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Estado fallido y Estado enemigo

Notas sobre la persecución institucional a los ciudadanos(*)


Por Carlos A. Manfroni [1]
Sumario

La carencia de imparcialidad judicial en la Argentina, así como otras graves amenazas a las
libertades cívicas, parecen acercarnos a la categoría de “Estado fallido”. Sin embargo, las
peculiaridades que registran las violaciones al Estado de Derecho en nuestro país nos impulsan
a pensar en una clase diferente, que es la de “Estado enemigo”. Ofrecemos aquí un fundamento
para la distinción. Trazamos, además, una breve reseña de las consecuencias que las ciencias
políticas y la ciencia jurídica han previsto para este género de situaciones.

“Estado fallido”

La noción de “Estado fallido” ha cobrado fuerza en los últimos tiempos para designar,
precisamente, a aquellos Estados que fallan de modo permanente en el aseguramiento de las
garantías y servicios esenciales.
El Fund for Peace ofrece algunos ejemplos de las condiciones que permiten a un Estado
ingresar en esa penosa categoría: pérdida de control físico del territorio o del monopolio en el
uso de la fuerza, erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones, incapacidad para
suministrar los servicios fundamentales, incapacidad para interactuar con otros Estados, como
miembro pleno de la comunidad internacional.
En un “Estado fallido” es común la imposición de una ley peculiar por parte de grupos
paramilitares o la profusión de acciones terroristas.
Sin embargo, el citado centro de estudios reconoce algunas dificultades para la aplicación de
esta categoría a todos los casos específicos.
En la lista de países que el Fund for Peace ha emitido, para 2010, figuran: Somalia, Chad,
Sudán, Zimbabue, República Democrática del Congo, Afganistán, Irak, República Centroafricana,
Guinea, Pakistán, Haití, Costa de Marfil, Kenia, Nigeria, Yemen, Birmania, Etiopía, Timor
Oriental, Corea del Norte y Níger.
Una rápida lectura de esa nómina permitiría, no obstante, hacer algunas distinciones. En primer
lugar, separar a los Estados que realmente han fallado en su papel primordial, de aquellos que, a
causa de una guerra que barrió con sus estructuras opresivas, todavía no han conseguido
rearmarse jurídicamente, en el sentido pleno de la expresión. Tales son los casos de Afganistán
e Irak, por ejemplo. En segundo término, no parece muy seguro que Corea del Norte pueda
catalogarse como Estado fallido, aun cuando su régimen podría representar peores condiciones
que la de la categoría en la que fue incluido. Se trataría, más bien, de un régimen opresivo para
la ciudadanía, pero es difícil asegurar que allí el Estado falla –en el sentido de ausencia o
debilidad que está implícito en la naturaleza de la categoría y en el resto del listado- sino que
más bien tiraniza a su propio pueblo mediante estructuras que, lejos de defeccionar, están muy
activas y presentes en todos los aspectos de la vida social. De tal modo, nos vamos acercando a
la categoría de “Estado enemigo” que procuramos definir en esta nota.
“Estado enemigo”

No ha llegado a nuestro conocimiento la existencia, hasta ahora, de la categoría de “Estado


