpetua
lucha que traban dentro de cada uno de nosotros, a menudo los malos sentimientos
prevalecen. Esta lucha fue formulada por el gran San Pablo en su célebre teoría de la
naturaleza y la gracia. El hombre, decía San Pablo, es inclinado al mal por su propia
naturaleza; todos sus sentimientos son bajos, viles, y si ama, por ventura, si practica el
bien, es merced a la gracia de Dios, que se digna concederle buenas inspiraciones. Así
concebidas las cosas, el hombre había de pedir incesantemente a Dios la gracia para
triunfar de la naturaleza.
A esa concepción provisoria de la parte esencial del alma es debido, en gran manera, el
perfeccionamiento moral del mundo; pues el catolicismo ha mejorado mucho el corazón
humano, despertando, por medio de sus prácticas, que arrancaban de aquella concepción,
nuestras más nobles y delicadas afecciones. Ello es un hecho incuestionable, y la
consideración de la mujer, enteramente ajena al negativismo, bastaría para comprobarlo.
El recuerdo de la ternura y la bondad de nuestras madres católicas convencerá a los más
escépticos.
A la teoría de la naturaleza y la gracia de San Pablo, Augusto Comte sustituye la teoría
del egoísmo y el altruismo. El egoísmo significa nuestras inclinaciones al mal, nuestros
instintos personales; el altruismo, nuestras inclinaciones al bien, nuestros instintos
sociales. Uno y otro, egoísmo y altruismo, están en nuestra naturaleza, los lleva consigo
cada uno de nosotros.
El egoísmo lo componen siete instintos, a saber: nutritivo, sexual, maternal, destructor,
constructor, el orgullo y la vanidad. El altruismo lo forman tres, la simpatía
(attachement), la veneración y la bondad. Esta descomposición del sentimiento en diez
funciones distintas, siete egoístas y tres altruistas, lo puede comprobar en sí mismo cada
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cual, si se examina con sinceridad. Todos los hombres poseen esas diez funciones
afectivas irreductibles, que corresponden a otros tantos órganos, si bien están
desigualmente dotados de cada una de ellas.
En cuanto al egoísmo, el instinto nutritivo es el más fuerte de todos, y sirve directamente
a la conservación del individuo. Viene en seguida, el sexual, el más perturbador, que
preside a la conservación de la especie. Se sucede el maternal que ayuda también a la
conservación de la especie y que a primera vista no parece egoísta, porque se acompaña
casi siempre con la bondad; pero es fácil verlo con su verdadero carácter en ciertas
naturalezas desprovistas de altruismo, que miran a sus hijos como una propiedad de la
que pueden sacar provecho. Se siguen el destructor, que ha producido las guerras, y el
constructor que ha creado la industria. Y los últimos, los menos egoístas, el orgullo o la
necesidad de dominación, y la vanidad o necesidad de aprobación. Todos esos instintos
van decreciendo en vigor y haciéndose más dignos, según el orden en que los hemos
enumerado.
Por lo que respecta al altruismo, la simpatía (attachement) es el sentimiento que forma
los lazos entre iguales, la amistad, la fraternidad y el más íntimo de todos, el matrimonio.
Después viene la veneración, el sentimiento religioso por excelencia, que nos hace sentir
profundo respeto por nuestros padres, por nuestros maestros y por todos nuestros
benefactores. En fin, el más sublime de todos nuestros sentimientos, la bondad, que nos
despierta el amor más grato y generoso por nuestros hijos, por nuestros discípulos, por
nuestros conciudadanos, por todos los hombres en general, y que, haciéndonos gozar con
la felicidad de los demás, nos impulsa a trabajar por ella. Estas tres funciones altruistas
van siendo menos fuertes y más dignas por el orden de su enumeración.
Tenemos, pues, siete funciones egoístas contra tres altruistas, y como las primeras no
solo son más numerosas, sino que también son más enérgicas, parece imposible que pueda
predominar el bien sobre el mal. Pero antes de examinar esta gran cuestión,
completaremos la teoría positiva del alma. Conocemos ya el sentimiento, mas nos quedan
por analizar la inteligencia y la actividad.
Respecto de la inteligencia se ha divagado mucho en todos los tiempos, hasta que
Augusto Comte, ayudándose con la sociología que él constituyera, logra hacer su
verdadero análisis, descomponiendo ese atributo medio de nuestra alma, en cinco
funciones irreductibles, a saber, la contemplación concreta, la contemplación abstracta,
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para con todos. Y lo peor del caso es que, en medio de la más profunda inmoralidad, nos
creemos muy morales. No es raro ver individuos que llevando una vida licenciosa, andan
muy satisfechos de su conducta, Como se juzguen con el criterio del egoísmo, nada
encuentran que reprocharse. Nunca había pasado el mundo poruña situación más funesta.
Es verdad que en todos los tiempos ha habido hombres corrompidos, pero al menos sabían
que lo eran. Hoy, cosa increíble, se hace la vida más inmoral, creyéndola, de buena fe,
muy moral. Somos viciosos y nos creemos virtuosos. Estamos engreídos de nuestra
inmoralidad.
La reacción contra el catolicismo y la falta de una doctrina que lo reemplace, es la causa
efectiva del mal. Felizmente la Religión de la Humanidad viene a remediarlo, sacándonos
del peligroso marasmo que nos aqueja. Ella despertará el dormido altruismo del hombre,
y, trasformando su extraviado corazón, lo conducirá por la vía del perfeccionamiento
moral, que constituye nuestro supremo destino. Pues la verdadera grandeza del género
humano, su más alto título de gloria, consiste en su íntima aspiración para hacer
prevalecer el altruismo sobre el egoísmo. La inteligencia ha servido esa aspiración,
conociendo más y más las verdaderas relaciones de las cosas, a fin de fundar sobre ellas
el orden moral. Y la actividad se ha empeñado en realizarlo. Esa es, en el fondo, la
verdadera historia de la Humanidad. De ella ha extraído Comte la formula sagrada del
positivismo: “El amor por principio, y el orden por base; el progreso por fin.”
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tres nos salva. Cuando no es la madre, es la esposa o la hija. Sus imágenes acuden, de
ordinario, juntas a nuestra alma, para persuadirnos la virtud. Y tal es su poderoso encanto
que consiguen, a veces, arrancarnos de en medio del mal.
La mujer ha cumplido esa santa misión desde los primeros pasos del género humano.
Todos nuestros buenos sentimientos son obra suya. A ella es debido el mundo de los
nobles afectos, que se desenvolviera con el tiempo. En la mujer está siempre el origen de
cuanto el hombre ha hecho de grande y de sublime en la tierra.
Veamos nuestra providencia intelectual. Cuando se considera el asunto sin prevención
anti-teológica, nadie puede desconocer que los sacerdotes de todas las religiones, y en
especial los teócratas, sean los maestros del género humano. Ellos han reglamentado, con
relación al tiempo y al lugar, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestros
actos en virtud de doctrinas provisorias, llenando así las condiciones de una verdadera
enseñanza. Pero, además de los sacerdotes que ejercían un magisterio indispensable para
la organización social, hay una serie de sabios, a contar desde Tales y Pitágoras hasta
Bichat y Gall, que elaboraron poco a poco las ciencias positivas. Mientras estas ciencias
se hallaban más o menos dispersas no podían hacer las veces de una verdadera doctrina
y, si servían a la industria, la dirección social correspondía siempre a las creencias
teológicas. Ese estado de cosas ha cesado hoy; pues las ciencias fueron coordinadas por
Comte en su célebre clasificación de matemática, astronomía, física, química, biología y
sociología, que es ya popular. Las cinco primeras las encontró constituidas, quedándole,
empero, la gloría de disponerlas en orden jerárquico y de enlazarlas entre sí. Mas la
última, la sociología, la más difícil de todas, hubo de constituirla él mismo. Y ello le ha
permitido reemplazar después la religión teológica con la religión sociológica. En su
Sistema de Política Positiva completó esa clasificación con un término último, la moral,
la ciencia de las ciencias, a la cual deben subordinarse todas las demás.
Así las cosas, las ciencias llenan las condiciones de una verdadera doctrina, pudiendo
reglamentar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestros actos de una manera
más positiva que las creencias teológicas.
Pero, como las preocupaciones anti-religiosas mantengan oculta la gran creación de
Augusto Comte, y como abunden las gentes que viven de negaciones, no es extraño que
la verdadera doctrina no sea aceptada aún. Sin embargo, ella se abrirá camino,
convirtiendo poco a poco a las naturalezas que pueden pasar de los sentimientos
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del tiempo y del espacio, es lo que realiza todas las cosas. Si la mujer nos educa
moralmente, si el sacerdocio nos instruye, si el patriciado nos gobierna, el proletariado
ejecuta siempre. Él sirve a todos y todos deben servirlo a él.
Las cuatro providencias que acabamos de examinar forman para cada hombre un
verdadero Ser Supremo, (la Humanidad), del cual todo lo recibe, al cual todo se lo debe.
Él ha velado hasta aquí sobre nosotros, vela hoy y velará en lo sucesivo. Definida por
Comte, la Humanidad es el conjunto continuo de los seres convergentes pasados, futuros
y presentes. Al decir seres convergentes, quiere significar que ella es compuesta, no de
todos los hombres, sino de aquellos que cooperan con sus sentimientos, sus pensamientos
y sus actos a la obra común del progreso. Y si con ese término se elimina de la Humanidad
a las personas inútiles o perjudiciales, se le incorpora en cambio los animales domésticos,
fieles servidores y compañeros del hombre. Concebida así, la Humanidad es nuestro único
Ser Supremo. Ella se cierne sobre nuestro espíritu y nuestro corazón. Ella nos envuelve
por todas partes con su pasado, con su porvenir, con su presente. No podemos movernos
sino en su seno. Ella es la expresión sublime que condensa en sí todas las nobles
emociones, todos los grandes pensamientos, todos los actos benéficos de que fuere
susceptible nuestra naturaleza. Ser real e ideal a la vez, que nos inspira la más viva
simpatía, el más profundo respeto, la más inefable bondad. Su existencia es innegable.
No podemos desconocerla sin la más negra ingratitud. La mano de la Humanidad está en
todas partes. No hay nada en la tierra de verdaderamente individual, todo es colectivo. Y
la cooperación sucesiva de las generaciones es mil veces mayor que la cooperación
contemporánea.
Por mucho tiempo se había supuesto que todo lo recibíamos de los dioses o de Dios, y
el hombre, agradecido, se reunía en los templos para rendir homenaje a esos seres que
consideraba como sus benefactores. En esos recintos augustos han tenido lugar las más
nobles efusiones del alma humana. Ahí se desarrollaban los más santos y sublimes
sentimientos. Esa ha sido la grande escuela del corazón, en que se ponían los hombres en
comunión de afectos, olvidando sus odios.
Si los seres imaginarios han podido despertar emociones tan vivas y profundas, ¿qué no
será con el ser real? Cuando entremos al templo de la Humanidad, nuestro verdadero ser
supremo, cuando escuchemos la voz del sacerdote que nos habla en nombre del pasado y
del porvenir, para aconsejarnos en el presente, cuando oigamos los acordes solemnes de
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la música religiosa que nos llama a las más generosas efusiones, cuando nos veamos
rodeados de seres animados de un mismo sentimiento, entonces brotará en nuestra alma
el más sublime entusiasmo. Se apagarán nuestras malas pasiones y seremos envueltos en
un mundo de amor y de virtud. Saldremos del templo purificados, fortalecidos y llenos
de benevolencia para con nuestros semejantes. Asistiremos a él a menudo, para despertar
nuestro débil altruismo. Y en vez de ir al teatro a buscar emociones que muchas veces
corrompen nuestra alma, iremos al templo donde la música, desplegando todo su poder,
todo su encanto, producirá solo sentimientos puros, generosos, sublimes.
Las verdaderas fiestas públicas deben ser en el templo. Solo ahí se realiza la fusión de
las almas en la unidad del amor. Las grandes reuniones han de tener por objeto el
levantarnos a las santas aspiraciones, a los bellos ideales, avivando, en común, el
altruismo de todos. Cuando nos juntamos con un mismo sentimiento de simpatía, como
que se multiplica su fuerza en cada cual. En medio de nuestros semejantes se enardecen
los nobles afectos. La reacción del amor es increíble. Pasa de uno en otro con la rapidez
del rayo y los enciende a todos en su sagrado fuego. Entonces tienen lugar las profundas
emociones que son la gloria y la felicidad del hombre.
A esas grandes manifestaciones concurrirán todas las artes. La arquitectura, la escultura
y la pintura, que tan descaminadas andan hoy, vendrán bajo la dirección de la Religión de
la Humanidad a formar y embellecer los augustos edificios, donde resonarán la palabra
del sacerdote y los acordes del compositor, inspirados por la gran doctrina. Todo se
juntará entonces para recogernos y elevarnos el alma: el grandioso aspecto del templo,
las estatuas animadas de nuestros benefactores, las escenas conmovedoras de los cuadros,
la voz elocuente del sacerdote, los acentos sublimes de la música.
El culto del verdadero Ser Supremo que la Religión de la Humanidad viene a establecer
sistemáticamente, ha sido practicado siempre espontáneamente. El homenaje que se
tributara a los muertos en todos los tiempos y países y la apoteosis de los grandes
hombres, son los antecedentes naturales del culto de la Humanidad. Pero el catolicismo
es todavía un precursor más decisivo de ese culto. Desde luego, comienza por humanizar
a Dios, sustituyendo al tipo divino el tipo humano. En seguida, establece la comunión de
los santos, trasformando más la concepción teológica en la concepción humana. Y, por
último, crea bajo la inspiración de los caballeros de la edad media el admirable tipo de la
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In te misericordia, in te pietate,
In te magnificenza, in te s’aduna
Quantunque in creatura è di bontate.
Era que el verdadero Ser Supremo se presentaba más y más al hombre como su único
benefactor, su solo ideal positivo. Llega Comte y formula netamente la concepción de la
Humanidad, mostrándonos en ella el Gran Ser que todos debemos adorar, para agradecer
sus servicios e identificarnos con sus virtudes. Rindamos pues a la Humanidad el culto
que le corresponde.
¿Por acaso, permaneceremos en la indiferencia, seguiremos en el inerte catolicismo
actual o en el impotente negativismo de todas formas y colores, sin querer aceptar la gran
doctrina que viene a reconstituir definitivamente el orden social? El momento es solemne.
Todo está en peligro. No hay educación, no hay opinión, no hay deberes. El más
desvergonzado individualismo se ostenta en todas partes como el verdadero ideal. Que
cada cual consulte su corazón, poniendo atento oído a la voz inextinguible de todas las
grandes almas que, resonando al través de los siglos, nos llama al punto de vista supremo
de la moral. Subamos hasta él en alas del altruismo, y entonces comprenderemos que la
Religión de la Humanidad tiene el secreto del porvenir.
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Por lo general, se cree que la palabra religión implica necesariamente la idea de teología.
Pero antes de pasar adelante, volveremos a hablar de Herbert Spencer, pensador que está
contribuyendo a descaminar a los espíritus en la difícil situación actual. En sus Principios
primeros, resumen de toda su filosofía, trata de la más grande de las cuestiones: la
conciliación de la ciencia y la religión. Mas, ¿cómo pretende conciliarlas? A su juicio, el
terreno de la ciencia es lo conocible, y el de la religión, lo inconocible. Todos los
conflictos habidos entre ellas vienen de que ambas se han invadido recíprocamente sus
dominios, interviniendo la ciencia en lo inconocible, y la religión en lo conocible. Si se
mantiene cada una en su respectivo dominio— y a ello se ha tendido más y más en el
curso de la historia, según Spencer— la conciliación es segura. Por otra parte, considera
lo conocible como la manifestación de lo inconocible y cree que todas las religiones, aun
las primitivas, tienen “un alma de verdad”, porque todas afirman la existencia suprema
de lo inconocible.
Desde luego tenemos un error capital que vicia por su base toda la filosofía de Spencer,
y es el establecimiento de lo inconocible como cosa positiva, concepto gratuito que nos
revela en él, a pesar de toda su erudición científica, al último de los metafísicos. Además,
su modo de apreciar la tarea de las religiones llega a ser pueril, creyendo no han tenido
otra misión que la de mantener incólume la gran verdad de lo inconocible. Y ¿qué decir
de su extraña manera de conciliar la religión y la ciencia? No, quien tal piensa no había
nacido para resolver las grandes cuestiones sociales y morales de nuestra época. Sus libros
están sembrados de errores gravísimos.
Es de advertir que Augusto Comte escribió antes que Spencer, y si éste se hubiera
tomado el trabajo de meditar el Sistema de Política Positiva habría podido, tal vez, ser
muy útil a la Humanidad. Pero quiso a toda costa ser original, y en vez de estudiar la
solución del problema humano que había dado Comte, se puso a resolverlo a su modo.
Spencer ha cometido así, a pura pérdida, una grave falta moral. Pues, siendo la ciencia
obra colectiva, no es permitido trabajar en ella sin conocer lo que han hecho nuestros
predecesores, a fin de seguir sus huellas y no exponerse a tratar de resolver lo que ya
estaba resuelto, malgastando, en ese caso, fuerzas que se deben a la Humanidad.
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Pasemos ahora a la palabra religión. Ella viene, etimológicamente de religare (atar dos
veces), significando, en el fondo, doctrina que regla al hombre individualmente y lo liga
socialmente. Esa doctrina puede ser teológica, y entonces la religión es teológica y puede
ser sociológica, y entonces la religión será sociológica. La palabra religión, es de suyo
independiente de la teología, aunque se la haya identificado con ella por la circunstancia
de que la religión se ha basado casi siempre en la teología. Más todavía, religión indica
el estado de completa unidad que caracteriza al individuo y a la sociedad cuando todos
sus atributos— sentimiento, inteligencia y actividad— convergen hacía un fin dado. Se
ha tratado de alcanzar esa unidad por diversos medios, y ellos han sido considerados
equivocadamente como el fin. De ahí que a juicio de Comte no haya sino una sola
religión, a la cual nos hemos acercado más y más, viendo de armonizar nuestros afectos,
nuestros pensamientos y nuestros actos. Ese ha sido el objeto supremo de todas las
creencias teológicas. Nada hay por eso más respetable, más augusto, nada que interese
más al hombre que la religión. Ella está sobre todo, lo abarca todo; fuera de su dominio
no existe nada.
Para obtener ese gran resultado habían de emplearse los medios adecuados al tiempo y
al lugar, y ello ha dado origen a las diversas formas religiosas. Todas ellas tienen, así, un
fondo común muy distinto del que piensa Spencer. No es lo inconocible lo que hermana
a las religiones, es, sí, como dice Comte, el fin moral que todas ellas han tenido. Todas
tendieron a formar al hombre y guiarlo en la vida. De ahí que nuestro maestro establezca,
entre su gran doctrina y las religiones del pasado, una verdadera afinidad de miras y
propósitos. Y constituyéndose, por otra parte, en intérprete supremo de los destinos de la
Humanidad, traza la historia positiva de la religión, lleno del más profundo respeto por
todas las formas preparatorias que revistiera.
Si estudiamos las doctrinas religiosas del pasado, con ánimo sereno, colocándonos en el
punto de vista de los progresos morales de la Humanidad, no podremos menos de
reconocer que todas ellas han tenido la más noble de las tareas: la de velar siempre sobre
el hombre, llamándolo a los buenos sentimientos, a las buenas acciones. Esos
llamamientos se han hecho en nombre de los seres superiores que se creía gobernaban al
mundo. Ya eran los fetiches, ya los astros, ya los dioses, ya Dios, lo que servía para educar
a la especie humana. Esa educación mejoraba nuestro corazón, disponiéndonos más y
más a la benevolencia, a la virtud. Con el trascurso de los siglos se han alcanzado notables
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progresos. Pero hay diversas épocas peligrosísimas para la Humanidad, cuando las
creencias que la dirigen se agotan, teniendo que formarse otras que las reemplacen. Así
fue con el paso del politeísmo al monoteísmo, y así es ahora, a nuestra vista, con el del
monoteísmo al positivismo.
Todas esas doctrinas religiosas han versado sobre dos dominios, el orden exterior y el
orden interior, el material y el moral. Queremos decir que todas ellas han tenido una
concepción dada sobre el mundo y el hombre, y eso es lo que forma el dogma. Sobre él
se basaba el culto, es decir, el sistema de prácticas para perfeccionar moralmente al
hombre. Del dogma y del culto se desprendía el régimen correspondiente. He ahí los tres
elementos que abraza toda religión. Mejorar el dogma y el culto para mejorar el régimen,
esa es la historia fundamental de nuestra especie, lo que ha hecho establecer a Comte el
axioma sociológico de que “el hombre se vuelve cada vez más religioso.”
La religión nos civiliza al través de la historia en nombre de seres imaginarios, pero por
obra exclusiva de la Humanidad. Ella es el autor de todas las concepciones religiosas, y
por medios humanos se han verificado todos los perfeccionamientos. Los fundadores y
los adeptos de las diversas religiones teológicas estaban ciertamente de buena fe. Pero
como no conocían ni la teoría positiva del alma, ni la concepción científica del mundo,
atribuían entonces las grandes inspiraciones morales a seres extraños a la Humanidad.
Así, el gran San Pablo se creyó tocado de la mano de Dios en el camino de Damasco.
¿Qué había pasado en realidad? Naturaleza fuerte y activa, pero dotado a la vez de una
sensibilidad profunda, empeñóse en la persecución de los cristianos, creyéndolos
corrompidos y perniciosos. Mas, como hubiera visto perecer a tantos individuos, entre
ellos ancianos y débiles mujeres, firmes en su creencia, serenos, alegres aún, sin proferir
una sola queja, operóse en su alma un trabajo latente, que produjo al fin la gran crisis
moral, que de enemigo lo convirtió en apóstol. Identificóse con la creencia cristiana, dióle
toda su energía, todo su amor, la trasformó, la engrandeció, e hizo de ella una gran
doctrina que ha presidido durante siglos los destinos de la Humanidad.
Lo que aconteciera a San Pablo ha tenido lugar también, en grados diversos, con muchos
seres que estuvieron empecinados en el mal por falsos conceptos o hábitos viciosos, hasta
que se hizo en ellos la gran transformación. Y como quiera que se realicen las profundas
reformas morales del hombre, ellas arrancan siempre del altruismo que cada cual lleva
consigo. Suele ese altruismo tardar a veces en despertar, agobiado como se halla bajo el
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peso del egoísmo. Pero, si llega a sobreponerse por un momento, son tan vivas y tan gratas
las emociones de que nos llena, nos sentimos animados de una energía tan fácil y
poderosa, que nos lanzamos por el camino del bien sin que nada pueda detenernos. Y
cuando estamos, así, bajo el imperio del amor, somos felices, aun en medio de la
desgracia. El gran San Pablo era todo alegría entre las cadenas de su prisión. Y la
Imitación, que contiene el análisis más profundo que se haya hecho del corazón humano,
se expresa como sigue: “El amor no tiene límites. Nada le pesa, nada le cuesta, emprende
más de lo que puede, y jamás se escusa con lo imposible, porque todo le parece posible.
Y por eso mismo todo lo consigue, y realiza muchas cosas que fatigan y agotan en vano
al que no ama. El amor siempre vela; en el sueño mismo está despierto. No hay fatiga que
lo canse, ni lazos que lo amarren, ni miedos que lo turben, sino que a la manera de viva y
ardiente llama sube a lo alto y se remonta seguramente.”
Pudiera creerse que ese amor, que se apodera a veces del hombre, procede de la
esperanza del cielo y del temor del infierno. Pero esa especie de policía teológica no ha
obrado jamás sobre las buenas naturalezas. Y en el seno mismo del catolicismo, vemos la
serie innumerable de santos, que sentían y preconizaban el amor, como la cosa más alta
que puede alcanzar el hombre. "Nada hay, dice la Imitación, haciéndose el intérprete de
todas esas almas superiores, “más grande ni en el cielo, ni en la tierra que el amor.” El
libro del Amor de Dios de San Bernardo es toda una demostración admirable de que
debemos amar a Dios, no por esperanza del premio, ni por temor del castigo, sino por
agradecimiento a sus beneficios y por el profundo placer del mismo amor. Y si el gran
San Bernardo volviera a la vida, diría del amor de la Humanidad lo que decía del amor
de Dios. Todos los escritos de Santa Teresa abundan en ese mismo sentimiento, y
demasiado conocido es el sublime soneto que retrata su alma.
Se ve, pues, que, en medio de la teología, ha sido el altruismo, inherente al hombre, lo
que verificaba todos los perfeccionamientos morales. De ahí que nuestro maestro tenga
el más profundo respeto por los nobles seres de todas las religiones. Más todavía, los
incorpora a la Humanidad, mirándolos como fieles de la doctrina altruista que ellos
profesaron espontáneamente, pues obraban movidos del amor. Las diferencias que
dividen a los hombres en el espacio y en el tiempo, desaparecen con la Religión de la
Humanidad, que los hace fraternizar a todos en la unidad del mismo santo propósito: el
triunfo del altruismo sobre el egoísmo, de la sociabilidad sobre la personalidad. Varios
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caminos se han seguido para alcanzar eso, y los hombres se han separado de país a país y
de época a época. Pero el móvil supremo del amor permanece el mismo.
El más grande de los mortales ha sabido encontrar, en fin, la doctrina que pudiera unir
a los hombres en un mismo sentimiento, en un mismo espíritu, en una misma acción. Con
la teoría positiva del alma demostró que el altruismo debe prevalecer sobre el egoísmo
para conseguir la armonía individual y social. Y, en verdad, la experiencia manifiesta que,
sin el amor, no es posible obtener la paz ni dentro, ni fuera de nosotros. De manera que
el perfeccionamiento de los hombres y de los pueblos depende, en el fondo, de la cultura
del altruismo. En virtud de ese hecho incuestionable, Comte establece el amor como el
principio fundamental de su religión. Pero, para unir a los hombres entre sí, no basta la
comunidad de sentimientos, sino que es menester también la de ideas. Tenía pues que
hallarse una concepción del mundo, que pudiera ser aceptada por todos. Ya el mismo
Comte la había encontrado, fundando la filosofía positiva, que constituye el dogma de la
religión de la Humanidad. Como se cuente con la inspiración del altruismo y con el
criterio de la filosofía positiva, es dable fijar el régimen que más convenga a la
Humanidad. Fue también Augusto Comte el que realizó esta última tarea.
