Está en la página 1de 225
BIBLIOTECAfundamental ANOCERO LOS STO) ae aN aS) Dye. ATLANTIDA LOS SUPERVIVIENTES DE LA ATLANTIDA BIBLIOTECA FUNDAMENTAL ANO CERO Director de coleccién: Luis Maggi Disefio de cubierta e ilustraciones: Vital Garcia LOS SUPERVIVIENTES DE LA ATLANTIDA. Copyright 1978 by Editorial Martinez Roca, S.A. © 1994 de la presente edicién Editorial América Ibérica S.A. Miguel Yuste 26, 28037 Madrid Fotocomposicién: Gréficas Angel Gallardo (Madrid) Impresi6n y encuadernacién: Josmar S.A. ISBN: 84-88337-93-0 Depésito Legal: M-24651-1994 Impreso en Espafia Printed in Spain, septiembre 1994 Distribuidor exclusivo para México: Distribuidora Intermex, S.A. de C.V. Lucio Blanco N° 435, Col. San Juan Tlihuaca 02400 México, D.F. Tel. (525) 352 6444 Fax (525) 352 8218 Importador para Argentina: Red Editorial Iberoamericana Argentina S.A. (REI Argentina), Moreno 3362 (1209) Buenos Aires. Fax (541) 89-0434 ‘Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorizacién escrita de los derechos del “copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, Ia reproduccién total o parcial de la obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografia y el tratamiento informatico y la distribucidn de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo piiblicos. LOS SUPERVIVIENTES DE LA ATLANTIDA J. G, ATIENZA JANOCERO ZF BIBLIOTECAfundamental AMVIVAR] US fi CONTENIDO PROLOGO: Muerte y exequias por un humanismo in- ACSI AL sssssssvasnsxssssanconssosassngneaveseassncenccmneneseaseetoneeuestty I. Algo mas que una sorpresa IL. Eslabones para una cadena Ill. Los nticleos magicos LOS INDICIOS DE UN PASADO IGNORADO TV. La Edad de Oro V. La vieja historia de Noé VI. Seres gigantescos y pueblos dispersados VIL. El mito serpentario ...........cceeeeeees VIII. Ritos y mitos del ave............ IX. El enigma de las piedras escrit UN PASADO A LA LUZ DE SUS INDICIOS X. El incierto origen de las creencia XI. La cabeza de Jano... XII. Las piedras de Roldan XIII. Los lugares y su magi XIV. Piedras, metales y todo lo demas... XV. Los eslabones de la cadena magica BNOTAS csssvceecsesieonvessssansssanseseaivesacsivesssesenosnossoncsbevesassensiengios 121 139 151 167 177 193 203 5 PROLOGO: MUERTE Y EXEQUIAS POR UN HUMANISMO INTEGRAL Nos sucede muy a menudo a todos: las verdades més signi- ficativas, precisamente aquellas que, por ser las mas sencillas, representan una efectiva respuesta a las preguntas eternas del hombre sobre su propia naturaleza y sobre su Fin Ultimo, han tenido que relatarse bajo forma de parabolas o de leyendas para que fueran aceptadas. Y se da el caso de que tales narraciones simbélicas son capaces de revelar, mds que cualquier explica- cién abstracta o metafisica, lo que nos parecen los mas profun- dos misterios del conocimiento. Voy a narrar una parabola. No, no es mia. La extraje, casi textualmente, de la pagina 32 del Evangelio de Ramakhrisna, y la he leido, con muy pocas variantes. en textos sufies: Cuatro ciegos palparon el cuerpo de un elefante. Uno le tocé la pierna y exclamé: —E] elefante es como un pilar. El segundo tocé su trompa y dijo: —E] elefante es como una serpiente. El tercero palpé la barriga del paquidermo: —El elefante es lo mismo que un tonel —dijo. Y el cuarto le tocé las orejas y asegur6: —E] elefante es como un aventador. Comenzaron a disputar los cuatro entre ellos sobre la figu- ra del animal, sobre su aspecto. Y casi llegaron a las manos. 7 Un transetinte, viéndoles refiir, les pregunt6 qué ocurria, y ellos le refirieron lo que defendian y le pidieron que fallara en su disputa. El transetinte pensé un instante. —Ninguno de vosotros ha visto el elefante. El elefante no es como un pilar: sus piernas son como pilares. Ni es como un tonel: su barriga es como un tonel. No es tampoco como un aventador: son sus orejas las que parecen aventadores. Y tam- poco es como una serpiente, porque tinicamente su trompa tie- ne semejanza con una serpiente. El elefante es como una com- binacin de todo eso, pero es también mucho mas que eso. De la misma manera disputan muchos sectarios que han vis- to un solo aspecto de la verdad. Pero aquel que ha visto toda la verdad en todos sus aspectos, puede fallar en todas las disputas. Muy a menudo se me ha planteado pensar —porque vivo en la propia carne— que nuestra civilizacién ha alcanzado ya un estadio en el que el hecho de vivir como los ciegos de la para- bola se ha hecho moneda de curso legal. El avance violento de la tecnologia y de las ciencias ha rebotado en el hombre, obli- gandole a una estricta especializacién de sus conocimientos y de sus actividades, sin posibilidad alguna de escape. El huma- nismo, en gran parte, ha muerto. No existe ya el estudioso, sino el especialista de una determinadfsima rama particular de cual- quier ciencia subsidiaria. El fildlogo no tiene ya ni la idea mds remota del funcio- namiento de una calculadora. El médico ignora los origenes de la civilizacién occidental. El abogado no conoce la evolucién de los estudios matematicos que se han realizado sobre la cons- tante espacio-tiempo. Y este hecho, por desgracia, es absoluta- mente irreversible, al menos con los planteamientos culturales entre los que nos movemos. Hay muchos que logran adaptarse perfectamente a esta si- tuacién en la que el hombre se enfrenta con la obligaci6n irre- versible de vivir dentro de un compartimento estanco en el que su actividad inmediata tiene su sitio preciso, sin mds visién posible que la que le permite —apenas— vislumbrar los otros compartimentos que estén en su mds inmediata vecindad. Hay