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Trabajo Dios Al Encuentro Del Hombre
Trabajo Dios Al Encuentro Del Hombre
Para que el hombre pueda entrar en intimidad con Dios, éste ha querido revelarse
al hombre y darle la gracia de poder acoger esa revelación en la fe. Dios sale al encuentro
del hombre revelándose. Esta revelación se transmite pura e íntegra a lo largo de la
historia en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura. La revelación de Dios es, por
tanto, el objeto del capítulo segundo de la primera parte y primera sección del Catecismo
de la Iglesia Católica. Está estructurado dicho capítulo en tres secciones que responden
a los temas de la revelación, la transmisión de la revelación y la Sagrada Escritura en
estrecho contacto con la Constitución conciliar sobre la Revelación, Dei Verbum.
Revelar significa “desvelar”, manifestar algo que está oculto. Dios fue
comunicándose poco a poco con obras y palabras, preparando a los hombres para
acoger la plenitud de la revelación que nos fue dada con Jesucristo
Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de
sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún
modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina1. Por una decisión
enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre.
Dios, que "habita una luz inaccesible" (1 Tm 6,16) quiere comunicar su propia
vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único,
hijos adoptivos2. Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de
responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus
propias fuerzas.
1
Concilio del Vaticano I: DS 3015
2 Ef 1,4-5
El hecho de la revelación es concebido como una auto-comunicación de Dios,
que sale del silencio de su misterio para darse a conocer e invitar a los hombres a entrar
en comunión con Él.
Dios se da a conocer de una vez por todas y revela todo lo que es Él. Pero el hombre
conoce gradualmente y va penetrando, según sus capacidades, en la realidad que les es
dada a conocer poco a poco, procesualmente. Únicamente en la eternidad, libres ya de
la sujeción al espacio y al tiempo, nuestra forma de conocer será distinta. Mientras
tanto, habrá de ser gradual y progresiva. Por eso, la revelación necesariamente ha de
someterse a un proceso histórico. De ahí que la economía de la revelación y la economía
de la salvación esencialmente coincidan y se desarrollen a la par en el estado actual de
las cosas. Se trata, ni más ni menos, que del principio de la condescendencia divina: Dios
se pone a caminar al paso del hombre, para que los hombres puedan llegar a caminar al
paso de Dios. Este caminar de Dios al paso del hombre es el que nos hace hablar de
etapas e hitos en el proceso de la revelación.
En la tradición de la Iglesia existían distintas formas de señalar cada una de las etapas
de la Revelación. San Pablo y, siguiéndole a él, san Agustín hablaban de tres: Antes de la
Ley, bajo la ley y bajo la gracia:
«Cierto que ya antes de la ley había pecado en el mundo; ahora bien, el pecado no
se imputa al no haber ley. Y, sin embargo, la muerte reinó sobre todos desde Adán
hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una trasgresión semejante
a la de Adán, que es figura del que había de venir. Pero no hay comparación entre el
delito y el don. Porque si por el delito de uno todos murieron, mucho más la gracia
de Dios, hecha don gratuito en otro hombre, Jesucristo, sobreabundó para todos»
(Rom 5,13-15).
Otros marcaban las etapas fijándose en las respectivas acciones de cada una de las
personas de la Trinidad: La creación (Padre), la redención (el Hijo) y la espera
escatológica (del Espíritu Santo).
3
Divina Revelación. Word Reference. Buscador Google.
tomada -como es costumbre en los documentos católicos de importancia- de las
palabras iniciales del documento.
Se nos dice que «el primer hombre fue no solamente creado bueno, sino también
constituido en la amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la creación
en torno a él; amistad y armonía tales que no serán superadas más que por la gloria de
la nueva creación en Cristo».
Aspectos que son de una gran importancia para los tiempos actuales, pues la
sensibilidad ecológica ha puesto de manifiesto la necesidad de un reencuentro del
hombre consigo mismo y con su entorno natural. Lo cual resulta muy interesante, pues
también permite que el hombre, además de abrirse a dimensiones trascendentes, se
descubra igualmente responsable de sí mismo y de la creación. Ello le permite aceptar
más fácilmente el plan de Dios, que creó a los hombres y les encomendó el cuidado y el
perfeccionamiento de la tierra, y les hizo responsables del orden y de las leyes que rigen
su desarrollo y evolución. Sólo desde la comunión con el Creador es posible entender
esta tarea del hombre. Sin ella, más que guardián del orden natural, el hombre se
entiende dueño absoluto y dominador de cuanto le rodea. Mientras que, a la luz de su
razón natural, el hombre descubre que la naturaleza tiene un fin que ha de ser
respetado. Y, al reconocer tal fin, puede racionalmente renunciar a caer en la tentación
de la manipulación arbitraria. Una manipulación que, por otra parte, termina siempre
volviéndose en contra del hombre, como anuncia el relato del Génesis tras el pecado de
nuestros primeros padres.
