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Evelio Traba

La Concordia
Una pasión colonial

Accésit Premio Latinoamericano y Caribeño de Novela


Alba Narrativa 2012

MCA R E D W O O D
EDI
TORIAL
2.ª edición: mayo de 2018

© Evelio Traba, 2018

Editorial: MCA Redwood Books

Reservados todos los derechos de esta edición para


MCA Business & Postgraduate School

Florida WPB. 33415


United States of America

ISBN: 978-84-9074-418-5

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, dis-


tribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta
obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.
SINOPSIS

Eliseo Villegas, archivero gris de un ayuntamiento de provincia, vanguardista


frustrado y cliente asiduo de un burdel de barrio, es poco menos que un ex-
traño ante el espectáculo recatado y a la vez carnavalesco de la historia de su
familia. En noches sucesivas, Teresa Izaguirre, antigua ama de llaves de La
Concordia, esclarecerá para él los sucesos de setenta años atrás, las peripecias
fundacionales de su estirpe, entre la segunda mitad del siglo XIX y primeras
décadas del XX. Esta singular y dinámica novela se desarrolla en la histórica
ciudad de Bayamo, en una Cuba republicana donde está aún fresca la me-
moria de las luchas por la Independencia, vivo el parasitismo de los partidos
políticos y puesta la atención sobre el curso de la Segunda Guerra Mundial
en Europa. El caserón colonial de La Concordia resultará para Eliseo Villegas
-en su obsesión por recuperar el pasado en toda su integridad- una especie
de caja de Pandora donde lo extinto encontrará una inquietante restitución.
Eliseo Villegas se verá urgido a desentrañar los misterios que unen hechos del
pasado y el presente. En ese camino casi detectivesco, la pasión oculta de su
amada Belén Insáustegui, el regreso de Emanuel Bauer, la devoción resignada
de Oniria Reyes y la aparición de Salma O´Hallorans, entre otros sucesos defi-
nitorios, cambiarán para él su percepción del mundo y de sí mismo.

Tiene el lector, ante sí, una obra marcada por un uso seductor del lenguaje, la
alternancia de tres tiempos narrativos y una acción trepidante que convence
y conmueve. Evelio Traba, es, gracias a esta novela, y a otras dos celebradas
por la crítica, una de las figuras imprescindibles para la narrativa cubana de
los últimos veinte años, y sin dudas, una voz auténtica que se va alzando con
fuerza en el ámbito de las letras hispanoamericanas.
En un jardín te he soñado,
alto, Guiomar, sobre el río,
jardín de un tiempo cerrado
con verjas de hierro frío.

ANTONIO MACHADO

...alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía


consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.

JORGE LUIS BORGES


Capítulo I
(1940)

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La Concordia

E l vapor de una toalla húmeda dispersaba el rostro de Eliseo Vi-


llegas en el espejo. Su mano, a la vez que disolvía la neblina en la
superficie, develaba para él una réplica de sí mismo, ya sin la aspereza
de la barba ni ese aire de abandono que años atrás se hubiera esmera-
do en disimular.
La claraboya del cuarto de baño filtraba la luz turbia, pero esa
claridad difusa no le impedía comprobar que el afeitado había sido
impecable. Luego de ordenar los utensilios del rasurado, terminó de
convencerse que no debía aplazar por más su enfrentamiento a la me-
tamorfosis cuya representación continua, perturbaba su conciencia
desde los días posteriores a la tragedia. Durante los tres años que pre-
cedieron a esa mañana, una de sus obsesiones era el hervor purulento
de las larvas. Las había clasificado por sus nombres en latín, sirviéndo-
se de un vademécum de anatomía patológica que no sabía cómo había
ido a parar entre sus libros, haciendo de su consulta un pasatiempo
que indicaba, según el flujo de semanas y meses, las fases de desinte-
gración de los despojos de Belén Insaústegui.
Con la mirada fija en un punto indefinido, recordó el sueño an-
terior al falsete de los gallos. En lo corrosivo de la secuencia advertía
nítida la imagen de un ángel fúnebre cuyo rostro aparecía protubera-
do por una colonia de avispas. El zumbido de los insectos comenzó a
desvanecerse dando paso a una angustia que desataba náuseas y al-
filetazos en su piel. Comprendió que lo monstruoso está incompleto
sin una ligera minuciosidad, sin una destreza que añada un alfiler de
luz en un compacto edredón de sombra. Prosiguió temeroso hasta la
penumbra del cuarto en que su abuela había amamantado a su padre
cerca de siete décadas atrás, el espacio en que había leído a sus autores
predilectos y perpetrado las torturas alucinantes del placer.
Al terminar de alisarse el pelo a lo Gardel, se ajustó corbata y
lentes, listo para encarar los sucesos de esa jornada. Contempló con
detenimiento a Oniria Reyes, aún dormida, envuelta en el amasijo de
sábanas en una leve insinuación del desnudo.
A paso de cautela abandonó el cuarto y el corazón comenzaba
a golpearle el pecho con el desenfreno de un pulpo confinado en un
frasco: el enterrador Calendario Vidal lo esperaba a primera hora en
la Necrópolis para cumplir el encargo hecho una semana atrás.
Desde la cama, sumida en la torpeza del sueño, Oniria Reyes es-

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La Concordia

cuchó el estruendo del Ford ya de salida hacia un destino que no le


resultaba extraño: había puesto buena parte de su obstinación en que
Eliseo Villegas se librara del fantasma de Belén y la exhumación de
sus restos era en su mundo de conjeturas, el único antídoto capaz de
disolver su pasión.

— ¡Anda… desentierra a tu muerta y busca a un cura para que los case!

— dijo con rabia en una ocasión.

