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La Realidad Suplantada PDF
La Realidad Suplantada PDF
(Ángel quintana, Fábulas de lo visible. El cine como creador de realidades, Barcelona, Acantilado, 2003)
La CNN fue creada para ofrecer imágenes de los principales hechos informativos del
planeta y para celebrar el triunfo de la utopía de la comunicación, consistente en ofrecer al
espectador una impresión de acceso a la verdad a partir de unos canales de información
periodística preocupados en objetivar los acontecimientos. La santa objetividad informativa
permitía articular una imagen-mundo globalizada que se constituía en testimonio de lo
verdaderamente acontecido. La televisión estaba poseída por la fiebre del directo, y
recuperaba de este modo su esencia como instrumento de validación de la simultaneidad
temporal, al tiempo que se aseguraba las bases de un futuro en el que los ciudadanos vivirían
continuamente conectados con la imagen-mundo. ¿Qué imágenes de la guerra vieron los
telespectadores desde sus receptores de televisión? ¿Llegó a hacerse realidad el sueño de la
guerra en directo? Paradójicamente, los telespectadores que quisieron restar un poco de
tiempo a su sueño diario para gozar del espectáculo de la guerra se convirtieron en los testigos
involuntarios de una extraña mutación dentro de la historia de la comunicación audiovisual.
La noche del 11 de enero de 1991, todas las cadenas de televisión—incluida la prepotente
CNN—tuvieron que asumir la imposibilidad de poder retransmitir imágenes del espectáculo
de la guerra. Los intereses bélicos y los intereses de la sociedad de la comunicación no
llegaron a ponerse de acuerdo, y las únicas imágenes del conflicto que emitieron las cadenas
fueron mapas de las zonas que estaban siendo bombardeadas, construcciones infográficas de
las señales de los radares aéreos que parecían inspiradas en alguno de los tres episodios
iniciales de la saga Star Wars, junto con algunos fotomatones de los corresponsales de guerra
que cada cadena había enviado a unos cuantos kilómetros del conflicto. De forma simultánea
a las imágenes decorativas de los televisores, se podía oír la voz de unos locutores que, al
servicio de la sacrosanta información, realizaban todo tipo de especulaciones para otorgar una
dimensión paranormal a los límites de su propia experiencia frente a la complejidad del
conflicto bélico. Así, los corresponsales enviados a Djaran informaban desde el hotel, donde
estaban plácidamente acomodados, sobre las luces que se vislumbraban en el lejano
aeropuerto situado a más de quince kilómetros de distancia. Los periodistas televisivos
certificaban que los aviones americanos no cesaban de despegar y aterrizar cargados con sus
cruise missiles, sin conocer la auténtica dimensión de los despegues, ni el rumbo de los
vuelos. Los corresponsales de Tel Aviv representaban, con sus máscaras antigás, los planes de
simulación que debían aplicarse en caso de una hipotética situación de emergencia, que nunca
llegaría a producirse. Todo, absolutamente todo, era una gran farsa, pero la sociedad de la
comunicación continuaba persistiendo en su afán por mostrar el gran show de la guerra en
directo. Sin darse cuenta, las cadenas estaban llevando a cabo otra labor clave para el
desarrollo de la información en la década de los noventa, diseñaban la iconografía de una
guerra virtual que se estaba imponiendo en todo el espectro televisivo. Una guerra de
imágenes que tendría su principal golpe de efecto el 11 de septiembre de 2001, cuando la
realidad suplantó a la ficción y las torres gemelas de Nueva York se desplomaron sin tener
que recurrir a ningún efecto especial propio de Hollywood.
