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Jack Vance

EL JARDÍN DE SULDRUN

NOVA
f ant asía
El jardín de Suldrún
Jack Vance
Título original: Lyone sse
Traducción: C arlos Gardini
Dise ño cubie rta: Aurora R íos
Ilustración: Juan Gim é ne z
La pre se nte e dición e s propie dad de Edicione s B, S.A.
© Jack Vance , 1983
© Edicione s B, S.A. C ole cción Nova Fantasy nº 1. Abril de 1989
ISBN: 84-406-0753-9
De pósito le gal: B. 623-1989
Edición digital de Elfowar. R e visado por Um brie l. Junio de 2002.

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Presentación

Toda la lite ra tura e s, e se ncia lm e nte , una obra de fantasía y fruto de la imaginación son
sus tram as, pe rsonaje s y situacione s. Pe ro e n los últimos años se registra un evidente auge de
un gé ne ro e tique tado pre cisa m e nte com o fanta sía que , si bie n con caracte rísticas propias,
pue de de cirse que ha nacido de ntro de l ám bito de l m undo lite rario que conoce m os como
cie ncia ficción.
La te nde ncia de l gé ne ro a inve ntar unive rsos y civilizacione s distintas ha poblado sus
narracione s con e le m e ntos fantá sticos y con tra m a s a ve nture ras e n las que puede llegar a
dom inar e l «se ntido de la m aravilla» y e l e x otism o de las nuevas situaciones. Cuando falta en
la cie ncia ficción e l aspe cto m ás de te nidam e nte cie ntífico o la pre te nsión de justificar
racionalm e nte la e spe culación que da pie al unive rso particular descrito en la narración, se dice
que nos hallam os ante una obra de fantasía com o form a de distinguirla de las pretensiones
«e x plica tiva s» de la cie ncia ficción. P or e llo la fanta sía se orie nta a a ce ntua r e l a spe cto
«de scriptivo» e n narracione s dom inadas por e l aspe cto m ágico y m aravilloso e n sus
pe rsona je s y socie da de s y re construye e n m ucha s de sus obras los enfrentamientos clásicos
e ntre e l bie n y e l m al y las gra nde s opcione s m orale s y é tica s. Los casos paradigm á ticos,
difundidos e se ncialm e nte a travé s de l m undo de la cie ncia ficción, son la serie de el señor de
los anillos (1954-1955), de J. R . R . Tolk ie n, y la trilogía de Terramar (1968-1972) de Úrsula K.
Le Guin.
C on e llo no pre te ndo ne gar e l carácte r e spe cífico de la fantasía y su independencia de la
cie ncia ficción a la que , e n cie rta form a, incluye . Pe ro m e pare ce ade cuado destacar que su
a uge a ctua l a pa re ce , e n las dos últim as dé cadas, a l a m paro de las colecciones especializadas
e n la cie ncia ficción. Durante largos años los aficionados a la ciencia ficción han ido recogiendo
tam bié n e n su m undillo unas narracione s de tipo ave nture ro que se han e tiquetado como
«fa ntasía he roica » o tam bié n de «e spa da s y bruje ría» e n la fe liz denominación de Fritz Leiber.
La se rie de Howard sobre C onan, e l m ultiunive rso de Moorcock, la serie de Fafhrd y el ratonero
gris de l m ism o Le ibe r, o la de l Plane ta de Brujas de Norton son e je mplos clásicos de fantasía
que algunas ve ce s se han e tique tado com o cie ncia ficción y publicado tam bié n sin ningún
re paro de ntro de cole ccione s e spe cia liza da s e n e se gé ne ro.
Pre cisa m e nte e n e l se no de e ste panoram a, Jack Vance es uno de los autores que más
fácilm e nte ha dotado de tram as y e x plicacione s de tipo fantástico a algunas de sus mejores
narracione s de «cie ncia ficción». Vance de staca por su facilidad para la creación de mundos y
socie dade s re ple tos de m ultitud de de talle s (sus abundantes notas a pie de página dan prueba
de e llo) que incre m e ntan a l m ism o tie m po e l e x otism o y la ve racidad de los e ntornos
im aginados. Es cie rto que m uchas de sus obras de fantasía se etiquetan más fácilmente como
«fa ntasía he roica » y e n e llas dom ina e l a spe cto a ve nture ro e n unos ambientes exóticos. Pero
con Lyone sse , Vance ha abordado por fin e so que algunos han e m pe zado a llam ar «alta
fantasía» e n la órbita de las obras de Tolk ie n y Le Guin ya citadas.
Se gún é l m ism o nos cue nta, de sde los sue ños de la niñe z hasta las obras que
com pone n e l gran fre sco de Lyone sse , la fantasía y e l m undo de las Islas Elde r se han
de sarrollado durante toda una vida e n la m e nte de Vance :

Cuando era un niño, a los nueve o diez años, empecé a escribir relatos de hadas
que se desarrollaban en el mismo bosque, repleto de magia. Recuerdo haber leído
relatos rusos sobre las hadas, también algo de Howard Pyle y parecía algo muy
agradable de escribir. Hice además algunos dibujos y mapas, pero era un niño pequeño
y nunca terminé esas historias.

C on e l tie m po, Vance ha lle gado a alcanzar gran re conocim ie nto com o e scritor de
cie ncia ficción, pe ro con toda se guridad nunca ha olvidado sus sue ños de niñez ni su interés
por los cue ntos de hadas por e sos m undos m e die vale s re ple tos de fantasía y de m agia.
Mantie ne , com o m uchos, una sorpre nde nte e x pe ctación por un mundo escasamente conocido

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y tan sólo e ntre visto a travé s de sus m uchas com ple jidade s. Por otra parte, el mismo Vance
re conoce con facilidad que su propia cie ncia ficción tie ne m uchos e le m e ntos fantásticos:

Es difícil decir cuándo se acaba la ciencia ficción y empieza la fantasía. Muchos


físicos considerarán que el viaje más rápido que la luz es imposible. La «ciencia ficción»
es una casa con muchas puertas, muchas ventanas, muchas chimeneas...

