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Crítica al giro decolonial: entre el anticomunismo y el populismo reformista

Por Víctor Artavia


Mayo de 2015. Revista “Socialismo o Barbarie” nro. 29
En: https://www.mas.org.ar/?p=5474
Introducción
El siglo XXI trajo consigo una profundización de la lucha de clases en diferentes partes del orbe,
principalmente con el desarrollo del actual ciclo de rebeliones populares contra gobiernos
neoliberales y/o dictatoriales. En el caso de América Latina, durante la primera década del siglo
se produjeron varias de estas rebeliones, principalmente en los países del Cono Sur, fruto de las
cuales cayeron muchos presidentes afines al “Consenso de Washington” y surgieron gobiernos
populistas y/o nacionalistas-burgueses como Chávez en Venezuela, Lula en Brasil, Morales en
Bolivia, Kirchner en Argentina, etc.

Este nuevo contexto político internacional, aunado al fortalecimiento de los denominados


movimientos sociales en la región (indigenismo/zapatismo, feminismo, ecologismo,
desocupados), propiciaron el desarrollo de varios proyectos teórico-políticos que cuestionaron el
“consenso neoliberal” reinante en los 80 y 90, aunque sin plantear una perspectiva de lucha por el
socialismo. Por el contrario, se limitaron a realizar una crítica antineoliberal en clave reformista,
cuyo énfasis es realizar cambios parciales al capitalismo dentro de los límites institucionales del
mismo Estado burgués.

El denominado “proyecto” o “giro” decolonial hace parte de este entramado de perspectivas


“críticas” y de “liberación”. Sus orígenes los podemos datar a finales de los setenta e inicios de los
ochenta, cuando algunos de sus actuales referentes teóricos delinearon sus categorías fundantes
y análisis históricos con apoyo en la teoría de la dependencia.1 Pero hasta hace algunos años se
transformó en la nueva “moda intelectual” que recorre los pasillos de muchas universidades de
América Latina, sirviendo como corpus teórico al activismo del autonomismo y populismo
reformista.
¿Qué plantea el giro decolonial? Su propuesta consiste en rechazar la “modernidad”, pues
representa la “colonialidad del poder” que se constituyó a partir de la conquista y colonización de
América. Renuncia a pelear por la emancipación social y desprecia cualquier propuesta universal
de lucha para los explotados y oprimidos, pues esto equivale a reproducir un nuevo meta-relato
“totalitario” propio de la modernidad, de la cual son partícipes por igual el cristianismo, liberalismo
y… ¡el marxismo! Lanza ataques contra el materialismo histórico y su perspectiva de lucha de
clases, al mismo tiempo que rechaza la organización de partidos de vanguardia leninista (¡a los
que califica de mesiánicos cristianos!) y sus “programas enlatados”. En contraposición, fomenta la
construcción de “movimientos de retaguardia” cuya orientación consiste en “preguntar y
escuchar”, al estilo del zapatismo y otros movimientos autonomistas. En el plano programático, su
orientación radica en “descolonizar” el conocimiento, por lo cual caracteriza como grandes
avances a los gobiernos populistas de la región, en particular a Evo Morales en Bolivia y el
chavismo en Venezuela, por desarrollar una nueva “plataforma epistémica” en América Latina. En
fin, el giro decolonial se inscribe en la lógica del Foro Social Mundial (FSM) y su propuesta de
“otro mundo es posible”, combinando rasgos reformistas y anti-comunistas.

En el presente trabajo realizaremos un debate a fondo con el giro decolonial, el cual asumimos
como parte de las luchas teóricas inscritas en el actual recomienzo histórico de las luchas de los
explotados y oprimidos, producto del cual se están está reabriendo importantes discusiones
estratégicas entre la vanguardia y el conjunto de las corrientes de izquierda. En este sentido
daremos particular énfasis a rebatir los ataques sin fundamento contra el marxismo de autores
como Aníbal Quijano, Walter Mignolo y Ramón Grosfoguel, aprovechando para presentar a las
nuevas generaciones militantes aspectos centrales de las elaboraciones teóricas de los
principales autores del materialismo histórico (Marx, Lenin, Engels, Trotsky) y las de nuestra
corriente Socialismo o Barbarie (SoB), esperando aportar a su proceso de formación política de
cara al gran desafío que nos plantea la lucha de clases en la actualidad: reintroducir la
perspectiva de la revolución socialista en el siglo XXI entre la clase obrera, los explotados y
oprimidos.

1. La historiografía decolonial: una interpretación esencialista del proceso histórico

Para comprender y debatir las categorías centrales del giro decolonial, es preciso iniciar con la
interpretación histórica que realizan sobre la constitución del capitalismo, la configuración de la
“matriz colonial del poder” y la colonización de América. Esto es un punto nodal de su propuesta
para dirigir sus ataques contra la modernidad y, especialmente, para entablar un debate
intelectualmente deshonesto contra el marxismo y su interpretación materialista de la historia,
achacándole posturas que son exclusivas del estalinismo soviético e invisibilizando otras
perspectivas teóricas de la tradición del socialismo revolucionario, en particular las elaboraciones
del trotskismo.

La “matriz colonial del poder” en la historiografía decolonial

Para los decolonialistas el desarrollo histórico se comprende desde la “colonialidad”, la cual


“consiste en develar la lógica encubierta que impone el control, la dominación y la explotación,
una lógica oculta tras el discurso de la salvación, el progreso, la modernización y el bien común”
(Mignolo, 2007: 32). Está se encuentra relacionada con la modernidad, la cual asocian
orgánicamente con el proceso histórico mediante el cual Europa se constituyó como región
hegemónica, por lo cual sostienen una peculiar conclusión: ¡no se puede ser moderno sin ser
colonial!
Producto de la dialéctica “modernidad/colonialidad” aducen que se configuró una “matriz colonial
del poder”, clave estratégica para comprender las relaciones políticas mundiales instauradas por
Europa desde la conquista de América en el siglo XVI, lo cual explica el “componente colonial de
la modernidad” (Mignolo, 2007). Así, el ángulo central para comprender el desarrollo histórico son
las relaciones/contradicciones de poder entre el “centro” y la “periferia” (nociones tomadas de la
teoría de la dependencia) y el capitalismo es asumido como un sistema ya plenamente constituido
desde el siglo XVI, aunque se reconoce que tuvo “momentos históricos derivados” con la
Ilustración, Revolución Industrial y, más recientemente, finalizada la Segunda Guerra Mundial y el
ascenso de los Estados Unidos como potencia hegemónica.

Esta es una interpretación abstracta y sin ninguna densidad histórica, pues la centralidad del
análisis gira en torno a nociones geopolíticas carentes de cualquier anclaje de clase, incurriendo
en caracterizaciones con marcados sesgos esencialistas para explicar el desarrollo histórico; por
un lado, nos presentan una versión monolítica de Europa/Occidente capitalista, eurocéntrica y
racista, por el otro una versión romántica de las regiones no-europeas/occidentales, colonizadas y
expoliadas por la modernidad. Ramón Grosfoguel reproduce con precisión esta deriva
esencialista decolonial, al situar la asimetría entre las “poblaciones occidentales” y las “no-
occidentales” como la contradicción central del proceso histórico mundial: “El sistema-mundo
entonces es mucho más que un sistema económico, es una matriz colonial de poder compuesta
por todo un sistema complejo en red de múltiples y heterogéneas relaciones de poder enredadas
entre sí que privilegian a las poblaciones occidentales (euro-norteamericanas, euro-mexicanas,
euro-colombianas, etc.) sobre las poblaciones no-occidentales” (Grosfoguel, 2008: 25).

A partir de esto los decolonialistas emprenden ataques contra la modernidad en su conjunto, pero
con mayor énfasis contra la perspectiva materialista de la historia, a la cual reprochan no romper
con la “colonialidad del poder” y sostener un proyecto de “emancipación universal” enmarcado en
el paradigma de la modernidad eurocéntrica, similar al cristianismo y liberalismo. En realidad los
argumentos decoloniales contra el materialismo histórico son de muy bajo nivel teórico, en su
mayoría sustentados en postulados del posmodernismo y en muchos “lugares comunes” del
anticomunismo de la Guerra Fría.2

Esto se aprecia desde el arranque de sus críticas pues, de forma totalmente abusiva, incluyen al
materialismo histórico en la misma “modernidad” del cristianismo y liberalismo. Esta falsa idea de
una “modernidad homogénea” es muy propia del posmodernismo, cuando en realidad debe ser
considerado como un fenómeno sumamente contradictorio (o una “modernidad doble” en
palabras de Alan Rush), pudiéndose encontrar “modernistas afirmativos” que reivindican los
valores hegemónicos del pensamiento racionalista burgués, pero también los “modernistas
críticos” que cuestionan las sociedades modernas burguesas y colocan su énfasis en las
contradicciones sociales, como es el caso del marxismo y la perspectiva materialista de la historia
(García, 2007).

Por otra parte, los decolonialistas arguyen que el marxismo realiza un enfoque eurocéntrico,
economicista y teleológico de la historia, sustentando en las categorías “ahistóricas” de “modos
de producción” y “lucha de clases”. De acuerdo a Aníbal Quijano, en el materialismo histórico (y
otras visiones eurocéntricas) “subyace la idea de que de algún modo las relaciones entre los
componentes de una estructura societal son dadas, ahistóricas, eso es, son el producto de la
actuación de algún agente anterior a la historia de las relaciones entre las gentes (…) Si en Marx
se hace también intervenir acciones humanas en el origen de las ‘relaciones de producción’, para
el materialismo histórico eso ocurre por fuera de toda subjetividad” (Quijano, 2007: 97).

En realidad el materialismo histórico dista muchísimo de esta “caricatura” que nos ofrecen
Quijano y otros decolonialistas. Marx y Engels dedicaron grandes esfuerzos a la investigación
económica, pues resultaba determinante descifrar el funcionamiento real de la acumulación
capitalista para consolidar una nueva economía política desde los intereses de la clase obrera y
los oprimidos. Pero esto nunca lo realizaron desde una perspectiva economicista, por el
contrario, siempre estuvo orientado a esclarecer el funcionamiento histórico de las sociedades.

Esto se aprecia en La Ideología Alemana, donde Marx comienza a desarrollar varias de las
categorías centrales del materialismo histórico, realizando un abordaje de la historia desde la
“ciencia real” y analizando el “proceso práctico de desarrollo de los hombres”. Ahí Marx establece
una relación dialéctica entre las formas de producción social y la historia de las sociedades
humanas, destacando que el “primer hecho histórico” es la producción de medios para satisfacer
las necesidades de los seres humanos.
Siguiendo con este razonamiento, Marx analiza que la producción es la clave para comprender el
funcionamiento de las formaciones sociales, dado que “representa ya una forma determinada de
la actividad de estos individuos, una forma establecida de manifestar su vida, un modo de
vida fijado. La forma en que los individuos manifiestan su vida refleja exactamente eso que son.
Eso que son coincide, entonces, con su producción, tanto con lo que producen como con la
forma en que lo producen. Lo que son los individuos depende, pues, de las condiciones
materiales de su producción” (Marx, sin data: 26).
En Marx las relaciones sociales de producción son la clave para comprender las formaciones
sociales, lo cual, insistimos, no se reduce a un “economicismo vulgar”, sino que abarca al
conjunto de la vida social, incluyendo el plano de las ideas. Por eso Marx aduce que las
relaciones materiales en la sociedad son el “lenguaje de la vida real”, rechazando cualquier
interpretación fetichista de la realidad. Por esto Marx y Engels arrancan el Manifiesto
Comunista con la célebre frase “La historia de todas las sociedades que han existido hasta
nuestros días es la historia de las luchas de de clases”, estableciendo un criterio central para
comprender el proceso histórico, tanto en sus permanencias y en su rupturas, algo determinante
para el marxismo en tanto proyecto de emancipación social.
Lo anterior también niega cualquier indicio de “teleología” en el materialismo histórico, pues la
lucha de clases plantea un escenario abierto de posibilidades históricas, donde el factor agencial
de los sujetos toma parte en el proceso histórico. Callinicos señala que “el materialismo histórico
no es una teoría teleológica de la evolución social, y no sólo niega que el capitalismo sea el último
estadio del desarrollo histórico, sino que el comunismo, la sociedad sin clases (…) no es la
consecuencia inevitable de las contradicciones del capitalismo, pues existe otra alternativa, lo que
Marx llamó ‘la perdición mutua de las clases en conflicto’ y Rosa Luxemburg ‘barbarie’”
(Callinicos, 2011: 98).

Capitalismo, colonización y explotación del trabajo

Por otra parte, Ramón Grosfoguel emprende ataques contra Marx, a quien acusa de etapista
porque desvincula la acumulación originaria de la acumulación ampliada de capital, lo cual tiene
por objetivo “liberar de responsabilidad” a los europeos de las formas de explotación colonial:
“Esta negación de la coetaneidad en el tiempo es típica de las formulaciones eurocéntricas que
conceptualizan el tiempo en etapas de la historia y expulsan hacia el pasado las formas de
producción de la periferia no-europea para liberar de responsabilidad a los centros
europeo/euro/norteamericanos de la explotación ayer y hoy” (Grosfoguel, 2008: 20).

Esta acusación de Grosfoguel es una vulgarización de las posturas de Marx que no resiste el
menor análisis. Marx y Engels constituyeron un equipo de trabajo intelectual y político que produjo
elaboraciones monumentales, las cuales aún destacan por su riqueza estratégica. Pero no se
debe perder de vista que también fue una obra pionera, estableciendo las bases fundacionales
del comunismo científico y el materialismo histórico. De ahí que algunas de sus elaboraciones
presenten desigualdades, pues su agenda de trabajo estuvo muy saturada en gran cantidad de
temas y dejaron otros puntos de su elaboración teórica inacabados.3 Es el caso de las posiciones
sobre el colonialismo, las cuales variaron mucho en el transcurso de la segunda mitad del siglo
XIX. A pesar de esto, Marx legó significativas hipótesis de trabajo para comprender el desarrollo
del capitalismo y las relaciones sociales de producción en las colonias (las cuales serán
profundizadas por Trotsky), en particular sus apreciaciones generales sobre las formas
combinadas de explotación capitalista.

