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ÉTICA MÉDICA

Diego Gracia

El juicio ético para que tenga validez deber ser coherente, razonado. No basta consultar las normas de moral
vigentes y ceñirme ciegamente a ellas para aceptar que voy a actuar éticamente. Por su propia naturaleza, la
ética – ha dicho Gracia Guillén – es un saber ordenado a la actuación, por lo tanto, un "saber actuar". En otras
palabras, no es lo mismo conocer la ética, que actuar éticamente. En el ejercicio de la medicina hay situaciones
morales que no pueden ser dilucidadas sólo con normas objetivas, sino que su respuesta adecuada requiere
además el concurso de la virtud y el carácter del médico, vale decir de su propia conciencia. Recordemos a
Kant: "Al hacer algo guiado por un buen sentimiento, lo hago por deber y la acción es ética, porque si lo hago
únicamente por coacción, la acción sólo es correcta jurídicamente".
Conocer los Códigos, Juramentos y Declaraciones relativos al que hacer médico es muy importante para el
profesional que desee actuar correctamente, entendiendo lo correcto como lo moralmente bueno. Sin embargo,
ello no basta para que en todas las situaciones de la vida práctica los preceptos consignados en esos
documentos le proporcionen la respuesta justa, precisa. Para algunos eticistas, el Juramento hipocrático y la
Declaración de Ginebra, por ejemplo, han recibido injustificada reverencia, dado que no encierran el más alto
patrón ético. Esta afirmación, de gran significado para la fundamentación de la neoética, permite inferir que el
sumum de la moral médica no reside exclusivamente en la norma escrita, que suele ser rígida, inflexible.
Sucede que las decisiones éticas en el campo de la salud a menudo están influenciadas más por hechos
prácticos (por ej.: intereses personales del paciente, recursos disponibles, prioridades sanitarias) que por los
mismos principios morales. Por eso se considera que no hay patrones éticos incontrovertibles y que, por lo
tanto los principios pueden ser interpretados de diferentes maneras (pluralismo moral). Aquí es donde se pone
a prueba el buen juicio del médico. Dado que en el ejercicio de la medicina están en juego cuestiones tan
trascendentes como la vida, la salud y la felicidad de los individuos, además de intereses comunitarios, para
poder actuar éticamente se hace obligatorio aguzar la racionalidad, reflexionar con coherencia y sapiencia. Sin
duda, en ética las buenas razones son de capital importancia práctica.
Siguiendo el propósito que encierra este libro de motivar a los médicos a la reflexión ética y de facilitar la
misma, voy a detenerme en al análisis práctico de los principios morales que han de invocarse y utilizarse en la
consideración ética de una situación dada.
En primer término, el principio de autonomía, que como ya vimos, hace referencia al derecho moral que asiste
al paciente para tomar sus propias determinaciones en relación con su vida, su salud y su felicidad. Todo
médico debe conocer el "código moral" que para tal efecto ha aprobado la sociedad, y que contiene normas de
obligado cumplimiento, es decir, deberes prima facie, o como diría Kant, "imperativos categóricos".
Hasta aquí el "código moral de la sociedad" en relación con el principio de autonomía. Viéndolo bien, es
"minimalista", si se valora en todo su significado ese principio. Por eso queda a juicio del médico interpretarlo y
aplicarlo. Grave responsabilidad ésta, dado que la interpretación de la autonomía puede inclinarse hacia la
inmoralidad o hacia la moral autoritaria. "El médico – dice Pellegrino – debe ser una persona que tenga la virtud
de la integridad, una persona que no sólo acepte el respeto de la autonomía de otros como principio o
concepto, sino también en la que se pueda confiar para que interprete su aplicación con la máxima sensibilidad
moral". ¿Cómo debe, entonces, interpretar el médico el principio de autonomía del paciente? En primer
término, aceptando que la autonomía de éste exige como requisito la integridad de su capacidad decisoria. Por
lo tanto, carece de validez si se trata de personas con inmadurez (por ej: niños)o con deterioro mental (por ej:
enfermedad de Alzheimer). Estando en sus cabales el paciente, el médico ineludiblemente tendrá que respetar
sus valores y principios. Sucede, sin embargo, que por circunstancias explicables el paciente carece de los
conocimientos médicos necesarios para tomar una determinación respecto a los que más convenga a su salud
y a sus otros intereses relacionados con ésta. Siendo el acto médico un intercambio de confianza mutua, el
paciente espera que su curado, le suministre la información requerida, suficiente y veraz, que le facilite
decidirse por lo que de verdad sea bueno. Así las cosas, el médico, actuando honestamente, va a incidir en las
decisiones de su paciente, es decir, va a influir sobre su autonomía. Razón asiste a Malherbe cuando afirma
que toda autonomía supone una forma de heteronomía. Claro que el médico no impone su criterio pero sí
señala el curso de la acción, consciente o inconscientemente. Con frecuencia el paciente deja en manos de su
médico la decisión, circunstancia que hace aún más delicada la misión y la responsabilidad de éste. Por eso en
la neoética médica la información médico – paciente ha llegado a constituirse en la mayor prueba de
honestidad profesional, como que de ella depende el consentimiento para la culminación del acto médico con
preservación de la autonomía moral del paciente.

