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La realidad suplantada

(Ángel quintana, Fábulas de lo visible. El cine como creador de realidades, Barcelona, Acantilado, 2003)

Las imágenes en la «era de la sospecha»

La noche del 11 de enero de 1991, algunas cadenas generalistas de televisión


modificaron su programación nocturna para ofrecer a su audiencia el mayor espectáculo del
mundo: la guerra en directo. Los equipos de los programas informativos realizaron un
importante sobreesfuerzo, alargaron la jornada laboral de sus reporteros y organizaron turnos
de trabajo para poder llevar a cabo una serie de emisiones nocturnas. Los espectadores debían
poder seguir en directo, por primera vez en la historia de los medios audiovisuales, los
principales acontecimientos de un conflicto bélico. Los noctámbulos podrían contemplar,
desde sus casas, los diferentes pormenores que podían originarse en el golfo Pérsico después
de que el presidente George Bush—padre—anunciara públicamente que la aviación
americana aplicaba la llamada operación «Tormenta del Desierto», orientada hacia el
bombardeo de Bagdag. La exhibición de la fuerza aérea americana fue la respuesta de George
Bush—padre—, y de sus allegados de la Casa Blanca, contra la intransigente actitud que
mantuvo Saddam Hussein hacia Occidente después de invadir Kuwait. El ataque no se llevó a
cabo contra un enemigo invulnerable. Antes de producirse los bombardeos, Saddam Hussein
amenazó con una posible exhibición de su arsenal armamentístico y con un hipotético
contraataque mediante armas químicas orientadas hacia las principales capitales de Israel.
Todo estaba a punto para que la audiencia pudiera disfrutar de un gran espectáculo y pudiera
vivir la Tercera Guerra Mundial, o mejor dicho, la primera guerra televisada de la historia.

Algunos corresponsales de prensa destinados en Djaran (Arabia Saudita) se dedicaron a


comentar cómo despegaban los nuevos cazas cargados de misiles, mientras otros
corresponsales esperaban en alguna habitación de un lujoso hotel de Tel Aviv, equipados con
máscaras antigás, a que Hussein disparara sus armas mortíferas. El sueño mediático de
retransmitir la visión dantesca del espectáculo de la guerra no lo hizo posible la tensión entre
la diplomacia americana e iraquí, ni la demonización de que fue objeto el líder árabe en los
medios de comunicación occidentales, fue posible gracias a la necesidad de una cadena de
televisión americana de consolidarse internacionalmente: la CNN. La nueva cadena nació con
el objetivo de mantener informado al espectador durante veinticuatro horas diarias de todo lo
que ocurría en el mundo y podía llegar a resultar noticiable. El gran mito de los discursos
realistas sobre la ventana abierta a la realidad dejaba de ser una quimera para pasar a
convertirse en una simple constatación. También se estaba llevando a cabo un paso decisivo
en el proceso de equiparación temporal entre la duración de la experiencia humana y la
duración del acontecimiento que podía ser transmitido en directo y de forma ininterrumpida
por televisión.

La CNN fue creada para ofrecer imágenes de los principales hechos informativos del
planeta y para celebrar el triunfo de la utopía de la comunicación, consistente en ofrecer al
espectador una impresión de acceso a la verdad a partir de unos canales de información
periodística preocupados en objetivar los acontecimientos. La santa objetividad informativa
permitía articular una imagen-mundo globalizada que se constituía en testimonio de lo
verdaderamente acontecido. La televisión estaba poseída por la fiebre del directo, y
recuperaba de este modo su esencia como instrumento de validación de la simultaneidad
temporal, al tiempo que se aseguraba las bases de un futuro en el que los ciudadanos vivirían
continuamente conectados con la imagen-mundo. ¿Qué imágenes de la guerra vieron los
telespectadores desde sus receptores de televisión? ¿Llegó a hacerse realidad el sueño de la
guerra en directo? Paradójicamente, los telespectadores que quisieron restar un poco de
tiempo a su sueño diario para gozar del espectáculo de la guerra se convirtieron en los testigos
involuntarios de una extraña mutación dentro de la historia de la comunicación audiovisual.
La noche del 11 de enero de 1991, todas las cadenas de televisión—incluida la prepotente
CNN—tuvieron que asumir la imposibilidad de poder retransmitir imágenes del espectáculo
de la guerra. Los intereses bélicos y los intereses de la sociedad de la comunicación no
llegaron a ponerse de acuerdo, y las únicas imágenes del conflicto que emitieron las cadenas
fueron mapas de las zonas que estaban siendo bombardeadas, construcciones infográficas de
las señales de los radares aéreos que parecían inspiradas en alguno de los tres episodios
iniciales de la saga Star Wars, junto con algunos fotomatones de los corresponsales de guerra
que cada cadena había enviado a unos cuantos kilómetros del conflicto. De forma simultánea
a las imágenes decorativas de los televisores, se podía oír la voz de unos locutores que, al
servicio de la sacrosanta información, realizaban todo tipo de especulaciones para otorgar una
dimensión paranormal a los límites de su propia experiencia frente a la complejidad del
conflicto bélico. Así, los corresponsales enviados a Djaran informaban desde el hotel, donde
estaban plácidamente acomodados, sobre las luces que se vislumbraban en el lejano
aeropuerto situado a más de quince kilómetros de distancia. Los periodistas televisivos
certificaban que los aviones americanos no cesaban de despegar y aterrizar cargados con sus
cruise missiles, sin conocer la auténtica dimensión de los despegues, ni el rumbo de los
vuelos. Los corresponsales de Tel Aviv representaban, con sus máscaras antigás, los planes de
simulación que debían aplicarse en caso de una hipotética situación de emergencia, que nunca
llegaría a producirse. Todo, absolutamente todo, era una gran farsa, pero la sociedad de la
comunicación continuaba persistiendo en su afán por mostrar el gran show de la guerra en
directo. Sin darse cuenta, las cadenas estaban llevando a cabo otra labor clave para el
desarrollo de la información en la década de los noventa, diseñaban la iconografía de una
guerra virtual que se estaba imponiendo en todo el espectro televisivo. Una guerra de
imágenes que tendría su principal golpe de efecto el 11 de septiembre de 2001, cuando la
realidad suplantó a la ficción y las torres gemelas de Nueva York se desplomaron sin tener
que recurrir a ningún efecto especial propio de Hollywood.