En sus escritos sobre el colonialismo en El capital, Marx retoma su definición del capital como una
relación social dinámica, estableciendo que “los medios de producción y de subsistencia
pertenecientes al productor inmediato, al trabajador mismo, no son capital. Sólo se convierten en
él cuando sirven como medios para explotar y dominar el trabajo” (Marx, 973: 746). Nótese que
Marx no hace énfasis en ningún régimen específico de extracción de plustrabajo, solamente
señala que la relación capitalista se establece a partir de la explotación y dominación del trabajo,
cuya base es la “expropiación del trabajador”.
Esto se complementa con sus elaboraciones en Trabajo asalariado y capital (citado en esta
sección de El capital) donde plantea con todo detalle el carácter combinado de la explotación
capitalista: “Un negro es un negro. Sólo en condiciones determinadas se convierte en esclavo.
Una máquina de hilar algodón es una máquina de hilar algodón. Sólo en determinadas
condiciones se convierte en capital. Separada de estas condiciones, es tan poco capital como el
oro es por sí mismo dinero o el azúcar preciodel azúcar. El capital representa también relaciones
sociales. Se trata de relaciones burguesas de producción, de las relaciones de producción de la
sociedad burguesa” (Marx, 1973: 745).
Visto lo anterior, es claro que en Marx la explotación capitalista podía incorporar formas de
explotación diferentes al trabajo asalariado, aunque ésta continuara siendo la relación social
predominante en el capitalismo industrial, tesis que en las últimas décadas se confirmó
plenamente, pues actualmente el mundo es mayoritariamente urbano y proletario, siendo la
relación salarial determinante en el capitalismo del siglo XXI.

Capitalismo e imperialismo

Como explicamos anteriormente, para los decolonialistas la “modernidad” y la “colonialidad del


poder” son las categorías estratégicas para comprender el proceso histórico, cuya interrelación
genera la “matriz colonial de poder”. De esta forma, todas las especificidades en las relaciones
sociales de producción y las variaciones sustantivas en los regímenes de acumulación capitalista
se diluyen en una abstracción ahistórica. El “capitalismo eurocentrado” y su “matriz colonial de
poder” es la definición determinante, estableciéndose casi que una línea directa entre la conquista
española y las guerras mundiales del siglo XX: ¡Isabel de Castilla, Stalin y Roosevelt son parte de
la misma “colonialidad del poder”!

A partir de esto los decolonialistas refutan la definición de imperialismo sintetizada por Lenin en
su texto El imperialismo, fase superior del capitalismo. De acuerdo a Grosfoguel la
“caracterización leninista que tanto ha influido en la discusión sobre el imperialismo en el siglo XX
parte de una visión eurocéntrica del capitalismo con su correspondiente concepción lineal y
etapista del tiempo histórico: ‘capitalismo comercial’, ‘capitalismo agrario’, ‘capitalismo industrial’ y
‘capitalismo financiero’ son las cuatro fases sucesivas del capitalismo (…) Esta posición asume
una linealidad en la que las formas anteriores de trabajo se remplazan por las formas posteriores
y en la que el capitalismo se identifica como el equivalente al trabajo asalariado. Otras formas de
trabajo (semifeudal, esclavista, mercantil simple, etc.) son lanzadas al pasado al ser
conceptualizadas como ‘precapitalistas’, cuando en realidad siempre co-existieron en la periferia
colonial articuladas a la acumulación de capital a escala mundial” (Grosfoguel, 2008: 18-19).
¿Son atinadas estás críticas decoloniales hacia la categoría leninista de “imperialismo”? Lenin
escribe El imperialismo… en 1916 con el objetivo de brindar una respuesta teórica a un fenómeno
enteramente novedoso y de enorme trascendencia para el movimiento socialista revolucionario:
explicar el carácter social y las perspectivas abiertas por la Primera Guerra Mundial. En este
sentido el aporte de Lenin con esta obra fue gigantesco, pues demostró la transformación de la
economía mundial capitalista y sus implicaciones en las relaciones internacionales a inicios del
siglo XX: “El capitalismo se ha transformado en un sistema universal de sojuzgamiento colonial y
de estrangulación financiera de la inmensa mayoría de la población del planeta por un puñado de
países ‘adelantados’. El reparto de este ‘botín’ se efectúa entre dos o tres potencias rapaces, y
armadas hasta los dientes (Norteamérica, Inglaterra, el Japón), que dominan en el mundo y
arrastran a su guerra, por el reparto de su botín, a todo el planeta” (Lenin, 1970: 696).
Debido a este análisis, Lenin comprendió de inmediato el carácter imperialista de la Primera
Guerra Mundial, la cual definió acertadamente como una “guerra de conquista, de bandidaje y de
rapiña”. Más importante aún, atinó a caracterizar que la guerra mundial no era un enfrentamiento
bélico más, sino que representaba un “punto de quiebre” en la historia contemporánea al generar
una crisis irreversible del orden político europeo.4 Esto lo capturó Lenin en tiempo real
(demostrando la sensibilidad política que le distinguía) y, por lo mismo, calificó al imperialismo
como la “antesala de la revolución socialista”, perspectiva que se demostraría históricamente
correcta con el triunfo de la revolución rusa en 1917 (un año después de escribir El
imperialismo…)
Quizá esto nos parezca algo poco significativo en la actualidad, pero contamos con la ventaja de
que ya sabemos el “final de la película”. Pero en tiempos de Lenin era una conclusión novedosa
en las tiendas del socialismo revolucionario. Para ilustrar esto, basta con revisar algunos pasajes
de la correspondencia entre Marx y Engels sobre el colonialismo en 1858, donde reflejan sus
“dudas” sobre las posibilidades de triunfo de la revolución socialista en Europa debido a que el
capitalismo aún presentaba un papel ascendente al universalizar las relaciones sociales de
producción: “La verdadera misión de la sociedad burguesa es la de crear el mercado mundial, al
menos a grandes rasgos, así como una producción basada en éste (…) Para nosotros, la
cuestión difícil es ésta: en el continente está a punto de estallar la revolución, que adquirirá en
seguida carácter socialista; ¿no será ineludiblemente aplastada en este pequeño rincón, ya que,
en un terreno mucho más amplio, el movimiento de la sociedad burguesa sigue aún en ascenso?”
(Marx, 1970: 93)

Con El imperialismo… Lenin demuestra que el capitalismo ingresaba en “una fase particular de
desarrollo” al lograr un determinado grado de madurez, donde sus características fundamentales
se transformaron en su “antítesis”. Dicho en otros términos, la sociedad burguesa había superado
su movimiento “ascendente”, sentándose las condiciones para un cambio epocal en la historia
universal: ¡la perspectiva de la revolución socialista en el horizonte político de la clase obrera!
Lo anterior desvalida las acusaciones de Grofoguel sobre el “etapismo” de Lenin en su
comprensión del tiempo histórico. Por el contrario, con su caracterización del imperialismo como
la fase superior del capitalismo realizó un aporte novedoso para la comprensión materialista de la
historia universal. Pero también conquistó una herramienta estratégica para comprender la
profundidad de la revolución de febrero contra el zarismo y la nueva situación política que se abrió
en Rusia a partir de este momento, superando la formulación clásica bolchevique que sostenía
que la revolución rusa sería por sus fines burguesa, pero dirigida por la clase obrera en unidad
con el campesinado, lo cual se sintetizaba en la consigna de “dictadura democrática
revolucionaria del proletariado y los campesinos”.

En este sentido Lenin sí sostuvo una visión etapista de la revolución rusa durante muchísimos
años pero, a diferencia de lo que señala Grosfoguel, no se originó por una valoración
esquemática en las formas de explotación del trabajo, sino que se sustentó alrededor de las
relaciones políticas entre las clases sociales y la necesidad de revolucionar la propiedad agraria.
Para Lenin la burguesía liberal rusa era extremadamente débil e incapaz de liderar una revolución
democrática a fondo contra el zarismo, mientras que existía una comunidad de intereses
democrático-populares entre el proletariado y campesinado que los potenciaba para luchar a
fondo contra el régimen autocrático. Así, según la concepción de Lenin, la revolución contra el
zarismo sería un punto de apoyo para fortalecer la lucha del proletariado por el socialismo y no la
dominación de la burguesía rusa, aspecto que lo diferenciaba de la otras concepciones etapistas
de Plejanov y los mencheviques, quienes siempre sostuvieron que la revolución debía ser dirigida
por la burguesía y no por la clase obrera.

Lo anterior se confirma con las posiciones de Lenin en Dos tácticas de la socialdemocracia en la


revolución democrática (escrito en 1905), donde a la vez que defiende el carácter “burgués” de la
próxima revolución rusa, también deja en claro que sería un proceso donde se entrelazarían
“elementos del pasado y del porvenir”: “Naturalmente, en una situación histórica concreta se
entrelazan elementos del pasado y del porvenir, se confunden uno y otro camino. El trabajo
asalariado y su lucha contra la propiedad privada existen también bajo la autocracia, nacen
incluso en el régimen feudal. Pero esto no nos impide en lo más mínimo distinguir lógica e
históricamente las grandes fases del desarrollo. Pues todos nosotros contraponemos la
revolución burguesa y la socialista (…), pero ¿se puede negar acaso que se entrelacen en la
historia elementos aislados, particulares de una y otra revolución? ¿Acaso la época de las
revoluciones democráticas en Europa no registra una serie de movimientos socialistas y de
tentativas socialistas?” (Lenin, 1970b: 538).
Esta cita desmiente las acusaciones de Grosfoguel sobre la “narrativa lineal eurocéntrica del
leninismo”, pues Lenin sí tenía presente, aunque fuese de forma muy general y sin abandonar su
perspectiva etapista, que en las revoluciones se combinaban “elementos aislados, particulares”
de diferentes fases del desarrollo histórico, aspecto que alcanzaría su punto de mayor lucidez con
las elaboraciones de Trotsky.
Así, la revolución democrática adquiere con Lenin una particular “dialéctica de clases”,
estableciéndose una tensión permanente entre los fines burgueses y los sujetos sociales de la
revolución. Trotsky fue crítico de esta perspectiva bolchevique, pues caracterizaba que resolvía
de forma “algebraica” el problema del poder, aunque rescataba que también incorporaba un
aspecto fuerte al plantear una colaboración entre las clases para la revolución: “Lenin planteaba
la cuestión de una alianza de obreros y campesinos, irreconciliablemente opuesta a la burguesía
liberal. La historia no había presenciado nunca semejante alianza. Se trataba de una experiencia,
nueva por sus métodos, de colaboración de las clases oprimidas de la ciudad y el campo. Por
esta misma razón, planteábase también como novedad el problema de las formas políticas de
colaboración” (Trotsky, 2000: 453). De ahí que, sin dejar de lado los límites etapistas de esta
concepción, Lenin siempre procuró incorporar a otras clases sociales explotadas y oprimidas a la
revolución, en particular al campesinado que era una inmensa mayoría en Rusia.5

Esta particular concepción de la revolución, sustentada sobre la acción directa de la clase obrera
y los campesinos, le facilitó a Lenin replantearse sus posturas con las Tesis de abril (1917),
donde rompe con su etapismo previo y se posiciona por avanzar hacia una segunda fase de la
revolución “que debe poner el Poder en manos del proletariado y de las capas pobres del
campesinado”, es decir, estableciendo una “sintonía fina” entre los fines y los sujetos de la
revolución. Esto generó un debate intenso a lo interno del Partido Bolchevique, pues Lenin fue
atacado por los “viejos bolcheviques” debido a que estaba distanciándose de las posiciones
históricas del partido. Ante esto Lenin insistió en la necesidad de saber apreciar los momentos
políticos y, haciendo gala de una riquísima comprensión del marxismo distante de todo
dogmatismo, aseguró que “las consignas y las ideas bolcheviques han sido, en general,
plenamente confirmadas por la historia, pero concretamente las cosas han sucedido de modo
distinto a lo que (quienquiera que fuese) podía esperarse; han sucedido de modo más original,
más peculiar, más variado” (Lenin, sin data: 11).
Por último, es cierto que en El imperialismo Lenin se concentra en los aspectos económicos del
proceso, lo cual se explica por la necesidad de fundamentar con datos sólidos sus debates sobre
la guerra mundial con la socialdemocracia europea, la cual se posicionó a favor de la guerra. Pero
también porque, como el mismo Lenin señala en varios prólogos del texto, era una medida
consciente para sortear la censura del zarismo 6, haciendo énfasis en debates teóricos en
detrimento de otros más políticos. Lastimosamente la honestidad intelectual de Grosfoguel no le
alcanza para señalar esto cuando lo acusa de “reduccionista económico”, demostrando la bajeza
del “debate” que realiza.
En síntesis, el debate de Lenin sobre el imperialismo siempre estuvo tensionado en torno a su
perspectiva de la revolución socialista, haciendo eje en las discusiones estratégicas por encima
de las situaciones coyunturales. Este es un rasgo común de todas las elaboraciones de los
grandes socialistas revolucionarios (Marx, Engels, Luxemburgo, Trotsky). Por esto afirmamos que
su caracterización del imperialismo no es un reflejo del “etapismo” del que lo acusa Grosfoguel,
todo lo contrario, fue un punto de partida para que Lenin repensara la perspectiva de la revolución
socialista en el siglo XX a partir de los desarrollos de la lucha de clases, pues como el mismo
afirmara en las Tesis de abril, “el marxismo debe tener en cuenta la vida misma, los hechos
exactos de la realidad, y no continuar aferrándose a la teoría del ayer, que, como toda teoría,
únicamente traza, en el mejor de los casos, lo fundamental, lo general, y sólo de un modo
aproximadoabarca toda la complejidad de la vida” (Lenin, s/d: 12). Así razonaba y hacía política el
verdadero Lenin, muy distante de la vulgar caricatura dogmática de Guerra Fría que nos presenta
Grosfoguel.

El imperialismo y la “dialéctica de las etapas históricas”

A lo largo de este capítulo insistimos en que los ataques decoloniales al materialismo histórico
son infundados, lo cual sustentamos en los acápites anteriores en referencia a las discusiones
sobre las posiciones de Marx y Lenin. Pero donde no queda ninguna duda sobre la bajeza de los
debates decoloniales es con respecto a una “pequeña” omisión: ¡Trotsky y la teoría del desarrollo
desigual y combinado! Aquí ya las cosas pasan a otro nivel, pues Trotsky es el gran pensador
estratégico del marxismo revolucionario en el siglo XX y quien realizó los mayores aportes para la
actualización del enfoque materialista de la historia.7 De ahí que obviar la riqueza de su obra es
muestra de un debate intelectualmente deshonesto.
De acuerdo a Quijano, el “materialismo histórico ha reconocido, después de la Segunda Guerra
Mundial, que en su visión evolucionista y unidireccional de las clases sociales y de las sociedades
de clase, hay pendientes problemas complicados. En primer lugar por la reiterada comprobación
de que incluso en los ‘centros’, algunas ‘clases pre-capitalistas’, el campesinado en particular, no
salían, ni parecían dispuestas a salir de la escena histórica del ‘capitalismo’, mientras otras, las
clases medias, tendían a crecer conforme el capitalismo se desarrollaba. En segundo lugar,
porque no era suficiente la visión dualista del pasaje entre ‘precapitalismo’ y ‘capitalismo’ respecto
de las experiencias del ‘Tercer Mundo’, donde configuraciones de poder muy complejas y
heterogéneas no corresponden a las secuencias y etapas esperadas en la teoría eurocéntrica del
capitalismo. Pero no logró encontrar una salida teórica respaldada en la experiencia histórica y
arribó apenas a la propuesta de ‘articulación de modos de producción’, sin abandonar la idea de
la secuencia entre ellos. Es decir, tales ‘articulaciones’ no dejan de ser coyunturas de la transición
entre los modos ‘precapitalistas’ y el ‘capitalismo’. En otros términos, consisten en la coexistencia
— transitoria, por supuesto — del pasado y del presente de su visión histórica!” (Quijano, 2007:
97).

