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La balsa de piedra, nº 8, julio-septiembre 2014, p. 5.

ISSN: 2255-047X

" El romanticismo de Isaiah Berlin"

"The romanticism of Isaiah Berlin"

José Andrés Fernández Leost

(Euro-Mediterranean University Institute -Malta, Marruecos, España-, Fundación Carolina -


España-, Fundación Gustavo Bueno -España-; jfernandezleost@hotmail.com)

Resumen: El historiador de las ideas británico de origen letón, Isaiah Berlin, ofreció
una aproximación clara y accesible al movimiento romántico en una serie de charlas -las
conferencias A. W. Mellon- que impartió en 1965, recogidas posteriormente por su
editor Henry Hardy en el volumen Las raíces del romanticismo (1999). La tesis de
Berlin consiste en que desde el punto de vista filosófico el romanticismo supuso la
mayor transformación de la mentalidad occidental moderna. Algunos de los principios
del romanticismo concuerdan con el carácter de su propio pensamiento, fundamentado
en un pluralismo epistemológico que rechaza la conmensurabilidad axiológica (ya se
trate de valores morales, ya estéticos) así como la creencia en un conocimiento humano
definitivo. Esta postura, que no hace de Berlin un relativista, le convierte en un autor
especialmente adecuado para estudiar el fenómeno. Debe advertirse que la exposición
que Berlin realiza en esta obra no responde a la pormenorizada requisitoria de un
estudio académico, sino que se ajusta a la naturaleza oral a la que estaba destinada. No
por ello el análisis pierde rigor, y se centra sucesivamente en el contexto socio-histórico
en el que surgió el movimiento, los factores que lo determinaron, los filósofos que lo
apuntalaron y la enorme influencia que tuvo ulteriormente.

Palabras clave: Isaiah Berlin, romanticismo, pensamiento occidental, idealismo alemán.

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Abstract: The historian of the British ideas of Latvian origin, Isaiah Berlin, offered a clear and
accessible approach to the romantic movement in a series of talks - the A. W. Mellon lectures -
that took place in 1965, subsequently covered by its editor Henry Hardy in a volume called The
roots of romanticism (1999). The thesis of Berlin is that from a philosophical point of view the
romanticism was the greatest transformation of the modern western mindset. Some of the
tenets of romanticism are consistent with the character of its own thought, based on an
epistemological pluralism that rejects the axiological commensurability (whether moral values,
because aesthetic) as well as the belief in a final human knowledge. This position, which does
not make Berlin a relativist, makes him an author especially suitable for studying the
phenomenon. It should be noted that the exposure that Berlin performed in this work does not
respond to the identities of a detailed academic study, but that is adjusted to the oral nature to
which it was intended. Why not the analysis loses rigor, and focuses successively in the socio-
historical context in which the movement emerged, the factors that determined, the
philosophers who propped up and the enormous influence he had subsequently.

Keywords: Isaiah Berlin, romanticism, western thinking, german idealism.

Antes de entrar en materia, Berlin constata la falta de consenso que se ha venido produciendo
en torno a la definición del romanticismo, al cual se le han atribuido multitud de rasgos
dispares, a menudo contradictorios entre sí. Desestima así la propuesta de A. O. Lovejoy, quien
consideraba que el primitivismo y el dandismo eran sus dos notas esenciales. Dicha falta de
acuerdo no cuestiona a juicio de Berlin la existencia del objeto de estudio. Y, conforme a su
visión de historiador, contrapone las nuevas tendencias que despuntaban a finales del XVIII con
el pensamiento ilustrado que caracterizó a esta época. Según explica, gracias a los avances
alcanzados por las ciencias positivas y a la labor que, en paralelo, desarrollaron los
enciclopedistas franceses, se vivía en un momento de confianza en la razón, al punto de que se
creía que mediante ella podía llegarse al conocimiento total del mundo. Este tipo de modelo
explicativo de corte matemático, recuerda Berlin, ya había sido puesto en circulación en la
Antigua Grecia, con la obra de Platón. Más adelante, Descartes, Galileo, o Spinoza
contribuyeron a consolidarlo, presuponiendo que, a través del método racional, los hombres
podrían conocer las leyes universales de un mundo igualmente racional. Tal tradición de
pensamiento fue la que cuajó en el XVIII, instaurando un clima de opinión persuadido de que las
virtudes de la razón universal posibilitarían el progreso humano ilimitado. Pues bien, es
precisamente frente a este sistema de creencias ante el que se va a levantar el romanticismo, en
un giro que, lejos de quedarse en la mera reacción, articulará una cosmovisión alternativa cuya
energía perdura hasta la actualidad.