Otro tipo de farsa informativa de proporciones similares a la guerra del Golfo se había
producido con la pretendida «revolución» rumana. En diciembre de 1989, la televisión
rumana difundió, sin discontinuidad, una serie de imágenes de combates callejeros contra la
dictadura de Nicolae Ceaucescu, que los periodistas de las cadenas occidentales se encargaron
de releer de forma sistemática. Las imágenes emitidas estaban manipuladas y el directo que
difundían los noticiarios no era más que un falso directo. Sin embargo, para los intereses del
mundo occidental era necesario que la disolución del telón de acero estuviera acompañada del
acto simbólico de la caída-ejecución de un dictador tirano, hijo de la misma tierra de la que
había surgido el conde Drácula. Mientras el proceso de la invasión americana en Panamá—
que causó un elevado número de muertos y que transcurrió de forma paralela a la invasión
rumana—, fue para las cadenas una guerra sin imágenes, la revolución rumana fue transmitida
al mundo como un gran espectáculo navideño, cuyo final feliz consistió en la ejecución del
malvado en la plaza pública. Los comentarios sobre los hechos realizados por los periodistas
occidentales mostraban el mismo grado de ignorancia de lo sucedido que el de cualquier
espectador, ya que aquéllos no vivían el acontecimiento sino como simples espectadores de
las imágenes emitidas y filtradas por la televisión rumana, que las redacciones recibían a
través de las grandes agencias informativas. Los esfuerzos narrativos orientados a explicar lo
que mostraban las imágenes resultaban inútiles. Los periodistas no hacían más que imponer
un punto de vista ficticio a unas imágenes manipuladas que estaban siendo emitidas.
La fiebre del directo, con sus conexiones y desconexiones con locutores y corresponsales
capaces de crear discursos mediante grandes rodeos pronunciados desde la incertidumbre,
acabó imponiendo una especie de discurso oral sobre una televisión transparente que veía
cómo el poder de las imágenes seguía estando bajo control. Después de la experiencia de la
revolución rumana y de la guerra del Golfo, el mundo de la comunicación empezó a dudar de
la verdad que le ofrecían los informativos. Así, el modelo de espectador empezó a sufrir una
importante mutación que condujo a la llamada «opinión pública» hacia el fin de la utopía de
la comunicación que se había gestado después de la Segunda Guerra Mundial. La utopía de la
comunicación estuvo basada en la búsqueda de un ideal que podríamos definir como el deseo
de alcanzar un alto grado de transparencia del individuo y la sociedad.
Los acontecimientos que tuvieron lugar entre finales de la década de los ochenta y
principios de los noventa hallaron su prolongación en otros grandes festines mediáticos, como
el «extraño atentado» de los Juegos Olímpicos de Atlanta—en el que nunca quedó claro si fue
inventado para conquistar a un mayor número de audiencia olímpica o se trató de un oscuro
acto terrorista de reivindicación política—, o la muerte de Lady Di, cuyos excesos
informativos de carácter melodramático-sentimental condujeron a la santificación de la
princesa y sepultaron las informaciones sobre los inhumanos atentados integristas que
aquellos mismos días se perpetraban en Argelia. Todas estas cuestiones no hicieron más que
otorgar una partida de nacimiento a lo que Ignacio Ramonet ha definido como la «era de la
sospecha».
1
Ignacio Ramonet, La teoría de la comunicación. Madrid: Debate, 1998, p. 191.
en directo a todo el mundo occidental y cuya victoria, a pesar de la prepotencia de la
operación «Tormenta del Desierto», no estaba asegurada. La guerra del Golfo, que como los
grandes éxitos hollywoodienses tuvo, unos años después, su segunda parte y algunas secuelas,
no permitió que la utopía de la comunicación estallara, y generó un profundo escepticismo
social. Los medios de comunicación se encontraron con que ya no podían anunciar su deseo
de ofrecer el espectáculo de la realidad, porque ésta resultaba demasiado opaca para poder
revelar la verdad. La santa objetividad se estrellaba para dar paso al escepticismo o a la
paranoia y, con estas nuevas enfermedades en el horizonte, fueron forjándose los universos
virtuales que actuaron como oponentes de los universos reales.
Jean Baudrillard reflejó la crisis de las imágenes generadas por la guerra del Golfo en tres
artículos publicados en el diario parisino Liberation, que posteriormente fueron recopilados
en un libro que llevaba el ilustrativo título de La guerra del Golfo no ha tenido lugar.