Nos disculpamos por la extensión de la cita, pero nos pareció necesario reproducirla totalmente
para reflejar lo insustancial de la crítica decolonial al materialismo histórico. Para nuestros
lectores y lectoras más avezadas en la obra de Trotsky, desde ya resultará claro que este
planteamiento de Quijano tiene la solidez de un castillo de naipes, pues todos estos
cuestionamientos al materialismo histórico fueron problematizados dialécticamente por el gran
revolucionario ruso desde principios del siglo XX (¡no después de la Segunda Guerra Mundial!),
cuando perfiló su teoría de la revolución permanente en Rusia que, posteriormente,
universalizaría a partir de las enseñanzas de la revolución china de 1927.

Anteriormente explicamos que Trotsky fue crítico de la teoría etapista de la revolución leninista, al
considerar que no vinculaba en un mismo proceso la fase democrática con la perspectiva
socialista, a la vez que resolvía de forma algebraica el tema del poder con el planteamiento de
“dictadura democrática revolucionaria del proletariado y los campesinos”. Para Trotsky era
necesario sumar al campesinado a la revolución, pero estableciendo un papel de dirección del
proletariado, pues era la única forma de garantizar que transitara hacia una perspectiva socialista
y no se detuviera en la fase democrático-burguesa. Como explicará más adelante, su formulación
colaboracionista entre la clase obrera y el campesinado la realizaba a partir de una “mecánica
política” diferente, sustentada en otro programa, formas de partido y métodos políticos (Trotsky,
2000). Por esto no compartía la consigna bolchevique para la revolución que, aunque garantizaba
la independencia política frente a la burguesía liberal, establecía desde el vamos un “dique
estratégico” que bloqueaba la profundización del proceso revolucionario. Esta diferencia se
resolvió en los hechos en 1917, cuando Lenin avanzó hacia una perspectiva similar con las Tesis
de abril, ante lo cual Trotsky se integró posteriormente al Partido Bolchevique pues las diferencias
pasaron a ser meramente tácticas (Trotsky también avanzó en cuanto a sus criterios centristas en
materia de organización, asumiendo la teoría del centralismo democrático de Lenin).
Trotsky apoyaba su teoría de la revolución permanente en una peculiar y novedosa interpretación
del proceso histórico, la cual denominó la “ley del desarrollo desigual y combinado”, que explicó
de la siguiente manera en su capítulo primero de la Historia de la Revolución Rusa: “Las leyes de
la historia no tienen nada de común con el esquematismo pedantesco. El desarrollo desigual, que
es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela en parte alguna con la evidencia y la
complejidad con que la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las
necesidades materiales, los países atrasados vense obligados a avanzar a saltos. De esta ley
universal del desarrollo desigual de la cultura deriva otra que, a falta de nombre más adecuado,
calificaremos de ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distintas etapas
del camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas”
(Trotsky, 2012: 33).
A partir de esta concepción Trotsky actualizó el andamiaje estratégico del materialismo histórico
al incorporar al imperialismo en la comprensión del desarrollo histórico-social universal. Con
anterioridad Marx y Engels habían señalado el papel revolucionario de la burguesía en el proceso
histórico, pues el capitalismo configuró el carácter universal/cosmopolita de la producción y el
consumo de las sociedades humanas. Esto les permitió comprender el carácter internacionalista
de la revolución socialista, pero no alcanzaron a esbozar una estrategia revolucionaria realmente
universal que abarcara a los países coloniales y semicoloniales.8

Esta hipótesis de Marx y Engels no se cumplió, lo cual resultó claro a finales del siglo XIX e inicios
del XX, cuando Trotsky inició su trayectoria militante. Esto explica la riqueza de su obra teórica y
estratégica, pues tuvo que buscar respuesta a los desafíos políticos impuestos por la lucha de
clases en un país como Rusia, donde el capitalismo se desarrolló en el marco de un Estado
autocrático absolutista y la clase social mayoritaria era el campesinado, pero que contaba con
una joven y dinámica clase obrera producto de las inversiones industriales del capital imperialista
europeo que, además, mostraba un alto nivel de politización y combatividad social.

Estas particularidades del desarrollo capitalista en Rusia y las experiencias de lucha de su joven
clase obrera contra el zarismo, fueron el terreno fértil para que Trotsky captara la “dialéctica de
las etapas históricas”, identificado los elementos desiguales y combinados en el proceso histórico:
“Los países atrasados se asimilan las conquistas materiales e ideológicas de las naciones
avanzadas. Pero esto no significa que sigan a estas últimas servilmente, reproduciendo todas las
etapas de su pasado (…) El capitalismo prepara y, hasta cierto punto, realiza la universalidad y
permanencia en la evolución de la humanidad. Con esto, se excluye ya la posibilidad de que se
repitan las formas evolutivas en las diferentes naciones. Obligados a seguir a los países
avanzados, el país atrasado no se ajusta en su desarrollo a la concatenación de las etapas
sucesivas” (Trotsky, 2012: 32).

Así, para Trotsky el capitalismo en su fase imperialista era un factor clave que alteraba las
relaciones entre las clases sociales en los países coloniales y semicoloniales, a los cuales se les
imponía el salto de etapas en su desarrollo histórico y se constituían formaciones sociales
combinadas totalmente nuevas, impidiendo que se produjera un desarrollo secuencial en la
historia.

Este enfoque desigual y combinado de la historia dista muchísimo de la “articulación de modos de


producción” sostenida por el estructuralismo en la segunda mitad del siglo XX, pues no plantea la
“coexistencia” temporal de modos de producción ni la “secuencia” lineal entre los mismos. Para
Trotsky estas formaciones sociales combinadas son algo nuevo que rompen con cualquier
“esquematismo pedantesco”, dando lugar a realidades sociales muy complejas: “El desarrollo de
una nación históricamente atrasada hace forzosamente que se confundan en ella, de una manera
característica, las distintas fases del proceso histórico. Aquí, el ciclo presenta, enfocado en su
totalidad, un carácter confuso, embrollado, mixto” (Trotsky, 2012: 32).
Visto lo anterior, es claro que los debates decoloniales contra el materialismo histórico no tienen
pies ni cabeza. En realidad sus argumentos están dirigidos contra el “marxismo” vulgar y
esquemático del estalinismo, pero de forma muy deshonesta generalizan que es contra el
materialismo histórico. Esto explica que Quijano no se refiera a la obra de Trotsky cuando
denuncia la interpretación del desarrollo histórico eurocéntrica y secuencial del “marxismo”, pues
le impediría sostener la gran cantidad de sandeces con que configuran su proyecto decolonial.
Este mismo método de discusión se reproduce en el debate historiográfico central para los
decolonialistas: la colonización de América.

La colonización de América ¿feudal o capitalista?

La historiografía decolonial sostiene que la colonización de América fue producto de la expansión


comercial mercantilista, lo cual determinó el carácter capitalista de las sociedades coloniales.
Aunado a esta interpretación, los decolonialistas nuevamente incurren en un debate falso contra
el marxismo, al generalizar que, desde el enfoque “secuencial” del materialismo histórico, la
colonización del continente fue asumida como feudal.

A partir de este prejuicio intelectual, Quijano caracteriza que el materialismo histórico es una
“teoría de una secuencia histórica unilineal y universalmente válida entre las formas conocidas de
trabajo y de control del trabajo”, por lo que plantea la necesidad de reabrir el debate sobre la
colonización de América como una “cuestión mayor del debate científico-social contemporáneo”:
“Desde el punto de vista eurocéntrico, reciprocidad, esclavitud, servidumbre y producción
mercantil independiente, son todas percibidas como una secuencia histórica previa a la
mercantilización de la fuerza de trabajo (…) En América la esclavitud fue deliberadamente
establecida y organizada como mercancía para producir mercancías para el mercado mundial y,
de ese modo, para servir a los propósitos y necesidades del capitalismo.” (Quijano, 2000: 219).

Esta cita de Quijano demuestra su total desconocimiento de las elaboraciones del marxismo
sobre la colonización de América. Aunque Marx no realizó un estudio pormenorizado del carácter
social de la colonización en América, aunque sí legó importantes apuntes de trabajo sobre las
formas combinadas de explotación del trabajo en las colonias, entre los cuales figuran sus
valoraciones sobre las plantaciones americanas y la explotación capitalista mediante el trabajo
esclavo. Esto lo retoma Henryk Grossmann 9 en su obra La ley de acumulación y derrumbe del
sistema capitalista: “Desde el principio (…) se trata, en lo que se refiere a estos territorios (…)
según la expresión de Marx, de ‘una segunda clase de colonias, las plantaciones, que son desde
el momento mismo de crearse especulaciones comerciales, centro de producción para el
capitalismo mundial’ (Teorías de la plusvalía, tomo II). Se podría poner en duda su carácter
capitalista, dado que aquí son ocupados esclavos y no trabajadores asalariados. Marx responde a
ello que ‘aquí existe un régimen de producción capitalista, aunque sólo de un modo formal, puesto
que la esclavitud de los negros excluye el libre trabajo asalariado (…) Son, sin embargo,
capitalistas los que manejan el negocio de la trata de negros’” (citado en Yunes, 2009: 215).
Visto lo anterior, no aplican los señalamientos de Quijano sobre el “secuencialismo” del
materialismo histórico en torno a las formas de control del trabajo, por el contrario, como
demuestra Grossmann, desde Marx ya se tiene claridad sobre las formas combinadas que podía
asumir la explotación capitalista en contextos sociales específicos, tal como sucedió en las
colonias americanas.

El mismo tipo de señalamientos “críticos” están presentan en los trabajos de Grosfoguel. En sus
reproches contra el materialismo histórico aduce que “Solamente desde una geopolítica del
conocimiento eurocentrada se puede concluir que lo que pasó en Europa como sucesión lineal de
modos de producción pasó igualmente en todo el planeta. Nunca hubo feudalismo en África, Asia
y América Latina. Lo que hubo fue la exportación de diversas formas de trabajo coercitivas desde
Europa hacia las periferias coloniales bajo el control del capitalismo monopolista y financiero a
escala mundial” (Grosfoguel, 2008: 20-21).

Ya sea por ignorancia o por deshonestidad intelectual, estos apuntes “críticos” de Grosfoguel son
totalmente errados. ¡Desde mediados del siglo XX diversos autores del trotskismo
latinoamericano caracterizaron que la colonización de América fue realizada con fines capitalistas!
En particular hay que destacar la obra de Milcíades Peña, quien a partir de las herramientas
teóricas de la ley del desarrollo desigual y combinado desarrolló un profundo análisis sobre esta
temática, la cual fue publicaba mediante entregas en revistas de Argentina entre los años
cincuenta y setenta (y más recientemente reunidas en Historia del Pueblo Argentino).
Peña defiende que, tanto por el contenido, los móviles y los objetivos desarrollados, la
colonización española del continente americano fue capitalista, lo cual explicaba que la economía
colonial estuviera orientada desde un comienzo hacia el mercado mundial. Para ilustrar esto
tomaba como ejemplo a Potosí, cuya industria minera reunía todos los rasgos propios de una
actividad capitalista, pues además de la producción a gran escala de metales preciosos para la
exportación, en la región no se producía nada más, teniendo que importar alimentos y otro tipo de
productos desde otras zonas del continente (Peña, 2012)

Profundizando esta tesis, Peña señala que se trató de una variante específica de capitalismo, al
cual denominó “capitalismo colonial”, caracterizado por emplear una forma peculiar de
explotación del trabajo, el “salario bastardeado”10: “Es un capitalismo de factoría, ‘capitalismo
colonial’, que a diferencia del feudalismo no produce en pequeña escala y ante todo para el
consumo local, sino en gran escala, utilizando grandes masas de trabajadores y con la mira
puesta en el mercado; generalmente el mercado mundial o, en su defecto, el mercado local
estructurado en torno a los establecimientos que producen para la exportación. Éstas son
características decisivamente capitalistas, aunque no del capitalismo industrial que se caracteriza
por el salario libre” (Peña, 2012: 67).

Lo anterior es de suma importancia, pues aunque en primera instancia hay cierta semejanza entre
la caracterización de la colonización de América entre los decolonialistas y la perspectiva del
trotskismo que refleja Peña, cuando se hila más fino en la definición de la forma específica de la
economía colonial comienzan a surgir las diferencias. Por ejemplo, para Grosfoguel la economía
colonial fue la primera manifestación del capitalismo industrial en la historia, aspecto que pasa
desapercibido para el materialismo histórico debido a su concepción etapista del capitalismo
eurocentrado, en particular por la visión de Lenin sobre el imperialismo (Grosfoguel, 2008). En
realidad esta formulación de Grosfoguel es una deriva de la noción decolonial de “matriz colonial
de poder”, donde se diluyen las especificidades en las formas de acumulación capitalista y se
analiza el desarrollo histórico desde una categoría ahistórica.

Por el contrario con Peña la caracterización de la colonización capitalista de América se formula


desde la ley del desarrollo desigual y combinado, debido a lo cual coloca su énfasis en identificar
el surgimiento de una nueva formación social combinada: “Los españoles llegados a América
encontraron una realidad nueva, inexistente en España; y el resultado fue que, aun cuando
subjetivamente quisieran reproducir la estructura de la sociedad española, objetivamente
construyeron algo distinto. La España feudal levantó en América una sociedad básicamente
capitalista –un capitalismo colonial, bien entendido, del mismo modo que, a la inversa, en la
época del imperialismo el capital financiero edificó en sus colonias estructuras capitalistas
recubiertas de reminiscencias feudales y esclavistas-. Este es precisamente el carácter
combinado del desarrollo histórico. El pensamiento formal no capta esto y, por eso, en general no
capta absolutamente nada de lo esencial” (Peña, 2012: 70).
En definitiva la elaboración de Peña sobre la colonización en América Latina es un ejemplo claro
de la riqueza del materialismo histórico, el cual no tiene ninguna relación con la versión
esquemática que nos presentan los decolonialistas. El mismo Peña nos recuerda esto al indicar
que “nada es más extraño al marxismo que el cretinismo jurídico, y nada más revelador de un
impenitente cretinismo jurídico que caracterizar como feudal la colonización española no por la
estructura de sus relaciones de producción sino por la forma jurídica que asume el vínculo entre
las colonias y la Corona española” (Peña, 2012: 69-70).
Entonces ¿contra quienes polemizan Quijano, Grosfoguel y los autores decoloniales? Dentro de
la izquierda que se reclama marxista reconocemos dos tradiciones o corrientes de peso que
caracterizaron como feudal la colonización de América: José Mariátegui y los partidos comunistas
de la región vinculados al estalinismo soviético. En cuanto a Mariátegui, en Siete ensayos de
interpretación de la realidad peruana(publicado en 1928) procuró realizar un estudio pionero
sobre América Latina desde el materialismo histórico, el cual contiene aportes significativos (por
ejemplo su abordaje “antiromántico” del problema indígena relacionándolo con un problema
estructural de la posesión de la tierra), aunque también presenta grandes limitaciones vinculadas
a cierto secuencialismo en las etapas del desarrollo histórico, lo cual le induce a caracterizar la
economía latinoamericana como feudal. Más allá de estos déficits, su obra teórica corresponde a
la de un revolucionario pensando sobre la teoría de la revolución en América Latina. Muy
diferente es nuestra valoración sobre el estalinismo “criollo”, que adecuó una interpretación de la
colonización de América para justificar su política de alianzas con la “burguesía progresista”, al
sostener que el carácter de la revolución en la región era anti-feudal y cuyo objetivo era
profundizar el desarrollo del capitalismo.11
Lastimosamente los decolonialistas son incapaces de realizar este tipo de precisiones y, por el
contrario, desarrollan un método de discusión profundamente desleal donde confunden las
perspectivas historiográficas de las corrientes de izquierda bajo la etiqueta de “materialismo
histórico”, aunque existan profundas diferencias de concepción estratégica y programática entre
éstas.