enemigo”; al menos, así denominada. Sin embargo, esa noción está implícita en toda la doctrina
de resistencia a la opresión, desde la escolástica tomista hasta la ética política protestante en los
Estados Unidos, pasando por los orígenes de la limitación constitucional al poder, en Inglaterra.
Creemos que resulta indispensable distinguir aquellos casos en los que el Estado, sea por
debilidad intrínseca, sea por asedio permanente del crimen organizado –terrorismo, narcotráfico,
maras- no puede cumplir su papel, de las situaciones estables de estructuras gubernamentales
que, lejos de resultar débiles, se vuelven omnipresentes y oprimen a su propio pueblo o a una
parte determinada de él, de un modo sistemático.
Cuando hablamos de opresión, no debemos pensar, necesariamente, en un tirano sanguinario,
como aquellos que el mundo conoció en el siglo XX. La opresión puede ejercerse de muchas
maneras y debe ser considerada en orden a las libertades de derecho natural que los
ciudadanos reconocen acertadamente como tales en tiempos actuales. Esto no significa un
relativismo historicista, sino que la conciencia jurídica de los ciudadanos respecto de los
derechos que por naturaleza deben serles reconocidos se va afinando con el paso del tiempo.
Tal es lo que ocurrió en los ’50 con la lucha por los derechos civiles, derecho al voto, no
discriminación por cuestiones de raza, sexo, etc. Hoy, pocos discuten en el mundo el derecho a
la libertad de comercio que, en tiempos nada lejanos, figuraba en entredicho en buena parte del
mundo occidental; y no sólo tras la Cortina de Hierro.
Pero también puede suceder lo contrario: que una sucesión no contrarrestada de abusos de
poder, aun por parte de gobiernos democráticos, vaya disminuyendo la conciencia cívica de una
nación y, con ella, su sensibilidad para percibir el carácter opresivo de los actos de su gobierno.
La opresión del “Estado enemigo” puede practicarse mediante encarcelamientos arbitrarios u
hostigamiento sistemático contra un grupo definido de ciudadanos a quienes se identifica como
enemigos, confiscación de la propiedad, asfixia de la iniciativa privada, restricciones a la libertad
de expresión, limitaciones al derecho a circular, utilización de los fondos públicos en beneficio de
algunos y en desmedro de otros, corrupción generalizada, avasallamiento de las autonomías
locales, manejo permanente de los jueces por el poder político, etc.
No se trata de las injusticias transitorias que puede sufrir un ciudadano de cualquier nación en un
momento particular, sino de una tendencia deliberada de las autoridades a obrar de determinada
manera en perjuicio de ciertos grupos o en beneficio de otros o de los mismos funcionarios.
En la Argentina, padecemos todos y cada uno de los ejemplos de opresión que hemos señalado,
hasta el punto que es difícil poner en duda que estamos en presencia y bajo el yugo de un
“Estado enemigo”.
El Estado ha confiscado fondos del público mediante la apropiación de la totalidad de los
recursos particulares que una porción numerosísima de la ciudadanía tenía depositados en las
AFJP con el fin de asegurarse una jubilación conforme a su nivel de ingresos. La excusa fue la
famosa “redistribución”; un eufemismo que encubre, casi siempre, un robo. La realidad fue la
utilización de esos fondos con fines políticos o subsidios corruptos a grupos económicos. Con el
mismo espíritu, convirtió en pesos, en perjuicio de los depositantes privados, los depósitos que
ellos tenían en cuentas en dólares en los bancos, a pesar de la existencia de una ley de
intangibilidad de esos depósitos, mediante la que el Estado, previa y fraudulentamente, les había
inducido a creer que sus divisas nunca podrían ser afectadas. Las posiciones a adoptar en orden
a este tema definieron, en la realidad, la expulsión de miembros de la Corte Suprema de Justicia,
