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Elogio del baldío

Por Héctor Carrer

“Nuestro lugar es el que habíamos creado,


pedazo de cielo y tierra abandonados,
disimulados debajo de un yuyal.
Y pusimos los arcos, colgamos las estrellas,
dividimos el mundo con líneas y con cal.”

Los barrios suburbanos, desprovistos de parques y paseos, solían


compensar sus carencias de plazas con abundancia de baldíos,
cortadas y potreros. Herederos pobres del abandono, un baldío
adquiría otra dignidad cuando era colonizado por un grupo de
chicos.

Nuestro baldío era un tramo de doscientos metros de calle sin


asfaltar. En una parte de la calle vecinos dedicados habían
cortado el pasto y puesto plantas; en otro sector el yuyal crecía
en ecológica libertad. Era perfecto. En la parte urbanizada
jugábamos juegos de pelota y otros que requerían un espacio
despejado, en cambio, en los distritos salvajes, la naturaleza
nos ofrecía la intimidad de refugios improvisados y variedad de
especies desconocidas que explorábamos con obsesión
darwiniana.
Las estaciones y las horas del día le daban a nuestro baldío,
colores y aromas diferentes. No era lo mismo la quema de
pastos que los mayores hacían en las nochecitas de enero para
aliviar el acoso de los mosquitos, que el incendio de la pila de
hojarasca en las tardes ocres de otoño.

Allí nos asombramos con el ciclo de la vida cuando descubrimos


aquel zapallo que creció casi espontáneamente - el que
cuidamos y luego comimos-, o con el nacimiento de gatitos, o la
muerte de un viejo perro vagabundo; allí aprendimos de los
bichos de luz en febrero, de las mariposas en septiembre, de la
eterna lucha entre escarabajos y hormigas, de la asombrosa
transformación de los renacuajos en sapos, de la fiereza de la
ortiga, de la generosidad del berro y de la acelga, de la timidez
del bicho bolita…

La patria de nuestra infancia fue inmensamente generosa con


nosotros, nos proveyó la madera de nuestros arcos y flechas, el
pasto para los reyes magos, el barro de nuestras alquimias y los
charcos que estrenaron mis primeras botas.
La naturaleza, bastante más que un lugar de juego
“Si yo no viviera en la ciudad
quizás vería el árbol sucio donde iba yo a jugar.”
Silvio Rodriguez

El baldío era nuestro campo de juego, tanto en el sentido físico


como conceptual del término. Si como afirma Graciela
Scheines, para fundar el orden lúdico es necesario interrumpir
el de la vida ordinaria, ese terreno abandonado funcionaba
como un círculo mágico, un espacio de ruptura con la
cotidianidad de nuestras casas, los padres, los maestros y las
jerarquías. El encuentro con los amigos tenía un momento
necesario de caos, de vacío que precedía al juego.

Nuestro baldío no solo era el lugar donde jugábamos, era el


sitio donde instaurábamos un campo lúdico, un campo complejo
y rico en situaciones y elementos que invitaban a hacer juego
con ellos. Un sitio de construcción de vínculos entre nosotros y
también con el medio, con los animales, las plantas, el sol, el
aire, la tierra… Al decir de Alejandro Dolina: “un teatro de
acontecimientos más rico y más amplio” en el cual lo
imprevisto y la aventura aun es posible.

Cada vez que llovía, en los charcos que se formaban aparecían


mojarritas. Las capturábamos usando coladores robados de las
cocinas de nuestras mamás y las llevábamos a nuestras casas,
las poníamos en un balde en el que instalábamos arena y
plantitas y las mirábamos crecer.

El juego en la naturaleza nos hizo más humanos, amplió nuestra


comprensión del mundo natural y cultural. Los ritmos y los
ciclos de la naturaleza se fueron revelando en los olores,
colores y actividades humanas que se sucedían sin interrupción.
En las láminas escolares nos explicaban el otoño, en el baldío lo
vivíamos.

