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Lenguaje, cuerpo y

emociones

Grupo y
Liderazgo
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El observador: ser y acción
La vida que tenemos está en nuestras manos. Como diría Jean Paul Sartre
(1905-1980): “Todo ha sido descubierto menos cómo vivir”.

Pareciera que todos de una u otra manera necesitamos tener claridad en


los propósitos, saber qué queremos en realidad, estar comprometidos,
responsabilizarnos realmente de lo que queremos, hablar de nuestros
sueños, confeccionar un plan de lo que podríamos ir haciendo cada día
para acceder a ellos. Comenzar con una acción, no importa cuán
importante sea, es la única forma de empezar. No hay que olvidar que los
viajes de miles de kilómetros de alguna manera comienzan con un paso a la
vez.

Sostenemos que los resultados que obtenemos, o las modificaciones que


logramos en nosotros o nuestro entorno, sean estos en el dominio
profesional, familiar o en cualquier otro, dependen de las acciones que
somos o no somos capaces de llevar a cabo. Proponemos la idea de que
nuestras acciones definen nuestros logros, la calidad de nuestras vidas e,
incluso, en último término, el tipo de persona que somos. Desde esta
perspectiva, por lo tanto, resulta decisivo entender lo que nos hace actuar
de una u otra forma.

Nuestra concepción también sostiene que la forma en que actuamos


depende del tipo particular de observador que somos, es decir, podemos
hacer cosas y actuar de acuerdo con la persona que somos. Ahora bien,
podemos afirmar también que todos los seres humanos somos seres
diferentes; por ende, cada persona u observador actúa de distinta manera.
Cada una de estas personas también puede definir qué puede hacer o
lograr, qué es lo posible (de llevarse a cabo) y qué no lo es. La acción
humana es una variable que depende del tipo de observador que cada
persona es.

Entonces, bajo esta concepción, podríamos suponer que, al conocer el tipo


de observador que una determinada persona es, podemos anticipar, de
alguna forma, la manera en que actuará. En este sentido, los seres
humanos procuramos tener coherencia entre la forma de vida, las
emociones que transitamos frente a ella y el cuerpo desde el cual
observamos. Antes habíamos dicho que estos dominios, lenguaje, emoción
y cuerpo, guardan una estrecha interrelación de coherencia al mismo
tiempo que pueden ser únicos.

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De este modo, la coherencia le es propia al observador. Esta coherencia de
cada observador es la que nos hace pensar de una determinada manera,
dejando disponible un abanico de acciones posibles, así como también
definiendo las acciones que no lo son.

Postulamos que existe una estrecha relación entre el tipo de observador


que somos, las acciones que emprendemos y los resultados que
obtenemos en la vida. Podemos graficar esta relación de la siguiente
manera:

Figura 1:

Fuente: elaboración propia.

La noción de observador
Volvamos sobre una afirmación previa: “la forma como vemos las cosas es
sólo la forma como vemos las cosas” (Echeverría, 1996, p. 2). Es común el
supuesto de que la forma en que vemos las cosas corresponde a cómo las
cosas son en realidad. Retomamos el ejemplo anterior. Creemos que
cuando decimos “Juan Pablo es tímido” realmente estamos diciendo lo que
otro es, parece que estamos accediendo a su verdadera alma, a su ser
último. Es así como nos basamos en la creencia de que los seres humanos
tenemos la capacidad de percibir las cosas en la transparencia de su ser, sin
mayores filtros. Sin embargo, si nos basamos en nuestra propia biología,
para empezar, podemos reconocer los múltiples filtros que esta nos
impone en todos nuestros sentidos. Podemos reconocer así que nuestras
percepciones son el resultado de una particular forma de cómo diferentes
perturbaciones ambientales estimulan nuestra estructura biológica. “No
vemos los colores que hay allá afuera; sólo vemos los colores que nuestros
sistemas sensoriales y nerviosos nos permiten ver. De la misma manera, no
escuchamos los sonidos que existen en el medio ambiente
independientemente de nosotros” (Echeverría, 2008, p. 83). Por lo tanto, la
forma en que vemos las cosas se relaciona, antes que nada, con la forma
en que biológicamente estamos constituidos, con nuestra propia forma.

Una vez que aceptamos lo anterior, podemos reconocer la importancia de


preguntarnos acerca del tipo de observador que somos, por el tipo de
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observador que nos conduce a observar lo que observamos. Ya no depende
exclusivamente de ese afuera que es inmutable y al cual podemos acceder
mediante nuestros sentidos, sino que estos obedecen también al cómo
somos y, por ende, lo que percibimos está filtrado por nosotros mismos y
todo lo que somos. Por lo tanto, en vez de plantear cómo son las cosas,
escogimos hablar de cómo interpretamos que son. Es importante no
olvidar, como siempre nos lo recuerda Maturana, que “todo lo dicho
siempre es dicho por alguien” (como se cita en Echeverría, 2008, p. 25) y,
en lo posible, no esconder al orador tras la forma en que son dichas las
cosas. Esta es una trampa que permanentemente nos tiende el lenguaje, la
cual le permite a la persona que habla esconderse detrás de lo que está
diciendo (Echeverría, 2006).