El consentimiento informado

El "consentimiento informado" es un término nuevo que traduce un derecho del paciente dentro de la neoética
médica. Su principal objetivo, y tal vez el único, es proteger la autonomía del paciente. Este término comenzó a
circular en los Estados Unidos de Norteamérica en 1957 en un sonado proceso legal: el "caso Salgo" Como
resultado de una aortografía translumbar, Martín Salgo sufrió una parálisis permanente, por lo cual demandó a
su médico con el cargo de negligencia. La Corte encontró que al médico le asistía el deber de revelar al
paciente todo aquello que le hubiera permitido dar su consentimiento inteligente en el momento que se le
propuso la práctica de la ortografía. Desde entonces comenzó a contemplarse la posibilidad de que el
consentimiento informado fuera considerado como un derecho del paciente. Así, del campo jurídico pasó al
campo de la ética médica. Refiriéndose a este hecho, Jay Katz escribe: "Es un giro irónico de la historia que el
consenso informado, tan amargamente combatido por la mayoría de los médicos, haya sido soñado por
abogados que la hacían de médicos".
Un paso más en el desarrollo de la doctrina del consenso o consentimiento informado se dio en 1969, también
en los Estados Unidos, con el juicio Natanson v. Kline. Después de una mastectomía, la señora Natarson fue
sometida a terapia con cobalto, a consecuencia de la cual sufrió profunda y extensa quemadura en el
hemitórax izquierdo, peligro que no le había sido advertido por su médico. Se trató de una situación en la que el
médico, actuando de buena fe y buscando el beneficio para su paciente, violó la autodeterminación de ésta. Al
magistrado que tuvo a su cargo el proceso se pronunció en términos que hicieron carrera: "El derecho anglo -
norteamericano se basa en el supuesto amplísimo de la autodeterminación. De él se sigue que todo el mundo
es dueño de su propio organismo, y que por tanto puede, si se halla en sus cabales, oponerse y prohibir
expresamente la ejecución de operaciones quirúrgicas o cualquier tratamiento, aun cuando tengan por fin
salvarse la vida. Un médico puede creer que una operación o alguna forma de tratamiento pueden ser
deseables o necesarias, pero la ley no le permite sustituir con su propio juicio el del paciente mediante ninguna
forma de artificio o engaño".
Pero, ¿qué y cuánto debe saber el paciente acerca de su enfermedad, en particular de su pronóstico y
tratamiento? La respuesta depende del tipo de paciente: será amplia y franca si está intelectual y
emocionalmente preparado para conocer y afrontar la realidad de su situación; si se trata de alguien con un
cociente cultural y mental bajo, la información será más restringida. De todas maneras, el médico debe
procurar hablar siempre en términos sencillos, claros: más sencillos y claros cuanto menos culto sea su
paciente. Aspirar a ser exhaustivo en la información no traería mejores resultados. "Ni el paciente tiene que
saberlo todo, ni el médico tiene que decirlo todo", han aconsejado Lara y De la Fuente. La inteligencia, es decir,
el buen juicio del médico, será encargada de determinar el "que" y el "cuánto" en cada caso particular, de
manera tal que el paciente, mediante esa información, pueda hacer uso de su autodeterminación al tenor de
sus mejores intereses.
En la práctica el médico se encuentra con pacientes que no preguntan nada, sin saberse si son indiferentes a
lo que les pueda ocurrir o si su silencio expresa el temor de conoce la verdad. A ellos bastará decirles lo
estrictamente necesario, lo que a juicio del médico contribuya a su mejoría y a su tranquilidad, o si la
enfermedad es de pronóstico incierto o fatal, lo que les permite entender que su situación es delicada.
Contrariamente, se da el caso del paciente que quiere saberlo todo, curiosidad que muchas veces desborda los
conocimientos del médico o su intuición pronóstica. De ordinario se trata de enfermos que aman la vida y que
desean estar absolutamente seguros de que su padecimiento no irá a causarles la muerte. No obstante lo
exhaustivo y categórico que sea el médico en su información, buscan la opinión de un segundo y un tercero.
Un gran escrito, sensitivo como ningún otro ante la suerte del hombre adolorido, atormentado, dejó una página
hermosa, por lo humana, que describe muy bien la situación mencionada arriba. Me refiero a León Tolstoi y a
La muerte de Iván Ilich, un juez de providencia, oigámoslo:
"El doctor decía: "Esto y esto indica que dentro de usted hay esto y esto: pero si esto no se ve confirmado por
los análisis de lo otro y lo otro, entonces habrá que suponer que usted padece esto y esto, etc.". Para Iván Ilich