Tras la e scritura de Los príncipe s y los de m onios, e l propio Vance reconoció que, incluso
de sde m ucho ante s, te nía inte nción de com pone r una gran saga sobre la magia. Parece ser
que concibió la ide a incluso ante s de la aparición de la tie rra moribunda, en el ya lejano 1950.
Y las le ye ndas de Lyone sse se e ncontraban ine vitable m e nte ligadas a ese proyecto elaborado
durante largos años:

Quería escribir un gran libro... tres grandes libros. Por lo que yo sé, antes de
ahora nadie ha escrito sobre Lyonesse, y me parece que ya ha llegado el momento. El
nombre pertenece a las Islas Elder, mencionadas en las leyendas celtas y bretonas
como Hy Brasil e Ys, entronca con las leyendas de Avallon y del ciclo arturiano.
Lyonesse es un país en el sur de la isla principal,, Hy Brasil. Hay seis o siete islas
grandes y veinte o treinta más ¡pequeñas que las rodean, con una superficie total
parecida a la de Irlanda. Es un buen lugar para una bella historia de amor mitológica».

El proye cto ha tom ado finalm e nte la form a de tre s libros que , e n la traducción al
caste llano, titulare m os siguie ndo la voluntad de Vance : Lyone sse I: e l jardín de Suldrún,
Lyone sse II: La pe rla ve rde y Lyone sse III: Madouc, crite rio no sie m pre re spe tado e n su
e dición e n inglé s. C on e llos concluirá la trilogía, pe ro e l m ism o Vance ha advertido que : muy
probable m e nte e scribirá otros re latos sobre e l m undo de las Islas Elde r. Se gún indican la
tradición y las le ye ndas, las Islas de sapare cie ron e n una gran inundación, pero Vance no desea
te rm inar la trilogía con e sa catástrofe :

Me gustan las Islas Elder y la gente que vive en ellas. Si el desastre tiene que
ocurrir (el estruendo de la caída de las grandes olas, gritos y alaridos y todo el mundo
ahogándose) será sin mi ayuda. Intentaré evitarlo mientras sea posible. Con un lugar
como ése uno puede seguir siempre con historias de amor, relatos de baladas y
leyendas.

Y e sto e s, e n de finitiva, lo que ofre ce Lyone sse : re latos de a m or y aventura, historias


de m agos y pode re s, una gran saga fantástica e n le a que una m ultitud de pe rsonajes se
suce de para dar vida a un m undo nue vo.
Lyone sse ha significado sie m pre m iste rio, m agia y e ncantam ie ntos. Lyonesse es un
m undo m ágico. Sus m agos, he chice ros, brujas, hadas, (demonios, trolls y otros sorprendentes
pe rsonaje s son tan re ale s com o los re ye s, prince sas, caballe ros, cam pe sinos y el resto de
hum anos que pue blan tan vividam e nte e stas páginas. Lyone sse e s un m undo nuevo cuya
de scripción nos lle ga re alizada con m ano m ae stra.
En e ste prim e r volum e n se nos da e ntra da a l fascinante mundo de Lyonesse: los reinos
con sus e nfre ntam ie ntos y alianzas, los pe rsonaje s con sus am bicione s y de bilidades, las
historias de am or con sus proble m as y satisfaccione s, e incluso empezamos a percibir el papel
de los m agos y sus pode re s, e n un anticipo de lo que se rá el eje central del segundo volumen,
la pe rla ve rde , de próx im a publicación e n e sta m ism a cole cción.
Mique l Barce ló

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A Norm a, e sposa y cole ga

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Nota preliminar

Las Islas Elder y sus gentes: una breve reseña que, aunque no del todo tediosa, el
lector impaciente puede pasar por alto.