Otro tipo de farsa informativa de proporciones similares a la guerra del Golfo se había
producido con la pretendida «revolución» rumana. En diciembre de 1989, la televisión
rumana difundió, sin discontinuidad, una serie de imágenes de combates callejeros contra la
dictadura de Nicolae Ceaucescu, que los periodistas de las cadenas occidentales se encargaron
de releer de forma sistemática. Las imágenes emitidas estaban manipuladas y el directo que
difundían los noticiarios no era más que un falso directo. Sin embargo, para los intereses del
mundo occidental era necesario que la disolución del telón de acero estuviera acompañada del
acto simbólico de la caída-ejecución de un dictador tirano, hijo de la misma tierra de la que
había surgido el conde Drácula. Mientras el proceso de la invasión americana en Panamá—
que causó un elevado número de muertos y que transcurrió de forma paralela a la invasión
rumana—, fue para las cadenas una guerra sin imágenes, la revolución rumana fue transmitida
al mundo como un gran espectáculo navideño, cuyo final feliz consistió en la ejecución del
malvado en la plaza pública. Los comentarios sobre los hechos realizados por los periodistas
occidentales mostraban el mismo grado de ignorancia de lo sucedido que el de cualquier
espectador, ya que aquéllos no vivían el acontecimiento sino como simples espectadores de
las imágenes emitidas y filtradas por la televisión rumana, que las redacciones recibían a
través de las grandes agencias informativas. Los esfuerzos narrativos orientados a explicar lo
que mostraban las imágenes resultaban inútiles. Los periodistas no hacían más que imponer
un punto de vista ficticio a unas imágenes manipuladas que estaban siendo emitidas.
La fiebre del directo, con sus conexiones y desconexiones con locutores y corresponsales
capaces de crear discursos mediante grandes rodeos pronunciados desde la incertidumbre,
acabó imponiendo una especie de discurso oral sobre una televisión transparente que veía
cómo el poder de las imágenes seguía estando bajo control. Después de la experiencia de la
revolución rumana y de la guerra del Golfo, el mundo de la comunicación empezó a dudar de
la verdad que le ofrecían los informativos. Así, el modelo de espectador empezó a sufrir una
importante mutación que condujo a la llamada «opinión pública» hacia el fin de la utopía de
la comunicación que se había gestado después de la Segunda Guerra Mundial. La utopía de la
comunicación estuvo basada en la búsqueda de un ideal que podríamos definir como el deseo
de alcanzar un alto grado de transparencia del individuo y la sociedad.

Los acontecimientos que tuvieron lugar entre finales de la década de los ochenta y
principios de los noventa hallaron su prolongación en otros grandes festines mediáticos, como
el «extraño atentado» de los Juegos Olímpicos de Atlanta—en el que nunca quedó claro si fue
inventado para conquistar a un mayor número de audiencia olímpica o se trató de un oscuro
acto terrorista de reivindicación política—, o la muerte de Lady Di, cuyos excesos
informativos de carácter melodramático-sentimental condujeron a la santificación de la
princesa y sepultaron las informaciones sobre los inhumanos atentados integristas que
aquellos mismos días se perpetraban en Argelia. Todas estas cuestiones no hicieron más que
otorgar una partida de nacimiento a lo que Ignacio Ramonet ha definido como la «era de la
sospecha».

Para el director de Le monde diplomatique, el público, después de la guerra del Golfo,


empezó a cuestionar el grado de fiabilidad de los medios de comunicación produciéndose una
curiosa situación disuasiva:

Escepticismo. Desconfianza. Incredulidad. Tales son los sentimientos dominantes


entre los ciudadanos respecto a los media, y muy particularmente respecto a la televisión.
Confusamente, se percibe que algo no marcha en el funcionamiento general de la
información. Sobre todo desde 1991, cuando las mentiras y mistificaciones de la guerra
1
del Golfo chocaron profundamente a los telespectadores.

En la «era de la sospecha», la realidad ha pasado a transformarse en algo absolutamente


impenetrable y la visión del horror ha pasado a estar condicionada por una serie de decisiones
políticas y económicas. Tradicionalmente, la guerra había sido un territorio de invisibilidad y
no era prudente convertirla en espectáculo si no era desde la reconstrucción ficticia—y
heroico-partidista—de sus acontecimientos. En los campamentos militares, los ejércitos
permanecían invisibles para la sociedad, eran un mundo aparte que actuaba con secretismo. El
ejército sólo se mostraba al pueblo de forma prepotente y geométricamente ordenada
mediante los desfiles. Con la guerra de Vietnam, gracias a la presencia de los reporteros
informativos, cargados con equipos ligeros para capturar las imágenes que había generado la
televisión desde finales de los años cincuenta, la guerra se configuró como un espacio para la
construcción de algunos clichés fotográficos del horror. Y el hecho de que fuera visible
provocó la decepción, influyó en la derrota y creó un marcado escepticismo en la población
americana. Para el gobierno de George Bush—padre—, la guerra del Golfo no podía
convertirse en otro Vietnam. El presidente de Estados Unidos no podía aceptar las
consecuencias que podría acarrear un fracaso militar en una guerra que debía ser retransmitida

1
Ignacio Ramonet, La teoría de la comunicación. Madrid: Debate, 1998, p. 191.
en directo a todo el mundo occidental y cuya victoria, a pesar de la prepotencia de la
operación «Tormenta del Desierto», no estaba asegurada. La guerra del Golfo, que como los
grandes éxitos hollywoodienses tuvo, unos años después, su segunda parte y algunas secuelas,
no permitió que la utopía de la comunicación estallara, y generó un profundo escepticismo
social. Los medios de comunicación se encontraron con que ya no podían anunciar su deseo
de ofrecer el espectáculo de la realidad, porque ésta resultaba demasiado opaca para poder
revelar la verdad. La santa objetividad se estrellaba para dar paso al escepticismo o a la
paranoia y, con estas nuevas enfermedades en el horizonte, fueron forjándose los universos
virtuales que actuaron como oponentes de los universos reales.