Vamos a presentar, entonces, un primer y básico principio:

 No sabemos cómo las cosas son.


 Sabemos cómo las observamos o cómo las interpretamos.
 Vivimos en mundos interpretativos (Echeverría, 2005).

Partiendo de estos preceptos, reconocemos la idea de que, como


observadores, realmente no tenemos acceso a cómo son las cosas, sino
que podemos acceder a lo que observamos de ellas, a lo que podemos
interpretar de ellas. Esto nos lleva a suponer que vivimos en un mundo
netamente interpretativo.

Cuentan que un día Picasso se encuentra en la calle con una persona que le
pregunta: “¿Por qué usted no pinta lo que se ve?”, a lo que Picasso
responde: “Yo pinto lo que veo, que seguramente es distinto a lo que usted
puede ver”.

Los humanos tenemos una tendencia que es, si se quiere, inherente a la


búsqueda de sentido, algo sobre lo que ya hemos hablado. Esta tendencia
se manifiesta en el lenguaje a través de la invención y adopción de historias
sobre nosotros y el mundo; historias que pretenden muchas veces explicar
lo inexplicable, dar respuesta a lo inconcluso, a lo desconocido, etcétera.

También hemos podido plantear que aquello que somos, nuestra identidad
personal, es una construcción lingüística, una historia que inventamos y
creamos sobre nosotros mismos, sobre la dirección de nuestras vidas en el
futuro, y sobre nuestro lugar en una comunidad y en el mundo. Hemos
también dicho que tanto lo que decimos que somos como lo que decimos
que el mundo es son construcciones lingüísticas.

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Al revisar los postulados aquí planteados, en función de una visión del
lenguaje como acción y, por lo tanto, como generador de realidad y de ser,
podemos ahora establecer una importante tesis sobre los seres humanos.
De acuerdo con Rafael Echeverría, se denominará el segundo principio de
la ontología del lenguaje:

 No solo actuamos de acuerdo con cómo somos (y lo hacemos), sino que


también somos de acuerdo con cómo actuamos.
 La acción genera ser.
 Se deviene de acuerdo con lo que se hace.

Decíamos previamente que la concepción metafísica “privilegia una


relación que va del ser hacia la acción. Tras cada acción, conducta que se
manifiesta, esta concepción supone que siempre hay un ser, un sujeto, que
se revela mediante la acción realizada” (Echeverría, 2008, p. 29), que revela
su particular forma de ser. Así es como postulamos que nuestras acciones
revelan nuestra forma de ser. “Pero, al mismo tiempo, postulamos que
esto es sólo un lado de la ecuación. Nuestras acciones no sólo revelan
cómo somos sino que también nos permiten transformarnos, ser
diferentes, devenir” (Echeverría, 2008, p. 29), es decir, nuestras acciones
nos modifican, nos hacen ser diferentes. Partimos del supuesto de que, si
un ser humano cambia las acciones, estas a su vez lo hacen transformarse
en un ser diferente, a través de cambios que se producen en el observador.
“La acción, por lo tanto, no es sólo la manifestación de un determinado ser
que se despliega en el mundo, es también la posibilidad de que ese mismo
ser se trascienda a sí mismo y devenga un ser diferente” (Echeverría, 2008,
p. 29).

Como decíamos, existen diferencias entre observadores y existen tantos


observadores como personas en el mundo, pero ¿qué pasa entonces con
las diferencias? Como nos dice Rafael Echeverría (2009), en El observador y
su mundo, distinguimos diez ejes que de alguna manera constituyen la
estructura del observador. Estos son:

 El mundo.
 El tiempo.
 La diada inquietud y deseo.
 La línea posibilidad y facticidad.
 Los problemas y soluciones.
 Los desgarros existenciales.
 Las expectativas.
 La habitualidad interpretativa del observador.
 Los límites del alma humana.
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 El misterio.

Veamos un poco más de cerca qué hay en cada uno:

El mundo: es producto de la mirada del observador que somos y guarda


una estrecha relación con nuestra historia y nuestra estructura. Sin
embargo, al mismo tiempo son mundos interpretativos, siguen siendo
narrativas acerca de las cosas que nos rodean y de nosotros mismos.

El mundo de cada cual es un mundo limitado allí donde no tenga


distinciones en un mundo determinado, por ejemplo, la pintura, el arte; si
no conocemos acerca de ello, será ese un mundo limitado para nosotros.
Pero existen otros límites que consideramos aceptables o no aceptables,
son aquellos comportamientos que entendemos por bien y mal, correcto o
incorrecto, los cuales juegan un papel determinante en nuestras vidas.