El régimen que Comte formula es abiertamente contrario a las tendencias democráticas
de nuestra época. Mas, no se vaya a creer por eso que miraba en menos al proletariado.
Si ha habido alguien que lo haya amado de veras, ese ha sido nuestro maestro. Pero, con
la profundidad de su espíritu, comprendió luego que la algarabía democrática no hace
más que empeorar la situación del proletariado. El verdadero remedio está, a su juicio, en
la regeneración moral de todas las clases sociales. Fija como tipo político, no la
aristocracia, ni la democracia, sino la sociocracia. En este régimen, todos los individuos
son considerados como miembros de la sociedad, teniendo cada cual su función en ella.
Y la teoría de los derechos, que hoy prevalece, es reemplazada por la teoría de los deberes.
Para Comte nadie tiene otro derecho que el de cumplir con su deber.
Cuanto más se estudia y medita la gran doctrina de Comte, tanto más se convence uno
de que ese genio sublime es el fundador de la religión definitiva. La ciencia, la moral y la
política que se elaboraran en el curso de los siglos, por los trabajos de mil y mil
generaciones, fueron formuladas, al fin, por el órgano supremo de la Humanidad. Todo
lo que se ha hecho de bueno y de grande en el pasado está encerrado en su doctrina, y
todo lo que se haga en el presente y en el porvenir.
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Hoy más que nunca se siente la necesidad de una religión que venga a armonizar el
sentimiento, la inteligencia y la actividad, que se hallan en completo desacuerdo. La
religión teológica es impotente ahora para dirigir al mundo. Ello es un hecho palpable. Es
escusado pensar en corregirla o en modificarla. Todas las tentativas serian infructuosas.
Es menester reemplazarla.
Algunos espíritus han comprendido esa necesidad y emiten a ese respecto ideas más o
menos vagas. Mientras tanto, el genio sublime de Comte resolvió hace treinta años el gran
problema. La solución está viva, inmortal, en su “Sistema de Política Positiva” el libro de
los libros, que regirá eternamente los destinos de la Humanidad. Por ahora las
preocupaciones anti-religiosas no le han dejado hacer aún el camino que le corresponde.
Sin embargo, gana insensiblemente nuevos adeptos, y día llegará en que los hombres de
los diversos países sean reunidos por la gran doctrina en un mismo espíritu, en un mismo
sentimiento, realizándose así, al fin, la aspiración de todas las grandes almas.
Cuando habla Comte, parece que se escucha la voz de todos los seres virtuosos,
inteligentes y enérgicos que han vivido. Y ello proviene de que esa naturaleza, la más
ricamente dotada que haya existido jamás, se identificó con todos los grandes hombres
del pasado, recibiendo de cada uno de ellos sus mejores inspiraciones. Más aun,
identificóse también con todos los seres superiores que viven y han de vivir, concibiendo
lo que pueden hacer en bien de la Humanidad. Y por seres superiores, entiéndase, no solo
los que descuellan por la inteligencia y la actividad, sino, sobre todo, por el sentimiento,
del cual deriva todo lo que se realice de grande.
La Religión de la Humanidad, que viene a tomar posesión formal del porvenir, es
también dueña del pasado y dueña del presente. Ella ha sido practicada siempre por las
naturalezas verdaderamente virtuosas, que sacaban de su propia alma ese ardiente amor
que lo abarcaba todo. Donde quiera que hubiera algo digno de nuestro afecto, eso entraba
a formar parte de nuestro corazón. Así en todos los tiempos y lugares se ha tenido la más
viva simpatía por la tierra, patria común del género humano, por el país de que fuéremos
ciudadanos, por la casa en que naciéremos, por la esposa, por los padres, por los hijos,
por los hermanos, por los amigos, por los sirvientes, y, en fin, por el perro, el caballo, el
elefante, el camello que han cooperado en la obra humana más que muchos hombres
venidos al mundo para hacer daño. Es decir, que han sentido y sienten de esa manera las
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personas naturalmente amantes. En el campo de los afectos todo se liga así en bien como
en mal. Cuando el odio domina, todo es malevolencia; cuando el amor, todo benevolencia.
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concepción cualquiera respecto a ese orden que lo circunda por todas partes. Esa manera
de ver el mundo cuando no se le conoce suficientemente aun, es tan espontánea, que el
hombre la profesa siempre en su infancia, pues todos pasamos por un periodo fetichista.
Más todavía, cuando nos hallamos en presencia de fenómenos, cuyas leyes no
conocemos, nos sentimos dispuestos naturalmente a interpretarlos a la manera fetichista.
De modo que, a los principios, todo el orden material ha sido identificado con la
naturaleza humana, o, mejor dicho, ha sido concebido a nuestra imagen y semejanza. Así,
para nuestros primeros padres, no había diferencia entre el hombre y el mundo: el mismo
espíritu los animaba a ambos, los mismos sentimientos, las mismas pasiones, los mismos
móviles. Y en esa manera de concebir el mundo, cada objeto era considerado como un
ser distinto que tenía vida propia.
Pero si el hombre explicaba el mundo atribuyéndole una naturaleza idéntica a la suya,
no por eso dejaba de sentir respeto por él y de mirarlo como un ser superior. De ahí que
los primeros deberes que se hayan practicado dependan del fetichismo. En su nombre se
formaron las más antiguas asociaciones humanas. La domesticación de los animales, que
ha sido tan útil a la Humanidad, corresponde por entero al fetichismo, que nos hacía
simpatizar con todos los seres del mundo. Bajo el imperio de esa creencia no había
sacerdocio, pues cada cual se ponía en relación con su fetiche directamente.
Con el trascurso del tiempo se sucedieron naturalmente a los fetiches especiales, los
fetiches generales, es decir, que a los objetos múltiples de la naturaleza, con los cuales
podía tener relación todo el mundo, se sustituyeron los astros, que requerían la existencia
de un sacerdocio para interpretar sus voluntades. Bajo el imperio de la astrolatría, la
asociación humana toma más extensión y más consistencia. Se puede decir que solo
entonces se organiza la sociedad en un pie de verdadera armonía; pues la teocracia, que
resultó de la astrolatría, es el régimen social más perfecto que haya existido hasta aquí, y
solo puede ser superado por la sociocracia. Todos los atributos de la naturaleza humana,
sentimiento, inteligencia y actividad convergían en ese régimen hacia un fin dado. Las
diversas clases sociales tenían marcados sus deberes y eran juzgadas con una ley común.
En nuestra época se mira con horror la teocracia y se considera como el mayor de los
progresos el completo desorden actual, en que no hay dos personas que piensen de la
misma manera. Está bien que hayamos salido de la teocracia, porque el sentimiento, la
inteligencia y la actividad que ella armonizara, requerían una cultura superior, Pero,
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después de la teocracia, nunca han vuelto a reunirse esos tres elementos. Así, los griegos
cultivaron la inteligencia, pero sin ponerla de acuerdo con el sentimiento y la actividad;
los romanos se dieron a la actividad, descuidando la inteligencia y el sentimiento; y la
edad media perfeccionó el sentimiento, desatendiendo la inteligencia y la actividad. Toca
a la sociocracia armonizarlos de nuevo, realizando en mejores condiciones la empresa de
la teocracia,
Tal vez parecerá extraño que tomemos por modelo ese régimen tan abominado por la
anarquía moderna. Pero, cuando se considera el orden social bajo el punto de vista de
nuestro verdadero bienestar, que solo puede provenir del acuerdo de los hombres en
sentimientos, en ideas y en actos, es fácil convencerse de que estamos en transición desde
hace treinta siglos. Reconocemos, sí, que esta transición era indispensable, y por eso
tenemos el mayor respeto por la Grecia, Roma y la Edad Media. Pero sentimos la más
grande admiración por el antiguo Egipto, esa venerable madre de la civilización
occidental.
Nosotros, los sociócratas, concebimos toda la historia de la Humanidad como la
preparación indispensable del régimen final. Desconocer que somos hijos del pasado, no
puede resultar sino de falsos conceptos y de miras superficiales, por no decir de la más
profunda ingratitud. Es muy frecuente, hoy, echar maldiciones sobre el pasado, en nombre
del progreso. Los que tal hacen, ni se sueñan lo que es el progreso. Sería conveniente que
meditaran, para no dañar a la Humanidad con tanta inmoral declamación, el admirable
axioma de Comte, de que el progreso no es más que el desarrollo del orden. Si esa gran
verdad sociológica se hiciera popular, nos veríamos libres de la metafísica política, que
falsea lastimosamente todas las cuestiones.
Pero sigamos la marcha de la religión. De la astrolatría se pasó al politeísmo, como lo
indica el nombre de los dioses tomado de los astros. Es decir que los atributos humanos,
que se daban a los fetiches y a los astros, se pusieron en seres separados del mundo; y los
dioses fueron considerados como directores del orden material y del orden moral. Aquí
la religión toma el carácter de inspirada, pues se suponía que esos dioses estaban en
comunicación continua con el hombre, y que eran la causa de todos sus sentimientos. Se
crearon tantos dioses como afectos había en el hombre.
Del politeísmo se pasó al monoteísmo, y esta religión la califica Comte de revelada,
porque siempre se ha presentado bajo la forma de revelación, en Moisés, en San Pablo,
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Es menester que nos convenzamos, una vez por todas, de que los hombres necesitan de
una misma educación.
Y en vez de creer un ideal la situación presente, en que se educa de mil modos, la
debemos mirar como una gran crisis que no ha de durar. Se habla mucho de la opinión
pública, y esta no existe en parte alguna. Ella solo puede formarse bajo la dirección de
una misma doctrina, que sea aceptada por todos. La doctrina existe, pero, lejos de
estudiarla, parece que tuviéramos empeño en mantener la anarquía actual, en que cada
uno puede sentir, pensar y hacer lo que guste, sin freno de ningún género. Nadie quiere
sujetarse a reglas en su conducta, porque se piensa que ello sería desdoroso para nuestra
dignidad, Y estamos tan empecinados, que desoímos todos los buenos consejos, cuando
no hacemos burla de ellos. Ya pasó el tiempo de la religión, se dice a cada paso. Sin
embargo, nunca ha sido ella más necesaria que ahora. El hombre vive separado de la
mujer en sentimientos y en ideas, y, por consiguiente, no existe la verdadera familia. La
vida privada se halla aislada de la vida pública. La política y la moral están reñidas. Las
ciencias, las artes y la industria andan fuera de camino. El desconcierto está en todas
partes.
Cuando se contemplan las cosas desde un punto de vista elevado, no es dable
permanecer indiferente. El mal es profundo y necesita de un gran remedio. No son las
reformas políticas las que pueden mejorar la situación. Lo que se requiere es una
regeneración social. Es preciso formar la familia, uniendo al hombre y a la mujer con las
mismas creencias. Es preciso ligar la vida privada a la vida pública, preconizando lo que
decía hace tantos siglos el gran Confucio de que, para ser buen magistrado, hay que ser
buen padre de familia. Es preciso subordinar la política a la moral. Y en fin. es preciso
que las ciencias, las artes y la industria se sujeten a la religión, para no descarriarse.
No necesitamos decir cuál es la doctrina capaz de realizar todo eso. Pero, como tocia
doctrina, ella no producirá sus efectos, sino cuando sea aceptada por la generalidad. Por
ahora, va ganando adeptos paso a paso. Ha hecho ya trasformaciones profundas.
Naturalezas muy revolucionarias y anarquistas se han convertido al positivismo religioso.
Muchos han venido del comunismo y del nihilismo. Los hay también partidos del
catolicismo. Y los adeptos son de todos los países: franceses, ingleses, holandeses, rusos,
españoles, norte-americanos, brasileros, mejicanos, chilenos.
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cultivamos éste, no podremos lograr que prevalezcan los buenos sentimientos. Más aún;
hay que empeñarse en fortalecer el altruismo por un cuidado asiduo de todos los días, de
todos los momentos, si no queremos vernos esclavos del egoísmo que es tan poderoso. Y
¿cuál será el medio más adecuado para conseguirlo? Ya la Humanidad lo había hallado
espontáneamente, fundando el rezo. Pero ¡cómo!—dirán los libres pensadores—¿se
quiere que nos pongamos a rezar cual los católicos? Precisamente; con esta única
diferencia, de que el rezo católico ha podido tener mucho de egoísta, mientras que el rezo
positivista será enteramente altruista; pues solo pediremos a la Humanidad más
veneración, más bondad, más coraje para practicar la virtud. Al establecer el rezo, como
manera de desarrollar el altruismo, no ignora Augusto Comte que las obras son más
eficaces que las palabras, para perfeccionarnos. Pero las buenas obras no se pueden
practicar cuando se quiere. Y ellas dependen además de nuestros sentimientos
preexistentes. Conviene, pues, tener a la mano un medio para mejorar incesantemente
nuestro corazón, disponiéndolo siempre al bien.
Se crítica mucho a Augusto Comte porque ha tomado por modelo al catolicismo en lo
que se refiere al culto. Ello proviene de que, con el espíritu de odio que hay contra el
catolicismo, no se quiere reconocer todo lo que esa religión hiciera de bueno en el pasado.
Son tantas las preocupaciones que existen a ese respecto, que basta que el catolicismo
haya prescrito algo, para que ello sea considerado por eso mismo necesariamente
perjudicial. Convendría que dejáramos ya esa monomanía, que nos incapacita para toda
contemplación profunda del orden social. El catolicismo ha sido elaborado por lo más
selecto de la Humanidad, como que tuvo en su seno, durante varios siglos, una serie de
hombres eminentes, por su corazón, su inteligencia y su carácter, eternos modelos de
servidores de nuestro linaje. El genio supremo de Comte, levantándose por encima de las
miras superficiales que desconocen hoy la obra de nuestros antepasados, comprendió que
había allí mucho que aprender y mucho que imitar. Libre de las preocupaciones anti-
teológicas y antehistóricas que ciegan a tantos, pudo apreciar la tarea profundamente
humana que realizara el catolicismo, por el intermedio de su gran sacerdocio. Este, a pesar
de la insuficiencia y de lo absurdo del dogma de que disponía, llevó a cabo, gracias a su
profundo conocimiento de la naturaleza humana, el perfeccionamiento moral más grande
que se haya efectuado hasta la fecha.
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Para convencerse de eso bastaría examinar la Imitación, que resume en cierto modo al
catolicismo. Nunca se había hecho una pintura más fiel y exacta del corazón humano;
nunca se habían sondeado tan bien todas sus dolencias y amarguras; y nunca se había
indicado con tanta verdad y profundidad la manera de aliviarlo. La Imitación es un libro
de una bondad infinita, que no tiene igual en la antigüedad, ni en los tiempos modernos.
Y si, tal cual vez, se desliza en él algún concepto inmoral, culpa es del dogma, de suyo
tan egoísta, que trasciende a pesar del altruismo de uno de los corazones más sublimes
que hayan existido. Suprimiendo esos pasajes, y reemplazando la palabra Dios con la
palabra Humanidad, quedaría el libro de moral más precioso que pudiera imaginarse.
Nosotros, los positivistas, lo leemos en esa forma, a ejemplo y por consejo de nuestro
maestro.
Comte, en la alteza de su espíritu, ha comprendido que necesitamos continuar la obra
del perfeccionamiento moral, interrumpida desde la caída del catolicismo. Y por eso es
que el positivismo no teme calificarse de digno heredero de esa doctrina. El catolicismo
ha de ser enterrado por nosotros, con todos los honores y respetos debidos a sus grandes
servicios. Las almas verdaderamente virtuosas, que le pertenecen aun, vendrán al fin a la
Religión de la Humanidad. Y la mujer, que pasó del politeísmo al monoteísmo, pasará
con seguridad del monoteísmo al positivismo, porque ella se deja llevar siempre de los
grandes sentimientos. De modo que en algún tiempo más, solo quedarán fuera de la
verdadera doctrina, las naturalezas incorregibles aferradas al egoísmo.
El positivismo se presenta con todos los caracteres de una religión definitiva y universal.
Nada de odios para con el pasado. En vez de abominar a las otras religiones, como el
catolicismo lo hizo con el politeísmo, tiene para con todas ellas, sean fetichistas,
politeístas o monoteístas, el más profundo respeto; y las considera como sus precursores
indispensables. Reconoce los servicios que han hecho a la Humanidad, conforme al
tiempo y al lugar. Y las mira, en verdad, como las diversas tentativas para edificar la obra
eterna, que solo él podía realizar al fin: uniendo a todos los hombres con los mismo
sentimientos, con las mismas ideas, con los mismos propósitos.
Es preciso convencerse de que ya pasó el siglo diez y ocho. No se debe, en lo sucesivo,
demoler sino reedificar. Hay mucha gente que se ocupa en parodiar ese siglo, imitando lo
que él tuvo de peor. Empeñarse en ello es hacer obra de inmoralidad. Lo que tiene de
grande el siglo diez y ocho no es su escepticismo, sino el espíritu de renovación social
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simbolizado por Diderot y Condorcet. Ese espíritu es el que ha recibido Comte, purificado
aun de todo sentimiento destructor para con el pasado, poniendo término con su gran
doctrina al negativismo. Ya no es dable persistir en el libre pensamiento sin acreditar
estrechez de inteligencia o perversidad de corazón.
Veamos ahora qué cosa es el rezo. Él es una manifestación de nuestro amor por algo. Y,
por lo tanto, cuando rezamos se perfecciona nuestro corazón, disminuyéndose su egoísmo
y aumentándose su altruismo. El catolicismo prescribiendo el uso constante del rezo, ha
mejorado notablemente nuestros sentimientos, La gracia, que se pedía a Dios, era
obtenida muchas veces, porque en fuerza de desear ser virtuosos, se conseguía despertar
el propio altruismo. Y cuando las nobles y santas afecciones llegaban a apoderarse de las
almas, después de largo ejercicio en el rezo, se creía, a causa del dogma, que ello era
efecto de un don sobrenatural. Tan cierto es que el rezo ha perfeccionado
espontáneamente nuestros sentimientos, que todas las grandes naturalezas del catolicismo
recomendaban que no se le diera de mano ni por un momento, aunque nos halláramos en
las peores disposiciones, dominados por el más profundo egoísmo. Sabían perfectamente
que el rezo había de sacarnos al fin de ese marasmo moral, que suele invadirnos de cuando
en cuando.
Pero si el rezo ha mejorado nuestro corazón bajo el catolicismo, lo mejorará más aún
bajo el positivismo. Él importa para nosotros la cultura especial de nuestros afectos de
simpatía (attachement), de veneración y de bondad. Nadie ignora que el ejercicio fortifica
la inteligencia y la actividad; pero, como el orden moral es completamente desconocido,
no se quiere convenir que lo mismo ha de suceder con el sentimiento. Y lo que hay de
más grave es que si no se cultiva asiduamente nuestro escaso y débil altruismo nativo,
éste desaparece, en cierto modo, bajo el peso del abrumador egoísmo siempre en
actividad. "Para nosotros, según lo dice Comte “el rezo se hace el ideal de la vida. Pues
rezar es a la vez amar, pensar y aun obrar, como que la expresión constituye siempre una
verdadera acción. Jamás los tres aspectos de la existencia humana pueden estar tan
profundamente unidos cual en esas admirables expansiones de reconocimiento hacia
nuestra gran Diosa (la Humanidad) o sus dignos representantes y órganos. Ningún motivo
interesado vendrá a manchar, de hoy en adelante, la pureza de nuestras efusiones.”
No falta quienes digan que el rezo positivista tiene algo de facticio. Me parece que es
facticio lo que carece de raíces en nuestra naturaleza, lo que no corresponde a
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ineludibles. Dominados como están por el egoísmo, rechazan la doctrina altruista por
excelencia. Pero hasta ahora, no hay ningún caso de un alma grande por la elevación de
sus sentimientos, que, habiéndola conocido, haya dejado de aceptarla. Y eso indica
claramente, que la Religión de la Humanidad es dueña del porvenir.
Los peores obstáculos que ha de encontrar para implantarse, nacen de la malísima
instrucción que predomina hoy. Esa instrucción es completamente desprovista de espíritu
filosófico. El punto de vista concreto, especial, vicia, de ordinario, las inteligencias,
incapacitándolas para las concepciones generales. Sucede aun que llega a perderse el buen
sentido natural. De ahí, que se encuentre, a menudo, más cordura en las personas incultas
que en las letradas. Con todo, para comprender la Religión de la Humanidad y apreciar
su grandeza, es preciso colocarse en el punto de vista moral.
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Ahora pesa sobre nuestro linaje esa especie de epidemia. Preocupados como estamos,
exclusivamente, del orden material, de la industria, desconocemos por completo el orden
moral. La admiración por los Estados Unidos, que se consideran generalmente como el
pueblo ideal, revela toda la intensidad del mal. Pues, esa nación, a pesar de su adelanto
material, está profundamente corrompida, y necesita de una gran regeneración moral para
no acabar de perderse. Solo la Religión de la Humanidad podrá salvarla. Si el ilustre
Franklin resucitara, sería el primer apóstol de la gran doctrina en su extraviada patria.
Sin embargo, la mujer se ha visto libre del contagio; y si el altruismo se conserva en el
mundo, es porque ella lo guarda. Pero no contentos con nuestro propio egoísmo,
quisiéramos arrastrar también a la mujer. Bajo pretexto de emanciparla de su esclavitud
doméstica, la incitamos a que entre en la vida pública, lo que sería poner término a la
santa misión de las madres. Desde entonces ya no recibiríamos de nadie esa preciosa
educación moral de todos los instantes, que solo la mujer sabe dar en el santuario del
hogar. Por otra parte, se quiere disolver también el matrimonio, para armonizar mejor,
según se dice, la familia. Y en verdad, ello no conseguiría sino destruirla. Felizmente, el
corazón de la mujer se resiste a esas aberraciones. En vano se empeña el hombre en
persuadirla. La increpa de falta de inteligencia, y así ha logrado seducir algunas
naturalezas desprovistas de ternura. Pero las almas delicadas, nobles, puras, la verdadera
mujer, jamás seguirá al hombre en ese camino.
Si queremos que la mujer nos acompañe en nuestros sentimientos, en nuestras ideas,
comencemos por regenerarnos radicalmente. Saquemos de nuestra alma todas las falsas
nociones, todos los malos hábitos, todos los vicios, que nos tienen sumidos en el egoísmo,
y llenémosla, en cambio, de buenos conceptos, de nobles prácticas, de santas virtudes, y,
entonces, la mujer se juntará con nosotros para no separarse nunca. Ella nos seguirá
siempre a un mundo moral superior. En su sensibilidad exquisita, le repugna el libre
pensamiento, que menosprecia las necesidades del corazón y que no afirma más que
negaciones. De ahí que se refugie más y más en el catolicismo, a pesar de lo absurdo de
su dogma, porque encuentra en él siquiera la vida moral que desconoce el libre
pensamiento. Pero con la Religión de la Humanidad la situación cambia por completo.
Ninguna doctrina ha comprendido como ella las necesidades del alma humana, Las más
delicadas aspiraciones del corazón y las más profundas meditaciones de la inteligencia,
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encuentran bajo su amparo una plena satisfacción. A lo que se agrega que la mas enérgica
actividad tiene siempre delante en esa religión un campo inagotable.
No obstante, para que todos, hombres y mujeres, nos reunamos en la gran doctrina, es
menester que prevalezca el punto de vista moral. Solo el altruismo puede asociarnos, el
egoísmo no sabe sino separarnos. No olvidemos que el sentimiento es nuestro único
motor, y que los pensamientos y los actos revisten el carácter que él les da. Son pequeños
o grandes, bajos o sublimes como el sentimiento que los inspira. Sacudamos el letargo
que nos inhabilita para las vastas contemplaciones. Purifiquemos nuestro corrompido
corazón, que ya no late para las emociones puras, nobles, santas. Empleemos, en una
palabra, todas las fuerzas que nos quedan, en reconstituir nuestro ser moral, poniendo
bajo la planta el estrecho egoísmo que nos domina. Y libres, entonces, de esa vergonzosa
esclavitud, penetraremos animados del mas generoso altruismo en la Religión de la
Humanidad.
Esta religión afirma la inmortalidad subjetiva del alma, en vez de la inmortalidad
objetiva. Y aquí haremos notar lo sobrio que ha sido Augusto Comte de voces técnicas al
exponer su gran doctrina. Se puede decir que fuera de las palabras sociología y altruismo
inventadas por él y que ya son populares; y de los términos estática y dinámica que ha
aplicado a la sociología; y de las expresiones subjetivo y objetivo de uso frecuente en el
positivismo, y que responden a puntos de vista bien reales y muy diferentes, no existe tal
vez ninguna voz nueva en la más grande de las creaciones. Ello proviene de que la
Religión de la Humanidad, como lo dice su fundador, no es más que el buen sentido
generalizado. Pero no nos engañemos; el buen sentido que constituye el verdadero talento,
es muy distinto de la instrucción. Puede una persona ser relativamente inculta y poseer,
sin embargo, ese espíritu comprensivo que hace abarcar las cosas en su conjunto y en sus
verdaderas relaciones. Y, al contrario, habrá gentes, agobiadas de erudición, que no saben
salir del detalle, y que son incapaces, por consiguiente, de levantarse al punto de vista
sintético. Eso es muy fácil de apreciar en lo que respecta a las cuestiones complicadas.
Así no es raro encontrar mujeres, que en su buen sentido hijo de su altruismo—pues el
corazón ilumina la mente—se penetran profundamente de las verdades morales, al paso
que muchos pretendidos sabios, con toda su instrucción, no pueden comprenderlas.
Examinemos las palabras subjetivo y objetivo. Subjetivo, quiere decir, lo que se refiere
a la Humanidad; objetivo, lo que responde al mundo exterior. Si bien se mira, existe para
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almas nobles, sino en virtud de conceptos erróneos, que les hacen suponer el amor fuera
de la Humanidad. No; el amor está en nosotros, es inherente a nuestra naturaleza. Él ha
producido todas las grandes cosas, él enlaza a los hombres entre sí al través del espacio y
al través del tiempo, él forma de todos los pueblos y de todas las generaciones un solo
ser, él es, en una palabra, el corazón de nuestra especie. Si hay quienes duden aun de su
existencia, creyendo que solo el egoísmo nos impulsa, ¿cómo sacarlos de su error? ¿Qué
medio habría para hacerles palpar el altruismo espontáneo que ha animado a tantos seres,
y que, trascendiendo de unos en otros, es el santo origen de todos los esfuerzos hacia el
bien?