había una sola pregunta importante: ¿Era o no grave lo suyo? Ahora bien, el doctor no quería detenerse en una
pregunta tan fuera de propósito. Desde su punto de vista, era superflua y no debía ser tomada en
consideración, lo único que existía era un cálculo de probabilidades: el riñón flotante, el catarro crónico y el
intestino ciego. No existía el problema de la vida de Iván Ilich, de lo que se trataba era de un conflicto entre el
riñón flotante y el intestino ciego. Y este conflicto lo resolvió brillantemente el doctor, ante Iván Ilich, el favor del
intestino ciego, con la reserva de que el análisis de orina podía ofrecer nuevas pruebas, y entonces habría que
revisar el asunto. Lo mismo, punto por punto, que Iván Ilich había realizado mil veces con los procesados y con
idéntica brillantez. No menos brillante fue el resumen del doctor, quien, con la mirada triunfante y hasta alegre,
contempló al "procesado" por encima de la gafas. De este resumen, Iván Ilich dedujo que su asunto presentaba
mal cariz y, por mucho que dijesen el doctor y todos, la cosa era grave. Esta conclusión produjo en Iván Ilich
gran lástima hacia su propia persona y gran cólera hacia el doctor, que tal indiferencia mostraba en tal
trascendental problema.
Pero no dijo nada de esto, sino que se levantó, puso el dinero sobre la mesa y, exhalando un suspiro, se
interesó una vez más:
Nosotros, los enfermos, les hacemos muy a menudo preguntas inoportunas. En general, ¿es peligroso lo
mío?...
El doctor se le quedó mirando severamente con un ojo a través de las gafas, como si dijera: "Procesado, si no
se ciñe a contestar las preguntas que se le hacen, me veré obligado a hacer que lo saquen de la sala".
Ya le he dicho lo que consideraba necesario y oportuno – replicó -, lo demás nos lo indicará el análisis; e hizo
una inclinación en señal de despedida.
Iván Ilich salió con paso lento, se acomodó abatido en el trineo y se dirigió a casa. Durante todo el camino no
cesó de dar vueltas a lo que el doctor había dicho, tratando de traducir sus confusas y nebulosas palabras
científicas al lenguaje común y leer en ellas la respuesta a la anterior pregunta: "¿Es grave, es muy grave lo
mío, o no es nada todavía?". Le pareció que el sentido de cuanto el doctor había dicho era que lo suyo
resultaba muy grave. En las calles todo le pareció triste. El dolor, aquel dolor sordo que no cesaba ni un solo
segundo, parecía adquirir, después de las confusas palabras del doctor, un sentido distinto, más serio, más
penoso".
El derecho legal de autonomía, a la vez principio moral de la nueva Ética Médica, da la sensación de que no
diera cabida al paternalismo médico heredado de la Escuela hipocrática y del Cristianismo. En efecto, existe la
tendencia a desalojar por completo de la relación médico - paciente el sentimiento paternalista que durante
siglos acompañó al curador y que, de seguro, ocasionó mucho bien, como también mucho mal. Es política
excluyente ha venido de los filósofos, y en especial de los filósofos no médicos, lo cual es explicable. Una
muestra, dada por Priscilla Cohn: "Considero que todo paternalismo, incluyendo el que parece dictado por las
razones más humanitarias y generosas, implica el inaceptable supuesto de que nuestro juicio sobre lo que es
bueno para alguno de nuestros prójimos es el mejor juicio. Me parece que el mejor juicio es el de la propia
persona, porque es un juicio que formula acerca de sí misma".
En virtud del paternalismo médico promulgado por el Juramento hipocrático, el paciente fue considerado
durante muchos siglos como un incompetente mental y, por lo tanto, excluido de las determinaciones médicas a
que hubiera lugar en el proceso terapéutico. Ese paternalismo desmedido era dogmático y autoritario. El
moralista Séneca recomendaba a los de su época: "No desesperes de poder sanar aun a los enfermos
antiguos (crónicos) si te mantiene firme contra sus intemperancias y les fuerzas a hacer y soportar muchas
cosas contra su voluntad". En esa tónica, contra la voluntad del enfermo, se ejerció la medicina hasta cuando
se estableció que la autodeterminación era un derecho moral que el médico debía respetar so pena de ser
enjuiciado legalmente. No obstante ese cambio radical, en el ejercicio diario el médico no puede adoptar
siempre una posición tan dura en relación al paternalismo como la señala por Priscila Cohn. En el coloquio que
el médico debe sostener con su paciente, además de informar con honestidad, puede orientar o aconsejar si
así se lo solicita éste o si, a la luz de la lógica científica, la determinación que ha tomado es equivocada. Hacer