en una purga sólo comparable en el mundo, a la de regímenes que expresamente renegaron de
la democracia, durante el siglo pasado. Para completar la estafa a los ciudadanos, el gobierno
despidió, sin facultades para hacerlo, a antiguos empleados del Instituto Nacional de Estadística
y Censos, de manera de poder manipular a su gusto el índice de precios y así pagar menores
dividendos a los tenedores de títulos ajustables por esa variable; es decir, a los acreedores
particulares del Estado.
También continúa la confiscación de la propiedad por vía de las retenciones al agro, una
tributación doble que despoja al productor de la mayor parte de sus ganancias. Ese despojo va
acompañado, además, por la identificación del sector agrícola como un enemigo del gobierno, de
modo que no se aplica semejante carga tributaria a otros sectores de la economía. Por ese
motivo, el sector agropecuario sufre también prohibiciones a la exportación que, en cualquier
país que contara con jueces independientes, hubieran permanecido en pie apenas unos pocos
días. El hecho de que penosamente nos hayamos acostumbrado a las intervenciones del Estado
no significa que resulte natural que un gobierno nos indique si podemos vender o no el producto
de nuestro trabajo. Este es uno de los tantos ejemplos que podríamos ofrecer de asfixia a la
iniciativa privada.
El desparpajo con el que el gobierno hace uso de los fondos públicos, sin control alguno, resulta
–aunque buena parte de la ciudadanía no lo perciba así- una forma de opresión. Las nuevas
tendencias en materia de derechos humanos incluyen entre ellos la posibilidad de vivir en una
comunidad libre de corrupción. Esta visión no representa una sofisticación de la conciencia
jurídica. La corrupción conspira en forma directa e instantánea contra el desarrollo de una
nación. Los ciudadanos se ven privados, debido a ella, no sólo del derecho al progreso propio y
de su descendencia, sino también del ejercicio de sus libertades esenciales; porque en un clima
semejante, la burocracia aumenta desproporcionadamente trabando todas las iniciativas
particulares, de la misma manera que el control sobre los poderes se distorsiona en perjuicio del
Estado de Derecho. La corrupción en la Argentina no constituye una multiplicidad de hechos
aislados, por numerosos e importantes que ellos fueran, sino una verdadera política de Estado –
de “Estado-enemigo”, por supuesto; ya que hay sistemas permanentes establecidos para la
financiación de la política oficial, el enriquecimiento de los funcionarios y la compra de
voluntades.
Otra acción opresiva que no siempre se percibe como tal es el avasallamiento de las autonomías
provinciales y municipales. He aquí un caso en el que la conciencia jurídica de nuestro país ha
retrocedido. De las luchas encarnizadas por el federalismo hemos llegado a una cierta
indiferencia ante la opresión que el Estado central ejerce sobre provincias y municipios, como si
se tratara de una cuestión que únicamente afecta al gobernador o al intendente de turno. La
realidad es que la potestad de vivir en una comunidad local autónoma representa también un
derecho esencial, ya que, generalmente, la participación en la solución de los problemas más
próximos y elementales es la única forma de participación política que está al alcance de casi
todos los habitantes. En los Estados Unidos, donde existe un creciente desinterés por la política
nacional, se registra, en cambio, desde los primeros tiempos, una participación política ferviente
en las alcaldías y condados. El ciudadano que tiene una conciencia política afinada comprende
que sólo puede ejercer adecuadamente sus derechos frente a una estructura de poder reducida
en sus dimensiones, como es un municipio, y que si ese municipio no posee los medios de
hacerse valer frente a los poderosos engranajes del Estado nacional, los derechos individuales
terminan siendo avasallados.