otros, sin embargo, que quieren asomarse mis alld del estricto compartimento en el que les ha tocado vegetar. Son aquellos seres que, todavia hoy, han intuido que hay un lugar 8 —y posiblemente muchos mis de los que la légica pura puede vislumbrar— en el que se unen, respondiendo a una verdad tni- ca, humana y natural, las ciencias matematicas, bioldgicas, filo- l6gicas, quimicas, médicas, histéricas, fisicas y metafisicas. Un punto en el cual la geometria se hace historia, en el que la bio- logfa se convierte en religién, en el que la ciencia del lenguaje se identifica con la miisica, con los célculos arquitecténicos de un templo, con los componentes quimicos de las aguas medici- nales 0 con la més abstracta comprensién de la Verdad —con maytiscula— y de eso tan impreciso que llamamos Vida Ultra- terrena y que es, a fin de cuentas, la mas inmediata y urgente preocupacion de los hombres de todos los tiempos. Es como si todo cuanto nos rodea y constituye la esencia de nuestros conocimientos no fuera, en su origen mds remoto, mas que una sola cosa: una realidad desconocida que llega mas alla de las limitaciones cientificas que nos han impuesto a partir, seguramente, de los mismos inicios de la civilizacién tecnol6- gica en la que estamos inmersos. Desde el restringido punto de vista que nos ha marcado el progreso cientifico, nosotros nos sentimos ya humanamente in- capaces de abarcar la totalidad de una Verdad que intentaron conocer los filésofos de la antigua Grecia 0, mds atrds atin en el tiempo, los sacerdotes-cientificos de los santuarios egipcios. Podremos, posiblemente, estudiar el comportamiento de los genes que constituyen la raiz de nuestra herencia. Podremos calcular, con un error muy relativo la antigiiedad de un fésil prehistérico. Podremos medir la trayectoria de una galaxia en el espacio curvo e incluso echando mano de los medios incref- bles que nos proporciona la ciencia, podremos trasmutar los metales en oro, como trataban de hacer los alquimistas del pa- sado. Pero seremos incapaces de aunar en una sola verdad su- perior la relacién indudable que tiene nuestra herencia con el movimiento de las galaxias, con la edad real de la especie hu- mana en el Cosmos, con las mas abstractas realidades matemé- ticas o con Ja mistica profunda que guié la obra paciente de los alquimistas. Por eso, cuando llega el momento o la ocasi6n de dar expli- caciones de un fenédmeno que. aun siendo evidente y natural, escapa a los cénones establecidos por la ciencia racionalista que 9 oficialmente se ha aceptado, el investigador es tachado de visio- nario o de alucinado por tener la incalificable osadfa —dicho asi, en lenguaje deliberadamente vetusto— de hablar o de escri- bir sobre cuestiones cuyo conocimiento absoluto tiene necesa- tiamente que escaparsele. Es preferible callar, limitarse a catalogar los fenémenos y las inc6gnitas y no tratar de buscar los porqués de una unidad césmica que, a poco que profundicemos, se nos hard absoluta- mente evidente e irreversible. Una verdad que abarca y totaliza el conocimiento sin distincién de ciencias ni de compartimen- tos estancos de esas ciencias. Y, sin embargo... El p4rrafo segundo de la llamada Tabla de Esmeralda del maestro Hermes Trimegisto dice: «Lo que est4 debajo es como lo que se encuentra arriba y lo que esté arriba es como lo que se encuentra abajo, para hacer el milagro de una sola cosa.» Arriba. Abajo. Sabemos —y, mds que saber, intuimos y aceptamos— que todo es relativo. Que lo que significa el abajo para nosotros podria ser el arriba de nuestros antipodas. Que lo que es infinitamente pequefio para el cientifico que estudia la estructura del 4tomo es igual a lo infinitamente grande que in- vestiga el astr6nomo que mide matematicamente la naturaleza de las galaxias y de los quasars imposibles de apreciar por el objetivo de un radiotelescopio: masas de materia y de antimate- ria, de luz y de energia, que la imaginacién apenas puede con- cebir y que s6lo las matematicas son capaces de efectuar una labor de catalogacién. Porque, en tiltima instancia, tan sujeta a las mismas leyes césmicas esté la trayectoria de un electrén en torno a su nticleo como la de un satélite o un planeta en torno a su sol. Y esto en una total e incontrovertible proporcién matemiatica. Porque si tomamos al ser humano como unidad ideal y a ese metro con- vencional que ha implantado como medida de todas las cosas del cielo y de la Tierra, comprobaremos cémo el niicleo atémi- co —la minima unidad aceptada por la fisica— mide diez mil millonésimas de metro, 10°!°. Y el sol, nuestro sol, diez mil mi- Ilones de metros: 10!°. Y entre el 4tomo y el cosmos, entre el microcosmo y macrocosmo, se encuentra Todo, absolutamente todo cuanto nuestro conocimiento es capaz de abarcar, en todos 10 los campos de una ciencia que bien podriamos calificar de Ciencia Total, de Ciencia Unica. Pero esa intuicién de la Ciencia Total es precisamente la que, tanto en los siglos que se ha dado en denominar oscuros de la Edad Media como en estos afios que —no sé por qué raz6n— llamamos didfanos, se ha tachado de «ocultismo». Y esa deno- minaci6n ha implicado, a la vez, desprecio, temor, anatema y castigo. {Por qué? Por tres motivos muy determinados. El primero, porque los especialistas —o los que se han Ila- mado a sf mismos con este nombre—, encasillados en las par- ticulares materias de su actividad, han demostrado —cosa que no-era estrictamente imposible— que aquel que ha sentido la intuicién de la Ciencia Total y ha rozado de un modo u otro su parcial saber cientifico