recapacitar paternalmente a un enfermo empecinado, de seguro que ha curado a muchos. El reconocimiento
posterior de gratitud demostrará en estos casos que no siempre la autodeterminación es la mejor consejera, en
tratándose de asuntos médicos.
El filósofo español Ferrater Mora, especulando con la idea de paternalismo, plantea seis tipos o grados: un
asomo, una dosis abundante, el meramente implícito, el franco y declarado, el ocasional (ejercido sólo de vez
en cuando, y en cada caso de mayor o menor duración) y, por último, el paternalismo constante. Por supuesto
que para Ferrater ningún grado de paternalismo, ni siquiera el asomo de él, es válido éticamente. Es mi
concepto, para el médico el paternalismo puede considerarse un recurso lícito, siempre y cuando no se utilice
de manera constante y radical, pues sería aceptar que todos los pacientes carecen de razón. Si el médico –
cualquiera médico- careciera siquiera de un asomo de paternalismo, dejaría de ser médico, en el sentido más
noble y trascendente de la palabra: en el humanitario. No debe olvidarse que de ordinario el enfermo es un
sujeto en inferioridad de condiciones, físicas y anímicas, que requiere comprensión, orientación y apoyo. Al
ofrecerle el médico su ayuda ya está comportándose paternalmente. Puede suceder, sí, que en el fondo esa
ayuda no sea todo lo noblemente paternalista que aparenta, sino que oculte alguna intención proclive a favor
de los intereses económicos o profesionales del médico. Sería ésta una forma despreciable de paternalismo,
descalificada éticamente, por supuesto.
El respeto absoluto por la autodeterminación del paciente puede tener, viéndolo bien, una buena dosis de
paternalismo, pero de un paternalismo negativo, perjudicial. Si el médico acata de entrada la decisión de su
paciente, a sabiendas de que ella va a ser más perjudicial que beneficiosa, está siendo complaciente, a la
manera del "buen padre" que permite a su hijo consumir marihuana para no violentar su derecho a la
autonomía. La tesis universal de que la autonomía de la persona debe tutelarse mientras no perjudique a otro,
es válida moral y legalmente. Me pregunto: ¿En medicina tendrá constante validez, o habrá circunstancias en
que el médico puede hacer abstracción de ella invocando otro principio moral? El "yo soy dueño de mi cuerpo y
de mi vida y por lo tanto puedo hacer de ellos lo que a bien tenga", ¿debe ser aceptado así porque sí por el
médico, aun sin existir un tercero perjudicado? Si previa información suficiente y veraz el paciente insiste en
que se le haga esto o aquello, o en que no se le haga nada, el médico, consciente de que esa determinación
irá a ser perjudicial, ¿no puede moralmente apelar al principio de beneficencia a través del paternalismo, con
miras a ver de cambiarla? No me refiero, por supuesto, a situaciones como la planteaba por los testigos de
Jehová, en la que la ciega convicción religiosa conduce a una forma de suicidio –amparada por la ley- al
rechazarse la aplicación de sangre. ¿Formular en voz alta un concepto adverso frente a una persona
empecinada que ha decidido tomar un camino equivocado a la luz de la lógica, es lícito moralmente? Para
algunos no lo es, pues es una forma de paternalismo que, por lo tanto, va a coercer el derecho de autonomía.
Para otros, como el citado Ferrater, sí lo es, pues la censura es un juicio y no una prescripción. Sea lo que
fuere, el médico puede y debe manifestar su desacuerdo cuando lo asista la certeza de que el paciente se ha
decidido por algo que no lo va a favorecer. Pretender acabar con el paternalismo médico –de tajo y en todos
sus grados- es pretender acabar con el papel humanitario del médico.
Para efecto de la toma de decisiones, no todos los pacientes hacen uso de su derecho de autonomía: unos por
incapacidad absoluta (neonatos, ancianos incompetentes mentalmente, pacientes en estado comatoso), otros
por incapacidad relativa (pacientes confianza de su propia determinación, pese a la información suministrada
por su médico). Tanto en una como en otra circunstancia la autonomía puede ser delegada en el médico: era la
primera por los familiares, en la segunda por el mismo paciente. En esta última, el paciente se pone en manos
del médico, "se entrega a él", quiere se manejado de manera paternalista. Se trata, indudablemente, de casos
en los que –como dicen Lara y De La Fuente- "para ellos el ejercicio de la autonomía es más una fuente de
frustración y de ansiedad que de satisfacción". Grave responsabilidad para el médico en ambas circunstancias.
Entra entonces en juego, de manera dominante, el principio de beneficencia, la defensa de los mejores
intereses de su enfermo.

