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El clavo (palinodia)

«Si al principio de un relato se ha dicho que hay un clavo en la pared, ese


clavo debe servir al final para que se cuelgue el protagonista». La frase es de
Chéjov, y me temo que tengo alguna responsabilidad por haberla divulgado en un
ensayo de hace treinta años largos y en cierto epigrama con más de quince a
cuestas. Digo responsabilidad, y casi culpa, porque el precepto es tan sugerente
cuanto capcioso y parcial. Quizá se entienda mejor dónde está la falacia si reitero
que yo no lo había espigado en el propio autor, sino en las páginas de un clásico
del formalismo ruso; o si apunto que menos que en el grandísimo Chéjov (que
se guardó mucho de aplicarlo, salvo de Pascuas a Ramos), uno esperaría
encontrarlo en el respetable Propp.

La idea del relato como construcción cerrada sobre sí misma, como


armónico microcosmos (cito a Clarín por partida doble), corresponde al tipo de
narración que se encarna por excelencia en el cuento folclórico y que tiene por
modelo teórico a la poesía lírica: la artificiosa enunciación de un universo cuyos
componentes -igual que en el poema y al revés que en la realidad- están en
sostenida y notoria dependencia mutua.

En ese arquetipo del texto como sistema cabal, perfecto, se ha inspirado


durante milenios gran parte de la literatura occidental, y no sólo para la forma,
sino también en cuanto al contenido y la doctrina. Contra ese arquetipo se dirige
a su vez el único género nuevo que ha producido la Edad Moderna: la novela
realista, que convierte en dechado literario (paradójicamente) la gratuidad, la
falta de ilación, el discurso informe de la vida, y lo dice en el tono y con las
palabras de todos los días.

Francisco Rico en Los discursos del gusto: notas sobre clásicos y contemporáneos.
Madrid: Destino, 2003, 143-44.

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