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EL H U M O R EN LA L I T E R A T U R A
SPAÑOLA

D 1 SCURSO
LEIDO ANTIS LA

REAL ACADEMIA ESPAÑOLA


EN LA REC1ÌPC1UN

DEL

EXCMO. SR. D. W E N C E S L A O FERNANDEZ FLOREZ

EL DIA 14 DE MAYO DE 1945

CONTESTACION
DEL

E X C M O . SR. D. JULIO CASARES


SE CRETA HI O P E R P E T U O D E LA ACADEMIA

M A 13 R I D
IMPRENTA SAEZ.-BÜEN SUCESO, U
1 945

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EL H U M O R EN LA L I T E R A T U R A
ESPAÑOLA

DISCURSO
LEIDO A N T E LA

REAL ACADEMIA ESPAÑOLA


; ' EN LA RECEPCION

DEL

EXCMO. SR. D. W E N C E S L A O FERNANDEZ FLOREZ

EL DIA 14 DE MAYO DE 1945

VX

CONTESTACION
1 DEL

E X C M O . SR. D. JULIO CASARES


S E O N E T A R I O P E R P E T U O D E LA A C A D E M I A

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MADRID
IMPRENTA SAEZ.-BUEN SUCESO,14

1945
D I S C U R S O

DEL

EXCMO. SR. D. WENCESLAO FERNANDEZ FLOREZ


SEÑORES ACADÉMICOS :

Yo no sé a qué podría compararse acertadamente la labor de la


Academia E s p a ñ o l a ; pero alguna vez, presenciando el t r a b a j o de
sus miembros alrededor de la enorme mesa elíptica, he pensado en
algo así como el taller de u n lapidario. E l lapidario prende u n a g e m a ;
se t r a t a apenas de u n cristalito, de u n a cosita m e n u d a que parece
destinada a perderse con facilidad, que el profano no aprecia exacta-
m e n t e en su estado primitivo, n i sabe con seguridad cómo nació n i
dónde f u é encontrada. H o m b r e s expertos la tallan, la pulen, la ava-
loran, la combinan con piedras de otro color, la engarzan, y u n a joya
de deslumbradores destellos, de irresistible belleza, nos produce el
éxtasis de lo magnífico. Así, el señor Secretario inclina la pinza de
sus lentes sobre la papeleta doble—como la piedra en el panal de
algodón—duerme la palabra que hay que e x a m i n a r para aprobarla
o pulirle u n canto o reprocharle « n «jardín» o desecharla por defec-
tuosa. E s u n a palabra suelta, u n breve sonido, casi nada : t a n poca
cosa, que no consume u n aliento. P e r o aquellos doctísimos varones,
que conocen las f u e n t e s y la tradición del idioma, la a b r e n , la des-
pliegan, la a g i g a n t a n , extraen de ella usos, significados, empleos re-
motos, parentescos eruditos, razones de deformación ; la m u e s t r a n
etimológicamente desprendida de otro lenguaje que ya hace muchos
siglos que no mueve los labios de los hombres o engarzada en faases
de escritores ilustres que le prestan autoridad. Al contacto de la va-
rita mágica de su ciencia, se repite a n t e nuestros ojos la fábula del
hada que convierte u n r a t ó n en u n corcel, u n a nuez en u n a carroza,
u n a arena en u n a m o n t a ñ a . «¡Cuánto encierra u n a p a l a b r a ! » , nos
decimos entonces, como el profano al que se le hace ver u n a gota dte
agua al microscopio. Y consideramos la m u c h e d u m b r e de expresio-
n e s que constituyen u n a lengua como a las multitudes que f o r m a n
u n pueblo, que pueden desgranarse en individuos, cada uno con su
historia, con su abolengo, con su función relacionada, con su clase
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social; la palabra culta, infrecuente, que apenas se deja oír, como


u n sabio que habla t a n sólo para los sabios; la palabra h a r a p i e n t a ,
mal vestida, a la que no se deja pasar el u m b r a l de las dicciones co-
rrectas ; aquella otra recién nacida a la que todo el m u n d o culpa de
neologismo o barbarismo, y que espera, obstinada, a que le den la
razón, a la m a n e r a de esos h o m b r e s que tienen fe en la misión que
se proponen y que a g u a r d a n , entre burlas, la hora del triunfo ; y las
que son todo dinamismo, acción, capaces de impregnar con su sus-
tancia a las demás que las siguen, como los verbos, y las que—como
los mozos que e m p a l m a n los vagones de u n t r e n , como los recade-
ros, los criados, los servidores ínfimos, pero precisos—bullen n u m e -
r o s a m e n t e , coordinando, enganchando el t r e n de las palabras, diri-
giendo la circulación sintáxica : las preposiciones, las conjunciones,
los artículos, los p r o n o m b r e s . . .
L o s poetas, los novelistas, los que utilizamos el idioma como un
medio de crear belleza, nos quedamos u n poco admirados de ver co-
brar esta vida tumultuosa y complicada, propia y vigorosa, a la ma-
teria que m a n e j a m o s u n poco inconscientemente, porque en nues-
tro trato con la expresión verbal hay casi siempre y m á s que nada la
espontaneidad de la inspiración, que no tiene mucho contacto con
la reflexión científica y con la erudición ; y el lenguaje m a n a como
u n a f u e n t e de la que nos interesa la transparencia del chorro y la
música con que bate en la taza y la irisación de las gotas, sin que
nos propongamos analizar la composición de las aguas n i su pureza
bacteriológica. G r a n d e s escritores hubo, y h a y , probablemente, a
los que se pondría en u n aprieto si se les exigiese hacer el e x a m e n
gramatical de cualquiera de los bellos trozos que han compuesto. Y ,
sin embargo, ellos m á s que nadie hacen el idioma y suministran los
ejemplos con que„otros hombres forjan la ley del h a b l a ; porque el
E s p í r i t u S a n t o de la Belleza descendió h a s t a ellos.
Queda con esto t r a n s p a r e n t e que aludo a los dos grupos en que
bien se pueden diferenciar las personas reunidas en la A c a d e m i a : el
de aquellas que poseen la ciencia y el de aquellas que poseen el arte
del lenguaje, sin que esto quiera decir, n a t u r a l m e n t e , que m e reñera
a u n a exclusión, sino a u n predominio de aptitudes.
I l u s t r e e n t r e los ilustres varones que conocen lo que pudiéramos
llamar el a l m a y el cuerpo de las palabras f u é don J o s é Alemany
Bolufer, de inextinguible recuerdo en la Academia y a quien yo su-
cedo, no en merecimientos, sino en el puesto a vuestro lado. D o n
J o s é Alemany f u é u n asombroso caso de vocación y de perseverancia
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servidas por excepcionales condiciones de inteligencia. Su pasión f u é


el estudio y supo pasar por encima de todas las dificultades que pa-
recía oponerle el destino, que al sujetarle en los primeros afios al
t r a b a j o en las fértiles tierras de Cullerà, donde nació y donde ya sus
padres se dedicaban a las f a e n a s agrícolas, no dejaba vislumbrar la
sospecha de que E s p a ñ a pudiese contar en aquel mozo con u n cultí-
simo conocedor de exóticas literaturas, traductor, crítico y comen-
tarista de excepcional valía y autoridad considerable y considerada
e n la lengua patria.
Don J o s é Alemany se forjó a sí mismo y de admirable m a n e r a .
S u vida, desde la cuna al sepulcro, f u é u n tenso afán de saber, que
sirvió para que muchos aprendiesen. Apenas adolescente, aprove-
chaba las horas que le dejaba libre u n a labor fatigosa para procurar-
se, sin otro auxilio que el de su voluntad, la instrucción p r i m a r i a , y
después el Bachillerato, donde los premios que consigue le permiten
continuar m á s llevaderamente sus estudios. L a vida, con sus coinpli-
caciones y deberes—que él no desatendió n u n c a — , parece pasar a
u n lado y otro de don J o s é Alemany como el paisaje a u n lado y otro
del t r e n que no se supedita a sus dulzuras ni a sus rudezas, sino a se-
guir el camino trazado por los carriles h a s t a alcanzar la estación de
término. Así, m i e n t r a s se ocupa en la l a b r a n z a , estudia, y m i e n t r a s
sirve al R e y , e s t u d i a ; y cuando se p r e s e n t a a recoger los premios
obtenidos en la L i c e n c i a t u r a de Filosofía y L e t r a s — c o n matrícula
de honor en todas las asignaturas—en la inauguración de u n curso
académico en Barcelona, lleva a ü n puesto su u n i f o r m e de soldado. Y
estudia para revalidarse de Doctor, y estudia para perfeccionarse en
el griego—disciplina de la que poco m á s tarde había de ser catedrá-
tico—y se abisma en el difícil conocimiento de la lengua y de la lite-
r a t u r a sánscritas.

Su personalidad como helenista y orientalista se impuso a la ad-


miración de sus contemporáneos y perdura en su obra después de él.
L e debemos traducciones encomiables del sánscrito, e n t r e las que
figuran el Hitopadeza, el «Libro de las leyes de Manú» y cinco se-
ries de cuentos ; u n cotejo de la antigua versión castellana de «Ca-
lila e D i m n a » , con el original árabe ; oLa Geografía de la P e n í n s u l a
Ibérica en los textos de los escritores árabes» ; la traducción de «Las
siete tragedias de Sófocles» ; doctos ensayos acerca de la L e n g u a
castellana, de la aria, del vasco y trabajos históricos y geográficos
cuya enumeración cuantiosa prolongaría excesivamente estas páginas.
Sus merecimientos le llevaron a ocupar cargos importantes. F u é
Consejero de Instrucción P ú b l i c a , Delegado regio de p r i m e r a ense-
ñanza de Madrid, Decano de la F a c u l t a d de Filosofía y L e t r a s , Aca-
démico de n ú m e r o de las Reales Academias E s p a ñ o l a y de la His-
toria y Correspondiente de otras m u c h a s entidades literarias y cien-
tíficas.
Nació en el año 1866 y en el 1934 se apagó con la vida el claro
e n t e n d i m i e n t o del que f u é u n buen cristiano, escritor insigne y es-
pañol que dió lustre a su p a t r i a .
E n la primavera del 1936, cuando p r e p a r a b a m i discurso de in-
greso, era a estos hombres eruditos, como A l e m a n y , a los que se
refería la preocupación de m i esfuerzo. E l tono crítico y doctoral
de la Academia se imponía a m i espíritu, e iba refrescando lecturas,
compilando datos y recogiendo citas para ofrecer a m i s ilustres com-
pañeros u n a labor de perfecto gusto circunstancial. H a b í a reunido
m u c h a s frases que otros hombres escribieron acerca del h u m o r , y
copiado trances y escenas que convenían a la tesis que m e era sim-
pática. Aquel sólido discurso, con su e n t r a m a d o de pareceres ajenos,
f u é ú n i c a m e n t e pronunciado por la boca de la chimenea de mi casa
en la q u e m a que m e aconsejó el temor a los peligi'os revolucionarios.
Si acaso debe considerársele como luminoso, es porque ardió e n t r e
todos mis papeles en u n fogón, y mis preciadas notas, convertidas
en pavesas, no consiguieron m á s que sembrar u n a pequeñita a l a r m a
e n t r e m i s vecinos,
i Ay, señores míos, del h o m b r e que no m e d i t a sobre los sucesos,
a u n q u e sean de insignificante apariencia, que van f o r m a n d o su vida I
E n m á s tengo yo al que locamente aspira a leer algo en los posos
de u n a t a z a de té que a los millones y millones de hombres que, an-
tes de N e w t o n , no se preguntaron por qué caía la m a n z a n a del árbol.
Y al cavilar sobre la r u i n a de m i s apuntaciones descubrí que el des-
tino no. había hecho sino despojarme de u n t r a j e que no era mío y
con el que yo proyectaba pasearme e n t r e los pavos reales, disfru-
zado de erudito, cuando n u n c a lo fui. Castigo a u n a soberbia que
no estaba m á s que en la apariencia, porque es la verdad que no in-
t e n t a b a nada que no fuese hablaros en el tono en que sois maestros.
P e r o luego pensé que puesto que f u é a m í a quien hicisteis el honor
de ofrecer u n asiento e n t r e vosotros, m u y bien podría perdonárseme
el pergeñar u n disciorso en el que jugasen t a n sólo m i s propias ideas
y m i s observaciones propias, siu acarreo de nombres extraños n i de
frases cortadas de los m á s suntuosos jardines de la inteligencia, que
si en ello h a y de cierto m á s peligro para m í , sé que el p r e s e n t a r m e
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sin muletas ni afeites a u m e n t a r á en vosotros esa indulgencia y hasta


esa simpatía que reclama, casi siempre con buen éxito, la n a t u r a -
lidad,
Y bien necesito yo, en efecto, m i r a r dentro de mí mismo para
ver qué cosa es esa del h u m o r , cuando de fuera m e vienen t a n t a s
estimaciones diferentes, t a n t a s apreciaciones encontradas y la im-
presión de t a n t o s sentimientos despertados por él, que van desde el
agrado hasta la m i s m a cólera. Pocos hombres h a b r á que, como yo,
h a y a n reunido u n a t a n amplia colección de opiniones acerca de ese
t e m a , en m i dilatada vida de escritor, y el extracto de ellas no deja
sino motivos de intranquilidad y graves cavilaciones para la con-
ciencia, porque, agrupándolas por afinidad de matices y dejando a
u n lado lo excepcional, puede decirse que tales opiniones se dividen
e n t r e nosotros en dos grandes corrientes : la que sigue el cauce del
menosprecio y la que sigue el cauce de la irritación. Si quisiera ex-
presar con u n ejemplo lo que el h u m o r viene a ser para nuestra in-
terpretación vulgar, t e n d r í a que esquematizarlo en la casita de cara-
melo donde vivía el ogro de u n cuento de niños. M u c h a g e n t e , la
que posee u n espíritu m á s infantil, se acerca a las paredes con la
lengua f u e r a , las l a m e , las e n c u e n t r a dulces y amables y se va, sin
detenerse a investigar qué ser grave, bondadoso o terrible habita en-
tre eUas. Otras personas, de espíritu barbudo—aporque existe u n a es-
pecial solemnidad que hace nacer barbas en el a l m a — , divisan al ogro
desde luego, pero se separan de su casa reprochándole que u n perso-
n a j e t a n trascendental haya incurrido en la f a l t a de seriedad de ha-
cerse u n a m a n s i ó n de caramelo. I J O S unos saborean lo exterior, las
paredes, e ignoran al ogro ; loe otros conocen al ogro y le desdeñan
por sus paredes. L o s primeros son los que, después de leer las páginas
de u n h u m o r i s t a , le felicitan protectoramente con unas palmaditas en
los hombros, asegurándole que «aquella cosita que conocen de él les
ha hecho pasar u n buen rato», con lo cual el escritor se encuentra
súbitamente anegado en futileza y tan descontento de su insignifican-
cia como si se dedicase a t a ü a r huesos de aceituna. L o s segundos son
los que b r a m a n que los asuntos serios no h a n de ser tratados sino con
seriedad, y entonces el humorista siente esa sutü vergüenza que'cono-
cen el banquero sorprendido en un «cabaret» y el profesor de química
acusado de a m a r los trucos de la prestidigitación.
P a r a todo este inmenso público, en el que e n t r a n doctos e ignaros,
las f r o n t e r a s del h u m o r son elásticas y difusas. D e n t r o de ellas m e t e ,
como en saco de trapero, los productos m á s heterogéneos : los chistes.
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el sarcasmo, las payasadas, la ironía, u n libro de Quevedo y u n a «sa-


lida» de cualquier excéntrico de circo. Cree que es h u m o r cuanto le
hace reír. L a s m i s m a s diversas acepciones que en nuestro idioma tie-
ne esa palabra, contribuyen a desorientarle. L a s definiciones que se
le dan son de tal modo inconcretas, que es m u y de notar que al h u m o r
suele determinársele por imágenes e n t r e las que acaso la más feliz
sea la que lo compara a la sonrisa de u n a desilusión. P e r o , e n t r e esta
retórica, se ciega y vacila la comprensión de u n pueblo que necesita-
ría de fórmulas mucho m á s precisas para determinar e x a c t a m e n t e u n
fenómeno que no está en su esencia, que no puede intuir por serle
extraño,
Yo puedo decir de m í que cuando escribí «Las siete columnas»,
«El secreto de Barba-Azul» o «El Malvado Carabela, no f u é m i pro-
pósito hacer reír a alguien, sino combatir ideas que m e parecían equi-
vocadas. Cuanto m á s tiempo pasa, más m e persuado de lo difícil
- q u e es convencer a la g e n t e de que el h u m o r puede no ser solemne,
pero es serio. Ya u n e m i n e n t e crítico que tuvo asiento en esta Casa
—don E d u a r d o Gómez de Saquero—dijo al ocuparse de m i s obras
que mis lectores debían dividirse en dos grupos : u n o , numeroso, que
buscaba en ellas la posible gracia a p a r e n t e , y otro, m u y pequeño, que
se detenía en el análisis de la intención, que él calificaba bondadosa-
m e n t e de filosófica,
¿ Q u é es, en verdad, el h u m o r ? L a enorme cantidad de exégesis
que le h a n dedicado críticos y filósofos de todo el m u n d o destüa la
riqueza de sus matices y su importancia como procedimiento capaz de
tallar m u y peculiarmente las ideas. Se le h a n buscado h a s t a explica-
ciones fisiológicas. Alguien dijo : «Quizá sea u n a lesión del cerebro
que impone esa especial visión de las cosas.» Con lo cual no hizo m á s
que seguir esa f o r m a materialista de interpretar el espíritu, de la que
es f r u t o la conocida f r a s e que afirma que «el genio es u n a enferme-
dad». E n todo caso habría que convenir que tales lesiones son infre-
cuentes, porque el h u m o r i s m o lo es y sus producciones tan escasas,
que hay países en cuya literatura no puede encontrarse u n a sola obra
merecedora de tal clasificación.
A mi juicio, podrían desentrañarse m á s fácilmente las caracterís-
ticas del h u m o r si le enmarcamos en esta definición u n poco am-
plia, pero cuyas líneas iremos ciñendo después en un análisis m á s de-
tenido : el h u m o r es, sencillamente, u n a posición a n t e la vida.
Bien sé que esto no es m á s que el género próximo, y que la defini-
ción queda, por t a n t o , incompleta. To'da obra del pensamiento im-
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plica una posición ante la viàa. P e r o las del literato llevan un acento
especial, u n origen común e inevitable, que es el de estar inspiradas
m á s o menos secretamente por el descontento. L o s hombres que uti-
lizan su imaginación en crear la fábula de un poema o de u n a novela
son, a n t e s que n a d a , descontentos. Buscan con su fantasía lo que
la realidad les niega y se forjan u n m u n d o a su antojo, abstrayéndose
en él de tal m a n e r a que les parece m á s verdadero que el real. Crean
seres tristes para vengarse de sus propias tristezas ; suponen amores
dichosos para indemnizarse de los que no t i e n e n . . . Si el protagonis-
ta de la novela descubre u n a mina de oro, es que el autor ansia la
riqueza ; si idea el tipo de u n bandido t r i u n f a n t e , es que dentro va
su ansia de castigar el poder ajeno... E l descontento del novelista es
estático, soñador y perezoso ; u n descontento incapaz de acción, o
por escepticismo o por impotencia. N i n g ú n liombre de acción escri-
be novelas. N i n g ú n descubridor de m i n a s de oro h a escrito jamás
novelas en que alguien descubriese m i n a s de oro. E l novelista, el poe-
t a , se cura de las molestias y las dificultades que el m u n d o le ofrece
creando dentro de sí otro m u n d o por el que se mueve m á s a su antojo
y que opone a aquél. t J n ser p e r f e c t a m e n t e satisfecho no escribiría
fábulas. Son m u e s t r a s de descontento en u n escritor hasta; sus diti-
r a m b o s , porque en u n a égloga que canta la apacibilidad del campo
hay u n a inspiración que m a n a del hastío de las ciudades bulliciosas, y
el elogio a la fidelidad de m u c h a s enamoradas nació de que así hu-
biese el poeta deseado que fuese la m u j e r que sólo llevó a m a r g u r a s a
su vida. L a novela es uno de los indicios del malestar h u m a n o , de la
infelicidad general. E l día en que el m u n d o sea t a n perfecto que
exista conformidad e n t r e los deseos y los sucesos, nadie leerá novelas
y , desde luego, nadie las escribirá. U n a novela es el escape de u n a
angustia por la válvula de la f a n t a s í a .
E s t e núcleo de descontento que hallamos en la obra de todo escri-
tor de este tipo y como condición esencial de la m i s m a , no es vitu-
perable, sino,, al contrario, f u e n t e de los mayores bienes, porque no
h u b o progreso h u m a n o alguno que no se derivase precisamente de
u n a desconformidad, de u n malestar, de u n a incomprensión, ya que
h a s t a en la simple busca de las verdades m á s p u r a s , más alejadas de
nuestras necesidades físicas, hay el disgusto que causa la ignorancia.
E l dolor es el que hace avanzar a los h o m b r e s para h u i r de él, que, no
•obstante, les sigue como la sornbra al cuerpo. Y es en la exquisita
sensibilidad del artista donde las miserias, los errores, los sufrimien-
tos todos—los propios y los ajenos—abren m á s crueles llagas y alean-
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zan los gemidos u n a resonancia mayor. Son ellos precisamente los que
se oponen con perennes bríos a la m a l d a d , a la injusticia, a la bruta-
lidad, a la torpeza. H a y ocasiones en que el legislador, el sociólogo,
el g o b e r n a n t e , inclinan la f r e n t e para confesar : «No está bien, p e r o
es imposible corregirlo, porque se halla vinculado en nuestra n a t u r a -
leza.» Y cuando estos h o m b r e s ceden el paso al t o r r e n t e de los ins-
tintos, de las pasiones, de lo que parece irremediable y consustancial,
aUí donde claudican resignadamente nuestras fuerzas, allí se obstina
el poeta pretendiendo hacer con su ideal u n dique contra las debili-
dades. E n el principio f u é el E n s u e ñ o , y la sociedad h u m a n a v a m a r -
chando l e n t a m e n t e hacia aquello que h a determinado antes la f a n t a -
sía. E s e h o m b r e inmóvil, absorto ante el escenario de sus propias ima-
ginaciones, incapaz de acción, es el que p r e p a r a los m á s decisivos
cambios en la vida de sus semejantes, y en él está el resorte de todas
las mutaciones. ¿ Q u é hace mirando los colores del P o n i e n t e en la
futileza de las nubes o ensartando con cuidado escrupuloso las pala-
bras de sus historietas o de sus r i m a s ? H a c e n a d a m e n o s que dar for-
m a al m u n d o . T r a s los sollozos que le a r r a n q u e n u e s t r a m i s e r i a , ' v e n -
drá el legislador a suavizarla ; el paisaje que él h a y a cantado se po-
blará de peregrinos que Uevan los ojos que él Ies prestó ; si sueña en
volar como las aves, generaciones de ingenieros t r a b a j a r á n después
sobre aquel anhelo p a r a realizarlo. Dickens modifica la justicia in-
glesa con sus novelas. I b s e n , la condición de la m u j e r escandinava,
con sus comedias ; de las obras de B e r n a r d i n o de S a i n t P i e r r e fluyen
los sentimientos antiesclavistas que cristalizan piadosamente a prin-
cipios del siglo XVIII ; en vientos huracanados de revolución se con-
vierte el suave soplo que producen los lectores de Voltaire y de Gorki
y de Tolstói, al volver las hojas de sus libros ; a m a m o s como quisie-
ron los poetas provenzales, y porque se h a n escrito escenas y aven-
t u r a s m a r í t i m a s hay navegantes que gozan en e x t r a ñ a soledad la be-
lleza de los océanos. D o n Quijote, movido por sus lecturas, es un
exacto arquetipo h u m a n o .
Si convenimos en que la m u s a que m á s f r e c u e n t e m e n t e guía la
p l u m a de u n escritor es la de la desconformidad, nos convendrá en se-
guida discernir qué reacciones son posibles a n t e el disgusto de u n des-
contento, y hallaremos que son ú n i c a m e n t e tres, dos de las cuales-
pueden ser estimadas como primarias o instintivas y la otra clasifica-
da como inteligente ; aquéllas, enraizadas en lo m á s n a t u r a l y espon-
táneo de nuestro ser, y ésta, presentándose como f r u t o de u n a ela-
boración en la que interviene con preferencia la facultad p e n s a n t e .
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L a s dos reacciones primarias son la cólera y la tristeza, la impre-


