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Una tierna infancia fluvial

RAFAEL RATTIA

Una tierna infancia fluvial que evoca el vientre henchido del rìo en los largos meses de
lluvia diluviana; las tercas imágenes vuelven a mi espíritu con el incesante ritmo de las
olas del mar que en esa etapa de mi vida aùn no conocía. Soy hombre del rìo y mi
carácter y estructura de personalidad està, antropológicamente signada por las aguas
del rìo padre. Soy homo orinoquense, desde que tengo conciencia de mì sè que las
corrientes fluviales del gran rìo han moldeado mis rasgos màs relevantes de
comportamiento vital. Asì como hay hombres de la montaña, el historiador Fernand
Braudel los llama montañeses, del mismo modo hay hombres del rìo, de las aguas, diría
mi inolvidable Maestro Josè Manuel Briceño Guerrero, “esa llanura temblorosa”. La
monataña es la cima del mundo y el rìo es la sima, el acantilado de la vida.
La abyección y la sacralidad van juntamente en la vida como una especie de raro y
desafiante amonedamiento indescifrable e indiscernible. ¿Dònde comienza uno y
termina el otro? ¿Cuàl su morfogénesis y cuàl su finitud? Ahora, justo en este momento
que escribo estas intempestivas líneas, me viene a la memoria la pasión intelectual de
Nietszche y su celoso amor hacia los elevados pensamientos de Zaratustra y su
homologación con las altas cumbres montañosas de Italia, donde decidió refugiarse a
meditar durante los últimos meses de su atormentada existencia filosófica.
Yo, hombre de inquietas y danzarinas ideas algunas veces lìricas e imaginativas, otras
abstrusas y herméticas filosóficas y literarias, fui marcado desde mis párvulos años de la
Orinoquia ribereña del Bajo Delta por la movilidad y transhumancia que llevan las aguas
inexorablemente al morir que es la mar. Porque, ciertamente, los rìos son el vivir.
Por razones de trabajo mi madre, una enfermera auxiliar con cuatro hijos, viòse llevada
por los avatares de la vida a trabajar en las intrincadas geografías deltaicas, como
funcionaria pública al servicio del antiguo Ministerio de Sanidad y Asistencia Social. Las
imágenes que fueron fraguando mi anatomofisiologìa espiritual quedaron
indeleblemente tatuadas en la piel de mi memoria impertinente de bogavante
bonancible pero capaz de dejar su pellejo e incluso su vida si fuere necesario en el
camino por las virtudes y principios inculcados por mi madre y mis maestros de vida.
Ciertamente el agua dulce es màs poca que la salada y será por eso que las alegrìas y
satisfacciones son tan escasas y poco abundosas en el trayecto del vivir contra morir.
Homo acuaticus es festivo, jubiloso ebrio de vida doquiera que vaya, lleva la impronta
de la risa y la transgresión; homo terregna es vocacionalmente en su intrínseca
naturaleza màs dado a la obediencia y disciplina e incluso su voz es màs calma y
conciliadora que el oriental bullanguero y estridente, libertario e indomeñable. Soy de
esa estirpe de carbonarios que no baja la cerviz ante la voz de mando y no se arredra
ante el grito ni el insulto injustificado del poder arrogante y ensoberbecido.
Aquellos años de infancia fluvial incurable me acompañan fielmente y signan mis perfiles
identitarios como huellas de hierro candente herradas con marcas de herradura
indeleble recordándome dìa tras dìa que este que soy es también aquèl que fui y
continùo siendo bajo otros y el mismo cielo.

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