El observador construye un mundo de acuerdo con el tipo de relación que


sostiene con él. Pensemos cuando conformamos una pareja: ¿qué tipo de
compromisos asumimos?

El tiempo: con la aparición del reloj, el tiempo se ha constituido como una


referencia para los seres humanos; una hora es una hora para todos, y es al
mismo tiempo el puntero que nos rige en nuestro comportamiento
humano. ¿O acaso cuando tenemos que preparar una materia, para rendir,
no comienza el tiempo de descuento a partir de la confirmación de la fecha
de examen? Pero ¿existe el tiempo absoluto? ¿Cómo es la estructura de la
temporalidad?

Así como somos seres en el mundo y cada mundo es un ser, también


somos seres en el tiempo. No somos solo seres en el presente, también
somos aquello que aspiramos a ser y no fuimos; aquello que no pudimos
ser ocupa su presencia en el hoy. Igualmente, sucede con el ser que
anhelamos ser en el futuro, que influye en nuestras opciones y alimenta
nuestras acciones.

Pero el tiempo es parte constitutiva de nuestro ser, tenemos un tiempo


paralelo (sin reloj), es un tiempo que nos pertenece, que tiene el poder de
transformarnos, y allí no hay medida objetiva. Cada observador tiene un
tiempo a su medida.

La díada de inquietud y deseo: este par acción-logro nos impulsa a que


actuemos para hacernos cargo de algo al mismo tiempo que buscamos
realizar un deseo; la inquietud y el deseo son espacios interpretativos que
buscan conferirle un sentido a nuestro actuar.
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La teoría del observador que propone la ontología del lenguaje nos
conduce a una nueva comprensión de la acción humana en la medida en
que nos remite a aquel espacio desde donde actuamos, que es diferente en
cada observador.

La línea posibilidad y facticidad: este eje guarda relación con los juicios
que emitimos acerca de cómo las cosas son, tema que abordaremos más
adelante. Podemos distinguir aquí que existe una línea en la que, hagamos
lo que hagamos, las cosas van a seguir como están, y esto se denomina lo
fáctico.

Por otra parte, existe el juicio que hacemos acerca de lo que puede
cambiar si actuamos de una u otra forma; si es adecuada, todo podría en el
futuro ser diferente. Se trata de un espacio que nos ofrece caminos
abiertos a la acción, es la línea de lo posible.

Los problemas y soluciones: existen varios tratados acerca de lo que


podemos hacer frente a problemas, de modo que hay teorías de resolución
de problemas, pero animémonos a ir un poquito más profundo. Centremos
este tema en el observador. Distintos observadores probablemente verán
distintas partes y aspectos diferentes de un problema, según cómo lo
juzguen; para algunos observadores podrá ser un problema, pero para
otros quizá no lo sea. Así declarado un problema, cada observador definirá
una solución diferente de otro. Aquí entramos en el mundo de los juicios
nuevamente, tema que, como ya declaramos, abordaremos como merece.

Como diría Gaston Bachelard (1884-1962): “un problema sin solución suele
ser un problema mal formulado” (como se cita en Echeverría, 2008, p. 30).
Vemos entonces cómo influye el observador. Para problemas ya
establecidos por el observador, uno de los elementos que debemos tomar
en cuenta para la solución o disolución del problema es la oportunidad: el
factor temporal que interviene en el curso de acción que lleve al
observador a ver nuevas oportunidades.

Desgarros existenciales: los seres humanos enfrentamos un sinnúmero de


problemas, algunos de los cuales nos llevan a constituir una forma de ser
configurando nuestro carácter y personalidad. Estos son los desgarros
existenciales. Ellos dan cuenta de la manera en que nos relacionamos con
los demás, cómo nos concebimos a nosotros mismos, y a veces tienen la
poderosa magia de asignarle el sentido que le asignamos a la vida.

Un desagarro de la vida suele remitirnos a una experiencia del pasado que


influye fuertemente en nuestro presente, a veces hace referencia a
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cuestiones que aún no hemos podido resolver y otras es un rastro de
heridas profundas que han conformado cicatrices, pero que son palpables
en la piel. De alguna manera viven en nuestras almas, por decirlo de alguna
manera, y conforman nudos que no han sido desatados todavía. Estas
experiencias nos desnudan como seres humanos que somos, colocándonos
en el plano de lo vulnerable y frágil. Estas experiencias que conforman el
plano de los desgarros son un blanco muy importante para el aprendizaje
necesario que la propuesta llama transformación.

Las expectativas: todos como observadores tenemos o guardamos


expectativas frente al acontecer, esperamos que ciertos sucesos
acontezcan y que otros no.