cación y el llanto. Ante cualquier fenómeno que nos perjudica o vio-
lenta o lastima, nuestro impulso es o el de quejarnos o el de suble-
varnos airadamente contra él, Y en estos límites quedan encerradas
dos i n m e n s a s parcelas de la literatura. E n u n a de ellas el descontento
lleva el ceño fruncido, el m i r a r chispeante, la condenación en los la-
bios y el p u ñ a l en la diestra. Se detiene a n t e el pueblo oprimido y
le g r i t a : «j Revuélvete 1», y a n t e el amador desdeñado a c o n s e j a :
« ¡ M á t a l a ! » , y a n t e el compendio de la maldad h u m a n a invoca el
castigo de Dios, E s la literatura que arranca los últimos harapos que
mal encubren la miseria moral o material del prójimo para mostrarla
en f o r m a que m á s ofenda y repugne. E s la que lleva al arte las deses-
peraciones, los fracasos, el penoso jadear con que subimos la cuesta
de nuestra vida ; la que dibuja las sombras que hay en ese abismo
que separa nuestros anhelos de la realidad ; y la falacia de la amistad,
y la veleidad de los amores, y lo imperfecto de la justicia, y la impie-
dad de la ambición, y el menosprecio de la inocencia. E n o r m e anaquel
de todas nuestras imperfecciones y de todas nuestras incapacidades.
E s la literatura que arroja al rostro del Destino la sangre de R o m e o y
J u l i e t a , la ingratitud de las hijas del R e y L e a r , la fría palidez de
D e s d é m o n a , y t a m b i é n los dolores de los pequeños d r a m a s de la vida
vulgar ; los del niño desamparado, los del h o m b r e sin dinero, los del
a m a n t e alejado de su ideal por prejuicios sociales, los que representan,
en fin, u n a indescriptible b a l u m b a de motivos acongojantes, sin que
basten para excluir de esta clasificación los desenlaces optimistas,
que vienen, por el contrario, a representar u n reproche m á s a los ha-
dos, y quizá el de mayor energía, ya que con ellos el autor opone a la
f a l t a de equidad que t a n t a s veces embarulla ciegamente nuestras vidas,
acarreando resultados incongruentes, u n a lección de justicia, como si
les dijese : K A S Í , y no de otro modo, debiera ser.»

E n otra de estas reacciones de desconformidad, la literatura se


acoge al lamento. B u s c a la compasión, se desmaya en u n concepto
fatalista, amortigua sus pesares narrándolos y persigue la simpatía
de las lágrimas de los demás. U n a gran p a r t e de la poesía lírica es asi
de doliente, y así son muchísimas novelas—no por eso m e n o s genia-
les—en las que los grifos de la tristeza gotean ayes sobre cuantas tri-
bulaciones nos afligen.
E n cuanto a la tercera reacción, es algo ya m u y diferente. Cuando
n i gemimos ni nos encolerizamos a n t e lo que nos disgusta, no queda
m á s que u n a actitud : la de la burla. E s esta u n a posición desde la
— 14 —

que no pretendemos m a t a r al adversario, sino, en todo caso, hacer


que se suicide ; ni aspiramos a contagiarle nuestras lágrimas, sino a
que sea la sonrisa la que se le pegue y le desarme. E n este caso la
impresión hiriente no pasa tan sólo por el corazón para t o m a r en él
bríos de protesta o acentos aflictivos, sino que se deja macerar en el
cerebro, de donde sale como a m a n s a d a ; m á s pulida, más cortés y,,
sobre todo, m á s comprensiva.
Algunos t e m p e r a m e n t o s literarios se inclinan a creer que u n a
f r a s e quedará clavada m u c h o más tiempo en la atención, y tendrá,,
por t a n t o , m á s eficacia si se le pone la p u n t a de flecha de u n a sonrisa.
L a gracia es, sin duda alguna, u n don artístico. Claro que no basta
por sí sola para f o r m a r u n arte, y ésta es la equivocación en que in-
curren muchos. E s u n auxiliar, es u n vehículo. Nos cautiva cuando
lleva dentro u n a idea, y se nos antoja pueril e inconsiderable c u a n d a
no persigue m á s fines que los propios, presentándose en f o r m a de ex-
presión simplemente festiva, con el a f á n , vacío, de hacernos reír.
Así el chiste. Ya he dicho en alguna otra ocasión que el chiste m e p a -
rece el m á s próximo pariente de las cosquillas. H a y ciertos resortes
en nuestra alma—estudiados por muchos, y e n t r e ellos, y m u y sabia-
m e n t e , por Bergson—que obedecen a la mecánica del chiste y nos
m u e v e n a reír. P e r o esto nada vale. L a s cosquillas pueden obligarnos
t a m b i é n a retorcemos en carcajadas estentóreas, y , sin e m b a r g o ,
cuando cesa el estímulo, no se h a enriquecido nuestro espíritu con
un pensamiento n i con u n a emoción. T a l ocurre con el chiste. B !
chiste—que h a b i t u a l m e n t e consiste en u n m á s o m e n o s feliz juego
de palabras—está m u y abajo en el subsuelo literario, y si le aludo
aquí es ú n i c a m e n t e porque m u c h a gente aberrada le incluye en la
categoría del h u m o r , y conviene la repulsa.
P e r o la gracia abrillanta las ideas, las adorna, las hace a m a r , las
adhiere a la m e m o r i a , vierte sobre ellas u n a luz que las vuelve m á s
asequibles y claras. Y, al mismo tiempo que las aguza, pone en esa
p u n t a u n beleño que hace sus heridas mortales, cuando se t r a t a de
lastimar. N i el insulto, ni la súplica, ni la execración, n i los suspiros
tienen u n a fuerza semejante.
M a s en esta estrecha f r a n j a con que la burla cruza el cielo lite-
rario no existe homogeneidad. E n la burla hay varios matices, como
en el arco iris. H a y el sarcasmo, de color m á s sombrío, cuya risa es
a m a r g a y sale e n t r e los dientes apretados ; cólera t a n f u e r t e , que aún
trae sabor a tal después del quimismo con que la t r a n s f o r m ó el pensa-
miento. H a y la ironía, que tiene u n ojo en serio y el otro en guiños.
_ 15 _

m i e n t r a s espolea el e n j a m b r e de sus avispas de oro. Y hay el h u m o r .


E l tono m á s suave del iris. Siempre un poco bondadoso, siempre u n
poco paternal. Sin acritud, porque comprende. Sin crueldad, porque
uno de sus componentes es la t e r n u r a . Y si no es tierno ni es com-
prensivo, no es h u m o r .
E l h u m o r se coge del brazo de la Vida, con u n a sonrisa u n poco
melancólica, quizá porque no confía m u c h o en convencerla. Se coge
del brazo de la vida y se esfuerza en llevarla a n t e su espejo cóncavo
o convexo, en el que las más solemnes actitudes se deforman h a s t a
u n límite que no pueden conservar su seriedad. E l h u m o r no ignora
que la seriedad es el único puntal que sostiene m u c h a s mentiras. Y
juega a ser travieso. Mira y hace m i r a r m á s allá de la superficie, rom-
pe las cáscaras magníficas, que sabe huecas ; da un tirón a la b u e n a
capa que encubre el traje malo. Nos representa lo que hay de desafo-
rado y de incongruente en nuestras acciones. A veces lleva su fanta-
sía tan lejos que nos parece que sus personajes no son h u m a n o s , sino
muñecos creados por él para u n a farsa arbitraria ; pero es porque
—como el caricaturista prescinde en sus líneas de los rasgos m á s vul-
gares de u n a persona—él desdeña t a m b i é n lo que puede entorpecer o
desdibujar sus fines, y como el t e m a que m á s le preocupa no es pre-
cisamente eso que se llama «pintar u n carácter» o «desmenuzar u n a
psicología», sino abarcar lo m á s posible de la H u m a n i d a d , apela fre-
c u e n t e m e n t e a fábulas de apariencia inverosímil, en las que—como
Swift en los Viajes de Gulliver—se pueden condensar referencias a
nuestros actos erróneos, sin mezclarlas con el fárrago insignificante
de u n a vida contada a la m a n e r a m u y meticulosa y m u y pasada de
m o d a de P a u l B o u r g e t .

E l h u m o r tiene la elegancia de no gritar n u n c a , y t a m b i é n la de


no p r o r r u m p i r en ayes. P o n e siempre u n velo a n t e su dolor. Miréis
sus ojos, y están hiímedos, pero m i e n t r a s , sonríen sus labios.
E n el fondo no hay nada m á s serio que el h u m o r , porque puede
decirse de él que está ya de vuelta de la violencia y de la tristeza, y
h a s t a tal punto es esto v e r d a d , que si bien se necesita para producirlo
u n t e m p e r a m e n t o especial, este t e m p e r a m e n t o no fructifica en la
mayoría de los casos h a s t a que le ayudan u n a experiencia y u n a ma-
durez. E l poeta lírico, el d r a m a t u r g o , el simple narrador literario, el
escritor festivo, pueden ser precoces. E l humorista, no. L a s prime-
ras novelas de B e r n a r d S h a w no dejaban adivinar la modalidad que
hizo famosos sus libros en el m u n d o entero. Y como el ejemplo que
conozco mejor es el mío propio, confío que no se m e cargará en cuen-
— 16 —

ta de vanidad, sino en la de m i a f á n de robustecer la tesis, el que m e


decida a apoyarme en él, no porque lo estime excepcional, sino, al
contrario, porque creo que la m í a f u é u n a evolución vulgar y co-
rriente. Y así confesaré que en la adolescencia—tan propensa a la
melancolía—, cuando yo no tenía nada que decir a m i s s e m e j a n t e s ,
fui atacado por la m a n í a de hacerles llorar, y escribí varios años ver-
sos y prosas lacrimógenos a propósito de desengaños y dolores que
yo mismo inventaba. M e parece que la idea que formé entonces
de la gloria literaria consistía en tener a n t e m í a la H u m a n i d a d en-
tera agitada por sollozos convulsivos. Provocar u n a sonrisa m e hu-
biese parecido entonces una deshonra. M á s t a r d e , cuando comencé
a conocer el m u n d o , m i tentación se refería a cogerle por las solapas
y a asustarle con profecías terroríficas acerca de las consecuencias de
los malos pasos en que a n d a b a . T a m b i é n entonces se m e antojaba
inferior la risa. Yo lanzaba mis trenos y el m u n d o continuaba impa-
sible. Creo firmemente que es esta impasibilidad la que determina
u n a exteriorización del h u m o r en quien la contempla. P o d e m o s atis-
bar u n indicio luminoso en la conducta del que discrepa irresistible-
m e n t e de u n r e t r a t o o de u n a estatua concebidos con demasiada so-
lemnidad. E l discrepante padece con aquel espectáculo y necesita
hacer algo para corregirlo. ¿ Q u é decisión t o m a r ? E s inútil que le in-
jurie o que pretenda convencerle de lo molesto de su prosopopeya,
porque el r e t r a t o o la estatua continuarán inmóviles en el mismo
gesto y en la m i s m a actitud. P a r a romper la e s t a t u a no tiene fuerzas,
y si rasga el lienzo provocaría su propia desgracia. E l furor de aque-
lla discrepancia busca entonces salida por la válvula de u n recurso
f r e c u e n t e , y p i n t a unos ridículos mostachos al r e t r a t a d o o encaja en
la cabeza de la estatua u n gorro de dormir, y entonces la m i s m a im-
pasibilidad de u n a u otra figura revierte en contra de ella y ya no es
solemne, sino cómica, y su prestigio queda, al m e n o s m o m e n t á n e a -
m e n t e , aniquilado.

Obsérvese que este p u n t o de m a d u r e z que el humorismo requiere


ae relaciona no sólo con los escritores'que lo producen, sino con los
pueblos y con la literatura de esos pueblos. E s decir, que u n pueblo
joven o u n a literatura joven no dan frutos de h u m o r . E l h u m o r apa-
rece cuando las naciones ya h a n vivido m u c h o y cuando en su litera-
t u r a h a y m u c h o s dramas, m u c h a s tragedias y m u c h o lirismo ; cuan-
do el descontento ya se exteriorizó con genialidad en cólera y en lá-
g r i m a s , en sátiras y en reproches.
H e m o s dicho que esta posición ante la vida, que es el h u m o r , pre-
— 17 —

cisa u n a experiencia, pero t a m b i é n u n t e m p e r a m e n t o què permita


tan especial reacción. Y por razones fácilmente analizables, ese t e m -
p e r a m e n t o no abunda. E l n ú m e r o de escritores humoristas con que
cuenta la H u m a n i d a d es asombrosamente pequeño si se compara
con el de cualquier otra modalidad literaria, y quizá influya consi-
derablemente en ello el que es casi imposible imitarla, ya que con-
siste no en u n estilo, sino en u n a visión de los fenómenos tan pecu-
liar que, como ya sabemos, hace que alganos se crean autorizados a
explicarla por u n a lesión o u n a anormalidad fisiológica. L a gracia es
u n don del que no se pueden ha-cer injertos, y menos cuando es sus-
tanciosa y digna. H a c e r llorar será siempre m á s fácil que hacer son-
\ reír. E l don de ponerse grave lo tiene cualquiera.
H a y m u c h o s hombres que carecen del sentido del h u m o r , y hay
asimismo m u c h o s pueblos que lo perciben m u y difícilmente o que,
si lo perciben, no lo a m a n . Sería complicado pretender ahora pene-
t r a r en las plurales razones de tal insuficiencia, pero nos basta p a r a el
caso con saber que así ocurre. U n a de las m á s viejas razas del m u n -
do—la céltica—es la que h a producido en mayor n ú m e r o y m á s esti-
mables escritores humoristas. Irlandeses fueron Swift y Chésterton,
B e r n a r d S h a w y Oscar W ü d e , en cuyas obras hay t a n elegante y a
veces t a n enternecido h u m o r . . N o desconozco el cuidado con que de-
bemos m a n e j a r en estos nuestros civilizados tiempos ese concepto de
las r a z a s ; pero por mucho que nuestra movilidad actual y las super-
posiciones, mezclas o desplazamientos provocados a lo largo de los
siglos hayan modificado y desvirtuado los antiguos caracteres y la
p u r e z a ancestral, el poso anímico persevera y siempre subsiste u n a
impregnación de tipo espiritual que, m á s que los aspectos exteriores,
p e r m i t e determinar los contornos de u n islote étnico. H a y , en efec-
to, r a z a s o pueblos que tienen u n a disposición o capacidad para el h u -
m o r , como los hay que tienen u n a disposición para el fatalismo, para
la aventura o para lo bélico. Todas son actitudes ante la vida, y vie-
n e n a caracterizar f u e r t e m e n t e su historia. Spengler afirma que los
revolucionarios no tienen n u n c a el sentido del h u m o r , lo que vemos
comprobado en I n g l a t e r r a , que hizo u n a sola revolución de excesos
inferiores a cualquier otra, y en países donde el h u m o r no g r a n a y
que se confían apresuradamente a la violencia en cuanto les p e r t u r b a
« n a incomodidad. T a m b i é n dice Spengler que todos los grandes con-
ductores de h o m b r e s h a n poseído esa capacidad, y es, en efecto, m á s
que probable que en las alturas del m a n d o sea preciso alcanzar mu-
— l a -
chas veces a ver los hombres y las cosas, la imperfección, la ingra-
t i t u d , la deslealtad, la torpeza, al través de esa lente u n poco bon-
dadosa que, si bien m u e s t r a la maldad c l a r a m e n t e , la recomienda con
su burla a la piedad de nuestros corazones.
Comprendo que, así como cada uno de los escritores que reciben
el honor de ser admitidos e n t r e vosotros, suele afirmar sus devocio-
nes disertando acerca de otros artistas ilustres a los que es afín, que
fueron como sus precedentes y dentro de cuya amplia órbita gloriosa
t a m b i é n se mueven ellos, yo estoy en el deber de t r a t a r del h u m o r en
la literatura española. 151 t e m a se m e impuso imperiosamente desde
que pensé en trazar el discurso que es t r á m i t e obligado para la recep-
ción. D u r a n t e m u c h o tiempo yo f u i el h o m b r e que tenía el rótulo,
pero que carecía de toda posibilidad para hacer la obra. Disponía de
u n bello título («El h u m o r en la literatura casteUanas), y padecía la
seguridad de que era pretensión desaforada componer b a j o tal propó-
sito nada m e n o s que u n discurso, porque es lo cierto que en nuestra
l i t e r a t u r a el h u m o r no h a hecho escuela ni p r e s e n t a algo m á a que
manifestaciones discontinuas, esporádicas y escasísimas. N o h a y u n
p a n o r a m a de literatura humorística por el que discurrir, no hay esa
f r o n d a multicolor que admiramos en nuestra poesía lírica y épica, ni
esas cordilleras de ingenios que nos recrean en el d r a m a y en la tra-
gedia, en el costumbrismo y en la sátira, en t a n t a s novelas genial-
m e n t e ceñudas y en t a n t a s novelas genialmente sollozantes. N o sen-
timos el h u m o r , y h a s t a debemos decir sinceramente que nos molesta,
que nos inquieta, que t e m e m o s , sólo con verlo pasar a nuestro lado,
que m a n c h e o disminuya nuestra propia seriedad, de la que estamos
enamorados y que ponemos gran celo en vigilar porque nos parece que
perder algo de ella es como perder algo de nuestro honor. Y m u c h a s
veces, en efecto, cuando queremos afirmar que alguien h a perdido su
decencia, decimos que h a perdido su seriedad. E l concepto aparece
suavizado, pero todos lo entendemos.