Piquetes e inseguridad: dos casos que parecen lo que no son

Alguien podría responder a nuestra argumentación, que la caracterización de “Estado enemigo”,


para la Argentina, se derrumba frente a los casos de las restricciones a la libertad de circular que
resultan a consecuencia de los piquetes, como así también de la inseguridad imperante desde
hace varios años, por efecto de la delincuencia callejera impune. La ausencia o falta de acción
del Estado ante esos dos flagelos podría hacernos pensar más en la categoría de “Estado fallido”
que en la de “Estado enemigo”. Creemos, sin embargo, que no es así.
Desde el comienzo de la actual administración, los piquetes estuvieron formados por personas
políticamente afines al gobierno o dirigidas por personas afines al gobierno o, como mínimo, por
grupos cuyos dirigentes, si bien pueden manifestarse contra el gobierno, generalmente reclaman
–en tales supuestos- una profundización o una extensión de los alcances de lo que el gobierno
ya hace muy bien: la intervención en la economía y la opresión de los sectores realmente
productivos. En cualquier caso, todos esos grupos –aun los que se manifiestan en forma adversa
al gobierno- son vistos por las autoridades como opuestos a aquellos sectores a los que el
gobierno caracteriza como enemigos públicos, en el sentido que Carl Schmitt asigna a este
concepto.[1] Esa noción de enemigo público, en situaciones como la actual, es bastante amplia y
puede incluir –aunque no en forma exclusiva- a una vasta población de clase media, refractaria,
como es lógico, al avasallamiento de sus propias libertades.
La tolerancia frente al piquete y otras formas de restricción a la libertad de circular implican una
forma de domesticación de la ciudadanía, de acostumbramiento forzoso a sentir violadas sus
libertades elementales. Y nadie puede discutir que la libertad de circular es, después del derecho
a la vida, la más elemental de las facultades de un habitante de cualquier comarca de la Tierra.
Si alguien se acostumbra a tolerar la violación de un derecho elemental en forma repetida,
disminuirá casi a cero su capacidad de reacción frente a otras injusticias, como la parcialidad
judicial, la confiscación de sus activos, el cercenamiento de su libertad de expresión o de
comercio. Se trata del sometimiento psicológico, del castigo anticipado e infligido por mano de
terceros, en previsión de un despertar de la conciencia ciudadana.
El mismo papel cumple la inseguridad deliberadamente tolerada, pero en este caso, ya poniendo
en juego el derecho a la vida. De otra forma, no se comprende la inacción ante un problema que
genera impopularidad en todas las clases sociales. Tiene que existir una convicción muy fuerte,
un objetivo muy firme, para que el poder político acepte perder popularidad por algo. Esto
sucederá si ese poder cree que podrá obtener mayores beneficios de su inacción, aun a costa de
esa pérdida.
Una vez más, no hay que suponer que esta opinión implica una atribución excesivamente
maquiavélica de algo que es simple y que puede constituir una mera negligencia o, a lo sumo, un
escrúpulo ideológico. El ingrediente ideológico está presente, por cierto, pero los Estados
intervencionistas no suelen dejar libradas al azar situaciones que tienen tan fuerte impacto, sobre
todo cuando pueden minar su caudal electoral, si no poseen motivos poderosos para hacerlo.
Debe descartarse el argumento anárquico, porque no estamos en una situación de anarquía,
sino de un Estado fuerte pero enemigo de amplias franjas de la población.
La saña que suele manifestar el poder frente a quienes ejercen el derecho a la defensa
constituye una prueba más de esta aseveración.
Hemos de admitir que, muchas veces, los medios de comunicación o nosotros mismos, en
nuestro empeño por adoptar un lenguaje políticamente correcto, contribuimos a esta
domesticación de nuestra conciencia.