en la determinada materia que ellos dominaban, mostraba conocimientos incompletos, parciales y aparentemente falsos 0, al menos, no aceptados por la expe- riencia empirica. El segundo, porque los poderes constituidos, de cualquier tipo que fueran: politicos o religiosos, se han proclamado siem- pre contrarios y enemigos a teorfas o hipétesis que quedasen al margen del marco oficialmente acatado y permitido, por lo cual aquellos que profesaron en cualquier tiempo ideas —no las Ila- memos siquiera creencias— distintas al pensamiento autoriza- do, tuvieron que ocultarlas a lo largo de la historia, bien conser- vandolas en el mas estricto secreto, bien exponiéndolas de modo velado, bajo la forma de simbolos 0 de signos que sdlo podian ser conocidos y reconocidos por sus correligionarios. El tercero, porque muchos de los investigadores, teéricos 0 practicos, de esta ciencia que podrfamos calificar de Ciencia Universal, han sostenido sus ideas acogiéndolas a una sabidu- ria de la que ellos mismos, por pretendida inspiracién superior, trataban de ser los tinicos detentadores. Y asf se llaman a sf mis- mos iniciados 0 adeptos y sostienen que sus creencias no pue- den hacerse ptblicas por el mal uso que de ellas 0 de sus even- tuales poderes podrian hacer los demas seres humanos. Puede que tal aserto tenga un origen verdadero, pero me atrevo a insis: tir —e insistiré, creo, mientras la experiencia no me demuestre lo contrario— en la capacidad natural del ser humano para cap- 1 tar y aprehender el Saber, e incluso a hacer de ese saber un uso honesto a no ser que los poderes represivos le impulsen a actuar violentamente para defenderse. La consecuencia inmediata e historica de estas actitudes ha sido que, por secreto de unos, por ignorancia de otros y por t4- cito anatema de los poderosos, las ciencias —tanto histéricas como naturales, tanto humanas como abstractas— alcanzan un determinado punto en su estudio en el que es absolutamente imposible seguir adelante. Y esa imposibilidad proviene, preci- samente, de que el impasse coincide con la interseccién de esa materia cientffica con otra que aparentemente s6lo le es diame- tralmente opuesta. Si tom4semos, por ejemplo, el caso del lenguaje y de su es- tudio, de los signos escritos u orales que lo expresan, podriamos remontarnos en el tiempo en busca de unos posibles origenes. Dando pasos hacia el mas remoto pasado Iegariamos, sin lugar a dudas, desde las lenguas romances al latin, del latin a las len- guas primitivas indoeuropeas y al sdnscrito. Pero nos queda- remos sin la menor posibilidad de encadenar los origenes co- munes —si es que los hubo efectivamente, aunque la ciencia oficial lo ignora— de estas lenguas indoeuropeas con otras que se hablaron y hasta se escribieron en el continente americano antes de la conquista europea. Sélo la sincera aceptacién de una lengua matemdtica originaria comin, tal como cuentan las tra- diciones que se hablaba en la Tierra antes del intento de la Torre de Babel, podria llevarnos a comprender el eslabén que en la actualidad no sélo no es comprendido, sino ni tan siquiera acep- tado. Y, sin embargo, la simbologia religiosa de los mimeros y de los signos coincide en ambos nicleos culturales, aparente- mente sin conexiones hist6ricas anteriores. A despecho de fildlogos y de historiadores, esas relaciones planetarias originarias existen. Y son unas relaciones que en- tran de Ileno en el campo de una ciencia matematica que, a su vez, contiene el desarrollo Ultimo de toda una razén metafisica e incluso religiosa del devenir del hombre en la Tierra. Los fil6- sofos matematicos seguidores de Pitégoras lo comprendieron asi. Igual que lo comprendieron los arquitectos que proyectaron el complejo megalftico de las piramides de Gizeh, y los alqui- mistas que buscaban el perfeccionamiento del hombre a través 12 de unas practicas en las que el ascetismo se combinaba con el saber cientffico y con el deseo de colaborar activamente en la obra sin fin de la naturaleza. Que hay una Ciencia Total en la que se unen todos los sabe- res y se compendian todas las creencias es algo que, a despecho de pequefios conocimientos y de credos particulares, no pode- mos poner en duda. Que esa Ciencia Total ha sido y sigue siendo una aspiracién de los seres humanos a todos los niveles, lo podemos ver tam- bién con sélo analizar los simbolos que los seres humanos han ido dejando a través de su historia y de la historia de sus cos- tumbres. Que esa misma Ciencia Total pudo ser, en un momento per- dido del pasado, patrimonio de la Humanidad, 0 al menos de una parte de ella, est4 certificado precisamente por la constante btisqueda de su recuperacién a lo largo de los tiempos. Este libro pretende emprender, en este sentido, una peregri- naci6n andrquica a través de los caminos del pasado, en busca de las sefiales que dejé, desde un tiempo perdido en la oscura noche de la historia, la memoria y el testimonio de unos tiem- pos que la ciencia oficial se niega a reconocer. Quiero dejar constancia de que no pretendo dar respuestas a muchas preguntas que yo mismo, probablemente, pasaré ha- ciéndome toda la vida. Intento s6lo mostrar que, en un momen- to indeterminado del devenir humano, esa Ciencia Total pudo estar, de algtin modo, presente en tierras de la Peninsula Ibérica y que, desde entonces, hombres y pueblos enteros han peregri- nado sin descanso sobre ellas, a la btisqueda de los testimonios y de la pervivencia de aquella desconocida Edad de Oro en la que si habia una respuesta a las mds urgentes preguntas del género