Levantémonos, todavía, a una suprema contemplación, y veremos formarse del conjunto
de los seres convergentes en el amor, que han existido, que existen, y que existirán, la
más grande de las realidades, la Humanidad. En ella se funden en uno, no solo, todas las
naturalezas superiores que cooperan de una manera visible en los destinos de nuestra
especie, sino también, la infinidad de almas virtuosas que producen silenciosamente
tantos bienes. Concebidas, así, las cosas, se despierta naturalmente la más viva gratitud,
el más profundo afecto, por ese ser inmenso y eterno que nos rodea por todas partes. Nos
identificamos con él, al través de todo el pasado, de todo el porvenir y de todo el presente.
y llenos entonces de su inefable bondad, de su providencia infinita, podremos entonar el
más sublime canto que haya salido del corazón humano. Hélo aquí, adaptado a la Religión
de la Humanidad.
(IMITACIÓN. Libro III. Cap. V.)
—Bendita seas, Humanidad santa, porque me has concedido un poco de bondad, en
medio de mi egoísmo, indicándome, así, el camino de la perfección.
Te doy gracias de todo corazón, porque a pesar de mi indignidad, me ofreces siempre
auxilio y consuelo. Y te glorifico en los siglos de los siglos por tu providencia infinita.
¡Tú eres el sublime objeto de mi amor! Cuando ocupas mi alma, me siento inundado de
las más serenas y profundas emociones.
¡Tú eres la gloría y la alegría de mí corazón!
¡Tú eres mi esperanza y mi refugio en los días de tribulación!
Pero como mi amor es débil todavía, y mi virtud vacilante, necesito ser fortificado y
consolado por ti; visítame pues a menudo, y dirígeme con tus divinas instrucciones.
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¡Humanidad santa! ¡Mi amor! ¡Tú eres toda mía como yo soy todo tuyo! ¡Dilátame en
el altruismo a fin de que yo sepa gustar en el fondo de mi corazón, cuan dulce es amar y
fundirse en ese inefable afecto!
¡Que el amor me levante y me arrebate por encima de mi egoísmo con la vivacidad de
sus transportes!
¡Que yo te cante el cántico del amor, que te siga Humanidad santa hasta las alturas de
tu gloria, que todas las fuerzas de mi alma se empleen en alabanza tuya y en servirte con
el placer más íntimo!
¡Que yo te ame a ti más que nada, y no por mí sino por causa de ti, por tus perfecciones
sublimes, por tus méritos inapreciables!
¡Y que ame en ti a todos tus hijos, que forman parte de ti por sus virtudes!—
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Ese modo de apreciar el catolicismo, que responde a la realidad de las cosas, ha surgido
por vez primera en el genio incomparable de Augusto Comte. Antes de él, a nadie se le
había ocurrido semejante interpretación. Pero si ya tenemos la clave de los beneficios del
catolicismo, no se debe olvidar que es preciso reemplazarlo cuanto antes. Se objetará tal
vez a nuestro maestro: “si reconocéis que el catolicismo tiene una buena moral, ¿por qué
no lo mantenéis? ¿A qué empeñaros en formar una nueva religión?” Por la razón evidente
de que si la moral del catolicismo es buena, el dogma es malo, y cuando se rechaza este,
se suele rechazar también aquella. Esto se ve casi todos los días. Al dejar el dogma del
catolicismo, dejamos casi siempre su moral. Nunca se podrá apreciar bastante todo el mal
que eso encierra.
Es menester que nos convenzamos de que nuestra educación debe hacerse de una
manera armoniosa. Los sentimientos y las ideas de la infancia han de ser los gérmenes,
los antecedentes de los sentimientos y las ideas de la edad madura. No debe haber
contradicciones en el curso de nuestra vida moral e intelectual. La esposa tiene que poseer
las mismas creencias que el esposo, el hijo las mismas que el padre. Una sola religión
debe reunir a las diversas familias dentro de la patria, y a las diversas patrias dentro de la
Humanidad. Y como el catolicismo nada de eso pueda realizar. Augusto Comte funda el
positivismo, que lo ha de conseguir.
Alguien ha dicho que la Religión de la Humanidad no es más que un catolicismo con el
cristianismo de menos. Se ha creído hacer una crítica de nuestra doctrina, y se ha hecho
su mejor elogio. En efecto, Comte se apropia cierta parte del culto, que constituye el alma
del catolicismo, su verdadera grandeza, y elimina, por completo, el cristianismo, que es
su dogma erróneo, reemplazándolo con la filosofía positiva, condensad a subjetivamente
en la concepción de la Humanidad.
Entremos ahora al culto privado del positivismo. Él se descompone en culto personal y
en culto doméstico. El culto personal se refiere a nuestro propio perfeccionamiento
íntimo, que consiste en el predominio del altruismo sobre el egoísmo. Desde Pitágoras
hasta Franklin, todas las naturalezas superiores han practicado espontáneamente el
riguroso examen diario de conciencia, para mejorarse moralmente. Pero hoy se halla tan
desatendido lo que se refiere al sentimiento, que son muy pocos los que se miran por
dentro.
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Ese descuido sobre la vida que se hace, ocasiona las más graves consecuencias. Como
el egoísmo sea naturalmente más fuerte que el altruismo, sin un esfuerzo diario para poner
a este encima de aquél, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos,
seguirán el rumbo del mal. Y una vez empeñados en ese camino es muy difícil retroceder.
La fuerza de nuestros instintos egoístas, robustecida por el hábito, nos arrastra; siendo
desoída la voz del altruismo que de cuando en cuando resuena en el fondo del alma. Se
llega a perder así, por grados, todo sentido moral, y, completamente pervertidos, amamos
el vicio y odiamos la virtud.
Sin embargo, el examen diario de conciencia, no basta, por sí solo, para nuestro
perfeccionamiento moral. Fuera de que podría tal vez excitarnos la vanidad, él no
consigue encender nuestro altruismo, que requiere una cultura especial. De ahí que Comte
establezca los ángeles guardianes, a fin de despertar constantemente nuestros
sentimientos de simpatía, de veneración y de bondad. Se ha clamado, con ese motivo, que
nuestro maestro había vuelto a la teología. Pero tal cargo solo puede partir de gentes que
no han estudiado bien la gran doctrina. Comprendemos que se hiciera un reproche
semejante, si Augusto Comte hubiera supuesto la existencia real de esos ángeles en un
mundo distinto del nuestro.
Mas, él dice, terminantemente, que los ángeles guardianes, en la Religión de la
Humanidad, son la madre, la esposa y la hija. Esos tres seres, verdaderos tipos de
perfección moral, rodean a cada hombre, formándole una especie de mundo ideal. Ahí
surgen las más puras, las más bellas emociones de nuestra alma, que nos impulsan
después a las cosas grandes, sublimes. Nada despierta tanta veneración como el recuerdo
de una madre, nada tanta simpatía como el recuerdo de una esposa, nada tanta bondad
como el recuerdo de una hija. Por eso debemos adorar cuotidianamente, en nuestro altar
doméstico, a esos tres ángeles, a fin de avivar nuestro altruismo. Y ya se sabe que la
muerte no puede arrebatarnos esos seres, pues ellos quedan vivos subjetivamente en
nuestra alma, y se nos hacen más queridos, si es posible, que antes.
Para subir de veras al amor de la Humanidad, es menester pasar por el amor de la familia.
La madre, la esposa y la hija personifican, en cierto modo, el pasado, el presente y el
porvenir de la Humanidad. No es posible respetar el pasado, si no se ha venerado a la
madre; ni querer el presente, si no se ha amado a la esposa; ni trabajar generosamente por
el porvenir, si no se ha idolatrado a la hija. Nuestro corazón se forma, pues, en el culto
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Después de la destinación viene el matrimonio, hasta los treinta y cinco años para el
hombre y hasta los veintiocho para la mujer, como regla general. El objeto de esta
institución, según el positivismo, es el perfeccionamiento recíproco de los esposos. Si el
matrimonio comenzó por la poligamia para llegar a la monogamia, que fue sancionada
por el catolicismo, el positivismo va más lejos todavía, estableciendo la indisolubilidad,
aun después de la muerte de uno de los cónyuges.
Esta modificación introducida por el positivismo en el matrimonio, ha sido realizada
siempre espontáneamente por las naturalezas amantes, mereciendo la simpatía, el respeto
y la admiración de todo el mundo. Y, en verdad, las personas que bien se quieren, no
pueden pasar a segundas nupcias. El vivo guardará la memoria del muerto; y la sola idea
de un segundo matrimonio le parecerá una infidelidad. La promesa de viudez eterna, que
harán los novios positivistas al contraer su enlace, será acompañada del compromiso de
castidad en los tres primeros meses de matrimonio. La consagración del acto más
importante de nuestra vida doméstica, toma así un carácter imponente de grandeza moral.
El más elevado altruismo viene, pues, a embellecer, en la Religión de la Humanidad, una
institución que se había considerado, hasta aquí, bajo el punto de vista material.
Las tendencias actuales son muy desfavorables al matrimonio positivista. No falta
quienes aboguen por la disolubilidad, en vida de los cónyuges, bajo pretexto de arreglar
mejor la familia, Y entre ellos hay individuos que se atreven a darse el título de
positivistas, desacreditando así la más santa de las doctrinas. En verdad, los que eso
piensan de buena fe, tocante al matrimonio, se hallan en un estado de desmoralización
inconsciente, muy común en nuestra época, que hace grandes estragos en la sociedad.
Después del matrimonio viene la madurez, a los cuarenta y dos años. Hasta entonces se
pueden perdonar muchos yerros, que no serían excusables en adelante. El hombre entra,
a esa edad, en el periodo de la plena responsabilidad, en que debe tratar de cumplir su
tarea, de modo que merezca después de su muerte la incorporación a la Humanidad. A
los sesenta y cuatro años se administra el retiro. Es muy justo que el hombre descanse en
su vejez, cuando ha llenado dignamente su función social. Entonces, libre del trabajo
activo, se consagra al consejo, de que lo hacen merecedor su edad, su experiencia y sus
servicios. Eso se ha efectuado ya espontáneamente, por la sola fuerza de la moral, en las
funciones que dependen del Gobierno, donde se practica la jubilación, bosquejo del
sacramento positivista. Pero la religión final, que subordina sistemáticamente todo el
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orden humano a la moral, extiende el retiro a las diversas funciones sociales, sean o no
gubernativas.
Al retiro sucede la transformación. Este sacramento viene a reemplazar la extraña
ceremonia de la extremaunción, en que el catolicismo, obedeciendo al carácter antisocial
de su dogma, aparta al moribundo de todas las afecciones humanas, para llevarlo al
tribunal de Dios. En la trasformación, el sacerdocio de la Humanidad, “mezclando”—son
palabras de Comte—“los pesares de la sociedad a las lágrimas de la familia, aprecia
dignamente el conjunto de la existencia que se acaba. Como haya obtenido las
reparaciones posibles, hace esperar, a menudo, la incorporación subjetiva, pero sin
comprometer jamás un juicio que no está maduro todavía.”
Siete años después de la muerte, tiene lugar la incorporación. Este, que es el último de
los sacramentos, consiste en un juicio solemne, cuyo bosquejo suministra la teocracia a
la sociocracia. Cuando el muerto fuere considerado digno de ser incorporado a la
Humanidad, sus restos serán conducidos del cementerio civil al bosque sagrado, que ha
de rodear cada templo del verdadero Ser Supremo.
Los nueve sacramentos positivistas tienen, pues, todos un carácter profundamente
social, sin mezcla alguna de teologismo.
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X. CULTO PÚBLICO
Entre los muchos defectos morales que ha producido la lucha contra el catolicismo, no
es el menos grave ese espíritu de ironía, tan común hoy, que hace risa y burla de todo lo
que es noble y grande, a tal punto que se podría pensar que hay empeño en acabar con la
virtud. Creemos, sin embargo, que los que se dejan llevar de ese espíritu, proceden tal vez
inconscientemente; pues, no es posible suponer que, si ellos están pervertidos, quieran
también pervertir a sus hijos. Y, en verdad, nada corrompe tanto el corazón de un niño,
como el oír de la persona que más respeta, de la que es su modelo necesario, esa perpetua
ironía que todo lo mancha y denigra. De ahí, que sea conveniente que los individuos que
hubieren contraído ese mal hábito, se ocupen en corregirse, ya que no por un deseo de
propio perfeccionamiento, a lo menos por el bien de sus hijos.
Pero el mal que se hace con esa ironía traspone los límites de la familia. Como ella parta
del instinto destructor, que es tan fuerte en cada uno de nosotros, encuentra eco en los
demás, excitándolos a la imitación.
La ironía pasa así de alma en alma, secando los sentimientos dignos y generosos. Y si
alguien los conserva, como que los esconde y se avergüenza de ellos, para no ser objeto
de burlas; sucediendo, al fin, que llegan a perderse por falta de expansión. Los hombres
no se reúnen entonces para comunicarse su altruismo; las grandes manifestaciones
sociales que tanto realzan la naturaleza humana son imposibles; y solo se ve el triste
espectáculo de la asociación del odio, de partido a partido y de nación a nación.
La Religión de la Humanidad viene a remediar ese funesto estado de cosas. Con el culto
personal nos corrige nuestros defectos y nos dispone al altruismo; con el culto doméstico
nos liga dignamente a la vida social. Ya nos ocupamos de uno y otro en el capítulo
anterior. Preparados por el culto personal y el doméstico nos introduce, en seguida, la
Religión de la Humanidad en el culto público.
Hagamos primero algunas consideraciones sobre el calendario. A nadie se le oculta que
los beneficios de esa institución son incalculables. Ella importa, para la Humanidad, la
medida del tiempo, y nos permite fijar nuestros trabajos, nuestros proyectos, nuestros
recuerdos y nuestras esperanzas. El calendario actual se ha establecido después de muchos
siglos de tareas. Al principio se contaba el tiempo por los días, en seguida se imaginó la
semana, luego se empleó el período lunar, en fin, el período solar. Este último período ha
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pasado por varias modificaciones, hasta llegar al calendario gregoriano, en que los años
ordinarios se componen de trescientos sesenta y cinco días, y los bisiestos de trescientos
sesenta y seis. En este calendario, como es sabido, el año se divide en meses, que
recuerdan los antiguos períodos lunares, y el mes en semanas, y estas en días. Pero los
meses, que forman el año gregoriano, son desiguales, como que unos constan de treinta
días y otros de treinta y uno, y el mes de febrero ya de veintiocho, ya de veinte y nueve
días. Además las semanas no coinciden con los meses.
Esa irregularidad de los meses y esa falta de correspondencia con las semanas, que no
dejan de tener sus inconvenientes, se hallan salvadas con el año positivista, introducido
por Augusto Comte. En vez de dividir el período solar en doce meses, nuestro maestro lo
divide en trece, compuestos todos de veintiocho días, distribuidos en cuatro semanas
exactas. Como sobre un día en los años ordinarios, se le dará la denominación de día de
los muertos, y se consagrará a su recuerdo solemne. Y el otro día de los años bisiestos se
llamará el día de las santas mujeres, y será dedicado expresamente a su memoria. Esos
dos días, ajenos a los trece meses, finalizaran el año, en calidad de días extraordinarios,
llevando el nombre especial que se les ha puesto. Con el año positivista queda, pues,
perfectamente regularizado el tiempo.
Augusto Comte conserva la denominación de los días de la semana del antiguo
calendario, porque recuerdan el fetichismo, el politeísmo y el monoteísmo, las tres fases
religiosas que ha recorrido la Humanidad, antes de llegar al positivismo. Pero en cuanto
a los nombres de los meses, que son completamente arbitrarios y que nada significan, los
reemplaza con los nombres de las consagraciones religiosas propias de cada uno de ellos,
conforme al culto público.
Esas consagraciones son: a la Humanidad, al matrimonio, a la paternidad, a la filiación,
a la fraternidad, a la domesticidad, que forman los lazos fundamentales del hombre y
que ocupan los seis primeros meses según el orden de enumeración: al fetichismo, al
politeísmo, al monoteísmo, que representan el desenvolvimiento fundamental de nuestra
especie, hasta llegar al positivismo, y que llenan el sétimo, el octavo y el noveno mes; a
la mujer, al sacerdocio, al patriciado, y al proletariado, que constituyen las funciones de
providencia moral, intelectual, material y general, y que corresponden a los cuatro últimos
meses. He ahí el culto sociolátrico del positivismo.
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La religión de la humanidad
Dejemos hablar al maestro: “El año se abrirá con la más augusta de las solemnidades,
adorando directamente al Gran Ser (la Humanidad) del cual somos hijos y servidores. Su
naturaleza compuesta y subjetiva, su existencia fundada en el amor, y su sumisión al
orden que mejora, se hallarán estéticamente caracterizadas en esa fiesta inicial, en. que
todas las almas renovarán dignamente su activa consagración al perfeccionamiento
universal. Este comienzo sintético, que no dejará de honrar convenientemente las especies
auxiliares, se desenvolverá por la celebración especial de los diversos modos o grados
propios de la unión humana, en los cuatro domingos del primer mes. Se comienza
glorificando la asociación universal, fundada sobre la fe demostrable, única plenamente
religiosa, pero salida de una preparación a la cual concurrieron todas las creencias
ficticias. Se celebra en seguida, la más vasta de las uniones parciales, la que vuelta
esencialmente subjetiva, queda objetivamente caracterizada por una lengua común, entre
naciones sujetas en otro tiempo al mismo gobierno. El tercer domingo la fiesta de la patria
glorifica la plenitud del lazo político, a fin de cultivar mejor la afección cívica. En fin, el
último día del mes de la Humanidad, honra la asociación elemental de las familias en la
comuna (municipio) propiamente dicha, cuya feliz denominación expresa el grado más
íntimo de la unión activa.”
“Durante el segundo mes en el cual se concentrará el quinto sacramento, el lazo
conyugal será celebrado en todos sus modos. El primer domingo honrará el matrimonio
completo, haciendo apreciar cuán consolidada y desenvuelta se halla la armonía de los
esposos por su digno concurso a la santa función que les es confiada respecto del hijo de
la Humanidad, Pero la fiesta siguiente caracterizará mejor la verdadera naturaleza de la
unión conyugal, glorificando la perfección superior del casto lazo en que la pura
identificación de las almas reservará la procreación humana a las parejas más aptas para
cumplirla... El tercer domingo se consagra a la unión, verdaderamente excepcional, que
no es susceptible sino de una imperfecta armonía, en virtud de la falta de conformidad,
que será más relativa a la edad que al rango, y nunca a la riqueza, dada la supresión de
toda dote para la mujer (que en la sociocracia debe ser alimentada siempre por el hombre).
El mes del matrimonio se terminará con la celebración especial del lazo subjetivo
procedente del compromiso de la viudez, en que se hará apreciar lo indispensable de esa
perpetuidad del matrimonio para la adoración sincera del Gran Ser, compuesto
esencialmente de muertos. Quien fuere incapaz de vivir idealmente con el mejor objeto
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La religión de la humanidad
de su ternura, seria con mayor razón impropio para sentir y aun para comprender el
conjunto de los predecesores y de los sucesores.”
“Una explicación común puede bastar aquí respecto de los tres meses siguientes, dada
la conformidad natural de las relaciones paternales, filiales y fraternales a las cuales son
respectivamente consagrados. Me limito, pues, a especificar la descomposición del
primer caso, el más importante y el mejor caracterizado, pero invitando al lector a
trasportar convenientemente al cuarto y quinto mes las subdivisiones del tercero. La
celebración del primer domingo se refiere a la paternidad completa y natural, única
enteramente normal, en que la afección por el hijo reposa, por decirlo así, en la ternura
hacia la madre, dada la insuficiencia de semejante instinto en el sexo activo. El segundo
domingo glorifica el lazo voluntario, si bien completo, procedente de una digna adopción
aun respecto de un adulto, enteramente extraño a la familia... En el tercer domingo se
celebra la paternidad voluntaria, pero incompleta, que resulta de los lazos espirituales,
cuyo desarrollo decisivo pertenece al régimen sociocrático, en que cada cual será iniciado
durante siete años por el mismo sacerdote de la Humanidad. A pesar de la menor plenitud
del patronato temporal, su digna glorificación terminará este mes.”
“Consagrando a la domesticidad el conjunto del sexto mes, el culto de la Humanidad
hará resaltar convenientemente una institución que, destinada a completar la familia
ligándola a la sociedad, no podía adquirir su verdadero carácter mientras persistió la
servidumbre. Después de la liberación personal, la anarquía occidental no ha permitido
nunca una digna apreciación de ese lazo necesario (la domesticidad) igualmente
desconocido por el orgullo de los grandes y la insubordinación de los pequeños. Pero el
conjunto de una existencia en que todos se honren de servir (como que todos somos
sirvientes unos de otros, salvo los seres inútiles y perjudiciales) debe hacer respetar las
familias, que para concurrir mejor a la conservación y al perfeccionamiento del Gran Ser
(la Humanidad) se consagran de buen grado a secundar personalmente a sus intérpretes o
a sus ministros.”
Cortamos aquí la palabra del maestro, porque lo trascrito basta para tener una idea del
culto público del positivismo. Nada hay en él de teológico, como que el genio
incomparable de Augusto Comte nunca estuvo mejor inspirado que cuando se elevó a la
concepción religiosa. Él ha fundado una doctrina perfectamente demostrable, que elimina
lo sobrenatural. Pero, para comprender esa doctrina, es preciso estudiarla no solo con la
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inteligencia, sino también con el corazón. Bajo el punto de vista del egoísmo, jamás
llegaremos a apreciarla. El culto público, lo mismo que el culto privado de la Religión de
la Humanidad, tiene pues un objeto bien visible: idealizar la existencia humana para
mejorarnos moralmente y armonizar más y más el orden social.
Como preparación del calendario definitivo que se usará en el régimen normal, Augusto
Comte ha hecho un calendario provisorio, en que los trece meses llevan los nombres de
los más ilustres representantes de la Humanidad: Moisés, simbolizando la teocracia, es el
primer mes, y los siguientes: Homero, la poesía antigua; Aristóteles, la filosofía antigua;
Arquímedes, la ciencia antigua; César, la civilización militar; San Pablo, el catolicismo;
Carlomagno, la civilización feudal; Dante, la epopeya moderna; Gutenberg, la industria
moderna; Shakespeare, el drama moderno; Descartes, la filosofía moderna; Federico (el
grande), la política moderna; Bichat, la ciencia moderna. A cada uno de esos grandes
hombres, le están subordinados en su respectivo mes, cuatro individuos que le siguen en
mérito, jefes de las cuatro semanas, cuyos días son dedicados a personas menos notables.
Así el mes de Aristóteles, tiene de jefes de semana, a Tales, Pitágoras, Sócrates y Platón.
La era para el calendario provisorio, es la revolución francesa de mil setecientos ochenta
y nueve; de modo que ahora estamos en el año noventa y seis. Cuando prevalezca el
calendario definitivo, la era será, sin duda, el año de la fundación de la Religión de la
Humanidad.
El culto público que el positivismo establece puede reunir a todos los hombres y a todos
los pueblos con las mismas aspiraciones, con los mismos ideales. Y nunca ha sido eso
más necesario que ahora. Las religiones teológicas son ya impotentes para dirigir a la
Humanidad. Esta se aleja más y más de las doctrinas sobrenaturales. Pero, al desechar la
teología, es menester que se mantenga la religión, a fin de no perder la moral. Por
desgracia, como la emancipación de la teología se hubo de hacer espontáneamente, sin
que estuviera construida, aun, la doctrina que debía reemplazarla, la más honda
inmoralidad se extendió por el mundo. Esta ha ido cundiendo poco a poco, hasta tomar
proporciones inauditas. La vida privada y la vida pública están minadas por el más
vergonzoso materialismo. Se ha llegado a proclamar, como el ideal humano, la lucha por
la existencia, en que el más fuerte tiene que destruir al más débil. ¡Tan corrompido está
el corazón del hombre por la falta de religión!
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A juzgar por el espectáculo que presenta hoy el mundo, dividido entre la ciencia y la
teología sin que ni una ni otra consiga predominar, podría parecer imposible la armonía
humana bajo las mismas creencias, Si la ciencia hubiera de quedar siempre en la forma
dispersiva y puramente material que tiene ahora, así sucedería en efecto. Pues las
naturalezas generosas, las almas ardientes y, sobre todo, la mujer que vive de sentimiento,
nunca dejarían la teología. En verdad, sí la teología ha explicado, a su manera, el orden
físico, ella ha explicado también, a su modo, el orden moral, poniendo a éste encima de
aquél. Y esa es la causa de la permanencia de la teología en medio de una ciencia estrecha,
que se desentiende del orden moral, que es lo que más interesa al hombre. Mientras la
ciencia sea ajena a ese orden, no logrará a pesar de todos sus esfuerzos suplantar a la
teología. Se cree, por lo general, que es la ignorancia lo que hace vivir aun a la teología,
pero la causa efectiva como lo acabamos de decir está en la imperfección de la ciencia.
Si esta llegara a sostener que el fin de la vida humana debe ser el mejoramiento moral, no
cabe duda que reemplazaría a la teología. Esa es la obra del positivismo.
No sería éste una gran doctrina si no subordinara la actividad y la inteligencia al
sentimiento. Desarróllese en hora buena la actividad, cultívese la inteligencia, pero que
ello tenga por objeto mejorar el corazón. ¿Qué sacaríamos con ser activos e inteligentes
si fuéramos inmorales? La energía y el talento han de ser, pues, los servidores del bien.
La moral debe regirlo todo.