E l carácter castellano no admite esa blandura que h a y siempre


en el h u m o r . F u e r t e , seco, rígido, enamorado de las abstracciones,
tiene u n concepto trágico de la vida. Lleva el honor como u n a a r m a -
dura y tiene de Dios u n a idea t a j a n t e , estremecida y escueta. Con-
dena al hierro a quienes f a l t a n a la ley h u m a n a , sin que la pasión
atenúe la culpa, y al fuego a los que se deslizan f u e r a de la ortodoxia,
creyendo i n t e r p r e t a r u n a justicia que aparece así intransigente e im-
placable. A r m a contra la infiel la cólera del a m a n t e y aun la del m a -
rido que ya no a m a , y llora a n t e Dios en versos magníficos las miserias
— 19 —

terrenas j el ansia de comparecer a n t e su presencia enajenadora. E n


la exaltación de estos sentimientos, la literatura castellana culmina
magníficamente sobre las demás, especialmente en lo místico, y da
al asombro h u m a n o u n a copiosa lista de obras inmortales en las que
las pasiones chirrían como ascuas sobre la carne y donde un destino
ceñudo, escasamente piadoso, rige el ir y venir de seres h a s t a cuyas
almas h a concluido por filtrarse, a fuerza de vestirlas siglos y siglos,
algo del hierro de las a r m a d u r a s .
Obras geniales, pero t a m b i é n u n poco implacables, que t r a s u d a n
severidad, que cotejan i n t r a n s i g e n t e m e n t e nuestras acciones con las
n o r m a s sociales convenidas. L a pasión se m u e s t r a en eUas ingente y
fatal, haciendo rodar aludes incontenibles por las laderas de los es-
píritus, torciendo existencias, tronchando destinos, a m e d r e n t a n t e ,
ejemplar.
Cuando la literatura castellana se acerca al espectáculo de la vida,
lleva ya un gesto grave ; va resuelta a cortejarlo con las grandes leyes
h u m a n a s y divinas, dejando a u n lado esos móviles y esas razones de
apariencia m e n u d a , pero a veces t a n importantes en nuestro proceder.
Si utiliza la risa, la e m p u ñ a como u n látigo. ¿ D ó n d e encontrar hu-
mor en la novelística nacional, si convenimos—como yo defiendo—que
la t e r n u r a es el sentimiento indispensable, sine qua non, que se h a
de combinar con la gracia para lograr ese estilo? L a vulgaridad de los
lectores nos remitirá a la picaresca. P e r o en el collar de joyas que pue-
de formarse con las novelas de ese género no está hilvanada n i n g u n a
de la que brote la dulce luz de la piedad, de la comprensión bondadosa.
Se suscita la carcajada no sólo contra el vicio, sino contra la desgra-
cia. P o r aquellas páginas, cargadas ya de añeja gloria, p a s a n el hi-
dalgo con su pobreza, el buscavidas con su h a m b r e , el picaro con sus
palizas, el marido engañado con sus cuernos..., y detrás de ellos, como
eco de sus pasos, como sombra de sus cuerpos, inclemente, dura, sin
calor cordial, va r e t u m b a n d o la carcajada, hostigándoles despiadada-
m e n t e desde el p r i m e r capítulo h a s t a la palabra «fin», sin que en un
solo m o m e n t o el autor se conmueva con sus criaturas.

Así en Guzmán de Alfarache, así en esa traviesa sátira de ciertos


aspectos de la vida española del siglo xv:, que es El Lazarillo de Tor-
mes, desde cuyo tratado o capítulo primero al séptimo viaja el lector
sin que su simpatía halle donde detenerse, porque n i el ciego cruel,
n i el clérigo avaro, ni el escudero f a n f a r r ó n , ni el industrioso bul-
dero, n i las propias m a l a s artes de L á z a r o le dan asiento en n i n g ú n
instante.
— 20 —

Satíricos, que no h u m o r i s t a s , son los gloriosos autores de la pica-


resca, y en vano se buscará en ellos la esperanza de que, a lo me-
nos, haya de mejorar lo que satirizan, porque si las novelas picares-
cas tienen u n a peculiaridad c o m ú n , es su pesimismo.
H a y u n genial escritor cuyo n o m b r e simboliza para los españoles
la g r a c i a ; don Francisco de Quevedo. Político, filólogo, moralista,
erudito, cierra contra la sandez, la ignorancia y la maldad ; pero su
corazón parece estar ausente en esos combates en los que t a n t a s proe-
zas realiza su cerebro. «Más razonador que sentimental», dice de él
uno de sus críticos, y J u l i o Cejador define así su gracia : «Eoja, chi-
llona y sin matices melindrosos ; e n t e r a m e n t e española.»
L a risa de Quevedo m u e r d e , acosa, despedaza, desatrailla jaurías
de sarcasmos contra los vicios y las flaquezas h u m a n a s ; silba en el
aire como la correa de u n látigo. Nos m u e s t r a , regocijada, a los h a m -
brientos pupilos del dómine Cabra y nos incita a la hilaridad ante el
r e p u g n a n t e m a n t e o , nevado de salivazos, de don Pablos, el B u s c ó n .
Conoce el valor moral de los hechos, pero no se conmueve a n t e eUos,
pese a ser la Moral cristiana—toda amor—la inspiradora. S u s risota-
das persiguen a los muertos en la t u m b a — c o n las páginas magníficas
de los «Sueños»—, los levanta de ella i n c l e m e n t e m e n t e , y los preci-
pita en el infierno, restallando en sus espaldas. Y allá van escribanos
y mercaderes, jueces y maestros de esgrima, avaros, sastres, m u j e r e s
solteras y casadas, capeadores, poetas, filósofos, judíos, médicos, ta-
berneros, pasteleros, astrólogos, barberos, caballeros, letrados, cómi-
cos, alguaciles, sacristanes..., toda u n a h u m a n i d a d pecadora, preci-
pitada, e m p u j a d a hacia el báratro por la jocundidad de Quevedo, como
el m a s t í n r e ú n e y e m p u j a el rebaño hacia el redil.

P a r e c e inevitable concluir de todo esto que en la literatura espa-


ñola no h a y h u m o r , sino m a l h u m o r , Ya don Miguel de U n a m u n o
habló de nuestro malhumorismo. Y a esta tradición corresponde cier-
t a visible indiferencia de la crítica hacia u n a modalidad que le parece
inferior n a d a m á s que por su extrafieza, y a n t e la cual se coloca en
u n a actitud de recelo inspirada en esa frase que repetimos siempre
que queremos afirmar nuestra dignidad : «De mí no se ríe n a d i e s , con
la que expresamos n u e s t r a medular gravedad, porque en la c u m b r e
de nuestra intransigencia está la risa. Nos pueden e n g a ñ a r , traicio-
n a r , empobrecer, herir, a t o r m e n t a r . . . , pero no admitiremos la risa ni
para corregirnos. A lo sumo, toleramos la intrascendente gracia del
bufón.
U n a r g u m e n t o que se m a n e j a con gran frecuencia contra el hu-
— 21 —

m o r , entre nosotros, es el de que no pasa de ser u n a critica negativa.


E s t o de la acritica negativa» resulta el m á s cómodo de todos los re-
fugios para los interesados en eludirla. Cuando se tacha de negativa a
u n a crítica se cree haberle sacado los dientes al león. P e r o es preciso
preguntarse si existe alguna crítica negativa. U b novelista que ata-
que las costumbres o los sentimientos de su época influye en su modi-
ficación aunque no trace el nuevo camino que h a y a de seguirse, y
t a m b i é n podíamos decir que en la negación de u n estado de cosas va
implícita la afirmación del contrario, E n todo caso, es indudable que
si se acordasen la legitimidad y conveniencia del desdén para las crí-
ticas negativas, a u m e n t a r í a angustiosamente la complicación de nues-
t r a vida, porque el zapatero al que acusamos de vendernos calzado
torturador, o el cocinero al que tachamos de darnos comida intraga-
ble, o el sastre al que reprochamos los t r a j e s incómodos, podrían en-
cogerse de hombros para contestarnos que, en verdad, tales reparos
no dejaban de ser simples críticas negativas y que no dialogarían con
nosotros hasta que no hubiésemos expuesto nuestro propio sistema de
hacer zapatos o comidas o t r a j e s .

Ocurre, sin embargo, u n fenómeno curioso. E n medio de esta


t e m p e r a m e n t a l lejanía del h u m o r , a pesar de nuestra restringida ca-
pacidad para producirlo y del rubor que nos cuesta confesar que algu-
n a vez sucumbimos a su encanto, es en E s p a ñ a donde se produce la
m á s asombrosa obra del h u m o r . E n la austera Castilla, que no ríe
cuando contempla la vida, se concibe y se escribe ese libro que so-
bresale e n t r e todos los libros. Cuantos h o m b r e s leen, en la diversidad
de idiomas del m u n d o , lo conocen. Su gloria se enciende con él y se
estiende y a u m e n t a con los siglos. J a m á s el h u m o r f u é Uevado a se-
m e j a n t e a l t u r a , n i abarcó t a n t a s y t a n trascendentales cuestiones, n i ,
tampoco, sacudió con t a n prolongada risa el pecho de los h u m a n o s .
E s innecesario n o m b r a r al Quijote.
E l Quijote no tiene precedentes y no tiene consecuentes ; es u n a
obra sin padres con los que buscarle parecido y sin hijos en los que
se confirme su fisonomía especial. E n la literatura española—desde
este p u n t o de vista del h u m o r — e s u n inmenso obelisco en u n a lla-
n u r a . Y en la m i s m a producción de Cervantes, es asimismo u n a ex-
cepción. Ni antes n i después volvió a tallar u n a obra entera en el blo-
que de gracia del humorismo.
Observemos cómo en el Quijote se cumplen aquellos requisitos
que f a l t a n en las novelas picarescas para ser tenidas como frutos del
h u m o r . P o r q u e , tundido y asendereado, ya b a t a n en sus quijadas las
— 22 —

piedras de los honderos, ya revuelva sus e n t r a ñ a s el bálsamo de F i e -


rabrás, ya lo volteen las aspas del molino o se deje burlar sobre el
caballo de m a d e r a , nuestro a m o r le acompaña siempre. Nos despe-
dimos sin afecto del Lazarillo y llegamos a la última página del G r a n
T a c a ñ o sin que Pablillos h a y a conseguido nuestra simpatia. Allf los
dejamos, con sus t r u h a n e r í a s y sus ávidos gaznates, e n t r e p u ñ a d a s ,
zancadillas y t r a m p a s , y aun pensamos que bien merecieron lo que
les ocurrió. P e r o cuando el Caballero de la Blanca L u n a desmonta a
Quijano el Bueno—\ el Bueno !—y pone con el vencimiento fin a sus
a v e n t u r a s , sentimos la melancolía de su fracaso total. Riéndonos de
él h e m o s aprendido a amarle y a comprender que, a la vez, nos reía-
mos t a m b i é n de nosotros. Después ya no le olvidaremos jamás, y de
sus dichos y hechos h a r e m o s n o r m a s educativas. Y esto es así porque
su creador supo envolverlo en t e r n u r a .
¿ Cómo pudo producirse esta excepción del Quijote en nuestras le-
t r a s ? Yo tengo mi opinión, y si la expongo es porque m e parece,
cuando m e n o s , merecedora de examen. E n rigor, ya quedó insinuada
cuando recordé que hay r a z a s y pueblos especialmente capacitados
para el h u m o r , y que, e n t r e aquéllas, la céltica f u é la que produjo
m á s y m u y famosos escritores que lo cultivaron. P u e s bien, esa vieja
sangre regaba t a m b i é n el cerebro del P r í n c i p e de los Ingenios. Sin
que el señor F e r n á n d e z de N a v a r r e t e comenzase su «Vida de Cer-
vantes», que va al f r e n t e de la edición publicada por la Academia, di-
ciendo : « L a preclara y nobilísima estirpe de los Cervantes, que desde
Galicia se trasladó a Castilla», ya se podía deducir su abolengo sin
más que oír los apellidos, porque el de Saavedra es p u r a m e n t e galaico
y el de Cervantes está en la toponimia gallega.
Quiero aclarar que no es que los gallegos i n t e n t e m o s a l z a m o s con
todas las glorias nacionales, desde don Cristóbal hasta don Miguel,
sino que apunto u n a explicación a lo que, en el fondo, la necesita como
fenómeno sin p a r , y aun pregunto si no la robustece el hecho de que
sea Galicia la región donde surgen m á s escritores humoristas. L a
gloria de E s p a ñ a , la P a t r i a c o m ú n , cuya inquebrantable unidad sen-
timos y servimos t a n a h i n c a d a m e n t e , no sufre con esta apreciación
menoscabo alguno.

Quienes creen que la palabra humor es la expresión de u n género


literario característicamente moderno se sorprenderán al enterarse
de que ya aparece, aplicada por primera vez a la literatura, en las
— 23 —

retóricas renacentistas. P e d r o Sáinz Rodríguez, nuestro doctísimo


compañero, lo descubre en su Historia de la critica literaria, y nada
m á s grato y honroso para mí que a m p a r a r m e en su erudición, que
en este caso refuerza m i s propias teorías.
«Allí—dice el ilustre polígrafo—aparece este vocablo, y precisa-
m e n t e u n análisis p e n e t r a n t e del sentido con que los retóricos lo apli-
caron, puede servirnos para esclarecer y disecar el contenido del con-
cepto humor, expresión de uno de los m á s complejos y a p a r e n t e m e n -
te contradictorios fenómenos literarios... E l uso indiscriminado de
las palabras h a involucrado l a m e n t a b l e m e n t e con el humor los con-
ceptos de satirico, cómico, festivo y otros. E s en la etimología de la
palabra y en el estudio de su evolución donde se encuentra la raíz
p r o f u n d a del concepto humor y su diferenciación básica de toda esa
supuesta sinonimia.
» L a palabra humor aplicada a la literatura aparece por vez pri-
m e r a en las Retóricas de M i n t u r n o y Scaligero, tomándola del voca-
bulario técnico de la medicina escolástica. E s t a , siguiendo a los auto-
res clásicos, hacía consistir los diversos t e m p e r a m e n t o s en u n a re-
partición variable de los cuatro humores del cuerpo h u m a n o . Si el
equilibrio se lograba, el t e m p e r a m e n t o era sano y perfecto (hygido),
y según predominase la sangre, la l i n f a , la bilis o el h u m o r negro
(atrabilis) los t e m p e r a m e n t o s eran, respectivamente, sanguíneos, fle-
máticos, biliosos o melancólicos. Al cabo de los siglos todavía perdu-
ran estas ideas en el l e n g u a j e , aunque generalmente se ignore su ori-
gen (estoy de buen o mal humor, estoy de un humor negro, etc.).
P r e c i s a m e n t e de u n a evolución romántica de esta f r a s e — b u e n hu-
mor, sinónimo de alegría, de regocijo—nace la identificación con-
f u s a de humor, humorismo, con alegría, comicidad.
»Los retóricos aludidos acudieron a aquellos términos para fijar
u n a ley unitaria en la composición de la obra d r a m á t i c a , exigiendo
que cada cará-cter p e r m a n e z c a constante d u r a n t e la acción conforme
a su idiosincrasia f u n d a m e n t a l en el t e m p e r a m e n t o . H u m o r es, pues,
aquí lo característico de la personalidad.
» E n cincuenta años la palabra humor pasa definitivamente de la
medicina a la literatura. Así la vemos en Shakespeare y en B e n J o n -
son. U n o de los compañeros de F a l s t a f f , llamado N y m , tiene constan-
t e m e n t e en la boca la palabra h u m o r . Aparece en el título de dos co-
medias de B e n J o n s o n : Every Man in his Humour y Every Man out
of his Humour. E n el prefacio de esta segunda se lee u n a de las pri-
meras definiciones del h u m o r : «Este término—dice—^puede aplicarse
— '24 —

» m e t a f ó r i c a m e n t e ; cuando u n a cualidad particular se señorea del h o m -


»bre a t a l p u n t o que obliga a todos sus s e n t i m i e n t o s , a sus f a c u l t a d e s ,
»a sus energías a t o m a r u n a m i s m a dirección, p u e d e llamarse a esto,
»en justicia, u n h u m o r . »
D e s p u é s de e x a m i n a r estas e n s e ñ a n z a s y las que e x t r a e de sus lec-
t u r a s de R i c h e r y de Voltaire y otros autores, el señor Sáinz Rodrí-
guez concluye, con su claro criterio :

«Lo cierto es que al través de toda esta evolución v e m o s que el h u -


m o r es u n a reacción personal, t e m p e r a m e n t a l a n t e las cosas. P u e d e
ser u n a boutade, algo que se salga del juicio c o m ú n y p a c a t o sobre los
hechos. E s t a inesperada reacción p u e d e producir risa, a u n q u e su ca-
racterística es estar enunciada m u y s e r i a m e n t e . . . D e todo esto se de-
duce que la actitud h u m o r í s t i c a supone u n a concepción personal del
m u n d o y de la vida ; eso que los a l e m a n e s l l a m a n Weltanschauung.D

H é g e l explica en su E s t é t i c a cómo el autor i n t e r v i e n e , con su in-


terpretación personalísima en el h u m o r . «El h u m o r — a f i r m a — n o se
p r o p o n e dejar u n a s u n t o desenvolverse de sí propio c o n f o r m e a su n a -
t u r a l e z a esencial, organizarse, t o m a r así la f o r m a artística que le
conviene. Como, por el contrario, es el artista m i s m o quien se intro-
duce en su a s u n t o , su t a r e a consiste p r i n c i p a l m e n t e en r e c h a z a r todo
lo que t i e n d e a o b t e n e r o que ya parece poseer u n valor objetivo y u n a
f o r m a fija en el m u n d o exterior, en eclipsarlo y en borrarlo por la po-
t e n c i a de sus ideas personales, por r e l á m p a g o s de imaginación e in-
venciones e x t r a ñ a s y chocantes.»