Mientras los medios de comunicación incentivaban el sentimiento público de sospecha, las


televisiones buscaban una alternativa al escepticismo con la creación de los reality shows,
espacios destinados a la reconstrucción de determinados sucesos acaecidos. Los reality shows
devolvían a la imagen su poder de reconstrucción, de simulación de verdades mediante una
serie de efectos de realidad, basados en códigos fílmicos extraídos del universo informativo.
Sin embargo, los reality shows tenían otro objetivo, debían ordenar el caos del mundo y
convertirlo en un territorio de múltiples microrrelatos, debían melodramatizar las relaciones
humanas y potenciar, hasta extremos insospechados, la fuerza sentimental de las imágenes.
Este efecto de explotación del melodrama tuvo sus efectos, como veremos más adelante, en el
tratamiento informativo de otros conflictos bélicos: los bombardeos de la OTAN contra las
fuerzas serbias que ocupaban Kosovo en 1999, y los bombardeos americanos contra
Afganistán en 2001, después del atentado del 11 de septiembre.

Jean Baudrillard reflejó la crisis de las imágenes generadas por la guerra del Golfo en tres
artículos publicados en el diario parisino Liberation, que posteriormente fueron recopilados
en un libro que llevaba el ilustrativo título de La guerra del Golfo no ha tenido lugar.
Mientras los medios de comunicación caían en el error de no darse cuenta de las
consecuencias de su impotencia, Baudrillard escribía:

Seguimos sin salimos de la guerra virtual, es decir, de un despliegue sofisticado,


aunque a menudo ridículo, sobre un telón de fondo de la indeterminación global respecto
a la voluntad de hacer la guerra, incluso por parte de Saddam. Factor al que corresponde
la cadencia de las imágenes, la cual no es accidental, ni está motivada por una verdadera
2
censura, sino por la imposibilidad de ilustrar toda la indeterminación de la guerra.

En sus artículos, Baudrillard observó la guerra como un gran despliegue publicitario del
poder de los propios medios, que llega a convertirse en un juego de especulaciones sin
ninguna salida.

Otro pensador de las imágenes virtuales, Paul Virilio, siempre ha considerado que el
problema básico de toda guerra reside en una cuestión de poder, detrás de la cual se esconden
los enigmas de la percepción y de la visibilidad. Su pensamiento se opone a la consideración
de Baudrillard sobre la realidad de la guerra. Virilio cree que la guerra del Golfo tuvo lugar y
sirvió para inaugurar una nueva era de estrategias discursivas en el terreno bélico: la guerra
tecnológica, casi robótica. Virilio afirma que, después de los bombardeos de Bagdad, «el
problema que se plantea ya no es el de la disuasión de la bomba atómica, sino el de la

2
Jean Baudrillard, La guerra del golfo no ha tenido lugar. Barcelona: Anagrama, 1991, p. 21 (La Guerre du
Golfe n'a pas eu lieu. París: Galilée, 1991).
disuasión por la informática, el saber y el conocimiento. El poder de la información puede
llegar a transformarse en un poder total. Es preciso que con la informática se construya un
poder suficientemente poderoso para llegar a disuadir a los que quieren provocar desgastes en
3
esta ciudad-mundo y poner en cuestión la propia paz».

La informática ha generado durante la década de los noventa nuevas formas de poder, ha


puesto en crisis la idea de la transparencia del mundo y ha provocado la irrupción de nuevos
sistemas de representación, tanto en el campo de los informativos, como en el territorio de la
ficción. Las advertencias de Virilio han adquirido, con el paso de los años, una significación
importante. Al poner en tela de juicio el poder de la televisión frente a lo real, la guerra del
Golfo no hacía más que anunciar otra arma más poderosa que los cruise missiles: Internet.

La guerra del Golfo fue, quizá, la primera y última posible guerra televisiva, ya que lo que
se puso en juego fue básicamente el peso de un determinado poder de la información frente a
la política. La guerra del Golfo tuvo dos grandes efectos en el campo de la cultura de masas.
Por una parte, a partir de su visibilidad frustrada se puso fin a la utopía burguesa de
invisibilidad; y por otra, dejó el camino libre a una nueva concepción de la visibilidad virtual
generada por la informática. En la cibernética, la imagen mundo es creada dentro de un nuevo
e hipotético espacio sin censura. Esta visibilidad proporciona un nuevo modelo de sujeto, el
paranoico, a quien—tal como afirma Josep M. Català—, podemos considerar como la
contrafigura del hombre invisible de H. G. Wells, pues «es el ser visible por naturaleza ya que
no se esconde, no puede esconderse. Su condición está basada en la máxima visibilidad
puesto que él o ella se han convertido en el centro del universo. El paranoico ha recuperado la
naturaleza por su lado opaco, la ha hecho intensamente visible, pero no por ello menos
4
natural». Las profecías comunicativas nos han anunciado que en un futuro inmediato el
sistema de poder deberá funcionar de otro modo, y que el concepto de información ya no
deberá sujetarse a la utopía de querer verlo todo; así, se podrá dar paso a la utopía de querer
poseer—en directo y desde la distancia—todos los datos: evidencia del triunfo de la obsesión
paranoica por llegar a acumular todo lo visible y dilucidar las numerosas sospechas que nos
inflige la realidad.