Nuestro maestro dice, con profunda razón, que los verdaderos positivistas son los que
se ocupan ante todo del perfeccionamiento moral. De ahí que trate de falsos discípulos a
los que se apellidan positivistas intelectuales, para quienes la gran doctrina queda
reducida a un método de filosofar. Algo más que eso es el positivismo. Y los que no
quieren comprenderlo, deberían dejar el título de positivistas, que no hacen más que
desacreditarlo. Augusto Comte hubo de bautizar con el nombre positivismo la primera
parte de su doctrina, para significar la realidad que la caracteriza. La palabra, que se creyó
infeliz en un principio, hizo luego su camino, y se halla ahora en alto honor, como
sinónima de verdadera filosofía. Cuando el maestro completó después su obra, fundando
la Religión de la Humanidad, mantuvo el nombre de positivismo, y dio así a esta palabra
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corazón los crea, solo él los comprende. Así lo prueban las almas secas y heladas de tantos
pretendidos sabios que rechazan la Religión de la Humanidad ¡y se atreven a invocar la
ciencia en contra de esa gran doctrina! Desde el fondo de su egoísmo no pueden
comprender que la verdadera ciencia es la que conduce al amor. Han llegado, aun, a
establecer como la suprema ley de la vida humana, la lucha por la existencia. Semejante
concepción ha sido muy afortunada entre los egoístas de todas partes. Pero ella no ha
hecho más que desacreditar la ciencia entre las almas honradas, que se indignan de tales
blasfemias contra la Humanidad.
Eso no lo puede decir la verdadera ciencia. La suprema ley de la vida humana está por
el contrario en el predominio del altruismo, que ha de reunir al fin a todas las almas en
una cooperación armoniosa. Al través de la historia nótanse los esfuerzos constantes del
hombre para hacer triunfar el amor en la tierra. Las religiones de todos los países, y de
todos tiempos son el sagrado depósito del ideal del bien que siempre buscara la
Humanidad. Lo que constituye la gloria positiva de nuestra especie, es su eterna
aspiración al perfeccionamiento moral. Cualesquiera que hayan sido sus extravíos, sus
errores, jamás ha olvidado que no existe en el mundo nada más grande que la virtud. Pero
lo que ignoran los pretendidos sabios, lo sabe toda mujer, por humilde que sea. No hay
ninguna que desconozca, mientras conserve puro su corazón, que el fin de la vida humana
debe ser el perfeccionamiento moral. Siempre están amando el bien y haciéndolo amar a
los demás. Nunca abandonan las mujeres esa labor santa.
Si no existieran tantas preocupaciones anti-religiosas, el positivismo se esparciría con
rapidez, efectuándose muy pronto la trasformación de la sociedad. Pero nos hallamos, en
general, tan indispuestos para todo lo que sea una disciplina de nuestros sentimientos, de
nuestros pensamientos y de nuestros actos, que rehuimos la Religión de la Humanidad.
Antes que someternos a una doctrina, preferimos que el trastorno y la inmoralidad se
extiendan por el mundo. Mas todavía queremos a toda costa ser libres e independientes,
sin lazos de ningún género; y miramos el orden, sea individual, sea colectivo, como una
esclavitud indigna del hombre. Con un estado de cosas semejante, no llegaríamos nunca
a una buena educación personal, ni a una verdadera organización social. Pero eso
desaparecerá, tarde o temprano, bajo el benéfico influjo de la misma Religión de la
Humanidad, a cuyo triunfo se opone por el momento,
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verdadera destinación para cada una de esas ciencias. Todas ellas deben ser útiles a la
Humanidad. Ninguna ha de cultivarse sin la disciplina subjetiva que determina su campo
de acción. En una palabra, la moral absorbe todas las demás ciencias, reglándolas.
No quieren convenir en ello los que se quedan en el punto de vista objetivo. Mas
debieran fijarse en que permanecer ahí, es ser enemigo de nuestra especie. Estúdiese
naturalmente el Mundo, pero a fin de servir al linaje humano. Y coordínense los diversos
conocimientos en derredor del verdadero Gran Ser, que merece todas nuestras
aspiraciones y todos nuestros trabajos.
La teoría positiva de la naturaleza humana, de que dimos cuenta en el capítulo tercero,
sirve de apoyo a la síntesis subjetiva. Según esa teoría nuestra alma se compone de
sentimiento, inteligencia y actividad. El sentimiento es formado de egoísmo y altruismo.
La inteligencia y la actividad pueden servir al uno o al otro. El objetivismo, que desconoce
esa teoría, preconiza el imperio exclusivo del egoísmo. Pero la síntesis subjetiva
establece, basada en ella, que el egoísmo debe subordinarse al altruismo, y que éste ha de
ser servido por la inteligencia y la actividad. Y eso lo establece no solo en nombre del
deber, sino también en nombre de la felicidad. En efecto, la verdadera felicidad solo nace
de los sentimientos de simpatía, de veneración y de bondad, Los placeres puros son
extraños al egoísmo. Ello es un hecho incuestionable comprobado por la historia entera
de la Humanidad. El deber y la felicidad están, pues, de acuerdo.
Desde el punto de vista subjetivo nuestro maestro formuló una trinidad positiva, que ha
levantado grandes protestas de parte de algunos espíritus, que le achacan el haberse
lanzado en plena teología. Eso no es, dicen, más que una copia del catolicismo. Por de
pronto, la trinidad católica nada tiene de repugnante para Augusto Comte, que sabe
penetrar hasta el fondo de las cosas, y que ve en ella una idealización espontánea de la
naturaleza humana, en que el Padre representa la actividad, el Hijo el amor y el Espíritu
Santo la inteligencia. Lo que constituye el carácter erróneo de esa trinidad, es la
suposición de la existencia objetiva y misteriosa de los tres atributos que pertenecen de
hecho a la Humanidad. En cuanto a la trinidad positiva que establece Comte, ella es
formada del Gran Medio, del Gran Fetiche y del Gran Ser. A primera vista podría parecer
eso una creación arbitraria del maestro; pero no es así. En efecto, el Gran Medio no es
más que el Espacio, concepción subjetiva de nuestro espíritu, donde colocamos todas
nuestras imágenes; el Gran Fetiche es la tierra, verdadero hogar del género humano, en el
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que han vivido nuestros antepasados y en el que vivirán nuestros descendientes; y el Gran
Ser es la Humanidad. Esa trinidad no hace sino coordinar los sentimientos, los
pensamientos y los actos del hombre, tomando en cuenta su propia naturaleza y las
condiciones en que vive. El amor, base indispensable de toda existencia feliz, debe
extenderse al Espacio, a la Tierra y a la Humanidad, que forman el conjunto de nuestras
relaciones positivas.
Refiriéndose a la trinidad positiva, Comte ha convertido la clasificación de las ciencias
de setena en ternaria. A la matemática, le dio el nombre de LÓGICA; a la astronomía. la
física y la química juntas, las llamó FÍSICA; a la biología, la sociología y la moral, las
reunió bajo el solo término de MORAL. La Lógica se aplica al Espacio; la Física a la
Tierra; y la Moral a la Humanidad, Pero lo que hay de notable en esta nueva labor del
maestro, es la trasformación de la matemática en la lógica. Esta es según la definición
sistemática que se halla en la SÍNTESIS SUBJETIVA:1 el concurso normal de los
sentimientos, de las imágenes y de los signos para inspirarnos las concepciones que
convengan a nuestras necesidades morales, intelectuales y físicas. ¿Cómo, se dirá, puede
llenar esas condiciones la matemática, que es enteramente ajena al sentimiento? Tal cual
se encontraba hasta Augusto Comte, así era en efecto. Mas él la ha regenerado por
completo. Se creía que la matemática solo servía para ejercitar la deducción, pero el
maestro le incorporó los métodos surgidos en las ciencias superiores, a saber, la
clasificación, la comparación y la filiación, Hizo notar además que las primeras nociones
de la matemática son necesariamente inductivas. Y teniendo especialmente en vista la
sencillez de sus operaciones, la constituyó en el tipo del verdadero trabajo mental, que
estriba en inducir para deducir a fin de construir. Ello le quitaba, en cierto modo, a la
matemática su sequedad, gracias a su destinación. Pero animando de simpatía el Espacio,
en que se ejercita esa ciencia, el maestro ha hecho más fácil aun sus operaciones, dándoles
un carácter afectivo. Los números sagrados—que así apellida Augusto Comte al uno, al
dos y al tres, porque el uno representa el amor, el dos el orden y el tres el progreso—como
1
SÍNTESIS SUBJETIVA o Sistema universal de las concepciones propias al estado normal de la
Humanidad. Esta obra de Augusto Comte ha quedado desgraciadamente inconclusa, habiéndole
sorprendido la muerte en medio de su gran tarea. Ella debía constar de tres partes: “Sistema de Lógica
positiva”; “Sistema de Moral positiva”; y “Sistema de Industria positiva”. El maestro no pudo terminar más
que el Sistema de Lógica positiva o tratado de filosofía matemática.
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clasificación positiva debe proceder, según la generalidad creciente bajo el punto de vista
subjetivo, y decreciente bajo el punto de vista objetivo; 15.ª todo intermediario debe ser
normalmente subordinado a los dos extremos cuyo lazo opera. Esas quince leyes son tan
profundas como verdaderas y presiden al dogma positivo, elevándolo a la categoría de
síntesis definitiva. Ellas resumen el desarrollo del espíritu humano y han de ser en
adelante nuestra segura norma.
Pero no olvidemos que la concepción capital del dogma positivo es la de la Humanidad.
Si llegamos a aceptarla somos de hecho positivistas, considerándonos como hijos y
servidores del único Ser Supremo. Y ¿por qué no habíamos de aceptarla? Elevémonos a
un punto de vista general y generoso, saliendo de las consideraciones estrechas y egoístas
de todo momento, y entonces no podremos menos de reconocer que por encima de cada
uno de nosotros flota algo grande y sublime que debe suspender nuestra alma.
Implícitamente todo el mundo asiente a ello, cuando rinde acatamiento a la moral, aunque
mas no sea de palabra. En efecto ¿qué cosa es en el fondo la moral? Es la expresión del
altruismo inherente al hombre, que le ha hecho alabar los actos dictados por el amor a los
demás y censurar los dictados por el amor a sí mismo. ¿Por qué dudar entonces, de la
realidad del conjunto de los seres que encarnan la moral por sus disposiciones al bien?
¿Quién puede concebirla virtud sin el hombre virtuoso? La moral supone, pues, la
Humanidad.
La concepción de la Humanidad fue preparada por la concepción de Dios, que resumiera
durante mucho tiempo el ideal moral del hombre. Esta última concepción ha presidido al
mejoramiento del corazón humano. Pero hoy es insuficiente para dirigir el mundo; y,
además de eso, perturbadora y antisocial. En efecto, como según esa concepción, cada
hombre dependa inmediatamente de Dios, ello hace que se mire a la Humanidad cual cosa
accesoria, que no merece muchos miramientos. El hombre se aleja así del hombre por
acercarse a Dios, De manera que basar todavía la moral en Dios, es hacerla
voluntariamente egoísta.
Bajo esa concepción que coloca el ideal moral fuera de nuestro planeta, las guerras y
demás calamidades pasan por lo menos desapercibidas, cuando no se las sanciona. Dentro
del deísmo, nos desentendemos de las imperfecciones de esta vida, y guardamos, nuestras
aspiraciones al bien, para otra vida. Es increíble cuantas nobles naturalezas no se
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esterilizan con ese modo de ver. La mejor parte del tesoro de bondad con que podrían
embellecer la tierra, se pierde en miras ilusorias.
Pero la concepción de Dios tiene además el inconveniente de que no es demostrable, lo
que la inhabilita para servir de base sólida a la moral. Sin embargo, esta se hubo de apoyar
ahí antes que surgiera la concepción de la Humanidad que es, por el contrario,
demostrable. Nadie puede negar, en efecto, que todos los beneficios se los debamos
directamente a la Humanidad. Gracias a su sola providencia hemos llegado por grados,
del salvajismo a la civilización, del egoísmo al altruismo. Por otra parte, bajo la
concepción de la Humanidad el deber del hombre es perfeccionarse a sí mismo, para
servir a los demás. Entonces no se puede mirar con indiferencia los males de esta vida,
que nos cumple ponerles remedio. Y no cabe duda que algún día han de ser abolidas, en
nombre de la Humanidad, las guerras y otras miserias, que hoy se sancionan o se toleran
en nombre de Dios.
El dogma de la Humanidad abarca las siete ciencias fundamentales: matemática,
astronomía, física, química, biología, sociología y moral. En efecto, si queremos ser hijos
dignos de nuestra gran Madre, es preciso, de hoy en adelante, conocer esas siete ciencias.
Ciertamente, que bastaría con la moral. Pero para conocer a fondo la moral, hay que
conocer antes la sociología, y para conocer esta es preciso conocer la biología, y así en
seguida hasta llegar a la matemática, que es la ciencia inicial. De modo que la moral
resume todas las ciencias. Y como se baja de la moral hasta la matemática, se puede subir
de esta hasta aquella. Debemos estudiar pues la matemática para llegar a la astronomía y
esta para llegar a la física, y así sucesivamente hasta llegar a la moral, que es el término
de nuestros conocimientos y que los domina a todos.
Esta manera de considerar los estudios, que es el alma del positivismo, corta de raíz la
cuestión tan debatida de si la instrucción moraliza o no. Sin duda que una instrucción
deficiente no moralizará, y, será antes perjudicial, desarrollando la vanidad, como se
observa a menudo. Pero, dada en la forma prescrita por el positivismo, no podrá menos
de ser profundamente moralizadora. Entonces se sabe, que los conocimientos se
adquieren para practicar los deberes; y desde las más sencillas nociones matemáticas,
hasta las más difíciles cuestiones sociales, todo penetra en el espíritu como elementos
indispensables de la moral, que es nuestra verdadera ciencia. Y nadie se detendrá en
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cosas, y, seríamos, con todos nuestros adelantos materiales, de peor condición que los
animales. Con todo, a pesar de los malos hábitos y de los falsos conceptos que tienen tan
perturbado el corazón del hombre, abrigamos la íntima convicción de que la voz del
positivismo llegará a ser oída. En el fondo de todas las naturalezas, por desvirtuadas que
se hallen, reside el altruismo, que puede operar profundas regeneraciones. El triunfo de
ese altruismo, dentro y fuera de nosotros, es lo que constituye la verdadera felicidad
individual y social. Mas este hecho comprobado por la historia entera de la Humanidad,
parece que hubiera sido olvidado hoy, pues no se quiere aceptar la subordinación del
espíritu al corazón, que no es otra cosa que la supremacía de la moral. Sin embargo,
mientras no se convenga en ello con el positivismo, seguiremos en la anarquía que lo ha
invadido todo, decayendo más y más.
Desgraciadamente, como el punto de vista industrial predomina hoy de una manera casi
absoluta, se mira en menos todo lo que se relaciona con el orden moral.
Vengan las máquinas, que lo demás poco importa, es el sentimiento general. Vengan en
hora buena, decimos los positivistas, pero hay algo que vale más que las máquinas, y eso
es la moral. Sin ella, las máquinas nos llevan rápidamente al abismo, como pasa en los
Estados Unidos, donde la preocupación exclusiva de la industria, está sumiendo a ese
pueblo en la más profunda inmoralidad. Si a Washington y Franklin les fuera dado revivir,
se avergonzarían de la patria que ellos fundaron sobre la virtud.
Jamás se podrá agradecer bastante a Augusto Comte el servicio inmenso que nos ha
prestado estableciendo la supremacía del sentimiento. Parecía imposible que sin la
teología pudiera encontrarse un apoyo sólido a la moral, siendo infructuoso todo el
desarrollo de la ciencia. El materialismo no habría satisfecho nunca a las naturalezas
levantadas; que si lo han profesado a veces espíritus superiores, como aconteció en el
siglo dieciocho, ello ha sido solo por reacción contra doctrinas erróneas, mas no sin
perjuicio de la moralidad. Pero Comte, basado en la teoría positiva de la naturaleza
humana, hizo del altruismo el regulador de nuestra existencia, y fundó el dogma de la
Humanidad, que puede llenar las más sublimes aspiraciones de nuestra alma.
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morales positivas con la Familia, con la Patria y con la Humanidad. Pero como además
de los sentimientos altruistas, tenemos los sentimientos egoístas, incesantemente se traba
la lucha entre unos y otros. Los primeros tienden a hacer prevalecer la sociabilidad, los
segundos la personalidad. El deber consiste siempre en el triunfo de la sociabilidad sobre
la personalidad o del altruismo sobre el egoísmo, en nuestra conducta. Así es que, para
cumplir con, él hay que anteponer en toda ocasión la Humanidad a la Patria, esta a la
Familia y esta al individuo. En la noción positiva del deber no cabe, pues, ninguna mezcla
de egoísmo.
Trascribiremos aquí el siguiente trozo de Augusto Comte. “El positivismo no admite
jamás sino deberes de todos para con todos. Pues su punto de vista siempre social no
consiente ninguna noción de derecho constantemente fundada sobre la individualidad.
Nacemos cargados de obligaciones de toda especie, respecto de nuestros predecesores, de
nuestros sucesores y de nuestros contemporáneos. Ellas se desenvuelven y se acumulan
en seguida antes de que podamos prestar ningún servicio. ¿En qué fundamento humano
podría pues sentarse la idea del derecho que supondría razonablemente una eficacia
previa? Cualesquiera que puedan ser nuestros esfuerzos, la más larga vida bien empleada
no nos permitirá jamás volver más que una porción imperceptible de lo que hemos
recibido. Y solamente después de una restitución completa nos hallaríamos dignamente
autorizados para reclamar la reciprocidad de los nuevos servicios. Todo derecho humano
es pues tan absurdo como inmoral.”
En virtud de esa concepción social del positivismo, esta doctrina excluye así la
aristocracia basada en los derechos de los gobernantes, como la democracia basada en los
derechos de los gobernados, e instituye en cambio la sociocracia basada en los deberes de
todos. Según este régimen, todos los individuos son funcionarios obligados y
responsables, tanto los que ocupan los puestos más humildes como los más altos. Cada
hombre tiene pues en él su función respectiva. Los servicios que resultan de las diversas
funciones son naturalmente gratuitos, de modo que el salario no los gratifica, sino que
permite llenarlos. Todo individuo, para cumplir su función, necesita de ciertas
condiciones variables que le toca al salario satisfacer, y reglar. Por otra parte, la riqueza
material y la riqueza intelectual no pueden ser personales en la sociocracia. Ambas son
sociales en su origen y deben serlo en su destinación. Pero como la riqueza material y la
intelectual tienen que ser administradas para su distribución entre todos los individuos,
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ello hace indispensable los dos poderes cuya necesidad habíamos establecido ya al
principio de este capítulo.
El poder temporal que se ocupa en la administración de la riqueza material, se subdivide
en las cuatro secciones que constituyen toda la industria humana, a saber: la agricultura,
la manufactura, el comercio y la banca. Cada una de esas secciones es presidida por el
patriciado, nombre que da el positivismo a los empresarios. El patriciado es auxiliado en
su tarea por el proletariado: aquel dirige, este ejecuta. Las cuatro industrias están
enlazadas entre sí y descansan la una en la otra, siendo la base de todas, la menos
complicada, la agricultura; y el coronamiento, la más complicada, la banca. Los patricios
que dirigen esta última se hallan en el punto de vista más general, a causa de la naturaleza
de las operaciones del crédito. De entre ellos deben salir por lo tanto las personas que han
de formar el gobierno propiamente dicho, que no es más que una fracción del verdadero
poder temporal, socialmente considerado. Pues la función real del gobierno consiste solo
en la vigilancia de la industria humana, para que no se rompa la armonía entre sus diversas
partes.
El positivismo establece el único modo normal para la continuidad del poder,
imponiendo a cada funcionario el deber de designar a su sucesor. Con ello queda
definitivamente eliminado el modo teocrático que subordinando la sociedad a la familia
hacía que los hijos desempeñaran las funciones de los padres, y el modo revolucionario
basado en la elección, que trastornando el orden social a los inferiores jueces de los
superiores. La designación de sucesor hecha por cada funcionario, es apreciada por el
verdadero órgano de la opinión pública, el sacerdocio. A él le incumbe también la
administración de la riqueza intelectual. Esa administración consiste en la enseñanza
uniforme dada a todos los individuos, seguida del consejo y completada con el juicio de
la conducta. El sacerdocio es auxiliado en su tarea por la mujer, que, según el positivismo.
debe ser completamente ajena a la vida pública, concretándose a la vida doméstica. En el
seno del hogar, la mujer tiene en sus manos la educación de la infancia que solo ella sabe
hacer; y además de eso el perfeccionamiento continuo del esposo, del hermano, del hijo,
y del padre mismo con sus suaves insinuaciones y sus dulces consejos. De ese modo ella
prepara y ayuda empíricamente la obra sistemática del sacerdocio.
La comunión de los fieles que profesan la Religión de la Humanidad constituye la Iglesia
positiva. Esta Iglesia que abarcará toda la tierra será representada por el sacerdocio
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universal, regido por un jefe supremo. Ese sacerdocio tendrá, además de las funciones
que hemos indicado ya, la administración de los nueve sacramentos sociales y la
celebración del culto público. Y a él le corresponderá, en fin, la misión altísima de
mantener la armonía entre las diversas naciones en nombre de la Humanidad. Si llegara
a tener lugar un conflicto, el jefe supremo de la Iglesia dictará el fallo que será acatado
donde quiera que exista el positivismo.
En el régimen normal todo individuo pertenece a la Familia, a la Patria y a la Iglesia. A
la primera por el sentimiento, a la segunda por la actividad, a la tercera por la inteligencia.
El elemento preponderante de los tres es la Patria, pues el positivista es ante todo
ciudadano. Pero la Familia y la Iglesia en vez de estar en pugna con la Patria, no hacen
sino vigorizarla. Una y otra educan al individuo a fin de que sea un digno ciudadano. Pero
la Patria positiva debe ser formada solo por cada ciudad con sus campos respectivos. Pues
esa es la única manera de que el sentimiento de la cooperación social se haga sentir a
todos los ciudadanos en el régimen pacífico. De ahí que una vez que se halle difundido el
positivismo por todo el planeta, se ha de verificar la reconstitución política de la
Humanidad sobre la base de pequeñas nacionalidades, ligadas todas por la Iglesia
universal.
La mujer personifica la Familia como el sacerdocio la Iglesia. Según el positivismo el
hombre debe alimentar a la mujer; y la clase activa debe alimentar a la clase
contemplativa. Ello es indispensable para que la mujer y el sacerdocio puedan llevar a
cabo su enseñanza respectiva, doméstica, la primera, pública, el segundo. La Patria es
personificada por el patriciado que, ayudado del proletariado, realiza la labor práctica que
los sustenta a todos. El patriciado y el proletariado forman, en cierto modo, el cuerpo
social, cuya alma son la mujer y el sacerdocio. Las relaciones entre el patriciado y el
proletariado se reglan por el positivismo, conforme a esta admirable fórmula: abnegación
del fuerte por el débil, veneración del débil para con el fuerte. Así es que el patriciado
estará lleno de bondad para con el proletariado, distribuyendo el salario de manera que
cada obrero pueda vivir con su familia; y el proletariado se sentirá penetrado a su vez de
respeto para con el patriciado, que, lejos de trabajar en provecho personal, se consagra
noblemente al bienestar común.
El menosprecio con que mira hoy el industrialismo a los obreros y el odio que tiene su
adversario el comunismo a los empresarios, desaparecerán mediante el positivismo que
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Las ideas corrientes sobre educación son muy erróneas. Podemos decir aun que se carece
de ellas en general, pues si se declama mucho respecto de la necesidad de la educación,
casi nadie tiene nociones claras sobre el particular. Se observan, sin embargo, dos
opiniones más o menos acentuadas, la de los católicos y la de los libres pensadores.
Persisten los primeros en enseñar un dogma teológico que ya cumplió su tarea en el
mundo y que hoy día es profundamente desmoralizador; quieren los segundos desarrollar
la inteligencia por medio de una ciencia incompleta, menospreciando la cultura del
corazón y excitando el egoísmo del individuo, especialmente su orgullo y su vanidad.
Católicos y libres pensadores se denigran recíprocamente, tratándose de incapaces de dar
una enseñanza sana, noble y enérgica. Pero la verdad es que ni unos ni otros saben formar
como es debido el corazón, el espíritu y el carácter del hombre.
A pesar de la diferencia que hay entre los católicos y los libres pensadores, tienen no
obstante un punto de contacto en que ambos niegan la existencia natural de los
sentimientos benévolos, sosteniendo que el hombre procede siempre movido del interés.
No queremos detenernos a calificar lo indigno de semejante aseveración, que podría
revelarnos la miserable condición moral de los que la mantienen. La teoría positiva de la
naturaleza humana debida a Augusto Comte, establece de una manera inconcusa que
somos orgánicamente egoístas y orgánicamente altruistas. Todas las grandes y nobles
cosas provienen siempre del altruismo inherente al hombre. Y el que no lo sienta hervir
en su alma, por más que se desviva trabajando, no hará sino obras estériles o perniciosas.
De ahí que si queremos hablar a nuestros semejantes por medio de la arquitectura, de la
escultura, de la pintura, de la música, de la poesía, debamos cultivar primero los nobles
afectos en nosotros mismos, para presentar en seguida al público creaciones animadas del
más puro y santo altruismo. El incomparable Homero, en la infancia de la civilización
humana, nos había dado ya el ejemplo y el consejo. Y el mismo Aristófanes a pesar de su
cinismo que refleja las costumbres de su época, nos dice que la misión de la poesía es
formar noblemente el corazón del hombre. He aquí sus palabras: “El poeta debe ocultar
lo que es infame y no sacarlo a luz ni representarlo en las tablas. El maestro instruye a la
infancia, el poeta a la edad madura. No debemos mostrar sino el bien.”
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Desgraciadamente, en medio de la profunda anarquía actual, son muy pocos los que
obedecen a los dictados del altruismo. Acontece aún, que muchas almas sofocan en
germen sus nobles aspiraciones, y se avergüenzan de ellas, considerándolas como una
debilidad. Creen que para ser enérgico es preciso ser egoísta; y pudiendo obrar el bien,
hacen el mal. Halagando las bajas pasiones de los demás, llegan a participar de ellas. ¡Qué
de talentos no se pierden de ese modo! ¡Cuán triste debe ser para esas almas, llegadas al
término de su carrera mortal, la contemplación de la vida que han hecho! ¡Cuántas
lágrimas tardías e inútiles derramarán entonces, por no haber sabido cumplir su misión
humana! Separarse de los vivos sin dejarles el inolvidable recuerdo de las nobles acciones
y de los santos consejos; no haber hecho nada por mejorar la suerte de nuestro linaje; y,
en cambio, haber sembrado el vicio. ¡Qué terrible momento para los que no han perdido
del todo la conciencia!