Existen expectativas ciertamente habituales, pues, si esperamos que algo


suceda en un momento y ello no ocurre, se enciende entonces nuestra luz
roja, lo cual provoca rápidamente emocionalidades que nos permiten o no
nuevas oportunidades. Sin embargo, hay otras expectativas no muy
habituales o cotidianas, que por lo tanto están más presentes en nuestra
conciencia; por ejemplo, un ascenso en el trabajo o esperar que alguien
nos sorprenda. Definimos nuestra expectativa en función de confiar en la
promesa de quien la hizo y en el rango de posibilidad de que suceda en el
futuro. Se trata de juicios que el observador hace o formula frente al
acontecer. Son nuestras expectativas un factor clave de nuestras alegrías o
sufrimientos.

“No es lo que ha sucedido lo que le molesta al hombre, dado que ello


puede no molestar a otro, es el juicio acerca de lo que ha sucedido”, nos
diría Epiceto (55-135 d. C.). Dentro de esos juicios, están los que se refieren
al cambio y definen lo que es posible, es decir, qué podemos esperar y
cuánto podremos alcanzar en la vida. Las decepciones sobrevienen cuando
se espera lo que no corresponde esperar.

Las expectativas cerradas en aquello que no es posible serán la causa de


sufrimiento, frustración o desánimo. Para sobrevivir, debemos entonces
concentrarnos en las cosas que están en nuestro poder y no perder el
tiempo en aquellas para las cuales no lo tenemos.

La habitualidad interpretativa del observador: consideremos que los seres


humanos llevamos adelante ciertas acciones habituales generalmente no
deliberadas. Cuanto más habituales son, menos conscientes somos de
ellas, o menor grado de conciencia les otorgamos (a ellas); por ejemplo,
lavarnos los dientes por la mañana, o la cara (aunque hay algunos que tal
vez no lo hagan), y de modo tal que generamos un hábito individual.
También existen hábitos colectivos, ¿o acaso cuando los alumnos se
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reciben no suelen preparar festejos? También festejamos, por ejemplo, en
el mundial de fútbol si gana nuestro país. Esas prácticas definen, para los
individuos, la manera de hacer dentro de un grupo humano.
Prácticamente, no se discuten; es más, la gente suele creer que la manera
en que hacen determinadas cosas es un tipo normal de hacer, y a veces la
única forma de realizarlas.

Un aspecto positivo de las prácticas habituales es que nos permiten


alcanzar un determinado nivel de eficacia y rapidez. El aspecto negativo de
las prácticas habituales radica en su mecánica, pues perdemos la capacidad
de observarlas, suponemos que la manera de hacer determinadas cosas es
obvia, normal, natural, lo cual limita nuestra capacidad de aprendizaje, ya
que perdemos la capacidad de evaluarlas y mejorarlas; perdemos, además,
la oportunidad de resolver dificultades de una manera mucho más efectiva.

Además de lo expuesto, vale considerar aquí que no solo tenemos rasgos


habituales, sino también versátiles: reconocemos que podemos hacer las
cosas de muchas maneras diferentes, a veces incluso más adecuadas a las
circunstancias que afrontamos (o encaramos), lo cual nos habilita a
modificar (o cambiar) la manera de hacer las cosas.

El observador tiene modalidades habituales de interpretar y dar sentido a


sus acciones. Algunas de ellas provienen de la misma comunidad a la que
pertenece, otras han sido incorporadas por su historia y otras introducidas
por él mismo, lo que ha constituido lo que para él es el sentido común, lo
que parece obvio. Las modalidades habituales detienen la posibilidad de
considerar opciones nuevas o distintas; entonces, es necesario
preguntarse:

¿El sentido común es bueno?


Si lo consideramos bueno, lo interpretaremos como válido, ya que se nos
presenta como un sentido probado por la comunidad. Sin embargo, cabe
destacar que el sentido común no es más que un sentido compartido por
una comunidad y, aunque a veces pareciera lo más seguro y sólido, no es
más que una ilusión. Nos hace pensar que estamos sobre tierra firme,
olvidándonos de que vivimos en mundos interpretativos. No es sencillo
aceptar lo hasta aquí expuesto, ya que muy a menudo produce
inseguridad, y los seres humanos buscamos con afán la solidez.

El sentido común nos proporciona una ayuda, una orientación para


nuestras vidas, lo cual da sustento a la habitualidad, pero el sentido común

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no es más que el cómodo lugar donde dejamos de hacernos preguntas,
donde el pensamiento decide descansar.

Los límites del alma humana: los seres humanos no tenemos una esencia
fija, en sentido ontológico, sino que siempre estamos construyendo el
devenir. Como individuos genéricos, los seres humanos somos iguales,
tenemos una forma básica de ser que nos hace seres humanos y no otra
especie. Pero por otra parte somos diferentes, resolvemos los enigmas de
nuestras vidas de formas diferentes; es la forma particular de seres que
somos como individuos, es lo que llamamos el alma.

El misterio: todo esfuerzo por entender al otro en su actuar, incluso por


entender su forma particular de ser, como entendernos a nosotros
mismos, nos remite al observador que es cada uno de nosotros. No
sabemos cómo somos, solo sabemos cómo nos interpretamos; los seres
humanos somos y seremos siempre misterios para nosotros mismos.