La parcialidad judicial

Llegamos así, en nuestra caracterización del “Estado enemigo”, a la falta de imparcialidad


judicial, en clara violación a un derecho humano, esta vez expresamente reconocido por el Pacto
de San José de Costa Rica,[2] incorporado a nuestra Constitución Nacional.
No se trata de las injusticias que ocasionalmente puede sufrir un ciudadano por parte de los
jueces y que existen en todos los países. Tampoco nos referimos a la impunidad que puede
beneficiar a ciertas personas en determinadas situaciones, debido a diferentes causas: no haber
sido descubierta la comisión de su delito, errores de los jueces, prescripción de la acción o de la
pena, problemas de jurisdicción, etc.
Nuestro querido jurista Werner Goldschmidt encuadraba esos casos y otros en lo que él
denominaba fraccionamientos de la justicia. Sólo la justicia divina se extiende a todas las
situaciones: pasadas, presentes y futuras. La justicia humana es, necesariamente, justicia
fraccionada.[3] Puede estar fraccionada en el tiempo, en beneficio de la seguridad jurídica; como
en el caso de la “cosa juzgada”, una institución que da por concluida la acción de los jueces, aun
cuando más tarde sus decisiones pudieran perfeccionarse.[4] Y puede estar fraccionada en su
alcance horizontal; en tanto las penas que aplican los jueces sólo llega a unos pocos de quienes
la merecen. Esto hace que quienes resultan imputados no puedan librarse del juicio
argumentando que no se ha condenado a todos los infractores que hay en su misma jurisdicción
territorial.
Sin embargo, Goldschmidt sugestiva y expresamente aclara: “Prescindimos en este lugar de los
demás problemas –por ejemplo, el problema del legislador o del juez pecaminosos- que el
procesamiento de los criminales de guerra ha suscitado”.[5]
Es verdad que los jueces no pueden reparar todas las injusticias que existen al mismo tiempo en
el mundo y ni siquiera en un país, reparación que, como lo ha señalado el autor, está reservada
al Juicio Final. También es cierto que un imputado no debería poder escudarse en ese
fraccionamiento de la justicia para librarse de los alcances del proceso en el cual hubiera sido
involucrado.
¿Pero qué sucede cuando los jueces, en el sentido más amplio que puede asignársele a la
función de juzgar, persiguen exclusiva, clara y permanentemente a los miembros de un grupo y
dejan impunes a los de otro sector de la sociedad? ¿En qué categoría de fraccionamiento podría
incluirse, por otro lado, la impunidad persistente de los funcionarios de un gobierno o de sectores
afines a él?
Pongamos algunos ejemplos de fraccionamientos que no son tales, sino más bien muestras de
lo que el propio Goldschmidt consideraría bajo el caso de “juez pecaminoso”.
1)Persecución exclusiva a una de las partes de una contienda. En un artículo anterior, desde
esta misma publicación (ver link),[6] nos hemos referido al “doble estándar” de una parte de los
jueces de la Corte Suprema –suficiente para constituir mayoría- en materia de juzgamiento a las
violaciones a los derechos humanos, así como al invento de la condición de que un crimen deba
ser cometido por agentes del Estado para resultar imprescriptible. Esa supuesta elaboración
teórica está destinada a dejar impunes a miembros de organizaciones terroristas, muchos de los
cuales poseen clara influencia en el gobierno. Al respecto, conviene agregar que el indebido
fraccionamiento de la justicia es particularmente grave cuando se trata de una confrontación
política sangrienta en la sociedad, porque en esos casos, la impunidad de una de las partes
agrava moralmente el castigo impuesto a la otra y ofrece a la ciudadanía la fundada impresión de
que la ley o la impunidad dependen de qué lado de la contienda uno se haya situado. Entre las
duplicidades que demuestran que la falta de equidad tiene un carácter sistemático y de
venganza, pueden citarse la prisión preventiva prolongada por años, sin condena, a personas de
más de 80 años, mientras que delincuentes peligrosos para la sociedad, como violadores o
asesinos seriales, han gozado de salidas “vigiladas” o restricciones atenuadas a su libertad, con
graves y comprobadas consecuencias para otras víctimas. La prolongación de la prisión
preventiva más allá del límite de dos años va contra las leyes vigentes en la Argentina y en el
mundo. La Convención Interamericana de Derechos Humanos, en el artículo 7º, inciso 5,
establece que “toda persona tendrá derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser
puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso”. La ley 24390, reglamentaria de la
citada convención, en este aspecto, establece expresamente que la prisión preventiva no podrá
durar más de dos años; y establece una única excepción, para el caso de múltiples delitos y
excesiva complejidad de la causa, que consiste en la posibilidad de prórroga por un año más.
Hay detenidos que hoy llevan ocho años sin condena, no obstante un plenario de la Cámara de
Casación que reafirma el plazo de dos años. Debe destacarse que este plazo de las leyes y el
Derecho Internacional no es caprichoso, sino que está arraigado en costumbres antiquísimas,
que vienen del derecho romano y que incluso han tenido recepción bíblica.[7] Esta transgresión,
cometida por jueces que presumen de un garantismo extremo, repugna al más elemental sentido
común.
También debe incluirse en esta lista la abolición de la cosa juzgada para cierto grupo, por parte
de esos mismos jueces, que hacen ostentación –sin embargo y según los casos- de un
minimalismo punitivo extremo, limítrofe con el abolicionismo (debe destacarse la excepción de
los doctores Fayt y Argibay Molina, que no se han sumado a esta destrucción de una garantía de