Los bombardeos de las tropas de la OTAN contra Belgrado en la guerra de Kosovo, en


abril de 1999, fueron retransmitidos al mundo desde una perspectiva muy diferente a la de la
guerra del Golfo. En esa guerra, lo que se estaba poniendo en juego era el poder de Internet
frente a la experiencia política. La guerra estallaba en un mundo global, en el que se habían
disuelto los márgenes impuestos por las censuras gubernamentales. Los ciudadanos de
Belgrado podían conectarse a Internet para verificar un tipo de información diferente de la
que ofrecían los canales de televisión controlados por Milosevic. Los noticiarios no buscaron
la utopía de la objetividad colectiva, como en Bagdad, y desde un primer momento jugaron a
la crónica periodística y centraron la información en los dramas individuales. Ya no les
interesaba buscar la historia objetiva de la guerra, sino los múltiples microrrelatos que podía
generar el conflicto. Por este motivo, utilizaron la emotividad como elemento de implicación-
espectacularización del (melo)drama y no pararon de informar de las dolientes experiencias
de los refugiados de Kosovo, en la frontera albanesa, que intentaban sobrevivir frente a un
futuro familiar incierto.

3
Paul Virilio, Cybermonde, la politique du pire. París: Textuel, 1996, p. 99 (El cibermundo, la política de lo
peor. Madrid: Cátedra, 1997).
4
Josep María Català, Elogio de la Paranoia. Irún: Fundación Cultural Kutxka, 1997, pp. 38-39.
En la guerra de Afganistán, en 2001, generada como represalia a los atentados del 11 de
septiembre, la imposición de una hipotética historia objetiva de la guerra tampoco tuvo
sentido. El poder omnisciente de la CNN encontró un contrapunto en la contrainformación de
la cadena del mundo islámico Al-Jazeera. Pero el juego sucio de la guerra de las imágenes no
cesó, y numerosas imágenes e informaciones se pusieron bajo sospecha. Entre ellas, por
ejemplo, las informaciones que anunciaban el inicio de una guerra química mediante la
introducción de polvos de Ántrax en el correo ordinario. El juego melodramático no fue tan
efectivo como en Kosovo, pero la crisis de la objetividad reforzó la presencia subjetiva de los
reporteros de guerra, que convirtieron en espectáculo su experiencia hasta el punto de adquirir
un insospechado protagonismo. La sospecha frente a la información, provocó un
desplazamiento de los lectores de periódicos hacia las páginas de información, y de los
espectadores de los programas informativos televisivos hacia los talk shows con especialistas
invitados.

La crisis de la verdad televisiva, y con ella del modelo de utopía de la información, ha


puesto otra vez en crisis un modelo de realismo entendido como afirmación de la objetividad
y ha sobredimensionado los límites de la ficción. Una de las características de buena parte de
los relatos postmodernos reside en que llevan la verosimilitud hasta límites extremos y
asumen la idea de que los relatos siempre son más grandes que la vida—el bigger than life,
hollywoodiense—, por lo que pueden competir tranquilamente con los múltiples
microrrelatos que nos ofrecen los discursos televisivos. La única excepción ha sido el
atentado contra las torres gemelas de Nueva York en que el relato informativo superó en
espectacularidad a todos los filmes de catástrofes hollywoodienses.

El problema de los límites de la ficción ha servido a Jean-Marie Schaeffer para reflexionar


sobre las transformaciones que ha sufrido el concepto de ficción, y para preguntarse sobre su
notable implantación en el interior de un mundo contemporáneo en el que las esferas del
poder se han constituido, siguiendo los postulados platónicos, como estructuras contrarias a
toda manifestación de la ficción. El conocimiento racional, que durante años se ha convertido
en la forma institucional del conocimiento, ha rechazado la ficción por no apoyarse en
verdades de carácter empírico. Jean-Marie Schaeffer parte de la consideración de que en la
década de los noventa se ha acabado consolidando una nueva modalidad del ser, la «realidad
virtual»—diferente a la realidad del mundo y a los productos tradicionales del imaginario
humano, las ficciones—. Este hecho no ha significado que los simulacros hayan conseguido
reemplazar a la realidad, ya que generalmente lo que consideramos como virtual no se opone
a lo real, sino a lo actual.

El problema de fondo es que se ha establecido una reformulación del concepto clásico de


ficción que ha vuelto a centrar el debate en la necesidad de lo ficcional como instrumento
para el conocimiento, y que ha cuestionado los límites que dicha ficción puede ejercer dentro
de una cultura contemporánea donde se ha puesto en crisis la idea de la objetividad
5
informativa.

Si consideramos el cine como un discurso de ficción que posee una importancia


fundamental como testimonio de su tiempo, podemos comenzar a plantearnos una serie de
cuestiones fundamentales sobre el modo en que las diferentes crisis del pensamiento han
determinado los discursos de ficción de un determinado período. Para ello debemos partir de

5
Jean-Marie Schaeffer, Pourquoi la fiction? París: Seuil, 1999, pp. 10-13.
la premisa de que la historia no es sólo el reflejo de lo que ha acontecido en el ámbito de los
hechos empíricos, ya que también es parte importante de la historia todo lo que una sociedad
ha imaginado o pensado. La crisis de realidad provocada por la guerra del Golfo y,
posteriormente, por los atentados del 11 de septiembre se ha trasladado al interior de una serie
de discursos ficcionales que, desde ámbitos culturales y estéticos muy diferenciados, han
compartido un discurso común sobre la crisis de la realidad. El cuestionamiento de la utopía
de la objetividad televisiva y el nacimiento de la red informática ha afectado al desarrollo de
las ficciones, a la representación del cuerpo y al diseño de la virtualidad de las imágenes.

Antes de seguir con la exploración de las mutaciones del realismo cinematográfico en la


«era de la sospecha», podemos hacer un breve rodeo para situarnos en el ámbito de la
filosofía de la historia y ver cómo el concepto de objetividad ya había entrado en crisis unos
años antes de que se introdujera el concepto de objetividad informativa. Este rodeo también
puede mostrarnos cómo la idea de documento histórico no puede justificarse a partir de la
transparencia de lo que muestra, sino del replanteamiento de las bases de su historicidad,
como reflejo de su cultura y pensamiento. De este modo podremos establecer un puente entre
las ficciones cinematográficas y la nueva situación generada en la «era de la sospecha».

