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Dijo Jesús: “Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis
discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que Yo les he encomendado a
ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.”
( Mt. 28, 19 – 20 )
Jesús reunió un grupo de discípulos que convivían con Él y los envió
a evangelizar el mundo. El maestro conocía a sus discípulos y éstos a su
vez conocían a su maestro compartiendo con Él la vida diaria. Esto vale hoy
todavía, porque la evangelización supone un compartir; evangelizar es
ayudar a una persona a profundizar sus experiencias pasadas hasta el
momento en que interiorice el misterio de Cristo, compartiendo su cruz y su
resurrección como la verdad que ilumina y guía su propia vida.
La Iglesia es fruto de la misión que Jesús ha confiado a los Apóstoles
y recibe constantemente el mandato misionero. Recibe la fuerza espiritual
necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio
de la cruz y comulgando el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La Eucaristía es la
fuente y cumbre de toda la evangelización.
El Padre ha enviado a su Hijo a la tierra, y el Hijo forma y envía a los
misioneros. El Padre también envía su Espíritu para que toque el corazón y
el espíritu de los que escuchan. El Espíritu guía a los misioneros, les da
fuerza y carismas, da el conocimiento de Dios, capacidades nuevas para
obrar, sanar y servir a un mundo entorpecido, sobre todo nos da de mil
maneras esa certeza íntima de que Jesús ha resucitado y está en medio de
nosotros.
Cristo es el que escoge a sus apóstoles o misioneros y los envía en
su nombre ( Jn. 15, 16 ), Él busca personas que se entreguen totalmente a
su obra, personas que acepten hacer algo más que los servicios materiales
que se puedan prestar en la Iglesia, personas que se sientan responsables
de los otros: ser pescador de hombres. En la Iglesia todos somos llamados
a hacer un trabajo apostólico, pero nadie puede llegar a ser Apóstol, es decir
testigo oficial de Cristo , si no es llamado.
El rito con el que concluye la celebración eucarística no es
simplemente la comunicación del final de la acción litúrgica: la bendición; la
despedida al finalizar la misa es una consigna que impulsa al cristiano a
comprometerse en la propagación del evangelio, a mostrar cómo actúan con
fuerza en los distintos acontecimientos de nuestras vidas el Evangelio y el
Espíritu de Dios. A escuchar a los que se visita y conocer sus inquietudes y
dar una respuesta buena: “El Reino de Dios ha llegado a ustedes”, o sea
aunque tengan mil problemas crean que Dios se ha acercado hoy. Es llevar
a Cristo, de manera creíble a los distintos ambientes de la vida y en todo
momento.
La Eucaristía es la fuerza que impulsa a la evangelización y al
testimonio misionero, entonces: ¿Cómo no nutrirnos de este alimento?
¿Cómo anunciar a Cristo sin alimentarse de la fuente de la comunión
eucarística con Él? ¿Cómo participar en la misión de la Iglesia sin cultivar el
vínculo eucarístico que nos une con cada hermano de fe, incluso con cada
hombre?
La Eucaristía es el Pan de la Misión, nos fortalece para continuar el
camino que Dios nos señaló y al cual nos llamó.
MES DE AGOSTO
...”Entonces, ¿Tú eres rey? Jesús respondió: Tú lo has dicho: YO soy Rey.
Yo doy testimonio de la verdad, para esto he nacido y he venido al mundo.
Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz”. (Jn. 18,37)
Jesús se define a sí mismo como rey; no de un lugar específico sino de
todo el mundo, y su realeza no procede de ese mundo, pues su autoridad la
debe solamente al Padre que lo envió (Jn. 18,36) a dar testimonio de Dios.
Cristo se presenta como testigo y testimonio de un Reino de otro mundo.
El que cree en Dios y reconoce su autoridad en todos los ámbitos de la vida,
pertenece a ese reino y se convierte en su fiel servidor. El Reino de Dios ya
ha llegado a todo lugar donde los hombres han conocido a Dios por la
Palabra de Jesús.