Solo podemos generar interpretaciones sobre la forma de ser que somos,


interpretaciones que pueden ser más o menos poderosas, lo cual nos
habilitará a expandir nuestra transformación o a coartarla. De esta manera,
el ser desde la perspectiva ontológica pertenece al ámbito de lo misterioso.

Dado hasta aquí lo expuesto, reflexionemos acerca del observador.

¿Qué tipo de observador somos? ¿Dónde reside, pues,


el observador en nosotros?
Vale destacar que el observador no existe en el mundo de las cosas que
conforman nuestra realidad exterior. La distinción del observador nos
permite no solo expandir nuestra capacidad de comprensión del fenómeno
humano, sino que podemos intervenir en la forma en que somos,
ayudándonos en el proceso de transformación durante el tiempo de
nuestra existencia. La noción del observador no es más que un recurso
explicativo que pertenece al dominio del lenguaje.

Las emociones: estados emocionales básicos

Hemos afirmado, entonces, que el lenguaje constituye a los seres humanos


como el tipo de ser que es, pero no podemos desconocer otros dominios.

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El lenguaje reconoce el dominio del cuerpo y el dominio de la
emocionalidad, tema que habíamos introducido cuando se desarrolló “La
Ontología del Lenguaje: postulados básicos”.

Hemos dicho también que estos dominios, lenguaje, cuerpo y emoción,


guardan una relación estrecha y coherente entre sí, mediante la cual se
influencian mutuamente.

El tema de la emocionalidad es de una tratativa dificultosa; todavía no


hemos sido capaces de descifrar qué lugar exactamente ocupan las
emociones en nuestro cuerpo desde la biología. Hay múltiples
investigaciones que proponen diferentes áreas del cerebro como
encargadas de los aspectos emocionales de la conducta del ser humano. De
todas formas, lo que queda claro es que algo dentro del cerebro es lo que
las regula.

Comúnmente, cuando hablamos de emociones a través del lenguaje les


concedemos un espacio en nuestro cuerpo: el corazón. Nuestra vida
emocional juega un papel crucial en nuestro accionar. Nos movemos, la
mayoría de las veces, en función de las emociones que nos inundan, llegan,
acontecen. Pero…

¿Qué es la emoción?
Veamos qué nos dice el diccionario de la Real Academia Española:
emoción: “(Del lat. emotio, -ōnis.) f. Estado de ánimo producido por
impresiones de los sentidos, ideas o recuerdos que con frecuencia se
traduce a gestos, actitudes u otras formas de expresión” (REA, 2012).

Muchos son los estudios acerca de las emociones que han generado teorías
de familias de emociones como, por ejemplo, la de las emociones
primarias, pero todos parecen ser insuficientes a la hora de explicar sus
complejidades, sus combinaciones.

¿Los celos, la duda, la fe, la esperanza, el aburrimiento?

Sin embargo, los avances que hiciera en su momento el psicólogo


estadounidense Paul Ekman (2004), de la Universidad de California, San
Francisco, pudieron probar que existen algunas emociones que parecen ser
comunes a todas las culturas, por cuanto sus expresiones al nivel de los
gestos son iguales, independientemente de la cultura (tristeza, miedo,
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rabia, placer). Sin embargo, cuando hablamos de emoción no podemos
dejar de lado las ondas externas que las acompañan, como el estado de
ánimo.

Distingamos, entonces, entre estados de ánimo y emociones

A pesar de que suenan parecido, existe una sutil distinción, difícil a veces
de separar. Rafael Echeverría nos dice al respecto que “cada vez que
experimentamos una interrupción en la fluir de nuestras vidas, se
producen las emociones” (2008, p. 153).

Cada vez que se produce un cambio en nuestro espacio de posibilidades,


siendo estas las que se ven amenazadas o expandidas, aparecen las
emociones. Este espacio de posibilidades se puede entender a través de los
siguientes ejemplos: ¿acaso al aprobar una materia no nos inunda la clara
sensación de la alegría? ¿Acaso las comisuras de las mejillas no se encojen
para dar lugar a la sonrisa? O pensemos en lo opuesto, ¿no nos inunda la
tristeza al reprobarla? Cuando tenemos un mal día y aparece esa chica o
chico que nos encanta, ¿el día parece de repente tornarse diferente?

Las emociones son específicas y reactivas; los acontecimientos las


preceden. Al referirnos a las emociones, a menudo estamos observando la
forma en que la acción (o determinados eventos) modifica nuestro
horizonte de posibilidades. La emoción es, por lo tanto, una distinción o
una forma de decir qué hacemos a través de nuestro lenguaje para
referirnos al cambio de nuestro espacio de posibilidades: si aprobamos,
podremos seguir cursando la correlativa; si desaprobamos, deberemos
estudiar más y, por lo tanto, no podremos continuar hasta que esa realidad
no cambie.