1. La epistemología política decolonial

Anteriormente detallamos que, para los decolonialistas, la “matriz colonial del poder” es la clave
estratégica para comprender las relaciones políticas instauradas por Europa desde la conquista
de América hasta la actualidad. A partir de esta valoración construyen una epistemología política
con énfasis en la clasificación social, las historias locales, los cambios parciales y enarbolan a los
“condenados de la tierra” como sujeto decolonial. En palabras de Walter Mignolo, “la opción
decolonial es la opción que surge desde la diversidad del mundo y de las historias que, a lo largo
de cinco siglos, se enfrentaron con ‘la única manera de leer la realidad’ monopolizada por
la diversidad (cristiana, liberal, marxista) del pensamiento único occidental” (Mignolo, 2009: 254).
Aunque presenten su propuesta como novedosa y radical, en realidad la epistemología decolonial
se compone por una serie de nociones procedentes del posmodernismo, postcolonialismo y el
perspectivismo, cuyo resultado es una oda a la fragmentación política y el particularismo. Esto
explica que todo su planteamiento tenga un constante tono polémico con el materialismo
histórico, al cual acusan nuevamente de determinista y eurocéntrico por su concepción de clases
sociales.

La clasificación social y la sociedad de “gentes”

Quijano sostiene que la colonización de América instauró un nuevo patrón de poder mundial,
dentro del cual la raza se constituyó en la determinante central para la articulación de las
relaciones de poder en la sociedad. Por esto aduce que, las diferencias sociales en el marco de la
“matriz colonial del poder”, deben comprenderse desde la noción de “clasificación social”, la cual
“se refiere a los procesos de largo plazo en los cuales las gentes disputan por el control de los
ámbitos básicos de existencia social y de cuyos resultados se configura un patrón de distribución
del poder centrado en relaciones de explotación/dominación/conflicto entre la población de una
sociedad y en una historia determinadas” (Quijano, 2007: 114).

Visto lo anterior, Quijano interpreta la sociedad como un ámbito donde prevalece una lucha por el
poder y los recursos, pero no precisa ningún anclaje social que explique dicha pugna de
intereses. Incluso nótese que los “sujetos” en conflicto son las “gentes”, término que no sintetiza
ninguna dimensión socio-política. ¿Por qué las “gentes” disputan? La respuesta que nos brinda el
autor es por el control del trabajo, del sexo, la subjetividad, la autoridad, naturaleza, etc. Pero esta
respuesta es una tautología y, por lo tanto, no establece ninguna relación social que explique el
por qué de las disputas de poder entre las “gentes”, dándolo casi que por un hecho intrínseco al
ser humano.

Acá destacan de nuevo el esencialismo maniqueísta en los análisis decolonialistas, pues su


proyecto carece de herramientas conceptuales para explicar materialmente los antagonismos
sociales, por el contrario, concentran su análisis en relaciones epistemológicas desvinculadas de
cualquier tensión social: ¡todo se reduce a la modernidad/colonialidad y la “matriz colonial del
poder”! Así las cosas, establecen que hay una disputa de “gentes” con sus “historias” por el
poder, pero nunca se analiza ¿cómo se origina la lucha por el poder y el control de los recursos?

En relación directa a lo anterior, Quijano no desaprovecha la opción para lanzar ataques contra
Marx, el materialismo histórico y su concepción de clases sociales, a la cual acusa de ser
reduccionista, dado que “se refiere única y exclusivamente a uno sólo de los ámbitos del poder, el
control del trabajo y de sus recursos y productos (…) todas las otras instancias de la existencia
social donde se forman relaciones de poder entre las gentes no son consideradas en absoluto o
son consideradas sólo como derivativas de las ‘relaciones de producción’ y determinadas por
ellas” (Quijano, 2007: 113).

¡Quijano no deja de sorprendernos por su total incomprensión del materialismo histórico! Por
momentos nos da la impresión que sus apuntes sobre “marxismo” los obtuvo de la lectura de un
“manual de formación política” editado por el estalinismo soviético de Guerra Fría. Bajo la
concepción materialista de la historia la producción no es un proceso técnico o unilateral, sino que
hace parte de una relación social que opera en la interacción entre las clases sociales, más
precisamente, en las formas de explotación y opresión social. Por esto Marx recalcó que las
condiciones materiales de producción determinan históricamente a los seres humanos: ¡dime
como produces y te diré quién eres! Si nos apegamos a la lógica de Quijano, esta aseveración
vendría a confirmar que la categoría de clases sociales es reduccionista, dado que la primacía
analítica está colocada en las relaciones de producción, en detrimento de otros ámbitos de la
sociedad donde se reproducen luchas de poder, como la sexualidad y el conocimiento.
Pero el materialismo histórico dista muchísimo de esa caricatura “economicista vulgar” y unilateral
que nos ofrece Quijano y compañía. Para Marx las relaciones de producción son la clave
estratégica para comprender el conjunto de la vida social, lo cual no se limita a la esfera del
intercambio económico. Por ejemplo, en el Manifiesto Comunista, Marx y Engels dedican varios
pasajes para problematizar la correspondencia entre las relaciones de clase, las ideas y la moral
de las sociedades: “¿Acaso se necesita una gran perspicacia para comprender que con toda
modificación sobrevenida en las condiciones de vida, en las relaciones sociales, en la existencia
social, cambian también las ideas, las nociones y las concepciones, en una palabra, la conciencia
del hombre? (…) Las ideas dominantes en cualquier época, no han sido nunca más que las ideas
de la clase dominante” (Engels y Marx, sin pie de imprenta: 96). Pero ambos autores van más
allá, pues adelantan ya una comprensión materialista de la opresión de las mujeres como
producto de la familia burguesa patriarcal, análisis que Engels profundizará más adelante en El
origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, donde establece que la opresión patriarcal
hacia las mujeres es producto de la división social del trabajo entre ricos y pobres.12
Continuando con sus críticas, Quijano considera que la noción de clases sociales es determinista
porque pre-configura el accionar de los seres humanos a partir de su ubicación en la producción
social, estableciendo que “las gente son portadoras” de conductas estructurales determinadas
automáticamente por su pertenencia de clase, negando cualquier espacio para la acción libre o
independiente de los individuos. Líneas atrás indicamos que las relaciones de producción
determinan históricamente a los seres humanos, lo cual no debe asumirse como un aplastamiento
de las “estructuras” sobre los individuos, tal como parece ocurrir en la mente de Quijano. Todo lo
contrario, la determinación histórica establece una relación dialéctica entre los límites del conjunto
de la actividad social y las posibilidades de cambio histórico, para el cual es indispensable la
intervención consciente y revolucionaria de los sujetos. Marx fue categórico al establecer los
términos de esta relación donde “las circunstancias hacen tanto a los hombres como los hombres
hacen a la circunstancias”, en contraposición al estructuralismo donde la historia se realiza sin
sujetos activos, así como contra cualquier interpretación idealista de los individuos por fuera de
cualquier realidad histórico-social. Este abordaje lo encontramos también en un texto de
formación política de Socialismo o Barbarie, donde se establece una relación dinámica entre la
determinación histórica, las clases sociales y las perspectivas de revolución social: “La
contemporaneidad de la historia no debe ser vista como algo puramente ‘objetivo’ que ocurre
paralelamente a nosotros, sino como un quehacer que, aunque parta de circunstancias
determinadas heredadas de las generaciones anteriores, nos implica, implica a las clases
fundamentales y su política, implica a la acción que los sujetos sociales llevan adelante en el
campo de la lucha de clases y transforma, para mal o para bien, la realidad de las cosas” (Saénz,
s/d: 17)
En realidad Quijano debate contra la noción de clases sociales del estructuralismo y otras
corrientes sociologistas, donde las clases son categorías abstractas que se definen
unilateralmente por variables “duras” como la relación salarial, capacidad de consumo, etc. Esto
dista muchísimo de la concepción dinámica del materialismo histórico, donde la realidad social se
interpreta desde la lucha de clases 13, cuyo desarrollo está mediatizado por la politización de la
clase obrera, paso crucial para transformarse de clase en sí en clase para sí, consciente de su
condición de explotada y oprimida que debe luchar por su emancipación social. Esto es
fundamental comprenderlo, pues nos remite a la praxis como parte del materialismo histórico,
donde se combina la teoría con la experiencia, en este caso, la practica revolucionaria.
La herida colonial, las historias locales y la geopolítica del conocimiento

En relación directa a la “matriz colonial del poder”, los decolonialistas argumentan que las
relaciones sociales están marcadas por la “herida colonial”, subproducto de los discursos racistas
de clasificación social. Por esto Mignolo sugiere que la opción decolonial “surge desde la
diversidad del mundo y de las historias locales que, a lo largo de cinco siglos, se enfrentaron con
‘la única manera de leer la realidad’ monopolizada por la diversidad (cristiana, liberal,
marxista) del pensamiento único occidental” (Mignolo, 2009: 254)
La cita anterior nos coloca frente a una de las categorías medulares de la epistemología política
decolonial: la geopolítica del conocimiento. Este enfoque se apoya en la “teoría de la
dependencia”, la cual sostiene que existe un diferencial de poder en la economía mundial entre
los países del centro y la periferia, lo cual es utilizado por los decolonialistas para señalar que
ocurre lo mismo en el plano del conocimiento debido a la “colonialidad del poder”. Debido a esto
se constituyó una “geopolítica del conocimiento” donde entran en juego las biografías individuales
y colectivas, determinando que toda forma de interpretar el mundo esté condicionada por el lugar
de enunciación dentro de la estructura de poder del mundo colonial moderno.

Coincidimos con Mignolo y los decolonialistas en que todo conocimiento (o interpretación del
mundo) guarda una correspondencia con la realidad concreta, pero diferimos sustancialmente al
respecto de que elementos constituyen dicha realidad (o al menos en la relación entre los
mismos). Para la geopolítica del conocimiento, como su nombre lo indica, lo fundamental son las
contradicciones “geopolíticas” entre bloques regionales, estableciéndose una relación desigual
entre los centros y la periferia a partir de un imperio epistemológico de la potencias coloniales.
Así, las contradicciones entre las clases sociales se sustituyen por los antagonismos derivados de
la “geopolítica” y la “matriz colonial del poder”. No obstante, Mignolo hace un esfuerzo por
subsanar este vacío en su propuesta, pero el resultado es un traslado mecánico de esta
“geopolítica imperial del conocimiento” a las relaciones sociales, estableciendo categorías
dicotómicas que explican los antagonismos sociales desde la “colonialidad del poder”: primitivos
versus civilizados, bárbaros versus europeos blancos/blancas, homosexuales y lesbianas contra
heterosexuales.

Aunado a esto, los decolonialistas argumentan que, dado el carácter geopolítico del conocimiento,
resulta imposible un conocimiento universal, pues toda forma de interpretar el mundo está
mediatizada por las historias locales. Esto deja en claro que la opción decolonial es una variante
del perspectivo epistemológico, donde toda conocimiento está restringido por la parcialidad y/o
contextos sociohistóricos específicos, careciendo de cualquier ángulo de totalidad (García,
2013).14 Grosfoguel da cuentas de este enfoque “perspectivista” cando sentencia que el “racismo
epistemológico es intrínseco al ‘universalismo abstracto’ occidental, que encubre a quien habla y
el lugar desde donde habla” (Grosfoguel, 2007b: 71).

Nótese la enorme contradicción de los decolonialistas, pues a la vez que identifican una “matriz
colonial del poder” en el marco de relaciones desiguales entre países del centro y la periferia
(imperialistas y semicoloniales en términos del marxismo), a la hora de plantear una forma de
comprender la “colonialidad” retroceden al sostener perspectivas estrictamente locales y
fragmentarias. Esto conduce a los decolonialistas a un relativismo epistemológico extremo (y por
ende político, como veremos en la próxima sección), donde la verdad y la objetividad son
prácticamente igualados a simples percepciones o creencias: “La opción decolonial, opción de
coexistencia conflictiva, es un pensamiento que asume desde el vamos la objetividad entre
paréntesis: creo en lo que creo y lo defiendo y entiendo que frente a mí hay otra posición
equivalente de alguien que defiende sus creencias pero sabe que la suya no es ‘la única manera
de leer la realidad’. Este es el espacio del diálogo pluri-versal” (Mignolo, 2009: 264).

Para Mignolo esto representa la “fractura epistemológica” del proyecto decolonial y, además,
aduce que por fuera de esto se quedan los “espacios universales” donde la objetividad se asume
como absoluta, en clara referencia a todos los proyectos de la modernidad, donde nuevamente
incluye al marxismo como un pensamiento con tendencias “totalizantes”. Efectivamente el
materialismo histórico dista de esta epistemología decolonial, y en buena hora que es así, pues
para los intereses de la clase obrera, los explotados y oprimidos, esta forma de “comprender” el
mundo equivale, por decirlo moderadamente, a un suicidio político.

Para graficar esta idea supongamos un diálogo “pluriversal” donde un trabajador sostenga que su
patrón lo explota en la fábrica, mientras que el mismo patrón alegue que ayuda a su “colaborador”
pues le garantiza un salario estable para vivir. ¿Quién tiene razón bajo la epistemología
decolonial? Si nos apegamos a lo expuesto por Mignolo….ambas posiciones serían formas
equivalentes de interpretar la realidad. Posiblemente algún decolonialista aduzca que el ejemplo
está viciado porque no puede existir un dialogo “pluriversal” entre un obrero y un patrón, dado que
existe una relación de poder. Entonces llevemos el razonamiento a otro escenario, por ejemplo la
vanguardia social compuesta por activistas independientes y organizaciones políticas. Es normal
que ante los procesos políticos existan diversas posiciones, muchas de las cuales se reflejan en
las asambleas (sindicales o estudiantiles) o en los periódicos de las organizaciones (por ejemplo
debates sobre las posiciones electorales o frente a gobiernos “progresistas”). Bajo los criterios del
marxismo revolucionario estos debates hacen parte de la lucha de tendencias, los cuales son
enriquecedores para el conjunto de la vanguardia. Desde la lógica decolonial esta lucha de
tendencias es descalificada como “sectarismo” y sería un intento por imponer una lectura única o
absoluta de la realidad. ¡Por donde se le mire los diálogos “pluriversales” son despolitizantes!