humano. Estudiando juntos las huellas de esa brecha en el tiempo es posible que encontremos también juntos la respuesta —par- cial— a la sorpresa que siente el profesor Sanchez Albornoz cuando encuentra, «en la Espajia posterior al afio 700 muchos rasgos de la Espajfia anterior a Cristo». Porque, efectivamente, Espafia contiene, en su tierra y en su gente, una continuidad his- t6rica e ideolégica que creo que puede ser seguida paso a paso. Y eso aunque eventualmente falten atin unos eslabones que, en 18 cualquier caso, podrian ser suplidos por el recuerdo de historias ajenas y por sedimentos miticos que atin no han sido conve- nientemente estudiados y que convendria sacar a la luz. Desgraciadamente, atravesamos un tiempo en el que se pierden, de un dia al siguiente, los testimonios mds preciosos que podrian servir para ayudarnos a desentrafiar nuestro pa- sado real, nuestra personalidad magica y, muy a menudo, la razon misma de nuestros credos, de nuestras fobias y de nues- tras querencias ancestrales. Un ejemplo espeluznante, vivido hace muy poco tiempo, me salta a la memoria y me obliga a dar testimonio de lo que un tiempo inconsciente puede ser capaz de destruir. En plena sierra de la Demanda, en la linde de las provincias de Burgos y Soria, en medio de pinares comunales que borran caminos y desvian aun las huellas de caminantes poco habitua- dos, hay un monumento megalftico tinico y desconocido. Un enorme roquedal perdido entre los montes muestra atin el rastro de gentes desconocidas que habitaron allf en tiempos oscuros de la historia y dejaron en las pefias los depésitos de agua que les servian para beber, las cavernas en las que se refugiaban, y los peldafios excavados en roca viva que labraron para hacer practicables los pasos més inverosimiles. Las huellas de siglos sucesivos estan patentes en las rocas labradas. Hay signos de cultos prehist6ricos, cruces y sepulturas excavadas por comuni- dades que ya practicaban los cultos cristianos, habitéculos de ermitafios y sefiales inequivocas de edificios complementarios que proclaman la continuidad de un culto religioso en un espa- cio ancestralmente magico. Siglos de creencias y de simbolos se acumulan en unas piedras cuyo contorno no ha sido atin excavado por falta de medios. Pero... aqui surge la tragedia histérica: un rincén que puede guardar la clave de muchos enigmas de tiempos pasados esta siendo destruido sistematicamente por canteros que aprovechan aquellas piedras para la construccién de los hoteles residencia- les de una urbanizacién que se levanta a varios kilémetros de aquel lugar. Nadie ha respondido a las llamadas urgentes de quienes tienen conciencia de aquella pérdida. Nadie ha reivin- dicado su responsabilidad ante un monumento del pasado des- conocido que esta perdiéndose casi de hora en hora. En muy 14 poco tiempo —tal vez haya sucedido ya, desde el dia en que pude ver aquel enclave hasta este otro dia, dos meses después, en que lo escribo— un testimonio de nuestra historia mds entra- fiable y mas desconocida habré desaparecido, sin posibilidad alguna de recuperaci6n. Hechos como éste me incitan, tal vez mas que ningun otro, a escribir y contar. Siento la intima conviccién de que hay un interés técito en mantener desconocidos unos aspectos de nues- tro pasado que podrian hacernos replantear sobre distintas rea- lidades buena parte de nuestra historia. No sé si ese interés es consciente 0 si, por el contrario, se trata de una ignorancia supi- na y de un dejar que las circunstancias manden sobre la pasién irreversible de saber, de conocer. Pienso que en esta busqueda del hombre hacia el Saber Total —una biisqueda que muchas veces es secreta y, las mas de las veces, absolutamente inconsciente— todos los caminos de entrada son buenos y validos. Pienso que ninguno de ellos debe ser desaprovechado y que, en la medida de nuestras fuerzas, todos los que sentimos el afan de ir un poco mas alla en el cono- cimiento tendriamos que comunicar nuestras inquietudes y nuestras intuiciones para que, a partir de ellas, otros pudieran revisar conscientemente aquellos aspectos que ataiien a sus es- peciales campos de conocimiento. Pienso también que tanto valen las intuiciones como las pruebas y que, muchas veces, las preguntas sin respuesta son tan valiosas —o m4s— como los axiomas irreversibles de una experiencia sin miras. Prefiero peregrinar en busca de fuentes inseguras que vegetar sobre principios atornillados a una expe- riencia estadistica. En este peregrinar por el pasado he carecido, muy a menudo, de crénicas fidedignas que aclarasen los fendmenos que aparen- temente no tenfan explicacién. Interpretaciones muchas veces parciales y otras voluntaria o involuntariamente falseadas ten- dian —casi siempre— a desviar la atencién por los caminos equivocos de un racionalismo mal entendido. Ha sido necesario recorrer mucha Espaiia con los ojos abiertos para sentir la sensa- ci6n de que nada hay que echar en saco roto. Ni el nombre de un pueblo, ni la fecha incierta de una fundaci6n, ni el paso de un bai- le popular, ni el acento especial de una conseja medio perdida. 