seguridad jurídica).
Además, por su pudiera existir alguna duda después de lo dicho, surgen claramente de los
diarios las persecuciones a los jueces que opinaron de forma diferente al mandato oficial, a
quienes se destituyó mediante el uso totalitario del Consejo de la Magistratura, previamente
reformado en beneficio del gobierno, o se amenazó con destituir hasta conseguir sus renuncias.
2)Decisiones contradictorias frente a desórdenes en el espacio público. De acuerdo con una
admisión publicada de uno de los más encumbrados funcionarios del gobierno, se registraron
más de mil cortes de rutas y calles en el país, en los últimos años. La realidad es que han sido
miles, aunque no todos se hubiesen registrado. Ni el Poder Ejecutivo, por medio de la Policía
Federal, ni los jueces y fiscales procedieron contra esos cortes, que constituyen un delito de
acción pública y que en numerosas ocasiones significaron la detención de medios de transporte
público y aun de ambulancias. Sin embargo, un conocido líder del sector agrícola fue detenido
por cortar una ruta, durante la protesta del campo contra el gobierno.
La mayoría de esos cortes de rutas y de calles dificultan gravemente la posibilidad de trabajar,
con lo cual se registra la paradoja de que, quienes viven de los impuestos que surgen de quienes
trabajan, al mismo tiempo dificultan el trabajo de quienes los mantienen, todo con apoyo oficial,
porque los enemigos –para el gobierno- son los hombres y mujeres de trabajo, los que no
necesitan de favores gubernamentales. En ciertos casos, esos cortes son incluso promovidos
por el gobierno, como sucedió con el puente internacional de Gualeguaychú, en contra de
disposiciones del Tribunal de la Haya.
También se han observado casos de graves daños al patrimonio público y a lugares sagrados,
como embadurnamientos con pintura, con total impunidad y, por otro lado, procesamientos
penales por pequeños graffitis en contra de ideas oficiales.
3)Doble estándar para considerar la politicidad de una materia. Un caso como el “megacanje”,
una estrategia macro-económica financiera de un gobierno anterior, fue investigado como
materia propia de juzgamiento penal, mientras que los denominados “superpoderes” fueron
considerados materia política, no sujeta a la justicia, por el mismo juez y con pocos días de
diferencia.
4)Corte temporal de las causas penales. Esto ocurrió en un famoso caso sobre presuntas
escuchas telefónicas ilegales. De tal modo, se investigó únicamente ciertos hechos ocurridos en
determinado período y que afectaban a un gobierno local de signo opositor, con prescindencia de
muchos otros hechos conectados con aquellos, los cuales podían afectar al gobierno nacional.
5)Corte vertical en la cadena de responsabilidades. Mientras en casos como el anterior y en
otros, la investigación llegó no sólo a quienes podían considerarse responsables directos, sino
también a los máximos niveles políticos, en una causa de reciente apertura por defraudación con
viviendas sociales, por parte de la ONG “Madres de Plaza de Mayo”, que recibe millonarios
subsidios del gobierno y constituye un soporte político del Ejecutivo, la investigación se limitó,
desde el comienzo, a los niveles intermedios.
6)Tolerancia expresa de una inconstitucional vulnerabilidad de los jueces. En una reciente
entrevista,[8] la ministro de la Corte Carmen Argibay Molina, quien como hemos dicho, se
abstuvo de sumarse a algunas decisiones inconstitucionales de sus colegas, reconoció, sin
embargo, que existen muchos “jueces” subrogantes que no tienen acuerdo del Senado y que,
por tanto, resultan “mucho más” [sic] influenciables, porque no son verdaderos jueces; carecen
de estabilidad. Esos funcionarios, según el mismo reportaje, alcanzan al 30% del plantel de
jueces, pero se les mantiene desde hace años en sus cargos y la Corte Suprema no pone fin a
esa situación, a pesar del declamado “garantismo”.
7)Diferentes tiempos de investigación. Mientras las causas que se refieren a enemigos políticos
del gobierno avanzan a velocidades inusuales, las que involucran a funcionarios públicos
actuales se prolongan a lo largo de años.
8)Involucramiento de la justicia en arbitrajes internacionales. El Poder Judicial no ha tenido
reparos en inmiscuirse en arbitrajes internacionales pactados, cuando ellos pueden afectar al
gobierno, en contra de la naturaleza misma de la institución del arbitraje, que fue hecha y
convenida en cada caso, precisamente para dar confiabilidad a la solución de controversias.
9)Falta de transparencia en los sorteos de juzgados. Los sorteos de jueces se llevan a cabo por
medios informáticos sin control alguno de las partes y del público, con presunta manipulación del
mecanismo “azaroso”.
10)Desiguales criterios para la aplicación de la prisión preventiva. Los funcionarios públicos
protegidos por el poder nunca resultan detenidos preventivamente, siempre con invocación del
principio de inocencia, principio que se desconoce en otros casos, incluyendo otras causas de
presunta corrupción, cuando se trata de particulares o representantes gremiales que mantienen
diferencias con el oficialismo. Por cierto, esto también vale para los delitos de lesa humanidad,
como se señaló en el apartado 1).
Estos son apenas algunos ejemplos de parcialidad judicial evidente en causas con gran
resonancia política, pero el sistema carece de garantías en todos los fueros; por cierto, en
algunos más que en otros.
Las agencias de la Administración Pública, en cuanto les corresponde decidir con facultades
jurisdiccionales impropias o en materia disciplinaria, proceden con el mismo o peor grado de
discriminación.