I. La Ilustración, referencia obligada.

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I. Berlin se detiene en primer lugar en el análisis de la Ilustración, a fin de detectar aquellos
principios desde los que, por contraste, va a gestarse el programa romántico. Así, nuestro autor
condensa en los siguientes tres enunciados los fundamentos del planteamiento ilustrado: i) toda
pregunta de carácter genuino puede resolverse; ii) todas las respuestas son cognoscibles y
pueden descubrirse por medio de la razón; y iii) todas las respuestas pueden ser compatibles
entre sí. De aquí se sigue la convicción de que resulta plausible alcanzar una descripción final
del orden natural (1). Pero la singularidad del pensamiento ilustrado no se limita a asumir dicha
hipótesis, colegida de la obra newtoniana, sino que presume que la misma lógica puede aplicarse
sobre el orden social. En consecuencia, ganan crédito los diseños basados en la ingeniería social,
dándose por válida y congruente la compaginación entre distintos valores –vg., la tríada de la
revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. No obstante, la cosa no acaba aquí: a su
vez, el mismo enfoque se replica sobre el plano estético, de modo que las obras de arte deben
reproducir la armonía ideal que se oculta tras la naturaleza. Dada la importancia nuclear de este
ámbito en el romanticismo, Berlin ahonda en las teorías estéticas de Joshua Reynolds y Johann
J. Winckelmann, representantes de la visión ilustrada. El primero pensaba que el pintor, más
que reflejar la realidad externa, debe plasmar una naturaleza perfeccionada, pero en tanto
intuye que esa idealización equivale al propio propósito de la naturaleza. Del mismo modo,
Winckelmann -admirador de la estética clásica- estimaba que los artistas habían de revelarnos el
sentido oculto de la misma, identificando de nuevo realidad e ideal. Estas reflexiones diferirán
de las teorías que, a finales del XVIII elaborarán los idealistas alemanes, quienes, frente al tono
abstracto de los ilustrados, introdujeron un enfoque histórico que mitigaba esos planteamientos
geométricos, atemporales. De hecho, recuerda Berlin, entre los ilustrados ya hubo quienes
señalaron algunas grietas en la pulcra imagen del mundo que proyectaban. Una de las máximas
figuras de la ilustración escocesa, David Hume, se desmarcó del cartesianismo imperante
proponiendo en su lugar una epistemología empírico-escéptica que incluso ponía en cuestión la
idea de causalidad y, por ende, la posibilidad de describir la realidad de acuerdo a
concatenaciones lógicas. En Francia, Montesquieu realizó en su Cartas Persas un estudio
comparativo que evidenciaba la diversidad de las costumbres e instituciones humanas,
perturbando las clásicas concepciones inmutables. Diderot reconocía la existencia de impulsos
irracionales en el hombre, visibles en los criminales y artistas, y que el genio sabría domeñar –
introduciendo ya una de las categorías románticas por excelencia. Por último, es obvia la
influencia de la doctrina igualitaria y del mito del buen salvaje del filósofo ginebrino Rousseau
sobre el movimiento romántico, si bien Berlin reduce su impacto: a su parecer el pensamiento
de Rousseau se ajusta a las coordenadas ilustradas puesto que, pese a subrayar el peso de las
pasiones humanas y resultar políticamente más radical, su discurso se mueve dentro del
horizonte del racionalismo ilustrado.

II. Alemania y el revés de la Ilustración.

Sin menoscabo de lo antedicho, la arremetida genuina contra el espíritu ilustrado procedió del
romanticismo alemán. Antes de sumergirse en las ideas principales desde las que este se

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levantó, Berlin nos sitúa en contexto, presentándonos la imagen política y sociocultural de la
Alemania de los siglos XVII y XVIII mediante la que se explica la aparición del movimiento. Según
relata, a diferencia de lo sucedido en otros lugares de Europa, Alemania no logró conformarse
como un Estado compacto y entretejido (la unificación data de 1871); además, el impacto de la
Guerra de los Treinta Años, que culminó con la Paz de Westfalia, desarboló todavía más su
cohesión, provocando el ensimismamiento de la cultura alemana y su acomplejamiento respecto
de la producción científica y artística francesa. Desde el punto de vista filosófico el pensamiento
alemán se sumió en un escolasticismo luterano un tanto estéril, aunque desde su interior se
fraguó el movimiento pietista –precedente inmediato del romanticismo. El pietismo postulaba
la relación íntima del hombre con Dios basada en el conocimiento profundo de la Biblia, y hacía
hincapié en la relevancia de la vida interior frente a la ostentación social. Asimismo,
recomendaba el repliegue individual sobre uno mismo a fin de eludir los males del mundo
externo. En el movimiento pietista encontramos anticipado un anti-intelectualismo o, mejor,
una prevalencia del ámbito sentimental como dimensión privilegiada para acceder al
conocimiento, que encontrará su formulación sistemática más acabada en la obra de Schelling.
En sintonía con esta tendencia, Berlin cita la siguiente proposición del teólogo y obispo de la
Iglesia Morava en Berlin, Nicolaus L. von Zinzendorf: “Aquel que intenta comprender a Dios con
su intelecto se volverá ateo”, enunciado que recuerda a aquel otro que formulara Tomás de
Kempis: “Más vale sentir la compunción que saber definirla”. Al margen de este credo, la
caracterización de la atmósfera cultural alemana que realiza Berlin incide en el contraste entre la
procedencia social, generalmente humilde, de los estudiosos alemanes, frente a la condición
aristocrática o cuando menos, sensible al refinamiento de la élite social propia de los ilustrados
franceses, lo que no hacía sino irritar a los primeros.