Es falso que el marxismo sostenga “verdades absolutas”, por el contrario, insiste en el carácter
histórico y práctico del conocimiento humano, lo cual Marx ya señalaba en la segunda tesis sobre
Feuerbach: “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva,
no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene
que demostrar la verdad (…) El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se
aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico”.15 En un sentido similar se
expresaba Trotsky cuando, al polemizar con el doctrinarismo panfletario de la burocracia
estalinista, recordaba que el “marxismo no tiene la pretensión de ser un sistema absoluto. Tiene
conciencia de su propio significado históricamente transitorio” (Trotsky, 2004: 166).

El problema de fondo que se plantea entre el marxismo y la epistemología decolonial es el


abordaje sobre el todo y las partes, entre lo universal y lo particular. Para el materialismo histórico
el mercado mundial y la historia universal son un producto histórico del desarrollo de las fuerzas
productivas realizadas por el capitalismo, una conquista a largo plazo de la humanidad pues
impuso una ruptura con el aislamiento de regiones enteras del planeta, constituyendo un
intercambio universal en todos los aspectos de la vida social (desde mercancías hasta las ideas).
Esto no significa desconocer que la universalización de las relaciones sociales se llevó a cabo,
como señalaran Marx y Engels, con la “artillería pesada” de la burguesía para forjarse “un mundo
a su imagen y semejanza”, cometiendo mil y un atrocidades en nombre del “progreso”. Pero ante
este desarrollo desigual y combinado, el materialismo histórico no antepone una valoración
romántica o maniqueísta de la historia, sino que avanza a plantear una perspectiva de
transformación social a partir de los desarrollos materiales alcanzados por el capitalismo para
construir un mundo sin explotación y opresión social, la cual está sintetizado magistralmente en la
última línea del Manifiesto Comunista: ¡Proletarios de todos los países, uníos!
Este enfoque de totalidad histórica del marxismo también incorpora dialécticamente a las
“historias locales”, pues es una concepción donde los conceptos y categorías están en tensión
constante con las particularidad de los contextos socio-históricos (García, 2013). Trotsky
destacaba que esta dialéctica entre lo universal y lo particular era parte fundamental del
materialismo histórico: “La esencia del marxismo consiste en esto, en que enfoca a la sociedad
concretamente, como sujeto de investigación objetiva, y analiza la historia como se haría en un
gigantesco registro de laboratorio. El marxismo considera la ideología como un elemento integral
subordinado a la estructura material de la sociedad. El marxismo analiza la estructura de clase de
la sociedad como una forma históricamente condicionada por el desarrollo de la fuerzas
productivas (…). Precisamente esta aproximación objetiva confiere al marxismo un poder
insuperable de previsión histórica” (Trotsky, 2004: 132-133)

Por el contrario, los decolonialistas carecen de cualquier ángulo de totalidad, lo cual termina por
manifestarse en su incapacidad de esbozar un planteamiento de emancipación universal contra la
“matriz colonial del poder”. En tanto críticos de la modernidad y los “grandes relatos”, argumentan
que los cambios históricos no son totales ni homogéneos, por lo cual resultan insustanciales los
debates en torno a si se producen por saltos o de forma gradual (Quijano, 2007). Así las cosas, el
marxismo revolucionario apunta desde 1848 un horizonte estratégico de lucha: la unidad de los
explotados y oprimidos del mundo para destruir el capitalismo y emancipar a la humanidad. En el
caso de los decolonialistas del siglo XXI son incapaces de plantear esto tan siquiera sobre el
papel, pues toda su propuesta termina siendo una justificación del etapismo en el cambio social,
al cual disfrazan con su epistemología perspectivista y la “coexistencia conflictiva” (este concepto
con derivas reformistas lo abordaremos en la próxima sección).

El sujeto colectivo decolonial

En sintonía con el planteamiento de “clasificación social”, los decolonialistas propugnan por la


formación de sujetos colectivos, cuya constitución se deriva de la “herida colonial”. Esto lo
sintetiza Mignolo cuando, apoyándose en la obra de Frantz Fanon, denomina al sujeto decolonial
como los “condenados de la tierra”: “Los condenados se definen por la herida colonial, y la herida
colonial, sea física o psicológica, es una consecuencia del racismo, el discurso hegemónico que
pone en cuestión la humanidad de todos los que no pertenecen al mismo locus de enunciación”
(Mignolo, 2007: 34).
Así, para los decolonialistas el sujeto colectivo se constituye a partir de los discursos opresivos y
no como consecuencia de la explotación de clases sociales. Dicho enfoque resulta muy similar a
los planteamientos posmodernos en torno a las identidades primarias (García, 2011), donde los
sujetos se establecen en correspondencia con su “comunidad” más cercana y vivencial (razón por
la cual el giro decolonial es utilizado también por activistas feministas y LGBT). Aunque se
presente como un discurso “radical” y/o contestatario, en realidad este razonamiento es
profundamente conservador y reaccionario. La centralidad en los “excluidos” es un subproducto
de la política neoliberal que, aprovechándose de la desestabilización y fragmentación de la nueva
clase obrera desde los años ochenta (mediante la tercerización y la migración), logró trasladar los
debates hacia nuevas coordenadas políticas mucho más favorables para los capitalistas: ¡de la
explotación de clases hacia la exclusión social, potenciando la división entre los explotados y
oprimidos!

Esto lo analiza con mucha agudeza Daniel Zamora, al destacar que con la “revolución neoliberal”
de Margaret Thatcher las discusiones comenzaron a orientarse exclusivamente alrededor de las
políticas de “inclusión social”, a lo cual se sumaron la gran mayoría de intelectuales y corrientes
de izquierda: “esta lógica – la redefinición de la pregunta social como un conflicto entre dos
facciones del proletariado más que entre el capital y el trabajo– puede todavía ser encontrada
tanto en la izquierda como la derecha (…) ambos extremos terminan aceptando, para el
detrimento de todos los ‘trabajadores’, la centralidad de la categoría de los ‘excluidos’” (Zamora,
2013: 2, traducción de Marcela Ramírez).

Precisamente esta lógica fragmentaria está implícita en la categoría de “condenados de la tierra”,


acuñada originalmente por Fanon en 1961. Este autor sostenía que en los países coloniales el
sujeto revolucionario era el campesinado, a la vez que pregonaba una perspectiva anti-obrera por
ser la “fracción más acomodada del pueblo”: “En los países colonialistas, el proletariado tiene
mucho que perder. Representa, en efecto, la fracción del pueblo colonizado necesaria e
irremplazable para la buena marcha de la maquinaria colonial: conductores de tranvías, mineros,
estibadores, intérpretes, enfermeros, etc.,…Son esos elementos los partidarios más fieles de los
partidos nacionalistas y que, por el sitio privilegiado que ocupan en el sistema colonial,
constituyen la fracción ‘burguesa’ del pueblo colonizado” (Fanon, 1999: 86). El escepticismo de
Fanon con respecto a la clase obrera llegaba a tales extremos que sostenía que en las ciudades
la revolución entraría por medio del lumpen-proletariado, “una de las fuerzas más espontáneas y
radicalmente revolucionarias de un pueblo colonizado” (Fanon, 1999: 102).

Dado que ninguno de los decolonialistas polemiza con estas valoraciones de Fanon (a quien, por
el contrario, reivindican como una de sus matrices teóricas), damos por un hecho que comparten
sus valoraciones sobre la clase obrera como privilegiados del sistema. En todo caso, de lo que no
queda duda es sobre el escepticismo que sostienen en torno a la definición de la clase obrera
como sujeto histórico, lo cual consideran hace parte de una visión teleológica de la historia.

Contrario a esta perspectiva, la definición de sujeto histórico del marxismo responde a un análisis
materialista de las relaciones burguesas de producción, específicamente en la contradicción entre
capital y trabajo. Ya adelantamos mucho de esto páginas atrás, así que nos limitaremos a realizar
algunos apuntes complementarios. En primer lugar, este tipo de ataques contra la centralidad de
la clase obrera ya eran comunes en tiempos de Marx y Engels, ante lo cual respondían que la
potencialidad objetiva del proletariado radicaba en ser la única clase que, para lograr su
verdadera liberación social, debía luchar a fondo contra toda forma de explotación y opresión
social de la sociedad burguesa. Esto lo sintetizaron magistralmente en un pasaje de La Sagrada
Familia: “Si los autores socialistas atribuyen al proletariado ese papel mundial, no es debido,
como la crítica afecta creerlo, porque consideren a los proletarios como a dioses (…) no puede él
libertarse sin suprimir sus propias condiciones de existencia. No pueden suprimir sus propias
condiciones de existencia, sin suprimir todas las condiciones de existencia inhumanas de la
sociedad actual que se condensan en su situación. No se trata de saber lo que tal o cual
proletario, o aun el proletariado íntegro, se propone momentáneamente como fin. Se trata de
saber lo que el proletariado es y lo que debe históricamente hacer de acuerdo con su ser” (Engels
y Marx, 2008: 51).
De la cita anterior se desprende que Marx y Engels no realizan ningún fetichismo de la clase
obrera como tal, tan solo remarcan su potencialidad objetiva para revolucionar el conjunto de la
sociedad burguesa, pues solo resulta victorioso “suprimiéndose a sí mismo y a su contrario”, en
otros términos, la única forma de liberarse de su condición de explotación es mediante la
destrucción de la propiedad privada capitalista, todo lo demás serían reformas a su condición de
clase explotada.

En segundo lugar, esta potencialidad objetiva se relaciona dialécticamente con la perspectiva de


“necesidad histórica” (lo cual no debe asumirse de forma mecanicista o teleológica), cuyo
desarrollo unitario se materializa en el terreno de la lucha de clases: “Pero que algo sea necesario
(¡y el socialismo lo es!), que estén dadas las precondiciones objetivas para ello, no quiere decir
que ineluctablemente se imponga. Porque como decía Marx, la historia no hace nada, no es
ningún tipo de agente independiente, los que la hacen, los que sienten y pelean, son los hombres
mismos. Las circunstancias objetivas sólo marcan las condiciones de su acción, sus alcances y
límites, su ‘posibilidad objetiva’, nunca el desenlace de los asuntos. Posibilidad objetiva que tiene
que ver con las condiciones materiales e históricas que hacen ‘necesarios’ determinados
desarrollos, pero no llevan teleológicamente a ellos: eso ya depende de las luchas de las fuerzas
vivas en la palestra histórica” (Sáenz, 2014).

Visto lo anterior, existe una relación directa entre la identificación de los sujetos sociales y las
perspectivas estratégicas de las corrientes políticas. En el marxismo revolucionario la apuesta por
la clase obrera como sujeto social determina un planteamiento de revolución social contra el
capitalismo, pues la única forma de liberar a la clase obrera de su explotación es destruyendo las
relaciones burguesas de producción. Esto no debe dar paso a una posición sectaria frente a otras
clases o sectores oprimidos en la sociedad capitalista, lo cual sería incurrir en un “obrerismo
panfletario” que dista muchísimo del marxismo revolucionario. La experiencia histórica del siglo
XX demostró que para el triunfo de la revolución proletaria es fundamental ganarse el apoyo de
esos sectores en la perspectiva de instaurar un gobierno de la clase obrera, los explotados y
oprimidos. Algo de lo cual el marxismo revolucionario siempre dio cuentas, tal como quedó
expuesto en la sección anterior que abordamos el debate entre Lenin y Trotsky sobre el
colaboracionismo revolucionario entre la clase obrera y el campesinado, criterio extensible en el
siglo XX a otros sectores sociales.

En el caso del giro decolonial (y otras variantes autonomistas y populistas), el énfasis en los
“condenados de la tierra” conlleva a una perspectiva estrictamente contra la “matriz colonial del
poder” y sus discursos “racistas”, dejando incólume la explotación de clases sociales. Esto mismo
acota Zamora cuando destaca que “La nueva centralidad de los ‘excluidos’ o los ‘de clases bajas’
no solo cambia los términos del problema sino que también cuenta como una solución” (Zamora,
2013: 3). Sobre esto nos referiremos en el siguiente acápite.

III. ¿Emancipación social o liberación decolonial? Un debate sobre programa y


organización
Los debates con la historiografía y la epistemología decolonial no son asuntos académicos, sino
que remiten a problemas de estrategia en torno al carácter del programa y el tipo de organización
social que se piensa. En el caso del proyecto decolonial su propuesta se reduce a un accionar
enteramente reformista que, más allá de su retórica “radical”, no cuestiona el imperio del Estado
burgués sobre el conjunto de la vida social. Por el contrario, sus principales autores se esfuerzan
por sustentar teóricamente a los gobiernos populistas burgueses y las experiencias de
autogestión paralela al poder estatal (como el zapatismo), sin dejar de lado sus ataques
furibundos contra el marxismo revolucionario y su lucha por la emancipación social.

Mignolo expresa bien la estrategia reformista decolonial, al señalar que “ya no es izquierda, sino
otra cosa: es desprendimiento de la episteme política moderna, articulada como derecha, centro e
izquierda; es apertura hacia otra cosa, en marcha, buscándose en la diferencia” (Mignolo,
2007b:30-31). De ahí que el epicentro de su propuesta es “la descolonización del saber y del ser”
y la lucha por la “liberación” en todas las escalas (individual, social o colectiva), donde según el
lugar de “enunciación” se determinará qué proyecto desarrollar.

¿Reforma o revolución en América Latina?

Páginas atrás rebatimos las acusaciones de Anibal Quijano contra la categoría de “imperialismo”
de Lenin, a quien acusaba de ser un etapista histórico. Lo más ridículo del caso es que este autor
es el principal ideólogo de la noción del cambio “heterogéneo”, eufemismo que utiliza para
esconder su planteamiento reformista. En la visión de Quijano las relaciones de poder en el
capitalismo no son homogéneas, sino que están compuestas por “historias diversas y
heterogéneas”, motivo por el cual “el proceso de cambio de dicha totalidad capitalista no puede,
de ningún modo, ser una transformación homogénea y continua del sistema entero, ni tampoco
de cada uno de sus componentes mayores. Tampoco podría dicha totalidad desvanecerse
completa y homogéneamente de la escena histórica y ser reemplazada por otra equivalente”
(Quijano, 2000: 223). Agrega, además, que los debates en torno a si los cambios sociales se
producen de forma gradual o por saltos, son insustanciales dado que no implican una “ruptura
epistemológica”.