Antes de proponerle de manera subrepticia ese crudo recurso del


desengaño, había empleado innúmeros artilugios hasta al fin lograr
que solicitara remover esa cripta del panteón familiar.
Cuando el ruido del automóvil desapareció entre los rumores de
la calle, Oniria Reyes, que se fingió dormida mientras él terminaba
de vestirse, se levantó a emprender los preparativos del almuerzo no
sin el milagro de un café cuyo aroma transgredía siempre las tapias
vecinas. Tanto a ella como a Eliseo Villegas, les abrumaba la idea de
una descomposición inconclusa; cada vez que intentaba representarse
esa circunstancia su sugestión le producía un vaho de la más fétida in-
mundicia, pero intentaba distraerse con otros asuntos triviales a pro-
pósito de ahuyentar la repulsión y el asco. Aún los rigores del día no
desvirgaban por completo el candor febrerino de la luz.
Aquel miércoles, como todos los días de San Valentín, la ciudad
se inflamó de vísperas y afanes en un conglomerado de agitación que
parecía contrastar con los ánimos de Eliseo Villegas. Mientras prose-
guía por la calle Mármol, el antiguo centro iba convirtiéndose en una
feria en que los vendedores ambulantes improvisaban ventorrillos de
dulces, postales, cosméticos y vestidos, al tiempo que los fotógrafos
salían de sus estudios a retratar parejas en parques y salas de casas so-
lariegas. Los periódicos publicaban volantes con versos de algún poeta
aficionado, y anuncios de sorteos donde los recién casados ganaban
un Victrola o una Singer «con tan sólo un golpe de suerte». Un solo
ademán, una pincelada de más, habrían arruinado la verosimilitud de
esa mañana, ya vecina de cierta irrealidad circense.
En medio de tales efervescencias, el Secretario de Actas, aturdido
por la combustión del motor, se detuvo en la intersección de Mármol

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y Mercaderes: una hilera de coches donde se pavoneaba una docena


de novios daba un recorrido de exhibición por las principales arte-
rias, generando un bullicio ensordecedor a causa de la serenata y las
carcajadas de júbilo, animadas por guitarras y el timbre discorde de
aquellos aprendices de tenor engalanados de blanco y pajilla.

— ¡Anímese Villegas! —le gritó una voz conocida desde el penúltimo


coche al tiempo que él sonreía poseído de cierta envidia ante la algaza-
ra trovadoresca, enardecida al corear:

¿No recuerdas, gentil bayamesa,


que tú fuiste mi sol refulgente,
y risueño en tu lánguida frente
blando beso imprimí con ardor?

«Moribundos de dicha y amor», tarareó burlón engolfando la voz


al alcanzar la avenida Fernández de Castro, dejando atrás la algarabía
de novios y el séquito de entusiastas. Para no pensar en Belén ni en la
violencia de los sucesos acaecidos tres años atrás, intentaba dispersar
su mente en la contemplación momentánea del retrovisor que como
un túnel de azogue engullía esquirlas de la realidad; en ese rodaje se
entremezclaban peatones distantes, retazos de anuncios, jinetes, pe-
rros callejeros, fachadas de casas y toda una pleamar de sombreros.
El sudor continuo le hacía resbalar el timón del auto que parecía
gobernarse por sí sólo en medio de su distracción. A punto de pasar
frente al hospital Milanés, una cuadrilla de saxofonistas bohemios
desembocó de improviso en la avenida desde el callejón de la Nestlé
frenando su Oppenheimer a menos de un metro de impactarlo por el
lateral derecho.

Los trasnochadores ofrecieron disculpas luego de un instante de so-


bresalto y contrariedad para continuar rumbo al café «El Louvre», a
la vez que Eliseo Villegas proseguía hasta los predios de la Necrópolis.
En el tramo de puente que unía la ciudad con una de sus princi-
pales vías de acceso, luego de una rápida ojeada al río en calma, cons-
tató lo firme de esa rara decisión de presenciar como remedio a su ob-
sesión, el horror de las labores de la muerte. Durante su adolescencia,

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los cementerios conformaban una de sus predilecciones difíciles de


explicar, recorriéndolos en viajes con su padre a otras regiones de la
isla, pero en esa época su idea de la muerte estaba envuelta en el halo
de la grandilocuencia shakesperiana y el heroísmo de los caudillos ho-
méricos. Para el presente de esa mañana, de todos los Villegas, sólo
él había logrado sobrevivir con toda la fluidez de la ironía: excepto su
hermana Celeste y su abuelo paterno, todos sus muertos yacían en un
subterráneo de la Necrópolis de la ciudad de Bayamo.
Al estacionar el auto en las afueras del camposanto, inhaló a pro-
fundidad la brisa matutina que parecía subir desde el río. Sacó del
compartimento trasero un botellón de alcohol comprado unos días
antes en una farmacia de García con ese fin expreso. Dejó el gabán y el
sombrero de fieltro sobre uno de los asientos y caminó en mangas de
camisa escasos metros hasta traspasar la reja de fierro del pórtico. En
su pecho detonó un hormiguero de sensaciones colindantes entre la
certeza y el temor.

—Yo me dije, hoy el Licenciado anda de serenata y juerga, de milagro


si aparece…—irrumpió Calendario Vidal al estrechar la mano de Eli-
seo Villegas con un agarre brusco al que no estaba acostumbrado el
Secretario de Actas.

— A mí lo que me queda es darle festejo a los muertos, Licenciado,


hace tiempo que no sé lo que es un buen jolgorio, mire como está todo
arregladito, lo digo con perdón de mi señora y mis nietos, pero este
cementerio es mi vida —volvió a agregar el enterrador.