III. Hamann y Herder, fundadores del romanticismo.

La anterior aproximación al panorama filosófico germano, conduce a Berlin a presentarnos a


una de las figuras que más influencia tuvo en la configuración del romanticismo: Johann Georg
Hamann, el mago del Norte. Inicialmente próximo a planteamientos de ascendencia ilustrada
que cultivaba junto con sus compañeros de estudios universitarios, Johann C. Berens e
Immanuel Kant, el viaje a Londres que realizó en 1757 modificó sus orientaciones filosóficas,
llevándole a un intenso estudio de la Biblia y a anteponer la fe a la razón como vía de
conocimiento. De hecho, su obra constituye una crítica al enfoque científico-clasificatorio de la
Ilustración, el cual cercenaba el carácter orgánico e integral de la experiencia humana (2). De
este modo, Hamann elaborará un doctrina asistemática que Berlin califica de “vitalista mística”
en la que -al igual que propondrá Bergson más de un siglo después- la vida es una corriente
continua, Dios aparece como un poeta y el respeto a la singularidad de los individuos, cuyas
vivencias son intransferibles, cobra una importancia cenital. Las reflexiones de Hamann en
torno a la trascendencia del lenguaje y de los símbolos e imágenes mitológicas, en tanto
expresión de los misterios de la naturaleza, completan una visión que choca frontalmente con la
interpretación racional del mundo. Esta forma de abordar la realidad, sentimental y contra-

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analítica, alcanzará su apogeo a finales del siglo XVIII, cuando el movimiento estético Sturm und
Drang, impulsado por el propio Hamann, reúna a un grupo de intelectuales y artistas (Herder,
Goethe, Schiller, Klinger…) que defendían la prevalencia de las percepciones subjetivas en
relación al conocimiento y anticiparon las líneas maestras del romanticismo.

Dichas líneas pueden extraerse del pensamiento del primero de los autores mencionados, el
historiador Johann G. Herder, “verdadero padre fundador” del romanticismo, de cuya obra
Berlin fue reputado especialista. Según nos lo presenta, Herder introdujo una nueva
cosmovisión erigida sobre tres rasgos definitorios: i) el expresionismo, ii) la pertenencia y iii) el
pluralismo. Al hablar de expresionismo, Berlin se refiere a la necesidad humana de exteriorizar
su naturaleza a través del lenguaje y del arte. La originalidad del planteamiento de Herder
estribaría en que tales productos no solo plasmarían la personalidad individual sino también el
carácter de los grupos humanos, los cuales se comportarían de modo análogo a los organismos.
De aquí se sigue el que, al analizar una obra artística, hayan de tenerse en cuenta tanto la
intención como los aspectos socio-ambientales (históricos, geográficos, pero también naturales)
en los que esta brotó. Ello, a su vez, nos conduce al segundo de los puntos expuestos: la
pertenencia. Solo en virtud de este concepto estaríamos según Herder en condiciones de
comprender cabalmente el comportamiento humano. La pertenencia dice relación a un
territorio y una tradición concreta, y se sustenta en un centro de gravedad cultural
(schwerpunkt). Por lo demás, desde una perspectiva metodológica, este rasgo será determinante
en la conformación de una óptica historicista –y no solo relativista. En último lugar, Berlin
plantea la que acaso sea la idea más decisiva de las tres citadas, y sin duda aquella más
incorporada a su propio pensamiento: la del pluralismo, o “inexistencia de un único ideal de
vida”. El pluralismo conlleva una ofensiva a la línea de flotación del espíritu ilustrado según el
cual se creía posible alcanzar un modelo de vida perfecto diseñado sobre principios racionales.
Esta refutación de la armonía universal y de la compatibilidad de los ideales estéticos, políticos y
morales, erosionó la idílica visión, lineal y progresista de los ilustrados, y tuvo un gran impacto
sobre la filosofía idealista posterior; no obstante, en Herder el juicio de la razón no queda
todavía eclipsado frente al avance del criterio sentimental (en última instancia, irracional) el
cual irá poco a poco abriéndose paso en el terreno de las ideas.