Las Islas Elde r, ahora hundidas e n e l Atlántico, e staban situadas antiguamente frente a
la Vie ja Galia, e n e l Golfo C a ntá brico (ahora Bahía de Vizca ya ).
Los cronistas cristianos dice n poco ace rca de las Islas Elder. Tanto Gildas como Nennius
hace n re fe re ncia a Hybras, pe ro Be da e l Ve ne rable calla. Godofre do de Monm outh alude a
Lyone sse y Avallon, y tal ve z a otros sitios y aconte cim ie ntos que se pue de n identificar con
m e nos ce rte za . C hré tie n de Troye s de scribe Ys y sus pla ce re s; Ys tam bié n es a menudo el
ám bito de antiguos cue ntos folclóricos arm oricanos. Las referencias irlandesas son abundantes
pe ro confusas y contradictorias1. San Bre sabius de C ardiff propone una antojadiza lista de los
re ye s de Lyone sse ; San C olum ba de spotrica contra los «he re je s, brujas, idólatras y druidas»
de la isla que é l de nom ina «Hy Brasill», la palabra m e die val que significa «Hybras». Nada más
nos dice n las crónicas.
Los grie gos y los fe nicios com e rciaron con las Islas Elde r. Los romanos visitaron Hybras
y m uchos se instalaron allí, de jando acue ductos, carre te ras, villas y te m plos. En los días del
ocaso de l im pe rio, dignatarios cristianos de se m barcaron en Avallon con gran pom pa y
ce re m onia. Estable cie ron arzobispados, de signaron funcionarios y gastaron buen oró romano
para construir sus basílicas, ninguna de las cuale s prospe ró. Los obispos lucharon
de nodadam e nte contra los antiguos diose s, se mihumanos y magos, pero pocos se atrevieron a
e ntrar e n e l Bosque de Tantre valle s. Hisopos, ince nsarios y m aldicione s re sultaron inútiles
contra Dank vin e l gigante , Taudry de l Gaznate y las hadas de Pithpe nny She e 2. Muchos
m isione ros, e x altados por la fe , pagaron un alto pre cio por su ce lo religioso. San Elric marchó
de scalzo hasta la R oca de Sm oorish, donde se proponía dom inar al ogro Magre y convertirlo a
la Fe . Se gún narradore s poste riore s, San Elric lle gó al m ediodía y Magre accedió cortésmente a
e scuchar su de claración. Elric pronunció un e locue nte se rm ón m ie ntras Magre encendía una
fogata. Elric e x puso y re citó la Escritura y cantó las glorias de la Fe . C uando concluyó y
e x clam ó su «¡Ale luya!» fina!, Magre le dio una copa de ce rve za para aclararle la garganta.
Mie ntras afilaba un cuchillo, fe licitó a Elric por e l fe rvor de su re tórica. Lue go lo decapitó, lo
troce ó, lo e visce ró, lo e nsartó e n un e spe tón y lo cocinó; de voró el santificado manjar con una
guarnición de pue rros y re pollos. Santa Uldine inte ntó bautizar a un gnom o en la aguas del
Lago Ne gro de Me ira. Era te naz, y é l la violó cuatro ve ce s durante sus e sfue rzos de
conve rsión, hasta que a l fin e lla de se spe ró. C on e l tie m po dio a luz cuatro trasgos. El primero
de e llos, Ignaldus, fue padre de Sacrontine , e l sinie stro caballe ro que no podía dormir de
noche sin habe r m atado a un cristiano. Los otros hijos de Santa Uldine fueron Drathe, Allei y
Bazille 3. En Gode lia, los druidas nunca inte rrum pie ron e l culto de Lug el Sol, Matrona la Luna,
Adonis e l Be llo, Ke rnuun e l Ve nado, Mok ous e l Jabalí, Kai e l O scuro, She ah e l Grácil, y un
sinfín de se m idiose s locale s.
Durante e ste pe ríodo O lam Magnus de Lyone sse , ayudado por Pe rsilian, su «Espejo
Mágico», dom inó todas las islas Elde r (e x ce pto Sk aghane y Gode lia). Disfrutó, como Olam I,
de un largo y próspe ro re inado y fue suce dido por R orde c I, Olam II, y luego, brevemente, por
los «C ornudos Galaicos», Q uam itz I y Niffith I. Lue go, Fafhion Nariz Larga reafirmó el antiguo
linaje . Enge ndró a O lam III, quie n trasladó su trono Evandig y esa gran mesa conocida como
C a irbra a n Me a dhan, la «Ta bla de los Notable s»4, de sde la ciudad de Lyonesse hasta Avallon,
e n e l ducado de Dahaut. C uando e l nie to de O lam III, Uthe r II, huyó a Gran Bretaña (donde
e nge ndraría a Uthe r Pe ndragon, padre de Arturo, re y de C ornualles), la comarca se fragmentó
e n die z re inos: Dahaut, Lyone sse , Ulflandia de l Norte , Ulflandia de l Sur, Gode lia, Blaloc,

1
Ver Glosario I.
2
Ver Glosario II.
3
Las hazañas de los cuatro constan en un raro volumen, Los hijos de Santa Uldine.
4
El Cairbra an Meadhan inspiró más tarde la Mesa Redonda del rey Arturo.

7
C a duz, Pom pe rol, Dascine t y Troicine t.
Los nue vos re ye s e ncontraron abundante s e x cusas para luchar, y las Islas Elde r
e ntra ron e n un pe riodo turbule nto. Ulfla ndia de l Norte y de l Sur, a sola da s por los ska5, se
convirtie ron e n páram os sin le y, ocupados por salte adore s y be stias horrendas. Sólo el Valle
Evande r, custodiado al e ste por e l castillo Tintzin Fyral y al oe ste por la ciudad de Ys, continuó
sie ndo un lugar apacible .
El re y Audry I de Dahaut dio al fin un paso fatal. De claró que , ya que se sentaba en el
trono Evandig, de bía se r proclam ado re y de las Islas Elde r.
El re y Phristan de Lyone sse lo de safió de inm e diato. Audry re unió un gran e jé rcito,
a trave só Pom pe rol por e l cam ino de Icm e ld y e ntró e n Lyone sse . El re y Phristan condujo su
e jé rcito hacia e l norte . Los e jé rcitos lucha ron dos día s e n la batalla de la Colina de Orm, y al
fin se se pararon e x haustos. Tanto Phristan com o Audry m urie ron e n com bate y am bos
e jé rcitos se re tiraron. Audry II de sistió de las pre te nsione s de su padre , pue s, de he cho,
Phristan había ganado la batalla.
Han pasado ve inte años. Los ¡k a han re alizado se rias incursiones en Ulflandia del Norte
y se han apropiado de una re gión conocida com o la C osta Norte. El rey Gax, viejo, medio ciego
y de svalido, se ha ocultado. Los sk a ni siquie ra se m ole stan en buscarlo. El rey de Ulflandia del
Sur e s O riante , quie n re side e n e l castillo Sfan Sfe g, ce rca de la ciudad de O áldes. Su único
hijo, e l príncipe Q uilcy, e s re trasado y pasa e l tie m po jugando con muñecas extravagantes y
casas de m uñe cas. Audry II e s re y de Dahaut y C asm ir e s rey de Lyonesse, y ambos aspiran a
gobe rnar las Islas Elde r y a se r los le gítim os ocupante s de l trono Evandig.

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Ver Glosario III.