Se preguntaba entonces qué sentido tendría exhumar polvos de


un panteón que aún tenía espacio para otro huésped, a la vez que sos-
pechaba que el motivo fuese la búsqueda de joyas probablemente se-
pultadas con Belén Insaústegui.
Mientras el enterrador proseguía con un vagón atestado de coronas
secas hacia uno de los laterales cercanos, Eliseo Villegas contempla-
ba de soslayo, crucifijos ennegrecidos por la impiedad de las lluvias,
vírgenes luminiscentes tras cristales turbios, inscripciones irónicas o
sentenciosas, panteones cuyas fechas reconstruían genealogías de fa-
milias enteras, además de centenares de nichos adosados en muros de

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largo corredor. Eran muestra de cuan metódico puede ser el uso del
espacio en función de los ausentes.
Una propina de cinco pesos por encima de la tarifa, era un buen
motivo para no hacer interrogatorios. El sepulturero llamó entonces a
su ayudante para que llevase escalera, soga, cincel, un cubo de cemen-
to y un osario hasta la segunda calle del lateral izquierdo del primer
campo. Mientras se disponían los útiles, Eliseo Villegas permanecía
ensimismado ante la estatua de Elpidio Estrada, quien por la fecha
en que fue inaugurado el camposanto, causó daños irreparables a su
familia, pero el aguijón del odio se había deshecho en la piel de su me-
moria y de nada servía alimentar el rencor hasta la deformidad del en-
cono. El otrora Registrador de la Propiedad, se había transformado en
un venerable patricio gracias a la miopía y conveniencias del cacicazgo
local: hasta circundaba en torno suyo la leyenda de haber donado el
terreno para la construcción de la Necrópolis, además de otras inven-
ciones diseminadas por deudas de gratitud y favores de índole oscura.
Entre el césped agredía el blanco aséptico de las cruces. Por di-
versos senderos de la hierba esponjosa, se divisaban rastros de cal que
el próximo aguacero se encargaría de disipar. La Necrópolis de Baya-
mo, construida a mediados de 1918, contenía un rasgo particular; era
un sitio de enterramiento moderno ornamentado con lápidas, queru-
bines y bustos de un cementerio anterior clausurado por hacinamien-
to.
Pocos árboles accidentaban la mirada sobre el fasto mortuorio.

El sol duplicaba el efecto enceguecedor de la lechada alcalina para


los ojos miopes de Eliseo Villegas, quien, en medio de su asombro, re-
cordó haber manoseado los planos de aquella «obra de bien público»
incluidos en el Fondo de Actas Capitulares del Ayuntamiento, junto a
otros pliegos de autorizo para su construcción en el enclave presente.

—Ahora, Licenciado, usted nos guía y mi ayudante y yo cumplimos


con lo que nos toca sin que usted se ensucie un dedo—anunció Calen-
dario Vidal.

El enterrador y su asistente, un muchacho de facciones adormila-


das, lo siguieron por la segunda calle del primer campo hasta detener

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La Concordia

la marcha a pocos metros de uno de los muros: el momento esperado


con el insomnio de la noche anterior, estaba ante sus ojos; la náusea
irradió de un chispazo entre el estómago y el pecho: el panteón de su
familia, donde podían leerse las fechas fundamentales de su abuela
Lucía, su madre América, su padre Eusebio y su prima Belén, osten-
taba los signos de un abandono que al menos lo hacía impropio para
un respetable veterano de guerra como su padre. Los gorriones habían
acolchonado de hierba su interior y las arañas tenían un sistema de
redes que comunicaba las criptas. El sitio de reposo de sus muertos
permanecía en ese estado de indolencia, debido a que nadie se ocupó
jamás luego de la muerte del Concejal Eusebio Villegas. Los rayos del
sol incidían oblicuos sobre las telarañas y las placas de mármol graba-
das al relieve. Ante su esmero decorativo, resaltaba la cripta de Belén
por la tosquedad de sus señas fúnebres.
A Eliseo Villegas lo deslumbraron instantáneas del momento del
sepelio en que el féretro fue empujado al interior de la excavación bajo
una llovizna que diezmó el número de asistentes. Volvió a su recuerdo
el bálsamo de la lluvia y el ruido del ataúd al entrar en la gaveta hasta
ser tragado por la oscuridad del descanso final.
De pie al borde del subterráneo, sin decidirse a bajar aún por la
maltrecha escalera de pino, mantenía los ojos semiabiertos para que
Calendario terminara de despedazar a golpe de cincel, la cubierta de
la bóveda cuyos fragmentos saltaban por doquier, fragmentos de un
resane en que pudo leerse:

BELÉN INSAÚSTEGUI VILLEGAS


25-10-1907_____ 14-02-1937
EPD

El Secretario de Actas tuvo entonces la sensación de haber trans-


gredido los límites de sus propios códigos, el prematuro cargo de con-
ciencia de haberse trastocado en un sacrílego. Por momentos estuvo
a punto de arrepentirse y desistir, pero su tesón por constatar en qué
se había convertido la mujer que amó en secreto, sin retribución ni
esperanza alguna, era de sobras más fuerte que su pudor.
Calendario Vidal advirtió su perplejidad, pero reanudó con furor
los golpes de cincel hasta quitar bruscamente los ladrillos que sellaban

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La Concordia

la gaveta donde se había transfigurado la Belén que una vez deslum-


brara no sólo a Eliseo Villegas, sino a todos los hombres que codicia-
ron los encantos de su belleza ibérica.
Una salamandra gruesa, casi líquida, asomó la cabeza desde el
interior del sepulcro. Se lanzó al suelo encontrando amparo en el pan-
talón de Calendario Vidal, quien logró aturdirla de un manotazo. Su-
puso que tal vez se había filtrado por una de las grietas creadas a raíz
de la compactación excesiva del primer cemento.
Por fin se vio el ataúd y parecía intacto: las manos de Eliseo Vi-
llegas destilaban un sudor continuo a la vez que disponía todas las
facultades que le permitiesen registrar los pormenores de ese instante.
Con los ojos entrecerrados, el maestro de obra y su ayudante sacaron
lentamente el sarcófago de caoba en que yacía Belén hasta ponerlo en
el piso de baldosas catalanas con cuidado extremo.
A Eliseo la modorra del sudor le humedecía los lentes. Sacó un
pañuelo bordado con sus iniciales para secarlos. En sus manos aletea-
ba la incontinencia de la víspera como un pájaro a punto de evadirse.

—Maestro, no lo destape hasta que no baje —ordenó recogiéndose las


mangas mientras descendía al interior húmedo del mausoleo.

