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institutor», «su pedagogo monástico», era un hombre docto y piadoso, varón óptimo y cristiano

auténtico, de quien guardó siempre el discípulo gratísima memoria.


Viviendo con los demás novicios, que eran pocos, en la parte del monasterio a ellos reservada,
debían todos observar riguroso silencio siempre y en todas partes, menos en los tiempos
designados para recreación. De la mañana a la noche apenas tenían un momento libre. El día
entero estaba medido conforme a un horario minucioso y fijo.

La liturgia
Antes del alba, al toque de la campana conventual que llamaba a maitines, el joven fraile se
alzaba de su jergón de paja, hacía la señal de la cruz y corría con los demás a la iglesia. El
madrugar no se le haría muy dificultoso, porque en el colegio universitario se había
acostumbrado a levantarse a las cuatro, acostándose a las veinte.
Ocupaba cada cual su puesto en el coro, y, después de rezar en silencio el Pater noster, se
cantaba lenta y distintamente el oficio de maitines según el Breviario romano. Los responsorios
se cantaban de pie.
Terminados los maitines, se dirigían los frailes en procesión a la sala capitular. Entraban de
dos en dos, y, tras hacer una reverencia a la cruz, se sentaba cada cual en su puesto. El lector leía
el martirologio o calendario del día siguiente. Luego recitaban de pie varias antífonas y
oraciones, y a continuación el lector leía un capítulo de la Biblia, tomándolo del Breviario.
Seguía la conmemoración de los difuntos (frailes, familiares y bienhechores de la Orden).
«Entonces, si alguno tiene que decir su culpa, la diga; pero, si es viernes, día en que se trata de las
culpas solemnemente, dice el prior: 'Agamus de culpis', y todos se prosternan. Pregunta el prior:
'Quid dicitis?' Y todos responden: 'Meani culpam'».
Cada uno se acusa brevemente de sus faltas con humildad y sencillez, empezando por los más
ancianos: «Yo declaro mi culpa a Dios omnipotente y a vosotros, porque dije o hice tal cosa».
Cuando una falta había sido pública y el culpable no se levantaba para confesarla, podía
levantarse otro y recordársela: «Recuerde el hermano N. que dijo o hizo tal cosa». El prior les
imponía la pena que estimaba conveniente, según los estatutos de la Orden.
Volvían a sus celdas para poco tiempo, pues a eso de las seis la campana los llamaba otra vez
al coro para el canto de laudes, de prima y de tercia, intercalándose la misa de comunidad, a la
que todos debían asistir devotamente, sin atender a las misas privadas, que tal vez se decían en
los altares laterales. Solamente cuando en éstas se hacía la elevación de la hostia y el cáliz debían
arrodillarse en acto de adoración. La comunión era obligatoria en las 18 principales fiestas del
año, expresamente señaladas en las constituciones.
En aquellos tiempos, el desayuno no existía. Y cuando a eso de las doce, después de recitar la
hora de sexta, se dirigían al refectorio, lo primero que hacían era lavarse las manos. El lector
decía: Iube Domne benedicere, y el prior daba la bendición de la mesa. Se tenía la refección en
silencio, escuchando alguna piadosa lectura, que las constituciones no especifican. Se empezaría
probablemente por la Biblia.
Desde la fiesta de Todos los Santos hasta la de Navidad y desde la dominica de
Quincuagésima hasta la de Resurrección, exceptuados los domingos, eran días de ayuno, así
como todos los viernes del año y la vigilia de San Agustín. Todos los miércoles, abstinencia de
carnes.
Cuando el prior veía que todos habían cesado de comer, daba una señal y el lector decía: Tu
autem Domine miserere nobis. Respondían todos: Deo gratias, y se rezaban las oraciones de
acción de gracias.
Tras una hora de descanso en la celda, en donde se podía dormir, orar, leer, escribir o hacer

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