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1

Un lúgubre día de invie rno, m ie ntras la lluvia barría la ciudad de Lyone sse , la reina
Sollace sintió las prim e ras contraccione s. La lle varon a la sala de partos, donde la asistieron
dos com adronas, cuatro donce llas, e l m é dico Balham e l y Dyldra, una vieja herbolaria a quien
algunos conside raban bruja. Dyldra e staba pre sente por deseo de la reina Sollace, quien hallaba
m ás consue lo e n la fe que e n la lógica.
El re y C asm ir e ntró. Los jade os de Sollace se convirtie ron e n sollozos, y la re ina se
afe rró la e spe sa m e le na rubia con los de dos agarrotados. Casmir la miró desde el otro extremo
de la sala. Ve stía una se ncilla túnica e scarlata con un sayo púrpura; una corona de oro le
ce ñía e l pe lo rubio y rojizo.
— ¿C uále s son las se ñas? —le pre guntó a Balham e l.
— No hay ninguna hasta ahora, se ñor.
— ¿No hay m odo de adivinar e l se x o?
— Q ue yo se pa, ninguno.
De pie e n la pue rta, las pie rnas lige ra m e nte a pa rtadas, las manos detrás de la espalda,
C asm ir pare cía la e ncarnación de la m aje stad y la im pone ncia. En ve rdad, e sta actitud lo
acom pañaba a todas parte s, y las criadas, e ntre risas y cuchicheos, a menudo se preguntaban
si C asm ir usaba la corona e n e l le cho nupcial. El re y inspe ccionó a Sollace frunciendo las cejas.
— Pare ce que sie nte dolor —dijo.
— El dolor no e s tan fue rte com o podría se r, se ñor. Aún no, al m e nos. Recordad que
e l m ie do m agnifica e l dolor que ya e x iste .
C asm ir no re spondió a e sta obse rvación. Vio a la vieja Dyldra en las sombras de un lado
de la sala, e ncorvada sobre un brase ro. La se ñaló con e l de do.
— ¿Q ué hace aquí e sa bruja?
— Se ñor —susurró la com adrona—, vino a pe tición de la re ina Sollace .
— Pe rjudicará al niño —gruñó C asm ir.
Dyldra se e ncorvó aún m ás ante e l brase ro. Arrojó un puñado de hierbas a las brasas;
una bocanada de hum o acre atrave só la sala y rozó la cara de C asm ir. El re y tosió,
re troce dió y abandonó la sala.
La criada e x te ndió colgaduras e n e l am bie nte húm e do y e nce ndió los farolillos de
bronce . Sollace yacía te nsa e n e l diván, las pie rnas e x te ndidas, la cabeza hacia atrás, un regio
obje to de fascinación para quie ne s la ate ndían.
Los re tortijone s se agudizaron; Sollace gritó, prim e ro de dolor, luego de furia, porque
sufriría com o cualquie r otra m uje r.
Dos horas m ás tarde e l be bé había nacido: una niña m e nuda. Sollace cerró los ojos y
se a costó. C ua ndo le m ostraron a la niña, la a pa rtó con un a de m á n y cayó e n un sopor.

La ce le bración que siguió al nacim ie nto de la prince sa Suldrún fue discre ta. El re y
C asm ir no e m itió ninguna proclam a de júbilo y la re ina Sollace ne gó audie ncia a todos
e x ce pto a un tal Ewaldo Idra, ade pto de los Miste rios C aucásicos. Al fin, pe ro con e l solo
propósito de re spe tar la tradición, e l re y C asm ir orde nó una proce sión de gala.
En un cla ro día de sol bla nco y vie nto corta nte e n que a ltas nubes surcaban el cielo, se
abrie ron las pue rtas de l castillo Haidion. C uatro he raldos ve stidos de satén blanco avanzaron
con paso m aje stuoso. De sus clarine s colgaban pendones de seda blanca donde estaba bordado
e l e m ble m a de Lyone sse : un ne gro Árbol de la Vida, donde cre cían doce granadas de color

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e scarla ta 6. Avanzaron cuare nta m e tros, se de tuvie ron, alzaron los clarines y tocaron la fanfarria
de las «Bue nas Nue vas». C uatro noble s salie ron de l patio de l palacio e n jadeantes caballos
blancos: C ypris, duque de Sk roy; Bannoy, duque de Tre m blance ; O do, duque de Folize, y
Gam e l, caballe ro con e standarte de l castillo Swange y sobrino de l re y. Luego vino la carroza
re al, tirada por cuatro unicornios blancos. La re ina Sollace iba arropada e n m antos verdes,
lle vando a Suldrun e n un cojín carm e sí; e l re y C asm ir se guía la carroza montado en Sheuvan,
su gran caballo ne gro. De trás m archaban los Guardias Se le ctos, todos ellos de sangre noble,
lle vando ce re m onia le s a la ba rdas pla te a das. De trá s ve nía una carreta desde donde un par de
donce llas arrojaba m one das a la m ultitud.
La proce sión bajó por Sfe r Arct, la ave nida ce ntral de la ciudad de Lyonesse, hasta el
C hale , la carre te ra que se guía e l se m icírculo de la bahía. En e l C hale , la procesión rodeó el
m e rca do de pe sca dore s y re gre só a Haidion por e l Sfe r Arct. Fre nte a las pue rtas había
pue stos que ofre cían, por gracia de l re y, pe scado e n salm ue ra y bizcochos a todos los que
pade cían ham bre , y ce rve za a todos los que de se aban brindar por la nue va prince sa.
Durante los m e se s de invie rno y prim a ve ra e l re y C a sm ir m iró a la princesa sólo un par
de ve ce s, con distanciam ie nto. Ella había burlado su voluntad re al al nacer hembra. Así como
no podía castigarla inm e diatam e nte por e se acto, tam poco podía otorgarle la plenitud de sus
favore s.
Sollace , e nfurruñada ante e l disgusto de C asm ir, apartaba a la niña con ademanes
a fe ctados.
Ehirm e , una tosca cam pe sina , sobrina de un a yuda nte de jardinero, había perdido a su
propio hijo varón por culpa de la pe ste am arilla. C on abundancia de le che y solicitud, se
convirtió e n la nodriza de Suldrun.