No se nos oculta que en el desconcierto de las opiniones, es muy difícil al presente
encontrar el camino del deber. Muchos, buscándolo sinceramente, toman rumbos errados.
Debemos, por lo tanto, ser muy indulgentes con esas almas descarriadas. Los falsos
maestros contribuyen, sobre todo, a aumentar el desorden actual. Nadie tal vez ejerce una
acción más perniciosa, a ese respecto, que Herbert Spencer, a causa de la gran popularidad
que le han granjeado su inmensa erudición y la claridad de su estilo. Él es aclamado en
todas partes como el gran maestro. Se marcha así al más refinado egoísmo, siguiendo las
huellas de un filósofo desprovisto de ese ardiente entusiasmo que dicta los grandes
pensamientos. Toda la doctrina de Herbert Spencer descansa en el concepto teológico de
San Pablo, de que lo visible es la manifestación de lo invisible, que el falso maestro del
siglo diecinueve ha traducido diciendo, que lo conocible es la manifestación de lo
inconocible. Herbert Spencer ha ido a copiar precisamente del gran apóstol, fundador del
catolicismo, un pensamiento que ya no tiene razón de ser en nuestra época, y que él sería
el primero en desechar si pudiera renacer. Mientras tanto el amor infinito de San Pablo
por la Humanidad, y sus inmortales trabajos en favor del perfeccionamiento moral del
mundo, no han sido comprendidos por Herbert Spencer, que es incapaz de continuar la
tarea del gran apóstol de una manera adecuada a nuestros tiempos.
A Herbert Spencer le falta el fuego sagrado que encierra el secreto de las grandes cosas.
Encontróse una vez en Roma con uno de nuestros correligionarios, delante de las
maravillas de Rafael y de Miguel Ángel. ¿Qué experimentó Spencer ante las obras del
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genio consagradas por la admiración de los siglos? Se puso a hacer críticas anatómicas.
Nuestro correligionario pasaba de la sorpresa a la indignación, oyendo blasfemar a esa
alma sin veneración.
Hace poco estuvo Spencer en los Estados Unidos. Allí profetizó a ese pueblo que de su
seno saldría una raza de titanes. No es de extrañar esta absurda predicción de parte de un
espíritu que considera a nuestra especie bajo el punto de vista animal de la lucha por la
existencia. El triunfo del altruismo sobre el egoísmo, que constituye la gran ley de la
Humanidad, es desconocida por el filósofo inglés. En conformidad con ese criterio
positivista, nos atrevemos a profetizar a la inversa de Spencer, que dado el desarrollo
creciente del egoísmo en los Estados Unidos, si no se efectúa en ese pueblo una profunda
regeneración moral, podría llegar a formarse ahí una verdadera raza de bandidos. Pero
abrigamos la confianza de que los elementos de virtud, que conserva todavía ese país,
sirvan de base para la gran trasformación que ha de realizar la Religión de la Humanidad.
Es triste ver ahora la multitud de espíritus que, por falta de nobles inspiraciones,
equivocan el camino de la gloria. Quieren ser admirados a toda costa, y se empeñan en
idealizar el vicio. Logran adquirir así reputaciones efímeras, sostenidas solo por las malas
pasiones que fomentan. Pero jamás serán honrados por las almas virtuosas, que se
indignan siempre de culpable empleo del talento. La única gloria que debemos
ambicionar, es la de ser útiles a nuestros semejantes, contribuyendo en la medida de
nuestras fuerzas a hacerlos más morales, mas ¡inteligentes y mas enérgicos. Esa es la
gloria santa que nunca muere.
Tan desconocida es hoy la moral, que muchos escritores pretenden justificar sus
corrompidas producciones diciendo, que ante todo hay que ser verdadero, y que siendo el
vicio mayor que la virtud, debe aquel prevalecer en los libros. Se olvidan así de la noble
misión que les incumbe, de perfeccionar la naturaleza humana con la pintura ideal de
nuestra existencia. Si son incapaces de hacerlo por falta de altruismo, mejor sería que no
escribieran. Nadie debería complacerse en trazar cuadros infames, como pasa ahora tan a
menudo. Más todavía; a nuestro modo de ver, no conviene sacar a luz bajo ningún
pretexto, ni las ridiculeces ni las obscenidades, porque ellas empuercan el alma del que
las escribe y del que las lee. Para llenar dignamente la tarea de escritor, no hay más que
un camino; la virtud, la virtud y siempre la virtud. El que lo encuentre monótono y triste,
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debe transformar su alma, para no caer en el vicio y precipitar en él a los demás. La alegría
sana es siempre honesta. Ella fortifica el cuerpo y el alma.
El remedio de la deplorable situación presente de los espíritus se halla en la educación
positiva, Esta educación forma el sentimiento, la inteligencia y el carácter del hombre.
Forma el sentimiento, cultivando sin cesar el amor a la Familia, a la Patria y a la
Humanidad; forma la inteligencia, enseñando las siete ciencias fundamentales de
matemática, astronomía, física, química, biología, sociología y moral; y forma el carácter,
desarrollando el valor, la prudencia y la firmeza.
Si los griegos brillaron, en especial, por la inteligencia, los romanos por el carácter, y
los católicos por el sentimiento, los positivistas se distinguirán por las tres cosas a la vez.
Sin embargo, uno de esos elementos tiene que prevalecer, aunque sin ponerse en pugna
con los otros, y es el sentimiento, porque en él se apoya la verdadera educación. De
nuestras disposiciones morales depende toda nuestra conducta. La inteligencia y el
carácter no hacen sino completar el corazón. Así es que se observa a menudo en las épocas
de anarquía como la presente, que una gran inteligencia y un gran carácter están al
servicio de un mal corazón.
A causa de eso, la educación positiva se resume en la moral que lo regla todo. Creado
en nuestro ánimo el sentimiento del deber, el trabajo, tanto intelectual como material, se
hace llevadero. Desaparece, además, el peligro de las desviaciones de la inteligencia y de
la actividad, que hoy son tan generales. A la vista tenemos el gran desperdicio de fuerza
mental que representa la literatura malsana de nuestros tiempos, y el de fuerza industrial
que importa la cultura del tabaco, el opio y otras sustancias nocivas. Bajo la disciplina de
una vigorosa educación moral, como la que viene a establecer el positivismo, no pasarán
esas cosas. La literatura se verá entonces inspirada por el más puro y santo ideal, y la
industria solo se ocupará en mejorar la condición de los mortales. Nada de lo que el
hombre hace puede estar fuera de la moral.
No faltan espíritus que llaman eso una tiranía insoportable. Tan ofuscados están, que no
se fijan en que patrocinan el vicio, defendiendo la independencia fuera de la moral. Como
lo decía nuestro augusto maestro, nadie tiene otro derecho que el de cumplir con su deber.
El que lo viola, en sus palabras o en sus acciones, merece la censura. Comprendemos que
si obligáramos por la fuerza al cumplimiento del deber, se nos tachara de tiranos; mas no
se trata de eso sino de enseñarlo, de aconsejarlo primero, para juzgar, en seguida, ante la
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La educación, positiva además de intelectual, práctica y, sobre todo moral, será, por otra
parte, eminentemente estética. El arte resume en cierto modo la vida humana
idealizándola. Lo bello encierra lo verdadero y lo bueno. Mediante el dibujo y el canto
aprendidos por todos desde la infancia, se ha de formar el gusto acendrado, que llevará a
la producción de las nobles obras estéticas, y que hará gozar de ellas. La arquitectura, la
escultura y la pintura parten del dibujo, como la música del canto. Y esas cuatro artes que
se inspiran en el más completo de todos, la poesía, vienen después a dar nuevo esplendor
a la madre común. En los majestuosos templos de la Humanidad, embellecidos por la
escultura y la pintura e inundados por la música, se ha de oír la voz de una poesía, que
levantará las almas a las puras regiones del mas santo ideal. Todo concurrirá entonces
para hacer bella, virtuosa y feliz la existencia humana.
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Uno de los defectos más comunes hoy, es la falta de dignidad personal. En vez de eso,
hay un orgullo desmedido que se goza en el más inmundo cinismo. Son muy escasas las
naturalezas que tienen sentimientos honestos y pensamientos serios. De ahí que las
conversaciones sean, en general, de una futileza y de una inmoralidad asombrosas. Pero
la cosa no se detiene en ese punto, sino que cuando se escribe salen a luz las mismas
miserias. Y ¿cómo podía ser de otra manera? Cada cual da lo que tiene. Por el hombre se
conocen sus escritos y por sus escritos el hombre.
La mujer y el proletario conservan, sin embargo, la dignidad personal. Esta consiste en
esa profunda sinceridad del alma que lleva a buscar la virtud y a practicarla. Así es que
los que poseen la dignidad personal simpatizan siempre con las nobles aspiraciones y
jamás se ríen de lo que pueda conducir al mejoramiento moral.
Los individuos que carecen de dignidad personal todo lo manchan con sus palabras o
con sus escritos. Nada hay para ellos que merezca respeto. Solo saben menospreciar. Esas
almas corrompidas, que desconocen los generosos afectos, no hacen otra cosa que
fomentar el vicio.
El tiempo ha de dar cuenta de esos individuos depravados, sumiéndolos en el olvido.
Morirán despreciados. Vivieron para hacer el mal como seres abyectos que deshonran a
la especie humana. Nunca se preguntaron lo que debían hacer, sino que obraron siempre
bajo el impulso de sus más groseros instintos. Casi los creeríamos más desgraciados que
infames, si no hicieran tanto perjuicio.
Además de esos enemigos naturales de la Religión de la Humanidad, esta encuentra
también algunos adversarios en ciertos espíritus honrados, cuya antipatía por el
catolicismo no les permite apreciar la nueva doctrina, a causa de las afinidades que tiene
con la antigua. En su preocupación contra el catolicismo, que es hoy socialmente
considerado tan retrógrado, como perturbador, se olvidan de los grandes servicios que ha
prestado en la Edad Media, contribuyendo a la cultura moral. El programa que intentó
realizar entonces, de unificar a todos los hombres por medio de una misma educación,
revela el valor histórico de esa doctrina, tan desconocida fuera del positivismo. Por otra
parte, la multitud de servidores ilustres que ha tenido, los San Pablo, los San Agustín, los
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San Bernardo, debiera hacer sentir su verdadera importancia. Solo las grandes cosas
arrastran a los grandes hombres.
El dogma teológico, que sirve de base al catolicismo, ha sido la causa de que su misión
fuese pasajera. Esa base hubo de ser minada por el desarrollo de la ciencia y el edificio
se vino al suelo. Pero el trabajo de demolición contra el catolicismo ha hecho perder de
vista a muchos espíritus el fin de la labor humana, que es la construcción. Si destruimos
ha de ser para reedificar. No se vive en medio de ruinas. En pleno siglo dieciocho, cuando
la demolición llegó a su colmo, hubo un genio que presintió el porvenir. Es preciso
reorganizar sin Dios ni Rey, dijo la figura más ilustre de ese siglo, el inmortal Diderot,
cuyo valor intrínseco es tan grande como el de Aristóteles, aunque el momento social en
que vivió no le haya permitido hacer la síntesis del saber humano. El pensamiento de
Diderot ha sido completado por Augusto Comte en esta forma: Es preciso reorganizar
sin Dios ni Rey, por el culto sistemático de la Humanidad. Así la parte positiva se
sobrepone a la negativa.
Para comprender la gran doctrina de Augusto Comte, es menester que reconstituyamos
nuestra naturaleza moral tan profundamente viciada por el libre pensamiento. La salida
del catolicismo nos ha habituado a negarlo todo y a no afirmar nada, situación tan funesta
para el corazón como para el espíritu. Ni las nobles emociones, ni las grandes ideas tienen
entonces cabida en el alma. Todo es mezquino y estrecho. Si se despliega actividad, si
hay arranques de entusiasmo, ello es solo bajo el influjo de sentimientos odiosos. Nadie
está contento si no ha contribuido a destruir algo. El deseo de edificar, que parte del
altruismo, es desconocido. La literatura contemporánea manifiesta hasta qué punto ha
desaparecido la aspiración a lo verdadero, a lo bueno y a lo bello, que produce las grandes
obras.
Hay cierto número de espíritus que se imaginan servidores del progreso humano, cuando
en realidad no hacen sino perturbarlo. Piensan que todo estriba en desechar el catolicismo.
Es verdad que esa doctrina es ya impotente para dirigir al mundo, y que se necesita poseer
una inteligencia muy estrecha, para apoyarla todavía sistemáticamente. Pero es menester
reemplazarla. Esta es la tarea que viene a llenar el positivismo. Los libres pensadores ni
siquiera cumplen con el deber de estudiar la gran doctrina de Augusto Comte. No vacilan
en juzgarla sin conocerla. Así es que su insuficiencia moral se junta a la incapacidad
mental de los católicos, para impedir la verdadera regeneración humana.
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No sé cuáles sean más culpables si los católicos o los libres pensadores, contribuyendo
unos y otros a agravar la anarquía actual. Si el nihilismo se extiende por el mundo, ellos
son los únicos responsables, La enfermedad social toma proporciones alarmantes por su
indiferencia egoísta, que no les permite apreciar la verdadera causa del mal, para
encontrar su remedio. Encerrados los católicos en su dogma absurdo, y los libres
pensadores en su inmoral individualismo, presencian la cosa sin comprender nada. En
vano les dice el positivismo que esos síntomas terribles indican una gran dolencia en el
cuerpo social. Según la doctrina de Augusto Comte, es indispensable que la condición del
proletariado sea mejorada por medio de una reorganización completa de las opiniones,
que imponga deberes a ricos y pobres. Todos somos miembros de la Humanidad y hemos
de ser sus servidores.
Para conseguir eso, es menester que salgan los espíritus del fatal enervamiento moral en
que yacen ahora. El escepticismo se ha apoderado de las mejores naturalezas, que no se
atreven a tener convicciones profundas. Así es que no vienen al positivismo porque temen
ser tachados de fanáticos, Si se llama fanáticos a los que perseveran en nobles propósitos,
los positivistas estamos en el deber de serlo. Nada ha de detenernos en el camino que nos
marca la sublime doctrina. Seriamos miembros indignos de la Humanidad si
procediéramos de otro modo. Debemos ser inflexibles en nuestra labor, para concluir con
el fanatismo del vicio, de la indiferencia y del absurdo que deshonran a nuestra especie.
Tan cierto es que importa mucho ahora fortalecer el sentido moral del hombre, que hasta
los que llegan a comprender la grandeza del positivismo no se creen obligados a
convertirse. El conocido pensador alemán Luis Büchner, dando cuenta en uno de sus
libros del positivismo, lo califica de doctrina sublime. El concepto de Augusto Comte de
que la verdadera ciencia es la que conduce al amor, le merece especialmente una profunda
admiración. Pero halla la religión de la Humanidad demasiado perfecta para que pueda
ser practicada por los hombres. De manera que Büchner pasa por la gran doctrina
comprendiendo su sublimidad, aunque sin detenerse a profesarla, ni a propagarla. Ha visto
el ideal y no ha tenido fuerzas para lanzarse a él. Sus talentos van a perderse por falta de
aliento moral. Büchner no ha sabido sentir que el positivismo es demasiado perfecto,
porque viene precisamente a perfeccionar la Humanidad. Trabajar por esta doctrina,
empeñarse en que sea opinión universal inculcándolo en todos los espíritus, es el deber
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sagrado de los que se interesan por la suerte de nuestro linaje. Deploramos que Büchner
no se haya convertido. El habría podido sacar a su patria del egoísmo en que está sumida.
Goethe, el discípulo de Diderot, les reprochaba en su tiempo a los sabios alemanes la
oscuridad de sus pensamientos; sí viviera hoy, les reprocharía la estrechez de sus ideas.
Con raras excepciones, son incapaces de elevarse a las altas meditaciones sociales y
morales.
Toda la muchedumbre de los pretendidos sabios alemanes no hacen más que acumular
materiales sobre materiales, sin que sepan construir nada porque no hay entre ellos un
solo arquitecto. Si un espíritu de la talla de Goethe surgiera en Alemania, desdeñando a
todos esos falsos guías, tomaría por maestro a Augusto Comte. Bajo la dirección de este
gran genio realizaría algo más moral y armonioso que lo que hizo ese poeta ilustre. Los
defectos de la obra de Goethe vienen de que no tuvo una doctrina que coordinara y reglara
sus sentimientos y sus pensamientos. El mismo sentía ese vacío, según consta de su
correspondencia con Schiller, en que se desespera de no encontrar una síntesis que
satisfaga su espíritu. Por otra parte, hombre del siglo dieciocho, en que se derrumbó el
cristianismo, participa del espíritu antimoral de la época. Así cuando el purísimo
Klopstock le aconsejó, después de la aparición del Werther, que diera una destinación
más elevada a su talento, se indispuso con él, y siguió su camino sin preocuparse de la
misión moral del arte. Eso le ha hecho producir obras como el Fausto, que es una
verdadera idealización del vicio. Sin embargo, los nobles sentimientos, que no podía
menos de abrigar un espíritu de esa altura, se manifestaron en trabajos como el precioso
poema idílico Herman y Dorotea que era el encanto del noble Schiller, y su Wilhelm
Meister, sobre todo, en su segunda parte. Goethe trata de hacer ahí el cuadro ideal de una
educación humana basada en la moral y en el arte. Había experimentado esa
trasformación completa, mediante el desenvolvimiento de su propia naturaleza en el curso
de su larga vida; pues la segunda parte del Wilhelm Meister es fruto de su ancianidad.
Ciertos pasajes de esta meditada producción indican claramente que Goethe deploraba
haber escrito varias de sus obras.
Los grandes poetas llegan por sí mismos, a pesar de las circunstancias desfavorables en
que viven, a la concepción del bien. Entonces se empeñan en idealizarlo. Shakespeare, el
discípulo del escéptico Montaigne, bajo cuya influencia hizo su Hamlet, ese cuadro tan
terrible como profundo del crimen y la locura, escribió después obedeciendo a sus propias
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inspiraciones, la Tempestad, en que se halla la pintura del más tierno y puro de los amores
y donde resplandece la más sublime generosidad. Ese drama nos revela la nobleza de
alma del poeta inglés, ¡Qué no sería capaz de hacer hoy ese genio inmenso, guiado por la
Religión de la Humanidad, si pudiera revivir!
No falta quienes nieguen la aptitud estética del positivismo, como otros niegan su
aptitud moral y otros su aptitud política. Eso pasa porque no se le conoce suficientemente.
La gran doctrina de Augusto Comte regla nuestros sentimientos, nuestros pensamientos
y nuestros actos, haciéndonos cada vez más morales, más inteligentes y más enérgicos.
Su lema sagrado es el amor por principio y el orden por base: el progreso por fin. Este
lema se puede descomponer en dos partes, que constituyen el precepto moral y el precepto
político del positivismo: “vivir para los demás”, “orden y progreso”.
El primero simboliza la moral completamente altruista, de la gran doctrina. La antigua
fórmula, ama a tu prójimo como a ti mismo, tiene el defecto de que antes está uno que los
demás. Eso le da cierto carácter egoísta que no debe tener un precepto moral.
Consistiendo la virtud en un esfuerzo hecho sobre sí mismo en favor de los demás, según
la feliz definición de Duclos, no se la puede inspirar al hombre sino prescribiéndole el
deber de vivir para la Familia, para la Patria y para la Humanidad. En cuanto a la
conservación personal, se la ha de mirar como un medio para cumplir con nuestras
funciones sociales. El que se aniquila físicamente, se hace inútil para servir a los demás
y se vuelve gravoso. De ahí que los preceptos higiénicos sean dictados por el positivismo
en nombre del amor al prójimo, recibiendo de ese modo una consagración moral. Nadie
debe, pues, amarse a sí mismo, lo que es una monstruosidad, aunque es preciso
conservarse para poder amar y servir a los demás.
En cuanto al precepto político orden y progreso, él deriva del profundo axioma
sociológico de Augusto Comte, de que el progreso no es más que el desenvolvimiento del
orden. Los anarquistas de todos colores, son incapaces de comprender esa gran
concepción de nuestro maestro, que le ha hecho deducir el porvenir de la Humanidad de
su pasado, marcándonos el camino que debemos seguir ahora todos los hombres
honrados.
Bajo el punto de vista estético ninguna doctrina ha ofrecido jamás un terreno tan extenso
y noble al espíritu humano. Como el verdadero arte consiste en la expresión de los
sentimientos puros y generosos, es dentro del positivismo donde mejor puede ser
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cultivado. La gran doctrina, preconizando el triunfo del altruismo sobre el egoísmo, nos
conduce al más alto ideal. Ella ha de sacar el arte de la falsa vía en que está empeñado al
presente, viviendo de crímenes, de vicios y de nimiedades, y lo ha de llevar al
cumplimiento de su santa misión, la de perfeccionar la naturaleza humana con la pintura
del bien. El positivismo consagra de ese modo el arte haciéndolo servir al
engrandecimiento moral del mundo. El arte debe conducir a la virtud y la virtud al arte, y
ambos harán la felicidad del hombre.
Algunos creen que el positivismo no será nunca aceptado por la mujer. Esas personas
no conocen la gran doctrina o no conocen la mujer. No conocen la gran doctrina; pues
ella hace de la mujer la providencia moral del hombre, consagrando la función de noble
inspiradora y santa consejera que ha llenado siempre en el mundo, desde el seno del hogar.
En todo lo que el hombre ha podido realizar de grande, se ve el influjo de la madre, de la
esposa, de la hermana y de la hija. De ahí que el positivismo afiance esa modesta pero
sublime misión que la mujer solo puede desempeñar en la familia, en la vida privada,
ajena a los trabajos teóricos o prácticos reservados al hombre. Traerla a la vida pública es
desnaturalizarla, haciéndola rival del hombre, cuando debe vivir siempre amada,
respetada y servida por él. Si la mujer sale de la vida doméstica, se destruye la familia. Y
es ahí donde se forma el niño y se perfecciona el hombre. La mujer para el hogar, el
hombre para la patria y ambos para la Humanidad.
No conocen la mujer; pues se imaginan que ella permanece católica a causa de su apego
a lo sobrenatural. Si la mujer no ha salido del catolicismo es porque la ciencia no
comprendía la moral. Ella vive ante todo de sentimiento, de nobles afectos, como que es
la personificación del bien. La abnegación constituye el fondo de su existencia. La alteza
de su corazón se revela en su misma adhesión al catolicismo, que la calumnia tan
infamemente, suponiéndola la causa de la degeneración del hombre, cuando es ella quien
lo ha sacado de la barbarie. Pero la mujer le perdona eso y muchas otras cosas al
catolicismo, en gracia de los servicios morales que ha hecho, y porque no divisa doctrina
que lo reemplace. Con padres y esposos libres pensadores, que no saben más que burlarse
del catolicismo, la mujer no abandonará nunca esa religión. Con padres y esposos
positivistas, la mujer también lo será, porque la Religión de la Humanidad, reuniendo la
ciencia y la moral han santificado aquella y hecho positiva ésta, satisfaciendo de ese modo
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Son muy pocas la personas que habiendo llegado a cierta edad se resuelven a cambiar
de ideas. La mayor parte persisten aferradas a sus viejas preocupaciones y temerían ser
tachadas de inconsecuentes si las abandonaran, aunque fuera para optar por la verdad. Se
olvidan así, por una pueril vanidad, del cumplimiento de su deber de hombres. Siendo
responsables de nuestras opiniones ante la Humanidad, ellas tienen que ser siempre las
que creamos más convenientes al bienestar social. Debemos, pues, considerar como
individuos moralmente muy inferiores a los que comprendiendo la sublimidad del
positivismo permanecen, sin embargo, católicos o libres pensadores porque ya lo eran.
Esos individuos nunca serán verdaderos servidores de la Humanidad. Pero las personas
que honran con sus virtudes a nuestra especie, cualquiera que sea la edad que tengan,
aceptarán la gran doctrina de Augusto Comte, que viene a establecer la paz, la unión y la
felicidad en el mundo. Ellas no saben permanecer indiferentes, ante las grandes
cuestiones.
Después de la aparición del positivismo, los católicos no tienen ya pretexto para
continuar en su dogma teológico. Antes se explicaba hasta cierto punto su adhesión a ese
dogma, en interés de la moral que se basaba en él. Pero una vez que el positivismo ha
instituido la más pura y sólida moral, los católicos son verdaderamente responsables de
su obcecación, que indica estrechez de inteligencia y pobreza de sentimiento. Si San Pablo
pudiera revivir hoy, sería el primero en renegar de todas esas almas pequeñas que nunca
han comprendido el objeto de la religión. Él les diría ahora a los católicos lo que les decía
en su época a los hebreos, que acepten la nueva doctrina porque la vieja ley es ya
impotente e inútil. Y por cierto que todos los católicos que tuvieran un corazón bien
puesto lo escucharían, siendo desoído solo de las naturalezas hermanas de las que lo
apedrearon.
La doctrina católica, si bien se mira, está basada en el egoísmo. Según ella, se debe hacer
el bien por interés. Todas las grandes naturalezas que han pertenecido al catolicismo,
rectificaban con los nobles impulsos de su corazón los vicios de la doctrina. Pero los
espíritus vulgares, siguiendo lógicamente la doctrina, iban a parar en el más monstruoso
egoísmo. Ningún alma generosa podrá continuar siendo católica cuando existe ya una
doctrina basada en el altruismo. Hoy día es repugnante prescribir el deber por interés. Eso
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Augusto Comte con tanta justicia: “En nombre del pasado y del porvenir los servidores
teóricos y los servidores prácticos de la Humanidad vienen a tomar dignamente la
dirección general de los negocios terrestres, a fin de construir directamente la verdadera
providencia moral, intelectual y material, excluyendo irrevocablemente de la supremacía
política a los diversos esclavos de Dios, católicos, protestantes o deístas como siendo a la
vez atrasados y perturbadores.”
Pero no se vaya a creer que baste con haberse emancipado de Dios, para ser un hijo
digno de la Humanidad. Es menester, con tal objeto, rendir homenaje por una vida
ejemplar llena de virtudes a esa misma Humanidad, que es nuestra verdadera providencia.