E s t a r e f e r e n c i a de H é g e l a la imaginación m e facilita u n peldaño


p a r a ascender a otro plano del discurso, sin a b a n d o n a r el edificio de
m i s intenciones. P o r q u e quiero decir que la actual escasez de g r a n d e s
novelas—pese a la creciente a b u n d a n c i a de novelistas—no es revela-
dora de-que la novela esté en crisis, sino de que está en crisis la i m a -
ginación. Yo n o sé si el h o m b r e de h o y , acosado i n c e s a n t e m e n t e por
i n q u i e t u d e s t e r r i b l e s , carece de t i e m p o y h a s t a de afición a soñar ;
pero es lo cierto que en la i n m e n s a mayoría de las novelas se nota
que la f a n t a s í a hizo inútiles esfuerzos p a r a despertar. E s t o explica
que t a n t o s escritores se r e f u g i e n en las biografías, t a n n u m e r o s a s como
poco m e r e c e d o r a s de l e c t u r a , en su m a y o r p a r t e , y que revelan que el
autor h a ido a buscar en la vida un héroe que él no acierta a crear.
Quizá la m á s exacta r a z ó n de este f e n ó m e n o es que el novelista
vió huir de su propia m e s a de t r a b a j o , vió deshacerse en h u m o , en
n i e b l a , en n a d a , los motivos principales de sus lucubraciones ; u n o d e
~ 25 —

ellos el que él mismo llamat)a «el t e m a eterno» : el amor. ¿ Cómo pudo


ocurrir eso? E l amor inspiraba el noventa y nueve por ciento de las
novelas ; había legiones de seres h u m a n o s que esperaban impaciente-
m e n t e a que surgiese u n nuevo libro en que se volviese a contar, cam-
biando los nombres, cómo E u l a n i t o se casaba con E u l a n i t a después
de luchar con mil oposiciones y dificultades. Y u n estremecimiento de
asombro conmovía al m u n d o cuando cualquier insigne escritor pro-
ducía u n a de aquellas novelas llamadas psicológicas que revelaban en
sus decisiones m á s triviales y en sus pensamientos m á s minuciosos
el alma de u n a c a n t a n t e del Real o de u n a Joven pensionista. Y he
aquí que, con relativa brusquedad, las novelas sentimentales caen en
el desprecio o por lo m e n o s en el desinterés de la gente. ¿ Q u é h a su-
cedido? H a sucedido que en la vida real el amor se h a simplificado
m e d i a n t e u n sencillo cambio de costumbres que p e r m i t e a cualquier
h o m b r e excusarse de leer trescientas páginas para saber cómo piensa
y cómo reacciona u n a m u j e r ; porque aquella m u j e r , a n t e s casi inase-
quible, guardada por rejas, celosías y convencionalismos, se mezcla
ahora en nuestra vida con u n a frecuencia y u n a naturalidad sin pre-
cedentes, y la encontramos en los salones de los grandes hoteles, en
las oficinas públicas y en las particulares, en los campos de deporte,
en las Universidades, en el periodismo...

E s t e cambio de las costumbres, realizado de modo repentino, trajo


como consecuencia inmediata u n cambio en el aprecio que solía ha-
cerse de lo sentimental, y la novela que m a n e j a b a ese t e m a ya no in-
teresó, porque lo que busca nuestro espíritu en el arte es lo extraor-
dinario, lo inasequible, lo infrecuente : esa magia que él posee para
saciar nuestras ansias proteicas y permitirnos vivir m u c h a s vidas in-
tensas, desligados m o m e n t á n e a m e n t e de la vulgaridad. L a crisis de
esa clase de asuntos se produjo en nuestros días, pero y a la habían pre-
visto algunos críticos de magnífica sensibilidad. L a insigne condesa
de P a r d o B a z á n escribió hace años estas palabras en su obra La poe-
sía Urica en Francia : a E l período en que el individuo f u é asunto pre-
dilecto de la literatura, del a r t e , de la filosofía, h a t e r m i n a d o . . . E s a
plenitud de desarrollo del lirismo, desde mediados del siglo xviii acá,
parece cosa cerrada, conclusa, agotados sus brotes y secos su tronco
y su raíz extensísima.»
E n efecto, la novela soslayó el t e m a del a m o r , que f u é curiosamen-
te recogido por la Medicina, y dejó al individuo por la colectividad.
— 26 —

a lo particular por lo social ; se inclinó m á s ' a inspirarse en las cuestio-


n e s que nos plantea el instinto de conservación que en las que nos
propone el de reproducción. E l a r r a n q u e de esta preferencia no es de
hoy, a u n q u e sí de u n ayer m u y próximo y h a b r á que vincularlo en
Dickens y en los escritores rusos del siglo pasado. P e r o el amplio des-
arrollo de la tendencia se dió en nuestros días.
H u b o u n cambio total de personajes y de esquemas. Aquellas da-
miselas blasonadas que monopolizaban todas las virtudes, aquellos
caballeros que e r a n la encarnación de la arrogancia, del valor, de la
lealtad y del sacrificio, perdieron sus colores, su belleza, sus dones,
empalidecieron y , sombras al ñ n , extinguiéronse como sombras. L o s
castillos, los palacios, los parques señoriales, escenarios de las t r a m a s
novelescas, se t r a n s m u t a r o n como las decoraciones de u n a comedia de
m a g i a . E n su lugar aparecieron buhardillas, casas de vecinos, talleres,
y pululando e n t r e ellos, m u j e r e s modestas, h o m b r e s mal vestidos, ape-
llidos vulgares, conflictos que h u n d í a n sus raíces en el sueldo y en el
jornal. L o s humildes irrumpieron en masa en la literatura, avanzan-
do desde aquel último t é r m i n o en que estaban, si acaso, para ofrecer-
se como detalle en las proezas del caballero. E l acervo de simpatía de
los antiguos personajes f u é trasladado a p r e s u r a d a m e n t e a los nuevos
y ellos disfrutaron de la nobleza de a l m a , de los sentimientos cristia-
nos, de la heroica capacidad de sacrificio, de la hermosura y de la ra-
zón. A u n continuaron enhebrándose en la t r a m a los ricos hombres
de a n t a ñ o , los donceles hijosdalgo y las damiselas enterciopeladas ;
pero casi siempre para aceptar papeles de malvados y servir de con-
traste.

Nadie se atreverá a negar la influencia de la literatura en la vida


social. E s e ciclo d u r a n t e el cual se quiso substituir al poderoso egoís-
t a , en la simpatía de la g e n t e , con el humilde enternecedor y enter-
necido, avanzó lo suficiente para que se puedan conocer bien sus efec-
tos. E l novelista descubre que, por encima de su situación, de su
rango, de su h a m b r e o de su h a r t u r a , de su opulencia o de su mise-
ria, el h o m b r e es siempre eso : u n h o m b r e , y la bondad o la malicia
n o reside en estratos. Así, la crueldad, el odio, cruzan sus fuegos de
arriba abajo y de abajo arriba, y para causarse daño los unos a los
otros, los h o m b r e s no necesitan m á s que u n a condición : la de poder
producirlo con ninguno o con escaso riesgo.
' Con esta convicción que t r i s t e m e n t e nos imponen los acontecimien-
tos de nuestra época, la novela ya no t i e n e f u e r z a para seguir por ese
— 37 —

c a m i n o . L a s intenciones sociales que consciente o inconscientemen-


t e palpitan en toda obra de este tipo, se detienen desorientadas. U n
m u n d o agoniza ante ella, y a u n no puede intuir cómo será el m u n d o
de m a ñ a n a y cuáles son las palabras con que debe apresurarlo. Como
siempre ocurre en crisis parecidas, los escritores buscan u n derivativo
para esta angustia en librar batallas por la f o r m a ; se asaltan los re-
ductos de la vieja métrica, se zurcen nuevas libreas para las imáge-
nes, se alzan banderas para combatir o defender el empleo del punto
y coma... Todo eUo está m u y bien y no seré yo quien lo censure ; pero,
e n fin de cuentas, el problema de la expresión, siendo importantísi-
m o , no es el primordial. E l secreto de la eterna juventud en la f o r m a
literaria es la sencillez ; y la sencillez no tiene reglas ni se discute en
congresos ni e'n camarillas. U n individuo no se vigoriza por cambiar
de traje. L a literatura no se engi'andece por modificar lo formal si,
a la vez, no embellece y renueva sus ideaciones.
E l mal característico de la novela actual, en el m u n d o entero, está
en la atrofia de la f a n t a s í a , y no sabré decir si este mal se produjo
por el desdén que contra ella predicó el naturalismo o si el naturalis-
m o f u é ya u n a consecuencia de la escasez de fantasía. L o que sé es
que ese don, en el que reside la facultad creadora, está subestimado,
así como se aprecia g e n e r a l m e n t e , e n t r e nosotros, que el h u m o r está
e n los arrabales de la literatura y que suele ser producido por hombres
que cifran sus ansias en alegrar, sin otras consecuencias, los ocios de
los demás.
Sin embargo, esa gracia que z u m b a y revolotea y va y viene sobre
las cuestiones m á s graves, sobre los empeños m á s sesudos, sin que
parezca compartir la carga de ninguno de ellos, h a logrado triunfos
trascendentales sobre las costumbres, sobre las leyes, sobre las insti-
tuciones h u m a n a s . E l Quijote influye en la vida nacional m á s que
cualquier otra obra de su genial autor, como Swift y Dickens en la de
su patria. AUí donde el ceño adusto nada logra, la sonrisa acierta a
abrir u n camino.
E s t a ligereza con, que se juzga a la gracia me' hace pensar en otro
grave error en que h a n incurrido los h o m b r e s y que viene m a n t e n i é n -
dose vivo d u r a n t e años y años. E s t e error se refiere a u n insecto, pero
no por eso pierde gravedad. Debemos perseguir la injusticia aUí don-
de se halle, sin preocuparnos de la categoría de quien la padece. H a y
u n pequeño ser que h a sido calumniado en unos versos que alcanzaron
gran divulgación. Se t r a t a de la fábula que todos conoceréis del ca-
— 28 —

bailo y la avispa. U n caballo sube u n a empinada cuesta arrastrando


u n a pesadísima carga. Cierta avispa—en otra versión es u n a mosca—
que vuela por aquellos lugares, se siente conmovida por el rudo t r a -
bajo del cuadrúpedo y se decide a ayudarle. Z u m b a en torno de él,
le clava su aguijón, se eleva para medir el repecho, se aleja y retor-
n a , estimula al b r u t o , ora se burla de él, ora lo a n i m a , lo exaspera,
lo irrita... Cuando alcanzan la a l t u r a , se posa la avispa en el arnés y
suspira : cc¡ H e m o s llegado!» ; y el caballo le contesta con reprobable
ironía : t¡ Gracias, señor elefante !»
E s t e caballo no era m á s que u n pobre vanidoso y la avispa sabia
m e j o r que él lo que había hecho. S u r u n r ú n , su ir y venir, sus pico-
tazos, la emulación de su actividad a p a r e n t e m e n t e enloquecida, de
algo sirvieron, sin duda alguna. E l caballo no lo creyó así porque n o
notó alivio alguno en el peso. E l caballo querría—y bien claro se
aprecia en su respuesta—que la avispa se hubiese echado a la espalda
p a r t e de la carga del carro. L a avispa reveló m a y o r sensatez al n o
p r e t e n d e r ni por u n m o m e n t o que el cabaUo volase.
T e n g o u n p r o f u n d o placer en rehabilitar al m a l t r a t a d o insecto y
ofrezco este juicio de revisión a quienes opinan que el p e n s a m i e n t o
tiene voz de bajo p r o f u n d o y menosprecian el alado esfuerzo civiliza-
dor de la gracia.
Cuando el h u m o r se debilita o desaparece pasa u n a sombra sobre
la vida de los pueblos, porque es él quien la i n t e r p r e t a y la corrige
con m á s afable simpatía, y quien nos sugiere las visiones con que en-
cubrimos su fealdad, y h a s t a quien nos presta la sonrisa con que afron-
tamos muchos dolores inevitables.
I g n o r a m o s qué nos traerá la literatura posterior a la guerra, pero
si en eUa sobrevive el h u m o r i s m o diremos que se h a salvado algo m u y
i m p o r t a n t e de la t e r n u r a h u m a n a , e n t r e t a n t o s odios y t a n t a s espan-
tosas violencias ; diremos que, en medio de la salvaje furia que tras-
tornó y destruyó delicadas concepciones de la moral y del a r t e , quedó
flotando a ú n algo que representa siglos y siglos de experiencia, de
sufrimiento y de depuración de los e s p í r i t u s ; que por todo eso es el
h u m o r i s m o patrimonio de razas viejas y de literaturas m u y cocidas
al fuego lento de la H i s t o r i a , cuando los hombres h a n Uegado ya a
descubrir que el contradictor en cuyo pecho se clava u n a bala, resu-
cita, pero si se atina a clavarle u n a certera burla, no se levanta m á s .
Y con esto, insisto otra vez, no m e refiero al simple b u e n h u m o r ,
padre de u n a hilaridad que no necesita comprender n a d a , puesto que
— 29 —

nada propone a la inteligencia, sino a aquel del que dijo Carlyle, con
palabras que cerrarán mejor que las m í a s este discurso :
«El h u m o r verdadero, el h u m o r de Cervantes o de S t e r n e , tiene
su f u e n t e en el corazón m á s que en la cabeza. Diríase el bálsamo que
u n alma generosa d e r r a m a sobre los males de la vida, y que sólo u n
noble espíritu tiene el don de conceder. E l h u m o r — a ñ a d e el gran filó-
sofo—es, pues, compatible con los sentimientos más sublimes y tier-
nos, o, por mejor decir, no podría existir sin tales sentimientos.»
Jr'Bvj, - • -lYiVÍ--

T.IS t".

i M i t Ä -

« ^ m
^l^^iík; "¿ h i ß ?
C O N T E S T A C I O N

DEL

E X C M O . S R . D. J U L I O CASARES
SEÑORES ACADÉMICOS :

Al confiarme el señor Director el encargo Se dar la bienvenida al


«scritor ilustre que hoy recibimos como compañero, m e pasó por las
mientes excusarme, pensando que, por ser dia de gala el de hoy, no
•debiera llevar la voz de la Academia el m á s modesto de sus indivi-
•duos ; pero venció el contento que m e causaba tan honrosa misión,
pues si cualquiera de vosotros la habría desempeñado con m á s luci-
miento y solvencia, nadie podría cumplirla con m á s gusto.
Allá por el año 1917 era yo el verdadero oráculo de la critica lite-
raria, según decían en las dedicatorias los autores que m e regalaban
sus libros..., sin perjuicio de que después quitasen t a n t o hierro que
casi no quedaba n a d a . L o cierto es que yo ejercía esa crítica cuando
se publicó Volvoreta, que le dediqué dos artículos encomiásticos, y
que tuve el acierto de predecir la brillante carrera que esperaba a su
.autor. Aunque otra cosa crean los que se imaginan a Zoilo envidioso
e ictérico, frotándose las m a n o s cada vez que descubre alguna falta,
pienso que, para quien ejerce h o n r a d a m e n t e la crítica, la única com-
pensación de los sinsabores que tan ingrato ministerio Ueva aparejados,
está en hallar el oro e n t r e la ganga, en sacar a la superficie los valores
•ocultos o mal apreciados, en aconsejar al que no acaba de encontrarse a
sí m i s m o , en estimular al que va por la buena senda, en creerse el crí-
tico, en fin, u n poco padrino del escritor novel y en ver en alguna
ocasión, andando el t i e m p o , cómo se confirman conjeturas o profe-
cías sólo arriesgadas para quien las hizo. Bien puede ser que, como
en este caso, el criticado no t e n g a deuda alguna con el crítico, pero
dejadle a éste, ya jubilado, la ilusión de haber contribuido, por lo me-
nos con el deseo, al t r i u n f o que hoy solemnizamos.

Wenceslao F e r n á n d e z FIórez nació en Galicia. Con esta vague-


dad nos lo dice la Enciclopedia E s p a s a y yo no quiero ser menos dis-
creto : en cuanto a la fecha, porque t a m b i é n los hombres podemos
sentir algún día la tentación de quitarnos años ; y en cuanto al lugar,
— 34 —

porque, a f a l t a de indicación precisa, nada perderá el ü u s t r e escritor


con que varias feligresías gallegas, en h o m e n a j e pòstumo, se dispu-
ten el honor de haber puesto en su boca la pulgarada de la sal li-
túrgica.
Como caso de ingénita vocación literaria, el de F e r n á n d e z FIórez
no hallará m u c h o s que se le puedan comparar. Si otros vinieron a
encallar en las letras después de iniciar varios r u m b o s o al retorno
de empeños fracasados, él se abrazó a la p l u m a , para no abandonarla
j a m á s , cuando a ú n cursaba sus primeros estudios. Ya nos ha conta-
do que escribía a la sazón versos sentimentales, como hicimos casi
todos nosotros ; pero no nos h a dicho cuándo y cómo sentó plaza de
periodista profesional. Yo lo sé y puedo satisfacer vuestra curiosidad.
L e h a b í a n granjeado el acceso a la nómina ciertos cuentecillos que
enviaba a u n diario de L a Coruna, cuyo director, al ver por prime-
ra vez a n t e sí a u n m u c h a c h o imberbe y larguirucho, que apenas
r e p r e s e n t a b a los dieciséis años que t e n í a , se negó a creer que aquél
f u e r a v e r d a d e r a m e n t e el autor de los trabajos que venía publicando ;
y, m á s que n a d a por salir de dudas, le ofreció u n a plaza de redactor.
Así llegó F e r n á n d e z FIórez de la literatura al periodismo, contra lo
que suele ocurrir ; y a u n q u e siempre soñó en redimirse de este ejerci-
cio agotador, debió de m o s t r a r para él t a n relevantes cualidades, que,
a la edad de dieciocho años, f u é nombrado n a d a m e n o s que director
de u n flamante diario ferrolano, concebido con tal magnificencia que
instaló para su uso exclusivo la primera estación de telegrafía sin
hilos que hubo en E s p a ñ a al servicio de la P r e n s a . Desde E l F e r r o l
volvió a L a Coruña y allí se le acabaron de poblar los robustos bigo-
tes, que se alzaban en media luna opuesta al arco de la boca displi-
cente y que, con la nariz aguileña, los ojos reidores y el sombrero
echado a la c a r a , caracterizaban la fisonomía, entre retadora y bür-
lona, del nuevo provinciano que venía a la conquista de M a d r i d . Y a
habría cumplido, por mi c u e n t a , los veinticinco años y traía en su
bagaje u n a novela titulada La procesión de los dias, que, por cierto,,
no obtuvo de la crítica n i del público la debida atención. E r a la época
en que Azorin deleitaba a los lectores de A B C con la fina eutrapelia
de sus inolvidables almpresiones parlamentarias» ; sección que alcan-
zó gran auge en sus m a n o s , para perderlo p a u l a t i n a m e n t e en las de
sucesores o imitadores m e n o s afortunados. Y u n día aparecieron en
las m i s m a s columnas las Acotaciones de un oyente. P o r u n capricho
de los hados, F e r n á n d e z FIórez tendría que agradecer al periodismo,
que practicaba con despecho, y a u n a s crónicas que ni siquiera i b a n
— 35 —

firmadas, la revelación f u l m i n a n t e de su personalidad y el orto es-


plendoroso de u n renombre asentado en la admiración, no de u n
grupo selecto, sino de m u c h e d u m b r e de lectores de todas las capas
sociales. Y es que todo lo puede la vocación ayudada por el talento ;
porque F e r n á n d e z FIórez, en lugar de servir a la actualidad, que es
el humilde m e n e s t e r del reportero, la señoreó y se sirvió de ella para
dar pábulo a su ingenio y a su imaginación creadora.
N o es extraño, pues, que el novelista quedara m o m e n t á n e a m e n t e
eclipsado por el cronista, ni que d u r a n t e algunos años F e r n á n d e z
FIórez sólo f u e r a para la gran mayoría del público el autor de las
Acotaciones de iin oyente. E s t o explica que en las propagandas edi-
toriales de Volvoreta se pusiese como señuelo que esta obra era ori-
ginal del joven cronista parlamentario cuyo n o m b r e se había hecho
ya popular. P e r o bien pronto Volvoreta comenzó a andar por su
propio pie : el público la leía con fruición, los críticos la acogieron
con simpatía, y u n J u r a d o compuesto por la condesa de P a r d o B a z á n ,
don J o s é Ortega y Gasset y don E a m ó n P é r e z de Ayala, le concedió
por u n a n i m i d a d el importante premio de u n concurso de novelas
convocado por el Círculo de Bellas Artes, al que habían acudido las
mejores firmas de por entonces. L a s ediciones, m á s de 30 h a s t a hoy,
se agotaban rápidamente y la personalidad de F e r n á n d e z FIórez que-
daba ya definitivamente incorporada a la literatura de ficción.