Aunque Quijano disimule su planteamiento con una retórica academicista, el trasfondo de su


política reformista salta a la vista: las sociedades son “heterogéneas”, por lo cual sólo es posible
realizar cambios desiguales (léase parciales) y nunca totales. En otras palabras, arriba a la misma
conclusión estratégica del etapismo estalinista: en el actual momento histórico (¡que no tiene
principio ni final en realidad!) la tarea es reformar el capitalismo y luchar por “otro mundo posible”.

Acá se comienzan a hacer patentes las conclusiones estratégicas del abordaje historiográfico y
epistemológico decolonial, pues al colocar la centralidad de su proyecto en combatir la “matriz
colonial del poder” y en la agenda fragmentaria de los sujetos colectivos (los “condenados de la
tierra”), termina por renunciar a luchar por un proyecto alternativo al capitalismo, o lo que es lo
mismo, ¡se decreta que la revolución social está por fuera de la agenda histórica! Mignolo nos
coloca de frente a esta estrategia decolonial: “En la medida en que la opción decolonial confronta
la matriz colonial de poder (…), la tarea a futuro no es tanto pelear con los molinos de viento
llamados ‘capitalismo global’ sino con las intrincadas fases, esferas y dominios en los que hoy la
matriz colonial de poder está en disputa en un orden mundial policéntrico” (Mignolo, 2009: 274).

¡El objetivo explícito del proyecto decolonial es luchar contra la “colonialidad del poder” y no
contra la explotación y opresión del capitalismo!16 ¿Qué significa esto en términos prácticos?
Pues que a diferencia de los marxistas que persiguen “molinos de viento”, los decolonialistas se
concentran en pelear por la “liberación” de las “gentes” en sus espacios de interacción social, por
lo cual la “corporeidad” desempeña un lugar central para esta tarea. Por donde se le mire, esto es
una orientación abiertamente reformista, pues al no asumir la pelea contra la totalidad del orden
social burgués e instaurar una nueva forma de organización social para el conjunto de los
explotados y oprimidos, el énfasis se coloca en los momentos “parciales” de la liberación de las
“gentes”.

Lo anterior nos remite al clásico debate entre reforma y revolución. Para el marxismo
revolucionario la estrategia consiste en enlazar cada lucha parcial en la perspectiva de la
revolución socialista, estableciendo una dialéctica entre fines y medios. Así, las peleas por
reformas son momentos tácticos de las luchas de los explotados y oprimidos, cuyo principal valor
reside en su aporte a la politización de lo sujetos que se organizan y luchan. En el caso del
reformismo las cosas están invertidas, pues su estrategia consiste en desvincular las luchas
parciales de un proyecto de revolución social, haciendo de las reformas concretas un fin en sí
mismas.

Para los decolonialistas su estrategia reformista se justifica por el carácter “heterogéneo” de las
sociedades, donde conviven “gentes” con “historias diversas” y, muy importante, porque sostienen
que la relación salarial es la menos extendida geográfica y demográficamente, por lo cual la clase
trabajadora es socialmente minoritaria (Quijano, 2007). En realidad las estadísticas del siglo XXI
apuntan en un sentido contrario, pues la tendencia es hacia una creciente proletarización en todo
el orbe, constituyéndose una nueva clase obrera (muy tercerizada y fragmentada) y sociedades
mayoritariamente urbanas: “entre 1970 y el 2010, el número de trabajadores en los países
avanzados pasó de 300 millones a 500 millones. Pero en los países pobres, su número,
incluyendo dependientes inmediatos, pasó de 1.100 millones a entre 2.500 y 3.000 millones
(…) nunca como a comienzos de este siglo XXI los explotados y oprimidos del mundo han sido
tan proletarios como hoy” (Sáenz, 2012: 89-90).
Por otra parte, es absurdo sostener que la heterogeneidad de las sociedades impide realizar un
cambio del conjunto del sistema capitalista. Desde la perspectiva del desarrollo desigual y
combinado de Trotsky, el capitalismo en su fase imperialista era un factor clave que alteraba las
relaciones entre las clases sociales en los países coloniales y semicoloniales, a los cuales se les
imponía el salto de etapas en su desarrollo histórico y se constituían formaciones sociales
combinadas, cuyo carácter específico se comprendía dentro de la totalidad del capitalismo
mundial. Por eso en Trotsky el carácter desigual y combinado no es una justificación para
rechazar la perspectiva de la revolución socialista en los países semicoloniales, por el contrario la
dotaba de mayor actualidad al determinar la necesaria combinación entre las tareas democráticas
y las socialistas como parte de un mismo proceso político revolucionario “Los países coloniales y
semicoloniales son, por su misma naturaleza, países atrasados. Pero los países atrasados son
parte del mundo dominado por el imperialismo (…) De la misma manera se determina la política
del proletario de los países atrasados: las luchas por los objetivos de independencia nacional y de
democracia burguesa más elementales se combinan con la lucha socialista contra el imperialismo
mundial. Las reivindicaciones democráticas, las reivindicaciones transitorias y las tareas de la
revolución socialista no se separan en épocas históricas durante esta lucha sino que emanan
inmediatamente unas de otras” (Trotsky, 1971: 247).

En relación directa (y diríamos complementaria) a su perspectiva reformista, los decolonialistas


también sostienen elaboraciones “autonomistas” que rechazan la lucha por el poder del Estado,
acusando al marxismo de “superestructuralista” por cifrar sus expectativas de cambio social
desde la institucionalidad: “la idea de que el socialismo consiste en la estatización de todos y
cada uno de los ámbitos del poder y de la existencia social, comenzando con el control del trabajo
(…) hace de una superestructura, el Estado, la base de la sociedad. Y escamotea el hecho de
una total reconcentración del control del poder, lo que lleva necesariamente al total despotismo de
los controladores, haciéndola aparecer como si fuera una socialización del poder, esto es la
redistribución radical del control del poder” (Quijano, 2000: 241).

De esta cita se desprenden tres aspectos centrales por debatir. Primero, la falsa equivalencia
entre socialismo y estatización. Desde Socialismo o Barbarie realizamos un balance estratégico
de las revoluciones de la segunda posguerra del siglo XX, producto de las cuales surgieron
Estados autodenominados “socialistas” y “obreros” porque expropiaron a la burguesía, aunque en
la práctica se establecieron gobiernos burocráticos donde la clase obrera no tenía control
democrático del Estado y la toma de decisiones mediante sus organismos y partidos. Al respecto
de esto señalábamos que “se pierde de vista que la expropiación en sí todavía no es una tarea
propiamente socialista, sino que depende del sentido de la evolución ulterior. Esto es, del
desarrollo de una verdadera tendencia a la socialización de la producción (…) no se trata sólo
de cuáles son las tareas, sino de cómo (los medios) y quién (el sujeto) las lleva a cabo” (Sáenz,
2004: 51).
Segundo, un posicionamiento antiestatista muy similar al planteamiento de John Holloway (otrora
referente del autonomismo mundial) con su famoso “cómo cambiar el mundo sin tomar el poder”.
En realidad el marxismo no hace de la toma del poder y control del Estado un fin en sí mismo,
sino que se relaciona directamente con una apreciación materialista de la lucha de clases, de lo
cual se desprende que el Estado es el epicentro de las relaciones políticas en la sociedad y, por
lo mismo, su control democrático por parte de la clase obrera es fundamental para consumar un
proyecto de transición hacia el socialismo. Renegar de la centralidad del Estado en la vida social
es una pose ultraizquierdista e infantil, cuyo trasfondo implícito es la renuncia a no transformar el
conjunto de la sociedad, tal como sostienen los decolonialistas. En este sentido resultan atinadas
las palabras de Lenin cuando señalaba que “fuera del poder todo es ilusión”.
Tercero, una reproducción criolla de la “ley de hierro de las oligarquías”, al determinar que la
burocratización es consecuencia directa de concentrar el poder en el Estado. Dicha tesis fue
sostenida por el alemán Robert Michels a comienzos del siglo XX, para quien era inevitable que
las organizaciones se burocratizaran en el poder, tal como le sucedió a la socialdemocracia
alemana a finales del siglo XIX tras su ascenso en el parlamento alemán (Sáenz, 2014). Esta
concepción denota un enfoque teleológico de la historia, pues parte de suponer que toda
revolución que tome el poder devendrá inevitablemente en un proceso de burocratización. En
esto incurre Quijano cuando, subrepticiamente, “explica” el estalinismo como una consecuencia
directa de la revolución bolchevique.
Esta ambivalencia entre el autonomismo y el reformismo, se vincula directamente con la
centralidad de los “condenados de la tierra” en el proyecto decolonial, determinando que su
agenda esté restringida por la “inclusión social” antes que por la emancipación social. Son
perspectivas complementarias que rechazan la centralidad de la clase obrera y no cuestionan el
imperio del Estado burgués sobre el conjunto de la sociedad, ante lo cual su respuesta es realizar
cambios parciales y fragmentarios. Al respecto de esto, nos parece atinadas las palabras de un
texto de Socialismo o Barbarie a propósito de las rebeliones populares de América Latina y el
auge de los movimiento sociales: “No hay sucedáneo orgánico posible para la clase trabajadora
urbana si lo que se pretende es orientar la lucha social en el sentido de erigir un nuevo orden
opuesto a y superador del capitalismo. Va de suyo que la clase trabajadora necesita articular y
encabezar una alianza social con todas las capas sociales explotadas y oprimidas. Pero por fuera
de ella y de su hegemonía sólo hay o bien reformismo (…), o bien la utopía reaccionaria de la
construcción de una sociedad ‘paralela’ en los ‘intersticios de la sociedad capitalista’” (Yunes,
2005: 12).

Reteorizando vías de coexistencia con el Estado burgués

El rechazo a un proyecto de revolución social conlleva, inexorablemente, a sostener “alternativas”


de convivencia con el Estado burgués. Una muestra de esto son las teorizaciones decoloniales
sobre la “coexistencia” de varios mundos, premisa que hace parte del ideario político del Foro
Social Mundial (FSM) y del movimiento zapatista. Explícitamente Mignolo se refiere a esto,
cuando aduce que para el giro decolonial “no se trata únicamente de una conciencia de oposición
o resistencia. Se trata de actuar para desligarse y mirar a un futuro en el que «otros mundos son
posibles», como afirma el discurso del Foro Social Mundial, o «encaminarse hacia un mundo en el
que sea posible la coexistencia de varios mundos», como nos dicen los zapatistas” (Mignolo,
2007: 160). Esta formulación coincide con la lógica del cambio heterogéneo de Quijano, donde
cada sujeto colectivo construye su proyecto de liberación en los márgenes de su “geopolítica del
conocimiento”. También es consecuente con el enfoque unilateral de las “historias locales”,
ángulo particularista mediante el cual se abandona cualquier criterio de totalidad y, por lo mismo,
se termina por enarbolar la bandera de la coexistencia social.

Por eso los decolonialistas defienden un programa que no cuestiona el Estado burgués en su
conjunto y, por el contrario, impulsan políticas reformistas de inclusión social de los “condenados
de la tierra” en la institucionalidad burguesa. Un ejemplo es cuando Mignolo celebra acríticamente
las políticas de “interculturalidad” de algunos gobiernos en América Latina, donde los movimientos
indígenas “coparticipan” en el Estado y la educación, lo cual asume como parte de la
“descolonización del ser y del saber” en la región (Mignolo, 2007).

Entonces para Mignolo es correcto que un movimiento social “coparticipe” en un Estado a partir
de un criterio unilateral: que sea “pluricultural” e incorpore otras “cosmologías”, obviando cualquier
referencia a su carácter de clase burgués y, por lo tanto, explotador y opresor. Esto, insistimos, es
consecuencia directa del abandono de un criterio clasista comprender la realidad social, por lo
cual la política se estructura desde la lógica de los “excluidos”, cuyo resultado es una adaptación
al Estado burgués al cual “embellece” calificándolo como más democrático o decolonial por sus
políticas “pluriculturales”, aunque prosiga explotando y oprimiendo a otra gran parte de las
sociedad. Así, la fragmentación política del sujeto colectivo decolonial y sus agendas unilaterales
desde las “historias locales”, terminan por colocar a los movimientos sociales más cerca de la
burguesía “plurinacional” (o progresista), antes que fomentar la unidad de todos los explotados y
oprimidos en lucha por un mismo proyecto de emancipación social (lo cual desde la
decolonialidad equivaldría a incurrir en una política desde la “colonialidad del poder”).
Desde ya señalamos que apoyamos las luchas de los pueblos originarios por exigirle a los
Estados el reconocimiento de sus reivindicaciones, en particular las que atañen al derecho a la
autodeterminación nacional. Como parte de esto es válido (y necesario) luchar por reformas que
amplíen sus derechos políticos, pero nunca sin perder de vista el carácter de clase de dicho
Estado. Al respecto de esta temática, desde Socialismo o Barbarie contamos con varias
elaboraciones donde abordamos el problema de la opresión contra los pueblos originarios desde
una perspectiva clasista, en particular sobre el caso de Bolivia. A propósito de las rebeliones
populares en ese país a finales del siglo XX e inicios del presente, planteábamos que “el Estado
boliviano no es sólo un Estado capitalista, sino un estado de opresión racial blanca sobre la
población originaria indígena de estas tierras. Por lo tanto, desde el marxismo revolucionario es
una tarea de primer orden reconocer el derecho de estas nacionalidades a su autodeterminación
de manera incondicional” (Sáenz, 2005: 42). Por esto, antes que sostener como estrategia la
“coparticipación” en el Estado, lo pertinente es enlazar las luchas por reformas políticas con un
planteamiento de refundación social de nuestras naciones desde la clase obrera, los explotados y
oprimidos, como parte de un proyecto internacionalista.
Por otra parte, Mignolo también defiende las experiencias de autogestión “paralelas” al Estado
burgués, donde las comunidades desarrollan sus propias formas de organización social. Con
respecto a “Los Caracoles” zapatistas en el sur de México, argumenta que “son asambleas
comunitarias indígenas interconectadas que colaboran entre sí para «inventar» (…) sus propias
formas de organización social, política y legal. En cuanto a la estructura económica, en lugar de
regirse por los principios de un mercado competitivo, recurren a la reciprocidad. Sus
subjetividades se moldean por medio de la colaboración, no de la competencia.” (Mignolo, 2007:
145).

Aunque defendemos el derecho de los pueblos para autogestionarse contra el Estado burgués y
la violencia del crimen organizado (fenómeno que actualmente está muy extendido en México),
también somos claros en afirmar que se ocupará más que esto para destruir de raíz toda forma
de explotación y opresión. Desde nuestra perspectiva esto pasa por destruir el poder central de la
burguesía e instaurar un gobierno unitario de todos los explotados y oprimidos, apropiándose de
la industria y otras “palancas” materiales del capitalismo para crear las condiciones de una
sociedad emancipada. Por el contrario, para los decolonialistas la solución remite a refugiarse en
“comunas” donde no aplique la lógica del capitalismo, una política muy característica de las
corrientes autonomistas y populistas en América Latina que pregonan un romanticismo de
izquierda mediante el cual embellecen las prácticas de autosubsistencia comunal como estrategia
para vivir al margen del Estado burgués.