15 A la hora de saber, me importa todo. Y querria que el lector se sintiese también afectado por este ansia de captar la esencia mas nimia de cuanto nos rodea, desde el significado trascen- dente de un mito de apariencia absurda hasta la circunstancia banal que haya provocado un acontecer preciso en determinado lugar geografico de cualquier comarca; desde los tiovivos de las ferias populares a las obras maestras de los mejores museos. Porque tengo la sospecha de que existe siempre un signo y un significado detras de cada manifestaci6n humana; porque creo que el hombre, desde que aparecié caminando a dos patas sobre Ja superficie del Planeta, ha buscado consciente o inconsciente- mente la razon ultima de su existencia. Y esa biisqueda la ha dejado traslucir en cada uno de sus actos, como testimonio de un intento mds hacia el encuentro de ese Saber Total. Si estas paginas sirvieran, ademds, para aprender a conocer una Espaiia distinta, en la que la sorpresa de un hallazgo ins6li- to pudiera trascender a una pregunta concreta y dejara de ser motivo de asombro inexplicado, me afianzaria atin mas en la seguridad de que vivimos para algo mas importante que satisfa- cer nuestras mds inmediatas necesidades y esperar con los bra- zos cruzados sobre la nuca a que algo inmenso y terrible nos reviente encima cualquier dia y nos destruya. Asi, sin motivo, sin raz6n... ,O tal vez con ambas cosas? I ALGO MAS QUE UNA SORPRESA Hace algtin tiempo leia en las paginas dominicales de un periddico uno de tantos articulos en los que se nos quiere des- cubrir la llamada Espajia Desconocida. El autor de aquel articu- lo es amigo mio y el lugar descrito, que no hace ahora al caso, me era bastante familiar. Pero habia, casi al principio de aquel escrito, un parrafo que merece la pena analizar. Decia: «Entre las sorpresas que de cuando en cuando saltan a la cara de los espajfioles viajeros, surge, recorriendo la extensa geografia de Espaiia, de vez en vez, un pueblo, un lugar, un paisaje que el viajero 0 el turista nunca podian sospechar.» Articulos que comienzan en estos términos —o bastante parecidos— se suceden en la prensa constantemente. Han Ile- gado a formar, si se puede decir asi, un subgénero del reportaje turistico 0 viajero. Son indudablemente encomiables por el in- terés que pueden despertar, pero, desgraciadamente, en el mejor de los casos, apenas pasan de ser una pirueta estilfstica en la que, so pretexto del descubrimiento de un lugar perdido en una comarca cualquiera, se juega fundamentalmente con la imagen del viajero con morral al hombro y botas montafieras, dispues- to a desentrafiar lo que otros que pasaron por aquellos mismos lugares apenas atisbaron. Si-esto es un mal, tendriamos que aclarar que es un mal en 17 Ultima instancia, porque es fundamentalmente bueno que se recorra la propia tierra y que se cuente sobre ella todo cuanto sea posible. En cualquier caso, es un hecho que viene de lejos, tanto en el tiempo como en el espacio; forma parte de esa nece- sidad humana de contar vivencias y explicarlas y de mostrar al lector, al mismo tiempo, que ese ser que las narra, el que reco- tre los sitios que otros recorrieron antes que él, lo hace con los ojos mas abiertos que cuantos le precedieron. Incluso con la mirada mds aguda que aquellas gentes que habitualmente viven en esos rincones desconocidos, en aquellos adarves intransita- dos, en aquella capital provinciana que cae un poco a trasmano de las rutas nacionales o de los centros de atraccién masiva de turistas. Para estos caminantes eventuales de botas y morral, Espafia es una constante sorpresa. Son amantes de la andadura, fian mas en el valor de sus notas sobre la marcha que en la objetivi- dad de la camara fotogrdfica, gustan de hablar con pastores y campesinos y —en alguna ocasi6n, no siempre— comparten su comida y su bota de vino. Gozan eventualmente de repetir his- torias, costumbres y mitos que han visto u oido por donde andu- vieron. Viajan a menudo al azar 0, en Ultimo extremo, siguen una linea de la carretera amarilla o blanca del mapa Firestone. Cuentan lo que ven y, entonces, vienen las sorpresas. {Cémo es posible que en tal sitio se conserve tal costumbre? ¢C6émo pue- de contarse aqui, casi con las mismas palabras, la leyenda que uno escuché a cientos de kilémetros? Por desgracia —y, si antes hablabamos de mal, aqui preci- samente esta ese mal— todo se queda en eso: en una pregunta; en la constatacién de un hecho; en un recuento de datos més 0 menos transformados por la capacidad estilistica del autor. Sin embargo, el hecho mismo de viajar y ver y contarlo todo no es la esencia tiltima del conocimiento de una tierra. O, al menos, no debe serlo. Una tierra, una comarca, o su enclave mas remoto, se componen, ademas de su estructura geografica, histérica o humana, de una multitud de motivos que se van en- garzando, como los eslabones de una cadena que no tiene prin- cipio ni fin, desde unos tiempos hasta los cuales el conocimien- to humano es todavia incapaz de llegar. Una tierra lleva, escritos en clave, los indicios de su propio 18 pasado. Y el conocimiento de esos indicios podra llevarnos a des- cifrar hechos, personas y lugares que no estén en una determi- nada comarca porque si, sino respondiendo a razones hist6ricas © protohistéricas que han sobrevivido, escritas en las piedras, en el paisaje o en las costumbres: en un inconsciente colectivo, en fin, que los hombres arrastran en sus vidas con una memoria de siglos. Buscando y reconociendo tales indicios llegaremos a poner en tela de juicio muchas certezas tradicionales y un buen mon- tén de razones histéricas 0 arqueolégicas. Veremos cé6mo mu- chos hechos que antes nos parecian perfectamente légicos y evidentes no lo son tanto, después de un concienzudo andlisis de los indicios. Surgirén dudas, pero las dudas y los inconfor- mismos tienen el valor de hacernos sentir insatisfechos con todo aquello que se nos ha asegurado de toda la vida. Sélo asi estaremos en condiciones de sacar nuestras propias conclusio- nes y, manteniendo activa la duda, podremos escoger los cami- nos mas dificiles, pero también los menos convencionales. Tengo que hacer, desde ahora mismo, una advertencia a quien quiera seguir leyendo: no tengo la pretensién de abrir puertas cerradas a piedra y lodo. Todo lo mas, me gustaria que esas puertas se volvieran un poco més traslticidas, para poder atisbar a través de ellas algo que cae detrds de esos indicios que vamos a rastrear juntos. Quien quiera podrd juntarlos y formar con ellos la presencia de algo superior —jnos atrevemos a lla- marlo divino?