Los groseros materialistas, que han sacudido la tutela de Dios para lanzarse sin freno
alguno en .toda clase de vicios, deshonran a nuestra especie. Esos enfermos de
inmoralidad crónica se ocupan solo en corromper, en degradar, en envilecer cuanto tiene
relación con ellos. Donde y como quieran que ejerzan su acción, en privado o en público,
de palabra o por escrito, no hacen sino sembrar el mal. Con su infame conducta son los
peores enemigos de la Humanidad.
Según el positivismo, la moral es hija de los sentimientos altruistas inherentes al
hombre. La teoría católica de la naturaleza humana desconoce el hecho de la existencia
natural de los sentimientos generosos, comprobado ya no solo en el estudio de nuestra
especie sino en el de las especies animales, que los poseen también aunque en un grado
menor. El gran San Pablo había tratado de suplir tal vacío con su concepción de la gracia.
Si el hombre abandonado a sí mismo, decía ese apóstol, solo puede hacer el mal, merced
a la gracia divina llega a obrar el bien. De manera que todos los nobles impulsos del
hombre eran atribuidos a la influencia directa de Dios. Esa hipótesis de San Pablo, si bien
contraria a la realidad de las cosas, ha servido, sin embargo, para la dirección moral del
mundo. Buscando la gracia se llegaba a la virtud por medio de las fuerzas afectivas
propias de la naturaleza humana, aunque se las supusiera extrañas. Así la gracia de que
San Pablo se creía favorecido no era sino su mismo gran corazón.
La existencia natural de los sentimientos benévolos explica todo el orden moral. Ellos
obraban espontáneamente en el curso del desenvolvimiento de nuestra especie. Las
diversas concepciones religiosas que nos han guiado por el camino del bien derivan de
esos mismos sentimientos. Es el altruismo propio del hombre lo que le ha hecho
interesarse por el destino de toda su especie. Mediante ese altruismo ha salido
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nunca alcanzará las nobles disposiciones de corazón que llevan a hacer el bien, y el que
ignora las verdaderas relaciones de las cosas, con la mejor intención, puede ser perjudicial
a sus semejantes. Es preciso, pues, desarrollar armónicamente los tres aspectos de nuestra
naturaleza, aunque teniendo siempre en vista el perfeccionamiento moral.
El positivismo prescribe el estudio de la ciencia y la observancia de la higiene no por
interés personal, sino para poder cumplir con nuestros deberes sociales. El saber y la salud
son indispensables para servir a los demás. Desatender una u otra de esas cosas por desidia
o por capricho, es ser egoísta y perder la dignidad de miembro de la Humanidad. Solo en
servicio de nuestros semejantes puede darse a veces la salud y la vida. Eso constituye a
los héroes del deber. Pero suicidarse de golpe o por grandes o pequeños vicios, eso no lo
hacen sino los desertores del deber. Tenemos que vivir el mayor tiempo posible para
servir a los demás.
A fin de cumplir con el deber, es preciso ante todo cultivar directamente nuestro
altruismo. Este se compone de tres sentimientos: la simpatía, la veneración y la bondad,
que son la fuente de nuestra moralidad. Cuanto más desarrollo tengan en nuestra alma
esos nobles sentimientos, tanto más fácil nos será subordinar a ellos los siete instintos que
constituyen el egoísmo, a saber: el nutritivo, el sexual, el maternal, el destructor, el
constructor, el del orgullo y el de la vanidad. La solución del problema del
perfeccionamiento moral del individuo estriba en esa subordinación. No hay, pues, que
destruir los instintos egoístas, sino comprimirlos solamente hasta cierto punto y
relacionarlos, sobre todo, con los altruistas. Así el instinto nutritivo, que es el más
poderoso y el más grosero, será ennoblecido siempre que se le satisfaga en cuanto importe
al desarrollo físico, intelectual y moral del individuo. Fuera de eso es menester reprimirlo;
y el que se acostumbre a dominarlo vencerá con facilidad los impulsos de los otros
instintos egoístas, que pudieran ser dañosos a la sociedad, y en especial los del sexual.
Este instinto, que es el más perturbador de todos, solo debe ser satisfecho con la mira de
la conservación de la especie y dentro del matrimonio indisoluble. Si no se le encierra
ahí, va a desorganizar la familia y a degradar la mujer. Es preciso, pues, encadenarlo en
nombre de la moral. Los médicos prescriben ahora el vicio bajo pretexto de salud. Ignoran
por completo que el individuo debe subordinarse a la sociedad, y que aun en el supuesto
de que la salud de alguien requiriere de una mujer seducida o de una mujer corrompida
no sería permitido el remedio. Pero si los médicos se convirtieran al positivismo, saldrían
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Alma, según el positivismo, es el conjunto de las diez y ocho facultades afectivas intelectuales y
activas localizadas en el cerebro.
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establezca el principio de que el hombre debe alimentar a la mujer. Esa es la única manera
de que ella pueda cultivar su altruismo para perfeccionar moralmente al hombre.
Las buenas costumbres de la sociedad dependen de la pureza y de la ternura de la mujer.
Ella es la verdadera providencia moral del mundo. Sus defectos, sus caídas son fatales,
porque entonces el hombre pierde la fe en la virtud. Nunca ha de apoderarse de la mujer
el orgullo y la vanidad que ciegan la fuente de los nobles afectos. Ella debe ser siempre
un modelo de simpatía, de veneración y de bondad.
Guardemos a la mujer en el hogar, para que pueda llenar su augusta misión. Ella solo es
grande cuando impulsa al hombre por el camino del bien. Todos los verdaderos servidores
de la Humanidad son obra de una madre. El que ha tenido la felicidad de ser hijo de una
mujer virtuosa, podrá extraviarse más o menos tiempo, pero la santa influencia moral que
recibiera, lo hace capaz de regenerarse algún día. No hay desgracia mayor que ser hijo de
una mujer viciosa, Entonces es casi imposible llegar a ser un hombre honrado.
Dependiendo de la mujer la moralidad de los hombres, es preciso que todos puedan tener
su hogar. El artesano que vuelve de su trabajo, debe encontrar ahí a la afectuosa
compañera que endulce y perfeccione su existencia. El hombre provee la casa; la mujer
la ordena y la embellece. El hombre mantiene los cuerpos, la mujer las almas. Arrancar a
la mujer del hogar, como se intenta ahora, pretextando su emancipación, es
desnaturalizarla y privar al hombre de su mejor guía. La verdadera reforma social, a ese
respecto, consiste en una mejor distribución de la riqueza, que permita al proletario el
sostenimiento de la familia. Su esposa y sus hijas, como las de las personas acomodadas,
deben estar en el hogar. Es preciso abolir la miseria que condena hoy tantas mujeres al
taller y a la corrupción.
Examinada la Familia, consideremos ahora la Patria. Ella ha comenzado por la tribu que
era la reunión de varias familias ligadas por una actividad común. La tribu nómade en un
principio, se hizo, andando el tiempo, sedentaria y entonces a la actividad común se
agregó un territorio determinado. La cooperación de diversas familias en un suelo fijo
vino a dar más fuerza a la constitución de la Patria. Pero además de la cooperación de las
familias en un territorio más o menos extenso, hay otro elemento de suma importancia en
la formación de la Patria y es la historia. Sin antecedentes, sin el recuerdo de los trabajos
de las generaciones que nos han precedido, la Patria no tendría verdadera consistencia.
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Es su pasado lo que nos induce a pensar en su porvenir. Nos sentimos obligados a hacer
por nuestros descendientes lo que nuestros ascendientes han hecho por nosotros.
Como las patrias han tenido que formarse originariamente por medio de la guerra,
atacando a los vecinos o defendiéndose de ellos, cada una de las que se constituía quería
dominar a las demás. La que llegó a adquirir mayor incremento fue Roma. No hay
ejemplo alguno de que el sentimiento cívico haya alcanzado el vigor que tuvo en ese gran
pueblo. Así es que su heroísmo incomparable lo hizo señor de una gran parte del mundo.
Entonces los romanos, que se habían formado ganando batallas, comprendieron que la
verdadera civilización tenía que ser pacífica. Y si hacían la guerra era, como decía
Virgilio, para imponer la costumbre de la paz (pacis imponere morem). No había llegado,
sin embargo, el momento de la civilización pacífica, ni era ese el medio de conseguirla.
Los romanos presintieron el porvenir, pero el mundo tenía que pasar por muchas
trasformaciones para llegar a él.
Napoleón I, como viese preocupado a uno de sus sabios de la manera de instituir la paz
universal, le dijo que la solución del problema estaba en el imperio universal. Esta opinión
del gran retrógrado no era más que un plagio de la política romana, a diez y ocho siglos
de distancia. Por cierto que el ilustre César no habría pensado de ese modo después de la
revolución francesa. La paz universal no puede ser obtenida por medio de la fuerza, sino
por medio de la persuasión. Esa será la obra gloriosa de la Religión de la Humanidad.
Entre tanto, es preciso mantener el statu quo en política. Ninguna nación debe conquistar
a otra. La gran tarea del presente consiste en la reorganización completa de las opiniones,
mediante la doctrina altruista que puede unir a todos los hombres con la misma fe.
Convertido el mundo al positivismo, se efectuará entonces naturalmente la reorganización
política en la forma de pequeñas nacionalidades, ligadas todas por la misma Religión.
Cuando ese tiempo llegue, el amor a la Patria se verá purificado del egoísmo que suele
empañarlo ahora. Para querer a la Patria no habrá que odiar a las demás naciones. Pero
los positivistas deben practicar desde luego la moralidad futura de la especie humana. A
ellos les cumple protestar contra todas las desviaciones de la justicia en que incurra su
Patria en las relaciones con los otros pueblos. El ejercicio constante de la moral positivista
apresurará su propio triunfo. Así el ideal de hoy será la realidad de mañana.
Además de la Familia y la Patria que todos reconocen, como que nadie puede dejar de
pertenecer a ambas, existe otro ser de más importancia, aunque muchos no lo aprecien
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todavía, la Humanidad. Si todos somos miembros de una familia y de una patria, todos
somos también necesariamente miembros de la Humanidad. Podrá echarse en olvido
nuestra dependencia de esta última, pero en ese caso seríamos malos hijos de la
Humanidad, como hay malos hijos de la Patria y de la Familia.
La Humanidad es la verdadera providencia del hombre. A los principios se atribuían
todos los beneficios a los fetiches, enseguida a los dioses, después a Dios; y por último
ha sido reconocido el solo Ser supremo que provee realmente a nuestro destino. Es la
Humanidad quien nos ha sacado de la más grosera barbarie hasta el grado de civilización
que alcanzamos, y es ella quien nos impulsa hacia un glorioso porvenir. Su noble
existencia solo puede ser desconocida ahora por los ingratos. El hombre había creado a
Dios antes que pudiera apreciar a la Humanidad, pero no es dable seguir creyendo en ese
tipo del egoísmo que se bastaba a sí mismo. Según la Imitación, Dios dice al hombre: yo
te soy necesario, tú me eres inútil. La Humanidad nos dice, al contrario, que todos
debemos serle útil. Si ella trabaja para cada uno de nosotros, todos debemos trabajar para
ella. Su perfeccionamiento, su grandeza, dependen de la cooperación de sus nobles hijos.
Tan cierta es la existencia de la Humanidad que no se concibe sin ella la de la Patria.
Desde luego, todas las naciones cambian sus productos unas con otras. Además de eso se
comunican recíprocamente su ciencia y sus artes. Pero esta cooperación en el espacio es
relativamente insignificante al lado de la cooperación en el tiempo. La civilización de la
Patria más adelantada hoy, supone el fetichismo primitivo, la teocracia egipcia, la
elaboración griega, la incorporación romana, la influencia católico-feudal, y el desarrollo
científico industrial moderno. Sin ese gran pasado no se explicaría la cultura de cualquiera
de las naciones modernas que están a la vanguardia del progreso. La Patria depende pues
de la Humanidad.
Si la Patria presupone la Humanidad, con mayor razón todavía la presupone la Familia
que depende de la Patria, y el individuo que depende de la Familia. Cada hombre recibe
de la Familia lo que esta ha recibido de la Patria y esta de la Humanidad. No es posible
desconocer a la madre universal que ha velado siempre por nuestro destino. Debemos
tratar de identificarnos con ella por nuestra veneración y nuestros servicios. Augusto
Comte hacía notar con su penetración característica que hasta para desconocer a la
Humanidad teníamos que emplear una obra suya, como es el lenguaje. Los verdaderos
blasfemos no son los que niegan a Dios, sino los que niegan a la Humanidad.
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Montesquieu anticipó hasta cierto punto la moral positiva en este noble pensamiento:
que si él estuviera en competencia con su familia optaría por la familia; si esta lo estuviera
con su patria, optaría por la patria; y si esta lo estuviera con la Humanidad, optaría por la
Humanidad. De ahí pueden derivarse todos nuestros deberes que la Religión definitiva
resume de una manera análoga, en vivir para la Familia, subordinándola a la Patria, y en
vivir para la Patria subordinándola a la Humanidad, que ha de ser la regla suprema de
nuestra conducta. Pero jamás sabremos cumplir con nuestros deberes humanos sí no
cumplimos primero con nuestros deberes cívicos y con nuestros deberes domésticos. Para
amar y servir a la Humanidad hay que amar y servir a la Patria y a la Familia. El que no
es buen hijo, buen esposo y buen padre, nunca será un buen ciudadano, ni podrá ser un
benefactor de la Humanidad. La lógica moral es ineludible.
El positivismo es la sola doctrina que garantiza hoy la moral, haciéndola científica y
altruista. El sacerdocio católico, insistiendo en mantenerla unida al dogma teológico y
basada en el egoísmo de la salvación personal, nos revela su profunda decadencia. Ese
sacerdocio no se interesa ya por los destinos de la Humanidad. El verdadero espíritu
religioso, que consiste en la preocupación del mejoramiento moral del mundo, le es
completamente extraño. Si así no fuera, se consagraría de lleno a la gran regeneración
humana en que está empeñado el positivismo. Pero el sacerdocio católico actual, en su
mayor parte, se halla enteramente desprovisto del sentimiento social que animaba a los
San Pablo, los San Agustín, los San Bernardo. Esas grandes almas serian al presente, sí
pudieran renacer, el más firme apoyo de la Religión de la Humanidad.
La actitud de los libres pensadores es peor aún que la del sacerdocio católico. Este
corrompe y desprestigia, en cierto modo, la moral con su teología, pero los libres
pensadores la desconocen por completo. Su cinismo llega a tal punto, que la mujer tiene
que refugiarse en el catolicismo contra las inmorales opiniones de sus padres y esposos.
A pesar de las imperfecciones de esa doctrina teológica, ella ofrece siquiera una
apariencia de moralidad. En el fondo, todas las mujeres virtuosas son muy superiores al
catolicismo, porque practican el bien desinteresadamente. Dado su altruismo espontáneo,
ellas son positivistas. Y cuando conozcan la gran doctrina, por conducto de sus padres,
de sus hermanos, de sus esposos, de sus hijos, no tardarán en profesarla.
Es sabido que los corazones falseados son incapaces de hacer algo de bueno en la vida,
y pueden, al contrario, causar mucho perjuicio. El talento y la energía que posean solo
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Si los grandes poemas no tienen la unción de los libros sagrados, hay sin embargo uno
de ellos que se les asemeja, y es la Divina Comedia del Dante. Esta es una obra
verdaderamente religiosa. La concepción general del poema, que supone a Beatriz la
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salvadora del Dante, que se había apartado del buen camino en la vida, revela el profundo
sentido moral del poeta. Con ello ha manifestado, en efecto, que el hombre necesita de la
mujer para llegar a la virtud, y que es ella quien lo levanta de sus caídas. Y eso lo ha
sacado el Dante de su experiencia personal. Pues el recuerdo de su amada Beatriz, muerta
en la juventud, lo ha hecho volver de sus extravíos, y le ha inspirado el sublime poema.
En efecto, la Divina Comedia, en su conjunto, no es más que la idealización de lo que
había pasado en el alma del poeta.
Pero el Dante, al trazar la historia de su propia alma, ha trazado también la de la
Humanidad entera. En el viaje que emprende al través del Infierno, del Purgatorio y del
Cielo, va encontrando según sus méritos los hombres de todos los países y de todos los
tiempos. Ese viaje es, en verdad, un supremo juicio sobre el pasado, debido al vasto
espíritu y al recto corazón del Dante. Como la teología católica, bajo la cual escribiera su
poema, no le consintió llevar al Cielo a los grandes hombres del paganismo, les ha creado
un Paraíso especial antes del Infierno. Ahí se halla con ellos, y después de divisar a
muchos, entre otros a Aristóteles, a quien apellida con tanto criterio il Maestro di color
che sanno, se mezcla con sus hermanos en sentimiento, los poetas, presididos por
Homero, y le es dado conversar apaciblemente de cosas muy profundas.
El Infierno es la mansión de los castigos eternos como lo dice la terrible inscripción que
el Dante pone a su entrada. El poeta es inexorable con el mal. Su imaginación no se agota
nunca en idear suplicios cada vez más horrorosos a medida que aumenta la perversidad
de los condenados. Aquello es una sucesión interminable de tormentos siempre nuevos.
Al salir de tan severo y pavoroso espectáculo se entra con placer en el Purgatorio, donde
se regeneran las almas que no han sido enteramente culpables. En esta mansión las penas
son endulzadas por la esperanza. La poesía del Dante se hace más y más suave al describir
la purificación creciente de los espíritus. De momento en momento se percibe la
proximidad de la eterna paz. La bellísima escena de la aparición de Beatriz, que perdona
al Dante después de la confesión de sus faltas, es como el vestíbulo del Paraíso. Pero antes
de penetrar en él tiene que bañarse el poeta primero en el Leteo para olvidarlo todo, y
luego en el Eunoe que despierta solo los buenos recuerdos. Este doble baño le permite el
acceso a la mansión de la felicidad con el alma purificada, sin ningún mal pensamiento.
En el Cielo es donde el Dante se encuentra en su verdadero elemento. La cólera terrible
que desplegó en el Infierno se transforma aquí en una bondad infinita. Ta vez ningún ser
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humano si se exceptúan ciertos reformadores como San Pablo, San Bernardo y Augusto
Comte, ha ofrecido una mezcla igual de fuerza y de sensibilidad. Su energía es tan
poderosa como inmensa su ternura. Pero la energía solo la emplea el poeta en servicio de
la justicia, y jamás se irrita si no es contra el vicio. El fondo de su alma es un altruismo
incomparable. De ahí que la parte más bella de su poema sea el Paraíso. Nunca se había
ideado un cielo tan hermoso como el que ha construido el Dante.
Todos son ahí más o menos felices, según el grado de su virtud. En medio de esa
desigual felicidad, cada uno está contento con su suerte. Nadie envidia a nadie. La más
perfecta concordia reina de un extremo del Paraíso al otro. La única diferencia consiste
en la viveza del resplandor y en la dulzura del canto que traducen la intimidad afectiva de
los seres virtuosos. El Dante va subiendo, en su marcha por el Paraíso, de emoción en
emoción, hasta llegar al supremo amor que todo lo puede. Nada más grandioso que el
último canto del poema. Ahí se encuentra esa admirable invocación dirigida por San
Bernardo a la Virgen en favor del Dante, para que le permita la contemplación divina.
Esa es la más bella idealización de la mujer que se haya hecho jamás. He aquí los
principales tercetos de la invocación:
In te misericordia, in te pietate,
In te magnificenza, in te s’aduna
Quantunque in creatura è di bontate.
Podríamos agregar a estos tercetos los dos versos referentes a Beatriz, que se hallan en
otro canto del Paraíso y que pintan por sí solos el alma del Dante:
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La Divina Comedia y la Imitación son las obras más sublimes que hayan salido de la
mano del hombre. Ellas contienen toda la experiencia moral de nuestra especie. Con
eliminar el punto de vista teológico bajo el cual, dada la época, hubieron de concebirse,
serian la más inagotable fuente de nobles afectos y el más seguro guía hacia la virtud y la
felicidad. A pesar de eso han hecho mucho bien en el mundo, y leídas bajo el punto de
vista positivista, es decir, refiriéndolo todo a la Humanidad y no a Dios, su influencia será
por cierto mucho más santa aún. Ellas cultivarán entonces el altruismo humano, sin
mezcla alguna de egoísmo teológico.
Si la poesía, que abarca los libros sagrados y los poemas, ha ejercido tanta influencia en
el progreso de la Humanidad, les ha cabido asimismo cierta participación en él a las demás
artes, la música, la pintura, la escultura y la arquitectura. La más importante, después de
la poesía, es la música. Ya en tiempos muy remotos se había notado su gran influjo en el
corazón humano, sea en bien, sea en mal, según el género de sentimientos que despierta.
Confucio recomendaba que solo se empleara la música que inspira la virtud. Análogas
recomendaciones hicieron Platón y Aristóteles. Esos sanos consejos no han sido, por
desgracia, seguidos siempre, y se ha abusado bastante de la música. Con todo, en la
historia de la Humanidad, hay muchas nobles emociones despertadas por ese precioso
arte.
A la música le sucede en influencia la pintura. La contemplación de un cuadro bello y
bueno, perfecciona el corazón. Tuvo la pintura una época de verdadero esplendor, cuando
los artistas que conseguían la destreza técnica alcanzaron a recibir la inspiración de la
Edad Media que acababa de morir. Entonces idealizaron a la mujer en la Virgen. El que
más descolló en esa santa labor fue el inimitable Rafael. Sus vírgenes tienen tanta dulzura
y tanta pureza que despiertan la bondad en las almas menos sensibles. Ningún pintor
puede competir con él en suavizar y embellecer corazones.
Sigue a la pintura en influencia la escultura. La Grecia llevó este arte a la mayor
perfección bajo el punto de vista material. Pero la escultura griega carece de belleza
moral. La edad moderna ha suplido en cierto modo ese vacío, aunque se halla muy
dominada todavía por la belleza material de las estatuas antiguas. Así es como se persiste
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se perfecciona así y adquiere tanto más valor cuanto más nobles son las cosas que
reproduce. Toda obra estética revela el alma de su autor.
De todas las artes la que más puede cooperar al triunfo de la Religión de la Humanidad
es la poesía, trazando cuadros más o menos completos de la existencia positiva. La
contemplación de esos cuadros sociales, trasformará insensiblemente las almas,
haciéndolas desear vivir esa vida. De manera que los escritores que se inspiren en la gran
doctrina, pueden apresurar el porvenir, anticipándolo en sus libros.
Mucho menor, es la influencia de la música, de la pintura y de la escultura, en esa
trasformación. La dependencia inmediata del público en que se encuentra los que las
cultivan, no les permite la iniciativa de los escritores.
Su inspiración no será verdaderamente armoniosa hasta que se halle constituida la
existencia positiva. Con todo, pueden empeñarse desde ahora, en la expresión exclusiva
de los nobles afectos, desechando por completo la impureza. En cuanto a la escultura,
tendrá que esperar el predominio de la Religión de la Humanidad, para construir los
templos que serán la más grandiosa manifestación del arte.
El positivismo santifica el arte, prescribiéndole la representación de los más puros y
elevados sentimientos. Para ejercerlo dentro de esta doctrina hay pues que sentirse
animado de los más generosos ímpetus. El arte tiene que ser la expresión y el instrumento
del amor universal, que ha de asociar a todos los hombres en el espacio y en el tiempo,
formando de todos ellos una sola familia. Esa es su función positiva que constituirá su
eterna gloria.
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influencia afectuosa de una madre, de una hermana, de una esposa, de una hija. El
recuerdo solo de una virtuosa amiga ha solido bastar a los más grandes hombres. Tal les
aconteciera al Dante con Beatriz, a Petrarca con Laura y a Augusto Comte con Clotilde
de Vaux.
Unido al nombre de Augusto Comte irá siempre el de su incomparable amiga Clotilde
de Vaux. Juntos atravesarán ambos los siglos de los siglos, envueltos en la veneración de
todos los hombres. El conocimiento de esa mujer excepcional por la ternura infinita de su
alma, elevó al maestro a un ideal supremo. Antes de encontrarse con ella había realizado
ya, mediante el profundo sentimiento social que lo animaba, su gran elaboración
filosófica. Si bien con eso quedaba establecida la base de la regeneración humana, faltaba
no obstante construir el edificio. Augusto Comte se disponía a continuar sus
meditaciones, cuando le cupo en suerte encontrar a Clotilde. Su genio se retempla con ese
feliz hallazgo. La más tierna y pura amistad lo une indisolublemente a esa mujer angelical.
El alma profundamente afectiva del filósofo, que no había sido todavía comprendida por
nadie, halla al fin a quien amar y de quien ser amado con una efusión sin límites.
Esa santa amistad apenas dura un año, pues la muerte rompe prematuramente la frágil
existencia de Clotilde, Pero ese corto espacio de tiempo basta a encender en Augusto
Comte la llama inextinguible de los más nobles y delicados sentimientos. Su
identificación moral con Clotilde le hace penetrar el secreto de nuestros destinos, que
estriba en el amor. Guiado por la dulce imagen de la mujer, a quien adora más y más
desde su desaparición objetiva, construye, sobre la filosofía, el edificio indestructible de
la Religión de la Humanidad, sublime doctrina que realizará la felicidad en la tierra.
¡Gloria eterna a la que ha sabido inspirar así al más grande de los hombres!
Clotilde de Vaux es el tipo más perfecto de la misión social de la mujer. En su pura
intimidad con Augusto Comte le asaltaba la zozobra de distraerlo de la labor social en
que estaba empeñado. A menudo tenía que tranquilizarla el filósofo, haciéndola sentir
que su espíritu recibía fuerza y luz de esa tierna amistad. Clotilde no hizo en verdad otra
cosa, gracias a su belleza moral, que impulsar a Augusto Comte en el cumplimiento de
sus grandes deberes. Dos frases solas de ella nos dan la medida de su corazón y nos
revelan la santa influencia que había de ejercer sobre el maestro: Helas aquí: “Quels
plaisirs peuvent l'emporter sur ceux du devouement.” “Les mechants, ont plus besoin de
pitié que les bons.” El destino del hombre depende siempre de la mujer.
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XIX. EL PORVENIR
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será el más honroso. Que todas las personas de buena voluntad cooperen a esa obra, cada
cual según sus aptitudes y su posición.