El hombre se sitúa así ante la creación con un espíritu más bien contemplativo y
no tanto utilitario, lo cual se traduce en fascinación. Una fascinación que viene
provocada, por una parte, por la admiración de la grandeza del cosmos y su infinitud,
mientras que los individuos se sienten muy pequeños y limitados, indignos del honor del
que fueron revestidos, al ser puestos como cabeza de todo lo cread. Y fascinación que,
por otra parte, nace asimismo de la autoconciencia que posee el hombre de poder ir
más allá de lo que ve y descubre a su alrededor, pues su inteligencia no se contenta con
conocer lo evidente, quiere dar con sus causas y explicar las leyes que rigen los
fenómenos que observa y que le afectan. Este sentimiento le lleva a auto-comprenderse
como imagen y semejanza de Dios, reflejo de su ser y de su bondad, y también de su
sabiduría.
Las aguas del diluvio van a purificar al hombre y a la tierra. Se trata de un renacer en
toda regla, que da lugar a una nueva alianza entre Dios y los hombres (Gén 8). Por eso,
el Catecismo y la Doctrina da tanta importancia a la Alianza con Noé. Dios pacta de nuevo
con todos los seres vivos y se compromete a no destruir nunca más la tierra, e invita a
los hombres a que realicen y pongan por obra el plan previsto por Él desde el momento
de la creación del mundo.
«Dios bendijo a Noé y a sus hijos diciendo: — Creced y multiplicaos y llenad la tierra.
Todos los animales de la tierra os temerán y respetarán... Todo lo que tiene vida y se
mueve en la tierra os servirá de alimento, lo mismo que los vegetales... Vosotros
creced, multiplicaos, llenad la tierra y dominadla... Voy a establecer mi alianza con
vosotros, con vuestros descendientes y con todos los seres vivos que os han
acompañado.» (Gén 9,1-9).
El Catecismo dice que «tras el diluvio, la alianza con Noé expresa el principio de
la Economía divina con las naciones, es decir, con los hombres agrupados “según sus
países, cada uno según su lengua, y según sus clanes”». Y, a continuación, se hace una
lectura muy interesante de los relatos bíblicos que unen el diluvio con la torre de Babel:
«Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de naciones (se alude
a una parte del discurso de san Pablo en el areópago de Atenas. Hchs 17,26-27: Dios
creó de un solo hombre todo el linaje humano para que habitara en toda la tierra,
fijando a cada pueblo las épocas y los límites de su territorio, con el fin de que
buscaran a Dios, por si, escudriñando a tientas, lo podían encontrar. En realidad no
está lejos de cada uno de nosotros) confiado por la providencia divina a la custodia
de los ángeles (se alude a Dt 4,19: Cuando levantes tus ojos al cielo y veas el sol, la
luna, las estrellas y todos los astros del firmamento, no te dejes seducir por ellos ni te
postres ante ellos para rendirles culto, porque el Señor tu Dios se los ha asignado
como dioses a todos los pueblos que hay bajo los cielos. Y también la versión griega
de Dt 32, 8: Los hijos de Dios [o de los dioses] son los ángeles, miembros de la corte
celestial, custodios de las naciones. Pero Yahveh se ha reservado personalmente a
Israel, su pueblo elegido), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída
que, unánime en su perversidad (se alude a Sab 10,5: Y cuando fueron confundidas
las naciones por su maldad, ella conoció al justo Abrahán, lo guardó irreprochable
ante Dios, y lo sostuvo firme a pesar del amor hacia su hijo), quisiera hacer por sí
misma su unidad a la manera de Babel (se alude a Gén 11,4-6: Dijeron: — Vamos a
hacer ladrillos y a cocerlos al fuego. Emplearon ladrillos en lugar de piedras y alquitrán
en lugar de argamasa; y dijeron: — Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya
cúspide llegue hasta el cielo; así nos haremos famosos y no nos dispersaremos sobre
la faz de la tierra. Pero el Señor bajó para ver la ciudad y la torre que los hombres
estaban edificando, y se dijo: — Todos forman un solo pueblo y hablan una misma
lengua; y éste es sólo el principio de sus empresas; nada de lo que se propongan les
resultará imposible). Pero a causa del pecado (se alude Rom 1,18-25: [...] es la
consecuencia de haber cambiado la verdad de Dios por la mentira, y de haber adorado
y dado culto a la criatura en lugar de al creador, que es bendito por siempre. Amén.),
el politeísmo, así como la idolatría de la nación y de su jefe, son una amenaza
constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva».
Y, a continuación, concluye:
«La Alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (se
alude a Lucas 21,24: Caerán al filo de la espada e irán cautivos a todas las naciones,
y Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que llegue el tiempo señalado),
hasta la proclamación universal del Evangelio. La Biblia venera algunas grandes
figuras de las «naciones», como «Abel el justo», el rey-sacerdote Melquisedec (cfr.
Gén 14,18), figura de Cristo (se alude a Heb 7,3: Se presenta sin padre, ni madre, ni
antepasados; no se conoce el comienzo ni el fin de su vida, y así, a semejanza del Hijo
de Dios, es sacerdote para siempre), o de los justos «Noé, Daniel y Job» (Ez 14,14). De
esta manera, la Escritura expresa qué altura de santidad pueden alcanzar los que
viven según la alianza de Noé en la espera de que Cristo “reúna en uno a todos los
hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52)».
c) La elección de Abraham Y Los Patriarcas.