Siglos a trás, e n e se tie m po brum oso e n que se confunde n la le ye nda y la historia,


Blausre ddin e l pirata construyó una fortale za e n e l fondo de una pedregosa bahía semicircular.
No le pre ocupaban tanto los ataque s de sde e l m ar com o los ataque s im previstos desde las
cim as y gargantas de las m ontañas de l norte de la bahía.
Un siglo de spué s, Tabbro, e l re y danaan, ce rró la bahía con una notable e scollera y
a ña dió a la forta le za e l Salón Antiguo, nue vas cocinas y varia s a lcobas. Su hijo, Zoltra Estrella
Brillante , construyó un m acizo m ue lle de pie dra y dre nó la bahía para que ningún barco
pudie ra a tracar e n e l m ue lle 7.
Zoltra a m plió a ún m ás la vie ja forta le za , a ña die ndo e l Gra n Salón y la Torre Oeste,
aunque m urió ante s de la conclusión de las obras, que continuaron durante los reinados de
Palae m on I, Edvarius I y Palae m on II.
El Haidion de l re y C asm ir oste ntaba cinco torre s principale s: la Torre Este, la Torre del
R e y, la Torre Alta (tam bié n conocida com o Nido de Águila), la Torre de Palaemon y la Torre
O e ste . Había cinco salone s principale s: e l Gran Salón, el Salón de los Honores, el Salón Antiguo,
e l C lod an Dach Nair —o Salón de Banque te s—, y e l Pe que ño R e fe ctorio. Entre ellos, el Gran
Salón e ra notable por su m aje stuosidad, que pare cía trascender el mero esfuerzo humano. Las
proporcione s, los e spacios, las m asas y los claroscuros, que cam biaban de la mañana a la
noche y lue go variaban e n la luz fluctuante de las antorchas, se combinaban para asombrar los
se ntidos. Las pe rsonas pasaban casi inadve rtidas al entrar; en todo caso, nadie podía hacer una
e ntra da im pone nte e n e l Gra n Salón. En un e x tre m o, un porta l daba a un escenario angosto
de sde e l cual se is anchos e scalone s bajaban al salón, junto a columnas tan macizas que dos
hom bre s con los brazos e x te ndidos no podían rode arlas. A un costado, una hilera de ventanas
altas, con grue sos vidrios que e l tie m po había te ñido de color de espliego, dejaban pasar una
luz acuosa. De noche , las antorchas pare cían arrojar no sólo luz sino negras sombras desde sus
soporte s de hie rro. Doce a lfom bras m aurita na s a te nuaban la a spe re za del suelo de piedra.

6
Los usos de la heráldica, así como la teoría y la práctica de la caballería, eran simples y nuevos. Sólo siglos más
tarde alcanzarían toda su barroca extravagancia.
7
Según la leyenda, Tabbro y Zoltra Estrella Brillante pidieron ayuda a Joald, un gigante submarino, a cambio de una
recompensa desconocida.

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Un par de pue rtas de hie rro daba al Salón de los Honore s, que e n tam año y
proporcione s se m e jaba la nave de una cate dral. Una grue sa y oscura alfom bra roja
a trave saba e l ce ntro de sde la e ntra da hasta e l trono re a l. C ontra las pare des se alineaban
cincue nta y cuatro sillas m acizas, cada cual signada por un emblema de nobleza que colgaba
de la pare d. En las ocasione s ce re m oniale s, los notable s de Lyone sse se sentaban en estas
sillas, cada cual bajo e l e m ble m a de sus ance stros. El trono real había sido Evandig hasta que
O lam III lo trasladó a Avallon, junto con la m e sa re donda C airbra an Me adhan. La mesa,
donde e staban tallados los nom bre s de los nobilísim os e ntre los noble s, había ocupado el
ce ntro de l salón.
El Salón de los Honore s e ra un añadido de l re y C arie s, último de la dinastía Methewen.
C hlowod e l R ojo, prim e ro de los Tirre nos 8 e x te ndió e l C astillo Haidion hasta e l e ste de la
Muralla de Zoltra. Pavim e ntó e l Urquial, la antigua plaza de arm as de Zoltra, y hacia el fondo
construyó e l m acizo Pe inhador, donde albe rgó e l hospital, las barracas y la penitenciaría. Las
m azm orras que había bajo la vie ja a rm e ría caye ron e n de suso, y las antiguas jaulas, potros,
parrillas, rue das, cabrias, pre nsas, punzone s y torce de ros e nm ohe cie ron e n la humedad.
Uno tras otro gobe rnaron los re ye s, y cada cual am plió los salone s, pasaje s,
m iradore s, gale rías, torre s y torre one s de Haidion com o si cada uno de ellos, al cavilar sobre
la m orta lida d, procura ra e te rnizarse e n e l palacio.
Para sus habitante s, Haidion e ra un pe que ño unive rso indife re nte a los
aconte cim ie ntos e x te rnos, aunque la m e m brana de separación no era impermeable. Desde el
e x te rior lle gaban rum ore s, indicios de las cam biante s e stacione s, via je ros y visitantes, y a
ve ce s una nove dad o alarm a; pe ro e ran m urm ullos sofocados, imágenes borrosas, que apenas
conm ovían e l palacio. ¿Un com e ta llam e ando e n e l cie lo? Una m aravilla que se olvidaba en
cuanto Shilk e l m ozo pate aba al gato de la cocine ra. ¿Los ska asolando Ulflandia del Norte? Los
sk a e ra n fie ra s, pe ro e sa m añana, tra s tom ar nata con gacha s, la duque sa de Skroy había
e ncontrado un ratón m ue rto e n la jarra de la nata y había grita do m ie ntra s a ta ca ba a las
criadas a zapatazos: ¡vaya e pisodio tan e m ocionante !
Las le ye s que gobe rnaban e ste pe que ño unive rso eran precisas. Las jerarquías estaban
graduadas con ce losa discrim inación, de sde e l grado más alto hasta el más bajo entre los bajos.
C ada cual sabía su calidad y com pre ndía la de licada distinción e ntre e l rango inm e diato
supe rior (al que se de bía quitar im portancia) y e l rango inm e diato infe rior (que se de bía
se ñalar y e nfatizar). Algunos cre aban te nsione s con sus aspiraciones desmedidas, y entonces el
pe ne trante he dor de l re se ntim ie nto flotaba e n e l aire . C ada cual estudiaba la conducta de los
de a rriba m ie ntra s ocultaba sus a suntos a los de a ba jo. Se obse rva ba a te ntam e nte a la
re aleza, cuyos hábitos se com e ntaban y analizaban varias ve ce s por día. La re ina Sollace
m ostraba gran cordialidad a los fanáticos re ligiosos y los sace rdote s, y se interesaba en sus
cre e ncias. Se cre ía que e ra se x ualm e nte frígida y que nunca te nía am ante s. El rey Casmir
visitaba su le cho re gularm e nte , una ve z por m e s, y se apare aban con majestuosa pesadez,
com o e le fa nte s.
La prince sa Suldrun ocupaba un sitio pe culiar e n la e structura social del palacio. Todos
habían re parado e n la indife re ncia de l re y C asm ir y la re ina Sollace , y Suldrun era víctima de
pe que ñas m e zquindade s que que daban im pune s.
Los años pasaron y, sin que nadie lo notara, Suldrun se convirtió e n una callada niña
de cabe llo largo, suave y rubio. C om o nadie se opuso, Ehirm e ascendió de nodriza a doncella
de la prince sa.
Ehirm e , ignorante de la e tique ta y poco dotada e n otros se ntidos, había asimilado el
sabe r de su abue lo ce lta, y con e l paso de las e stacione s y los años se lo fue comunicando a
Suldrun: cue ntos y fábulas, los pe ligros de los lugare s lejanos, conjuros contra las maldades de
las hadas, e l le nguaje de las flore s, pre caucione s para salir a m e dianoche , cómo eludir los
fantasm as, y e l conocim ie nto de los árbole s bue nos y los árbole s m alos.
Suldrun supo sobre las tie rras que e staban m ás allá de l castillo.