La mentira piadosa

Desde mi posición de médico he advertido que el paternalismo en medicina ha sido analizado por algunos
teorizantes de la Ética Médica con criterios "deontológicos", que aparejan dogmatismos amasados con una
buena dosis de frialdad, con ausencia de calor humano, quizás por no haber vivido la intimidad de un ejercicio
profesional que no permite el sometimiento a normas rígidas, exactas, dado que el comportamiento de los
actores que en ella intervienen –el médico y el paciente- está sujeto al vaivén de los fenómenos biológicos y de
las circunstancias externas, que son asuntos cambiantes, impredecibles. Por eso es tan difícil juzgar los actos
de los médicos a la luz de códigos de comportamiento que, por más perfectos que sean, no cubren el espectro
total de posibilidades, entre éstas las que tienen que ver con el estado anímico del paciente o con la intención
del médico.
Al haberse descalificado moralmente el paternalismo, ha quedado descalificada asimismo la llamada "mentira
piadosa". Hemos visto que la autonomía del paciente está influida por la información que el médico suministre
en relación con su salud, pues de aquéllas depende el consentimiento o la negativa para que se adelanten los
procedimientos diagnósticos o curativos propuestos. Sujetándose la determinación del paciente o de sus
allegados a la honestidad del médico al brindar la información, la verdad debe ser la virtud que acompañe a
ésta. El derecho de autonomía en Ética Médica, viéndolo bien, es dependiente del médico, pues se supedita al
criterio suyo, que puede ser recto o pude ser mal intencionado. La rectitud en la información se supone que irá
a favorecer al paciente, en tanto que la mala intención se encaminará a favorecer los intereses del médico. Sin
embargo, aun cuando parezca paradójico, la rectitud en términos de veracidad puede en ocasiones lesionar o
afectar los intereses del paciente. La verdad escueta es a veces más dañina que la verdad velada, sutil, o que
la mentira piadosa.
Yo creo que "el mentir es malo o por eso debe ser moralmente prohibido", es una proporción que no se
conduele con la condición humana. En efecto, muchos actos de los hombres tenidos por la moral deontológica
como malos, aparejan consecuencias buenas, que neutralizan, y superan a veces, el componente malo. La
mentira es útil –decía Platón- cuando nos servíamos de ella como de un remedio. Don Gregorio Marañón
pensaba igual: "El médico –digámoslo heroicamente- debe mentir. Y no sólo por caridad, sino por servicio de la
salud". En efecto, no son pocas las ocasiones en que una mentira surta efecto salutíferos y una verdad agrave
la situación. El médico, en su inteligente criterio, sabrá cuándo mentir y en qué cantidad. Si el ideal de la verdad
es para él superior al de la compasión, deberá decir la verdad; en caso contrario deberá mentir. Así opina Hans
Kelsen. Si da la vida que le resta al paciente es corta en concepto de su médico y decirle la verdad sobre su
situación puede apabullarlo anímicamente, no falta a la ética si guarda silencio, que a veces es una forma de
mentir, o habla ocultando el diagnóstico y el pronóstico ciertos: claro que se podrá dar la circunstancia de que
el silencio del médico contribuya al desamparo o soledad que experimentan los pacientes moribundos y
conscientes. La verdad sobre la proximidad de la muerte puede en muchos casos aliviar el transito, si el médico
es humano y comparte, en cierta forma, esa dura prueba con el paciente. Insisto, el comportamiento del médico
no debe ser uniforme, sistémico: el silencio o la verdad espuria, es decir, la falsa verdadera, en cambio, deberá
brillar sobare todo cuando el enfermo tenga que hacer uso de su autonomía, como sería la de tomar una
decisión relacionada con el tratamiento. Si él no está en condiciones mentales de tomarla por sí mismo, serán
sus tutores de depositarios de la verdad.

El secreto profesional

El ocultismo de la verdad toca directamente con otras normas de Ética Médica, consagrada ya en el
Juramento hipocrático: me refiero a la reserva o secreto profesional. En efecto, el Juramento prescribe: "Lo