E n Volvoreta, la tendencia realista—casi diríamos naturalista—,


d o m i n a n t e a la sazón en toda E u r o p a , es p a t e n t e de la cruz a la
f e c h a , a u n q u e mitigada por el buen gusto del autor. Ya nos dice en
el prólogo : «Cogí, para hacer la novela, el espejo aquél de la frase
de Saint-Eeal que tomó por lema E n r i q u e Beyle... y lo paseé, como
él quería, a lo largo de u n trozo de camino.» P o r cierto que el conse-
jero de F e r n á n d e z FIórez, el admirable autor de La Cartuja de Parma,
no contaba, sino para m u c h o después de su m u e r t e , con que su obra
f u e r a debidamente apreciada, y precisamente para este año en que
nos hallamos le había dado cita a la gloria. «Juego, escribió, u n bi-
llete de lotería cuyo premio consiste en ser leído el año 1945.» L o f u é
mucho hace medio siglo y , a u n q u e cada día lo sea menos, el hecho
de que el n o m b r e de Beyle suene con elogio en este acto académico
de u n a nación que no es la suya, bien puede ser, a falta del premio
soñado, algo así como u n a aproximación.

Volvoreta es, sin duda, con arreglo al criterio tradicional, la obra


m á s p r o p i a m e n t e novelística de cuantas h a escrito su autor ; novela
psicológica y dé tesis en la que todo se subordina a u n a acción cen-
— 36 —

trai, encarnada en dos personajes y combinada para dar ocasión al


análisis sutil de los caracteres, sin que falte la intervención del medio
a m b i e n t e para apoyar la evolución de aquéllos. Vinieron a continua-
ción otras novelas, grandes o cortas, y varias colecciones de cuen-
tos ; Ha entrado un ladrón, Silencio, Tragedias de la vida vulgar, et-
cétera, etc. N o nos es posible seguir paso a paso la fecunda produc-
ción de F e r n á n d e z FIórez, que ocupa ya cerca de veinte volúmenes,
pero debemos detenernos u n m o m e n t o a n t e El secreto de Barba-Azul,
por cuanto m a r c a u n m o m e n t o decisivo en la carrera de su autor.
E s t e r o m p e aquí a b i e r t a m e n t e con la escuela realista y se entrega
gozoso y entusiasta a la orgía imaginativa, al llamamiento de la fan-
tasía creadora que n u n c a desoyó por completo, n i siquiera en las
horas desganadas de la f a e n a periodística.
P e r o a h o r a , en vez de luchar a brazo partido con la vulgaridad co-
tidiana para transfigurarla e infundirle u n sentido trascendental, el
autor crea para sí un macrocosmo a la medida de su intento ; en lugar
de tener que interpretar alegóricamente hoy u n tópico de actualidad,
m a ñ a n a u n a sesión p a r l a m e n t a r i a , para que adquieran la elevación y
el simbolismo de las parábolas, F e r n á n d e z FIórez se inventa u n a pa-
rábola integral, u n a fábula cosmológica, donde quepan todos los pro-
blemas h u m a n o s y hasta la razón de ser de la H u m a n i d a d . T a m b i é n
por razón de la f o r m a merece especial consideración El secreto de
Barba-Azul ; porque si en Volvoreta habíamos señalado las notas
esenciales de la novela, tal como cuaja y se perfila en todo el siglo x i x ,
ahora asistimos al desguace de la estructura orgánica que llegó a ca-
racterizar este género literario, y vemos aparecer en su lugar u n a
m e r a sucesión de episodios que no se engendran de la acción princi-
pal ni siquiera unos de otros, sino que se siguen a m a n e r a de estam-
pas, sin trabazón i n t e r n a , ligados solamente por la unidad del propó-
sito a que se subordinan, por la reaparición de ciertos personajes en
las m á s varias circunstancias, y por u n tenue hilo de intriga, insu-
ficiente por sí m i s m o para incitar y r e t e n e r ' l a curiosidad.
E n cambio, se descubre en El secreto de Barba-Azul u n a den-
sidad de intención y de pensamiento que resultaría fatigosa para el
lector si no estuviera diluida en diálogos ingeniosos y t r a t a d a con la
ingravidez de u n a p l u m a m a e s t r a en el cultivo de la frivolidad apa-
rente. P o r otra p a r t e , los incidentes deliciosamente cómicos, repar-
tidos con singular habilidad, llegan siempre a p u n t o para quitar el
a m a r g o sabor que nos produce la disección de los anhelos, pasiones e
ideales que desde tiempo inmemorial constituyen la fuerza propulsora
— 37 —

j el i m á n de nuestras acciones. Se h a dicho que esta obra es das-


consoladora y se h a pretendido, sin f u n d a m e n t o , echar la culpa de
ello al humorismo. L a culpa, si la h a y , se h a de buscar m á s bien en
el m o m e n t o en que se escribió la novela. Reciente a ú n la primera
guerra mundial en la que cada E s t a d o pretendió acaparar al servicio
de su egoísmo el patrimonio espiritual común a los pueblos cultos,
desde la idea de Dios h a s t a los conceptos de Moral, Derecho, J u s t i -
cia, Civilización y t a n t o s otros arbolados como estandartes, los pen-
sadores se sentían aturdidos ante el recuerdo de t a n infinita estultez
y se volvían airados contra el cruel engaño colectivo que envió a la
m u e r t e millones y millones de criaturas haciéndoles creer que lucha-
ban por la definitiva abolición de toda guerra, m i e n t r a s se preparaba
ya la p r ó x i m a , cuyos horrores habían de eclipsar los actos de barba-
rie m á s r e p u g n a n t e s de que se avergüenza la H u m a n i d a d . ¿ C ó m o evi-
t a r que el escepticismo enervante de aquella hora trascendiese a la
producción literaria, ya en las obras acusadoras de u n R o m a i n
Rolland, ya en las creaciones humorísticas de F e r n á n d e z E l ó r e z ?

H e r m a n o gemelo de El secreto de Barba-Azul es el libro titulado


Las siete columnas. E n aquél v a m o s recorriendo los aposentos de la
fábula, como las m u j e r e s recluidas por el pirata, y esos aposentos son
los santuarios de las grandes palabras con mayúscula. E n Las siete
columnas van pasando otra vez ante nosotros los ideales de la edad
moderna, pero mostrándonos : el Amor, lo que tiene de animalidad y
de lujuria ; el Heroísmo, lo que tiene de orgullo y vanidad ; la J u s t i -
cia, lo que tiene de venganza y de i r a . . . , y cada uno de los siete pe-
cados capitales reclama para sí u n a p a r t e en la sustentación de la vida
moderna y de la mecánica social. E s t a fábula, a primera viata irre-
verente, por cuanto en eUa se nos hace ver que suprimidos los pecados
por intercesión del anacoreta Acracio, se desquician y pierden su sen-
tido m u c h a s instituciones de que la H u m a n i d a d se vanagloria, a d m i t e ,
sin embargo, u n a interpretación ascética : la existencia tediosa y mi-
serable en que se ven sumidos los h a b i t a n t e s del fantástico m u n d o
sin tentaciones resulta, en verdad, insoportable, pero tan sólo para
aquellos que no lograron desasirse de los bienes terrenos ; y así se
explica la inmoral paradoja de que u n a h u m a n i d a d enloquecida alce
la vista al cielo para pedir la vuelta del pecado. Ahora bien, si mira-
mos la situación con los ojos del ermitaño, veremos que nada de lo
que se h a derrumbado merecía subsistir. E s e progreso material que h a
ido roturando el valle de lágrimas, para cimentar los rascacielos de la
ciencia, del placer y del poderío, retadores como la Torre de Babel,
— s e -
no se puede jactar de habernos e m p u j a d o siquiera u n ápice en el ca-
mino hacia la Verdad infinita.
Alguien h a pretendido señalar a estas novelas alegóricas antece-
dentes próximos allende el Pirineo, sin reparar en que las interpreta-
ciones de la vida m e d i a n t e simbolismos y apólogos constituyen algo
que es precisamente característico de n u e s t r a tradición literaria,
desde las Danzas de la muerte h a s t a El gran teatro del mundo. El
secreto de Barba-Azul y Las siete columnas son obras, a m i juicio,
t a n g e n u i n a m e n t e españolas, en cuanto a la f o r m a y al fondo, como
El Criticón, de Gracián ; con la diferencia de que el pesimismo hos-
co y terrible—tan grato a Schopenhauer—que el insigne jesuíta ex-
trae de la comedia h u m a n a , sin m á s salida que la redención indivi-
dual pasando por la m u e r t e , nos aparece en las novelas de F e r n á n -
dez Flórez diluido en amable claroscuro, e s f u m a d a s las veras con
las burlas, c i e r t a m e n t e sin los vivos destellos del faro de la esperan-
za u l t r a t e r r e n a , pero sin que la S o m b r a llegue a esas negruras en que
se borran las vías del Señor.
E s t a s dos obras de la que podríamos llamar segunda serie e s t á n ,
como h e m o s visto, preñadas de intención trascendente, y es n a t u r a l
que cada lector, según sus personales convicciones, haya de estar con-
forme o disconforme con la tendencia que en eUas descubra. E n lo
que pienso que h a b r á u n a n i m i d a d es en reconocer la grandiosidad del
designio, la p r o f u n d a meditación de que nació, la riqueza imagina-
tiva con que f u é realizado y la feliz dosificación de la diatriba con la
ironía y el h u m o r , merced a la intervención alternada de los perso-
n a j e s creados al efecto. Tampoco h a b r á disentimiento, a m i juicio, en
cuanto a la belleza literaria de estos libros, escritos en lenguaje armo-
nioso, personal sin extravagancias, con gran caudal y variedad de vo-
cabulario, pero sin m á s palabras que las justas. E s t a vez el renombre
de nuestro autor no se contuvo en las f r o n t e r a s : pronto se publica-
ron traducciones al inglés, al holandés, al italiano, al r u m a n o y al
portugués, lengua esta ú l t i m a a la que se h a vertido ya casi toda la
obra de F e r n á n d e z PJórez.
E n t r e El secreto de Barha-Azul y Las siete columnas figuran
cronológicamente Los que no fuimos a la guerra y Relato inmoral,
obras f r a n c a m e n t e humorísticas, y después vienen h a s t a ocho novelas
m á s , en las que predomina la m i s m a técnica ; pero como sólo nos es
posible recordar aquí algunos hitos de u n a labor copiosa y toda eUa
digna de atención, mencionaré, a n t e s de pasar a otro t e m a , la última
obra de que tengo noticia, titulada El bosque animado. Así como El
— 39 —

secreto de Barba-Azul, con el renunciamiento a la tesis naturalista


m a r c a u n p u n t o de referencia en la evolución que hemos advertido,
asi t a m b i é n El bosque animado abre u n a nueva etapa, ya anunciada
en La casa de la lluvia, que se caracteriza por u n propósito no exento
de riesgo : por el intento que realiza el autor para evadirse del encasi-
Ilamiento en que se sentía prisionero. E l humorista por antonomasia
h a querido, por u n a vez en su carrera, olvidarse absolutamente del
h u m o r . El bosque animado es, a n t e todo, la expresión conmovida de
u n entrañable amor a la N a t u r a l e z a , encarnada esta vez en la dulce
tierra galaica ; expresión que literariamente se traduce en u n a especie
de aromanticismo bucólico». E l protagonista de esta obra es la fraga,
el bosque inculto donde nacen y se entremezclan a la buena de Dios
las más varias especies vegetales ; y este personaje central, siempre
en escena, no a d m i t e , ciertamente, interpretaciones humorísticas.

P e r o en cuanto el «hermano lobo» o cualquier otro animalito, va-


liéndose de la prosopopeya, se decide a pensar y hablar ; o cuando
F e n d e t e s t a s , el honrado bandolero del bosque, regatea el botín con
el labrador a quien desvalija, la p l u m a del autor se desliza hacia el
trazo humorístico, aunque aquí predomine la t e r n u r a sobre otros ele-
m e n t o s del h u m o r . No lo sienta el señor F e r n á n d e z FIórez y acuérde-
se de Ovidio : Et quod tentabam dicere versus erat. E s t o no obs-
t a n t e , h a logrado su propósito h a s t a tal p u n t o que, m á s de u n lec-
t o r , regocijado de a n t e m a n o con la diversión eutrapélica esperada,
h a b r á t e r m i n a d o el volumen convencido de que halló algo m á s raro y
precioso : u n festín de imaginación que le transportó a la edad feliz
de los cuentos de h a d a s y u n a suave emoción melancólica que consi-
guió ablandarle el corazón.

Y con esto nos separamos del novelista para dedicar algunas pala-
bras al cronista mal de su grado, al comentador de la actualidad,
al autor de los innumerables artículos y ensayos que, recogidos sólo en
parte, f o r m a n y a cerca de diez volúmenes bien nutridos. N o es fácil
precisar el orden en que vieron la luz estos trabajos, pues m i e n t r a s
unos se sucedían r e g u l a r m e n t e en pei'iódicos de la capital, otros apa-
recían en revistas y semanarios y en diarios de provincias o de Amé-
rica ; pero esto no importa mucho para nuestros fines. P o r q u e así
como en la producción novelística de F e r n á n d e z FIórez nos intere-
saba indicar tres fases o m a n e r a s , estos trabajos de que ahora t r a t a -
mos ofrecen tal homogeneidad de intención, de t e m p e r a m e n t o y de
técnica, que p e r m i t e colocar ios primeros artículos de El Noroeste
junto a los últimos publicados en 4 B C, sin que se advierta la dia-
.— 40 —

tancia de t r e i n t a años que media entre unos y otros, y sin que uno
sólo de ellos desdiga de la personalidad que logró formarse el autor
desde sus p r i m e r a s cuartillas.
Ahora bien, si he dicho homogeneidad no debe entenderse mono-
tonía. Todo scherzo es, por definición, u n a pieza juguetona y travie-
sa, y además tienen que parecerse unos a otros en la estructura inter-
na y en d e t e r m i n a d a s características exteriores ; pero al compararlos
e n t r e sí hallaremos, a u n sin salir de los de u n mismo autor, contras-
tes tan notables como el que ofrece el scherzo de la sinfonía «Heroi-
ca» de Beethoven, evocador de retozos guerreros en u n a pausa del
combate, junto al otro scherzo, apacible e inocentón, del Septimino.
Así, en las Acotaciones de un oyente, en Ln.s gafas del diablo o en
El espejo irónico, percibimos t a n pronto el reproche indignado que
llega h a s t a los bordes de la sátira, como la ironía sutil o la condes-
cendencia indulgente, todo ello m á s o m e n o s velado al través del
fino cendal del humorismo.
Y con esto m e aparto m o m e n t á n e a m e n t e del escritor y de su obra,
porque lo que m e queda por decir se entenderá mejor si fijamos pre-
v i a m e n t e algunos conceptos, y porque así m e atengo al ritual de estas
ceremonias, según el cual todo discurso de contestación debe incluir
u n a glosa, a m a n e r a de contrapunto, del t e m a planteado por el reci-
piendario. ¿ Q u é es y en qué consiste el h u m o r ? No m e propongo di-
sentir, a u n q u e no falten para ello honrosísimos precedentes en !a
tradición académica, de la feliz exposición con que nos h a obsequia-
do F e r n á n d e z FIórez ; pero así como la visión estereoscópica se ob-
tiene por la s u m a de dos imágenes iguales con leve desviación del eje
focal, así t a m b i é n rae parece posible que, m i r a d a la m i s m a cosa des-
de u n p u n t o de vista algo differente, g a n e u n a nueva dimensión y se
nos m u e s t r e con m a y o r relieve. Y esto sin miedo a incurrir en redun-
dancia, pues es bien poco lo que h a s t a hoy se dijo del h u m o r , para
lo mucho que debió decirse precisamente en esta lengua n u e s t r a , que
se enorguhece del m á s glorioso m o n u m e n t o humorístico que h a n co-
nocido las literaturas de todos los tiempos.
Cediendo a m i preocupación lexicográfica, empezaré por decir
que la acepción de « h u m o n en el sentido que ahora nos interesa no
está recogida n i bien n i mal en el Diccionario. Dios m e libre de
definirla, porque, según afirman quienes saben m á s de esto, los in-
gleses, el solo hecho de intentarlo prueba ya la carencia del verdadero
sentido del h u m o r . F i g u r a , en cambio, en nuestro léxico la palabra
« h u m o r i s m o j , como u n «estilo literario en el que se h e r m a n a n la
— 41 —

gracia con la ironía y Io alegre con lo triste». No está mal como pri-
m e r a aproximación, y m i e n t r a s nos vamos poniendo de acuerdo acer-
ca del verdadero significado de los términos, podemos utilizar el vo-
cablo «humor» para designar el sentimiento subjetivo, y reservar
para sus manifestaciones objetivas el n o m b r e de ohumorismo». E l
t h u m o r » , pues, será para nosotros u n a disposición de átiimo, algo que
no trasciende del sujeto que contempla lo cómico, y llamaremos «hu-
morismo» a la expresión externa del h u m o r , m e d i a n t e la palabra, el
dibujo, la talla, etc.
M u y oportuna y hasta convincente a p r i m e r a vista es la cita que
hace el señor F e r n á n d e z Flórez para probar que la acepción de «hu-
mor» que nos interesa aparece ya nada m e n o s que en las «retóricas
renacentistas» ; pero el pasaje en que se apoya, tomado de la «Histo-
ria de la crítica literaria» de nuestro ilustre compañero Sáinz R o -
dríguez, disipa pronto la sorpresa que nos causó el aserto. E l «humor»
en Scaligero y M i n t u r n o equivale sencillamente a idiosincrasia, t e m -
p e r a m e n t o , naturaleza, carácter, genio, modo de ser, en una palabra ;
y este mismo sentido es el que conserva el vocablo en la p l u m a de Sha-
kespeare. E n el título de las comedias de B e n J o n s o h (fines del si-
glo xvi), «humour» es todavía el «estado de ánimo habitual de u n a
persona», pero ya en esa época, y siempre en I n g l a t e r r a , aparece el
plural «humours» para designar burlas, b u f o n a d a s , excentricidades
graciosas. E l significado abstracto de «comicidad», precursor del con-
cepto moderno, no nace h a s t a u n siglo después (fines del siglo xvii) y
a ú n t a r d a otro siglo en llegar a Alemania, el pueblo mejor preparado
para recibir la nueva modalidad del donaire. F r a n c i a , el país del «es-
prit», consideró siempre el hiamor como artículo de importación,
h a s t a tal p u n t o que, en la mayoría de los casos, todavía aparece con
la grafía inglesa : humour. ¿ Y en E s p a ñ a ? D e esto nos ha hablado
d e t e n i d a m e n t e F e r n á n d e z F l ó r e z , y el balance deficitario que nos pre-
senta, aun sentando en el haber partida tan considerable como el
Quijote, creo que no se podría cambiar de signo a fuerza de rebuscar,
que no f a l t a r í a n , algunos antecedentes aislados. Séame lícito, sin em-
bargo, y ello no quita validez a las conclusiones de nuestro compañe-
ro, salvar del olvido a u n autor que, a m i juicio, tiene t a n t o s títulos
como Chaucer, por lo m e n o s , para figurar e n t r e los precursores del
h u m o r i s m o ; ya habréis adivinado que estoy pensando en el Arcipres-
te de H i t a .

