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El Angel de Lo Raro PDF
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Extravagancia
EDGAR ALLAN POE
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Era una fresca tarde de noviembre. Justamente acababa de despachar una comida más
sólida que de costumbre, en la que la trufa dispéptica no constituyó el artículo menos
importante. Estaba solo, sentado en el comedor, los pies en el morillo de la chimenea y el
codo en una mesita que había acercado al fuego con algunas botellas de vinos de varias clases
y de licores espirituosos.
Por la mañana había leído el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; la
Peregrinación, de Lamartine; la Colombiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las
Curiosidades, de Griswold; así, pues, confesaré que me sentía ligeramente estúpido. A fuerza
de vasos de Laffitte me esforzaba por despertarme, y no consiguiéndolo, recurrí desesperado a
un periódico que había a mi lado. Habiendo leído detenidamente la columna de alquileres, y
luego la columna de los perros perdidos, y luego las dos columnas de las mujeres y
aprendices fugados, ataqué con vigorosa resolución la parte editorial, y, habiéndola leído
desde el principio hasta el fin sin entender una sílaba, se me ocurrió que podía estar escrito en
chino, y la releí desde el fin hasta el principio, pero sin obtener resultado más satisfactorio.
Disgustado, estuve a punto de gritar:
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casi me avergüenzo de decir que, sea dolor, sea humillación, me acudieron algunas lágrimas a
los ojos.
-Mein Gott! -dijo el Ángel de lo Raro, aparentemente dulcificado por el espectáculo de
mi situación-, el pobrre hombrre eztá boracho. Ez prrezisso no beber assí de lo zeco; hay que
echar acua en buestrro bino. Ea, beba egto; beba egto, como un niño bueno, y no yore mag!
¿Comprrende?
El Ángel de lo Raro llenó mi vaso (que sólo contenía una tercera parte de Oporto) con
un fluido incoloro que vertió de uno de sus largos brazos. Yo observé que las botellas que le
servían de brazos ostentaban unas etiquetas en el cuello, en las que se leía la inscripción
Kirschenwasser (agua bendita) .
La solícita bondad del Ángel me aquietó grandemente, y aliviado con el agua que sirvió
varias veces para atenuar mi vino, encontré al fin la suficiente calma para escuchar su
extraordinario discurso. No pretendo relatar todo lo que me dijo; pero lo que de él retengo en
sustancia es que era el genio que preside los contratiempos en la naturaleza, y que su función
consistía en aportar esos accidentes raros que sorprenden continuamente a los escépticos.
Como yo me aventurase una o dos veces a expresar mi total incredulidad referente a sus
pretensiones, se puso rojo, hasta el punto de parecerme la más cuerda política el no decir
nada, y dejarlo hablar.
Y habló, pues, a su gusto, mientras yo permanecía tendido en mi sillón, los ojos
cerrados, comiendo uvas y arrojando los cabos por la habitación. Pero el Angel interpretó esa
conducta como un signo de desprecio por mi parte, y levantándose con terrible irritación se
caló completamente el embudo hasta los ojos, lanzó un enorme juramento, articuló una
amenaza, cuyo preciso carácter no pude comprender, y, finalmente, me hizo un profundo
saludo de adiós, deseándome, a la manera del arzobispo del Gil Blas, "mucha suerte y un poco
más de buen sentido".
Su partida fue para mí un gran alivio. Los varios vasos de Laffitte que había bebido a
pequeños sorbos, tuvieron por efecto amodorrarme, y sentí deseos de echar una siesta de
quince o veinte minutos, como es mi costumbre tras la comida. A las seis tenía una importante
entrevista, a la cual tenía gran necesidad de asistir. Habiendo expirado el día antes la póliza de
seguro de mi habitación, y habiéndose suscitado una dificultad, se convino en que me
presentase a las seis ante el consejo de los directores de la compañía para convenir los
términos de la renovación. Lanzando una mirada al péndulo de la chimenea (pues me sentía
harto pesado para sacar mi reloj), tuve el gusto de observar que aún me quedaban veinte
minutos.
Eran las cinco y media; fácilmente podía llegar a la oficina de seguros en cinco
minutos, y mi siesta habitual jamás pasaba de veinticinco minutos. Sintiéndome, pues,
suficientemente tranquilo, me acomodé en seguida para echar mi sueño.
Cuando lo hube terminado muy satisfactoriamente y me desperté, miré de nuevo el
reloj, y me sentí medio inclinado a creer en la posibilidad de los accidentes raros, viendo que,
en lugar de mis quince o veinte minutos habituales, sólo había dormido tres. Recomencé,
pues, la siesta, y en fin, al despertar por segunda vez, vi con inmensa sorpresa que seguían
siendo las seis menos veintisiete minutos.
Di un salto para reconocer el reloj, y advertí que estaba parado. El que llevaba en el
bolsillo me informó que eran las siete y media. Luego, había dormido dos horas, faltando así a
la cita.
"Nada se ha perdido -me dije-, iré a la oficina por la mañana y me excusaré. Ahora
bien: ¿qué habrá podido ocurrir al reloj?"
Al examinarlo reconocí que un cabo de las uvas que arrojé por el cuarto mientras que el
Ángel de lo Raro me dirigía su discurso, había pasado a través del cristal roto, alojándose
bastante singularmente en el agujero de la llave, y quedando fuera un pedazo había detenido
la revolución de la aguja.
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"¡Ah! -exclamé--. Ahora lo comprendo todo. Accidente natural, como suele ocurrir de
tiempo en tiempo."