IV. Los románticos moderados.

En sus conferencias, I. Berlin establece una distinción entre lo que llama románticos
moderados, con figuras como las de Kant y Schiller, frente a los románticos desenfrenados,
donde encontraríamos a Fichte (3) y Schelling. Probablemente, la inclusión de Kant en el
movimiento romántico puede resultar llamativa, no en vano criticó a sus seguidores, y su obra
defiende la metodología lógico-científica como canal de acceso al conocimiento –sin embargo su
presencia aquí no está injustificada. La clave de esta interpretación hay que buscarla en la
separación ontológica que Kant formuló entre el reino de la naturaleza y el reino del espíritu, y
en su consecuente defensa de la libertad humana. Las consideraciones kantianas en torno a la

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libertad están marcadas por dicho esquema binario de la realidad, que a su juicio determinan las
dos clases de interferencias que obstaculizarían el desarrollo pleno de la libertad: las que
proceden de otros hombres, y las que proceden de las cosas. Kant elaboró su teoría moral para
demostrar que el ejercicio autónomo de nuestra voluntad garantizaría la existencia de la libertad
a escala humana, pese a las obstrucciones que a menudo se manifiestan bajo formas coercitivas.
Su razonamiento sostiene que el hombre es un fin en sí mismo, capaz de auto-determinarse
libremente, haciéndose así responsable de sus acciones. Hasta aquí Kant se mostraría como un
pensador ilustrado. No obstante, su forma de abordar el problema sobre las interferencias
procedentes de la naturaleza le aproximaría al talante romántico. En rigor, el romanticismo de
Kant radica en su visión de la naturaleza como fuerza ciega y determinista, y a la postre hostil,
que pone en riesgo la posibilidad misma del libre albedrío. En consecuencia, la naturaleza se le
aparece bajo un aspecto negativo –al contrario que para la mentalidad clásica. Kant rompía así
con la concepción tradicional pero también ilustrada que entendía que la “sabia” naturaleza
responde a mecanismos armónicos y equilibrados, que los artistas -en el plano estético- habían
de imitar. Es este celo por asegurar la completa autonomía humana (identificada con la
emancipación), pasando incluso por encima de los condicionantes naturales, lo que hace de
Kant un romántico, máxime habida cuenta que tal empeño le lleva a vaciar de contenido toda
proposición moral: su formalismo, parece decir Berlin, es un romanticismo.

El siguiente pensador analizado, Friedrich Schiller, poeta e historiador, viene a encajar mejor
con el imaginario romántico compartido. Con todo, esta figura encarna todavía ese momento
pre-romántico conocido como “clasicismo de Weimar”, vinculado al neoclasicismo estético de la
primera Ilustración, en el que Goethe ocupa un lugar central. La ascendencia de Schiller sobre el
movimiento romántico se deja notar en sus trabajos sobre el arte trágico y, fundamentalmente,
en su Cartas sobre la educación estética. En este autor, al igual que lo que sucedía con Kant, el
concepto de libertad es el eje que guía su filosofía: el hombre tiene que someter la naturaleza a
su antojo, y su temperamento ha de crecerse ante los desafíos. El arte trágico, por consiguiente,
no tiene más función que la de reflejar la conducta heroica del hombre, aquella que, en palabras
de Berlin, se define en términos de “resistencia” ante aquello que le oprime. Sin embargo, esta
actitud que no se achanta ante el conflicto no debe confundirse con el desatamiento de la pasión,
que aleja al hombre de su verdadera naturaleza, aproximándole en cambio a las bestias. La
caracterización del héroe romántico muestra cómo este pasa de acomodarse a los designios
externos de la naturaleza para responder únicamente ante sí mismo y, más en concreto, ante los
valores a los que por su cuenta se ha comprometido, y que defenderá si es preciso hasta la
muerte.

La sutileza del pensamiento de Schiller se manifestará en toda su lucidez en las Cartas sobre la
educación estética, donde ofrece un planteamiento cognoscitivo que introduce una facultad
intermedia, estética, que fusiona y concilia las tendencias contradictorias (instintivas o morales)
que singularizan el comportamiento humano. Este modelo tríadico, ya adelantado por Kant, y
que a partir de Schiller encontrará su piedra angular en la facultad del sentimiento,