8
El abuelo de Chlowod había sido un etrusco balear.

11
— Dos cam inos sale n de la ciudad de Lyone sse —dijo Ehirm e —. Pue de s ir al norte ,
a trave sando las m onta ña s por e l Sfe r Arct, o a l e ste , cruza ndo la P ue rta de Zoltra y
atrave sando e l Urquial. Pronto lle gas a m i pe que ña casa y nue stras tre s parce las, donde
cultivam os re pollos, nabos y he no para los anim ale s; lue go hay una encrucijada. A la derecha
sigue s la costa de l Lir hasta Slute Sk e m e . A la izquie rda via ja s a l norte y tomas la Calle Vieja,
que corre junto al Bosque de Tantre valle s, donde vive n las hadas. Dos caminos atraviesan el
bosque , de norte a sur y de e ste a oe ste .
— ¡Dim e lo que ocurre e n la e ncrucijada! —Suldrun ya lo sabía, pe ro disfrutaba de las
de talladas de scripcione s de Ehirm e .
— ¡C om pre nde que nunca he lle gado tan le jos! —advertía Ehirme—. Pero mi abuelo dice
e sto: e n los vie jos tie m pos las e ncrucija da s se desplazaban, porque el lugar estaba encantado y
no conocía la paz. Esto podía favore ce r a l via je ro, porque , a l fin y a l cabo, adelantaba un pie
y lue go e l otro y ya había cruzado e l cam ino, sin sabe r que había visto dos veces más bosque
de l que pre te ndía. Los m ás pre ocupados e ran los que cada año vendían sus mercancías en la
Fe ria de los Due nde s, que e staba pre cisa m e nte e n la e ncrucija da . Los que iban a la feria se
contraria ba n, porque la fe ria te nía que ce le bra rse e n la e ncrucijada en la Noche del Solsticio de
Ve rano, pe ro cuando lle gaban, la e ncrucijada se había de splazado cuatro kilómetros y la feria
no se ve ía por ninguna parte .
»En e sa é poca los m agos se e nfre ntaron e n un tre mendo conflicto. Murgen resultó ser el
m ás fue rte y de rrotó a Twitte n, cuyo padre e ra un se m ihum ano y cuya m adre e ra una
sace rdotisa calva e n Kai Kang, bajo las Montañas Altas. ¿Q ué hace r con el mago derrotado,
que he rvía de odio y m aldad? Murge n lo e nrolló y lo convirtió e n un gran poste de hierro de
tre s m e tros de largo y tan grue so com o m i pie rna. Lue go, lle vó e ste poste e ncantado a la
e ncrucijada y e spe ró a que se de splazara al lugar ade cuado, de spués clavó el poste de hierro
e n e l ce ntro, fiá ndolo e n la e ncrucija da para que no se moviera más, y la gente de la Feria de los
Due nde s que dó satisfe cha, y habló bie n de Murge n.
— ¡Háblam e de la Fe ria de los Due nde s!
— Bie n, e s e l lugar y e l m om e nto e n que los se m ihum a nos y los hom bre s pue de n
e ncontrarse sin que ninguno dañe al otro m ie ntras se actúe con amabilidad. La gente instala
pue stos y ve nde toda clase de cosas bonitas: te la de araña, vino de viole tas en botellas de
plata, libros de paño m ágico, e scritos con palabras que no te pue de s sacar de la cabeza una
ve z que e ntraron... Ve s toda clase de se m ihum anos: hadas, duendes, gnomos, tonoalegres, e
incluso algún falloy, aunque e stos rara ve z se m ue stran, pue s son m uy tímidos, a pesar de
se r los m ás be llos de todos. O ye s cancione s y m úsica y e l re tintín de l oro de las hadas, que
e llas e x trae n de los ranúnculos. ¡O h, se re s m uy e x traños!
— ¡Dim e cóm o los viste !
— Vaya. Fue hace cinco años, cuando e staba con m i he rm ana, que se casó con e l
picape dre ro de la a lde a Frogm arsh. Una ve z, a l a noche ce r, m e se nté junto a l portón para
de sca nsar los hue sos y m irar e l a ta rde ce r e n e l pra do. O í un tintine o, m iré y e scuché . De
nue vo un tintine o, y allí, a ve inte pasos de distancia, vi a un hom bre cito con un farol que
e m itía una luz ve rde . De l pico de l gorro le colgaba una cam panilla de plata que tintineaba
con sus brincos. Me que dé quie ta com o un poste , hasta que se fue con su cam pana y su
farol ve rde , y e so e s todo.
— ¡Habíam e de l ogro!
— No, e s suficie nte por hoy.
— C ué ntam e , por favor.
— Bie n, e n ve rda d no sé de m asia do. Hay varia s e spe cie s e ntre los semihumanos, tan
distintas com o e l zorro de l oso, de m odo que hay gran dife re ncia e ntre un hada, un ogro, un
due nde y un sk ite . Todos son e ne m igos e ntre sí, e x ce pto e n la Fe ria de los Due ndes. Los
ogros vive n e n la hondura de l bosque , y sí, e s ve rdad que se cue stran a niños para asarlos en
los e spe tone s. Así que nunca te inte rne s de m asiado e n el bosque para recoger bayas, no vaya
a se r que te pie rdas.
— Te ndré cuidado. Ahora dim e ...