— que vela desde los albores del género humano por el devenir de la especie. Quien lo prefiera, podré rastrear la rec6ndita supervivencia de una civilizaci6n que pudo florecer mucho antes de lo que cualquier documento histérico 0 arqueo- l6gico pudiese demostrarlo. Y, en fin, habr4 siempre quien se incline por la presencia de mentalidades extrafias a nuestro pla- neta que, en un momento dado y por medios que ignoramos, han influido en el devenir de la historia del género humano. Deliberadamente me niego a inclinarme por una solucién 0 por otra, y por ese mismo motivo me seria terriblemente dificil inclinar a nadie en una direcci6n distinta a la que no signifique conformarse con el primer enigma hist6rico, etnoldgico o reli- gioso que se nos quiera hacer aceptar porque sf. Y, en este caso, no me refiero ni a un determinado dogma ni a una posicién his- 12 térica definida. Me declaro desde este mismo instante absoluta- mente enemigo de aquellos que cierran puertas y niegan posibi- lidades. Estoy con los que desean ir siempre un poco mds all4, aun a riesgo de tener que regresar, eventualmente, al punto de origen para volver a empezar por otro camino. S6lo tengo una fntima seguridad: aquella que proclama que el hombre ha sentido siempre la tentacién de considerar magico todo aquello que, siendo indudablemente natural, ha escapado a sus inmediatas posibilidades de interpretacién. Hace poco mas de cien o de doscientos afios, por ejemplo, el hecho de volar estaba exclusivamente reservado a santos... 0 a demonios, y el ser considerado una cosa u otra dependia del grado de relacién que tenja el ser volador con los poderes esta- blecidos. Hoy, el hecho de volar es una operacién cotidiana para buena parte de nosotros. Pero..., jy si hablasemos de la po- sibilidad de volar sin alas, sin aparatos, sin motor: por un sim- ple deseo ascensional de la mente? Nos diran: ;Santidad! Y nos recordaraén a santa Teresa de Jestis 0 a san José de Copertino —aquel Giuseppe Desa, nacido en Apulia en 1603, a quien un obispo contemporaneo calificé de innocente (es decir, de idiota)—. O bramaran en nuestros oidos con la exclamacién de jbrujeria!, y nos pondran delante de las narices el execrable recuerdo del doctor Torralba 0 el no menos ominoso del brujo Joannes de Bargota'. Sin embargo, los estudiosos de la parapsicologia contempo- rénea no dudan de la posibilidad natural de la teleportacién o de la levitacién. Solo nos falta saber el cémo, el porqué... y el quién. Exactamente lo mismo podriamos afirmar de tantas otras manifestaciones extrafias 0 insélitas que hoy tenemos que colo- car atin en la estanteria de lo prohibido. Atin hay, para nosotros, palabras tabi y, sobre todo, hechos tabi. Se trata, naturalmente, de palabras y de hechos que no estd permitido discutir sin que aquellos que los defienden sean tachados de visionarios o de dementes. Y, sin embargo, los acontecimientos, cualquiera que sea la apariencia que adopten, estan ahi, en las paginas de los diarios, en la mente de los hombres, al final de caminos de se- gundo orden o a la vuelta de cualquier sendero vecinal. Estan ahi, estampados en los capiteles de un monasterio romanico 0 20 en el término borroso de cualquier pintura conservada en un museo diocesano. Se Ilaman astrologia, recuerdos oscuros, sim- bolos alquimicos..., 0 telecinesis, imposicién de manos, bruje- rfa, simbolismo esotérico. Tanto da: son formas infinitas de eso que Ilamamos magia porque ignoramos que se trata de ciencia, de historia; de posibilidades desconocidas atin por el cerebro humano. Me acuerdo de que hace unos afios, durante las fiestas anua- les de Santo Domingo de la Calzada, en la provincia de Logro- fio, me extraiié la presencia en el pueblo de un ser que —enton- ces— me parecia insdlito. Juro solemnemente que no hago hipérboles en su descripcién. Se trataba de un viejo de edad imposible de fijar. Iba vestido con una zamarra cubierta, en su parte delantera, con medallas piadosas y amuletos menos pia- dosos. Era casi totalmente calvo y su barba —jblanca, de ver- dad!, como la de un viejo de cuento de hadas— se enredaba entre las medallas que le colgaban del pecho, tintineando a su paso, como si fuera cubierto de cascabeles. Era viejo, ya lo he dicho, pero caminaba como un muchacho de veinte afios; no hablaba con nadie y se limitaba a asistir, como un devoto mas —pero mas devoto que todos los demds devotos juntos—, a cuantos actos religiosos 0 profanos se celebraban en aquellos dias. Algunos de aquellos actos eran comidas votivas, y pude observar su presencia también alli, haciendo honores devocio- nales y comiendo bastante mds que cualquiera de los asistentes. Pues bien, una de aquellas tardes le encontré a solas, senta- do en el poyo de una ermita que hay cerca del pueblo, junto a la carretera de Haro. Me acerqué a él, le ofreci tabaco y no me lo aceptd, pero pudimos hablar, por fin. Me confesé que no sabia su propia edad, pero que crefa que pasaba de los ochenta; que no tenfa residencia