Sostengamos nuestro entusiasmo a pesar del egoísmo propio y ajeno. Pasemos por
encima de la indiferencia, del escarnio, de la miseria para aliviar la suerte de nuestros
semejantes, Cumplamos en todas las ocasiones, así en público como en privado, con
nuestros deberes positivos sin desalentarnos jamás. Marchemos armados de una virtud
inquebrantable y nada podrá resistir, todo será subyugado. En esa campaña pacífica, los
deberes son más difíciles que en las campañas guerreras, pero son también mucho más
nobles, derramando solo el bien por todas partes, sin que el odio ni la muerte vengan a
empañarlos jamás. Un pequeño número de hombres estrechamente coaligados con ese
espíritu de santo heroísmo, se apoderaría, en breve, del porvenir.
No olvidemos jamás que el positivismo tiene que realizar ante todo la reforma moral
definitiva del mundo. El que no se halle en esa situación de ánimo a su respecto,
perjudicará la santa causa en vez de servirla, desatendiendo la cuestión suprema de la
subordinación del egoísmo al altruismo. La ciencia, el arte, la civilización, la felicidad,
todo gira alrededor de esa cuestión y viene como a condensarse en ella. De ahí que los
verdaderos positivistas deban trabajar incesantemente en ser cada día mas altruistas y
menos egoístas, para convertir con el ejemplo a los demás. La doctrina que no se encarna
en los hombres, nunca transforma a la sociedad. Hagamos el porvenir con nuestra
conducta.
Consideremos ahora ese porvenir. Todos los habitantes del planeta están unidos por la
Religión de la Humanidad. El sentimiento, la inteligencia y la actividad se hallan muy
bien reglados. El sentimiento es dirigido especialmente por la mujer, la inteligencia por
el sacerdocio y la actividad por el patriciado. Cada individuo depende en sus afectos de
la primera, en su doctrina del segundo, y en su función social del tercero. La mujer realiza
en el hogar la educación de los niños, formándoles sobre todo el corazón con sus consejos
y cultivándoles la imaginación con la poesía, el canto y el dibujo. Preparados así, pasan a
la edad de catorce años a recibir del sacerdocio la enseñanza teórica que comprende la
matemática, la astronomía, la física, la química, la biología, la sociología y la moral.
Concluida la educación teórica, entran a los veintiún años a ensayarse en la vida práctica,
bajo la dirección del patriciado, para elegir a los veintiocho la función adecuada.
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Toda persona está ligada a la Familia por la mujer, a la Humanidad por el sacerdocio, y
por el patriciado a la ciudad. Esos tres elementos, la mujer, el sacerdocio y el patriciado,
providencia moral, intelectual y material del mundo, cooperan a la felicidad del
proletariado, que explota directamente la tierra, en beneficio de la sociedad entera. La
mujer inspirándole el altruismo y aligerándole sus tareas con las dulzuras del hogar; el
sacerdocio enseñándole, aconsejándolo y protegiéndolo siempre; el patriciado,
haciéndolo trabajar sin exceso en industrias útiles a nuestra especie, y asignándole un
salario conveniente al bienestar de la familia. La providencia moral, la intelectual y la
material sirven así a la providencia general del proletariado, que las sirve a todas.
El hogar es una especie de templo privado, en que cada hombre fortifica diariamente su
altruismo bajo la inspiración de la mujer. Esta cultiva como madre, en los niños, los
nobles sentimientos. La ternura, la veneración y la bondad se desenvuelven poco a poco
en ellos, bajo su oportuna vigilancia y con el precioso auxilio del rezo positivo, De esos
tres afectos, ella estimula en especial la veneración, que hace susceptible al hombre del
más alto grado de perfeccionamiento. Con su insinuante magisterio, la madre les despierta
a los niños el respeto por todos sus superiores y los trae a reconocer en ella misma la
providencia que deben adorar particularmente. Así se preparan a adorar más tarde a la
Humanidad. La hermana, la esposa y la hija, ayudan y completan la tarea moral de la
madre. Con la hermana se ejercita la ternura, y sobre todo con la esposa, en la perfecta
unión de las almas. A la hija le cabe inspirar una bondad inefable. Bajo todas condiciones,
la mujer purifica y embellece la vida del hombre en la más dulce intimidad. Desde el seno
del hogar ella nos prepara para la vida social y nos suministra siempre el reparador
descanso de su inagotable simpatía. Verdadera encarnación de la virtud, la mujer guía al
mundo por el camino del deber.
En los templos públicos del Ser Supremo se desenvuelve y complementa la obra del
hogar. Ahí se cultivan los lazos morales que ligan a las diversas familias en una
cooperación común, al través del espacio y al través del tiempo. El sacerdocio desempeña
esa augusta función, celebrando las diversas fiestas del año, compuesto de trece meses de
veintiocho días. El primer mes es consagrado a la Humanidad, el segundo al Matrimonio,
el tercero a la Paternidad, el cuarto a la Filiación, el quinto a la Fraternidad, el sexto a
la Domesticidad. A la celebración de esos lazos fundamentales del orden humano, sucede
la conmemoración del pasado, en los tres meses siguientes, dedicados al Fetichismo, al
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Véase el capítulo XI.
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APÉNDICE
INTRODUCCIÓN
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LA PAZ
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compatriotas? No lo creo, que la generosidad se apodera al fin de las almas enérgicas por
conturbadas que estén a causa de las exaltaciones de la guerra. Y ya veo a este viril pueblo
de Chile estrechar la mano del Perú y Bolivia.
Gutenberg 7 de 94 (Agosto 19 de 1882.)
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Los positivistas estamos en el deber de ser respetuosos con las autoridades. Pero cuando
ellas se apartan de la moral en el desempeño de sus funciones, nos cumple amonestarlas
y censurarlas.
Tanto el ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina, como el de Chile,
se han olvidado de la misión del verdadero hombre de Estado en sus respectivas
memorias, a propósito del tratado de límites celebrado entre ambos países.
Uno y otro se han permitido a ese respecto apreciaciones hirientes para la nación vecina,
adulando las pasiones de la propia. Parece que ambos desearan romper el tratado para
lanzarnos a la guerra. A pesar de sus inconsideradas palabras, no creemos que abriguen
tan criminal intención.
Felizmente, la prensa argentina y la chilena han reparado la torpeza de sus Ministros,
desaprobando altamente su conducta. La lección es severa, pero merecida, y honra en
sumo grado al pueblo argentino y al pueblo chileno que han hecho constar, que no quieren
ser adulados por sus Gobiernos.
Como el tratado de límites ha sido sancionado por la opinión, desaparece todo peligro
de rompimiento. No habrá, pues, guerra entre las dos naciones, porque ninguna de ellas
la quiere. La generosidad recíproca las hermana para siempre.
Eso revela que, en el fondo, el corazón de ambos pueblos es digno, grande. Sacrifican
mutuamente el amor propio nacional en aras de la Humanidad. Cuando en medio del
egoísmo y la anarquía que devoran al mundo hoy día, dos naciones proceden
espontáneamente de ese modo, ellas están llamadas a profesar muy luego la Religión del
altruismo fundada por Augusto Comte.
Me cabe la satisfacción de felicitar en nombre de la Religión de la Humanidad a la
prensa argentina y chilena, por su noble y enérgica actitud en la ocurrencia actual. En
cuanto a los dos Ministros, espero que no vuelvan a olvidarse de la misión del hombre;
de Estado, tanto más que es ya bien sabido que la verdadera grandeza de los pueblos solo
puede conseguirse en el seno de la paz.
Federico 12 de 94. (Noviembre 16 de 1882)
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La religión de la humanidad
nuestros malos sentimientos, nos tranquiliza, nos suspende, nos eleva hasta el más
sublime amor. Si esto nos pasa a los que la leemos, ¿qué no sucedería a los que la oyeron?
La voz de los seres privilegiados que solo viven de santos afectos, tiene un influjo
misterioso que todo lo subyuga. Almas muy rebeldes aún y habituadas al mal, se sienten
vencidas, transformadas al escucharlos. Por eso, todos los que tuvieron la suerte de hablar
con la incomparable santa cobraron alientos poderosos para seguir la senda del bien.
Sus obras principales son: El Libro de su Vida, el Camino de la Perfección y las
Moradas. El Libro de su Vida es la historia detallada de un alma que desde su más tierna
infancia sintió ímpetus irresistibles hacia la virtud. Hubo un solo momento en que decayó
de su elevación moral por el trato con una pariente demasiado mundana. Su falta se redujo
al excesivo cuidado de su persona, con la mira de agradar por su exterior. Nunca dejó de
lastimarse de esa debilidad de su juventud que, en la pureza de su corazón y en su
aspiración al bien supremo, le parecía un gran crimen. Su recuerdo le ha dictado el
precioso consejo de la gran vigilancia que deben ejercer los padres sobre las relaciones
de los hijos, para que las malas juntas no los corrompan. Si no hubiera más peligro que el
corrido por la santa, casi no era necesaria toda esa vigilancia. Pero son muy pocos los
seres nacidos con un instinto moral tan superior; que los más necesitamos no solo de la
ausencia del mal ejemplo, sino también del contacto asiduo con las personas virtuosas
para que nos comuniquen sus nobles sentimientos. Aun a pesar de eso, la soberbia, el peor
de los defectos humanos, suele oponerse a nuestro mejoramiento. ¡Cuán verdadera y
sublime es esta exclamación de la santa: “¡Oh humildad, que grandes bienes haces,
adonde estás y a los que se llegan a quien la tiene!”
La fuerza moral de la santa era tan poderosa que pudo robustecer su cuerpo débil y
enfermizo. En medio de sus dolencias, siempre proseguía en la tarea de perfeccionar su
corazón. Nunca estaba satisfecha de la pureza de sus sentimientos. Cuando tenía noticias
de alguna persona virtuosa, deseaba ardientemente conocerla, con la esperanza de
encontrar estímulos para mejorarse. Ella creía, en su modestia, que podría sacar de los
demás lo que llevaba en sí misma. Ni la más ligera sombra de vanidad empañó su alma.
De ahí que haya encontrado esos acentos inefables, que llenan sus escritos, expresión de
un altruismo sin ejemplo. La única emulación de su vida fue la de desear subir hasta la
altura moral de los grandes santos que siempre tuvo por modelos. Pero jamás se imaginó
que los había igualado, a pesar de que ha sido el tipo más puro y sublime del catolicismo.
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Del Libro de su Vida, que encierra un tesoro inagotable de santos afectos, tomamos este
admirable trozo: “Este concierto querría hiciésemos los cinco que al presente nos amamos
en Cristo, que como otros en estos tiempos se juntaban en secreto para contra Su Majestad
y ordenar maldades y herejías, procurásemos juntarnos alguna vez para desengañar unos
a otros y decir en lo que podríamos enmendarnos y contentar más a Dios; que no hay
quien tan bien se conozca a sí, como conocen los que nos miran si es con amor y cuidado
de aprovecharnos. Digo en secreto, porque no se usa ya este lenguaje. Hasta los
predicadores van ordenando sus sermones para no descontentar; buena intención tendrán
y la obra lo será, mas así se enmiendan pocos. Mas ¿cómo no son muchos los que por los
sermones dejan los vicios públicos? ¿Sabe que me parece? porque tienen mucho seso los
que predican. No están sin él con el gran fuego del amor de Dios como lo estaban los
apóstoles, y así calienta poco esta llama, no digo yo que sea tanto como ellos tenían, más
querría que fuese más de lo que veo”. Cuán oportunas son todavía las preciosas palabras
de la santa, puesto que ni nos reunimos para perfeccionarnos recíprocamente, ni
hablamos, ni escribimos con el corazón.
Es una desgracia que la incomparable santa sea desconocida de tantos espíritus por no
tener en cuenta el medio teológico en que vivió. Se privan así de la contemplación del
supremo ideal del bien que ella realizara. Pero es muy triste cosa que haya aun quienes se
atrevan a herir esa veneranda memoria que enaltece al linaje humano. La santa los
perdonaría, sin embargo, que nunca el odio encontró abrigo en su alma, ni siquiera el
resentimiento. Era tanta su bondad que pensando en Satanás, ese tipo del mal, prorrumpió
en este generoso grito: “¡El infeliz es incapaz de amar!”
El Camino de la Perfección es un hermoso guía para mejorar nuestros sentimientos. La
santa recomienda ante todo, que tengamos la ambición de elevarnos a una grande altura
moral. Sin esa ambición no emprenderemos nunca el difícil ascenso de la virtud. Es
preciso sentir enérgicas aspiraciones hacia el bien para llegar a practicarlo. Una vez
formado el firme propósito de engrandecimiento moral, hay que irse con mucho tiento.
Nuestros esfuerzos deben ser lentos, graduales, aunque tenaces y constantes. No
violentemos demasiado el natural, y, sobre todo, no nos dejemos vencer de la
desesperación en nuestras caídas, por graves que sean. Levantémosnos avergonzados,
humillados, pero con más ánimo para seguir mejorándonos: y de ese modo veremos al fin
coronado nuestro valor. El desaliento por las faltas cometidas es un peligroso abismo en
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que se ha perdido mucha gente, que habría podido llegar a ser virtuosa. Jamás
desmayemos que, mientras los nobles sentimientos no se hayan extinguido en nuestra
alma, siempre es tiempo de regenerarse. Pero cualquiera que sea, por otra parte, el grado
de perfeccionamiento que logremos alcanzar, no abramos nunca las puertas de nuestro
corazón al temible orgullo que todo lo destruye en un momento. Seamos humildes en
medio de nuestros mayores triunfos morales. Esa es la marcha que conviene a la
generalidad de los espíritus, salvo ciertos seres excepcionales, dotados de poderosas
facultades, que llegan de un salto a la grandeza moral.
El libro por excelencia de Santa Teresa es el de las Moradas, en que brillan todos los
esplendores de su alma. Lo escribió en su vejez cuando ya había subido al más alto grado
de santidad. Es un poema sublime que traduce todas sus inefables emociones. Mediante
una feliz alegoría hace recorrer a el alma siete moradas, que va ocupando sucesivamente,
a medida de su progreso moral. El paso de la una a la otra supone un aumento de facilidad
para el bien que alegra, y de dificultad para el mal que entristece. Los placeres del alma
van siendo mayores en cada nueva morada, por el predominio creciente de los santos
afectos. Las tentaciones se hacen, por su parte, más débiles, disminuyéndose el riesgo de
las caídas. En fin, el alma bien purificada y fortalecida penetra en la séptima morada,
donde se realiza el triunfo completo del amor. Esa morada es inaccesible a los asaltos del
mal. Cuando el alma se aposenta ahí, puede acercarse impunemente al vicio para
transformarlo en virtud, consiguiéndolo a menudo.
Santa Teresa entró muy luego, gracias a su energía afectuosa, en esa séptima morada
cuyas bellezas ha sabido pintar tan bien. Así es que encendía siempre en nobles
sentimientos a todos los que se acercaban a ella, sin que nadie pudiera empequeñecerla.
Cuantos la conocieron nunca olvidaron su figura resplandeciente de virtud, ni su voz que
seguía resonando en los corazones. Como tratara de identificarse con el ideal teológico
del bien, el ardor de su alma la elevó muchas veces hasta el éxtasis. Pero en medio de los
arrebatos de su amor a Dios, que no eran sino las efusiones de un alma llena de santos
afectos, jamás dejó de pensar en la felicidad del prójimo. Tenía un sentido moral muy
profundo para que hubiera podido extraviarse. Y, en verdad, quien ha escrito las
siguientes altruistas líneas que se hallan en las Moradas, profesaba de hecho la Religión
de la Humanidad. “La más cierta señal que a mi parecer hay de si guardamos estas dos
cosas (amor de Dios y del prójimo) es guardando bien la del amor del prójimo, porque si
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amamos a Dios no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entenderlo, más el
del prójimo entiéndese más, y estad ciertas que mientras más os viéredes aprovechadas
en él, más lo estáis en el amor de Dios.” Y más adelante. “Oh Hermanas como se ve claro
donde está de veras el amor del prójimo en algunas de vosotras y en las que no está con
esta perfección. Si entendiésedes bien lo que nos importa esta virtud no traeríades otro
estudio. Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy
encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir, ni menear el pensamiento,
porque no se les vaya un poquito del gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán
poco entienden del camino por donde se alcanza la unión (con Dios) y piensan que allí
está todo el negocio. No hermanas, no, obras quiere el señor; y si veis una enferma a quien
podéis dar algún alivio, no se os dé nada de perder esta devoción y compadeceros de ella
y si tiene algún dolor os duela, y si fuera menester le ayunéis porque ella lo coma no tanto
por ella sino porque el señor lo quiere. Esta es la verdadera unión con su voluntad, y si
viéredes alabar mucho a una persona, os alegréis más que sí os loasen a vos; esto, a la
verdad, fácil es; que si hay humildad antes terná (tendrá) pena de ser loada. Mas esta
alegría de se entiendan las virtudes de las hermanas es gran cosa; y cuando vieres en ellas
alguna falta, sentirla como si fuere propia y encubrirla.”
Existe, por otra parte, un testimonio indestructible del amor de Santa Teresa por la
Humanidad en la multitud de sus admirables cartas que derramaron tantos consejos y
tantos consuelos. Grandes y pequeños las recibieron. Al mismo rey Felipe II le escribió
varias veces la santa, para librar de persecuciones a diversas personas. Ella que nunca se
ocupó en defenderse a sí misma, siempre salía en defensa de los demás.
En fin, el amor purísimo y sublime en que hierve el alma de Santa Teresa se desborda,
a pesar de la teología en su célebre soneto:
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¡Qué corazón de fuego! Eso explica todo lo que hizo la santa, pues el amor ilumina la
mente y facilita la acción.
Tal es la mujer incomparable que nuestro augusto maestro ha colocado en el calendario
histórico del positivismo. Su gloria de haber convertido en vida y en muerte, con su
palabra y con sus escritos, a tintos seres a la virtud, es la más pura y envidiable de todas.
¡Ah! Si esa sublime santa pudiera revivir hoy, ¡qué prodigios no obraría en favor de la
Religión de la Humanidad! ¡Cómo tocaría los corazones más fríos, levantándolos hasta
la verdadera doctrina! Nadie que fuere capaz de comprender la moral se resistiría a la
persuasión de la santa. Cuando se encontrara con algún talento olvidado de la cultura de
los nobles afectos, le diría:—son palabras suyas,—“No está la cosa en pensar mucho sino
en amar mucho y así lo que más os dispertare a amar eso haced.”
Descartes 8 de 94. (Octubre 15 de 1882.)
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DISCURSO
APÉNDICE A LO ANTERIOR.
Solo algún tiempo después de la muerte de Isabel Espejo he venido a comprender todo
el alcance de su pérdida. Bajo la modestia en que se encerraba había una fuerza de alma
que nadie sospechara. La lectura de sus confidencias íntimas me ha revelado que era una
de esas mujeres excepcionales que, como Santa Teresa, están llamadas a ejercer en el
mundo una gran influencia moral. Isabel Espejo no alcanzó a iniciarse en el positivismo,
pero esta frase suya, escrita a los quince años de edad en una época de anarquía como la
presente, manifiesta que habría profesado la sublime doctrina, haciéndole además
preciosos servicios: ¡Quisiera algo que fijara mis ideas, conmoviendo mi corazón!
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CONSEJOS
Los positivistas debemos tener mucho miramiento con los católicos para convertirlos a
la Religión de la Humanidad. Desde luego, nuestras madres, nuestras esposas y nuestras
hijas se encuentran en el catolicismo, y no vendrán al positivismo hasta que se persuadan
de que es una doctrina moralmente superior. Para llevarles esa persuasión, es
indispensable que nos despojemos de todo espíritu de befa contra el catolicismo. La mujer
tiene un instinto moral muy profundo, y le repugna la ironía y el sarcasmo que corrompen
el alma. Así nunca se la sacará del catolicismo al burlón libre pensamiento, salvo algunas
excepciones que, por lo general, se hallan desprovistas de ternura.
Pero los libres pensadores se sienten tan incapaces de convertir a la mujer, que ni
siquiera lo emprenden. Casi todos ellos se contentan con que sus esposas y sus hijas no
sean católicas extremosas. La verdad del caso es que no las convierten porque no tienen
a qué convertirlas, porque carecen de doctrina con que poder reemplazar la católica.
Muy distinta es la situación de los positivistas. Poseedores de una doctrina superior al
catolicismo, tanto intelectual como moralmente, les toca enseñarla a sus esposas y a sus
hijas. Esa enseñanza ha de ser toda de persuasión y amor, sin odio ninguno para con el
catolicismo; reconociendo, al contrario, los grandes servicios que ha prestado esa doctrina
al progreso de la Humanidad. Lo esencial está en hacer sentir a la mujer que la Religión
de la Humanidad tiene una moral más elevada y santa que la católica. Entonces la mujer
entrará de lleno en el positivismo, obedeciendo a los generosos impulsos de su corazón.
Se engañan los que creen que la mujer queda apegada al catolicismo porque no puede
emanciparse de la teología; pues la mujer no se preocupa de teología, pero en cambio
sabe mucho de moral. Y en esta materia puede dar lecciones al hombre.
Si algunas se resistieren todavía a entrar en el positivismo, que serán contadas, hágaseles
ver que esa es la única manera como pueden ejercer en el mundo su digna misión de
educadora moral del hombre, en su calidad de madres, de esposas y de hijas. ¡Qué de
veces no son desoídos sus nobles consejos, cuando no menospreciados, porque vienen de
una doctrina que la inteligencia del hombre no puede aceptar al presente!
No nos cansaremos de advertir a los positivistas, con nuestro augusto maestro, que se
deshabitúen de todo espíritu de sátira, que la emancipación del catolicismo les haya hecho
adquirir. Nosotros no venimos a demoler el catolicismo, venimos sí a reemplazarlo,
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llenando la gran función social y moral que él desempeñara en la Edad Media, y que hoy
ha abandonado por la insuficiencia de su dogma teológico. Para llevar a cabo esta ardua
y sublime empresa debemos encendernos en el más ferviente altruismo. La Religión de
la Humanidad nos exige los mas generosos esfuerzos. Es menester que depongamos todo
espíritu de malevolencia, y que no demos cabida en nuestra alma al resentimiento, por
más que se nos deprima, se nos insulte y se nos calumnie. Necesitamos de una energía
moral indomable para hacer triunfar la gran doctrina. No podemos menospreciar a nadie
porque tenemos que convertirlos a todos. La Religión del altruismo no es para éstos o
aquellos hombres, para éste o aquel país, no viene a formar partido contra partido ni secta
contra secta: es para la Humanidad entera. Debemos tratar de ser modelos de virtud en
nuestra vida privada y en nuestra vida pública, elevándonos siempre en el amor, a fin de
ponernos en cuanto sea posible, a la altura de la santa doctrina. Que nuestras madres,
nuestras esposas y nuestras hijas se persuadan, por nuestra conducta ejemplar, de la
supremacía moral del positivismo. No usemos nunca de la sátira de Voltaire, si queremos
convertirlas, que así no haríamos más que desacreditar la Religión de la Humanidad.
Pero hasta Voltaire, que era la personificación de la sátira, tuvo sus momentos lúcidos.
Parece increíble que el hombre que profanó la santa memoria de Juana de Arco, gastando
veinte años de su vida en pulir sus versos impuros, haya podido escribir Alzira y Zaira,
sublimes dramas en que resplandece la más alta moralidad. Esas nobles inspiraciones
brotaron en el alma irónica de Voltaire después de haber conocido a Vauvenargues. Su
amistad con este joven privilegiado le hizo sentir la belleza de los afectos dignos y
generosos. Es el mismo Voltaire quien lo ha dicho.
A Vauvenargues le cupo el singular honor de mantenerse en una actitud edificante en
medio del siglo de la demolición. El precioso libro de sus máximas revela toda la grandeza
de su alma. Ahí se halla el profundo axioma moral de que los grandes pensamientos
parten del corazón, que bastaría por sí solo a su inmortalidad. Sin duda bajo la influencia
de Vauvenargues ha escrito Voltaire estas admirables palabras: "El moho de la envidia,
el artificio de las intrigas, el veneno de la calumnia, el asesinato de la sátira (si me atrevo
a expresarme así) deshonran entre los hombres una profesión (la de las letras) que tiene
por sí misma algo de divino.”
Están en un gravísimo error los que creen que se puede mejorar a la Humanidad por
medio de la sátira. Ella seca el corazón del que la emplea y no enmienda el corazón de
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nadie. Cuando un escritor emplea la ironía y el sarcasmo en las cuestiones más serias,
tiene dañado el corazón. Nunca ha de buscarse la verdad y el bien por ese camino. La
dignidad moral, hija de los sentimientos nobles y generosos, excluye todo espíritu de befa.
Además, el deseo sincero de moralizar a los hombres no es conciliable con esa irritación
y amargura que poseen, en general, los satíricos. El que tiene verdadero amor al prójimo
jamás se complace en pintar sus vicios. Los censura con energía, si se quiere, pero hace,
sobre todo, llamamientos a la virtud, con palabras dictadas por el altruismo. Son esos
santos llamamientos los que han conseguido siempre purificar y engrandecer el corazón
humano.
Augusto Comte, en su profundo conocimiento de nuestra naturaleza, nos dejó el consejo
de que estudiáramos los grandes místicos. Sabía que en ellos se encuentra la más rica
fuente de nobles y sublimes afectos.
Nadie ha alcanzado la perfección moral de esos seres privilegiados. Ellos poseían una
energía indomable para el bien. Desarraigando todo egoísmo de su corazón, lo hacían
arder en sentimientos puros y generosos. De ellos debemos aprender a amar.
Desgraciadamente los positivistas no sabemos sacar el provecho que debiéramos del
consejo del maestro. Nos irritamos a menudo y menospreciamos a los que no profesan
todavía la gran doctrina, siendo incapaces de persuadirla por nuestra falta de altruismo.
Nos olvidamos de lo que nos ha costado elevarnos hasta ella, y dejamos de profesarla en
la práctica. Pretendemos propagar el positivismo, fastidiándonos y encolerizándonos
porque no se le acepta de una vez, sin acordarnos de que las verdades morales no se
demuestran como las verdades físicas. Se puede demostrar con el corazón vacío una
verdad física, pero jamás una verdad moral. Solo el amor puede despertar el amor.