12
— Es la hora de com e r. Y quié n sabe . Tal ve z hoy haya una bonita y rosada
m anzana e n m i bolso...

Suldrun a lm orza ba e n su salita , o, si e l tie m po e ra a gradable , e n e l naranja l:


m ordisque aba y sorbía con de licade za cuando Ehirm e le lle vaba la cuchara a la boca. Con el
tie m po apre ndió a com e r sola, con ate ntos m ovim ie ntos y se ria concentración, como si comer
pulcram e nte fue ra lo m ás im portante de l m undo.
Para Ehirm e e se hábito e ra tan a bsurdo com o e nte rne ce dor, y a ve ce s se acercaba a
Suldrun por de trás y le hacía «¡Bu!» e n e l oído, justo cuando Suldrun abría la boca para
m e te rse una cucharada de sopa. Suldrun fingía e nfadarse y le re prochaba a Ehirm e la
trave sura. Lue go se guía com ie ndo, m irando a Ehirm e por e l rabillo de l ojo.
Le jos de los a pose ntos de Suldrun, Ehirm e tra ta ba de pasar inadvertida, pero pronto se
corrió la noticia de que Ehirm e la cam pe sina había asce ndido m ás de lo pertinente. El rumor
lle gó a oídos de Boude tta, una dam a se ve ra y rígida, nacida en la nobleza menor, que estaba
al m ando de l pe rsonal dom é stico. Sus de be re s e ran m últiple s: supe rvisaba a las criadas,
controlaba su virtud y arbitraba e n cue stione s de de coro. C onocía las conve ncione s de l
palacio. Era un com pe ndio de inform ación ge ne alógica y, sobre todo, de historias
e scanda losa s.
Bianca, una criada de alto rango, fue la prim e ra e n que jarse de Ehirm e .
— Vie ne de fue ra y ni siquie ra vive e n e l palacio. Hue le a pocilga y a hora se da aires
porque barre la alcoba de la pe que ña Suldrun.
— Sí, sí —dijo Boude tta, irguie ndo la nariz prom ine nte —. Lo sé todo.
— ¡O tra cosa! —e x clam ó Bianca con taim ado é nfasis—. La princesa Suldrun, como todos
sabe m os, habla poco, y pue de se r algo re tardada...
— ¡Bianca! Es suficie nte .
— P ue s cua ndo habla , su a ce nto e s a troz. ¿Q ué dirá el rey Casmir cuan do decida charlar
con la prince sa y oiga la voz de un m ozo de cuadra?
— Entie ndo pe rfe ctam e nte —dijo a ltivam e nte Boude tta—. Aun a sí, ya he reflexionado
sobre e l a sunto.
— R e cue rda que soy ade cuada para la función de donce lla pe rsonal, que mi acento es
e x ce le nte , y que e stoy m uy ve rsa da e n cue stione s de a tue ndo y m odale s.
—Lo te ndré e n cue nta.
Finalm e nte Boude tta de signó para e l pue sto a una dam a de rango mediano: su prima
Mauge lin, a quie n de bía un favor. Ehirm e fue de spe dida y re gre só a casa con la cabe za
gacha.
Suldrun te nía e ntonce s cuatro años, y solía se r dócil, gentil y bien predispuesta, aunque
a lgo re m ota y m e ditabunda . Al e nte rarse de l cam bio que dó a tónita . Ehirm e e ra la única
criatura vivie nte a quie n a m a ba .
Suldrun no provocó ningún e scándalo. Subió a su cám ara y pe rm aneció diez minutos
m irando la ciudad. Lue go arropó su m uñe ca e n un pañue lo, se puso su suave capa de lana de
corde ro gris y se m archó e n sile ncio de l palacio.
C orrió por la arcada que flanque aba e l ala e ste de Haidion y se escurrió bajo la Muralla
de Zoltra por un pasaje húm e do de casi sie te m e tros de largo. Atravesó el Urquial a la carrera,
sin fijarse e n e l lúgubre Pe inhador ni e n los cadalsos de l te jado, donde se mecían un par de
cadáve re s.
C on e l Urquial de trás, Suldrun trotó por e l cam ino hasta cansarse , lue go fue a paso
m ás le nto. Sabía bie n por dónde ir: por la carre te ra hasta e l primer sendero, y por la izquierda
de l se nde ro hasta la prim e ra casa.
Abrió la pue rta con tim ide z y e ncontró a Ehirm e se ntada a una m e sa de mal humor,