El problema de la objetividad histórica ya apareció cuestionado a principios del siglo XX


por el filósofo alemán—y teórico del arte—Georg Simmel, quien, a partir de la idea de que
todo fenómeno histórico no es más que el resultado de comportamientos, acciones,
motivaciones o estados de conciencia individuales, llegó a la conclusión de que la explicación
histórica no debía ser aplicable a la búsqueda de causas reales. Para llegar hasta el
conocimiento de las causas reales, la historia tenía que dejar de ser explicación para
transformarse en interpretación. El problema del acto de interpretación residía siempre en la
dificultad para poder comprender los motivos psicológicos que condicionan los diferentes
fenómenos humanos:

El objetivo del historiador es el de reencontrar no sólo los conocimientos producidos


6
por los actores históricos, sino también sus intenciones y sus sentimientos.

En las intenciones y sentimientos de una determinada colectividad surgen las


manifestaciones de un determinado pensamiento. Esta reflexión encuentra su apoyo en la obra
de otro gran pensador de la historia, Raymond Aron, un historiador cercano al espíritu de la
escuela francesa de Les Aúnales que realizó ligeros desplazamientos hacia la filosofía para
reflexionar sobre los métodos de su propia disciplina. En 1948, Aron se interrogaba sobre las
limitaciones del cientificismo en la metodología del historiador. Para Aron, lo que define a la
historia es la articulación de discursos sobre los actos humanos del pasado. Dicha reflexión le
condujo a estudiar el problema de la verdad científica en la historia. Mientras la ciencia busca
leyes eternas, la historia se encuentra incapacitada para adoptarlas, ya que constantemente
está condicionada por la subjetividad de los historiadores. Aron considera que los
historiadores deben preguntarse si la ciencia histórica, como las ciencias de la naturaleza,
puede desarrollarse a partir de un ritmo de acumulación y de progreso, o bien si, al contrario,
cada sociedad reescribe su historia porque ha decidido recrear su propia historia:

6
Georg Simmel, Les problèmes de la philosophie de l'histoire. París: Presses Universitaires de France, 1984, p.
87 (Problemas de filosofía de la historia. Buenos Aires: Nova, 1950).
El hombre no está solo en la historia, pero lleva sobre él mismo la historia que
7
explora.

A pesar de que el problema de quien narra la historia es un problema esencial para


comprender de qué modo se construyen los discursos históricos, lo que nos interesa es la
consideración de Aron sobre cómo los seres humanos reescribimos nuestra propia historia a
partir de las circunstancias que nos rodean.

Si aplicamos esta consideración al estudio de la formación de las imágenes en la «era de la


sospecha» y observamos que la historia no trata de objetos en sí, sino que básicamente pone
en juego una serie de campos relacionales que se encuentran en continuo movimiento,
podemos regresar al cine y observarlo como un documento sobre las formas de representación
del mundo. El cine de ficción como documento histórico puede responder, fácilmente, a
algunas de las cuestiones que se encuentran en continuo movimiento en nuestro presente. El
cine nos ayuda a establecer relaciones sobre el modo en que las transformaciones de la
representación de la ficción poseen una estrecha relación con las crisis de la utopía de la
comunicación.

En los trabajos que han relacionado el cine y la historia, la película ha acabado


transformándose en un documento porque ha mostrado una cierta realidad documental que ha
actuado como trasfondo del espacio de la ficción, o porque ha reflejado en su interior un
determinado punto de vista frente al conflicto generalista sobre el cine. En la mayoría de
trabajos de Marc Ferro o en las propuestas de R. A. Rosenstone—los dos principales
especialistas en las relaciones entre cine e historia—, comprobaremos que el punto de partida
reside en la idea de que el cine puede ser un documento útil para comprender las mentalidades
de un determinado momento histórico. El historiador no se preocupa por las condiciones
estéticas del cine, ni por los problemas de sus sistemas de representación. El historiador
rechaza el valor de la obra ya que su objetivo es analizar cualquier película para llegar a
descubrir el testimonio de lo acontecido.

La relación entre el cine y la historia generalista ha conducido a los historiadores a utilizar


el cine de forma instrumental, como ha ocurrido repetidamente, por ejemplo, en los trabajos
que los historiadores llevan a cabo en el análisis de las imágenes fotográficas. Para los
historiadores, el valor reproductor del medio cinematográfico imprime a la imagen la huella
de algo ocurrido que acaba constituyéndose en una verdad. Las imágenes son transparentes y,
por tanto, pueden considerarse un reflejo del mundo real. Han capturado un tiempo efímero,
poseen la prueba de algo que se ha diluido y que forma parte del pasado que debe
reconstruirse. Estos discursos historiográficos no suelen tener en cuenta los dispositivos que
han hecho posible esa huella, ni el trabajo de selección que se ha llevado a cabo en lo real. El
historiador busca en las imágenes información sobre el mundo, y por este motivo le es más
útil privilegiar el cine documental que las obras de ficción. En cambio, el historiador del cine
que aborda el cine como forma de pensamiento actúa con la conciencia de que las imágenes
no son el reflejo de la realidad, sino una construcción de la misma que se encuentra
condicionada, por el pensamiento que inscribe el cineasta como constructor de las imágenes.
La ficción cinematográfica puede ser tan importante en tanto documento histórico como el

7
Raymond Aron, Introduction a la philosophie de l'histoire. Essai sur les limites de l'objectivité historique.
París: Gallimard, 1948, pp. 10-11.
cine documental. Lo importante es tomar conciencia de que los procedimientos de carácter
estructural, formal o técnico desvelan el pensamiento de una época.