El que ama verdaderamente, el que tiene a Jesús como Rey de su
corazón ama a todos los hombres sin ponerles rótulo o etiqueta; y como
ciudadanos de ese Reino debemos adoptar las actitudes para “ser de la
Verdad”: la lealtad, la obediencia y el amor al Rey que nonos abandona, que
nos da fuerzas para continuar y nos acompaña en nuestro caminar con su
Palabra y su presencia.
Hay una promesa de Jesús que siempre debemos tener presente: “Yo
estaré con ustedes hasta el final de los tiempos” (Mt. 28,20). Si creemos en
esa promesa debemos empeñarnos en “percibir” con todos nuestros
sentidos cómo está presente Jesús resucitado en nosotros y en medio de la
realidad cotidiana. Y nos da algunas pistas para que podamos descubrir esa
manera de estar entre nosotros: estar unidos a Él por la fe y el amor. Jesús
y su Padre se manifiestan a aquellos que lo aman y viven con intensidad su
Palabra. El Señor nos invita a creer y sentir su presencia en lo profundo de
nuestro corazón: “El que me ama será fiel a mi Palabra y mi Padre lo amará,
iremos a Él y habitaremos en Él”. ( Jn. 14,23)
El Reino de Dios no es esclavitud, ni opresión. No se trata de egoísmo
sino de comunión. Se trata de la capacidad de dar, de compartir, de
entregarse. Si Jesús reina en nuestro corazón y en nuestra vida,
trabajaremos para que su Reino llegue a todos los hombres, a todos los
pueblos, a los que tienen hambre, a los que no tienen trabajo, a los que
necesitan afecto, comprensión, a los que pertenecen a otra clase social o
nacionalidad; no por un deber para cumplir sino por amor al Rey, que es
Cristo.
Aceptar a Jesús como Rey implica abrir el corazón, comprender, perdonar,
convivir sin resentimientos...Indudablemente no es una tarea fácil. El Padre
sabe que tenemos defectos, pero en nosotros ha depositado su confianza.
Si aceptamos su presencia, Él nos hablará silenciosa y respetuosamente al
corazón despertando, nuestra conciencia, cambiando nuestro estado de
ánimo y nuestra historia personal, nos traerá paz verdadera, nos sentiremos
más seguros y fuertes, más generosos, más pacientes y serviciales, más
alegres, más libres, porque “donde está el Espíritu del Señor allí hay
libertad”. (1 Co 3,17 )
En la medida en que nos despojemos de nuestros egoísmos nuestra vida
empezará a llenarse de Dios. En la medida que lo dejemos Reinar en
nuestra vida podremos reflejar la suya en nuestros actos, en nuestras
palabras, en nosotros mismos. ¿Dónde? En cualquier lugar: el hogar, el
trabajo, el barrio, con las amistades, la familia...Cualquier momento y
situación son buenas para hacer algo en nombre de Jesús.
¿Hay espacio para el Rey de Reyes en nuestro corazón? ¿Lo dejamos
entrar? No cerremos nuestros corazones , dejemos que Dios reine en ellos.
El Reino de Dios está donde Dios reina y Dios está reinando ahí donde
puede actuar como Padre y donde sus hijos reconocen los proyectos que
tiene sobre ellos. Nos corresponde trabajar y sufrir para que llegue el Reino
de Justicia y Verdad, pero no está sujeto a nuestra buena o mala voluntad, a
nuestra flojera o indiferencia. El Reino de Dios vendrá con o sin nosotros,
porque en realidad, ya está.
MES DE DICIEMBRE
Jesús contestó: “...Es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. El
pan que Dios da es Aquel que baja del cielo y que da vida al mundo. Yo Soy
el Pan de Vida. El que viene a mi nunca tendrá hambre y el que cree en mi
nunca tendrá sed” (Jn. 6, 32 – 35). El pan que baja del cielo no es una cosa,
sino Alguien, que nos comunica la vida eterna; pero para recibirlo se
necesita dar un paso, es decir, creer en Cristo. Dios se hace presente en
Jesús; Él es el que nos entrega todas las riquezas del Padre.