La experiencia del actual zapatismo da cuentas de esto, pues durante muchos años este
movimiento tuvo como orientación estratégica alcanzar acuerdos de “coexistencia” con los
gobiernos burgueses mexicanos, algo que el mismo Mignolo señala pero que pasa por alto: “En
2001, tras la asunción de Vicente Fox como presidente de México, los zapatistas marcharon a pie
hasta México DF, con la esperanza de iniciar un trabajo conjunto con el nuevo gobierno. Los
Acuerdos de San Andrés, firmados en ese momento, fracasaron porque el gobierno no cumplió
sus promesas. La reacción de los zapatistas no fue quejarse sino dar la espalda al gobierno y
dedicarse a crear alternativas propias; por ejemplo, pusieron en marcha organizaciones
socioeconómicas independientes llamadas «Los Caracoles»” (Mignolo, 2007: 145). Quizás para
Mignolo “dar la espalda al gobierno” y limitarse a fundar “Caracoles” sea una respuesta muy
“decolonial”, pero estamos seguros que para la clase trabajadora, los explotados y oprimidos de
México la realidad es mucho más compleja, pues el gobierno y la burguesía no hacen lo mismo,
sino que prosiguen gobernando el país con una gran violencia…Ayotzinapa es un recordatorio de
eso. Ciertamente los zapatistas decoloniales no son responsables de la barbarie de la burguesía
mexicana, pero tampoco son una alternativa ante la misma. Ese es nuestro punto.

Una adaptación al populismo burgués y el capitalismo de Estado

Otra expresión del reformismo decolonial es su posición frente a los gobiernos populistas de
América Latina, a los cuales insertan en una segunda ola independentista en la región al
caracterizar que presentan una “plataforma epistémica” diferente a la modernidad colonial: “La
plataforma epistémico-política de Hugo Chávez (metafóricamente, la revolución bolivariana) ya no
es la misma plataforma en la que se afirmó Fidel Castro (metafóricamente, la revolución
socialista). Son otras las reglas del juego que están planteando Chávez en Venezuela y Evo
Morales en Bolivia”. Más adelante agrega que “podríamos ver a Lula da Silva, Néstor Kirchner y
Tabaré Vázquez como ‘momentos de transición’ entre la plataforma epistémico-política de Castro,
por un lado, y la de Chávez y Morales, por otro” (Mignolo, 2007b: 31).

Recordemos que para el giro decolonial la lucha es contra la “matriz colonial del poder”,
inaugurada en su momento por los imperialismos europeos y sostenida posteriormente por los
Estados Unidos. Dentro de este esquema la estrategia pasa por la “descolonización del ser y del
saber”, tarea en la cual los gobiernos nacionalistas burgueses cumplen un papel importante por
sus proyectos de Estados “pluriculturales” y disputas con el imperialismo, particularmente con el
estadounidense. Este razonamiento es muy similar al que sostienen los teóricos del populismo
latinoamericano, quienes caracterizan a los gobiernos por las “significaciones discursivas”,
incurriendo en una interpretación de la realidad en clave idealista.17

Justamente esto acontece con los decolonialistas, cuyo proyecto se articula desde los enfoques
epistemológicos alternativos a la “colonialidad del poder”, lo cual termina por convertirse en un
cheque en blanco para adaptarse a cualquier gobierno burgués reformista. Desde este ángulo se
pierde cualquier referencia al carácter de las relaciones sociales que imperan en los Estados que
dirigen los gobiernos populistas afines al proyecto decolonial, pues el énfasis se coloca en su
política de confrontación con el “imperialismo epistémico” de la Europa moderna y los Estados
Unidos (Mignolo, 2009).

En ningún momento entra en la perspectiva decolonial la refundación social y política de los


Estados desde una lógica anticapitalista y de transición al socialismo, lo cual implicaría un
abordaje crítico del balance de los gobiernos populistas burgueses en la región que, más allá de
algunas reformas parciales al capitalismo neoliberal reinante en las últimas décadas del siglo XX,
nunca avanzaron hacia una ruptura con las relaciones sociales de explotación y opresión
capitalista. Esto es valedero incluso para el caso del chavismo y su “plataforma epistémica” del
“socialismo del siglo XXI”, la variante más radicalizada (al menos discursivamente) de esta oleada
de populismos, a pesar de lo cual nunca dejó de ser un gobierno burgués que garantizó la
continuidad del capitalismo en Venezuela: “la continuidad de la gran propiedad privada –y de un
capitalismo de Estado que no significa que la economía está en manos de los trabajadores-; la
existencia de una Fuerzas Armadas que, por muy ‘bolivarianas’ que se reclamen, no son milicias
populares sino el mantenimiento del monopolio de la fuerza por parte de un Estado que,
evidentemente, sigue siendo burgués; la continuidad y reforzamiento del mecanismo plebiscitario
y de las instituciones de ‘representación’ que, por más ‘participativas’ que se califiquen, de
ninguna manera constituyen organismos de poder de las masas. El Estado populista burgués
chavista podrá ‘reformar’ todo lo que se quiera…pero lo que evidentemente nunca podrá ser es el
‘semi-estado de los obreros armados’ al que se refería Lenin; es decir, basado en sus propios
organismos de representación y violencia organizada contra la clase capitalista” (Rojo, 2007: 38).
Mignolo procura revestir su propuesta con alguna referencia a relaciones políticas concretas,
para lo cual recurre al correlato de integración económica de la “patria grande”…. el Mercosur, al
cual presenta como un caso de ruptura epistemológica desde una “geopolítica del conocimiento”
propia, en oposición a los acuerdos de libre comercio impulsados por los Estados Unidos, lo cual
da cuentas de una independencia política del “Norte” y donde destaca que Brasil juega un papel
central en esta redefinición identitaria de América Latina (Mignolo, 2007)

Esta valoración del Mercosur es totalmente desproporcionada y mentirosa, pues aunque esta
alianza económica se constituyó por fuera de la conducción directa del imperialismo
estadounidense, en ningún momento tuvo por objetivo romper con las lógicas de supeditación al
mercado capitalista internacional. Por el contrario, el Mercosur confirmó la incapacidad de las
“burguesías nacionales” de estos países por llevar a fondo un proyecto de liberación nacional,
pues tras veinte años de “integración” el resultado es la continua supeditación de sus integrantes
al mercado mundial como productores de materias primas o centros de ensamblaje para las
empresas transnacionales: “El lugar de Brasil y de Argentina en la división mundial capitalista del
trabajo está muy claro: proveedores de materias primas y factoría global (de menor escala, desde
ya) de ensamblado de automotores para compañías imperialistas. El Mercosur, a más de 20 años
de su nacimiento, no sólo no ha cuestionado ese status de ambos países sino que ha contribuido
a reforzarlo” (Yunes, 2014: 5).

Los gobiernos populistas de América del Sur marcaron un cambio político en la región con
relación a sus predecesores de los noventa, muchos más sometidos a los designios del
Consenso de Washington. En algunos casos aplicaron medidas reformistas y redistribuyeron la
renta nacional entre más sectores de la población, dando cuenta de las enormes presiones que
ejercieron los movimientos de trabajadores y otros sectores sociales en el marco de las
rebeliones populares de principios del siglo XXI. Incluso en algunos casos realizaron reformas
para dotar de mayores derechos políticos a los pueblos originarios, como declarar a sus Estados
como “plurinacionales”. Pero esto no implica que sean gobiernos de ruptura con la burguesía y en
transición al socialismo: “Ni uno solo de esos gobiernos dio pasos sustantivos en ese sentido.
Más bien, todos, con sus ritmos y sus matices, fueron poco a poco asumiendo la realidad del
capitalismo mundializado y abandonaron toda pretensión de ‘antiimperialismo’ siquiera verbal. En
todo caso, a lo más que aspiraron fue a mostrar que su proyecto de integración al capitalismo
global proponía alguna salvaguarda más y un manejo un poco menos cipayo que el
neoliberalismo puro de los años 90. Y eso fue todo” (Yunes, 2014: 5).

¿Partido de vanguardia o movimiento de retaguardia?

Por último nos referiremos al debate decolonial con la teoría de la organización leninista, donde
varios de sus autores sacan a relucir sus mayores prejuicios anti-comunistas, en particular Aníbal
Quijano y Ramón Grosfoguel. Ambos coinciden en su crítica al leninismo por considerarlo una
concepción “mesiánica” de la política, de forma tal que la revolución se realizaría a partir de una
organización de iluminados que llevaría a las masas la conciencia mediante sus programas
científicos. Las posturas de Quijano y Grosfoguel, antes que constituir una crítica profunda o
innovadora al leninismo, son una mezcla de “lugares comunes” empleados por la derecha durante
la Guerra Fría y otras provenientes desde las corrientes posmodernas, en particular de los
ideólogos del autonomismo.18 Las mismas parten de una lectura superficial del planteamiento de
Lenin en el ¿Qué hacer?, obra que sintetiza muchos aspectos de la teoría de la organización del
partido revolucionario.
En el caso de Quijano fundamenta su crítica a partir del “desacople” entre la noción de clases
sociales y sujeto histórico con la realidad, donde las “gentes” no portan ninguna conciencia
intrínseca a su clase social. Aduce que Lenin resolvió este problema mediante una formulación
mecánica, donde la conciencia política “sólo podía ser llevada a los explotados por los
intelectuales burgueses (Kautsky-Lenin) como el polen es llevado a las plantas por las abejas”
(Quijano, 2007: 112). En un sentido similar se refiere Grosfoguel, aunque en su caso emplea
argumentos bastantes más vulgares al relacionar a Lenin con el mesianismo judeocristiano: “En
Lenin, vía Kautsky, se reproduce el viejo episteme colonial, donde la teoría es producida por las
élites blancas-burguesas-patriarcales-occidentales y las masas son entes pasivos, objetos y no
sujetos de la teoría. Tras el supuesto secularismo, se trata de la reproducción del mesianismo
judeo-cristiano, encarnado en un universo secular marxista de izquierda” (Grosfoguel, 2007b: 76).

Estas diatribas se originan en una referencia a Kaustky que Lenin incluyó en el ¿Qué hacer?, con
el objetivo de fortalecer su análisis de que la conciencia socialista era externa a la lucha
económica de la clase obrera. La cita en cuestión señalaba que “el portador de la ciencia no es el
proletariado, sino la intelectualidad burguesa (…): es del cerebro de algunos miembros de esta
capa de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos quienes lo han transmitido a los
proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuales lo introducen luego en la lucha de
clase del proletariado allí donde las condiciones lo permiten. De modo que la conciencia socialista
es algo introducido desde fuera (…) en la lucha de clase del proletariado, y no algo que ha
surgido espontáneamente (…) dentro de ella” (Citado en Lenin, 1970b: 149). A partir de esto, los
decolonialistas (y muchos autores autonomistas) establecen que hay una línea directa entre el
planteamiento de Kautsky con el de Lenin, suposición que pareciera cierta pues lo emplea como
una referencia de autoridad en su principal escrito sobre teoría de la organización revolucionaria.
Nuestra postura es totalmente diferente, pues aunque Lenin recurre a Kautsky para consolidar
sus argumentos, a lo largo del ¿Qué hacer? desarrolla una profunda reflexión sobre el problema
de la adquisición de la conciencia política, tomando como punto de partida las experiencias de
lucha de la clase obrera, los explotados y oprimidos, ángulo que lo diferencia de Kautsky. La
desafortunada referencia a Kaustky se explica porque contenía un aspecto correcto y que
coincidía con el debate de Lenin con los economicistas: la conciencia socialista no surge de forma
espontánea de la lucha económica, por lo cual tenía que ser elaborada por un grupo específico.19
Pero esta coincidencia es solamente arcial, pues en el caso de Kautsky daba paso para justificar
que eran los miembros de la burguesía quienes elaboraban y trasmitían la “ciencia” a los
“proletarios destacados por su desarrollo intelectual”, quienes a su vez lo trasladarían a la lucha
de clases cuando fuese posible. Esta es una concepción muy mecanicista y “magistral” de la
política, la cual se reduce a un proceso unilateral de trasmisión de ideas y desvinculada de los
procesos de lucha de la clase obrera como tal, donde la relación entre el partido revolucionario y
la clase obrera está fragmentada.
Esto dista enormemente de la teoría de la organización en Lenin, la cual está permanente
tensionada en torno a garantizar una relación directa entre las masas obreras dispersas y el
partido revolucionario. Esto ya lo planteaba en ¿Por dónde empezar? (antecesor directo del ¿Qué
hacer?), donde señalaba que “la tarea inmediata de nuestro partido no debe consistir en llamar al
ataque, ahora mismo, a todas las fuerzas con que cuenta, sino en llamarlas a constituir una
organización revolucionaria capaz de unificar todos los sectores y de dirigir el movimiento no sólo
nominalmente, sino en la realidad, es decir, una organización que esté lista para apoyar toda
protesta y toda explosión, aprovechándolas para multiplicar y robustecer los efectivos aptos para
el combate decisivo” (Lenin, 2015: 4).
De esta forma la intervención política no se limita al acto de “trasmitir” una verdad científica a los
obreros más avanzados, sino de construir un partido revolucionario que ganara para sus filas a
esos obreros y, de esta manera, desarrollar un trabajo orgánico sobre el movimiento obrero en
sus luchas. Esto es fundamental para cualquier perspectiva revolucionaria, pues la experiencia
histórica demuestra que la clase obrera de manera espontánea no podía alcanzar una conciencia
socialista, por el contrario, librada a su propia suerte tiende a asimilar con mayor facilidad la
ideología burguesa, mucho menos elaborada que la socialista y que cuenta con muchísimos
canales de transmisión social (escuela pública, instituciones políticas, iglesias, etc.).

Para Lenin lo espontáneo era solamente la forma embrionaria de la conciencia y para su


desarrollo era imprescindible un partido revolucionario que se “metabolizara” con la clase obrera
para politizarla hacia una perspectiva socialista, con mucha más razón dado el carácter
fetichizado de las relaciones sociales en el capitalismo (Sáenz, 2009). Esta era la única forma de
romper la fragmentación de la conciencia de la clase trabajadora, los explotados y oprimidos,
colocando en pie una organización revolucionaria que fuera parte orgánica de sus luchas
cotidianas, pero articulándolas en una perspectiva revolucionaria, es decir, contra el conjunto del
Estado burgués: “La socialdemocracia dirige la lucha de la clase obrera no sólo para obtener
condiciones ventajosas de venta de la fuerza de trabajo, sino para que sea destruido el régimen
social que obliga a los desposeídos a vender su fuerza de trabajo a los ricos. La socialdemocracia
representa a la clase obrera no sólo en su relación con un grupo determinado de patronos, sino
en sus relaciones con todas las clases de la sociedad contemporánea, con el Estado como fuerza
política organizada. Se comprende, por tanto, que los socialdemócratas no sólo no pueden
circunscribirse a la lucha económica, sino que ni siquiera pueden admitir que la organización de
las denuncias económicas constituya su actividad predominante. Debemos emprender
activamente la labor de educación política de la clase obrera, de desarrollo de su conciencia
política” (Lenin, 1970b: 169).