P e r o como todas las cosas existieron a n t e s de tener nombre ade-


cuado, se registran manifestaciones inequívocas del h u m o r , no sólo
— 42 —

en E a b e l a i s , Shakespeare, Cervantes o H a n s Sachs, el maestro can-


tor para no citar m á s que ingenios de universal r e n o m b r e , sino t a m -
bién en la antigüedad. Indiscutiblemente humorística es, por ejem-
plo, la actitud de Sócrates cuando, al ver su persona parodiada en la
comedia de Aristófanes Las Nubes, se suma al regocijo de los d e m á s
espectadores, aunque no ríe como ellos ; porque m i e n t r a s los atenien-
ses frivolos sólo se gozan en el efecto cómico de u n a parodia que les
achica a su medida la figura de u n h o m b r e ilustre, él se sonríe in-
d u l g e n t e m e n t e de sí mismo pensando que lo que puede h a b e r de ri-
sible en su conducta es lo que tiene de común con aquellas gentes,
incapaces, en cambio, de comprender la grandeza moral del filósofo
aristocrático. Y a muchos siglos de distancia, u n artista genial, Gui-
llermo B u s c h , que llena con su p l u m a de escritor y con su lápiz de
caricaturista toda u n a época del humorismo alemán, nos dice de sí
propio estas palabras, que parecen destinadas a explicarnos lo que
pasaba en el a l m a de Sócrates : «También de cuando en cuando pue-
de uno reírse de si mismo ; y es u n placer que se da por añadidura,
porque al cabo se siente uno m á s inteligente que a n t e s y como care-
nado de nuevo.» N o parece, pues, temerario suponer que allí donde
h u b o espíritus selectos existió el h u m o r , en potencia o en acto.
No podría decirse otro t a n t o del h u m o r i s m o como género artístico
especial, cultivado conscientemente. Certera es, a m i juicio, la ob-
servación de F e r n á n d e z "FIórez cuando nos dice que el humorista no
es precoz y que su arte no se da en los pueblos jóvenes, n i en las
literaturas en formación. E s , en efecto, p l a n t a de otoño y su floreci-
m i e n t o exige, a d e m á s de u n a fase cultural avanzada, cierto clima
político y moral. N o h a faltado quien vea u n a relación de causa a
efecto e n t r e la aparición del h u m o r i s m o en u n país y el advenimiento
de la burguesía como elemento nuevo y p r e d o m i n a n t e de la mecánica
social. Yo creo m á s bien que ambos f e n ó m e n o s h a n coincidido con
épocas de relativo bienestar, sin graves disensiones intestinas n i ame-
n a z a s en las f r o n t e r a s . Sólo cuando no h a b l a n las pasiones, n i están
e n riesgo intereses vitales, n i se ponen en pie los pueblos para defen-
der su destino histórico, es cuando puede prosperar y parecer lícita
la posición del que renuncia m o m e n t á n e a m e n t e a sus propias con-
vicciones para m i r a r con indulgencia comprensiva las equivocaciones
o las culpas ajenas. Si yo estoy aferrado a m i verdad—piensa enton-
ces el escritor—porque t i e n e 18 quilates, que es t a n t o como decir oro
de ley, m e f a l t a n todavía seis quilates que pudieran hallarse en el
error que se alza f r e n t e a m í ; y si tengo razón suficiente para h a c e r
— 43 —

lo que hago, ¿ n o h a b r á también alguna p a r t e de razón en el proceder


de m i s enemigos? E s t e relativismo intelectual y moral, cuyos peli-
gros no necesito encarecer, es, sin duda, u n a condición climática fa-
vorable para que fructifique el humorismo. Y aun convendría estu-
diar, si hubiera espacio para ello, lo que debe esta moderna modali-
d a d artística al movimiento romántico europeo.
¿Acaso requiere t a m b i é n el humorismo determinada predisposición
racial? M e guardaré m u y bien de entibiar la ilusión de F e r n á n d e z
F l ó r e z acerca del origen galaico del humorismo de Cervantes, y esto
no sólo porque t a m b i é n yo m e honro con r e m o t a ascendencia de por
allá, sino porque si es difícil probar lo fundado de ciertas tesis, es a ú n
m á s difícil demostrar que carecen de probabilidad. E s sabido que las
manifestaciones del pensamiento y de las artes no p r e s e n t a n u n a to-
nalidad homogénea cuando proceden de regiones distintas, y se suele
a d m i t i r que en esto influye el carácter de las gentes, sus costumbres
y h a s t a el medio físico en que viven. Así, al colorismo que acostum-
bramos asociar con las provincias levantinas, a la pintoresca tropolo-
gía andaluza, a la sentenciosa gravedad castellana, podemos oponer
la socarronería gallega, que, estihzada al través de t e m p e r a m e n t o s se-
lectos, florece, por ejemplo, en el humorismo todavía inseguro de L u i s
T a b e a d a , en el despreocupado de Julio Camba, en el intencionado y
trascendente de F e r n á n d e z Flórez y, u n poco m á s al S u r , en el sutil
y elegantemente cínico de E p a de Queiroz. Ahora bien, esta vena que
aflora en el Noroeste peninsular ¿ s e la debemos a los celtas primitivos,
•que se desparramaron por toda E s p a ñ a , o a los suevos que dominaron
largo tiempo en aquella región privilegiada? Nuestro compañero da
la preferencia a los celtas y nos recuerda a este propósito que S w i f t ,
Chesterton, Oscar W i l d e y B e r n a r d S h a w fueron oriundos de Irlan-
d a , donde el influjo germánico ulterior f u e m e n o s absorbente que en
el resto de las islas británicas. P e r o junto a estos cuatro nombres,
¿ c u á n t o s centenares podríamos citar procedentes de territorios f r a n -
c a m e n t e sajonizados? P e r o h a y m á s ; el humorismo en I n g l a t e r r a h a
dejado de ser patrimonio de u n a minoría selecta y ha trascendido a
la comunidad como la afición a las carreras de caballos o los buenos
modales en la mesa. The serise of humour es ya u n a característica na-
cional cuya ausencia descalifica al buen inglés en igual medida que
«1 hecho de infringir el fairplay o de llevarse el cuchillo a la boca. N o
h a y conversación ingeniosa, ni brindis familiar, n i polémica periodís-
tica, ni conferencia docta que no contenga alguna nota de humoris-
m o ; y esto aun en las ocasiones m á s solemnes. Eecuerdo a este pro-

li
— ií —

pósito que cuando lo que parecía destinado a convertirse en u n a nue-


va secta cívico-religiosa, llamada el Movimiento de Oxford, envió sus
apóstoles por E u r o p a hace poco m á s de dos lustros, yo asistí a la pre-
dicación organizada para u n auditorio t a n e x t r e m a d a m e n t e serio como
el de la calvinista Ginebra. Y allí, a m a n e r a de exordio, el p r i m e r
orador nos dijo poco m á s o m e n o s : «Ya sabéis que, según la G r a m á t i -
ca, llamamos nombres abstractos a los que designan cosas que no exis-
ten en realidad, como «altruismo», «bondad»; «abnegación», etc.»
T a m b i é n tuve la suerte de escuchar u n a erudita conferencia de Ches-
terton en la que, haciendo u n alarde de modestia, nos confesó cómo
debía a su voluminosa h u m a n i d a d la reputación de caballeroso : es que
cuando cedía su asiento en el ómnibus se sentaban dos señoras en vez
de u n a .
P i e n s o , en r e s u m e n , que si reconocemos a los celtas u n a predispo-
sición racial para el h u m o r i s m o , no debemos negársela a determina-
dos pueblos germanos de Occidente. U n F r i t z R e u t e r bien vale u n
Dickens ; la colección de las Fliegende Blätter no tiene nada que envi-
diar a la del Punch; y en cuanto al cetro de los pensadores que m á s
humorísticamente h a n desentrañado la verdadera esencia del h u m o r ,
no se lo disputará nadie, pienso yo, al filósofo bávaro J u a n Pablo Rich-
ter. E n fin de cuentas, podemos dar este pleito por concluso si pensa-
mos que varias oleadas de pueblos celtas partieron de la m i s m a región
de E u r o p a occidental de donde salieron después las tribus que hoy
llamamos anglosajonas.
Volviendo otra vez a nuestra patria, h a y que reconocer que el h u -
morismo como técnica empleada ex profeso es, sin duda, de fechS'
m u y reciente, aunque ya hacia la segunda mitad del siglo x i x comen-
zó a infiltrarse en diversos géneros literarios, como p r u e b a n los t r a -
bajos críticos de Valera, las novelas de Palacio Valdés, m u c h a s pági-
n a s de la p r i m e r a época de Azorín y los artículos de aquel otro F e r -
n á n d e z FIórez, Fernanjlor, a quien no sería justo olvidar; pero aun
subsiste u n a lamentable confusión de conceptos e n t r e lo simplemen-
te cómico o festivo, lo irónico, lo satírico y lo específicamente h u m o -
rístico. D e tal m a n e r a que el propio Menéndez y P e l a y o , a quien n a -
die puede suponer ignorante de lo que es v e r d a d e r a m e n t e h u m o r en
la teoría y en su realización, se distrae h a s t a el p u n t o de llamar a
Quevedo «el m á s grande humorista de las letras hispanas», c u a n d o
la verdad es que apenas podría hallarse en n u e s t r a literatura un caso
más representativo de anti-humorismo que el del glorioso autor d e
los Sueños y de la Vida del Buscón. Así lo ha comprendido con acier-
— 45 —

to F e r n á n d e z FIórez y se h a servido de esas y de otras obras semejan-


tes para establecer como nota diferencial de los satíricos su falta de ter-
n u r a y de comprensión indulgente.
Dejemos bien sentado que este sentimiento de compasión es, efec-
tivamente, elemento i n t e g r a n t e del humorismo y sigamos tratando de
analizar sus restantes características. P o r q u e no basta que contem-
plemos con piedad a las personas que pueden dar ocasión a la sátira
para que entremos en el reino del h u m o r : es menester que nos sinta-
mos solidarios de ellas. Sólo cuando el satírico se detiene a pensar que
es de la m i s m a carne de sus víctimas, que está sujeto a idénticas fla-
quezas, que no sabe si algún día se verá en situaciones t a n desairadas
o ridiculas como las que censura ; cuando, en ñ n , llega a decirse, como
Terencio, humani nihü a me alienum puto, es cuando el látigo se le
afloja en las m a n o s y se m i r a a sí mismo como objeto posible de la
burla a j e n a . Y si entonces se le ocurre descender del pedestal en que
estaba subido y dar u n a vuelta a su alrededor, verá tal vez que algún
trozo que parecía de piedra era tan sólo u n prejuicio deleznable. ¿Aca-
so es v e r d a d e r a m e n t e risible el h a m b r e de los poetas? ¿ M e r e c e n ,
por v e n t u r a , nuestro desprecio todos los maridos engañados por sus
m u j e r e s ? ¿ E s deshonroso que u n a viuda joven se quiera volver a
casar?

Solamente el que se haya formulado estas u otras p r e g u n t a s se-


m e j a n t e s cada vez que tropezó con aspectos desagradables de la vida,
podrá llegar al estado de ánimo en que puede surgir el h u m o r , Y en
este estado aparece u n a nueva característica del h u m o r : la eleva-
ción desde lo particular a lo genérico ; la proyección de la comicidad
del individuo sobre el plano general de la especie. U n a nariz, la de
F e r n á n d e z FIórez o la m í a , sin ir m á s lejos, puede hacer las delicias
de u n caricaturista. Ahora bien, ¿ q u é hay en esas narices y qué ha-
bía en la de Bardolf, motivo de constante chacota para F a l s t a f f , o
en la de Girano de B e r g e r a c ? P o n g a m o s medio centímetro de exce-
so o cierta veleidad de curvatura. P u e s bien, si alguien se parase a
pensar en el hecho en sí de que todos luzcamos sin recato esa pirá-
mide carnosa, p l a n t a d a insolentemente en m i t a d del rostro, es posi-
ble que hallase m á s ridicula la existencia de las narices, en general,
que la circunstancia de que u n a nariz determinada sea m á s o m e n o s
i'espingona o g a n c h u d a de lo que aconsejaría el canon griego. U n a ob-
servación de esta clase sólo se le puede ocurrir a u n humorista, mien-
tras lo peculiar del satírico es ridiculizar las particulares narices de
un individuo ; individuo que, en el caso del célebre soneto de Queve-

o.
. A•
— 46 —

do, era, según se dice, el probrecito párroco de u n lugarejo de la Al-


carria.
E s t a facultad de ascender de lo particular a lo universal, de com-
prender que el espectáculo de u n necio, por m u y divertido que s e a ,
pierde su significación a n t e el p a n o r a m a grandioso de la infinita n e -
cedad h u m a n a , es otra característica del h u m o r . P e r o no basta esta
capacidad de generalización, ni basta el componente de t e r n u r a que
ya tenemos anotado, para producir obras humorísticas. Nos f a l t a ,
f r e n t e a la disposición propicia del creador, el elemento objetivo, l a
m a t e r i a que h a de elaborar con su arte ; y esto nos lleva a precisar
algunos conceptos que habíamos admitido provisionalmente. H e m o s
dado por bueno, con Sáinz Rodríguez—que en este p u n t o sigue a los
tratadistas alemanes de estética—, que el humor' es u n a Weltan-
schauung, u n a concepción personal del m u n d o . F e r n á n d e z F l ó r e z , m á s
modesto, nos da u n a definición que él r e p u t a incompleta por cuanto sólo-
determina el género próximo, y que se puede resumir asi : «El h u m o r
es, sencillamente, u n a posición ante la vida.» Ya se reduce aquí el c a m -
po de aplicación, desde la vastedad del universo al espectáculo de nues-
t r a existencia. Y ahora yo lo voy a reducir mucho m á s diciendo, b a j o
mi exclusiva responsabilidad o, si queréis, al a m p a r o de m i insolven-
cia, que el h u m o r es la interpretación s e n t i m e n t a l y trascendente d e
lo cómico ; porque no todo lo que es m u n d o o vida—el curso de los
astros, la borrasca con sus naufragios, o el dolor de u n a m a d r e que
pierde su hijo—se presta a ser objeto del h u m o r . Y añadiré que éste,
a mi juicio, no es, como vienen sosteniendo los filósofos, u n a variedad
de lo cómico, sino u n fenómeno estético m á s complejo, u n proceso aní-
mico reflexivo, en el que e n t r a como materia p r i m a e inmediata ei
sentimiento de lo cómico en cualquiera de sus múltiples formas.
P a r a i n t e n t a r la demostración de esta tesis nos conviene tener pre-
sente que el placer que nos causa lo cómico—y esto lo veremos con-
firmado m á s adelante—es de índole p u r a m e n t e intelectual, sin n i n -
g ú n componente afectivo. Nos reímos de lo que no llega o se pasa,
de lo que quiere ser y no es, de lo que sucede al contrario de como lo'
esperábamos, de lo inadecuado y fallido y , sobre todo, de lo que sien-
do absurdo se nos presenta como razonable. L o s juicios que f o r m a -
mos en estos casos son juicios de valoración, que quedarían desvir-
tuados en cuanto se asociase a ellos la simpatía, la lástima, el t e m o r ,
la admiración o cualquier otro afecto. E l uso y a u n abuso que se hace
de los sordos en el teatro para regocijo de los espectadores es lícito
y posible porque el hecho de no oír bien y de dar respuestas incon-
— 47 —

gruentes a consecuencia de u n a sordera relativa o de circunstancias


ocasionales, f o r m a p a r t e de nuestra experiencia diaria y no se con-
sidera u n a desgracia. T a m b i é n nos podemos reir de u n miope ; en
. cambio, nadie se h a permitido, que yo sepa, ofrecernos u n ciego como
espectáculo risible; y es que la ceguera, apenas percibida, despierta
i n m e d i a t a m e n t e ia piedad del que la contempla. U n mozalbete apues-
to y de andares gallardos, que se resbala y cae donde no había motivo
para ello, nos mueve irresistiblemente a r i s a ; pero si el que cayó era
u n viejecito -a quien veíamos avanzar con paso torpe y vacilante,
nuestro primer impulso, que será el de socorrerlo, no dejará resqui-
cio a la hilaridad. Cuando a D o n J u a n Tenorio le falla el tiro con que
mata al Comendador y se oye sólo el gatillazo, como h a sucedido m á s
de u n a vez, la situación es risible a no dudar. N o pasaría lo mismo
si en el m o m e n t o culminante de u n a f a r s a , cuando al fingido héroe
se le cae, de puro miedo, la pistola que sacó para a m e n a z a r , hubie-
r a espectadores enterados de que la pistola era de veras y podía dis-
pararse al dar en el suelo ; la risa se ahogaría a n t e s de nacer. E l ora-
dor que, empinado en el borde de u n estanque poco profundo, pier-
de pie en el m o m e n t o de mayor arrebato y se da u n remojón, nos
produce u n efecto cómico, que seguramente se trocaría en horror
si la caída fuese desde el brocal al interior de un pozo. L o s ejemplos
podrían multiplicarse h a s t a la saciedad y en todos ellos podríamos
comprobar que lo cómico y la emoción sentimental se excluyen re-
cíprocamente.
P u e s bien, si se admite la hipótesis de que en el fondo de todo
proceso humorístico está lo cómico como substrato, y h e m o s aislado
ya los principales elementos que se le añaden p a r a obtener el hu-
morismo, nos tocará ahora e x a m i n a r algo m á s de cerca lo cómico,
aunque sea a paso de carga, puesto que ni el espacio ni la ocasión
permiten u n estudio metódico (D.

(I) En esa primavera d e 1936, en q u e F e r n á n d e z FIórez, segrún nos h a dicho,


p r e p a r a b a su discurso d e ingreso, yo, q u e m e disponía a contestarlo, había r e u n i d o
t a m b i é n m u c h a s notas, t o m a d a s unas d e los libros m á s luminosos q u e tuve a m a n o y
sacadas otras d e mi propio caletre a costa de n o p o c a s meditaciones. F e r n á n d e z FIórez
q u e m ó sus materiales en previsión del saqueo revolucionario i n m i n e n t e i yo m e ahorré
este trabajo. S o r p r e n d i d o por !os acontecimientos, escapé subrepticiamente de m i casa,
y c u a n d o volví a ella, al cabo d e tres años, n o q u e d a b a m á s q u e la fábrica d e ladrillo
y alguna q u e otra p u e r t a . Por eso, al trazar hoy estos renglones, sin libros y sin notas,
n o p u e d o precisar la paternidad de las ideas q u e vaya exponiendo. Si alguna p a r e c e
acercada, atribuyase a los autores estudiados antaño, y cargúeseme e n cuenta lo res-
tante, A quienes interese p r o f u n d i z a r los t e m a s esbozados en- estos discursos les
recomiendo la obra de L i p p s Komi\ xmd H u m o r (1898), d o n d e se r e s u m e y discute
— 48 —

Y v a m o s a empezar por u n análisis somero de la psicología de lo


cómico. N u e s t r a lengua tiene u n par de vocablos cuya significación
metafórica invita irresistiblemente a utilizarlos para ilustrar, siquie-
ra sea b u r d a m e n t e , el mecanismo psíquico del chiste ; llamamos
chispa a la gracia ingeniosa, y decimos que u n escrito o discurso es
chispeante cuando a b u n d a n en él los destellos de agudeza. Supon-
g a m o s u n circuito eléctrico en el que se halla intercalado u n aparato
cualquiera, que h a de funcionar con el paso de la corriente. L l e g a
ésta desde el generador, se t r a n s f o r m a en luz, en calor o en movi-
m i e n t o , y la energía sobrante, después de pasar por el aparato, fluye
m a n s a m e n t e por el trayecto de retorno, como el agua que ya movió
la rueda del molino. E s t o es lo normal ; pero cuando el flùido que
corre por el conducto de e n t r a d a , en lugar de pasar por el aparato,
se pone d i r e c t a m e n t e en contacto con el cauce de salida—que es lo
que se llama u n cortocircuito—, la energía r e m a n s a d a para salvar
u n a resistencia, que no e n c u e n t r a , produce u n a descarga disruptiva,
que se manifiesta en f o r m a de chispa. Algo semejante se observa
cuando u n a persona pone en tensión todos sus músculos para levan-
t a r del suelo u n objeto pesado que, en realidad, resulta ser leve como
u n a p l u m a . L a liberación del esfuerzo no consumido se traduce en
u n movimiento grotesco acompañado de cierta sensación placentera
de alivio.
P a s a n d o ahora al terreno psíquico, sabemos que en todo proceso
m e n t a l interviene u n a corriente de flùido anímico, que es la que hace
funcionar el mecanismo intelectivo desde la excitación inicial, pro-
cedente de u n a sensación exterior o de u n a representación i n t e r n a ,
h a s t a la formación del juicio o del estado de conciencia. E s n a t u r a l
que este funcionamiento requiera t a n t o mayor consumo de energía
c u a n t o m á s complicado sea el proceso. Así, el leve esfuerzo de aten-
ción que hemos de hacer para entender u n diálogo familiar, sin que
sean obstáculo para ello las m e n u d a s percepciones sensoriales que
nos rodean, no es comparable a la tensión concentrada y fatigosa
de todas las potencias, necesaria para seguir u n a demostración ma-

la doctrina d e la estética clásica y m o d e r n a acerca d e lo cómico. Después d e este


libro, n o creo q u e se h a y a p u b l i c a d o n a d a q u e lo mejore. La obra d e Freud El chiste
y sus relacione$ con lo incon$ciente (1921) no se habría p o d i d o escribir sin el tratado
d e L i p p s . oEste libro—dice F r e u d — e s el q u e m e h a d a d o valor para acometer la
presente investigación, y al m i s m o tiempo, el q u e m e h a h e c h o posible el intentarla.»
Le rire d e Bergson contiene, sin d u d a , observaciones s u m a m e n t e ingeniosas y apro-
vechables, p e r o se m a n t i e n e en los a l e d a ñ o s del problema y n o presenta soluciones
q u e m o d i f i q u e n el p r o f u n d o y a g u d o análisis de Lipps.
— 49

temática. P u e s bien, si u n a vez condensado el potencial para poner


en movimiento todo el e n g r a n a j e del raciocinio, desconectamos éste
y damos libre curso al fluido anímico sin que se emplee y consuma
e n el t r a b a j o a que estaba destinado, u n a gran p a r t e de ese flùido
quedará liberada y , pasando directamente al trayecto de salida, por
juera de las resistencias previstas, producirá u n a descarga repenti-
n a , la «chispa», a c o m p a ñ a d a de u n placer, t a m b i é n m o m e n t á n e o ,
que constituye la base comían a las m á s diversas variedades del sen-
timiento de lo cómico. E s t a s aresistencias previstas» residen, por u n a
p a r t e , en el complicado mecanismo de las asociaciones que h a y que
anudar o desvincular, y por otra, en el funcionamiento irreversible
de las categorías de causalidad, finalidad, relación, e t c . , constitui-
das ya en hábitos mentales. Y no se olvide que este trabajo soporta
a d e m á s la presión de muchos resortes, como son, por ejemplo, los
preceptos morales o las norrnas de la convivencia social ; presión
que no advertimos en la vida normal, porque contra ella reacciona-
mos t a n a u t o m á t i c a m e n t e como reacciona el organismo contra la
presión atmosférica o la atracción universal. Así, para contrarrestar
la f u e r z a de gravedad, funciona en nuestro cuerpo u n a tonicidad
muscular que, sin participación consciente del individuo, m a n t i e n e
cada viscera en la posición conveniente ; pero cuando esa tonicidad
queda en suspenso, y así ocurre en cualquier bajada m u y rápida, ex-
p e r i m e n t a m o s esa sensación especial, e n t r e angustiosa y placentera,
que t a n bien conocen las señoras aficionadas a los columpios verbe-
neros. Y en apoyo de la índole psicofisica del proceso que da origen
al placer de lo cómico, todavía cabe aducir el hecho de que sea po-
sible a u m e n t a r la diferencia de potencial, y favorecer de este modo
el fenómeno de la risa, m e d i a n t e excitaciones p u r a m e n t e fisiológi-
cas. Todos sabemos por experiencia que es m á s difícil desarrugar
el entrecejo a un g n i p o de personas en a y u n a s , que arrancar carca-
jadas a esas m i s m a s personas reunidas a los postres de u n banquete
en que no escasearon las libaciones.