En cada misa renovamos la Cena del Señor, el Sacrificio de la Cruz y la
Resurrección, la expresión más fuerte de nuestra unión con Dios en Cristo.
Sobre el altar: pan y vino; los más elementales símbolos de la alimentación.
Ambos evocan la bondad de la vida en una mesa compartida. Pan y Vino
que Jesús convierte en “Eucaristía”, en alimento espiritual, muy especial: el
que coma de este pan vivirá eternamente.
Los cristianos creemos en la presencia real de Jesús en el pan y en el
vino consagrados. Presencia que invita a todos a comer y beber, que
significan el compartir; más aún, en la comunión no se concibe comer y
beber “a solas”. El gesto de comer y beber consistió en la unión entre Cristo
y nosotros; carne de Cristo resucitado y transformado por el Espíritu y por
eso da vida (Jn. 6,63). No una unión cualquiera, sino una unión similar a la
que une a Cristo con el Padre(Jn. 6,57). Esta unión es real y maravillosa.
La Eucaristía, alimento espiritual nos compromete a compartir el alimento
material. Es un contrasentido la “Eucaristía” sin solidaridad. Recibir el pan
eucarístico nos exige compartir también el amor fraterno, la unidad, la
generosidad con nuestros hermanos. Cada eucaristía debe desembocar en
un “nuevo comienzo” de nuestra vida cristiana ofrecida a los demás: la
familia, los amigos, los pobres, los necesitados, los enfermos, los excluidos,
las personas solas... Llevarlo de manera consciente y responsable al lugar
donde vivimos, trabajamos, estudiamos, transitamos, etc. ¿Qué significa
vivir el sacramento del pan partido y compartido, si soy incapaz de partir mi
pan con alguien? La Eucaristía es el Sacramento del servicio a Dios y a los
hermanos.
Compartir con nuestros hermanos nos identifica con Cristo y de esa
forma, la Eucaristía se hace vida para todos los hombres.
Los sacramentos hacen madurar la vida de Dios en nosotros y, en
particular, la Eucaristía, sacramento de la comunión, es el gran alimento en
el que Cristo se ofrece gratuitamente para nuestro consuelo y alegría.
Debemos ir a Él como a nuestro pan verdadero y recibir por medio de su
persona la vida eterna que nos hace falta. Tener “vida eterna” es tener una
vida semejante a la de Dios y permanecer en Él, vivir unidos a Él. Nos
transforma y nos hace más parecidos a Jesús.
En todo tiempo la mayor parte de la humanidad ha trabajado por su
alimento y su primera preocupación es asegurarlo para el mañana, porque si
no come dejará de vivir. Lo mismo debemos hacer con Jesús, trabajar por Él
y asegurarlo porque no tendremos vida sin Él. Si estamos unidos a Jesús
daremos frutos a través de nuestra vida y en relación con nuestros
hermanos. Si no producimos buenos frutos es porque realmente no
formamos parte del cuerpo de Jesús.
Jesús desea ardientemente entregarse a nosotros en la comunión, y se
humilló hasta hacerse un pedacito de pan, indefenso, que a veces se queda
olvidado en algún apartado o sagrario. Es Él quien nos amó hasta dar la
vida por nosotros clavado a una cruz. Por eso además del respeto y
adoración también se merece todo nuestro amor. Con el sacrificio de Jesús,
debemos aceptar que Dios nos dé la vida, que nos haga semejantes a Él y
nos prepare para reflejar su propia gloria.
Los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús cuando partió el pan, no
antes. Sus corazones ardieron y lo distinguieron como el Salvador
Resucitado. Nosotros también debemos sentir arder nuestros corazones
cada vez que Jesús se ofrece en la misa. Y sin embargo cuantas eucaristías
carentes del verdadero sentido, sólo por costumbre, sin verdadero
encuentro, estar por estar, sin conciencia del valor de su presencia. Sólo Él
puede eliminar todo obstáculo porque pone todos los medios para ser
reconocido.