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caracterizará el enfoque epistemológico del romanticismo. Schiller expondrá su propia
formulación en la teoría de los tres estadios. De acuerdo con ella, los hombres están dominados
por sus pulsiones naturales en el estadio de necesidad (notstaat), y compensan dichas
propensiones a través de los principios morales a los que obedecen en el estadio de la razón
(vernunftstaat), al margen de que estas normas sean de índole externo (caso de las religiones) o
interno (producto de una conciencia moral autónoma). El conflicto entre ambas esferas vendría
a resolverlo el estadio estético, en el cual el arte actúa como una instancia mediadora que
armoniza de forma natural los instintos materiales y las reglas racionales. La solución de
Schiller, de inequívoco signo utópico, exige el ejercicio libre de la actividad humana,
desarrollada de modo lúdico. Por tanto, el proceder creativo de los artistas se le aparece como la
disposición rectora del comportamiento humano, y el referente desde el que lograr nuestros
ideales individuales y colectivos –ideales por lo demás que, en buena lógica, corresponde no ya
descubrir, sino inventar.

V. Los románticos desenfrenados.

El idealismo estético que, apoyado sobre una noción fantástica de la libertad, va abriéndose paso
en el cuerpo de la filosofía germana, llega al colmo de su vehemencia en la obra de Johann G.
Fichte. Según la interpretación de Berlin, con este autor el pensamiento romántico traspasa la
frontera del comedimiento situándose en el terreno de la exageración, de consecuencias
comprometedoras. La subjetividad adquiere ahora capacidades demiurgicas, en tanto el
individuo sería quien, haciendo uso de su libre volición, determina la realidad: la crea, al igual
que el artista concibe un poema. Así, en el razonamiento de Fichte la dualidad
espíritu/naturaleza solo tiene sentido por cuanto el primer dominio haría posible al segundo.
Sin embargo, aquí no cabe entender el espíritu de manera individualista. Retomando las
analogías orgánicas de Herder, la subjetividad del hombre está para Fichte envuelta en el sujeto
colectivo de la nación cultural, ente vivo depositario de las tradiciones del pueblo de donde
aquel recibiría sus atributos creativos. La libertad predicada por este pensador alude pues a una
autoafirmación grupal de impronta más artística que política. Ciertamente, sus Discursos a la
nación alemana constituyen una explícita apología del nacionalismo y, más aún, de la supuesta
excepcionalidad germana. No obstante, ello no representa sino un producto derivado de la
esencia del idealismo romántico -esencia que hay que buscar en la teoría del conocimiento de
Fichte. En este punto, su aportación básica radica en la teorización de un yo trascendental, que
está más allá del yo individual o empírico, al que aquel engloba. La peculiaridad de este
planteamiento estriba en la dialéctica que se despliega en el interior del yo trascendental, entre
el yo empírico y un “no-yo” que hace referencia, más que a una realidad externa, a aquello que
no pertenece al ámbito del yo empírico, pero que le opone resistencia y se le manifiesta en forma
de impacto (Anstoss). Precisamente este impacto, como dato bruto e inédito sin anclaje en
nuestra experiencia común, es de donde Fichte infiere la existencia del yo trascendental,
categoría fundamental del ser. A tenor de esta propuesta, se hace más comprensible la

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subordinación del individuo a un sujeto o espíritu colectivo que, en su caso, se identifica con la
nación alemana.

La obra de Fichte tendrá una amplia repercusión en el romanticismo político que va labrándose
en el siglo XIX y alcanza su cenit durante el primer tercio del XX. Sin embargo, restringiéndonos
a una óptica estrictamente filosófica, el proyecto romántico encontrará su formulación más
acabada en Schelling. A él se debe la tesis de la reunificación del conocimiento, a través del arte,
por encima de la escisión entre el orden de la necesidad y el de la libertad. Ahora bien, esta
síntesis no se alcanza en un espacio subjetivo, al modo fichteano, sino que se produce
directamente en la realidad: es el propio mundo, no ya el individuo, el que se comporta
poéticamente, de ahí la adjetivación “objetiva” de la filosofía idealista de Schelling. En el
trasfondo de un cosmos que actúa así, se intuye la presencia de Dios, entendido aquí de manera
panteísta. No obstante, el papel del individuo no es accesorio, puesto que mediante su condición
volitiva la naturaleza -instancia viva que procede inconscientemente- se hace en parte
consciente. En todo caso la inteligibilidad del mundo es posible tan solo desde la perspectiva
total, divina, que integra los múltiples fenómenos de la realidad, da consistencia, y dota de
consciencia, a su continuo proceso creador (4).