U n a vez que h e m o s cedido a la tentación de proponer el símil


que precede, agotaremos sus posibilidades anotando u n a coinciden-
cia curiosa : la descarga anímica que se manifiesta en la chispa me-
tafórica es u n a descarga oscilante como la que caracteriza al rayo.
Sabido es que en el tiempo brevísimo en que se produce este m e -
teoro la dirección de la descarga cambia de sentido m á s de u n a
vez, de la n u b e a la tierra y viceversa, sin que la vista alcance
a percibir las varias fases del fenómeno. D e igual modo, cuan-
— 50 —

do de las premisas A y B nos disponemos a deducir C y , en lugar


de C se presenta inesperadamente X , el efecto puede ser cómico o
n o , según los casos : si X no guarda relación alguna con las premisas,
todo quedará en u n disparate sin gracia ; pero si X se nos revela
i n s t a n t á n e a m e n t e como u n a deducción normal, aunque obtenida por
fuera de la lógica, el sentido de la ilación que quedó en suspenso se
r e a n u d a r á hacia atrás desde el consiguiente a los antecedentes y vol-
verá en sentido inverso desde éstos a la conclusión, que sólo enton-
ces cobrará esa virtualidad específica que nos hace reír.
Supongo que nadie t o m a r á al pie de la letra la asimilación de
procesos p u r a m e n t e físicos, como los que originan la chispa eléctri-
ca, a cosa t a n sutil y recóndita como es la génesis de u n sentimien-
to estético. U n símil no es u n a explicación, aunque sea lícito uti-
lizarlo como hipótesis de trabajo. A nosotros nos ha servido para
acercarnos al mecanismo de lo cómico y señalar, de paso, algunas
de sus características : suspensión del á n i m o (sorpresa), fluctuación
i n s t a n t á n e a e n t r e lo f u n d a m e n t a l m e n t e absurdo y lo a p a r e n t e m e n t e
razonable, esclarecimiento final y consiguiente fruición liberadora.
E x a m i n e m o s ahora u n caso práctico para no abusar de las abs-
tracciones. D o n José, que está de m u d a n z a , no h a querido confiar a
nadie el traslado de u n valioso reloj de pared. V a por la calle lleván-
dolo en brazos y de cuando en cuando se detiene y examina el reloj
para ver si no hay novedad. Siguiendo casualmente el mismo cami-
no va detrás don Antonio, quien, después de observar intrigado las
maniobras del otro individuo, acaba por acercarse a él y le dice se-
ñalando su propio reloj de pulsera : «Desengáñese usted ; esto es
m á s práctico.» E l análisis de este chiste, cuya procedencia ignoro,
podría hacerse como sigue : P a r a percibir que el consejo de don
Antonio es s i m u l t á n e a m e n t e lógico y absurdo h e m o s de volver hacia
atrás y , colocándonos en su l u g a r , suponer que don José Ueva con-
sigo el reloj de pared para m i r a r la hora cuando va de paseo. D e s d e
este p u n t o de vista la recomendación en favor del reloj de pulsera
no puede ser m á s congruente ; pero si nos trasladamos a la m e n t e
de don J o s é , tal recomendación es evidentemente absurda. Volvien-
do entonces a nuestra propia conclusión, aceptada, rechazada y con-
siderada de nuevo a la luz de los antecedentes, es cuando se resuelve
en risa lo que no podía resolverse de otro modo.
E x a m i n e m o s ahora otro elemento esencial de lo cómico que, con
m a y o r o m e n o r predominio entra en todas sus variedades, desde la
comicidad de situación h a s t a el p u r o chiste verbal. E n el ejemplo
— 51 —

que h e m o s analizado se advirtió cómo, para que resulte justificado el


consejo del señor del reloj de pulsera, la conducta del otro se h a
de considerar ridicula ; de donde resulta que el portador del reloj
de p a r e d , a quien no le faltan motivos respetables para hacer lo que
hace, se nos ofrece m o m e n t á n e a m e n t e rebajado a la categoría de
u n idiota. P u e s bien, este rebajamiento de lo digno a lo desprecia-
ble, de lo i m p o r t a n t e a lo f ú t i l , de lo significante a lo huero, esta
reducción a la nada de lo que pretende ser algo, esta desvalorízación
de lo que por cualquier causa tiene derecho a nuestra estima, cons-
tituye el nuevo elemento esencial que h e m o s adjudicado a lo cómico.
U n ejemplo instructivo del mecanismo de degradación antes in-
dicado nos lo suministra u n reciente artículo de F e r n á n d e z F l ó r e z
titulado «Nueva crónica de perros». E l autor tercia con solemne ecua-
nimidad e n t r e los protectores y los perseguidores de los canes. Reco-
noce sin regateo el derecho del afortunado poseedor de dos panto-
rrillas a usar libremente de ellas sin exponerlas a u n mordisco ni a.
la inoculación de la r a b i a ; pero, a f u e r de àrbitro imparcial, pide-
respeto para la libre circulación del perro, siempre que se trate, es-
cribe F e r n á n d e z F l ó r e z , ide u n perro que lleve su medaUa, su co-
r r e a , su amo y todo eso que tiene que llevar un perro honorable».
E n este p a s a j e , en lugar de e n f r e n t a r dos personas, el perrero y el
dueño del perro, el escritor ha-ce al chucho sujeto del derecho y n o s
presenta al amo rebajado al nivel de la medalla y la correa, conver-
tido en m e r a formalidad administrativa, en un simple accesorio que
el perro ha de exhibir para ser respetado.

T a m b i é n las cosas inanimadas pueden padecer la degradación de


que hablamos, a condición de que resulte vinculada en ellas alguna
pretensión que no se logra. ¿ P o r qué nos mueve a risa la inesperada
aparición del h e r m a n i t o m á s pequeño tocado c o n i a chistera de p a p á ?
P o r q u e ese i m p o r t a n t e adminículo, símbolo de suprema respetabi-
lidad exterior, h a perdido i n s t a n t á n e a m e n t e su dignidad en la cabeza
de u n chicuelo. Si en cambio u n magistrado se presentara un día
en la sala ocultando su venerable calva con u n cucurucho de p a p e l ,
t a m b i é n provocaría un efecto cómico ; pero si antes f u é la chistera
la que resultó degradada, ahora sería la persona del magistrado.
No es éste el m o m e n t o adecuado para detenernos a d e m o s t r a r
cómo en las m á s divergentes manifestaciones de lo cómico se dan
las características que venimos señalando ; pero puesto que estamos
en la Academia E s p a ñ o l a , no parecerá f u e r a de propósito que dedi-
quemos alguna atención a la comicidad p u r a m e n t e verbal. L a t é c -
— 52 —

n i c a de la degradación o la «incongruencia descendente» que h e m o s


visto aplicada a las personas y a u n a las cosas, es t a m b i é n valedera
para las palabras. Todas ellas, i n d e p e n d i e n t e m e n t e de su significado,
tienen u n a valoración afectiva y social que constituye el f u n d a m e n -
t o de la estilística. Desde las voces llamadas poéticas h a s t a las gro-
s e r a m e n t e jergales se extiende toda u n a escala de valores, de signo
positivo o negativo, en la que corresponde el cero a la expresión que
podríamos llamar aneutra», es decir, la que no está impregnada de
intención meliorativa n i peyorativa, la que es tan propia del lengua-
je vulgar como del culto, la que no sitúa a quien la usa en determi-
n a d a capa social, la que nos presenta el concepto desnudo sin aso-
ciaciones de ningite género ; v. gr. : morir. Con igual propiedad y
ausencia de matices decimos que ha muerto u n ser querido, u n
•enemigo odiado, u n a venerable abadesa o el lorito de la vecina. A
p a r t i r de este cero empiezan hacia arriba los eufemismos atenuan-
t e s , las m e t á f o r a s , las intenciones trascendentes : fallecer, expirar,
a c a b a r , finar, pasar a mejor vida, dormirse en el Señor, subir al
•cielo, etc. Si decimos que ha expirado o que ha fallecido la g a t a del
portero, ya e n t r a m o s en el reino de lo risible. Contando desde el cero
hacia abajo hallamos ¿espichar», epalmar», «hincar el pico», «es-
tirar la p a t a » , etc., voces todas ellas teñidas de plebeyez. eCabalIo»
es palabra n e u t r a ; «corcel», «trotón», «palafrén» o «bridón» son
denominaciones distinguidas porque pertenecen al lenguaje eleva-
do. Otras adquieren su decoro, como los mayordomos de casas seño-
riales, por contacto con el a m b i e n t e selecto en que circulan. E l he-
c h o es que en cuanto se g r a d ú a n con signo positivo en la escala de
distinción ya tienen algo que perder.
P e r o no siempre la dislocación del vocablo, a u n q u e t e n g a u n
efecto cómico, constituye u n chiste verbal. Cuando en u n a comedia
al uso la criada paleta y zafia, nos dice que le h a salido u n novio
«odontólogo», el piíblico rompe a reír. ¿ P o r q u é ? P o r q u e la palabra
«odontólogo», que aspira a ser m á s distinguida que «dentista», se
h a degradado en boca de la maritornes. Igual efecto causaría que
•en la rebotica de u n pueblo nos presentasen al albéitar como «el se-
ñor ingeniero pecuario». E n ambos casos hay un chiste verbal. Su-
pongamos ahora que es el dentista quien va a entrar en escena ,y
que la m i s m a criada de antes se adelanta anunciando : «Señora, que
ahí está el sacamuelas.» Aquí el chiste será de situación, porque la
doméstica se ha quedado en su plano y el vocablo está bien en su
iboca : es la persona del dentista la que padeció menoscabo.
— 53 —
«

Como haría f a l t a todo u n volumen para pasar revista a las dis-


t i n t a s especies del chiste verbal—por substitución, condensación,
retruécano, etc.—, nos limitaremos a completar la breve exposición
que precede con el análisis de algunos casos extremos, situados ert
el límite inferior del campo que vamos recorriendo. R e p r e s e n t a n es-
tos casos la m á x i m a degradación posible de u n a palabra por c u a n t o
se t r a d u c e n en la reducción a n a d a de lo que pretende ser algo. Del
celebrado autor cómico Sr. P é r e z F e r n á n d e z se cuenta la siguiente
anécdota de cuya veracidad no respondo. L l a m a d o en u n a noche de
estreno al palco de u n a d a m a de sangre real para recibir la a m a b l e
felicitación de la señora, preguntóle. ésta, deseosa de mostrar su
interés por la persona del autor, si su apellido P é r e z lo emparentaba
con los P é r e z del P u l g a r , a lo que contestó el autor con cierto én-
fasis : «No, señora ; m i estirpe es la de los P é r e z del Fernández.»
Aquí vemos cómo la partícula «.deh, que aspira a revestirse de cier-
ta dignidad nobiliaria, h a perdido esa y cualquier otra significacióo
al intercalarse e n t r e dos patronímicos que la excluyen. Y como e s
inevitable, al hablar de P é r e z F e r n á n d e z , recordar al portentoso y
llorado ingenio don P e d r o Muñoz Seca, de quien aquél f u é asiduo^
colaborador, nos viene a la memoria u n pasaje de su famosa p a r o -
dia titulada La venganza de Don Mendo. Allí leemos que el pro-
tagonista, con manifiesta indelicadeza,

... aprovechó una ocasión


que juzgó propicia y obvia
y pagó a cierto barón
con alhajas de su nobvia.

E n este chiste, como en todos, se nos h a hecho caer en u n a t r a m -


pa ; pero su técnica se caracteriza porque nos indujo a aceptar mo-
m e n t á n e a m e n t e , y a comprender, que es lo más grave, u n a palabra
incomprensible, puesto que la combinación de sonidos nobvia no
corresponde a n i n g u n a realidad.

Antes de pasar a otro aspecto del t e m a , quisiera decir dos pala-


bras en defensa del chiste tan despiadamente m a l t r a t a d o por F e r -
n á n d e z Flórez. Comprendo que para u n espíritu delicado la inmen-
sa mayoría de los chistes elaborados a brazo, preparados, como si
dijéramos, a traición, constituyan u n producto despreciable. E l co-
mediógrafo que casa a la señorita Dolores con el señor Barriga para
— 54 —

llamarla luego, en el segundo acto, doña Dolores de Barriga, no me-


rece que aboguemos por él. 'J^ampoco lo merecen los autores de cier-
tos chistes injuriosos, escatológicos u obscenos; pero en los libros,
en el t e a t r o , en el folklore y en el repertorio anecdótico de los que
gozan f a m a de conversadores amenos, existe u n verdadero tesoro de
cuentecillos, de ocurrencias jocosas, de dichos agudos, de salidas opor-
t u n a s , que revelan u n ingenio privilegiado, que tienen u n a gracia
indudable y que, d e n t i o de las categorías de lo cómico, sólo pueden
clasificarse como chistes. E s m á s — y esto desfruncirá algún t a n t o el
c e ñ o de F e r n á n d e z FIórez—, hay chistes que son v e r d a d e r a m e n t e
humorísticos ; como el del condenado a m u e r t e , quien, al saber que
se h a señalado su ejecución para el próximo lunes, se limita a excla-
m a r : H¡ P u e s sí que empieza bien la semaina !d
M u y acertada y a t r a y e n t e es la idea que recoge F e r n á n d e z FIó-
r e z cuando señala la correspondencia e n t r e lo cómico y la risa, por
« n a p a r t e , y e n t r e la sonrisa y el humorismo por la otra. L a risa,
e n efecto, como síntoma instantáneo de la percepción de lo cómico,
estalla sin preparación y dura m á s o m e n o s , según la intensidad del
placer específico que la dispara. E s u n a manifestación t a n automá-
tica e incoercible, que f r e c u e n t e m e n t e nos dolemos de haber reído
cuando la ocasión no lo p e r m i t í a , como en u n a visita de pésame, o
nos avergonzamos de haberlo hecho al escuchar u n chiste malo, gro-
sero o irreverente. I j a sonrisa, en cambio, como expresión de u n
proceso complejo y reflexivo, se inicia con la m i s m a suavidad que
se extingue y se puede cohibir a voluntad. L a risa es infalsificabie,
m i e n t r a s que la sonrisa no lo es. A u n a persona cuya presencia nos
e n f a d a le ofrecemos por mero hábito de cortesía u n a faz sonriente ;
¿ cuando el fotógrafo nos pide u n semblante m e n o s adusto podemos
complacerle—un poco m á s , no t a n t o , así—mediante el simple juego
de algunos músculos faciales. P o r eso no existe para el humorismo
u n a piedra de toque tan segura como para lo cómico ; y como éste,
según se h a postulado, es el ingrediente básico de aquél, y puesto
que sabemos que en todos los compuestos se puede modificar el re-
sultado a u m e n t a n d o la proporción de u n elemento a expensas de los
r e s t a n t e s , no nos debe causar sorpresa que en algunas creaciones
humorísticas predomine el aspecto sentimental m i e n t r a s en otras
predomina casi exclusivamente lo risible. Además, el disfrute de lo
cómico en sus f o r m a s elementales resulta de u n proceso casi intui-
tivo que no exige colaboración ulterior por p a r t e del sujeto, contra-
r i a m e n t e a lo que se observa en la interpretación humorística, para
— 55 —

la cual, a más de u n a predisposición subjetiva poco f r e c u e n t e , es ne-


cesario cierto esfuerzo de colaboración del individuo en el que par-
ticipan las facultades intelectuales y afectivas. Y todavía podría aña-
dirse que la sensación primaria de lo cómico, como ocurre en nuestro
paladar con lo salado, se percibe a n t e s que los otros elementos que
la acompañan ; por eso algunos acostumbran a espolvorear con sal
el melón, porque la dulcedumbre ,de éste, que obra más l e n t a m e n t e
sobre las papilas, resulta acrecentada por contraste.
Todo esto explica en cierto modo la trayectoria del Quijote en el
gusto de las generaciones sucesivas. H a y capítulos en que la burla
es tan graciosa que, como decía T u r g u é n i e f , ael lector superficial
sólo celebra lo risibles. Y en efecto, d u r a n t e cerca de dos siglos, el
mayor elogio que se solía hacer del libro inmortal era considerarlo
como la obra más regocijante que había producido el ingenio hu-
mano. Recuérdese la anécdota atribuida a F e l i p e H I , quien, viendo
cómo reía a carcajadas cierto estudiante con u n libro en la m a n o ,
aseguró que ese libro sólo podía ser el Quijote. H o y comprendemos
mejor el exceso contrario : nos sentimos más cerca de aquel otro
gran h u m o r i s t a a l e m á n , E n r i q u e H e i n e , que no podía leer las aven-
t u r a s desventuradas del Ingenioso Hidalgo sin que le acudiesen lá-
g r i m a s a los ojos. P a r a llegar a esto h a sido necesaria u n a p r o f u n d a
y secular evolución del pensamiento y de la sensibilidad. No se due-
la, pues, nuestro compañero de que su producción sea a menudo m á s
reída que bien interpretada. E s seguro que t a m b i é n a Cervantes le da-
ría palmaditas en el h o m b r o algún amigo para agradecerle lo mucho
que le h a b í a hecho reír con su novela.