que en el tratamiento, o incluso fuera de él, viere u oyere en relación con la vida de los hombres, aquello que
jamás deba trascender lo callaré teniéndolo por secreto".
En mi concepto, la verdadera reserva profesional no debe quedar al criterio del médico sino, en particular, al del
paciente. Este, haciendo uso del derecho de autonomía, suele escoger al médico –cuando su situación
económica se lo permite- y en un acto de confianza deposita en él, le confía, sus problemas de salud, y aun de
otro tipo. Si en este coloquio el paciente solicita la reserva de algún asunto determinado, el médico está
obligado a hacerlo, siempre y cuando su ocultamiento no perjudique a terceros. Así debe advertirlo éste para
que aquél no se llame a engaño ni se vaya a sentir defraudado. Como la historia clínica ya no es un documento
absolutamente privado, el médico se abstendrá de registrar en ella lo que el paciente le ha confiado como
secreto.
Interpretada y cumplida así la reserva profesional, confiere al médico la virtud de ser confidente, vale decir, de
comportarse como un amigo del alma de su paciente, pues sólo la amistad elevada a tan alta categoría, da
lugar a la confidencia. Esta virtud se relaciona en muchos con el principio de beneficencia.
Me he ocupado atrás, y en primer lugar, del principio de autonomía como orientador en la reflexión ético -
médica. Pero ¿es acaso tal principio la base moral de la Ética Médica? Dado que todo período histórico trae
cambios, el actual está dominado por la vigencia plena de los derechos del hombre, cada vez más
hipertrofiados, quiero decir ampliados y tutelados. En particular, el derecho de autonomía ocupa lugar de
privilegio en la respectiva escala y, por eso, ha incidido en el campo de la medicina. Vale decir, en la relación
médico - paciente. En esta relación el médico era autónomo en otra época: Ahora su autonomía es relativa,
pues no solamente está supeditada a la autonomía del paciente sino también a la del empleador. Elevada a la
categoría de derecho legal y moral, el médico, para no exponerse a sanciones, se ha visto obligado a
considerar la autonomía del otro como su primer deber, de deber prima facie, aunque haya otro que tiene más
tradición y fundamento moral: el de beneficencia – no maleficencia, razón por la cual en la práctica suelen
presentarse choques o colisión de principios.
En principio de beneficencia es inherente a la medicina como profesión. Para eso nación ésta: para beneficiar
al hombre. Contribuir, propiciar el bienestar y la felicidad del paciente, es atender al principio de beneficencia.
Es, por lo tanto, la principal responsabilidad moral del médico. Refiere R.E. Smith que San Benito tenía como
consigna esta: "La cura del enfermo debe ser puesta por encima de cualquier otro deber". Precisamente por
eso la labor del médico es tan delicada, tan comprometedora moral y legalmente. No obstante que la meta sea
curar, alcanzarla siempre no es posible pero siempre debe intentarse. Aquí radica el actuar ético del médico,
para lo cual, además de la intención, debe poseer preparación. Recuérdese que para Escuela hipocrática el
médico virtuoso era el médico técnico. No virtuosidad del curador. La ciencia sin conciencia puede se, quizás,
más peligrosa que la conciencia sin ciencia. La posesión de las dos, sin duda, hará el médico el profesional
ideal, el verdadero médico virtuoso.
El fin moral último del principio de beneficencia es, como ya dije, promocionar los mejores intereses del
paciente desde la perspectiva de la medicina. Esos intereses no son otros que su vida, su salud y su felicidad.
El beneficio positivo que el médico está obligado a alcanzar es curar la enfermedad y evitar el daño, cuando
haya, claro está, esperanza razonable de recuperación. Al médico, en principio, le está vedado hacer daño, a
no ser que éste sea la vía para llegar a la curación. La beneficencia, entonces supone la obligación de
balancear el daño que se va a infligir y los beneficios que se van a recibir. Es cumplir con el principio de
beneficencia a través del principio del doble efecto.