Curioso proceso del juego en la naturaleza, aquel que aun


suspendiendo la cotidianeidad nos ayudó a comprender un poco
mejor el mundo y sus realidades. Lamentablemente algunos
adultos suelen confundir la lógica propia del juego con evasión
de la realidad.
La necesidad de jugar en la naturaleza y la posibilidad material
de lugares y contextos para hacerlo
“Para abrirse al exterior sin perderse, debe el hombre hacer juego;
no limitarse a tratar las realidades que lo rodean como si fueran objetos,
sino comprometerse en el juego a que ellas lo invitan.
La formación del hombre se va realizando a medida que crea relaciones de encuentro.
El fenómeno de encuentro supera en años luz a la mera vecindad física.” [1]

Si bien es cierto que, casi todo sitio puede ser un lugar apto
para el juego, y que aún el más árido de los espacios puede ser
resignificado por la mirada y la actividad lúdica, el ámbito
natural es un contexto especialmente rico, en el cual los niños
tienen más oportunidades de ejercitar y crear nuevas
estructuras cognitivas.

Lamentablemente el crecimiento de nuestras ciudades , la


progresiva desaparición de los barrios, las cortadas, baldíos y
potreros; el problema de la inseguridad y la irrupción de la
industria del juicio (en el ámbito de la educación formal y no
formal) hacen que los niños tengan cada vez menos
oportunidades de acceder a ambientes naturales.

"El método scout tiene a la naturaleza


como su escenario principal."
El derecho a lo agreste
“El puente sin río. Altas fachadas de edificios sin nada detrás.
El jardinero riega el césped de plástico.
La escalera mecánica conduce a ninguna parte.
La autopista nos permite conocer los lugares que la autopista aniquiló.
La pantalla de la televisión nos muestra un televisor que contiene otro televisor,
dentro del cual hay un televisor.” [2]

El diseño de los parques debería contemplar la instalación de


espacios más agrestes, sitios que al igual que los juegos de
plaza o los areneros, brinden a los niños la posibilidad de jugar
e interactuar en un medio natural distinto al urbanizado. Es lo
que Gianfranco Zavalloni [3] denomina “el derecho de los niños
y niñas a ser agrestes, a construir un refugio en el bosque, a
tener escondites y árboles por los que trepar.”

Tal vez humanizar nuestras ciudades sea no solamente


contemplar un diseño a escala más humana, pensada para todos
los que la habitan, sino también un espacio urbano en el que lo
agreste “la invada” y se instale como un museo viviente que nos
recuerde lo que fue ese sitio antes de convertirse en la ciudad
que es hoy .

Claro que para eso, entre otras cosas, debiéramos cambiar la


definición de baldío que encontramos en el diccionario.
Donde dice:
Baldío: tierra que está sin cultivar y sin cuidado. Vano, sin motivo.
Debiera decir simplemente algo así como:
Baldío: tierra de juego.

Héctor Carrer
Mar del Plata, 14 de enero de 2005.
Bibliografía
o Harf, Ruth. (2004). Si este no es el juego: ¿el juego dónde está?. Preguntas y
no repuestas. Buenos Aires. Ediciones Novedades Educativas.
o Dolina, Alejandro. (2004). El libro del fantasma. Buenos Aires. Coligüe.
o López Quintas, Alfonso. (1986). Creatividad y educación. La juventud entre el
vértigo y el éxtasis. Buenos Aires. Editorial Docencia.
o Galeano, Eduardo. (1998). Patas arriba. La escuela del mundo al revés. Buenos
Aires. Catálogos.
o Gore, Ernesto y Cosco, Nilda (compiladores). (1988). El Derecho del niño a
jugar en las grandes ciudades. Buenos Aires. Fundación Roberto Noble.
o Scheines, Graciela (2003). Juegos Inocentes Juegos Terribles. Buenos Aires.
Eudeba.

[1] Lopez Quintas, Alfonso. (1986). Creatividad y educación. La juventud entre el


vértigo y el éxtasis. Buenos Aires. Editorial Docencia.

[2] Patas arriba. La escuela del mundo al revés. Eduardo Galeano. Catálogos. Buenos
Aires. 1998.

[3] La Pedagogía del Caracol. Por una escuela lenta y no violenta. Grao. Barcelona.
2011

Héctor Carrer
Pedagogo. Director educativo de Tierra de Juego.
Consultor para Organizaciones Scouts Nacionales de América y Caribe.
Scout y jugador.

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