Mientras los medios de comunicación caían en el error de no darse cuenta de las
consecuencias de su impotencia, Baudrillard escribía:
En sus artículos, Baudrillard observó la guerra como un gran despliegue publicitario del
poder de los propios medios, que llega a convertirse en un juego de especulaciones sin
ninguna salida.
Otro pensador de las imágenes virtuales, Paul Virilio, siempre ha considerado que el
problema básico de toda guerra reside en una cuestión de poder, detrás de la cual se esconden
los enigmas de la percepción y de la visibilidad. Su pensamiento se opone a la consideración
de Baudrillard sobre la realidad de la guerra. Virilio cree que la guerra del Golfo tuvo lugar y
sirvió para inaugurar una nueva era de estrategias discursivas en el terreno bélico: la guerra
tecnológica, casi robótica. Virilio afirma que, después de los bombardeos de Bagdad, «el
problema que se plantea ya no es el de la disuasión de la bomba atómica, sino el de la
2
Jean Baudrillard, La guerra del golfo no ha tenido lugar. Barcelona: Anagrama, 1991, p. 21 (La Guerre du
Golfe n'a pas eu lieu. París: Galilée, 1991).
disuasión por la informática, el saber y el conocimiento. El poder de la información puede
llegar a transformarse en un poder total. Es preciso que con la informática se construya un
poder suficientemente poderoso para llegar a disuadir a los que quieren provocar desgastes en
3
esta ciudad-mundo y poner en cuestión la propia paz».
La guerra del Golfo fue, quizá, la primera y última posible guerra televisiva, ya que lo que
se puso en juego fue básicamente el peso de un determinado poder de la información frente a
la política. La guerra del Golfo tuvo dos grandes efectos en el campo de la cultura de masas.
Por una parte, a partir de su visibilidad frustrada se puso fin a la utopía burguesa de
invisibilidad; y por otra, dejó el camino libre a una nueva concepción de la visibilidad virtual
generada por la informática. En la cibernética, la imagen mundo es creada dentro de un nuevo
e hipotético espacio sin censura. Esta visibilidad proporciona un nuevo modelo de sujeto, el
paranoico, a quien—tal como afirma Josep M. Català—, podemos considerar como la
contrafigura del hombre invisible de H. G. Wells, pues «es el ser visible por naturaleza ya que
no se esconde, no puede esconderse. Su condición está basada en la máxima visibilidad
puesto que él o ella se han convertido en el centro del universo. El paranoico ha recuperado la
naturaleza por su lado opaco, la ha hecho intensamente visible, pero no por ello menos
4
natural». Las profecías comunicativas nos han anunciado que en un futuro inmediato el
sistema de poder deberá funcionar de otro modo, y que el concepto de información ya no
deberá sujetarse a la utopía de querer verlo todo; así, se podrá dar paso a la utopía de querer
poseer—en directo y desde la distancia—todos los datos: evidencia del triunfo de la obsesión
paranoica por llegar a acumular todo lo visible y dilucidar las numerosas sospechas que nos
inflige la realidad.
3
Paul Virilio, Cybermonde, la politique du pire. París: Textuel, 1996, p. 99 (El cibermundo, la política de lo
peor. Madrid: Cátedra, 1997).
4
Josep María Català, Elogio de la Paranoia. Irún: Fundación Cultural Kutxka, 1997, pp. 38-39.