Jean-Luc Godard ha cuestionado la aproximación del cine a la historia desde la propia


práctica fílmica en Histoire(s) du cinema. En su trabajo, al que nos hemos referido como
introducción a la estética de la implicación del cine realista, Godard constata el valor de las
imágenes cinematográficas para reescribir su propia historia demostrando que la historia
puede empezar a escribirse por otros medios que no sean la impresión en papel. En los
diferentes capítulos de la serie, Godard insiste en cómo la historia se ha podido convertir,
gracias al cine, en una historia colectiva, y en cómo el cine ha acabado ayudándonos para que
nuestros sueños, deseos y esperanzas acabaran ocupando un espacio destacado dentro de la
historia contemporánea. Si, tal como ha demostrado Godard, el cine es memoria, su valor
como documento histórico es innegable. Sin embargo, el historiador no debe partir de una
visión dualista de la realidad social que suponga una rígida separación entre experiencias
materiales y experiencias simbólicas o culturales. El historiador interesado en el cine no debe
referirse únicamente a los elementos sociales que dejan entrever las imágenes, ya que debe
reflexionar sobre las diferentes formas de representación del mundo.

El cine no ha hecho más que mostrar unas prácticas discursivas que reflejan una forma
institucionalizada de creación de significados. En definitiva, debemos considerar el cine como
una forma de pensamiento perfectamente enmarcada en las contradicciones de su tiempo. En
un momento de crisis de la objetividad, de nacimiento de nuevas formas de comunicación
interpersonal y de desconfianza generalizada hacia el modo en que la realidad es representada
en los medios de comunicación, resulta lógico buscar en las películas un reflejo de la
historicidad del momento. ¿Qué función desarrollan las películas de ficción como
instrumentos para plantearnos la crisis de la objetividad en el mundo contemporáneo? La
respuesta a esta pregunta condicionada por la falta de una perspectiva temporal, nos debe
llevar irremediablemente al mito de la caverna platónica, como metáfora emblemática de esa
era de la sospecha surgida en los años noventa.

Hacia un cine sin huellas

La definición del mundo finisecular como «era de la sospecha» nos puede ayudar a
considerar cómo en el ámbito de la ficción cinematográfica—durante los años noventa—han
adquirido una importante repercusión los modelos de cine de consumo que han proclamado la
muerte de la realidad, han puesto en duda el mundo empírico, han cuestionado los modelos de
construcción estética de carácter realista y han acabado actualizando el mito de la caverna
platónica como mito fundamental para la comprensión del mundo. En el cine de consumo de
Hollywood, cada vez es más habitual la presencia de un determinado modelo de películas que
afirman que el mundo que se ha puesto en escena ya no forma parte de ninguna realidad. El
problema básico no está en la crisis del referente, sino en la idea de que el propio mundo se ha
convertido en el imperio de la mentira y se ha transformado en un territorio en el que todas las
verdades han empezado a ser substituidas por verdades paralelas. La crisis de la realidad ha
sido uno de los discursos dominantes del cine de ficción del fin del milenio. ¿Cuál es la
naturaleza de las nuevas imágenes que nos propone ese cine comercial surgido del interior de
la «era de la sospecha»?

Después de proponer una complicada taxonomía de las formas de representación de la


imagen fílmica en dos volúmenes básicos para la teoría cinematográfica contemporánea—La
imagen-movimiento y La imagen-tiempo—, Gilles Deleuze decidió replantear, en el
transcurso de diferentes conversaciones, los nuevos problemas que ocasionaban las imágenes
en movimiento. Para el filósofo, la sociedad de las imágenes se ha constituido a partir del
culto referencial hacia las nuevas tecnologías. Este culto posee un carácter semirreligioso
porque se basa en una actitud de fe hacia la ciencia y en la anulación de cualquier posible
actitud crítica o reflexiva respecto a la técnica. En este universo, la cuestión clave ya no puede
residir, como en el cine clásico, en descubrir qué es lo que pasará después de lo que estamos
viendo; ni tampoco puede centrarse en comprender el modo en que el espectador del cine
moderno ha roto con esa pregunta clásica para preguntarse, desde la posición de explorador
de las imágenes, qué es lo que estoy viendo en este preciso instante. En el cine de consumo y
en los productos audiovisuales surgidos de la postmodernidad, la nueva cuestión básica
consiste en descubrir qué se esconde detrás de las imágenes que nos muestran en pantalla. La
pregunta no aparece formulada desde una posición de autoconciencia respecto al producto
fílmico, sino que es el resultado de una voluntad de búsqueda de la espectacularidad y de
comprensión de los mecanismos tecnológicos que posibilitan la imagen espectáculo.

El nuevo estatuto de la imagen representativa también ha estado acompañado de un


proceso de reajuste de la función del cine en la estructura global, donde la multiplicidad de
relatos y microrrelatos no ha cesado de multiplicarse. En un estudio sobre la mirada del cine
contemporáneo, Juan Miguel Company y José Javier Marzal llegan a la siguiente conclusión:

Actualmente el sistema de representación que domina la oferta audiovisual es el


discurso televisivo, un macrorrelato compuesto, a su vez, por numerosos relatos, de
naturaleza muy heterogénea (entre ellos el propio cine), donde múltiples voces parecen
hablar a través de los más variados microrrelatos (informativos, series, magazines,
concursos, spots publicitarios, etc.), tratando de satisfacer a un sujeto estadístico (la
8
audiencia) que compulsivamente demanda un constante entretenimiento.

La crisis de la realidad se ha convertido en un problema que ha afectado al mismo estatuto


de la imagen cinematográfica, ya que se han roto los elementos que determinaban la idea de
que todas las imágenes llevaban inscritas las huellas de lo visible. El proceso de digitalización
de las imágenes ha empezado a configurar las bases de un cine sin huellas, que se pone de
manifiesto en la transformación progresiva de las imágenes construidas y en la inminente
transformación radical de las formas de proyección. Las nuevas imágenes de síntesis, las
manipulaciones infográficas que pueden efectuarse en cualquier imagen tratada por escáner,
han puesto en crisis la indicialidad o la capacidad reproductora de la imagen fotoquímica—
fotográfica y cinematográfica—, han cambiado de forma radical su propio estatuto, y han
transformado su función estética y—de forma progresiva—su función social. La imagen
encuadrada ya no puede considerarse la huella del mundo que se abre hacia los misterios de lo
visible, sino un espacio de la creación basado en el retorno a la idea de representación. La
imagen se constituye como resultado de la expresividad de un sujeto que después de capturar
el mundo con una cámara lo modificará mediante un trabajo de postproducción, donde se
pondrán de relieve unas determinadas coordenadas de carácter tecnológico. La imagen virtual,
creada a partir de los procesos de digitalización, se transforma en una imagen que renuncia a
reflejar las huellas de los fenómenos del mundo físico. De este modo, el audiovisual
reencuentra la idea tradicional de mimesis. Las imágenes ya no reproducen el mundo, sino
que lo imitan a partir del acto expresivo del artista.