La mirada estética funciona en Schelling como el instrumento (el órganon) conveniente para
acceder al conocimiento, toda vez que el arte proporcionaría el pautaje de todo hecho sensible.
La realidad, en definitiva, se expresaría mediante símbolos, su lectura habría de realizarse en
clave mitológica, y el enfoque artístico tendría la fortuna de captarla de forma privilegiada a
través de las intuiciones estéticas. Si bien, según Schelling, en última instancia la racionalidad
filosófica posee la facultad de lindar con la sabiduría divina -rebasando así el alcance de la
mirada estética-, lo que nos interesa es quedarnos con el lado inexpresable de su filosofía. En
ella sobresalen algunas ideas, oscurantistas donde las haya, que ulteriormente conocerán un
amplio recorrido –nos referimos a las nociones de lo inconsciente y de lo simbólico. Schelling
consideraba que las manifestaciones culturales y, por extensión, la propia estructura de la
realidad, encerraban una dimensión insondable, la cual dejaba traslucir la energía infinita del
universo y del individuo, conectados en su condición artística. Sobre dichas enigmáticas
pulsaciones -acotados a su escala psicológica- se detendrán los análisis de Sigmund Freud, cien
años después. Por fin, en relación al plano simbólico, la obra de Schelling elevó la carga
cognoscitiva de las imágenes y alegorías, otorgándoles una función aventajada de aproximación
a lo inefable, heredada de las simbologías religiosas.

VI. La eclosión romántica.

A través de la obra de los pensadores considerados, el romanticismo puso en circulación una


constelación conceptual en la que todo término relativo a lo misterioso, interesante, afectivo o
inexpresable ganó prestigio. Berlin nos habla en este sentido del concepto de profundidad, cuya
aplicación se populariza, pese a su imprecisión y esterilidad analítica, asociada a la apertura de

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nuevas perspectivas y, al cabo, de nuestra imaginación. De modo más específico, Berlin examina
los fenómenos de la “nostalgia” y la “paranoia”, característicos del clima intelectual que los
románticos instauran y difunden. La nostalgia tiene que ver con la frustración que produce
sabernos inhabilitados para obtener un conocimiento definitivo de las cosas, dada la infinitud en
la que se pierden las propiedades del universo (por lo demás, en continuo movimiento), pero
también las limitaciones de nuestra racionalidad –conclusión que choca de frente con las
convicciones ilustradas. Se trataría de una nostalgia de ascendencia religiosa (como resulta
frecuente en la idiosincrasia romántica), puesto que entronca con la búsqueda inconclusa de
Dios, al menos en este mundo. Vinculado a este fenómeno aparece la paranoia, cuya
introducción en el imaginario de la época desborda la órbita de lo patológico, condición por
cierto de creciente atractivo también en aquel entonces. No obstante, la paranoia a la que se
refiere Berlin enlaza más bien con la elaboración fabulosa de intrigas de alcance histórico que
restringirían la capacidad de acción humana: el sentimiento de recelo ante las presuntas
conspiraciones controladas por fuerzas ocultas cobra fuste. Y así, el discurso romántico fluctúa
en un doble juego en el que la voluntad lo es todo, e incluso crea el mundo que nos rodea, y no es
nada, sometida a la corriente torrencial de energías sobrenaturales que desconoce.

A este juego se presta la pluma de los literatos del momento: los personajes de las obras de
Tieck, Schlegel, Goethe, Hoffmann, etc., encarnan el ideal independiente y voluntarioso, aun
limitado por factores externos e impersonales -frente a los que el héroe expone su valor-, que
postula el proyecto estético y moral romántico. La devoción que estos autores profesan hacia la
libertad no se limitará a la construcción de los personajes sino que se extenderá al plano técnico,
de modo que las reglas tradicionales de composición cedan paso a nuevos recursos retóricos y
variaciones imprevistas de la trama. En este nuevo espacio de lo incógnito y sorpresivo, la figura
de la ironía -incubadora de ambivalencias, pero también de complicidades entre el autor y el
público- ocupará un lugar destacado. Berlin alude a su introductor, F. Schlegel, pero, incitado
precisamente por el propio Schlegel, su mirada se centrará en la novela de Goethe, Wilhelm
Meister. Las peripecias de un protagonista extraordinario y autosuficiente, combinadas con la
audacia de un estilo cuyo registro experimenta reiteradas transiciones, proporcionarán el canon
formal y conductual (acaso, un anti-canon) en el que se inspirarán los románticos (5).
Ciertamente, sugiere Berlin, las veleidades románticas no encontraban un acomodo favorable en
el temple clásico de Goethe, quien sin embargo acabó contemporizando con sus coetáneos (es
célebre su amistad con Schiller), admiradores a fin de cuentas de su obra.