En la guerra de Afganistán, en 2001, generada como represalia a los atentados del 11 de
septiembre, la imposición de una hipotética historia objetiva de la guerra tampoco tuvo
sentido. El poder omnisciente de la CNN encontró un contrapunto en la contrainformación de
la cadena del mundo islámico Al-Jazeera. Pero el juego sucio de la guerra de las imágenes no
cesó, y numerosas imágenes e informaciones se pusieron bajo sospecha. Entre ellas, por
ejemplo, las informaciones que anunciaban el inicio de una guerra química mediante la
introducción de polvos de Ántrax en el correo ordinario. El juego melodramático no fue tan
efectivo como en Kosovo, pero la crisis de la objetividad reforzó la presencia subjetiva de los
reporteros de guerra, que convirtieron en espectáculo su experiencia hasta el punto de adquirir
un insospechado protagonismo. La sospecha frente a la información, provocó un
desplazamiento de los lectores de periódicos hacia las páginas de información, y de los
espectadores de los programas informativos televisivos hacia los talk shows con especialistas
invitados.
5
Jean-Marie Schaeffer, Pourquoi la fiction? París: Seuil, 1999, pp. 10-13.
la premisa de que la historia no es sólo el reflejo de lo que ha acontecido en el ámbito de los
hechos empíricos, ya que también es parte importante de la historia todo lo que una sociedad
ha imaginado o pensado. La crisis de realidad provocada por la guerra del Golfo y,
posteriormente, por los atentados del 11 de septiembre se ha trasladado al interior de una serie
de discursos ficcionales que, desde ámbitos culturales y estéticos muy diferenciados, han
compartido un discurso común sobre la crisis de la realidad. El cuestionamiento de la utopía
de la objetividad televisiva y el nacimiento de la red informática ha afectado al desarrollo de
las ficciones, a la representación del cuerpo y al diseño de la virtualidad de las imágenes.
6
Georg Simmel, Les problèmes de la philosophie de l'histoire. París: Presses Universitaires de France, 1984, p.
87 (Problemas de filosofía de la historia. Buenos Aires: Nova, 1950).
El hombre no está solo en la historia, pero lleva sobre él mismo la historia que
7
explora.
7
Raymond Aron, Introduction a la philosophie de l'histoire. Essai sur les limites de l'objectivité historique.
París: Gallimard, 1948, pp. 10-11.
cine documental. Lo importante es tomar conciencia de que los procedimientos de carácter
estructural, formal o técnico desvelan el pensamiento de una época.
El cine no ha hecho más que mostrar unas prácticas discursivas que reflejan una forma
institucionalizada de creación de significados. En definitiva, debemos considerar el cine como
una forma de pensamiento perfectamente enmarcada en las contradicciones de su tiempo. En
un momento de crisis de la objetividad, de nacimiento de nuevas formas de comunicación
interpersonal y de desconfianza generalizada hacia el modo en que la realidad es representada
en los medios de comunicación, resulta lógico buscar en las películas un reflejo de la
historicidad del momento. ¿Qué función desarrollan las películas de ficción como
instrumentos para plantearnos la crisis de la objetividad en el mundo contemporáneo? La
respuesta a esta pregunta condicionada por la falta de una perspectiva temporal, nos debe
llevar irremediablemente al mito de la caverna platónica, como metáfora emblemática de esa
era de la sospecha surgida en los años noventa.
La definición del mundo finisecular como «era de la sospecha» nos puede ayudar a
considerar cómo en el ámbito de la ficción cinematográfica—durante los años noventa—han
adquirido una importante repercusión los modelos de cine de consumo que han proclamado la
muerte de la realidad, han puesto en duda el mundo empírico, han cuestionado los modelos de
construcción estética de carácter realista y han acabado actualizando el mito de la caverna
platónica como mito fundamental para la comprensión del mundo. En el cine de consumo de
Hollywood, cada vez es más habitual la presencia de un determinado modelo de películas que
afirman que el mundo que se ha puesto en escena ya no forma parte de ninguna realidad. El
problema básico no está en la crisis del referente, sino en la idea de que el propio mundo se ha
convertido en el imperio de la mentira y se ha transformado en un territorio en el que todas las
verdades han empezado a ser substituidas por verdades paralelas. La crisis de la realidad ha
sido uno de los discursos dominantes del cine de ficción del fin del milenio. ¿Cuál es la
naturaleza de las nuevas imágenes que nos propone ese cine comercial surgido del interior de
la «era de la sospecha»?