fija, sino que deambulaba de pueblo en pue- blo, por la meseta y las sierras, pisando Castilla al son de las fiestas o de la necesidad que pudieran tener de él los pueblos y las aldeas. Porque tenia un oficio: era «nubero». —Espanto los nubarros, ,sabe usted? —me dijo, con un tono que no habria extrafiado en boca del Arcipreste. No tuve la ocasién de comprobar su eficacia como nubero, pero gentes de allf mismo, de Santo Domingo, con quienes hablé de é1, me aseguraron que aquel viejo era capaz de detener 21 los pedriscos, valiéndose de oraciones que nadie mas conocia. Naturalmente, el viejo tampoco quiso recitarme gratuitamente aquellas oraciones, pero creo que, aun en el caso improbable de que me hubiera hecho el don de dejarmelas aprender, mala- mente habria podido yo convertirme en nubero como él. Porque tengo la certeza de que si alguien es nubero —por ejemplo—, su capacidad para deshacer tormentas estard mds en sus propias posibilidades mentales que en las oraciones mds 0 menos eso- téricas que sea capaz de aprenderse de memoria. Y todo eso aunque el presunto hacedor de prodigios sea un creyente firme de su propia gracia a través del significado oculto de determi- nadas palabras. Los indicios de tales fenémenos —que seguiremos Ilaman- do magicos, porque no tenemos posibilidad de definirlos més racionalmente— estan repartidos por toda la superficie de la Peninsula. Estaén patentes en toponimias de origen equivoco; en portadas de iglesias; en leyendas de santos que nunca existie- ron; en sétanos de viejos castillos, que guardan pasadizos secre- tos con tesoros que nadie ha visto y todos citan; en délmenes perdidos por las serranfas; en petroglifos de significado desco- nocido; en desiertos en los que, por alguna raz6n determinada, se refugiaron anacoretas milagrosos; en fiestas ancestrales de significaci6n olvidada; en unas cuantas docenas de nuberos, de saludadores, de zahories, de curanderos, de hechiceras, de adi- vinos que andan atin por pueblos olvidados, o que han estable- cido una consulta con pingiies beneficios en algtin barrio apar- tado de cualquier ciudad de provincias, con el consenso o la admiracién velada de vecinos y autoridades, 0 escondiéndose de la accién del juzgado de guardia que, posiblemente, seria incapaz de comprender sus razones si se empefiara en ejercer sus acciones legales con el cédigo penal en la mano. Pero atin hay algo mas. Algo que hace que el encuentro de tales indicios se vuelva inquietante: el hecho fuera de duda de que, vistos en su conjunto, todos estos fenémenos —o buena parte de ellos, porque seria practicamente imposible desentra- fiarlos todos—, estudiados en sus relaciones mutuas, calibra- dos, comparados y fijados en el espacio y en el tiempo, dejan de ser manifestaciones aisladas de fenémenos mds 0 menos inex- plicables o muestras esotéricas individualizadas del arte anti- 22 guo o moderno. Hay una relacién de causa a efecto, una cone- xién que lleva al convencimiento de que, a partir de un deter- minado momento de la historia —un momento que est4 mas alla de una fecha cualquiera fijada de antemano— y en lugares precisos, se producen unos hechos cuyo efecto alcanza hasta nuestros dias y que abarcan con su influencia todo el inmenso campo humanistico en el que se incluyen, sin posibilidad de de- terminar sus limites exactos, lo histérico, lo etnoldgico, el fené- meno religioso ortodoxo y el heterodoxo, lo sociolégico, lo fol- Klérico, lo artistico... e incluso la manifestacién politica. Podremos ver, por ejemplo, c6mo un campo de délmenes est4 estrechamente ligado a una leyenda y a una costumbre an- cestral que aparentemente nada tiene que ver con ella. La leyen- da ira a su vez engarzada a los efectos milagrosos de una fuen- te vecina, puesta bajo la advocacién de un santo hipotético de nombre mitoldgico. En las cercanfas encontraremos tal vez un convento benedictino o franciscano, junto a una comarca vi- nicola en la que subsistiran tradiciones ligadas a los ritos misté- ricos de épocas paganas y en la que, en un determinado momen- to de la historia, se produjo un especifico movimiento libertario o una herejia singular condenada a hoguera y sambenito por el tribunal del Santo Oficio. No son hechos casualmente unidos a lugares precisos. Esto podria darse una vez, pero no del modo sistematico como se produce. Los indicios se agrupan, se entrelazan y nos obligan seriamente a considerarlos, sin lugar a dudas, como partes in- conexas de una realidad desconocida, 0 al menos no reconoci- da, que configura con su presencia la médula de nuestro pasa- do... y de nuestro presente. 23 i catia nual » ne ehiiiat Bshocte* ¢ acest T HAS goal i FEN 7 ne 1h thy A¢ i N A & $b alts t atc istecaart i t3v 4 t » i ‘ € SMM B jel aivira ii aay “i AT at ut it : ‘ art legit {bani i abi Ae ela DRY Spite ier cure I ESLABONES PARA UNA CADENA Muchas veces, la relacién entre hechos que nada tienen que ver, al menos en apariencia, surge por un azar. También por azar, un dia efectué el primer paso por el laberinto de un mundo que no est4 explicado en los libros de historia, pero que existe, como latente, en la tiniebla de un pasado que se nos quiere mostrar como didfano cuando dista mucho de serlo. Este paso no lo di con una intenci6n prefijada. Fue la curiosidad lo que me llevd derecho a la sorpresa y, desde ella, al convencimiento en el cual, desde entonces, me he ido afirmando cada dia con pruebas que parecen surgir de los puntos mds inesperados. Era el primer engarce de una cadena que se prolongaba, en ambos sentidos, hasta nuestro presente