Con ambas manos cubriéndose boca y nariz se armó de un raro


estoicismo: por fin contemplaba las galas atroces de esa juventud ma-
lograda, absorto en lo terrorífico de su metamorfosis, consolándose al
pensar que los gusanos devoradores de ese esplendor, eran gusanos de
seda y no las jugosas larvas que prosperan en el fervor de la putrefac-
ción. Abría y cerraba los ojos para aceptar aquella crueldad que nunca
hubiese querido presenciar: ante él yacía deshecha, horrenda, la mu-
jer que lo fascinara al bajar del andén aquel octubre de 1936, ahora
desaparecida entre las fauces de la nada, disuelta en el torbellino voraz
de las horas sin retorno.
Ante lo sobrecogedor de la escena, una plaga de fisuras invadió su cre-
do en la inmortalidad del alma humana.

Un detalle atrajo la atención del maestro de obra: Belén había


sido vestida con atavío de novia otrora blanquísimo, ya manchados los
hiladillos por los jugos de la descomposición y deshecho en algunas

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terminaciones. El calor de los tres últimos años, había convertido la


gaveta del sepulcro en una especie de horno, los restos estaban en un
estado casi perfecto de deshidratación, calcinados por los azotes del
sol. La humedad del aguacero desbocado la tarde anterior comenzaba
a disiparse en la claustrofobia de la mañana. Eliseo Villegas se lamen-
tó por el grosor de la camisa escogida al azar. Una crecida de sudor
labraba su propio cauce hacia el ombligo y el surco vertebral de la es-
palda.
Eliseo Villegas experimentó, en medio de su turbación, un golpe
de agua que subía a su garganta enrevesado en un grito agónico. Un
manojo de huesos, envuelto en un traje semidescompuesto, era la ba-
zofia que el tiempo dejaba para él de una Belén irreverente y fugaz que
nunca supo a profundidad la fuerza de esa pasión jamás consumada.
El maestro de obra y su joven ayudante, lo observaban como a un
necrófilo desquiciado e intercambiaban gestos de burla que intenta-
ban disimular mientras él permanecía meditabundo ante los despojos
de la prometida a la muerte. Intuyendo la mofa compartida, les pidió
que lo dejasen a solas con la difunta y ellos accedieron de inmediato
para prender un tabaco recién torcido.

—Los ricos son más raros que una procesión de la Virgen en Carna-
val—comentó Calendario Vidal a su ayudante al subir a la superficie.
El muchacho respondió con una bocanada de humo.

Eliseo Villegas quería reservarse el pudor y el desengaño de to-


carla, de hurgar en las minucias prontas a desaparecer. Con la dedica-
ción de un arqueólogo buscó entre la hojarasca: encontró entonces, a
modo de milagro, el epitelio diseco de orquídeas y algunas falanges de
ambas manos aún sin desmoronarse. El libro que Celeste había puesto
sobre su pecho estaba casi descuartizado, sólo contenía algunas pá-
ginas legibles a causa del empeño destructor de las carcomas que no
llegaron a digerir del todo la firma del autor. A propósito de ese ins-
tante, el Secretario de Actas recordaba los tiempos en que Belén solía
leerle algunos de los poemas del volumen mientras Celeste la acompa-
ñaba al piano. Los retazos de su voz se arremolinaban en su recuerdo
tan deshechos como ella misma. Por momentos intentaba reprimir la
contraposición de las épocas y su mente era en ese destello de segun-

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dos, un escenario donde vida y muerte indefinían sus dominios. Había


sido aquella una época pródiga en coqueteos y esperanzas, una época
donde los panes tenían la sazón de alguna levadura alucinógena y los
peces aún podían resurgir del espinazo abandonado en las sobras.
Eliseo Villegas aún no se atrevía a levantar el velo del ropaje
nupcial, pero un aplomo desconocido lo poseyó hasta que pudo ver
la calavera con buena parte de sus dientes ya corroídos y un pequeño
casquete de cabello rojizo. Separando el cráneo del resto de los huesos,
persistía en sostenerlo dibujándole otra vez la nariz, los pliegues de
una sonrisa irregresable. Los ojos se habían desgranado hacia el inte-
rior de las cuencas como bulbos de flores silvestres, malogrados por la
aridez de un terreno baldío. No sabía con qué propósito había cedido a
las fuerzas de esa tentación, pero lejos de disgustarlo, le hacía percibir
que aquella circunstancia se tornaba poderosamente real, íntegra bajo
el amparo y prepotencia de sí mismo.
«Dejad aquí toda esperanza», murmuró. A esa resignación lo
condujo la tácita sugerencia de Oniria Reyes, de comprobar a través
del desengaño, en qué se había transfigurado Belén; pero sofocar una
obsesión es a veces darle retruécano y pasos al laberinto. Sostenía el
cráneo en su diestra, cavilando acerca de los renglones torcidos en que
Dios escribe, para los mortales, incomprensibles argumentos a repre-
sentar. Le conmovía la idea de que Belén, hubiese podido, a no ser por
un hado contrario, paladear los misterios sensoriales de esa mañana,
ya vedada para siempre, impedida como el silencio anterior a todo
nacimiento. Tres años atrás, poco tiempo antes de sucumbir al Ha-
des, ella y Celeste fotografiaban los grupos escultóricos del cementerio
mientras las esperaba al otro lado de las rejas, chequeando pequeños
desperfectos en los aditamentos del Ford. Recordó entonces que la
plática durante el camino fue acerca de un extraño suceso en torno
al enterramiento de Eligia Cabrales, connotada espiritista cuyo nicho
podía verse desde el panteón de los Villegas, con velas derretidas y
flores recién puestas.
Una lágrima, lenta, se alojó en los labios resecos, al tiempo que
una ráfaga repentina lanzó dentro del panteón un gajo quebradizo del
flamboyán sembrado al pie. El Secretario de Actas prosiguió con aquel
vía crucis en que se hibridaban desengaño y curiosidad por el des-
garbo de la muerte. Desabotonó con cuidado extremo el vestido de