8
Juan Miguel Company y José Javier Marzal, La mirada cautiva. Formas de ver en el cine contemporáneo.
Valencia: Generalitat Valenciana, 1999, p. 28.
Uno de los procesos estéticos más sorprendentes de las nuevas imágenes reside en su alto
grado de «desmaterialización». La imagen numérica se ha emancipado para poder fijarse en
diferentes bandas magnéticas, en el interior de los discos compactos digitales—DVD—o en la
memoria de los ordenadores. En estas imágenes digitalizadas, los datos fenoménicos se
convierten en datos de carácter informativo—píxeles—que pueden viajar a través del cable
eléctrico y de la fibra óptica, o pueden existir en el estado de lo virtual en cualquier rincón del
ciberespacio. De este modo, la imagen acaba siendo un producto compuesto por una serie de
datos fáciles de manipular y la noción de copia o de original, que marcó el debate establecido
por Walter Benjamin como constituyente de las imágenes de la sociedad de masas, acaba
perdiendo la radical pertinencia que tuvo durante el siglo XX. Las imágenes virtuales ya no
pueden buscar la verdad del mundo, porque han renunciado a las leyes del azar que rigen la
naturaleza, han renunciado a explorar la ambigüedad de la realidad, porque el mundo se ha
convertido en un simple campo de signos susceptibles de convertirse en simple información
procesada. De este modo, la nueva imagen digitalizada pone en crisis la modernidad
característica de la imagen cinematográfica, y propone un retorno a lo que Charles Baudelaire
bautizó como la más poderosa de las facultades: la imaginación.
En el año 2000, Brian DePalma, en Misión a Marte (Mission to Mars), y Clint Eastwood,
en Space Cowboys (Space Cowboys), nos mostraron de qué modo los cuerpos de los actores
del cine americano se mueven en un mundo ingrávido, en el que han perdido todas sus raíces
terrenales y en el que sólo les queda un cordón umbilical con el que unir su propia realidad
con el universo digital al que han sido integrados. Los nuevos héroes de Misión a Marte
pueden ensayar nuevas coreografías mientras practican el amor ingrávido más allá de la
esfera planetaria. En cambio, cuando los viejos héroes de Space Cowboys, que parecen hijos
de la pesadez de ese desierto que constituía la base física del western, deciden volver a vivir
su última aventura, se encuentran con que el desierto ha sido sustituido por los espacios
siderales y se hallan condenados a vagar por las imágenes infográficas frente a las que se
sentirán extraños y desclasados. Los cuerpos ingrávidos que flotan en los espacios siderales
de Misión a Marte y Space Cowboys se constituyen en metáfora del proceso de
desmaterialización que ha sufrido la imagen.
En el cine espectáculo del nuevo milenio, cualquier imagen puede ser sustituida por su
simulacro y los actores deben acostumbrarse a actuar frente a un fondo azul, en el que se
puede insertar cualquier imagen y generar de manera artificial el más extravagante de los
mundos posibles. La noción del montaje como elemento de sutura o engarce entre planos para
la creación de universos paralelos ha perdido una parte importante de su validez, porque
actualmente el montaje se efectúa en el interior del mismo plano. Un ejemplo clarificador
pueden ser las coreografías marciales de los héroes voladores que protagonizan Tigre y
Dragón (Crouching Tiger, Hidden Dragon, 2000). El proceso de ingravidez que han sufrido
los cuerpos en el cine americano ha afectado incluso al hombre invisible, ese hijo de la
modernidad creado por H. G. Wells, que, en El hombre sin sombra (Hollow Man, 2000) de
Paul Verhoeven, parece mostrarse estupefacto porque su invisibilidad pone en crisis otro
rasgo esencial de la modernidad: la pulsión escópica. En el mundo virtual, el placer ya no
reside en la mirada del deseo, sino en la simulación física de ese deseo.