8
Juan Miguel Company y José Javier Marzal, La mirada cautiva. Formas de ver en el cine contemporáneo.
Valencia: Generalitat Valenciana, 1999, p. 28.
Uno de los procesos estéticos más sorprendentes de las nuevas imágenes reside en su alto
grado de «desmaterialización». La imagen numérica se ha emancipado para poder fijarse en
diferentes bandas magnéticas, en el interior de los discos compactos digitales—DVD—o en la
memoria de los ordenadores. En estas imágenes digitalizadas, los datos fenoménicos se
convierten en datos de carácter informativo—píxeles—que pueden viajar a través del cable
eléctrico y de la fibra óptica, o pueden existir en el estado de lo virtual en cualquier rincón del
ciberespacio. De este modo, la imagen acaba siendo un producto compuesto por una serie de
datos fáciles de manipular y la noción de copia o de original, que marcó el debate establecido
por Walter Benjamin como constituyente de las imágenes de la sociedad de masas, acaba
perdiendo la radical pertinencia que tuvo durante el siglo XX. Las imágenes virtuales ya no
pueden buscar la verdad del mundo, porque han renunciado a las leyes del azar que rigen la
naturaleza, han renunciado a explorar la ambigüedad de la realidad, porque el mundo se ha
convertido en un simple campo de signos susceptibles de convertirse en simple información
procesada. De este modo, la nueva imagen digitalizada pone en crisis la modernidad
característica de la imagen cinematográfica, y propone un retorno a lo que Charles Baudelaire
bautizó como la más poderosa de las facultades: la imaginación.

Esta desmaterialización de la imagen ha empezado a ofrecer algunos síntomas en el cine


de consumo. El síntoma más representativo reside en el proceso de desgravitación del cuerpo
de los actores. Mientras en los años ochenta el cuerpo masculino fílmico, potenciado desde el
poder, era el cuerpo musculoso fuertemente impregnado de gravedad—Arnold
Schwarzenegger, Sylvester Stallone, Jean Claude van Damme—, en la década de los noventa
se puso de moda el cuerpo ingrávido—Keanu Reeves, Tom Cruise—que puede soportar,
gracias a su ligereza, el peso del desplazamiento virtual, la fuerza de la velocidad y la
disolución de las barreras. En 1997, la película Batman y Robin (Batman and Robín), de Joel
Schumacher, se articuló como una significativa broma sobre la inoperancia del cuerpo
musculoso masculino. Arnold Schwarzenegger fue la estrella invitada para encarnar al malo
del nuevo episodio de la serie Batman, pero en esta ocasión interpretó significativamente el
papel de Freezy, un malvado cuyo cuerpo debía estar siempre congelado y que debía dejar
descansar sus músculos dentro de una nevera. Curiosamente, después de esta película, el
musculoso actor sufrió un ligero proceso de hibernación en las pantallas, una de sus
resurrecciones fue en El 6° día (The 6th Day, 2000) de Roger Spottiswoode, donde su cuerpo
era objeto de una clonación.

En el año 2000, Brian DePalma, en Misión a Marte (Mission to Mars), y Clint Eastwood,
en Space Cowboys (Space Cowboys), nos mostraron de qué modo los cuerpos de los actores
del cine americano se mueven en un mundo ingrávido, en el que han perdido todas sus raíces
terrenales y en el que sólo les queda un cordón umbilical con el que unir su propia realidad
con el universo digital al que han sido integrados. Los nuevos héroes de Misión a Marte
pueden ensayar nuevas coreografías mientras practican el amor ingrávido más allá de la
esfera planetaria. En cambio, cuando los viejos héroes de Space Cowboys, que parecen hijos
de la pesadez de ese desierto que constituía la base física del western, deciden volver a vivir
su última aventura, se encuentran con que el desierto ha sido sustituido por los espacios
siderales y se hallan condenados a vagar por las imágenes infográficas frente a las que se
sentirán extraños y desclasados. Los cuerpos ingrávidos que flotan en los espacios siderales
de Misión a Marte y Space Cowboys se constituyen en metáfora del proceso de
desmaterialización que ha sufrido la imagen.

En el cine espectáculo del nuevo milenio, cualquier imagen puede ser sustituida por su
simulacro y los actores deben acostumbrarse a actuar frente a un fondo azul, en el que se
puede insertar cualquier imagen y generar de manera artificial el más extravagante de los
mundos posibles. La noción del montaje como elemento de sutura o engarce entre planos para
la creación de universos paralelos ha perdido una parte importante de su validez, porque
actualmente el montaje se efectúa en el interior del mismo plano. Un ejemplo clarificador
pueden ser las coreografías marciales de los héroes voladores que protagonizan Tigre y
Dragón (Crouching Tiger, Hidden Dragon, 2000). El proceso de ingravidez que han sufrido
los cuerpos en el cine americano ha afectado incluso al hombre invisible, ese hijo de la
modernidad creado por H. G. Wells, que, en El hombre sin sombra (Hollow Man, 2000) de
Paul Verhoeven, parece mostrarse estupefacto porque su invisibilidad pone en crisis otro
rasgo esencial de la modernidad: la pulsión escópica. En el mundo virtual, el placer ya no
reside en la mirada del deseo, sino en la simulación física de ese deseo.