La revisión del momento romántico no puede completarse sin evocar el impacto que produjo la
Revolución francesa. Aun comúnmente interpretada como producto político de la Ilustración,
tanto su estallido como su posterior desenlace realimentaron las convicciones románticas, en un
doble sentido. Dejando de lado la lectura en clave providencial, donde las ideas de Razón,
Libertad o Progreso pasarían a jugar el papel motriz antaño reservado a Dios, el análisis de
Berlin se interesa en la repercusión que los hechos tuvieron ante todo en Alemania. Así, el
marchamo de modernidad que llevaba aparejada la Gran Revolución habría supuesto un nuevo

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golpe a su orgullo nacional, obligado por su parte a reafirmarse ya no solo desde el flanco
intelectual sino a escala político-bélica, a consecuencia de las invasiones napoleónicas. En
segundo lugar, Berlin retoma el desarrollo truncado que tomaron los acontecimientos en
Francia: la violencia acabó anteponiéndose a los deseos de concordia racionalista, lo cual no
hizo sino vigorizar la propensión “conspiranoica” de la mentalidad romántica. Si ni siquiera el
pensamiento geométrico propugnado por les philosophes logró prever la desviación hacia el
Terror y, finalmente, la concentración del poder político a manos del general Bonaparte, se
dejaba el camino expedito a la proliferación de todo tipo de relatos esotéricos, cuya vertiente
más templada la encarnaran las teodiceas seculares de los siglos XIX y XX, de Marx a Toynbee,
pasando por Spengler.

VII. Las consecuencias del romanticismo.

Completada su aproximación a la médula del romanticismo, Berlin procede a mostrarnos la


considerable impronta que ha dejado el movimiento en el cuerpo del pensamiento occidental.
En conexión con su planteamiento de partida, condensa ahora dicha contribución en dos ideas
básicas: la exaltación de la facultad volitiva, y la concepción creativa (no estructurada) de la
naturaleza. Se trata de dos principios que, traducidos al lenguaje de la filosofía, equivalen a un
subjetivismo epistemológico y a un idealismo ontológico (6). De acuerdo con la interpretación
de Berlin nos encontramos ante una corriente cultural anti-intelectualista, veredicto no
enteramente exacto. Sin duda, la suspicacia romántica hacia los tratamientos analíticos de los
fenómenos, ya sean sociales, ya naturales, resulta indiscutible. En su lugar, la vía de acceso a la
realidad debe acudir a las fuentes mitológicas, único soporte que -gracias a sus propiedades
simbólicas- estaría capacitado para activar nuestro nervio sensible, desde el cual aprehender o, a
menos acercarnos, a la inasible esencia del mundo. Sin embargo, tal apertura hacia el
simbolismo, respaldado académicamente por el nacimiento de la hermenéutica (7), no puede
tacharse de anti-intelectualista, ni siquiera de irracional, o no completamente. Así lo avala la
riqueza que este nuevo enfoque añadió al terreno del saber, proporcionando un conocimiento de
menor precisión que el resultante del cartesiano, pero que ensanchó nuestro horizonte
metodológico, haciendo más comprehensiva la lectura de la realidad. Es más, la fertilidad del
simbolismo se hizo notar en la recepción que tuvo en diversos campos de conocimiento,
produciendo rendimientos notables en dominios tales como la estética, la política, el derecho o
la economía.

Aun situado fuera del árbol de las disciplinas científicas, el primer ámbito a considerar es el de
las artes y las letras, donde la influencia del simbolismo romántico es inmediato –y, de hecho,
fue recíproco durante su eclosión. En todo caso, el apogeo de la literatura y pintura romántica,
tanto dentro como más allá de las fronteras alemanas, coincide con el ocaso de su reflexión
conceptual, entre 1820 y 1850, a modo digamos de epilogo práctico. El síntoma más evidente de
su reverberación literaria radica en el nacimiento de la novela moderna, si bien sus máximos
exponentes fueron poetas (Blake, Byron, Hugo, Lamartine, Leopardi) y la narrativa no acabó de

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formalizar su canon hasta el giro estilístico que procuró el realismo de G. Flaubert, Stendhal, Ch.
Dickens o L. Tolstoi. La pintura romántica, pivotando sobre la categoría de lo sublime, fue
asimismo cultivada por toda Europa, dejando una estela de autores sobresalientes (Friedrich,
Gericault, Goya, Turner…). Pero la esfera artística en la que más se detiene Berlin es la música. Y
así, nos recuerda las renovaciones formales que introdujo el compositor operístico Christoph
Gluck, reequilibrando la relación entre las palabras y la música, haciendo de esta el canal
principal de expresión de los sentimientos y, al cabo, contribuyendo a la reconsideración estética
de la música, juzgada hasta entonces como un arte menor. Sin embargo, quizá la influencia
estética más llamativa del romanticismo sea la que ejerció sobre las vanguardias artísticas de
principios del siglo XX, que fueron precedidas por el simbolismo poético de Stéphane Mallarmé
y Paul Verlaine. Tanto en el simbolismo, como más adelante en el surrealismo, la voluntad del
individuo, del genio artístico, cobra un protagonismo nuclear y determinante -aun cuando su
verdadera naturaleza sea indescifrable y sus propósitos herméticos-, y el mundo inconsciente se
revela como una dimensión esencial de una realidad ondulante y misteriosa.