Y ya no volví a ocuparme de la cosa. A la hora habitual me metí en la cama. Habiendo
colocado la bujía en una mesita, a la cabecera de mi cama, hice un esfuerzo para leer algunas
páginas de la Omnipresencia de la Divinidad, y, desgraciadamente, me quedé dormido en
menos de veinte segundos dejando encendida la luz en el mismo sitio.
Mi sueño estuvo horriblemente turbado por las apariciones del Angel de lo Raro. Me
pareció que estaba al pie de mi lecho, que descorría las cortinas y que, con el sonido
cavernoso, abominable, de un tonel de ron, me amenazaba con la más amarga venganza por el
desprecio que yo le había inferido. Luego acabó su larga arenga quitándose su sombrero-
embudo, y hundiéndome el tubo en la garganta, me inundó con un océano de agua bendita que
derramaba en continuo chorro de una de las grandes botellas que le servían de brazos. Mi
agonía se hizo a la larga intolerable, y me desperté en el momento preciso para poder observar
que una rata huía con la bujía encendida; pero, desgraciadamente, no pude acudir a tiempo de
impedir que se metiese en su agujero con su peligrosa presa. Mi olfato no tardó en percibir un
olor fuerte y penetrante. La casa ardía, comprendí en seguida.
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Entonces pensé que era tiempo para mí de morir, puesto que la fortuna había jurado
perseguirme, y, consiguientemente, me dirigí al próximo río. Allí me despojé de mis ropas
(pues ninguna razón se opone a que muramos como hemos nacido) y me arrojé de cabeza en
la corriente. El único testigo de mi destino era una corneja solitaria que, seducida por un
grano empapado en aguardiente, se había embriagado y abandonado el resto de la bandada.
Apenas me sumergí en el agua, cuando al pájaro se le ocurrió huir con la parte más
indispensable de mi vestido, de suerte que, aplazado por el momento mi proyecto de suicidio,
metí lo mejor que pude mis miembros inferiores en las mangas de mi chaqueta, y empecé a
perseguir a la culpable con toda la agilidad que reclamaba el caso y que las circunstancias me
permitían. Pero el mal destino me acompañaba siempre. Como corría velozmente, sorbiendo
el viento, y sólo me ocupaba del ladrón de mi propiedad, advertí súbitamente que mis pies no
tocaban tierra firme. Lo cierto es que me arrojé a un precipicio, e infaliblemente me hubiese
destrozado, si, por dicha mía, no hubiese tomado una cuerda que colgaba de un globo que
pasaba por allí.
Apenas hube recobrado mis sentidos para comprender la terrible situación en que me
encontraba colocado (o mejor, suspendido), desplegué toda la fuerza de mis pulmones para
advertir mi situación al aeronauta colocado sobre mí. Durante mucho tiempo me despulmoné
en vano. El imbécil no podía verme, o no lo quería perversamente. Entretanto, la máquina se
elevaba con rapidez, mientras que mis fuerzas se agotaban aún más rápidamente.
Pronto estuve a punto de resignarme a mi destino, y a dejarme caer tranquilamente en el
mar, cuando todos mis espíritus se sintieron transportados por una voz cavernosa que partía de
una altura y que parecía preludiar indolentemente un aire de ópera. Alzando los ojos reconocí
al Ángel de lo Raro. Con los brazos cruzados se apoyaba en el borde de la barquilla, con una
pipa en la boca y arrojando tranquilas bocanadas. El Ángel parecía satisfecho de sí mismo y
del universo. Yo estaba demasiado exhausto como para hablar, de modo que seguí
contemplándolo con aire suplicante.
Durante algunos momentos no me dijo nada, a pesar de mirarme en pleno rostro. En fin,
trasladándose cuidadosamente su espuma de mar del lado derecho de la boca izquierda,
consintió en hablarme.
-¿Quién ez ugté? -me preguntó-. Y pog el diablo, ¿qué haze ahí? Al oír este supremo
rasgo de impudicia, de crueldad y de afectación, apenas pude responder con algunos gritos:
-¡Socorro! ¡Ayúdeme!
- ¿Alludagos? -respondió el bandido-. No, a fe mía. Ahí ba la boteya: sírpase ugté
migmo, y que el tiablo cargue con ugté.
Dijo, y soltó una gran botella de kirschenwasser (agua bendita), que cayó precisamente
encima de mi cabeza, haciéndome creer que mi cráneo había saltado en pedazos. Asaltado por
esa idea, estuve a punto de soltarme y rendir con gusto mi alma, cuando me contuvo el grito
del ángel recomendándome que me agarrase bien.
-¡Cuidado! -decía-. No ze dé prriza, ¿olle? ¿Quierre ugté otrra poteya, o ze ha
dezempriagado y puelto en zí?
Yo le contesté moviendo dos veces la cabeza: una en sentido negativo, queriendo decir
que prefería por el momento no recibir la otra botella, y otra vez en sentido afirmativo,
significando que no estaba ebrio, y que, positivamente, me había repuesto. Así logré dulcificar
un poco al Angel.
-¿Y ahoga -me preguntó-, crree ugté? ¿Crree ugté en la pozibilitá de lo raro?
Hice con la cabeza un nuevo signo de asentimiento.
- ¿Y reconoze ugté que ez un porracho ciego y un pestia? Aún respondí: sí.
-¿Y ve ugté en mí al Ángel de lo Raro?
Nuevo sí con la cabeza.
-Entonzes meta ugté la mano trecha en el polziyo izquierdo de zu pandalón en
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