Para comprender el fenómeno de la creación de mundos virtuales dentro del gran magma
audiovisual contemporáneo, podemos partir de una metáfora ficticia que con los años se ha
convertido en la metáfora fundacional del cine sin huellas. En Parque Jurásico (Jurassic
Park, 1993) y El mundo perdido (The Lost World, 1997) de Steven Spielberg, se recrea la
historia de un científico que, a partir del ADN de unos fósiles que certifican la existencia de
unos monstruos de la época jurásica, es capaz de reconstruir un mundo virtual donde los
dinosaurios pueden llegar a adquirir materialidad tridimensional y moverse con absoluta
libertad por un territorio controlado. Los dinosaurios tridimensionales serán exhibidos en una
sofisticada atracción de un parque temático a los espectadores. Mientras que el doctor
Frankenstein—paradigma del científico surgido de las tensiones del romanticismo— tuvo que
partir de diferentes fragmentos de cuerpos para poder llegar a componer su criatura, el viejo
científico del parque jurásico, hijo de esa sociedad postmoderna que avanza hacia la pérdida
de las referencias, no necesitó hilvanar las diferentes partes para acabar creando un todo, sino
que básicamente llevó a cabo un proceso de amplificación de los datos del pasado. El nuevo
científico escanea los datos y los manipula hasta fabricar un monstruo virtual de dimensiones
gigantescas. Las criaturas de Parque Jurásico son el prototipo de criaturas que ejemplifican la
monstruosidad de una sociedad del espectáculo en la que la aventura sólo es posible dentro de
los límites fijados por el parque temático, donde los fantasmas del subconsciente están
siempre bajo el control de la informática.
En sus películas de dinosaurios, Spielberg nos advierte que la mejor manera para
recuperar los mundos perdidos de la infancia—incluso de esa infancia mítica situada en las
pesadillas de la prehistoria, que adquiere una significación más especial en el interior de un
continente sin historia como el americano—consiste en transformar los restos del pasado en
universos virtuales, en mundos abiertos a la simulación en los que la realidad acaba siendo
aplastada por el espectáculo. La operación de rehabilitación del pasado para crear paraísos
virtuales no sólo es patrimonio de las fantasías jurásicas, sino que puede servir para crear
futuros imaginarios o para desrealizar la propia historia reciente.
Las imágenes son una cita de otras imágenes y pueden llegar a convertirse en un pastiche,
como en la escena de simulación del desembarco aliado en Omaha con el que se abre Salvar
al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). En esta escena, la cámara recoge la crueldad
del combate igual que lo haría una hipotética cámara de televisión, situada junto a la tropa
americana que desembarcó en Normandía. Spielberg ya no se inspira directamente en las
imágenes documentales del conflicto capturadas por John Ford, más preocupadas por los
efectos del combate que por el rodaje directo de la contienda, sino que se inspira en el
hipotético modo en que una cámara de televisión filmaría el acontecimiento. Esta voluntad de
simulacro lo lleva a jugar con los efectos de realidad hasta impregnar la cámara de sangre
virtual. Spielberg cae en un nivel de abyección semejante al que Jacques Rivette denunció en
1961 en el famoso traveling de la película Kapo (Kapo, 1961), de Gillo Pontecorvo, donde la
cámara subrayaba la muerte de una mujer frente a unas alambradas. Si aplicamos la denuncia
articulada por Rivette en 1961 contra el exceso de exhibición morbosa de Kapo a Salvar al
soldado Ryan, veremos que ésta adquiere una clara vigencia, aunque actualmente el simulacro
de las imágenes haya amplificado el nivel de la abyección:
Hay cosas que sólo pueden ser abordadas con el miedo y con un sincero temblor, sin ninguna
duda la muerte es una de ellas. ¿Cómo no sentirse un impostor en el momento de filmar una
cosa tan misteriosa? Más útil sería plantearse la cuestión e incluir de algún modo esta
9
interrogación al hablar de la postura moral del cineasta.
9
Jacques Rivette, «De l’abjection». Cahiers du cinema, n. 126, diciembre 1961, p. 55.