Según se ha avanzado, la irradiación del romanticismo no se limitó al plano de las artes, y


también afectó a las disciplinas sociales y a la acción política. En el campo de la ciencia política,
la obra de Adam Müller retomó parte de las enseñanzas de Herder y Fichte para presentar una
teoría organicista del Estado y la sociedad, que explica el funcionamiento de tales instituciones
por analogía a lo que sucede en la biología –teoría de la que se valieron numerosos pensadores
predominantemente conservadores durante los siglos XIX y XX (Spencer, Spengler, etc.). En el
ámbito del derecho también se formularon propuestas erigidas sobre la tradición y la supuesta
fuerza espiritual de las naciones, y desde la economía Friedrich List sentó las bases para la
creación de la escuela historicista y utilizó el llamado argumento de la industria naciente,
inspirándose en el pensador estadounidense A. Hamilton, desde el que se defiende el
proteccionismo frente al sistema de libre comercio.

Con todo, el interrogante básico que suscita la cuestión de los efectos del romanticismo se
plantea sobre su ascendencia sobre las ideologías totalitarias y, globalmente, sobre el clima
cultural bajo el que fermentó el nacionalsocialismo. A este respecto, Berlin emite un juicio
equilibrado, subrayando la pluralidad de interpretaciones posibles que merece el movimiento,
igualmente considerado reaccionario o progresista. Sí detecta un punto inequívoco de unión
entre el fascismo y el romanticismo, aquel en que se toma como referencia de la realidad al ideal
estético. Pero los razonamientos de Berlin se alejan de este tipo de controversias y se centran en
los vínculos que identifica entre el romanticismo la corriente existencialista. De acuerdo con su
lectura, el existencialismo sería el verdadero heredero del romanticismo en tanto: i) acentúa el
significado de la voluntad libre del individuo; ii) concede una importancia crucial a la
autenticidad; y iii) reconoce la falta de fundamentación moral, física o metafísica, del hombre.
Todo comportamiento queda en consecuencia a merced del grado de valentía de cada cual. En
nuestros días globalizados, ya extinguido el existencialismo, el movimiento romántico continúa

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presumiendo de una formidable capacidad de adaptación, palpitando tras el ímpetu de los
nacionalismos y el relativismo del hegemónico discurso posmoderno.

Notas.

(1) Dos siglos después los neopositivistas formularán un programa de investigación en virtud
del cual la formalización proposicional de las observaciones científicas nos proporcionaría un
mapa completo de la realidad.

(2) Se trata -según hace notar Berlin- de la misma actitud de la que hará gala el poeta y pintor
inglés, William Blake, quien asimismo vituperó la aproximación geométrica a la realidad, la cual
arruinaba su espiritualidad y, al cabo, su significado último.

(3) La propia obra de Fichte, según Berlin, podría dividirse en un momento moderado y otro
desbocado.

(4) Tal concepción encaja de nuevo, al igual que lo que sucedía con Hamman, con el
pensamiento de Bergson.

(5) De modo parecido a la repercusión del Werther, la ficción se derrama sobre la realidad.

(6) Como hemos visto, el llamado idealismo objetivo propondría una identificación entre el
cosmos y el individuo, conectados por su naturaleza creativa común, en la que, con todo, la
cuestión de la libertad humana -factible como resultado de aquella identificación- continúa
siendo predilecta.

(7) Fundada por el teólogo calvinista próximo al círculo romántico, Friedrich Schleiermacher,
cuyo método se gestó en las exégesis de la Biblia.

Bibliografía.

BERLIN, Isaiah (1995): “Herder y la Ilustración”, en Antología de ensayos, Espasa, Madrid.

BERLIN, Isaiah (1999): Las raíces del romanticismo, Taurus, Madrid.

BERLIN, Isaiah (2008): El mago del norte: J. G. Hamann y el origen del irracionalismo
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LACOUE-LABARTHE, Phillipe y Jean-Luc Nancy (2013): El absoluto literario. Teoría de la


literatura del romanticismo alemán, Eterna Cadencia, Buenos Aires.

MONTESQUIEU, Charles de Secondat (2001) [1717]: Cartas persas, Alianza editorial, Madrid.

SCHELLING, Friedrich W. (1988) [1800]: Sistema del idealismo trascendental, Anthropos,


Barcelona.

SCHILLER, Friedrich (1990) [1795]: Cartas sobre la educación estética, Anthropos editorial,
Barcelona.

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