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Érase una vez en una galaxia muy distante, había un planeta llamado Kingo.

Kingo fue un
planeta muy hermoso, y había dos especies que vivían en el planeta: en las ciudades vivieron
los seres humanos y en las montañas aisladas y bosques se encontraron los extraterrestres. Los
seres humanos habían llegado al Kingo hace unos años, y al principio, ellos se llevaban bien con
los extraterrestres. Sin embargo, con el paso del tiempo, los seres humanos se volvieron
codiciosos, y querían controlar todo el planeta. Por eso, ellos lucharon a menudo con los
extraterrestres; no pasó mucho tiempo antes de que comenzó una guerra entre las dos
especies.
La guerra entre los seres humanos y los extraterrestres duró muchos años, pero ningún
lado podía derrotar el otro. Las dos especies lucharon ferozmente, y cada año cientos de miles
de vidas se perdieron en la guerra. Evidentemente, la situación era un estancamiento, pero
para entonces, la guerra había durado más de veinte años, y era casi imposible hacer paz. El
odio que los extraterrestres sintieron por los humanos, y viceversa, era tan fuerte que ningún
lado podía perdonar ni tolerar la presencia del otro.
Un día, un grupo de soldados extraterrestres estaban patrullando la frontera cuando, de
repente, oyeron un gritó. Al principio, ellos pensaron que era un enemigo escondido en los
arbustos. Temiendo lo peor, se prepararon para una batalla sangrienta. Sin embargo, cuando se
acercaron al arbusto, descubrieron que era sólo un bebé humano. Tenía ojos de zafiro y una
sonrisa tan inocente, que los soldados no podían soportar la idea de matarlo. En lugar de ello,
decidieron traerlo a casa. Le llamaron Henry, y le criaron como su hijo.
El día Henry cumplió dieciocho años, se acompañaba a sus padrastros extraterrestres en
una patrulla de la frontera. Era su primera vez, y quería demostrar a sus padrastros que sería un
buen soldado. De pronto, unos soldados humanos salieron de la nada, y comenzaron a disparar
a Henry y los extraterrestres. Sin embargo, Henry saltó delante de los extranjeros para
protegerlos, y al final, se sacrificó para salvar a sus padrastros extraterrestres. Él murió con los
mismos ojos azules y sonrisa inocente que tenía cuando era un bebé.
Desde entonces, los extraterrestres y los seres humanos decidieron poner fin a la
guerra. Henry los había enseñado el valor del amor, y a partir de ese día, los seres humanos y
los extraterrestres vivieron en armonía felices para siempre.

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