Lo que hizo trabajar más que nadie al gran San Pablo por la regeneración humana, fue
su amor infinito. De ahí sacaba, a pesar de su endeble constitución, esa fuerza
incontrastable que vencía todos los obstáculos. Ni el desprecio, ni las prisiones, ni los
azotes, ni la muerte, nada pudo detenerlo, iba de ciudad en ciudad anunciando la buena
nueva. Sus largos y difíciles viajes nunca lo fatigaron. Jamás tuvo un momento de
desmayo. La tristeza no tenía entrada en su alma, que siempre andaba contenta. Su amor
se encendía más y más en los peligros. Con su palabra de fuego solía persuadir hasta a
sus mismos carceleros. Su energía era invencible, su actividad prodigiosa, pero la bondad
inefable de su corazón velaba siempre todos sus pasos. Olvidado por completo de sí
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mismo, solo pensaba en los demás. Se hacía todo a todos para convertirlos a todos. El que
llegue a tener su amor podrá hacer por el positivismo lo que él hizo por el catolicismo.
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Muchas personas habrán leído los discursos pronunciados por M. Pasteur y M. Renan
en la sesión celebrada el 21 de abril de este año por la Academia Francesa. M. Pasteur
hacia su entrada en esa corporación, sucediendo a Littré. Con este motivo, ambos
discursos se han ocupado del positivismo, que Littré propagara en su parte filosófica.
M. Pasteur niega la realidad de la clasificación de las ciencias hecha por Augusto Comte,
y considera su ley sociológica de los tres estados, el teológico, el metafísico y el positivo,
como una afirmación gratuita. Dice además que no encuentra en el positivismo ninguna
verdad nueva. Y eso no le extraña porque, a su juicio, Augusto Comte no supo lo que era
el método experimental.
Necesitamos hacer un grande esfuerzo sobre nosotros mismos para no estallar de
indignación. Cuando se ha podido apreciar toda la alteza del genio de Comte y la
sublimidad de su obra, le cuesta a uno reprimirse ante el menosprecio que afectan, para
con ese mortal, grande entre los grandes, espíritus que le son tan inferiores. M. Pasteur es
sin duda un hábil experimentador; sus trabajos en el mundo de los microbios son muy
útiles a nuestro linaje, bajo el punto de vista material; pero querer equipararse con el genio
más ilustre que haya existido y sobreponerse a él, es una pretensión grotesca. Quédese en
buen hora en su laboratorio, prosiga sus experiencias, que sus servicios le serán
reconocidos en nombre de esa misma doctrina que él desconoce. Mas no penetre en un
terreno que no es el suyo, confiese su ignorancia en filosofía, en sociología y en moral, y
vuelva a sus microbios.
No es posible sostener que Augusto Comte no conocía el método experimental, siendo
el autor del Sistema de Filosofía Positiva. En esta obra que vale por sí sola más que todos
los trabajos de los especialistas juntos, las ciencias se hallan clasificadas según su
complicación creciente y su generalidad decreciente, en matemática, astronomía, física,
química, biología y sociología. Nadie ha podido desvanecer esta célebre clasificación tan
clara, tan lógica, tan verdadera, que es ya popular. Cada una de esas seis ciencias está
descrita ahí en todos sus lineamientos fundamentales, con el método que le es propio. A
la matemática corresponde especialmente, a juicio de Comte, el método de la deducción,
a la astronomía el de la observación, a la física el de la experimentación, a la química el
de la clasificación, a la biología el de la comparación y a la sociología el de la filiación.
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Según una frase de Arago que cita M. Pasteur en su discurso, Comte “no tiene títulos
matemáticos ni grandes ni pequeños.” Entendámonos: si Comte no encontró ninguna
nueva fórmula algébrica, ello no proviene de falta de conocimientos matemáticos, que los
poseía profundos, sino de que no había de consagrarse a cuestiones insignificantes,
cuando tenía delante las grandes cuestiones sociales y morales. Si bien se mira, al
comenzar nuestro maestro sus trabajos, la matemática estaba, en verdad, constituida.
Descartes con su geometría analítica, y, en seguida, Leibniz con su cálculo infinitesimal
habían cerrado, en cierto modo, el campo de los descubrimientos en esa materia. No son
los algebristas que se pierden en el detalle de las ecuaciones, olvidando el verdadero
espíritu de la ciencia, los sucesores matemáticos de esos dos grandes filósofos que
encontraron métodos generales para resolver las diversas cuestiones que se presentan.
Cábele, por el contrario, a Augusto Comte la honra de sucederles, cuando ha trazado con
mano segura la filosofía matemática. Y si Descartes y Leibniz pudieran revivir, serían los
primeros en admirar la amplitud y la profundidad de las concepciones de nuestro maestro,
en el mismo ramo que M. Pasteur cree con Arago que le era extraño.
Toda la lógica del espíritu humano se resume en este axioma de Comte: “inducir para
deducir, a fin de construir.” Y como en matemática es donde se realiza eso con mayor
claridad y precisión, Comte hace de esta ciencia la lógica por excelencia, incorporándole
los métodos surgidos en las otras ciencias. En ella se adquiere también la noción de lo
que es una verdad abstracta, que sin eso no se podría formular ninguna ley natural. Se
puede decir, con nuestro maestro, que Tales fue el primero que encontró un modelo de
ley natural, al descubrir que los tres ángulos de un triángulo cualquiera son iguales a dos
rectos, percibiendo una relación de constancia en medio de la diferencia de las
condiciones. De ahí que la matemática sea una escuela indispensable para nuestra
inteligencia. Es preciso pasar por ella para entrar en la astronomía y las demás ciencias.
Pero, si la matemática es la lógica por excelencia, el método propio de ella es la
deducción, pues apenas necesita de inducciones en corto número. Fortalecido el espíritu
humano con esa ciencia, penetra en la astronomía, y en fuerza de observaciones
minuciosas y repetidas, logra determinar el verdadero sistema del mundo, que se sujeta a
líneas construidas previamente en matemática. La observación es así el método
característico de la astronomía. Esta ciencia nos da, además, la mejor concepción del
orden natural, presentándonos un tipo real y sencillo en el sistema solar. De la matemática
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el vicio, el altruismo sobre el egoísmo, Y Augusto Comte, que a juicio de M. Pasteur nada
ha inventado, es el descubridor de esa verdad profunda, que no es reconocida aun
suficientemente. Ella nos permite fraternizar con las almas buenas de todos los países y
de todos los tiempos, que han obrado movidas del mismo sentimiento. Ella nos hace
venerar a Confucio, Moisés, San Pablo, y a toda la serie de hombres superiores que han
cooperado en el progreso moral del mundo, dentro de todas las creencias. Pero eso no
basta al genio de Comte, que ya fundara la filosofía positiva, y quiere construir el
porvenir. Levántase entonces a una altura que no había sido alcanzada por ningún mortal,
y elabora la Religión de la Humanidad. Nunca se había hecho en el mundo invento más
grande y sublime que éste.
Y, a propósito, haremos notar que Littré que aceptó un día la Religión de la Humanidad,
la rechazó en seguida. No habíamos querido hasta el presente decir nada sobre ese
afamado erudito, para que no se creyera que nos movía un sentimiento de odio. Sabemos
que las grandes verdades se establecen al fin con solo exponerlas, Pero como el
positivismo está personificado en Littré para la generalidad de los espíritus, nos parece
que debiéramos disuadirlos. Discípulo en un principio de Augusto Comte de quien
recibiera toda su educación filosófica, llegó a escribir, casi bajo el dictado del maestro,
las más bellas páginas que hayan salido de su pluma. Pero, como las esperanzas que
abrigara Comte sobre el triunfo próximo de su gran doctrina no se realizaran, Littré perdió
su fe en ella y la renegó. Podría olvidarse su defección, si después de la muerte del
maestro, no hubiera escrito un libro en que lo presenta como un hombre egoísta, y en que
se empeña en sostener que la más grande de sus obras, el “Sistema de Política Positiva”,
es fruto de la decadencia de su espíritu. Con el prestigio que le dieran sus trabajos de
erudición ha conseguido hacer creer eso casi a todo el mundo, Y se puede decir que la
obra capital de Comte es desconocida dentro y fuera de Francia. No es esto todo. Se ha
atrevido a perseguir, hasta en los tribunales, la veneranda memoria de nuestro maestro,
llegando a declarar que Comte estaba loco cuando hizo su testamento, en que instituye
una junta de discípulos para que velen sobre su gran, doctrina. Littré hubiera deseado
destruir todo lo que se relacionaba con la Religión de la Humanidad.
Comte tiene en su catecismo este profundo pensamiento, de que nadie es juzgable sino
después de su muerte, porque el bien que se ha hecho puede ser más que compensado por
el mal que se puede hacer. Tal es el caso de Littré. Propagó la filosofía, pero en seguida
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el brillante ropaje de su estilo todo el vacío de su alma. Su solo mérito, son las dotes
literarias que, por desgracia, hacen hoy perdonar tantas cosas. En cualquiera de sus libros
se le nota inquieto, vacilante, sin saber a punto fijo lo que afirma ni lo que niega. Es, en
una palabra, la personificación del espíritu de nuestra época que huye de las convicciones.
De ahí que Mr. Renan sea más incapaz que nadie de comprender el genio de Comte y la
novedad, la verdad y la grandeza de su obra.
La Religión de la Humanidad es profesada ya por muchos hombres de diversos países y
cuenta en Francia con un grupo selecto de verdaderos franceses. Ahí está el corazón de
ese gran pueblo. Día a día se convierten nuevas almas al positivismo completo. Y no
pasará mucho tiempo sin que veamos encarnarse la sublime doctrina en esa generosa
nación que sabe realizar las grandes cosas. Cuando eso acontezca, la suerte de nuestro
linaje estará fijada para siempre. La Francia, a pesar de sus errores, es el maestro de los
demás pueblos, porque es el más humano de todos. Si la revolución de ochenta y nueve
no pudo trasformar al mundo, ello provino, de que, con todas sus nobles aspiraciones,
tenía demasiado odio al pasado para concebir claramente el porvenir. No sucede eso con
la Religión de la Humanidad. Su concepción del pasado es tan profunda como su
concepción del porvenir, Y en nombre de esa doctrina suprema desarmará la Francia a la
Europa, y unirá a todos los pueblos del planeta, bajo la misma religión, haciendo
fraternizar a las tres razas humanas, la blanca, la amarilla y la negra. Entonces, muchos
de los espíritus que hoy desconocen a nuestro maestro yacerán en profundo olvido, y
Augusto Comte, el más ilustre de los mortales, presidirá radiante de gloria los destinos
eternos de la Humanidad.
Carlomagno 9 de 94. (Junio 26 de 1882.)
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En el número del primero de agosto de la Revue des deux mondes, aparece un artículo
de Mr. Caro con este epígrafe: Le prix de la vie humaine et la question du bonheur dans
le positivisme. El artículo ha sido escrito a propósito de un libro de Mr. Willian Mallock
que lleva por título Is life worth living?—¿La vida vale la pena de ser vivida?—Esta obra
es una sátira contra el positivismo. Mr. Mallock podrá tener su conciencia muy tranquila,
pero no por eso deja de ser responsable del daño que haga a la Humanidad, desviando a
ciertas almas de la verdadera Religión, con el miedo al ridículo. No comprendemos que
se intente satirizar una doctrina tan sublime, a menos de tener el alma llena de miserias,
sin un noble sentimiento. Si la sátira fuera permitida hoy, nadie la merecería mejor que el
desgraciado que pretende minar la obra eterna del incomparable genio de Augusto Comte.
Pero hace tiempo ya que el más notable de los satíricos del siglo, en un momento feliz,
condenó a muerte la sátira por creerla indigna del progreso que hemos alcanzado.
Viniendo al artículo de M. Caro, él no pasa de ser el trabajo de un escritor, cuyo talento
consiste solo en hacer frases elegantes. Ahí no se encuentra ni la lógica de las ideas, ni el
vigor de los pensamientos, ni, sobre todo, esa profunda sinceridad del alma que busca la
verdad y el bien. M. Caro diserta sobre las cuestiones más graves con el corazón ligero,
revelando así que le son indiferentes los destinos de la Humanidad. No se cuida de si sus
escritos van a aumentar la anarquía actual, con la desconfianza que pueden despertar
respecto de la gran doctrina capaz de remediarlo todo. Siente la necesidad de escribir,
tiene gusto en ello, y lo hace como quien jamás ha sido tocado de las nobles emociones
que engrandecen el espíritu.
M. Caro comienza su artículo aseverando que “el antiguo positivismo no existe ya.”
Aunque no precisa bien su pensamiento parece que entiende por “antiguo positivismo” la
Religión de la Humanidad. Es de advertir que la vaguedad de los conceptos de M. Caro,
nos hace creer que no conoce la doctrina de Comte más que de oídas, sin haber leído el
Sistema de Política Positiva, Si M. Caro supiera por un estudio profundo de la historia, la
marcha que tienen las grandes doctrinas, no diría que el positivismo está muerto. En
medio de la indiferencia general y a pesar de las malhadadas preocupaciones que le
cierran el camino, sigue convirtiendo día a día nuevas almas. Las naturalezas generosas
no bien lo conocen cuando lo aceptan. Pero los que teníamos secado el corazón por los
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malos hábitos, hemos necesitado de años para transformarnos. Sin esa completa
regeneración moral, no es dable entrar al positivismo. Lo rehuimos en tanto que los
sentimientos delicados, nobles y sublimes, están fuera de nuestra alma. De modo que
todos los seres capaces de hacer predominar el altruismo en su corazón, vendrán tarde o
temprano a la gran doctrina, en que está vinculada la suerte del género humano, Es cierto
que el movimiento positivista se hace sin ruido, porque la Religión de la Humanidad que
va en busca del mejoramiento moral y social del mundo, no halaga las pasiones de nadie.
Mas lejos de estar muerta la verdadera doctrina del maestro, como piensa M. Caro,
alcanza poco a poco una vida nías vigorosa y ha de llegar el día en que sea la creencia de
todos los hombres.
De tal manera falsea M. Caro la gran doctrina, que le hace el cargo de negar la historia,
suponiendo que quiere edificar el porvenir desechando todas las influencias del pasado.
Nadie ha interpretado mejor la historia que Augusto Comte. Su doctrina contiene la más
profunda apreciación del desenvolvimiento de la Humanidad. Ahí se hace cumplida
justicia a todas las instituciones que, según el tiempo y el país, han influido en el progreso
del mundo. Demasiado clara es la gran concepción de Comte, de que para que surgiera el
positivismo, hemos tenido que experimentar primero la acción del fetichismo, del
politeísmo y del monoteísmo, que han perfeccionado sucesivamente al género humano.
Así es que el positivismo, en vez de desconocer la obra del pasado, no hace sino recibir
respetuosamente su herencia.
M. Caro le achaca además al positivismo el que haya destruido los dogmas
sobrenaturales sin que sea capaz de reemplazarlos. Desde luego, el positivismo no los ha
destruido, que los ha encontrado muertos. En cuanto a que pueda reemplazarlos, no cabe
duda alguna, como que satisface mejor que cualquiera otra doctrina al sentimiento, a la
inteligencia y a la actividad, los tres atributos que constituyen la naturaleza humana, Pero
M. Caro no sospecha siquiera el espíritu de las religiones. Ignora por completo cuál ha
sido su verdadera importancia, lo que las hace respetables. Si hubiera estudiado el
positivismo, sabría que esos dogmas que cree irreemplazables no son más que las formas
transitorias que ha tomado la aspiración eterna del hombre al engrandecimiento moral.
Esa aspiración es la esencia de las religiones. El fuego sagrado de los que anhelan el bien
ha dado vida a esas creencias, en las diversas épocas, mejorándose así la suerte de nuestro
linaje. Ahora que la misión de las doctrinas teológicas estaba terminada, cúpole a Augusto
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Comte la gloria suprema de encontrar la fórmula definitiva del progreso moral del mundo,
en la Religión de la Humanidad.
Otro de los cargos que hace M. Caro al positivismo es el de carecer de ideal; pero luego
se contradice en el mismo artículo con motivo de una hermosa poesía de la célebre
escritora inglesa Jorge Elliot (Miss Evans). Esta mujer superior, dotada de las más bellas
prendas de espíritu y de corazón, ha consagrado su brillante pluma a encaminar los
espíritus hacía la Religión de la Humanidad, por medio de admirables novelas. En la
poesía a que se refiere M. Caro, la noble escritora expresa la profunda emoción que se
experimenta al identificarse con todas las grandes almas del pasado que han vivido para
la Humanidad, y el santo aliento a trabajar por el porvenir que infunde su recuerdo
glorioso. Ahí se halla este sublime deseo de su corazón: “Ser para otras almas el cáliz de
valor en alguna grande agonía, encender generosos ardores, alimentar amores puros,
producir sonrisas exentas de crueldad, ser la dulce presencia del bien por todas partes
difuso y en su difusión siempre más intenso.” Pero todo esto, que ha sido inspirado por
el positivismo, a quien M. Caro trataba poco antes de material, le parece ahora muy vago.
Su helado corazón no puede comprenderlo.
Todavía dirige M. Caro al positivismo otro reproche infundado, porque se sirve de
muchas palabras de las antiguas creencias en un sentido diverso. Nada le hace tanto honor
a la doctrina definitiva como eso; pues así manifiesta su profunda simpatía por el pasado
que le ha abierto el camino. ¿Por qué había de crear nuevas voces cuando tenía las
antiguas, consagradas por nobles usos? Solamente los que desconocen la misión benéfica
cumplida por la teología, pueden protestar del empleo que hace de su vocabulario el
positivismo.
Para terminar con las objeciones de M. Caro al positivismo, diremos, en fin, que trata
de errónea su concepción de la felicidad, que nuestro maestro hace consistir,
identificándola con el deber, en el triunfo del altruismo sobre el egoísmo. Esa concepción
está basada, sin embargo, en un conocimiento profundo de la naturaleza humana. Los
verdaderos goces nacen solo de los nobles afectos; y los seres más felices de la tierra han
sido siempre los que más amaron. Pero M. Caro se halla tan lejos de comprender la gran
doctrina, que cree que si la sociedad llega a ser positivista, el suicidio será cosa corriente.
No sabe, sin duda, que el positivismo, cuyo lema sagrado es; el amor por principio y el
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orden por base; el progreso por fin; coloca a los suicidas junto con los duelistas y los
asesinos entre los réprobos de la Humanidad,
Ante el glorioso estandarte levantado por el positivismo para conducir al género humano
a la verdadera felicidad, M. Caro no se contenta con permanecer indiferente. Quisiera
desviar a las almas que pudieran seguirlo. ¿Para llevarlas a dónde? No lo sabe. Y por lo
que a él respecta, se queda esperando después de sus absurdos ataques a la Religión de la
Humanidad, que algún pensador atrevido descubra el alma y Dios. Así lo dice en su
artículo. Triste manera de concebir el deber de la hora presente.
Descartes, 21 de 94. (Octubre 28 de 1882.)
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EL SUICIDIO
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EL DESAFÍO
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LA MASONERÍA
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EL SOCIALISMO
Entre las muchas dificultades que viene a remediar el positivismo se halla la del
socialismo. El origen de este, en la aspiración del proletariado a mejorar su triste
condición, no puede ser más legítimo, Pero la solución propuesta de la comunidad de
bienes es errónea. El positivismo desecha todo examen sobre la adquisición primera de
los capitales, que solo conduciría a perturbar el orden social, y se concreta a exigir su
buen empleo. El sienta este principio sociológico tan profundo como verdadero, de que
la riqueza es social en su fuente y debe serlo en su destinación, aunque ha de estar
apropiada individualmente. Conserva, además, la separación entre los empresarios y los
obreros; pero mira a los primeros como simples administradores del capital humano,
moralmente responsables de su gerencia. Los empresarios deben dirigir los capitales
teniendo siempre en vista el bienestar social. No pueden, por lo tanto, sin hacerse reos
ante la Humanidad, ni oprimir a los obreros con trabajos mortíferos, ni burlarlos con
salarios nulos. Como lo decía nuestro augusto maestro, que amó de veras al pueblo más
que nadie, es preciso que el proletariado que hasta ahora solo se halla acampado en la
sociedad moderna, se vea incorporado a ella. La Religión de la Humanidad hará esta obra
de suprema justicia.
En medio de la orgía del libre pensamiento y de la comedia actual del catolicismo y del
protestantismo, la voz solemne del positivismo no ha querido ser escuchada. Hace treinta
años que la gran doctrina está llamando a todos los hombres a la regeneración completa
de la sociedad. En vano les habla en nombre de la Humanidad para que depuesto todo
espíritu militar y todo espíritu teológico, se consagren con amor al establecimiento del
régimen sociocrático. Los libres pensadores en cuyas manos se halla por todas partes la
dirección de los negocios públicos, han hecho de la Europa un campamento. La guerra,
indigna de nuestra época, que tantos males lleva causados, está a punto de estallar de
nuevo más espantosa que nunca. Mientras tanto el teologismo católico y protestante,
convertido en instrumento servil de los gobiernos y desprovisto de moral social, no se
avergüenza de entonar Te Deum sobre las grandes matanzas humanas.
¿Qué tiene de raro en presencia de ese espectáculo inmoral dado por los gobiernos y el
teologismo, que el proletariado, tantas veces frustrado en sus esperanzas, haya caído en
el anarquismo? Parece que se trata de organizar una coalición de todas las potencias
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doctrina. Con el positivismo religioso, pueden ser reunidos todos los habitantes del
planeta en un mismo sentimiento, en un mismo pensamiento, en una misma acción,
realizándose al fin de ese modo la verdadera fraternidad humana.
Solo la unidad de creencias es susceptible de armonizar a todos los hombres. Y esa noble
aspiración que tuvieron un día los católicos y que animó a los revolucionarios del 89, pero
que ni unos ni otros pudieron realizar, a causa de la insuficiencia de sus doctrinas
respectivas, será llevada a cabo por los positivistas. La Religión de la Humanidad ha de
triunfar por la fuerza de la persuasión, conduciendo a nuestra especie al más alto grado
de bienestar y de esplendor. Cuando eso pase, Augusto Comte será venerado de todos los
mortales, que verán en él al fundador de la doctrina definitiva que, extinguiendo el
teologismo y la guerra, unió a los hombres por la ciencia y el amor.
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Estas líneas de Augusto Comte corresponden al cuadro precedente. Ellas explican las relaciones del
cerebro con el cuerpo y con el mundo exterior.
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NOTA A LO ANTERIOR
Este cuadro del dogma lo hemos arreglado conforme a la división ternaria de Lógica,
Física y Moral que hizo Augusto Comte en su “Síntesis subjetiva”. El cuadro que se halla
en su Catecismo positivista, obra muy anterior a la Síntesis, se basa en la división binaria
de Cosmología y Sociología.
Hemos puesto como subtítulos de Lógica, Física y Moral, las palabras Espaciología,
Geología y Antropología, que manifiestan etimológicamente los estudios respectivos de
las tres ciencias. Ya el maestro había hecho la advertencia en cuanto a las dos últimas,
recomendando se usaran desde que se hubieran regenerado de la estrecha significación
que tienen al presente, para indicar solo la ciencia abstracta. Por lo que hace a la palabra
Espaciología, la introducimos, a pesar de su composición heterogénea de un elemento
latino y otro griego, porque se armoniza, en cierto modo, con las otras dos.
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NOTA A LO ANTERIOR
El cuadro sociolátrico que precede, hecho por Augusto Comte, contiene el culto
abstracto del positivismo, que se celebrará en el régimen normal, preparándonos a ello
por el culto concreto, según el calendario histórico.
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CALENDARIO HISTÓRICO
Este calendario, hecho por Augusto Comte, lo usarán los positivistas, según el consejo
del maestro, todo el tiempo que dure la transición, a fin de preparar por medio del culto
concreto, el culto abstracto del régimen normal.
La era del calendario histórico es el primer día de enero de mil setecientos ochenta y
nueve, año de la revolución francesa.
Acompaña a este calendario, en las dos columnas de la derecha, la correspondencia
católica de los años ordinarios y bisiestos. Como todos los años positivistas sean
exactamente idénticos, dada su división en trece meses de cuatro semanas cabales, este
calendario puede servir para cualquier tiempo. El día que sobra de los trece meses en los
años ordinarios, tiene el nombre especial de día de los muertos y el que le sigue en los
bisiestos se llama día de las santas mujeres.
Hasta que se haya generalizado el uso de este calendario, será conveniente agregar a la
fecha positivista, la católica.
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ADVERTENCIA
Esta biblioteca selecta ha sido formada por Augusto Comte el año 1852. Hemos puesto
en castellano el título de todas las obras, aunque muchas de ellas no hayan sido traducidas
a este idioma. La agrupación de varias de esas obras en un volumen es una indicación del
maestro para que sean editadas en esa forma.
Augusto Comte aconseja que se haga lo posible por leer las obras poéticas en el idioma
en que han sido escritas, sobre todo, las italianas.
Desde la época en que formó el maestro esta biblioteca, se han efectuado algunos
progresos en la Física, la Química y la Biología. Helmholtz es el que más se ha distinguido
en la Física. En la química sobresalen Berthellot, Schützenberger, etc. Y en la Biología
descuellan Claudio Bernard, Brown-Sequard Ludwig, Virchow, Charcot, Vulpian,
Bouchard, etc. Pero haremos notar que ninguno de ellos ha podido realizar la síntesis de
la ciencia especial que cultivara, por ser ajenos al positivismo. En verdad, toda síntesis
parcial depende de la síntesis general, como lo dijo el maestro con su penetración
característica. Si bien se mira, lo más notable que se ha hecho en Biología son los dos
siguientes libros de Jorge Audiffrent, discípulo de Augusto Comte: “Du cerveau et de
l’innervation” “Des maladies du cerveau et de l’innervation.”
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-La Historia de las Flegmasías Crónicas por Broussais, precedida de sus Proposiciones
de Medicina y de los aforismos de Hipócrates, sin ningún comentario.
-Los Elogios de los Sabios, por Fontenelle y Condorcet.
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-La Filosofía Positiva de Augusto Comte (condensada por Miss Martineau), su Política
Positiva, su Catecismo Positivista y su Síntesis Subjetiva.
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