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La Concordia

encaje como queriendo preservar el gesto auxiliatorio de las manos de


Celeste y descubrió desmigajados en su interior, fragmentos de piel
deshidratada y vértebras dispersas. Del costillar, no todas las piezas
completaban la estructura aracnoide del pecho donde una vez, rebo-
saran aquellos senos de aureolas rosáceas.
Encontró un volumen considerable de algodón con que había
sido rellenada por el doctor José Manuel Álvaro durante la autopsia,
siendo notable aquella extraña coloración entre gris y ocre. Los huesos
largos aparecían manchados de un sarro impúdico en los engarces ar-
ticulares, los menores se confundían en la hecatombe del polvo y sólo
podían salvarse escasas falanges de las manos que una vez desataron
sobre las teclas del Steinway, Preludios y Nocturnos de Chopin. «Todo
no es más que una mierda bien condimentada», se dijo Eliseo Villegas
en un intento por comprender los móviles que lo hacían hurgar en
tierra de nadie, procurando evadir el cianuro del escepticismo. Sobre
las losas del piso, manchadas por lo atroz de docenas de aguaceros,
puso semilimpios los huesos que finalmente irían a salvarse. El ataúd
a medio destruir y las hilachas del vestido, junto a otras inmundicias,
serían esparcidos al fondo del camposanto.
En ese ángulo de cierre Calendario Vidal y su ayudante habían
preparado algunos canteros para sembrar lechugas, más por el choteo
macabro que por la utilidad de las verduras.

—En ningún lugar se dan así —aseguraba socarrón el enterrador.

Por fin Eliseo Villegas subió a la superficie, avisando que ya era


hora de poner en osario los despojos de Belén. Ambos sepultureros
atendieron al pedido de su cliente con miradas de una complicidad
que delataba el disfrute de la burla. Bajaron con un saco espacioso
para recoger «desperdicios» y escombros a la vez que prepararon, en
un santiamén, la mezcla de cemento para sellar la cripta. Eliseo Vi-
llegas observaba la osamenta desde arriba. A su espalda la estatua de
Elpidio Estrada. Por las afueras del camposanto pasaba una carreta
crujiente de maderas aserradas y en crudo. Relampaguearon en su
pensamiento los usos múltiples de las tablas; desde una cuna hasta la
utilidad de un féretro: sus pensamientos no podían ser de otra natura-
leza. Por un instante observó el resto de las bóvedas del panteón y dijo

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La Concordia

para sí: «He aquí la concurrencia de los ausentes». De algún modo


intuyó en una ojeada rápida, que el misterio tras el tiempo sitiado de
cada cripta comenzaría a depararle sorpresas y hallazgos desconcer-
tantes. En ese punto percibió el extrañamiento tóxico de su metafísica
y llegó al convencimiento de que Calendario Vidal y su ayudante, vi-
vían sus vidas lejos siempre de la perplejidad y angustia que supone
la búsqueda de una respuesta. En ese oleaje de abstracciones, Shakes-
peare y Schopenhauer le parecieron dos vejetes cascarrabias ante la
postura desenfadada de aquel par de empleados.
El maestro de obra bajó con un cubo de cemento pastoso y un
osario rematado en gris. Antes de que la mezcla se consolidara, entre
ambos limpiaron con media botella de alcohol los huesos de Belén,
raspando con la cuchara plana a modo de espátula, la costra impreg-
nada. La destreza les hizo ganar en tiempo. Empacaron los restos con
la natural frialdad de quienes embalan naranjas o tomates exporta-
bles. Lanzaban chistes de prostíbulo y ocurrencias de gallegos. Calen-
dario Vidal demostraba a su ayudante cómo desplegar una hilada de
ladrillos en el menor tiempo posible.

—Licenciado, esto es lo que se dice una verdadera lástima, pues a esta


muchacha la conocí de vista, y me dispensa, pero miré lo que se ha
vuelto; este trabajo me ha enseñado de la vida, más que la vida misma.

Eliseo Villegas permaneció silencioso intentando captar los deta-


lles más ínfimos de aquel instante.

—Resignarse Vidal, no nos queda otra cosa—añadió perplejo.

—Tiene usted razón Licenciado, en eso vamos a parar lo mismo noso-


tros los ñongos que la gente de buena cuna como usted.

De una vez fue sellado el osario en la bóveda. La superficie de la cripta
aún maleable. El maestro de obra preguntó a Eliseo Villegas si por fin
se decidía a grabar algo hasta que se pusiese una lápida de mármol con
las señas de la difunta. Bajó esta vez con mayor dificultad que la ante-
rior. Con el alfiler de corbata que una vez perteneciera a su padre, Eli-
seo Villegas estampó las dos fechas entre cuyos extremos fluctuaron

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La Concordia

los casi once mil días de Belén Insaústegui. Los caracteres ostentaban
visible torpeza, pero podían leerse sin extravío. Los dos hombres lo de-
jaron a solas una vez limpio el panteón de escombros y otros desechos;
pero antes el Secretario de Actas se inclinó a examinar lo que aun so-
brevivía el poemario de Antonio Machado que Celeste, en medio de la
sordina de su dolor, pusiera sobre el pecho de Belén a modo de buen
resguardo para su morada definitiva. Pudo entonces leer, a causa de
la devastación de las carcomas sólo fragmentos intermedios de uno de
los poemas salvados al azar:

«Mi corazón espera


también hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera».

Consultó luego el reloj de leontina que había estado en bolsillos


de los hombres de su familia. Advirtió demasiada tardanza para seguir
trastornando el fluir del tiempo como solía hacer desde sus días de
infancia.
Para suerte suya, hurgar en los vetustos papeles de la ciudad, era
un deleite, la degustación de aromas pretéritos, apenas rescatables.
Esa tarde le esperaba levantar una sesión en el Ayuntamiento, para
que así quedase legado a la posteridad, el presunto interés de las auto-
ridades por satisfacer las demandas de la municipalidad.
De toda esa comparsa variopinta, lo que mayormente le irritaba
era la aglomeración de visionarios y prestidigitadores, pero era esa la
cuota que le correspondía soportar por un sueldo disperso en sufragar
gastos de primer orden, o en las distracciones indispensables a una
vida huraña, enfrascada en la invisibilidad casi espectral que traslucía
su semblante.
La transfiguración de Belén, le infundía un sopor de espíritu que
no se empeñaba en definir. De forma pausada, sus cicatrices de antaño
comenzaban a regurgitar espinas de antiguas congojas. No menospre-
ciaba el efecto de un desengaño de tales proporciones; pero tal vez
con eficacia crepuscular, la ansiedad por mantener viva la memoria
de Belén, iría desapareciendo de la misma forma en que un amnésico
recupera la noción del tiempo desdibujado. Todo consistía en habi-
tuarse a los venenos de la espera, con el fin de crear cierta inmunidad