Principio del doble efecto

La iglesia católica en algunas circunstancias invoca como lícito este principio, que consiste en hacer moral una
acción que aparentemente no lo es, por cuanto el efecto dañino es considerado como un efecto indirecto, sin
intención. Un ejemplo típico es la extirpación ola irradiación del útero grávido afectado de cáncer. El daño al
feto es indirecto, pues la primera intención es suprimir el cáncer en procura de salvar la vida de la madre. De
todas maneras, es un principio muy discutido. Para que tenga validez moral se requiere cuatro condiciones:
1. La acción en sí misma debe ser buena, o por lo menos moralmente indiferente.
2. La agente debe mirar sólo el efecto bueno y no el malo.
3. El efecto malo no puede ser el medio para alcanzar el efecto bueno. Esto no puede ser el medio para
alcanzar el efecto inmediato de la misma acción.
4. Debe haber proporcionalidad o balance favorable entre los efectos bueno y malo de la acción.

El principio que requerimos invocar para que el balance entre daño y beneficio se incline a favor de este último,
tiene que ver con el de utilidad, si se entiende la búsqueda del beneficio como un acto utilitarista. Pesando
riesgos (daños) y beneficios podemos maximizar éstos y minimizar aquéllos. Tal reflexión ética es muy útil en
las investigaciones que vayan a adelantarse sobre sujetos humanos. Cuando un acto beneficente supone
riesgos, son inevitables las consideraciones de no maleficencia. Según Beauchamp y Childress, si los riesgos
del procedimiento son razonables respecto a los beneficios esperados, la acción es moralmente permitida.
Para evitar la no maleficencia se requiere que el médico esté atento y actúe cuidadosamente. El deber moral –
y legal- de evitar el daño puede ser violado sin que actúe con malacia, como también por omisión.
Infortunadamente no existe una regla moral contra la negligencia como tal. Para los profesionales de la salud,
las normas legales y morales del cuidado debido, incluyen conocimiento, destrezas y diligencia. Actuar sin
tener en cuenta esas normas es actuar negligentemente.
Vemos cómo la capacidad técnica del método está implicada en el principio de la beneficencia. De ahí que las
escuelas de medicina, con la calidad de sus programas de pre y postgrado, asuman una inmensa
responsabilidad frente a la Ética Médica. Lanzar a ejercer a profesionales pobremente capacitados es un
asunto que deja en entre dicho la contextura moral de quienes lo permiten. De otra parte, el médico que no
esta en permanente disposición para mantenerse actualizado en cuestión de conocimientos y experiencias
propias de su profesión, queda expuesto a contrariar el principio moral de beneficencia. Así lo señala ya la
Escuela hipocrática: E.... el caso es que sufren las consecuencias los enfermos que no tienen culpa, o los que
la violencia de la enfermedad no se les había manifestado en grado suficiente, si no se hubiera añadido a la
inexperiencia del médico".
Los conocimientos de la medicina actual, teóricos y prácticos, es imposible que sean del dominio de una sola
persona. Querer ejercerla con criterio de "sabelotodo", es atentar contra la integridad del paciente, vale decir,
contrarias el principio de no maleficencia. Es un deber moral del médico tener conciencia de sus propias
limitaciones. Por eso, siendo él el único profesional disponible es una localidad, medirá su capacidad y
experiencia frente a una situación dada y juzgará si su intervención es prenda de garantía, mejor que la que
pudiera brindar un colega. Es, indudablemente, pesar riesgos y beneficios, cuyo significado ético quedó
registrado arriba. Cuando en el Juramento hipocrático se había de que "no haré uso del bisturí ni aun con los
que sufren del mal de piedra: dejaré esa práctica a los que la realizan" , se hace referencia, sin duda, a la
prudencia que debe acompañar al médico en su ejercicio profesional. En los Preceptos se amplia este
concepto y se pone de presente la humildad que ha de asistir al curador: "No carece de decoro un médico que,
al encontrarse en apuros con un enfermo en un momento dado y quedarse a oscuras por su inexperiencia,
solicite que vengan otros médicos para conocer lo referente al enfermo en una consulta en común y para que
sean sus colaboradores en procurar ayuda". Esos son el origen y significado de las llamadas "juntas médicas".
Para Cicerón la beneficencia y la justicia son virtudes o cualidades que contribuyen a mantener la sociedad y a
fomentar la unión entre los hombres. Cosas curiosa, para él la justicia impone el deber de no causar daño a
nadie, " a no ser que se cause para rechazar una agresión injusta", en tanto que la beneficencia "ordena usar
en común de los bienes comunes". Digo curiosa por cuanto el significado de una y otra en al fundamentación
de la nueva Ética Médica es contrario al que les da el autor del Tratado de los deberes. Lo que para él es
justicia, para la ética es beneficencia; lo que para la ética es justicia para Cicerón es beneficencia. Es
importante no desdeñar esta aparente contradicción conceptual, pues, en tratándose de Ética Médica, ella les
da mayor fuerza moral a esos dos principios. No obstante haberse protocolizado el significado de justicia como
la repartición equitativa de los recursos sanitarios disponibles en la comunidad, yo creo que debe también
mantenerse vigente el concepto de que es moralmente justo evitar el daño y hacer el bien a la persona, al
paciente. Asimismo, debe aceptarse como consigna moral que distribuir los bienes comunes según las
necesidades, es un acto de beneficencia.
Lo trascendente que tiene la inclusión del principio de justicia a la nueva Ética Médica con el significado que
desde Aristóteles se le diera, es decir, que lo justo es lo proporcional, le quita al ejercicio profesional de la
medicina la dimensión tradicional de ser un compromiso entre dos (médico - paciente) para ampliar el
escenario y los actores. De bi-personal se convierte en pluripersonal, pues interviene ahora la comunidad. La
ética individual se trueca en ética social. Además del médico aparece en escena el Estado, con sus agencias y
sus representantes: esto conduce a que en los asuntos sanitarios no sólo el médico sea el sujeto susceptible
de ser juzgado éticamente –como lo fue hasta hace poco tiempo -, sino también los funcionarios que tienen la
obligación de ser justos con quienes necesitan la protección del Estado.
La circunstancia de comprometer éticamente al médico funcionario y al funcionario no médico que manejan
recursos destinados a la salud, el principio de justicia se ha constituido en un verdadero dilema para ellos. El
asunto de las prioridades en medicina, que pareciera justo, en la práctica adquiere visos de injusticia. Destinar
recursos para pacientes terminales podría parecer insólito cuando los recursos para atender una unidad de
recién nacido son escasos; es preocupante gastar en diálisis para ancianos con insuficiencia renal crónica
cuando faltan recursos en el servicio de urgencias. Como éstos pueden ser muchos los ejemplos que se
prestan para un choque de principios de carácter ético. Derechos que han sido otorgados por medio de
disposiciones legales –como el derecho a la salud- han alcanzado a la vez la condición de derechos morales,
pues la Ley lo que pretende es el imperio de la justicia. Cuando ese compromiso de prometer la salud no se
cumple, se establece una injusticia pues se está conculcando un derecho de tipo legal y de tipo moral. Claro
que en lo atinente a la medicina, quienes cometen la injusticia son los que crearon las expectativas conscientes
y voluntariamente y no los que por razón de su oficio deben servir de instrumentos para darle cumplimiento.
Según el utilitarista John Stuart Mill, en circunstancias tales la injusticia radica en hacer faltado a la palabra
dada. Para Mill, la justicia, por ser un derecho moral de alguna persona individual, nos puede ser exigida, y
será incorrecto no suministrarla. La esencia de la justicia la constituye el derecho que posee un individuo. "La
justicia –dice- en el nombre de ciertas clases de reglas morales que se refieren a las condiciones esenciales
del bienestar humano de forma más directa y son, por consiguiente, más absolutamente obligatorias que
ningún otro tipo de reglas que orienten nuestra vida"