Y es que la justa apreciación del humorismo, como la de los vi-


nos de marca, no está al alcance de todos los paladares. Y esto m e
trae a la memoria cierta anécdota que U n a m u n o refirió m á s de u n a
vez y que yo voy a contar a m i m a n e r a por serme conocidos sus
verídicos pormenores y porque vienen m u y al caso. U n granadino,
coronel del Cuerpo Jurídico, llamado don Melchor Sáiz Pardo, f u é
presentado en su ciudad n a t a l a u n a señora forastera a quien pro-
bablemente no volvería a ver en su vida. L a señora, fingiendo u n
interés particular por aquel fugaz conocido, lo llamó aparte al cabo
de u n rato y le preguntó si su apellido era r e a l m e n t e Sáiz o Sáinz ;
a lo que contestó el granadino : oComo usted prefiera, señora ; la
cuestión es pasar el rato.» Y ahora viene lo m á s interesante. U n a -
m u n o , que había ensayado el efecto de esta anécdota en incontables
ocasionesy se quejaba con extrañ'eza—y de sus labios lo escuchó
— 56 —
t
nuestro ilustre colega Gómez Moreno—de que la mayoría de las
veces nadie encontraba gracioso el cuentecillo. Comparemos ahora
la respuesta del señor Sáiz con la del señor P é r e z F e r n á n d e z en ocasión
análoga, y veremos que m i e n t r a s la de éste es pura y simplemente
cómica—mero chiste verbal—, y por t a n t o asequible a todo el m u n -
do, la salida del granadino, la que m u y pocos entendieron, es de na-
turaleza f r a n c a m e n t e humorística,.porque, a la vez q\ie dejaba en ri-
dículo la meticulosa curiosidad de la señora, disolvía esta ridiculez en
u n a síntesis superior : la futilidad de los fingimientos sociales en rela-
ción con el hecho dramático de nuestro paso por la vida.
No debe p a r e c e m o s extraño que escaseen en la m u c h e d u m b r e los
finos catadores del humorismo, si consideramos que los llamados a
educar el gusto, los críticos, anduvieron generalmente poco solícitos
en descubrir el h u m o r allí donde afloraba y en señalarlo a sus lec-
tores. Veamos u n ejemplo. Creo que nadie llamó la atención en su
día—y si alguien lo hizo le envío desde aquí m i s excusas—acerca
del carácter típicamente humorístico de u n a comedia, cuyo a u t o r ,
fecundísimo y m u y celebrado, gozó f a m a de ser el rey del costum-
brismo madrileño y de los saínetes de figurón ; m e refiero a don Car-
los Arniches y a su obra La señorita de Trevelez. E l protagonista
de este saínete es u n h o m b r e b a s t a n t e entrado en afios, que preten-
de no parecerlo : se tiñe las canas, se viste como u n pollo y se rodea
dfe g e n t e joven, como el viejo Fallstaf. Si a esto se añade que el
buen señor se m u e s t r a siempre afable, confiado y u n poco obtuso,
se comprenderá que sea el blanco ideal para las burlas despiadadas
de sus amigos. P e r o este figurón ridículo Ueva en el alma u n a noble
ilusión a la que h a consagrado su vida : la de hacer feliz a su herma-
n a , que desea casarse a toda costa. P a r a favorecer este propósito sa-
crificó él sus propios ideales quedándose soltero, y está dispuesto a
renunciar a todo, inclusive al derecho de ser respetado como perso-
n a seria y digna. P a r a quitarle años a su h e r m a n a se pinta él los
cabellos y el bigote ; para no a h u y e n t a r a u n posible p r e t e n d i e n t e
cultiva el t r a t o de los falsos amigos, y , consciente de su propia ridi-
culez, soporta con heroica sonrisa la b e f a y el escarnio de todos en
aras de su cariño f r a t e r n a l . Salvando todas las distancias, este per-
sonaje, rüovido por u n anhelo generoso y puesto por su autor en
trance de ludibrio, se e m p a r e j a con los m á s representativos de las
grandes creaciones humorísticas. P o r q u e Arniches amó indudable-
m e n t e a esta su criatura como Cervantes a Don Quijote, como R e u -
ter al Onkel Brasig, como Dickens a Pickwik o como el genial h u -
— 57 —

morista Charlie Chaplin a su alter ego, al grotesco Charlot de La


quimera del oro, siempre bueno, humilde y sentimental e invaria-
b l e m e n t e escarnecido en sus m á s delicados afectos. Yo no sé si será
acertada esta interpretación de la obra de Arniches, pero estoy se-
guro de que habría sido grata al ilustre comediógrafo. Se dejó enca-
sillar resignadamente como creador de saínetes caricaturescos que
sólo pretendían hacer reír ; pero en el fondo de su alma latía u n a
aspiración m á s noble. «Mi ideal—le escribió u n día a Cejador—es
sencillo y humilde. Corresponde a la modestia de m i rango literario.
Aspiro con m i s sainetes y farsas a estimular las condiciones gene-
rosas del pueblo y a hacerle odiosos los malos instintos.»
Si al llegar h a s t a aquí no hemos fracasado en nuestro propósito
de ir precisando el concepto del humorismo, nos será fácil distin-
guirlo de la ironía con la que t a n a m e n u d o se lo confunde. L a iro-
nía es m e r a m e n t e u n a figura retórica, u n artificio que consiste en
dar a entender lo contrario de lo que se dice. P u e d e detenerse en el
«carientismo», que equivale e x a c t a m e n t e a lo que hoy llamamos u n a
«tomadura de pelo», o puede Uegar h a s t a el «sarcasmo» si el ensa-
ñ a m i e n t o del ironista se convierte en injuria o recae sobre u n a per-
sona m á s digna de piedad que de burla. Decirle al autor de u n mal
soneto «siga usted por ese camino», es u n caso de carientismo ; lla-
m a r públicamente «dignísimo marido», a u n individuo que se h a he-
cho notorio por las infidelidades de su m u j e r , es un ejemplo de sarcas-
m o . L a ironía es, pues, u n procedimiento, u n a técnica, u n simple re-
curso expresivo, que alcanza su plena eficacia cuando se asocia en e!
lenguaje hablado con el gesto o con ese énfasis peculiar que designa-
mos con el n o m b r e de «retintín» (1). I r ó n i c a m e n t e se expresa el via-
jero que, después de u n largo plantón en la cola, exclama : tt¡ B u e n o
está el servicio de tranvías 1» ; y entenderemos que lo considera m a l o
o peor según el énfasis que ponga en el adjetivo. T a m b i é n habló iró-
n i c a m e n t e el profeta E l i a s a los sacerdotes de B a a l , que invocaban
en vano a su dios : «Llamadle a grandes gritos, tal vez esté ocu-
pado o de v i a j e . . . , o se h a b r á quedado dormido.» Cuando se discutía
en el Congreso la creación del I n s t i t u t o de R e f o r m a s Sociales, el
diputado señor Celleruelo usó en la impugnación u n tono irónico que
molestó visiblemente a Canalejas. Alzóse éste a contestar y empe-
zó con estas o parecidas palabras : «La Cámara h a estado extasiada

(1) (tHironía—escribe el maestro Nebrija—es c u a n d o . . . dezimos lo q u e q u e r e m o s


aiudándolo con el gesto e pronunciación.»
— 58 —

viendo florecer la ironía en los labios del honorable diputado.» E s t a


frase, t a n inocente al parecer, no podía ser m á s sarcàstica porque
los labios del honorable diputado no eran precisamente u n r u b í ,
partido por gala en dos.
L a ironía, por t a n t o , se reduce a exaltar el contraste e n t r e lo
que se ve o se sobreentiende y el simulacro de arquetipo que le pone-
mos por delante ; es u n a f o r m a de comparación que, como t a l , pue-
de ser ingeniosa, divertida o risible, o bien simplemente odiosa y ma-
ligna, sin que e n t r e en ella n i n g ú n elemento de índole cómica. D e todo
lo cual podemos inferir dos conclusiones. P r i m e r a : que m i e n t r a s no se
concibe el h u m o r i s m o sin un substrato de comicidad, la ironía t a n t o
sirve p a r a la ofensiva dialéctica—y así la utilizaba Sócrates contra los
sofistas—como p a r a la diatriba cruel que se propone aniquilar a u n ad-
versario, como para la b u r l a benigna que ridiculiza y divierte. Segun-
da : que, considerada la ironía como u n a de t a n t a s técnicas retóricas,
nada le impide al humorista hacer uso oportuno de ella ; de donde re-
sulta u n a variedad del h u m o r que podemos llamar ironía humorística
o, m á s p r o p i a m e n t e , h u m o r i s m o irónico, del que se hallan felices y ex-
celentes ejemplos en las crónicas de F e r n á n d e z FIórez o en las come-
dias de Oscar W i l d e .
Y ahora dedicaremos u n a s palabras a los detractores del humo-
rismo. L a p r i m e r a categoría la f o r m a n los que no lo comprenden
y con ellos no h a y para qué argüir : son esos que escuchaban el cuen-
tecillo de U n a m u n o y no le veían la p u n t a . Yo, que debo a la P r o -
videncia u n amplísimo eclecticismo para gozar de todas las f o r m a s
del a r t e , no h e conseguido que m e gusten las corridas de toros ; pero,
lejos de ver en esto u n signo de superioridad, m e limito a envidiar
a los taurófilos el disfrute de u n placer que m e está vedado y m e
guardo m u y bien de desacreditar la «afición». L a otra categoría
de detractores merece consideración especial : la constituyen los que
a f i r m a n , no sin f u n d a m e n t o , que el humorismo puede causar en
ciertos á n i m o s daños morales de difícil remedio. E s verdad, y es
triste verdad, que no pocas conquistas de la inteligencia, y las
que m á s enorgullecen al h o m b r e , desde el alfabeto a la radio o
desde la b r ú j u l a a la aviación, se han empleado para el mal. L o
mismo pu^ede decirse de la poesía, del teatro o del humorismo ;
pero no sería honrado callar que éste tiene en su esencia u n ries-
go específico derivado de aquel relativismo filosófico que hemos
mencionado al comienzo. Todas las cosas h u m a n a s , aun las m á s
apetecibles o respetables, tienen en su interior alguna escoria, que
— 59 —

n o se escapa al análisis humorístico. L a m á s poética escena de amor


puede ofrecer a los neutrales u n espectáculo tan grotesco como el
•de u n a pareja que baila al son de u n a música que no se oye. E l tea-
tro a los ojos de u n t r a m o y i s t a , la realeza vista por u n ayuda de cáma-
r a , la m u j e r hermosa m i r a d a con los rayos X ; el matrimonio, la
p a t e r n i d a d , el heroísmo, las instituciones políticas..., todo está ex-
puesto a perder algo del prestigio que ordinariamente le concede-
m o s en cuanto nos decidamos a observarlo a cierta luz o desde u n
ángulo que no sea el normal. Todo, entonces, deja de ser absoluta-
m e n t e deseable y pasa a serlo con reserva, sólo en cierta medida,
h a s t a u n p u n t o que, por ser fluctuante—y aquí está el peligro—
puede correrse demasiado hacia abajo. Ahora bien, el humorista
.que escudriña y pone al descubierto las m e n u d a s partículas de barro
que contiene todo ideal, ¿lo hace para abatirlo y aniquilarlo o para
que, aliviado de todo lastre, pueda flotar sobre n u e s t r a s miserias?
¿ Q u i é n duda que los ideales de Don Quijote, t a n cruelmente escar-
necidos por el autor, quedan soberanamente t r i u n f a n t e s cuando lle-
g a m o s all final de la o b r a ? Y si de las cosas t e r r e n a s pasamos, por
u n m o m e n t o y como sobre ascuas, a las divinas, concederé lealmen-
t e que en las páginas de algunos humoristas, que no quiero n o m b r a r ,
se ocultan gérmenes insidiosos de irreverencia e incredulidad bajo
el falso candor de u n a sonrisa ; pero t a m b i é n m e atrevo a sostener
•que el mejor libro de apologética cristiana de los tiempos modernos,
para u n a gran m a s a de lectores, a cuyas m a n o s no habría llegado
n u n c a por las vías normales u n tratado severo y doctrinal de esta
disciplina, es u n a obra tan genial como indiscutiblemente humorís-
tica : he nombrado la Ortodoxia de Chést^rton.

Con todo esto he querido demostrar a los enemigos del h u m o -


rismo que no es justo i m p u t a r a esta fórmula literaria las culpas de
quienes se sirven de ella. Si somos los fantoches de u n retablo cu-
yos hilos están en m a n o s del azar, y hemos venido al m u n d o para
representar u n a tragicomedia sin autor n i a r g u m e n t o , nada de cuan-
to h a g a m o s podrá ser tan ridículo como t o m a r en serio nuestro
papel. L a consecuencia inevitable de esta m a n e r a de pensar es el
convencimiento de la futilidad de nuestros actos, la enervación de
los impulbos que nos m u e v e n , la tendencia, en s u m a , a u n a total
inhibición, L a sonrisa del humorista en este caso será triste, sardó-
nica, despectiva y , sobre todo, estéril ; pero si m i r a la existencia
como u n bien supremo dentro de la divina armonía de la creación ;
si siente la grandeza inefable de las leyes eternas ; si conserva, en
— 60 —

fin, la noble facultad de indignarse ante las transgresiones y defec-


tos que mancillan el esplendor del bien, de la verdad o de la belle-
za, entonces no se dejará- dominar por el nihilismo conformista y se
aprestará a intervenir en la lucha con el a r m a buida que tiene en
sus manos. D e humoristas de esta categoría es, sin d u d a , de quienes
dijo T h a c k e r a y que son verdaderos «predicadores laicos». Y yo mis-
m o escribí a este propósito, hace ya mucho tiempo, lo que sigue :
«Creo recordar que, con motivo de la publicación de Volvoreta, es-
cribió algún crítico,., que la personalidad de F e r n á n d e z FIórez pro-
cedía en línea recta de E $ a de Queiroz, a lo cual m e p e r m i t í opo-
n e r . . . que semejante filiación no debiera aceptarse sin resei-vas, por
cuanto no se ve fácilmente el enlace e n t r e la ironía del creador
de F r a d i q u e Mendes—ironía corrosiva y disolvente puesta al servi-
cio de u n espíritu misantrópico—y el jovial humorismo del autor
de L a s gafas del diablo, h u m o r i s m o que es como la sonrisa, e n t r e
melancólica e indulgente, que provoca el espectáculo del m u n d o
en u n t e m p e r a m e n t o de moralista. Confieso que esto de Uamar mo-
ralista a F e r n á n d e z FIórez sorprendió por entonces a m u c h a g e n t e ,
sin excluip, -según logré saber de buena t i n t a , ai propio i n t e r e -
sado» (1).
Si estas palabras, por ser m í a s , no merecían ciertamente el ho-
nor de u n a cita en este acto, m e he atrevido a traerlas a colación
porque fueron escritas en época r e m o t a , cuando ni el crítico ni el
criticado soñaban que podrían e n f r e n t a r s e u n día en ocasión t a n so-
l e m n e como la presente. Así, al ratificarme ahora en el juicio de
a n t a ñ o , nadie podrá pensar que al presentaros a F e r n á n d e z FIórez
como u n caballeroso enderezador de entuertos, m e h e dejado llevar
de esa efusión irresponsable que nos invade a la hora de los elogios.
Y con esto, dando de m a n o a las consideraciones generales y abstrac-
tas acerca del humorismo, nos h e m o s acercado n u e v a m e n t e al par-
ticular humorista que hoy f r a n q u e a nuestros umbrales.
Si es verdad que el h u m o r se ejercita sobre la base de lo cómico,
según he procurado demostrar, parecerá admisible que sean las va-
riedades de este último las que d e t e r m i n e n en cierto modo el m a t i z
de la creación humorística ; y así t e n d r e m o s toda u n a g a m a de h u m o -
rismos, desde el simplemente festivo h a s t a el a m a r g a m e n t e sarcàs-
tico, pasando por la caricatura, la burla, la ironía, etc. D e j a r e m o s
sentado de camino que la elección e n t r e las varias técnicas, c o m o

(I) Crítica efímera : 11, 2.® ed., p á g . 124.


— 61 —

cuando el pintor elige e n t r e el fresco, el óleo o la acuarela, no de-


p e n d e tan sólo del t e m p e r a m e n t o del h u m o r i s t a , sino t a m b i é n , y en
gran p a r t e , del asunto que le sirve de t e m a y de la finalidad perse-
guida. P o r eso, u n escritor como F e r n á n d e z P l ó r e z , que h a enfocado
desde distintos ángulos los m á s diversos espectáculos de la vida, h a
podido hacernos reír o m e d i t a r , despreciar o compadecer, según lo
pedía la ocasión ; pero se puede observar en toda su obra—y acerca
de eUo Uamo particularmente la atención—una tonalidad sostenida
y u n a tendencia trascendente que le presta unidad y sentido : no
hay u n a página de este escritor en que no se trasluzca u n a p r o f u n d a
simpatía por el débil, por el inadaptado, por el i n j u s t a m e n t e perse-
guido, desde el niño a quien martirizan con la absurda pedagogía de
El Juanita, hasta los animalitos de Dios víctimas del h u m a n o egoís-
m o . Releed, por ejemplo, y estoy seguro de que m e daréis la razón,
los inolvidables capítulos de Las gafas del diablo, obra galardonada
por nuestra Academia con el premio Chirel, o ese libro reciente. El
bosque animado, donde F e r n á n d e z Flórez da libre curso a su ro-
manticismo lírico, siempre pudorosamente f r e n a d o en el resto de su
labor copiosa.

Y paralelamente a esa solidaridad compasiva y emocionada con


los que s u f r e n , hallaréis en F e r n á n d e z Flórez la repulsa de los que
a r t e r a m e n t e aparecen t r i u n f a n t e s con poder usurpado, con méritos
fingidos, con virtudes hipócritas ; los que se lucran con la miseria
c o l e c t i v a ; los que hacen escabel del dolor ajeno... ¡ A h í E n t o n c e s
la p l u m a de F e r n á n d e z Flórez es el lanzón de u n caballero andan-
te ; sus burlas van empapadas en curare y la risa que arrancan de
nosotros es u n a risa vengadora, es el veredicto terriblemente justi-
ciero contra el que no cabe apelación. N o sería piadoso n i p r u d e n t e
que os recordase ejemplos concretos ; pero podría citaros m á s de u n
caso en que algún espantable Goliath se derrumbó entre carcajadas
al recibir en la f r e n t e el impacto de u n proyectil que, al cruzar por
los aires, parecía t a n liviano y tan juguetón como las serpentinas de
colores. Y esto en épocas de tiranía terrorista, en que los ridiculizados
podían tomarse por su m a n o , y con i m p u n i d a d , las m á s crueles
represalias. M u c h a s veces, m i e n t r a s la nación devoraba en silen-
cio el oprobio en que la sumían jefes y jefecillos ineptos, inmora-
les y chabacanos ; m i e n t r a s los varones m á s animosos apenas se
atrevían a emitir sus protestas con sordina y entre cuatro paredes ;
m i e n t r a s todos nos sentíamos un poco avergonzados de nuestra m a n -
sedumbre cautelosa, sólo h u b o u n a voz que gritara a los cuatro vien-
— e s -
tos los comentarios que p u g n a b a n por formularse en la conciencia
de las gentes honradas. X esa voz varonil que parecía devolvernos la
dignidad perdida, porque decía lo que todos querríamos haber dicho,
esa voz que se alzaba con t a n alto propósito y con t a n ejemplar ci-
vismo, era, señores, la voz de u n humorista. Sin escudarse en edito-
riales anónimos, sin ampararse en inmunidades políticas, sin apoyarse
en colectividades organizadas, sin trasponer siquiera las f r o n t e r a s , a
cara descubierta, a cuerpo limpio, con su n o m b r e y sus apellidos, W e n -
ceslao F e r n á n d e z Flórez f u é en m á s de u n a ocasión, burla burlando,
el visible exponente de la hombría española. H o y e n t r a en esta
casa', que algunos llaman de los «inmortales», donde, a u n q u e sea
triste confesarlo, no existe otra inmortalidad que la que cada u n o
trae consigo. F e r n á n d e z Flórez la tiene ya asegurada para su nom-
b r e en esta tierra. Allá arriba tal vez le t e n g a n anotado algún des-
liz en que incurrió su p l u m a ; pero estoy seguro de que San P e d r o ,
al ver llegar a nuestro h u m o r i s t a — y que sea cuanto m á s tarde m e -
jor—ladeará u n poco el rostro para disimular la risa..., y todo que-
dará perdonado. A m é n .
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