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La Concordia

y la idea persistente de que la sedimentación de sus rutinas sería un


emplasto discreto y eficaz para las heridas cerradas en falso. Eliseo
Villegas decidió al fin desembarazarse de sus cavilaciones, volver la
espalda a lo que él diera en llamar la concurrencia de los ausentes
y enfilar un primer paso hacia un mañana sin Belén, urgido además
por apremiantes deudas consigo mismo que su desorden vital le había
impedido satisfacer. Contemplando las criptas de los suyos, a punto
de que el silencio del panteón volviese a espesarse, dilucidó un arti-
lugio útil para desplazar ciertas obsesiones: reconstruiría el pasado
familiar a cuyo enigma no había querido asomarse. Encontró sabia la
decisión de semejante narcótico. Reparó de pronto en una nube y su
trance paulatino de lo angélico a lo gargóleo. Las fuerzas del pasado le
ofrecían todas las muertes necesarias para orquestar un fresco donde
la vida fuese el milagro mayor.
Su padre, llegado al Hades unos meses después de Belén, nunca
le mostró el secreter en que reposaban las historias de su abuela Lucía
y el abuelo de quien heredó nombre además de una fortuna estrella-
da contra arrecifes del billar y las cálidas alcobas de ciertos lupanares
predilectos. Diferentes como eran, con la aspereza de cierta diame-
tralidad, el veterano Eusebio jamás creyó útil desempolvar el ayer en
cuyo seno prosperó lo imprevisto del amor, el odio y los bálsamos del
perdón. Ocultar el pasado, era merecer su indulto ante el olvido. Eli-
seo Villegas creía en la sorpresa de tales fuerzas latentes; así nacería
en él la obsesión por rescatar la trama de sus antepasados, en vistas de
que no podría traer de vuelta el argumento de la prima difunta. Para
tal empresa contaba con el testimonio que Teresa Izaguirre no se ne-
garía a brindarle, ayudado por el deseo íntimo de la anciana de quedar
en paz con su conciencia a raíz de setenta años de secretos difíciles de
revelar. Revivir la circunstancia de La Concordia, de la vida que fue,
sería en lo adelante su incentivo más poderoso, una forma de atenuar
la violencia engendrada por los cambios, un modo de abolir el letargo
de las memorias infinitamente dormidas, aprisionadas en cartas y fo-
tografías ocultas durante décadas. Nunca antes Eliseo Villegas se vio
en la obligación de detener la metástasis del sepia sobre el cuerpo aún
vigoroso de los misterios familiares.
A partir de ese punto sobornaría al presente con las monedas de
un ayer extinto del que poco sabía. Esa era tal vez una apuesta abusiva

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La Concordia

pero necesaria en pos de rescatar las miserias y pompas del tiempo an-
terior. Desempolvar seis lustros antes de su nacimiento, era el antído-
to que se le antojaba eficaz para disolver el vacío y sinsabor en quedó
sumida su existencia esa mañana de San Valentín en el cementerio. La
finalidad de esa prueba era más fascinante y compleja de lo que Eliseo
Villegas podía concebir. El episodio de Belén le deparaba sorpresas
que aun no estaba listo para comprender, revelaciones que no sos-
pechaba ni en su menor medida. Tardaría mucho en aceptar que esa
mañana sólo había asistido a un desplome de máscaras. Los actores ya
no estaban, pero la escena vacía, era en sí el espectáculo, el argumento
en busca de representación.
De Belén persistía apenas un sordo estrépito de hojarasca: lo ab-
surdo era buscarla en medio de sus despojos; recuperar su esencia era
enfrentarse a innúmeras posibilidades de acierto y dispersión.
Tanto sus ancestros, como Belén, por un constate rejuego de ma-
ravilla y tragedia, estaban a punto de completar el fresco de un argu-
mento cuya avalancha de sucesos esclarecería ciertas claves pretéritas
y en buena medida las combinaciones ocultas de un cambio.
Gran parte de la mañana había transcurrido en el camposanto
y ya era tiempo de volver a casa para su almuerzo con Oniria Reyes.
Luego consignaría en actas lo concerniente al abasto de agua y un pro-
yecto irrealizado de obras públicas en beneficio de indigentes y analfa-
betos.
Antes de lanzarse a ese cúmulo de vísperas, se encaminó con Ca-
lendario hasta el frontón redoble de la Necrópolis. En la sección de
trámites fúnebres advirtió socarrón la tipografía de un anuncio que
proponía los más cómodos y bellos ataúdes. Su compulsión por la lim-
pieza lo llevó en ese instante a lavarse las manos con lo que aún que-
daba de alcohol, a revisar con meticulosidad las uñas para comprobar
si habían quedado estériles.

El maestro de obra y su ayudante se veían impacientes ante la parsi-
monia de Eliseo Villegas, quien pagó al encargado de asuntos mortuo-
rios quince pesos por concepto de exhumación. Cumplió entonces con
la propina de cinco pesos acordada por el buen trabajo que incluía la
ausencia de preguntas indiscretas. Calendario Vidal se encargaría de
repartirla al tiempo que Eliseo se detenía en la estatua de Don Elpidio

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La Concordia

Estrada, absorto en la contemplación del compañero del concejal Eu-


sebio Villegas.
Justo antes de partir, tendió una mirada rasante sobre el bosque
de cruces y monumentos. Divisó el nombre de uno u otro conocido
de su familia, hombres que habían compartido alguna camaradería o
desavenencia con su padre en tiempos de la última contienda contra
España. Una bandada de palomas sobrevolaba en círculo los muros
de aquella urbe de silencio al tiempo que un tren de carga bordeaba
la parte trasera del camposanto. De pronto desaparecieron, pero su
ronda persistió como una diadema sobre la cabeza agigantada de las
nubes.