Reflexión final

Tal como está concebida y sustentada la neoética médica –valores, principios, normas- pareciera fácil su
aplicación. Sin embargo, en la práctica no ocurre así. Los valores, los principios y las normas pueden ser
interpretados de diferentes maneras, pues los encargados de hacer claridad sobre ellos no llegan siempre a un
acuerdo. Aún más, el pluralismo moral da derecho a la interpretación autónoma por parte del sujeto actor. Por
eso, el médico, para actuar dentro de una línea correcta, además de poseer claridad acerca de los valores y
principios morales que la ética normativa ha prescrito para ser tenidos en cuenta en el espíritu profundamente
humanitario. Es que la ética médica obliga al desarrollo de la vida interior del médico mediante el cultivo de las
virtudes. A ello me refiero más adelante, cuando hablo de "como debiera ser el médico". Acertadamente han
dicho Seedhouse y Lovett que un buen análisis de los problemas humanos en medicina tiene más relación con
el uso sistémico de la lógica y la razón que con la invocación de principios morales. Sucede que los principios
éticos son normas abstractas, de carácter general, que no se acomodan siempre con facilidad a las situaciones
reales, en las que hay que tener en cuenta –como anota Katz - las capacidades psicológicas, humanas, para
ejercer derechos.
El médico habrá de familiarizarse con las situaciones de conflicto en que entran a veces los principios morales.
Sólo su buen juicio le señalará cuál de ellos debe ser tenido como deber prima facie, sin olvidar –así lo
advierte Toulmin- que no es digno de confianza como prueba universal el apelar a un solo principio corriente,
aunque esto sea la prueba primaria de la rectitud de una acción. De otra parte, la ética apareja el compromiso
de cumplir las leyes y normas que la sociedad ha impuesto, pero el interés central de la ética médica no es
resolver o evitar conflictos de carácter legal o jurídico. Invoco nuevamente a Kant: La ética atañe a la bondad
intrínseca de las acciones; quien ejecuta leyes coactivas no es por ello virtuoso. "La moralidad –dice- sólo es
precisada por las leyes éticas, pues aun cuando las leyes jurídicas tuviesen una necesidad moral su motivación
seguiría siendo coacción y no la intención".

IV. PROPUESTA DE UNA NUEVA "PROMESAS DEL MEDICO"

Para realizar mi tesis, me parece conveniente recordar cómo y por qué nació el Juramento hipocrático. Hace
veinticinco siglos, en la época de Hipócrates, ese ejercicio de la medicina no estaba reglamentado en Grecia.
Cualquiera podía desempeñar el papel de curador; por eso el arte estaba asaz desprestigiado. Los médicos de
escuela, los formados al lado de Hipócrates, elaboraron y suscribieron un documento que pasó a la posteridad
con el nombre de Juramento hipocrático, mediante el cual se comprometían con la sociedad a cumplir una
serie de requisitos mínimos, que garantizaran su actuar. Tómese nota que el compromiso de ejercer siguiendo
una línea determinada de conducta – correcta – no fue impuesta por autoridad alguna, sino que fueron los
mismos médicos, motu proprio, quienes llevaron la iniciativa. Creo que actitud similar no sido vista en ninguna
otra profesión. Para darle mayor credibilidad a la promesa, aquellos médicos helenos pusieron como testigos a
sus dioses, elevando con ello el compromiso a la categoría de juramento, época se les ha relacionado con el
Juramento y se les ha exigido a hacerlo. Se da por descontado que quien recibe el título de "Médico " está
obligado moralmente a seguir el ejemplo de los curadores hipocráticos.
En tratándose de una profesión de tanta trascendencia, ala sociedad hay que darle garantías acerca de la
idoneidad técnica y la honestidad moral de quienes van a responder por la salud y la vida de sus componentes.
En principio, esas garantías están representadas en el título que otorgan las escuelas de medicina y que
refrendan los ministerios de Educación y de Salud. Sin embargo, no todas las escuelas formadoras de médicos
inspiran confianza ni son prenda de garantía. Por eso es necesario que individualmente los que se inician en el
ejercicio del arte de curar hagan una promesa pública que los comprometa en el cumplimiento de aquello que
se considere trascendente para los intereses de las dos partes involucradas: el paciente y el médico, o como se
dice hoy, el consumidor y el proveedor.
La promesa – que no el juramento – para que sea digna de crédito y de evidente cumplimiento, tiene que estar
concebida en términos precisos e inteligibles. Además, debe ser a fin con la concepción y posibilidades de la
medicina actual. Dado que la promesa es de naturaleza moral, ética, por cuanto fija pautas para el
cumplimiento del deber, lo consagrado en ella ha de compaginarse con los principios y normas de moralidad
que sustentan el actuar correcto del médico. Sabemos bien que la Ética Médica se fundamenta en la defensa
de la vida y la salud, condición dada a su vez a la autonomía del paciente, al espíritu de beneficencia del
médico y al deber de justicia del Estado.
Pero como la costumbre es la que hace ley e impone las normas de conducta, el médico de hoy debe ajustar
su actuar a las leyes que dicte las costumbres de hoy.
En los días que corren, cuando los actos profesionales del médico están expuestos al juzgamiento de distintos
tribunales (éticos o disciplinarios, civiles penales, administrativos y eclesiales), se hace indispensable prescribir
normas claras, precisas, que la sociedad conozca y que el médico, al momento de recibir su título, se
comprometa públicamente a cumplir. Así el nuevo médico protocoliza el derecho que tienen los pacientes de
reclamar lo que se les ha ofrecido.

REFERENCIAS

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