Echeverría nos trae una anécdota interesante sobre este punto:

La relación entre un acontecimiento y la emoción no deja de


tener importancia. A menudo relato el ejemplo que nos
entregaba el filósofo Michael Graves para ilustrar esta
relación entre la singularidad de un acontecimiento y la
emoción. Graves se imaginaba a alguien que sale un
determinado día a caminar por la montaña. Mientras
camina, observa la naturaleza, se detiene a mirar los
árboles, a escuchar el cantar de los pájaros. A lo lejos,
escucha también el ruido de un río que corre entre unas

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rocas. A no mucho andar, en la transparencia del fluir de su
recorrido, se pone a pensar en un posible proyecto
susceptible de ser emprendido en los próximos días. Se
siente contento, optimista; el proyecto lo excita; piensa que
al concluirlo, podrá abrir puertas que hasta ahora ha tenido
cerradas. Sonríe. En eso percibe una culebra que se desliza
en dirección a él, en la mitad del sendero, a pocos metros de
donde se encuentra. Súbitamente esa percepción lo lleva a
una experiencia diferente. Está asustado, el corazón le
palpita más aceleradamente; se pregunta si tendrá
suficiente espacio para esquivar la culebra o si le convendrá
retornar. El espacio de posibilidades en el que se encuentra
ahora es otro.
La emoción del miedo se ha apoderado de él. (2008, p.
153).

En este sentido, si detectamos el acontecimiento que produce dicha


emoción, podemos pensar en cómo evitar la repetición de dicha emoción
en caso de que no la deseemos para nosotros. Se abre así una posibilidad
de diseñar modalidades de afrontamiento para determinadas situaciones y,
por ende, para las emociones que se manifiestan en ellas. A su vez,
decíamos que estas emociones hacen que reaccionemos de determinada
forma, con lo cual, detectando el motivo y la emoción desencadenante,
podríamos pensar en la posibilidad de cambiar la acción posterior.

“El reconocimiento, al hablar de emociones, entre la emoción y el


acontecimiento nos permite no sólo una determinada interpretación de los
fenómenos emotivos, sino también posibilidades concretas de acción”
(Echeverría, 2008, p. 154).

Algunas apreciaciones particulares

Haremos uso de las distinciones que acabamos de


desarrollar para examinar cuatro estados de ánimo,
estrechamente relacionados entre sí, y que consideramos
fundamentales en la vida de todo ser humano. Nos
referimos a los estados de ánimo del resentimiento, de la
aceptación o la paz, de la resignación y de la ambición.
(Echeverría, 2008, p. 182).

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Tabla 1:
Juicios de
Facticidad Posibilidad
(lo que no podemos (lo que podemos
cambiar) cambiar)

Nos oponemos Resentimiento Resignación


Aceptamos Aceptación Ambición
(Paz)
Fuente: Echeverría, 2008, p. 182.

¿Qué es el resentimiento?

Este estado de ánimo puede ser reconstruido lingüísticamente desde los


términos de una conversación a partir de la cual interpretamos que hemos
sido víctimas de una acción injusta. Esto hace que volvamos una y otra vez
a la idea de que esa injusticia nos hace estar de tal o cual forma. Algo que
nos fue negado o simplemente merecíamos no lo obtuvimos. En esta
reconstrucción lingüística, emitimos el juicio de que alguien se interpuso y
nos impidió alcanzar lo que creíamos que merecíamos, quitándonos de ese
modo el derecho que considerábamos que teníamos; por lo tanto, nuestra
interpretación nos lleva a emitir el juicio de que ello es injusto, hasta el
punto de culpar a la persona, jefe, padre, madre, hermano, etcétera.

Pero el resentimiento nos lleva a construcciones más profundas en


conversaciones que sostenemos con nosotros mismos al punto de
prometernos, dada la injusticia, que tarde o temprano pagará. Podrá tomar
tiempo, pero nosotros o alguien (divino) nos vengará. El resentimiento se
nutre de dos fuentes: de las promesas y de las expectativas, cuando estas
últimas no son cumplidas. Ambas nos llevan a considerarlas un derecho, y
aparece el resentimiento como un agente de justicia frente a lo injusto.

Guardamos resentimiento contra alguien que nos humilla por abuso de


poder, emitiendo el juicio de que, si le reclamáramos, seríamos blanco de
humillaciones peores.

El estado de ánimo del resentimiento es extremadamente corrosivo para la


convivencia. La persona que opera desde el resentimiento está atrapada en
una telaraña de sufrimiento, penetrante y permanente, que restringe sus
posibilidades de acción.

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El resentimiento nos arrebata la libertad, nos hace esclavos. Como nos diría
Nietzsche, es como una tarántula que espera paciente para descargar su
veneno; y el único que puede rescatarnos es el perdón.

¿Qué es la aceptación?