—Sabe Licenciado, ese tren está acabando con todo esto, los ángeles
del fondo se me están cuarteando y muchos ya se han descabezado, la
semana pasada tuve que lanzar uno al río, primero se le cayeron las
alas, y después los brazos, hasta que se despedazó por completo.

—Quede usted bien maestro, siga pastoreando sus ángeles y téngame


a discreción el encargo de esta mañana—dijo Eliseo Villegas mientras
alargaba la mano al enterrador.

—Pierda cuidado, que Calendario Vidal nació sin lengua cuando se


trata de no decir ni jipío—agregó besando la cruz que improvisó con
ambos índices superpuestos sobre los labios ásperos.

Eliseo Villegas volvió a consultar su reloj de leontina. Las agujas es-


taban a punto de ser una sola en la hora del mediodía. Oniria Reyes lo
esperaba a esa hora en casa. Con la carne, el vino, las verduras y el postre
del almuerzo se había esmerado como si pretendiera con su dedicación
subsanar alguna culpa. La impaciencia de esa víspera la hizo asomarse
varias veces a la puerta; la exasperaba no oír el claxon del Ford a la entra-
da del garaje. Comenzaba a preocuparle lo peligroso de su sugerencia y el
posible efecto que tendría sobre los ánimos de Eliseo Villegas. El Secreta-
rio de Actas miró una vez más hacia el pórtico de la Necrópolis.
Veía al enterrador desaparecer silbando en dirección al fondo.
Conducía el mismo vagón de coronas secas que a su llegada dejó al
pie de uno de los laterales cercanos. Ajustados sus lentes, corbata y

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La Concordia

sobrero de fieltro, puso en marcha el Ford con destino a la ciudad. La


efervescencia matinal comenzaba a declinar bajo el sol meridiano. De
soslayo reparaba en el retrovisor vibrante que parecía devolverle, en
vez del espectáculo rutilante de la realidad, escenas de aquella Belén
Insaústegui destruida en todas las versiones de la desesperanza, por
completo distante de la mujer que fuera en el momento de sumarse a
la trama convulsa de los Villegas. Mientras conducía, el resane de la
cripta volvía a saltar en pedazos ante sus ojos, el féretro era sacado a la
luz, ya vaciadas las reliquias de la muerte, otoño gangrenador de todo
vestigio primaveral. Atrás el mundo circundante se algodonaba en una
acuarela de manchas dóciles a la disolución del recuerdo.

—Tiene que sobrevivir algo más que no sea mis elucubraciones y sus
despojos —se dijo en un giro abrupto del volante al bajar por la calle
Martí. Las campanas de la Parroquial Mayor terminaban de dar las
doce. Aceleró con cierto amago de prudencia.

Entró a Mármol por Lora. Casi a punto de cruzar Figueredo, an-


tiguo Callejón del Marqués, un vendedor de periódicos lo acosó con un
número de «El Heraldo».
En primera plana aparecía una fotografía del Führer arengando a
sus hordas en un desfile militar con aeroplanos de fondo. Eliseo Ville-
gas lanzó el diario sobre el asiento trasero y reanudó la marcha hasta
calmar la inquietud de Oniria Reyes.

Le quitó el saco y los zapatos sin mirarlo ni emprender interroga-
torios inoportunos.

Eliseo Villegas se reclinó en su sillón y su semblante traslucía la


perplejidad de la duda. Como una máscara, ambas manos le cubrieron
inexpresivas el rostro.
Con los ojos cerrados bajo la ducha, mientras el agua era una piel su-
perpuesta, deshilándose en las curvaturas y vellosidades de su cuerpo,
Eliseo Villegas sonreía ante los sucesos demenciales de pocas horas
atrás. Aquel baño vespertino le produjo una leve sensación de alivio
en medio de su pesar.
Ante el espejo torció el cuello en círculo, examinó la coloración

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La Concordia

de su legua y con un pequeño escarbadientes de plata hurgó en los in-


tersticios de sus encías. Desenredó de su cintura la toalla, y descubrió
─ al sopesarlo ─ cierta inocencia pantagruélica del falo adormecido en
su mano.
Sentados a la mesa con la vajilla que perteneciera a su familia en
tiempos de la Colonia, para desconcierto de Oniria Reyes, se hallaba
de buen talante, al punto de elogiar repetidas veces la sazón de la car-
ne de codorniz, las gruesas lonjas de pimiento y el exquisito almíbar de
ciruelas salpicadas de vino blanco.
Al recoger las sobras, ella lo miraba con la timidez de quien no
se atreve a hacer una pregunta. Él adivinó la intención y decidió ade-
lantarse: «Mejor hablamos después». Con tal parquedad logró neu-
tralizarla; luego planeó lo que haría durante la noche: compraría una
gruesa de Moyas para visitar a Teresa Izaguirre en el alquiler de la
calle Cisneros. Los tabacos serían especie de bengalas iluminando la
tiniebla de aquellos casi veintiséis mil días en retroceso. Sólo la an-
tigua ama de llaves de su familia, podía devolverle un pasado cuyas
regiones de luz y sombra ignoraba por completo a causa de la gestión
silenciadora de su padre. Las intermitencias del sueño y el calor le im-
pidieron prolongar la siesta.

De la cocina le llegaba intermitente un tintineo de vasijas amor-


tiguado en un balde de agua.

De camino al Ayuntamiento, la ciudad le pareció maquillada de


afeites que disolvían su existencia en la monotonía, como si toda su
vida anterior en ella hubiese sido una invención burda e intrascenden-
te. «Olvidar, olvidar», se repetía a pasos lentos en el pasillo que iba
desde la esquina de La Creación hasta la Casa Consistorial. Una vez
en el vestíbulo esperó a que los concejales estuvieran todos ya en la
segunda planta para evitar la aglomeración de la escalera.
La sesión de esa tarde inició con su habitual explosión de
opiniones, pero una rara celeridad la llevó a término antes de lo
previsto. Sus dedos se paseaban con furia y destreza sobre el teclado
de la Underwood, superponiendo decenas de veces sus huellas sobre
vocales, consonantes, puntos y tildes. Cada golpe de martillo parecía
restañar su impotencia ante las voluntades inexplicables del azar.

