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La carencia de imparcialidad judicial en la Argentina, así como otras graves amenazas a las
libertades cívicas, parecen acercarnos a la categoría de “Estado fallido”. Sin embargo, las
peculiaridades que registran las violaciones al Estado de Derecho en nuestro país nos impulsan
a pensar en una clase diferente, que es la de “Estado enemigo”. Ofrecemos aquí un fundamento
para la distinción. Trazamos, además, una breve reseña de las consecuencias que las ciencias
políticas y la ciencia jurídica han previsto para este género de situaciones.
“Estado fallido”
La noción de “Estado fallido” ha cobrado fuerza en los últimos tiempos para designar,
precisamente, a aquellos Estados que fallan de modo permanente en el aseguramiento de las
garantías y servicios esenciales.
El Fund for Peace ofrece algunos ejemplos de las condiciones que permiten a un Estado
ingresar en esa penosa categoría: pérdida de control físico del territorio o del monopolio en el
uso de la fuerza, erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones, incapacidad para
suministrar los servicios fundamentales, incapacidad para interactuar con otros Estados, como
miembro pleno de la comunidad internacional.
En un “Estado fallido” es común la imposición de una ley peculiar por parte de grupos
paramilitares o la profusión de acciones terroristas.
Sin embargo, el citado centro de estudios reconoce algunas dificultades para la aplicación de
esta categoría a todos los casos específicos.
En la lista de países que el Fund for Peace ha emitido, para 2010, figuran: Somalia, Chad,
Sudán, Zimbabue, República Democrática del Congo, Afganistán, Irak, República Centroafricana,
Guinea, Pakistán, Haití, Costa de Marfil, Kenia, Nigeria, Yemen, Birmania, Etiopía, Timor
Oriental, Corea del Norte y Níger.
Una rápida lectura de esa nómina permitiría, no obstante, hacer algunas distinciones. En primer
lugar, separar a los Estados que realmente han fallado en su papel primordial, de aquellos que, a
causa de una guerra que barrió con sus estructuras opresivas, todavía no han conseguido
rearmarse jurídicamente, en el sentido pleno de la expresión. Tales son los casos de Afganistán
e Irak, por ejemplo. En segundo término, no parece muy seguro que Corea del Norte pueda
catalogarse como Estado fallido, aun cuando su régimen podría representar peores condiciones
que la de la categoría en la que fue incluido. Se trataría, más bien, de un régimen opresivo para
la ciudadanía, pero es difícil asegurar que allí el Estado falla –en el sentido de ausencia o
debilidad que está implícito en la naturaleza de la categoría y en el resto del listado- sino que
más bien tiraniza a su propio pueblo mediante estructuras que, lejos de defeccionar, están muy
activas y presentes en todos los aspectos de la vida social. De tal modo, nos vamos acercando a
la categoría de “Estado enemigo” que procuramos definir en esta nota.
“Estado enemigo”
La parcialidad judicial
Consecuencias
Como se ve, existe una diferencia significativa entre la naturaleza del “Estado fallido” y la del
“Estado enemigo”; con consecuencias peores en el segundo supuesto. Mientras que, en el caso
del primero, el ciudadano vive una situación de anarquía que claramente le sitúa fuera del
“pacto” y le autoriza a defenderse por sí mismo e, incluso, a reorganizar la comunidad política, en
el “Estado enemigo” la autoridad se coloca embozada pero angularmente en contra del pueblo o
de un sector de la población y actúa en consecuencia, como un delincuente más, pero con
recursos incomparablemente mayores, como la amenaza de una pseudo-ley y de una pseudo
justicia.
En el caso del “Estado enemigo” no resulta tan claro a los habitantes que ellos quedan liberados
del pacto social, porque las estructuras jurídico-administrativas siguen conservando la apariencia
de tales, aunque totalmente “vampirizadas” por el mal.
John Diggins, en un artículo sobre “La Desobediencia Civil en el Pensamiento Político
Estadounidense”, dice que el rasgo distintivo de esta desobediencia “es el sentimiento de que el
individuo está obligado moralmente a desobedecer determinada ley o costumbre, para no
traicionar los dictados de su conciencia”.[9]
Este pensamiento, del cual están empapadas tanto las corrientes liberales como conservadoras
del pensamiento protestante americano, no difiere en absoluto de la patrística y la escolástica
medievales e, incluso, de la escolástica renacentista, como en el caso de Francisco de Vitoria.
La plataforma filosófica de la desobediencia civil es la misma que la de los derechos humanos,
en el sentido de que la ley positiva (en su sentido más amplio, incluyendo las sentencias) no
pueden violentar el derecho natural sin dejar de ser verdadera ley.
Está claro que la desobediencia puede tener muchos caminos, como ha quedado demostrado en
los sucesivos movimientos por los derechos civiles en los Estados Unidos; y también que no
debe acarrear peores consecuencias que la obediencia.
Una consecuencia que parece imponerse lógicamente es la revisión de los actos jurídicos
claramente dictados en espíritu de enemistad pública; es decir, derivados del “Estado enemigo”
actuando como tal. La ministro de la Corte Carmen Argibay Molina previó esa posibilidad en el
caso “Mazzeo”, en su voto en disidencia con los ministros que avasallaron la “cosa juzgada”,
cuando ella argumentó que “ni la Corte ni ningún otro tribunal puede eludir los efectos de una
decisión judicial firme sin negarse a sí mismo, es decir, sin poner las condiciones para que
nuestro propio fallo sea también revocado en el futuro…”. Y no se trata de avasallar nuevamente
la “cosa juzgada” en un absurdo juego pendular, sino de lo que la misma juez aceptó como una
única excepción: que los fallos no hubieran sido verdaderas sentencias por estar viciada la
voluntad.
Como siempre, serán las corrientes sociales y no las especulaciones teóricas las que marcarán
el rumbo en el futuro; pero también hay que considerar que tales corrientes, por su propia
definición, no se generan automáticamente, sin el concurso de los ciudadanos reclamando
vivamente por sus derechos.
(*)Publicado en la Revista del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, Tomo 71,
Número 1, Julio 2011
[1] SCHMITT, Carl. El concepto de lo político; Madrid, Alianza Editorial, 1991, p.58. Título del
original en alemán: Der Begriff des Politischen. Traducción y prólogo de Rafael Agapito.
[2] Convención Interamericana de Derechos Humanos, artículo 8º, inciso 1.
[3] GOLDSCHMIDT, Werner. Introducción Filosófica al Derecho – La teoría trialista del mundo
jurídico y sus horizontes; 4ª edición, Buenos Aires, Depalma, 1973, p.401, §417
[4] GOLDSCHMIDT…op.cit…, p.403 y 404, §420
[5] GOLDSCHMIDT…op.cit…; p.405, §422
[6] http://www.colabogados.org.ar/larevista/articulo.php?origen=&id=109&idrevista=11
[7] Ver, por ejemplo, la prisión de San Pablo (Hch 28; 30), que duró dos años, después de los
cuales debió ser dejado en libertad, al no presentarse sus acusadores
[8] Diario La Nación. Suplemento “Enfoques”, Domingo 15 de mayo de 2011.
[9]DIGGINS, John P. La Desobediencia Civil en el Pensamiento Político Estadounidense, en el
compendio: La creación de los Estados Unidos, publicado por el Servicio Cultural e Informativo
de los Estados Unidos, Washington, D.C.