Por el contrario, la aceptación y la paz son los estados de ánimo opuestos


al resentimiento y, por lo tanto, cuentan con una paleta de emociones
diametralmente diferente que resulta de una misma situación, lo que
marca profundamente la diferencia: la aceptación es la expresión de
reconciliación. Cuando aceptamos vivir en armonía, alcanzamos la paz y
aceptamos todas aquellas pérdidas que no podemos evitar. La aceptación
hace referencia claramente al hecho concreto de aceptar que no podemos
cambiar lo ya ocurrido, y por lo tanto lo declaramos “tema cerrado”.

¿Qué es la resignación?

Como algo que ocurrió en el pasado no puede ser cambiado, cabe solo
reconocer el presente tal como está. La resignación tiene una doble
acepción: por un lado, se entiende como aquel estado en el que un
individuo se encuentra, en el cual (resignado) no puede hacer nada, deja
sus brazos a un lado y se deja caer. Decimos que una persona está en
estado de resignación cuando se comporta, en un determinado dominio,
como si algo no pudiera cambiarse.

Desde nuestra perspectiva, la resignación tiene otra forma de ser


entendida, y consideramos lo contrario. Una característica de una persona
en estado de resignación es que claramente no ve el futuro como un
espacio de intervención, donde las acciones que esa persona haga le
permitan modificar o transformar el presente. El futuro, sin embargo, se
caracteriza por ofrecernos un espacio de indeterminación, un espacio
sujeto a nuestra capacidad de acción. El futuro puede ser diferente del
presente en razón de las acciones de otros y de nuestras propias acciones.
Aparece, como notarás, la idea de futuro, aunque no se pueda ver, y de
hacer algo hacia delante para cambiar una realidad. Esto lo escuchamos,
por ejemplo, cuando alguien dice: “¡¿Y qué voy a hacer?!”, “¿Cómo hago
para encarar este problema?” o “Sé que puede tener solución, ¡pero no
veo la forma!”. La persona en esta instancia no puede ver con claridad qué
cosas concretas puede hacer, y por lo tanto no hace, aunque puede
reconocer que hay cosas que pueden modificarse.

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¿Qué es la ambición?

En este espacio, la resignación se coloca de la vereda opuesta. Mientras la


resignación se ve clausurada por las posibilidades futuras, la ambición se
destaca por identificar amplios espacios de intervención que conllevan a la
transformación.

Una persona ambiciosa entiende y ve el presente como una construcción


de futuro, trascendiendo así lo que hoy existe. Como nos diría Nietzsche:
“la voluntad del poder”.

Cabe hacer una advertencia en el campo lingüístico. Consideremos que en


el mundo anglosajón la palabra ambición es positiva, pero no en
comunidades en donde el discurso del catolicismo está presente; en estas
comunidades el ser ambicioso es normalmente visto como despreciable.
Desde el punto de vista lingüístico, consideraremos ambición claramente
en el sentido de posibilidades de acción que ve una persona, donde otros
no las ven y se compromete en la ejecución de ellas.

Emoción y estados de ánimo: diferenciación


Los estados de ánimo se distinguen de las emociones. El estado de ánimo
remite no necesariamente a condiciones específicas, y por ello no podemos
relacionarlo con situaciones concretas; “los estados de ánimo viven en el
trasfondo desde el cual actuamos” (Echeverría, 2008, p. 154).

Para Susana Bloch (2002), los estados de ánimo son emociones que se
quedan “pegadas” por más tiempo. Independientemente del lugar donde
nos encontremos y de lo que hagamos, siempre estamos en algún estado
de ánimo que no elegimos ni controlamos. Estamos cautivos de nuestros
estados de ánimo, pero al mismo tiempo que ellos nos tienen nosotros los
tenemos a ellos.

Vale cuestionarse, entonces, si algo podemos hacer frente a nuestros


estados de ánimo. En este punto la ontología del lenguaje sostiene que si el
observador cambia el estado de ánimo que lo posee, abre las posibilidades
de acción que normalmente parecen escondidas, limitadas por el sentido
común.

Las emociones y los estados de ánimo guardan una estrecha relación. Así,
lo que comienza siendo una emoción puede convertirse en un estado de
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ánimo si permanece con una persona el tiempo suficiente y se traslada al
trasfondo desde el cual actúa.

Queremos resaltar que no existen emociones buenas o malas. Las


emociones son parte constitutiva del ser; transitamos todo el tiempo por
un sin fin de emociones, algunas de las cuales parecen estar más presentes
en nosotros, lo que hace que, ante cualquier situación, aparezcan con
mayor o menor facilidad.

Vale considerar que las estaciones climáticas provocan estados de ánimos,


por ejemplo, cuando llega la primavera o el verano la gente suele estar de
mejor humor; distinta es la emoción en el invierno, que suele mantenernos
refugiados, por lo que nos privamos de algunas acciones.

“Un estado de ánimo en consecuencia, define un espacio de acciones posibles”


(Echeverría, 2008, p. 154).

Por su parte, Humberto Maturana (como se cita en Echeverría, 2005, p.