Así, la construcción y desarrollo del partido revolucionario en Lenin no responde a un criterio


“mesiánico”, sino que parte de un análisis de las relaciones sociales en el capitalismo y su
impacto en la conciencia de los explotados y oprimidos. La superación del fetichismo en el
capitalismo no se produciría de forma espontánea en el conjunto de la clase trabajadora, mucho
menos surgiría en los márgenes estrechos de la lucha por mejores salarios o condiciones
laborales –cosa que niega, de paso, cualquier atisbo de determinismo economicista en la
perspectiva marxista de Lenin, como sostienen los decolonialistas–, sino que era preciso hacerlo
“desde afuera de esta lucha económica” con un partido que fuera parte orgánica de de clase
obrera: “Lenin planteaba como orientación práctica la educación de la clase trabajadora en
interesarse por los problemas de todas las clases, por todos los problemas de la sociedad. Y al
ubicarse desde un punto de vista social total, plantearse verdaderamente el problema del poder
político (…) Se trata de una orientación práctica, material: no simplemente ‘ideas’ o ‘conceptos’
que ‘vienen desde afuera’ de la clase porque la adquisición de la conciencia política por parte de
los trabajadores (que no es lo mismo que la formación marxista), no puede ser algo puramente
‘ideal’ o ‘intelectual’ asimilado mecánicamente ‘desde afuera’. Es un hacerse material de la
conciencia mediada por la propia experiencia, en interacción dialéctica con el partido
revolucionario, y cuyo ‘vehículo’ es precisamente la política” (Sáenz, 2009: 322).
Esta polémica está directamente relacionada con la estrategia reformista del giro decolonial, cuyo
resultado es plantear una forma de organización política de “retaguardia”, en contraposición a la
definición de partidos de vanguardia del marxismo revolucionario. Esto resulta patente en la
crítica de Grosfoguel al accionar político de los partidos leninistas a partir de un programa
revolucionario: “El partido de vanguardia parte de un programa a priori enlatado, que al ser
caracterizado como ‘científico’ se autodefine como ‘verdadero’. De esta premisa se deriva una
política misionera de predicar para convencer y reclutar a las masas a la verdad del programa del
partido de vanguardia. Muy distinta es la política pos-mesiánica zapatista, que parte de ‘preguntar
y escuchar’, donde el movimiento de ‘retaguardia’ se convierte en un vehículo de un diálogo
crítico transmoderno, epistémicamente diversal y, por consiguiente, decolonial” (Grosfoguel,
2007b: 77).
Renunciar a formular un programa y circunscribir la acción política a “preguntar y escuchar”,
equivale a una adaptación a la conciencia imperante entre los explotados y oprimidos, es decir, al
sentido común derivado de la fetichización de las relaciones sociales. Esto es muy funcional para
los decolonialistas y su estrategia reformista del cambio heterogéneo y coexistencia con el
Estado burgués. Si las masas de explotados y oprimidos tuvieran conciencia de la tarea histórica
de arrebatar el poder a la burguesía e instaurar un gobierno propio, la emancipación social sería
cosa de sentarse a esperar que ocurra de forma inercial. ¡Esta si es una concepción teleológica
del cambio histórico!

Por supuesto que la construcción de un partido revolucionario requiere de teoría revolucionaria y


del estudio científico de la realidad social en todos sus ámbitos, lo cual no implica que sea
portador de una “verdad” abstraída del proceso de lucha de clases. La elaboración de cualquier
programa requiere una caracterización previa, en lo cual es válido emplear infinidad de métodos
para lograr una “apreciación del momento” y las sensibilidades políticas que lo definen,
incluyendo el “preguntar y escuchar”. Pero esto nunca se realiza de forma pasiva, sino que tiene
como finalidad delinear una propuesta para la acción del partido y los explotados y oprimidos,
cuya prueba final es la misma lucha de clases. En fin, es una perspectiva donde “el propio
educador necesita ser educado”.

Trotsky explicaba esto cuando señalaba que “el proletariado no conquista su conciencia de clase
pasando de grado como los escolares, sino a través de la lucha de clases ininterrumpida”, y en
este proceso era que los comunistas tenían que ganarse el puesto de dirección política, no por
ser los mejores intelectuales o científicos, sino demostrando que tenían la capacidad de plantear
respuestas a los problemas coyunturales e históricos de la clase trabajadora: “La identidad de
principios entre los intereses del proletariado y las tareas del Partido Comunista no significa ni
que el proletariado en su conjunto tome conciencia de sus intereses actuales, ni que el Partido
Comunista los formule, en todas las circunstancias, de una manera correcta. La necesidad misma
del Partido deriva precisamente del hecho de que el proletariado no nace con la comprensión
inmediata de sus intereses históricos. La tarea del Partido consiste en demostrar al proletariado
en lucha, su derecho a asumir la dirección” (Trotsky, sin data: 99).

A modo de conclusión
“Desde nuestra corriente reivindicamos la defensa de la tradición del marxismo revolucionario,
especialmente las enseñanzas dejadas por Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo (y también
Gramsci…), sobre todo en el terreno en el que cada uno se reveló más fuerte. Es desde esa
ubicación que creemos se deben enfrentar las derivas reformistas, autonomistas, populistas y
‘socialistas nacionales’ hoy en boga, así como también el cerrado doctrinarismo de las corrientes
incapaces de extraer enseñanza alguna de la riquísima experiencia, pero también frustraciones y
derrotas, de las revoluciones del siglo pasado” (Sáenz, sin data: 6).

Desde la Corriente Socialismo o Barbarie (SoB) sostenemos que actualmente la lucha de clases
atraviesa un ciclo universal de rebeliones populares 20, el cual marca un recomienzo histórico en
la experiencia de los explotados y oprimidos. Los estallidos de junio del 2013 en Brasil, las más
de 30 huelgas generales en Grecia contra los planes de austeridad de la UE, las movilizaciones
de millones en México por los 43 normalistas desaparecidos en Ayotzinapa, son algunos de los
casos más recientes que suman a esta definición. Esto marca un avance con respecto a la
situación imperante décadas atrás, cuando reinaba una sensación del “fin de la historia” y se
daban por obsoletos los proyectos de emancipación social. ¡Esta basura ideológica está siendo
barrida actualmente por las masas de jóvenes, mujeres y trabajadores que luchan por todo el
mundo!
Estos desarrollos en la lucha de clases contraen nuevos debates estratégicos, los cuales parten
del bajo nivel de politización que predomina entre las nuevas generaciones (rasgo intrínseco a
cualquier recomienzo histórico) y que actúa como un límite para que se produzcan desbordes por
la izquierda de las instancias de la democracia burguesas y un cuestionamiento al imperio del
Estado burgués. De ahí que aún las burocracias sindicales y los partidos reformistas sean
referentes políticos para amplios segmentos de los explotados y oprimidos. Por esto nos
referimos al ciclo político como de rebeliones, dando cuenta de que si bien muchos de estos
procesos son de gran intensidad, no logran aún transformarse en revoluciones sociales contra el
dominio de la burguesía como clase social.
El giro decolonial hace parte de las ideologías que se apoyan sobre esta despolitización y, antes
que plantear su superación, la profundizan al sostener perspectivas abiertamente reformistas de
coexistencia con el Estado burgués, que cuestionan la centralidad de la clase obrera en la
estratégica revolucionaria y se proclaman abiertamente anti-partido. ¡Es una moda intelectual con
marcado acento posmoderno y anti-comunista, incapaz de plantearse como una alternativa
universal para la clase trabajadora, los explotados y oprimidos!

Justamente por esto, es imperativo que las corrientes adscritas al marxismo revolucionario
interpreten los desarrollos políticos actuales desde un ángulo estratégico, a saber, la perspectiva
de reintroducir la revolución socialista en el siglo XXI. Esto requiere de un continuo debate político
que dé respuesta a los desafíos actuales de la lucha de clases, en particular contra las ideologías
posmodernas y reformistas que despolitizan a sectores enteros de la vanguardia, colocándola
como furgón de cola de sectores burgueses. Además debe acompañarse de la construcción de
partido revolucionarios, no para hacer “programas enlatados” como aducen los decolonialistas,
sino para aportar politización de las luchas de la clase obrera, los explotados y oprimidos, para
así lograr su desarrollo en un curso anticapitalista y de transición al socialismo. Esta es la tarea
que engloba a la Corriente Socialismo o Barbarie, y extendemos un llamado a nuestros lectores y
lectoras a realizar una experiencia militante con SoB.
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1. Algunos de sus principales autores son Walter Mignolo, Aníbal Quijano, Ramón Grosfoguel y
otros, que también se apoyan en las elaboraciones de Enrique Dussel y Frantz Fanon.
2. Sin lugar a dudas, Ramón Grosfoguel se destaca por su anticomunismo, llegando a realizar un
disparatado análisis del leninismo como ejemplo de “mesianismo cristiano”, donde el mensajero
es más importante que el mensaje. Profundizaremos esto en la sección de propuesta
programática y organizativa del giro decolonial.
3. Engels da cuentas de esto en una carta dirigida a Bloch en 1890: “Marx y yo tenemos en parte la
culpa de que los jóvenes escritores atribuyan a veces el aspecto económico mayor importancia
que la debida. Tuvimos que subrayar este principio fundamental frente a nuestros adversarios,
que lo negaban, y no siempre tuvimos tiempo, lugar ni oportunidad de hacer justicia a los demás
elementos que participan en la interacción”.
4. En Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm caracteriza que la Primera Guerra Mundial y la
revolución rusa marcaron el final del “largo siglo XIX”.
5. Lenin también incorporó al programa bolchevique otras reivindicaciones democráticas, como el
derecho a la autodeterminación de las naciones, las cuales fueron fundamentales para que los
bolcheviques se posicionaran como la dirección política de la clase obrera y el campesinado en
Rusia.
6. En el prólogo de la edición rusa de 1917, Lenin señala que “el folleto está escrito con vistas a la
censura zarista. Por esto, no sólo me vi precisado a limitarme estrictamente a un análisis
exclusivamente teórico –sobre todo económico-, sino que también hube de formular las
indispensables y poco numerosas observaciones políticas con la mayor prudencia, valiéndome de
alusiones, del lenguaje a los Esopo, ese maldito lenguaje a que el zarismo obligaba a recurrir a
todos los revolucionarios cuando tomaban la pluma” (Lenin, 1970: 694)
7. Sobre los debates de estrategia en el marxismo sugerimos la lectura del artículo “Cuestiones de
estrategia”, de Roberto Sáenz, publicado en revista Socialismo o Barbarie 28.
8. Trotsky analiza en A noventa años del Manifiesto Comunista que esto partía de una hipótesis de
trabajo de Marx y Engels, pues “consideraban que la revolución social, ‘al menos en los
principales países civilizados’, era cosa de pocos años, la cuestión colonial quedaba para ellos
resuelta automáticamente, no como consecuencia de un movimiento independiente de las
nacionalidades oprimidas, sino de la victoria del proletariado en los centros metropolitanos del
capitalismo. La cuestión de la estrategia revolucionaria en los países coloniales y semicoloniales
no se aborda por tanto para nada en el Manifiesto. Estas cuestiones siguen exigiendo una
solución independiente” (Prólogo, en Marx y Engels, s/d: 49).
9. Sobre este autor sugerimos la lectura del artículo “Henryk Grossmann y la función económica del
imperialismo”, publicado por Marcelo Yunes en la revista Socialismo o Barbarie 23-24.
10. Esta categoría fue acuñada por Sergio Bagú, Silvio Zabala y también reconocida por Mariátegui,
aunque para éste último la colonización de América fue feudal.
11. Esto ya lo advertía Peña desde los años sesenta: “determinar el exacto carácter de la
colonización española tiene una importancia nada académica. Baste decir que la conocida teoría
sobre el carácter ‘feudal’ de la colonización sirvió durante largo tiempo a los moscovitas criollos
como telón de fondo (…) para enrollar la madeja de una fantasmagórica revolución ‘antifeudal’
que abriría el camino a una supuesta ‘etapa’ capitalista” (Peña, 2012: 64).
12. Esto no debe dar paso a tesis mecanicistas donde la liberación de la explotación burguesa
producirá mecánicamente la liberación de las mujeres. Criterios de este tipo sirvieron de
justificación a muchas corrientes de izquierda para diluir el tema de la opresión de género en la
lucha contra el capitalismo, negándose a abordar con especificidad las luchas de género.
13. Aunque Quijano conoce el debate de E.P. Thompson contra la definición estructuralista de clase
social, convenientemente lo disocia de la tradición del materialismo histórico. En realidad la
definición thompsoniana retoma el ángulo estratégico del materialismo histórico, mismo que ya
estaba planteando desde el inicio del Manifiesto Comunista: “La historia de todas las sociedades
que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases”.
14. La geopolítica del conocimiento también coincide mucho con el planteamiento postestructuralista
de Foucault en torno a las “grandes estructuras culturales” o “epistemes”: “Todo discurso surge de
una episteme, y sólo tiene sentido dentro de ella; no habría conocimiento más allá de
una episteme” (García, 2011: 25).
15. Un criterio similar empleaba Lenin cuando se refería a la verdad histórica, es decir, en escala de
millones (Sáenz, 2009).
16. En el caso de Quijano matiza su posición, al sostener que luchar contra la “colonialidad del poder”
y el racismo que engendra, equivale a luchar contra la explotación/dominación capitalista.
17. En una edición anterior de Socialismo o Barbarie dábamos cuenta de este tipo de enfoques del
populismo burgués, en específico en un debate con Ernesto Laclau y su obra La razón populista:
“Al presentar la mera ideología como ‘hacedora de la realidad social’, epistemológicamente se
pierde la primacía del orden de determinación material y objetiva de las cosas y relaciones
sociales y se puede ‘crear un mundo’ sin importar en qué circunstancias o sobre la base de qué
intereses sociales” (Rojo, 2007: 33).
18. Las críticas decoloniales al leninismo son una copia exacta de los planteamientos autonomistas
reunidos en el libro A 100 años del ¿Qué hacer?
19. Además, Kautsky destacaba entre los principales referentes teóricos y políticos de la
socialdemocracia europea de finales del siglo XIX e inicios del XX, status que perdería cuando
estalló la I Guerra Mundial y capituló a las presiones chovinistas al apoyar la guerra de la
burguesía alemana. Por eso es comprensible que Lenin lo citara en 1902 como un punto de
apoyo a sus puntos de vista.
20. Para profundizar sobre esta definición remitimos a “Un ciclo de rebeliones populares conmueve al
mundo” de José Luis Rojo, en Socialismo o Barbarie 26 y “Rebeliones populares y tareas
estratégicas” de Víctor Artavia en Socialismo o Barbarie 27, ambas versiones disponibles en
www.socialismo-o-barbarie.org.

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