El origen histórico del pueblo de Israel se hace coincidir con la historia del Éxodo.
El Israel salvado por Dios de la esclavitud de Egipto, receptor de la Alianza y conducido
hasta la tierra prometida, es el pueblo que el Señor se escogió como propiedad personal
suya entre todos los pueblos de la tierra, y que está llamado a ser en el conjunto de las
naciones, un reino de sacerdotal y una nación santa (Ex 19,5-6). Ellos son el pueblo que
lleva el nombre del Señor, a quienes Dios habló primero y los hermanos mayores en la
fe de Abrahán.
Israel es el pueblo sacerdotal de Dios (Ex 19,6), el que "lleva el Nombre del Señor"
(Dt 28,10). Es el pueblo de aquellos "a quienes Dios habló primero", el pueblo de los
"hermanos mayores" en la fe de Abraham.
Gracias a este pueblo, Dios iba preparando la Alianza definitiva, destinada a todos
los hombres, tal y como señalaron los profetas. En esa Nueva Alianza, la Ley que ya no
estaría grabada en piedra, sino en los corazones y traería una salvación definitiva, una
redención radical: la purificación de todas las infidelidades y de la que iban a participar
todas las naciones. Una salvación que comenzaría curiosamente por los más pobres, los
humildes, los sencillos de corazón, y de la que son testimonio precisamente las mujeres:
Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester. Todas ellas, figuras de la que
habría de llegar como aurora de los nuevos y definitivos tiempos, la Virgen María.
En Cristo Dios ha hecho una alianza plena y definitiva con el hombre. Es plenitud
de aquella que está inscrita en la creación, pero, al mismo tiempo, es una superación
inimaginable de ella. Dios se ha hecho hombre para siempre y la humanidad ha quedado
divinizada y elevada muy por encima de su condición creatural. Pues ha sido hecha
heredera y coheredera con Cristo, glorificada y exaltada a la derecha del Padre y sentada
en su reino de gloria. Desde entonces, cuando los ángeles alaban y bendicen a Dios,
también lo hacen con la humanidad que el Verbo ha tomado para sí. Esto es algo que
nunca acabaremos de comprender.
Tan grande es este misterio, que, aunque digamos con razón que la revelación está
cerrada y que ya no podemos esperar ninguna novedad, sin embargo, la fe cristiana
debe ir comprendiendo gradualmente todo su contenido en el trascurso de los siglos.
Por eso, hablamos de una fe que crece con el pasar de los tiempos y de las etapas de la
historia, pues la razón humana, con ayuda de la gracia, va penetrando, expresando y
explicitando con mayor profundidad lo que nos ha sido revelado en Cristo. De ahí que
se diga que la fe es siempre la misma, pero también que el depósito de la fe crece y se
desarrolla con el sucederse de las generaciones de cristianos.
Dichas revelaciones privadas siempre han de ser entendidas bajo la guía del
Magisterio de la Iglesia y dentro del sentir común de los fieles. Aquél por el cual los
creyentes en Cristo, en virtud de la acción interior del Espíritu Santo, saben discernir y
acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus
santos a la Iglesia.
Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de
todas sus infidelidades (Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (Is 49,5-
6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (So 2,3) quienes
mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam,
Débora, Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De
ellas la figura más pura es María (Lc 1,38).
II. CRISTO JESÚS, "MEDIADOR Y PLENITUD DE TODA LA REVELACIÓN"
2.1. Dios Ha Dicho Todo En Su Verbo
Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene
otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar;
porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo,
dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o
querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios,
no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad 4.
"La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará y no hay que
esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro
Señor Jesucristo". Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está
completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente
todo su contenido en el transcurso de los siglos.
4
San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.)
fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada
auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia.
Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad"
(1 Tim 2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (Jn 14,6). Es preciso, pues, que
Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todos los hombres y que así la Revelación
llegue hasta los confines del mundo:
Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se
conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades.
La predicación apostólica...
La transmisión del evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras:
"Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los
apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, 'dejándoles su cargo en el
magisterio'". En efecto, "la predicación apostólica, expresada de un modo especial en
los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los
tiempos".
"La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del
Espíritu Santo".
"La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo
a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el
Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su
predicación"
A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su
Verbo único, en quien él se dice en plenitud (Hb 1,1-3):
Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las
escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores
sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no
está sometido al tiempo5.
Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera
también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se
distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo.
Dios es el autor de la Sagrada Escritura. Las verdades reveladas por Dios, que se
contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del
Espíritu Santo.
La santa Madre Iglesia, fiel a la base de los apóstoles, reconoce que todos los libros
del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en
cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como
tales han sido confiados a la Iglesia.
Los libros inspirados enseñan la verdad. Como todo lo que afirman los hagiógrafos,
o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan
sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros
para salvación nuestra.
5
S. Agustín, Psal. 103,4,1
Sin embargo, la fe cristiana no es una "religión del Libro". El cristianismo es la religión
de la "Palabra" de Dios, "no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y
vivo"6. Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra
eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las
mismas (Lc 24,45).