Consecuencias

Como se ve, existe una diferencia significativa entre la naturaleza del “Estado fallido” y la del
“Estado enemigo”; con consecuencias peores en el segundo supuesto. Mientras que, en el caso
del primero, el ciudadano vive una situación de anarquía que claramente le sitúa fuera del
“pacto” y le autoriza a defenderse por sí mismo e, incluso, a reorganizar la comunidad política, en
el “Estado enemigo” la autoridad se coloca embozada pero angularmente en contra del pueblo o
de un sector de la población y actúa en consecuencia, como un delincuente más, pero con
recursos incomparablemente mayores, como la amenaza de una pseudo-ley y de una pseudo
justicia.
En el caso del “Estado enemigo” no resulta tan claro a los habitantes que ellos quedan liberados
del pacto social, porque las estructuras jurídico-administrativas siguen conservando la apariencia
de tales, aunque totalmente “vampirizadas” por el mal.
John Diggins, en un artículo sobre “La Desobediencia Civil en el Pensamiento Político
Estadounidense”, dice que el rasgo distintivo de esta desobediencia “es el sentimiento de que el
individuo está obligado moralmente a desobedecer determinada ley o costumbre, para no
traicionar los dictados de su conciencia”.[9]
Este pensamiento, del cual están empapadas tanto las corrientes liberales como conservadoras
del pensamiento protestante americano, no difiere en absoluto de la patrística y la escolástica
medievales e, incluso, de la escolástica renacentista, como en el caso de Francisco de Vitoria.
La plataforma filosófica de la desobediencia civil es la misma que la de los derechos humanos,
en el sentido de que la ley positiva (en su sentido más amplio, incluyendo las sentencias) no
pueden violentar el derecho natural sin dejar de ser verdadera ley.
Está claro que la desobediencia puede tener muchos caminos, como ha quedado demostrado en
los sucesivos movimientos por los derechos civiles en los Estados Unidos; y también que no
debe acarrear peores consecuencias que la obediencia.
Una consecuencia que parece imponerse lógicamente es la revisión de los actos jurídicos
claramente dictados en espíritu de enemistad pública; es decir, derivados del “Estado enemigo”
actuando como tal. La ministro de la Corte Carmen Argibay Molina previó esa posibilidad en el
caso “Mazzeo”, en su voto en disidencia con los ministros que avasallaron la “cosa juzgada”,
cuando ella argumentó que “ni la Corte ni ningún otro tribunal puede eludir los efectos de una
decisión judicial firme sin negarse a sí mismo, es decir, sin poner las condiciones para que
nuestro propio fallo sea también revocado en el futuro…”. Y no se trata de avasallar nuevamente
la “cosa juzgada” en un absurdo juego pendular, sino de lo que la misma juez aceptó como una
única excepción: que los fallos no hubieran sido verdaderas sentencias por estar viciada la
voluntad.
Como siempre, serán las corrientes sociales y no las especulaciones teóricas las que marcarán
el rumbo en el futuro; pero también hay que considerar que tales corrientes, por su propia
definición, no se generan automáticamente, sin el concurso de los ciudadanos reclamando
vivamente por sus derechos.

(*)Publicado en la Revista del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, Tomo 71,
Número 1, Julio 2011
[1] SCHMITT, Carl. El concepto de lo político; Madrid, Alianza Editorial, 1991, p.58. Título del
original en alemán: Der Begriff des Politischen. Traducción y prólogo de Rafael Agapito.
[2] Convención Interamericana de Derechos Humanos, artículo 8º, inciso 1.
[3] GOLDSCHMIDT, Werner. Introducción Filosófica al Derecho – La teoría trialista del mundo
jurídico y sus horizontes; 4ª edición, Buenos Aires, Depalma, 1973, p.401, §417
[4] GOLDSCHMIDT…op.cit…, p.403 y 404, §420
[5] GOLDSCHMIDT…op.cit…; p.405, §422
[6] http://www.colabogados.org.ar/larevista/articulo.php?origen=&id=109&idrevista=11
[7] Ver, por ejemplo, la prisión de San Pablo (Hch 28; 30), que duró dos años, después de los
cuales debió ser dejado en libertad, al no presentarse sus acusadores
[8] Diario La Nación. Suplemento “Enfoques”, Domingo 15 de mayo de 2011.
[9]DIGGINS, John P. La Desobediencia Civil en el Pensamiento Político Estadounidense, en el
compendio: La creación de los Estados Unidos, publicado por el Servicio Cultural e Informativo
de los Estados Unidos, Washington, D.C.

Citar: elDial DC1DD9


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