Concédenos Señor que Tu presencia en la Eucaristía nos haga crecer
más y más nuestro amor hacia ti y nos aumente la generosidad para que te
reconozcamos en el hermano necesitado. Amén.
MES DE JULIO
“Yo soy la servidora del Señor, hágase en mi tal como has dicho”
(Lc.1,38). Como perfecta hija del Padre, María se entrega
incondicionalmente a su voluntad y la hace propia.
El consentimiento de María es un profundo acto de fe y sabe que no se
entrega a la voluntad fría e impersonal de un Dios que a la distancia le dicta
órdenes. Se adhiere a las disposiciones del Dios que la ama personalmente.
Su aceptación le cambió el rumbo al mundo entero, ese SI fue la
respuesta de la vida, para que el autor de la Vida se haga carne y ponga su
morada en nosotros.
María es la elegida por Dios para recibir a su propio Hijo en un acto de
fe perfecta. Recibió sin reservas a la Palabra única y eterna del Padre.
El Salvador ha sido deseado y acogido por una madre, por una
jovencita que acepta libre y conscientemente ser la servidora del Señor, y
llega a ser la Madre de Dios. Ella daría a Jesús su sangre, sus rasgos
hereditarios, su carácter, su primera educación y tenía que crecer a la
sombra del Todopoderoso.
Dios no necesitaba una servidora para dar a su Hijo un cuerpo humano,
sino que le buscaba una madre y, para que María lo fuera de verdad, era
necesario que Dios la hubiera mirado con amor antes que a cualquier otra
criatura. Por eso le dijo: “Lena de Gracia”.
Jesús, al nacer del Padre y de María es la Alianza entre Dios y la familia
humana, y en eso se arraiga la fe de la Iglesia: “Jesús es verdadero Dios y
verdadero Hombre”.
María ocupa un lugar único en la obra de nuestra salvación. Es la
maravilla única que Dios quiso realizar en los comienzos de una humanidad
reformada a su semejanza.
María es aquella que dio lugar a la Palabra de Dios en su vida, que la
dejó resonar dentro de sí desde la primera palabra del ángel en la
Anunciación, hasta las últimas palabras de Jesús en lo alto de la cruz.
Demostró su adhesión a Dios y dejó que se manifestase en ella el Reino de
Dios.
El SI de María no significó ausencia de sufrimientos; por el contrario, no
se le ahorró el dolor, lo mismo que a su Hijo. El dolor propio de los que viven
en el mundo. Y en ella también aprendemos a vivir la aceptación en los
momentos de la vida, sobre todo en los más difíciles. Ella se ha convertido
en la Madre del dolor. Dolor de una mujer que confía en las promesas, dolor
que se convierte en “esperanza cristiana”. Un dolor que es necesario para la
alegría de la salvación. Posiblemente es ahí donde María comprendió el por
qué de todas las cosas que su amado Hijo pasó, para salvarnos y
redimirnos con el Padre y , sintió alivio; pero también dio gracias por la
nueva vida que los cristianos estaban por comenzar.
María no es figura del pasado, su SI en la Anunciación, ratificado en el
Calvario, nos engendró a la nueva vida de Cristo. Ella intercede ante el
Padre para que Cristo crezca en nosotros y su Reino se consolide en la
tierra. Su súplica es poderosa porque Dios no desatiende a la Madre de su
Verbo Encarnado. María es la “omnipotencia suplicante”.
Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres. Pero la misión
Maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni
disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su
eficacia.
María manifiesta el designio de amor que marca toda su existencia.
Dios la amó por sí mismo, la amó por nosotros, se la dio a sí mismo y nos la
dio a nosotros (Jn 19,27).
Para nosotros, los jujeños, María es la Madre que peregrina junto a su
pueblo, es la mediadora, mujer de la contemplación y la oración, que quiso
quedarse en nuestros corazones.
Dios creó a la mujer con un valor único e inmenso, el de ser MADRE,
con todos sus carismas: ternura, sacrificio, dolor, entrega...
¡ Qué Dios bendiga a todas las Madres!