y hacia un pasado hundido en las mds espesas tinieblas. Sucedié (si, quiero contarlo en este caso tal y como ocurrid, aunque, en general, siento aprensién por los procesos en prime- ra persona) que en un determinado momento quise saber algo de las andanzas peninsulares de la orden del Temple. Mi prime- ra sorpresa fue la casi nula bibliograffa que existe en nuestro pais sobre los templarios: un estudio incompleto y casi inalcan- zable del siglo xvi, escrito por Campomanes, un par de libros parcialmente basados en los documentos conservados en los archivos hist6ricos ', y algunas alusiones —escasisimas— en los libros de historia mas minuciosos. Sin embargo, desde que la orden del Temple se establecié 25 en el territorio peninsular, muy poco después de su fundacién en 1118, hasta que el concilio de Vienne los condené definitiva- mente en 1312, los caballeros templarios fueron, de hecho, ele- mentos fundamentales en la politica y en la vida misma de los reinos hispanicos, y su influencia subsisti6 hasta mucho des- pués de su aniquilacién. Veamos algunos hechos que harén mas extrafio atin el silencio de los historiadores. Apenas fundada la orden, y antes incluso de ser aprobada su regla en el concilio de Troyes (1128), el reino de Portugal, que empezaba entonces a tener personalidad politica propia, los acogia en su territorio y les concedfa tierras para sus bailfas y encomiendas. En 1134 —apenas seis afios después del reconocimiento ofi- cial de los templarios y de la regla que preparara para ellos Ber- nardo de Claraval— Alfonso I el Batallador, rey de Aragén y de Navarra, los nombra en su testamento herederos de sus reinos, con la condici6n de compartir el gobierno con las menos recientes 6rdenes del Hospital y del Santo Sepulcro. Sdlo una reaccién inmediata de los nobles aragoneses y navarros permitié que ese testamento no se llegase a cumplir. Aun asi, los templarios ce- dieron sus derechos a cambio del establecimiento definitivo en ambos reinos. Todavia conviene aclarar un hecho mas: el reino de Aragé6n fue entregado por la nobleza precisamente a Ramiro II, al que se llamaba el Monje, porque, hasta el momento mismo de ser proclamado rey, fue fraile en un convento benedictino, y no hay que olvidar que en aquellos momentos el més cualificado repre- sentante de la orden benita reformada era Bernardo de Claraval, artifice de la reforma cisterciense y emparentado con dos de los fundadores del Temple, para cuya orden mand6 escribir la Regla que habia sido aprobada en el concilio de Troyes ”. Los monjes templarios, establecidos con toda su fuerza po- Iftica y militar en Aragon y Catalufia, fueron en gran medida los rbitros de la Reconquista emprendida por sus reyes hasta 1312, y probablemente influyeron de modo decisivo en ese fendmeno his- térico que se ha llamado la «expansién mediterranea de la Corona de Arag6n». El mds popular de aquellos reyes —si no el mas pre- claro—, Jaime I, fue durante dos afios de su infancia pupilo de los templarios del castillo de Monzén, y el Temple, sin duda alguna, influy6 de modo decisivo en su politica de expansi6n territorial >. 26 Posteriormente, el Temple, a través de sus representantes en las Cortes, influirfa definitivamente en la politica catalano-aragonesa. Si tenemos en cuenta algunos hechos que apenas pasan de ser meros detalles aparentes, comprobaremos que, por ejemplo, los templarios habfan ya contado con establecerse en la isla de Mallorca cien afios antes de su conquista, porque el nombre de esta isla aparecfa ya en la divisién de las provincias templarias fijada por el primer maestre de Francia, Payen de Montdidier, en 1130, por encargo del Primer Gran Maestre y fundador de la orden, Hugues de Payns. Si comprobamos —y es cosa cierta— que en su asentamiento en los reinos de Le6n, Portugal y Castilla, los templarios siguie- ron una politica paralela, Ilegaremos a la conclusién de que la idea de un asentamiento en determinados lugares de la Peninsula Tbérica era una meta hacia la que tendian, practicamente, desde el momento mismo de su fundaci6n. En sus intervenciones junto a los monarcas pedfan —y obtenfan, como podemos comprobar— posesiones muy especificas que les eran prometidas cuando los territorios no habian sido atin conquistados a los musulmanes. Y, si nos tomamos la molestia de estudiar un poco a fondo estos territorios solicitados por el Temple, veremos sin demasiada difi- cultad que la eleccién de los monjes blancos no se basaba en fines estratégicos ni —casi nunca— en intereses econémicos directos. {Por qué pedian precisamente aquellas tierras, que ellos no po- dian conocer directamente ya que estaban en manos del Islam? La repeticién de esta circunstancia hacia mds apasionante la profundizacién en el estudio de la orden de los templarios en la Peninsula. Habia, por lo demés, otros datos que despertaban Ja curiosidad: en primer lugar, el ya mencionado silencio de los historiadores a estos hechos y a la labor general de los templa- tios. Apenas unas referencias, unas alusiones que parecen res- tar puntos a su verdadera importancia en beneficio de las otras 6rdenes militares puramente ibéricas, pero nacidas al calor —e incluso como reacci6n nacionalista— de la todopoderosa orden multinacional del Temple. Mas atin: el hecho incontestable de que, mientras en Francia, su pafs de origen, la orden fue brutal- mente destruida, quemados ptiblicamente sus maximos repre- sentantes y perseguidos, encarcelados y muertos la mayor parte de sus miembros, en los reinos de la Peninsula todo se redujo a aT

También podría gustarte