La invisibilidad de los cuerpos es el resultado lógico hacia el que ha acabado conduciendo


la ingravidez de la materialidad fílmica. Pero el problema no afecta únicamente a la
representación del cuerpo masculino o a la desmaterialización del decorado, sino también a
cómo el cine ha edificado su puesta en escena, a cómo ha establecido nuevas relaciones con el
referente o a cómo ha transformado sus sistemas de producción.

Para comprender el fenómeno de la creación de mundos virtuales dentro del gran magma
audiovisual contemporáneo, podemos partir de una metáfora ficticia que con los años se ha
convertido en la metáfora fundacional del cine sin huellas. En Parque Jurásico (Jurassic
Park, 1993) y El mundo perdido (The Lost World, 1997) de Steven Spielberg, se recrea la
historia de un científico que, a partir del ADN de unos fósiles que certifican la existencia de
unos monstruos de la época jurásica, es capaz de reconstruir un mundo virtual donde los
dinosaurios pueden llegar a adquirir materialidad tridimensional y moverse con absoluta
libertad por un territorio controlado. Los dinosaurios tridimensionales serán exhibidos en una
sofisticada atracción de un parque temático a los espectadores. Mientras que el doctor
Frankenstein—paradigma del científico surgido de las tensiones del romanticismo— tuvo que
partir de diferentes fragmentos de cuerpos para poder llegar a componer su criatura, el viejo
científico del parque jurásico, hijo de esa sociedad postmoderna que avanza hacia la pérdida
de las referencias, no necesitó hilvanar las diferentes partes para acabar creando un todo, sino
que básicamente llevó a cabo un proceso de amplificación de los datos del pasado. El nuevo
científico escanea los datos y los manipula hasta fabricar un monstruo virtual de dimensiones
gigantescas. Las criaturas de Parque Jurásico son el prototipo de criaturas que ejemplifican la
monstruosidad de una sociedad del espectáculo en la que la aventura sólo es posible dentro de
los límites fijados por el parque temático, donde los fantasmas del subconsciente están
siempre bajo el control de la informática.

En sus películas de dinosaurios, Spielberg nos advierte que la mejor manera para
recuperar los mundos perdidos de la infancia—incluso de esa infancia mítica situada en las
pesadillas de la prehistoria, que adquiere una significación más especial en el interior de un
continente sin historia como el americano—consiste en transformar los restos del pasado en
universos virtuales, en mundos abiertos a la simulación en los que la realidad acaba siendo
aplastada por el espectáculo. La operación de rehabilitación del pasado para crear paraísos
virtuales no sólo es patrimonio de las fantasías jurásicas, sino que puede servir para crear
futuros imaginarios o para desrealizar la propia historia reciente.

Años después de Parque Jurásico, Steven Spielberg decidió representar el futuro en


Minority Report (Minority Report, 2002), a partir de la puesta en escena de la pantalla
cinematográfica como un espacio líquido donde las imágenes no son más que datos generados
por las proyecciones cerebrales de unos seres en estado vegetativo. La imagen no puede ser
documento de nada concreto del pasado, sino un depósito de especulaciones
desmaterializadas, que son fácilmente manipulables por la figura de un mago demiurgo—
Tom Cruise—que juega con las pantallas y sus proyecciones de forma parecida a como
Próspero manipulaba las tormentas en La tempestad de Shakespeare.

En la obra cinematográfica de Spielberg, la imagen virtual, cuando abandona


cómodamente los parques temáticos, es capaz de situarse en el mismo corazón de la barbarie
del siglo xx. En una película realizada con pretensiones de cine de calidad como La lista de
Schindler (Schindler's List, 1994), las imágenes no surgen de la propia realidad histórica, sino
de los discursos que la han representado. Las imágenes de Spielberg no tienen como principal
referente los hechos, sino las texturas con las que se ha diseñado el drama del holocausto.
Spielberg recicla el material del pasado y proporciona un sentimiento de credibilidad a la
ficción. El blanco y negro de La lista de Schindler no se utiliza como un sistema de
amortiguación del horror, tal como se impuso después de que el cineasta George Stevens
rodara las únicas imágenes en color de los campos, que acabaron siendo censuradas por el
gobierno americano. El blanco y negro es para Spielberg una forma de desmaterializar la
propia película, convirtiéndola en la simulación de los códigos utilizados para la
representación del holocausto.

Las imágenes son una cita de otras imágenes y pueden llegar a convertirse en un pastiche,
como en la escena de simulación del desembarco aliado en Omaha con el que se abre Salvar
al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). En esta escena, la cámara recoge la crueldad
del combate igual que lo haría una hipotética cámara de televisión, situada junto a la tropa
americana que desembarcó en Normandía. Spielberg ya no se inspira directamente en las
imágenes documentales del conflicto capturadas por John Ford, más preocupadas por los
efectos del combate que por el rodaje directo de la contienda, sino que se inspira en el
hipotético modo en que una cámara de televisión filmaría el acontecimiento. Esta voluntad de
simulacro lo lleva a jugar con los efectos de realidad hasta impregnar la cámara de sangre
virtual. Spielberg cae en un nivel de abyección semejante al que Jacques Rivette denunció en
1961 en el famoso traveling de la película Kapo (Kapo, 1961), de Gillo Pontecorvo, donde la
cámara subrayaba la muerte de una mujer frente a unas alambradas. Si aplicamos la denuncia
articulada por Rivette en 1961 contra el exceso de exhibición morbosa de Kapo a Salvar al
soldado Ryan, veremos que ésta adquiere una clara vigencia, aunque actualmente el simulacro
de las imágenes haya amplificado el nivel de la abyección:

Hay cosas que sólo pueden ser abordadas con el miedo y con un sincero temblor, sin ninguna
duda la muerte es una de ellas. ¿Cómo no sentirse un impostor en el momento de filmar una
cosa tan misteriosa? Más útil sería plantearse la cuestión e incluir de algún modo esta
9
interrogación al hablar de la postura moral del cineasta.

9
Jacques Rivette, «De l’abjection». Cahiers du cinema, n. 126, diciembre 1961, p. 55.

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