156) sostiene que tanto las emociones como los estados de ánimo son
predisposiciones para la acción. “La mente emocional es mucho más rápida
que la mente racional, y se pone en acción sin detenerse ni un instante a
pensar en lo que está haciendo. Su rapidez descarta la reflexión… [que
lleva] la mente pensante” (Goleman, 2005, p. 183).

Las acciones que surgen de la mente emocional acarrean una sensación de


certeza especialmente fuerte. Increíblemente, de una forma sencilla y
simplificada “vemos las cosas” de modo tal que nuestra mente racional
queda en desconcierto. Cuántas veces nos asalta la pregunta luego de la
tormenta: “¿Y para qué hice eso?”. Recién entonces nuestra mente
racional comienza a amanecer, pero nunca con la velocidad de la mente
emocional. Vale destacar, también, que la respuesta emocional nos invade
por completo antes de darnos cuenta de que ello está ocurriendo.

“Primero sentimos, luego pensamos”.

El cuerpo. La corporalidad
Llevamos un camino recorrido hasta aquí. Hemos mencionado en varias
oportunidades la importancia que sostienen los dominios del lenguaje, la

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emoción y el cuerpo; es hora entonces de que entremos en este dominio:
la corporalidad.

Nuestros cuerpos constituyen un contexto vivencial, no hablado, sin


palabras, pero con un código particular, con una impronta histórica que lo
ha tallado hasta otorgarle su propio vocabulario.

Hay palabras expresadas a través de los gestos: sin palabras, usa


expresiones faciales, como la ira, el amor, la tristeza, etcétera. Hay silencios
profundos y expresivos a la vez, como la depresión, y silencios corporales
dolorosos, como la rigidez, las contracturas, etcétera.

La palabra también es cuerpo; la vida no solo graba en el cerebro, sino


también en el cuerpo. Las personas somos una unidad y también un
sistema. Una acción o el cambio en una de sus partes afecta al todo en su
conjunto. Contamos con un cuerpo orgánico, energético, emocional,
afectivo, intelectual, mental y espiritual. Asimismo, tenemos diferentes
niveles de expresión: los órganos, los centros de energía, la vida emocional,
los afectos, el intelecto, la mente y el espíritu.

Afirmamos que el ser humano es un ser energético que constantemente


toma y da energía, la transforma, inmerso también en un universo de
energía. Los encargados de organizar funcionalmente la energía son los
llamados centros de energía. Distribuidos y ubicados en diferentes partes
del cuerpo, están íntimamente relacionados y actúan en forma conjunta y
simultánea. Estos son:

1) Centro bajo: las piernas son el representante físico de este centro).


2) Centro lumbo-sacro: comprende la columna lumbo-sacra, las caderas,
la pelvis y el arco del pie.
3) Centro medio: comprende la parte superior del abdomen y la columna
dorsal.
4) Centro cardíaco: es el centro de la vida afectiva. Le corresponden el
tórax, la columna dorsal alta y su prolongación por los brazos y las
palmas de las manos.
5) Centro laríngeo: representante físico de la vida intelectual, comprende
cuello, cara, orejas, ojos, hasta las cejas, hombros y dedos.
6) Centro frontal: dirige a todos los demás centros, comprende el cráneo,
el tronco cerebral y el cerebelo.
7) Centro coronario: ubicado en la parte superior de la cabeza, como una
ventana de la coronilla, guarda relación con la vida espiritual (Wolk,
2007).

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El cuerpo es el receptor de las situaciones y danza junto con el dominio de
las emociones y el lenguaje. Es también el primero en mostrarnos cuándo
el silencio es prolongado y doloroso; a su vez, expresa sus alegrías o penas,
haciéndonos sentir más livianos o más agobiados.

Son conocidos los casos de gerentes que sufren tensión en el cuello, y no


es más que la expresión de aguantar realidades que no los satisfacen.
Sabemos sentir la presión previa a un examen no solo expresándonos a
través del lenguaje, sino también a través del cuerpo, sin conciliar el sueño
o sosteniendo la tensión. El cuerpo tiene su propia forma de comunicarse y
guarda coherencia con otros dominios. No podemos sobreponernos a ello,
pues somos la expresión de varios dominios, al mismo tiempo que esas
expresiones son parte nuestra.

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Referencias
Bloch, S. (2008). El alba de las emociones. Buenos Aires, AR: Uqbar.

Echeverría, R. (2008). Ontología del lenguaje (5.a ed.). Buenos Aires, AR: Granica.

Echeverría, R. (2009). La empresa emergente (3.a ed.). Buenos Aires, AR: Granica.

Ekman, P. (2004). El rostro de las emociones. Barcelona, ES: RBA.

Goleman, D. (2005). Inteligencia Emocional. Buenos Aires, AR: Kairos.

Wolk, L. (2007). Coaching: el arte de soplar brasas. Buenos Aires, AR: Gran Aldea.

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