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La Concordia

Sólo pequeñas pausas separaban la constante metralla de grafe-


mas. El alcalde convidó entonces a sus colaboradores a retirarse. En
la escalera, comunistas, demócratas y liberales avivaban un reñido de-
bate sobre el gobierno del Reich alemán y la nueva Constitución, al
tiempo que un aguacero de inusitada violencia, comenzó a irrigar teja-
dos y calles sin asfaltar. Eliseo Villegas revisaba entonces anotaciones
del mes anterior. Absorto entre fragmentos de la escena matinal y el
enjambre de las voces, apenas notó se había quedado solo ante la par-
titura ensordecedora de los goterones.

─ Tiene algo de dictatorial esta lluvia ─ pensó con ambas manos en


los bolsillos.

Al pie de los vitrales, cerca de la barandilla del balcón, veía un


tropel de niños limpiabotas y recaderos, retozar en las parcelas trian-
gulares del Parque Céspedes.

Un coco verde les servía de balón.

A Eliseo Villegas la lluvia le pareció un incidente enrarecido, una


porción de tiempo donde no tenía efecto el opio del raciocinio. De
pronto no sabía si una ráfaga circular protegía o abofeteaba el busto
de Céspedes. Desde la Colonia Española un piano se fatigaba en pre-
valecer. El marfil de sus teclas también había conocido los dedos de
Belén Insaústegui. Pero Belén había estado brevemente en la historia
del clavicordio, tal vez con la misma fugacidad que estuvo entre sus
parientes de ultramar.
Mientras duró la cortina del turbión entre él y los jovenzuelos
con pretensiones de futbolistas, siguió cada una de las estrategias de
los porteros y cada rejuego de los más diestros en medio de caídas y es-
paldarazos. Les sucedía la mofa de vocales prolongadas. Eliseo pensa-
ba, ya un tanto más sosegado, en los acontecimientos del cementerio.
Veía en el reflujo de su pensamiento, el panteón familiar, inundado
y profundo como una piscina olímpica. Partículas de madera, hueso
y tela flotaban en el agua. Aparecía, más táctil que visual, la grosera
inscripción que hizo en la bóveda con su alfiler de corbata. Lo invadía
entonces una rara culpa, seguida de arrepentimiento y pudor. Se con-

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La Concordia

venció entonces de que todo hombre vive dentro de una cápsula que
los cambios se encargan de disolver con su habitual desdén imperso-
nal. Schopenhauer le había enseñado que el mundo existe como repre-
sentación de la voluntad, pero el propio funcionamiento del mundo le
exigía la abolición de cada domesticidad asumida como irreverencia
hasta ese instante.
Ese propio día, más allá de las mareas que asordinaban las pla-
yas de la Isla, Joaquín Rodrigo corregía el arpegio final del Concierto
de Aranjuez, Hemingway las pruebas de galera de Por quién doblan
las campanas, y sobre un mapa atiborrado de esvásticas, con tantas
fichas como una mesa de apuestas, Hitller preparaba lo que sería la
invasión a Noruega y Dinamarca.
Luego pasó el resto de la tarde manoseando papeles que encerra-
ban el abanico de ayeres en que se desplegó la trama de sus ancestros.
Eliseo Villegas podía permanecer durante horas aislado, rastreando
los legajos de la Colonia o las actas capitulares de inicios de siglo, este
era el antídoto elegido para no pensar en Belén, a contrapelo del piano
de enfrente y su discreta insurrección contra toda tentativa de renun-
ciamiento. En el archivo del Ayuntamiento ─ custodiado por él desde
hacía veinte años ─ reposaban indefensos, testamentos, transacciones
y daguerrotipos tanto de españoles como criollos, tres veces enemigos
a muerte, ahora conciliados bajo el polvo de las mismas estanterías. Le
fascinaba la maestría silente de tales indulgencias.
Según su propio decir, «la noche era lenta como tinta en el agua».
Bajó las escaleras de piedra caliza. Regodeó el tacto en el pasamanos
de cedro y fue en busca de unos tabacos para Teresa hasta el café «El
Louvre».
Al cruzar la calle lo interceptaron dos de las carrozas que había
visto en Mercaderes, de camino al cementerio. Uno de los trovadores
descendió a trastabillones.

─ ¡Hoy es el día de San Valentín, Licenciado, ¡se nos va tullir de tanto


papeleo! ─ vociferó el juglar. Ofreció a Eliseo Villegas un orinal esmal-
tado, rebosante de cerveza y con chorizos flotantes, pero el Secretario
de Actas esquivó hábil la deferencia con la mano en el vientre y una
mueca de convalecencia digestiva.

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La Concordia

Un policía de barrio disolvió el partido de fútbol con sólo pasar el


bastón sobre las tablillas espaciadas de los bancos. La luz de las bom-
billas germinaba negligente.
De regreso a casa, Eliseo Villegas se deleitaba en la ramificación
de relámpagos y una vez más pensó en Belén: en su mente cada fogo-
nazo astral alumbraba los rostros de los ángeles emplazados en gran
parte de las mansiones fúnebres. Durante algunos minutos de cami-
nata por García jugó con las variaciones de esas imágenes. La llovizna
reanudó su insistencia. Al girar la cerradura de su puerta, aún el mun-
do que le urgía redescubrir aguardaba latente, reservaba para él toda
su seda y su aspereza; su maravilla no revelada.

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(…) el gusto arenoso de la colilla era, después de todo, sólo un recuerdo más
de otro tabaco difunto.
ELISEO DIEGO

Pensaba entonces en la novela que yacía oculta detrás de aquellas pala-


bras.
JOSÉ LEZAMA LIMA

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