13
m ondando nabos para la sopa de la ce na.
— ¿Q ué hace s aquí? —e x clam ó Ehirm e asom brada.
— No m e gusta Mauge lin. He ve nido a vivir contigo.
— ¡Ay, prince sa, e so e s im posible ! Ve n, de be s re gre sar ante s de que se arm e un
e scándalo. ¿Q uié n te vio partir?
— Nadie .
— Ve n e ntonce s. De prisa . Si a lguie n pre gunta , salim os a tom ar e l a ire .
— ¡No quie ro que darm e sola allá!
— Q ue rida Suldrun, de be s hace rlo. Ere s una prince sa, no lo olvide s. Eso significa que
de be s hace r lo que te dice n. Vam os.
— Pe ro no haré lo que m e dice n si e so significa que te vas.
— Bie n, ya ve re m os. De pnsa. Q uizá podam os e ntrar sin que nadie lo advie rta.
Pe ro la ause ncia de Suldrun ya se había notado. Aunque su pre se ncia en Haidion no
significaba m ucho para nadie, su ause ncia te nía gran im portancia. Maugelin había revisado
toda la Torre Este : la buhardilla bajo las te jas, pues se sabía que Suldrun la visitaba (acechando
y e scondié ndose , la m uy picara, pe nsaba Mauge lin), e l m irador de sde donde el rey Casmir
obse rvaba la bahía, las cám aras de l piso siguie nte , que incluían los aposentos de Suldrun. Al
fin, acalorada, cansada y te m e rosa, bajó al piso principal y se detuvo con una mezcla de alivio
y furia cua ndo vio que
Suldrun y Ehirm e a bría n la pe sada pue rta y e ntra ba n que da m e nte e n la antesala al
final de la gale ría principal. Agitando furiosam e nte e l m anto, Mauge lin bajó los últimos tres
e scalone s y se a ce rcó a a m bas:
—¿Dónde habé is e stado? ¡Todos e stábam os inquie tos! Ve nid, de be mos encontrar a
Boude tta. El asunto que da e n m anos de e lla.
Mauge lin atrave só la gale ría y un corre dor late ral y e ntró e n la oficina de Boudetta.
Suldrun y Ehirm e la siguie ron apre nsivam e nte .
Boude tta oyó e l e x citado inform e de Mauge lin m ie ntra s m iraba a Suldrun y Ehirme. El
asunto no pare cía im portante , sino trivial y fatigoso. Aun así, re pre se ntaba un grado de
insubordinación y e ra pre ciso se r e x pe ditiva. La cue stión de la culpa e ra irre le vante ; para
Boude tta la inte lige ncia de Suldrun e staba casi en el mismo nivel de la simple torpeza campesina
de Ehirm e . De sde lue go no podía castigar a Suldrun; incluso Sollace podía enfurecerse si se
e nte raba de que habían azotado carne s re ale s.
Boude tta e ncaró e l asunto de una m ane ra práctica. Volvió su fría mirada hacia Ehirme.
— ¿Q ué has he cho, m uje r?
Ehirm e , que no se caracte rizaba por su agilidad m e ntal, m iró azorada a Boude tta.
—No hice nada, se ñora. —Lue go, con la e spe ranza de facilitarle las cosas a Suldrun,
continuó—: Tan sólo habíam os salido a cam inar. ¿Ve r dad prince sa?
Suldrun, m irando a la aquilina Boude tta y a la m aje stuosa Mauge lin, sólo descubrió
e x pre sione s de frío disgusto.
— Salí a cam inar. Eso e s ve rdad.
— ¿C óm o te atre ve s a tom arte tale s atribucione s? —dijo Boude tta, volviéndose hacia
Ehirm e —. ¿Acaso no te de spidie ron de tu pue sto?
— Sí, se ñora, pe ro no se trata de e so...
— Basta. No oiré e x cusas. —Boude tta llam ó a un lacayo—. Lle va a esta mujer al patio y
re úne al pe rsonal.
Sollozando con de sconcie rto, Ehirm e fue lle vada al patio contiguo a la cocina. Se
llam ó a un carce le ro de l Pe inhador y se re unió al pe rsonal de palacio para que obse rvara

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m ie ntras un par de lacayos con la libre a de Haidion inclinaban a Ehirme sobre un caballete. El
carce le ro se ace rcó: un hom bre corpule nto de barba ne gra y te z pálida, amarillenta. Esperó,
m irando a las criadas y doblando su látigo de ram as de sauce .
Boude tta e staba e n un balcón con Mauge lin y Suldrun.
— ¡Ate nción! —e x clam ó con voz clara y nasal—. ¡Acuso a e sta m ujer, Ehirme, de haber
com e tido una fe choría! En un acto de locura e im prude ncia se cue stró la persona de la amada
prince sa Suldrun, causándonos pe na y conste rnación. Muje r, ¿te arre pie nte s?
— ¡Ella no hizo nada! —e x clam ó Suldrun—. ¡Me trajo a casa!
Pose ída por e sa pe culiar pasión que e m barga a quie ne s asiste n a una e je cución,
Mauge lin lle gó al e x tre m o de pe llizcar e l brazo de Suldrun y apartarla con brusque dad.
— ¡Sile ncio! —susurró.
— ¡Me a ve rgüe nzo si a ctué m al! —gim ió Ehirm e —. Sólo traje a la princesa a casa, deprisa.
Boude tta com pre ndió de pronto la ve rdad de l asunto. Se le aflojó la boca. Dio un paso
ade lante . Las cosas habían ido de m asiado le jos; su dignidad estaba en juego. Sin duda Ehirme
había e scapado al castigo por otras ofe nsas. Al m e nos de bía pagar por su conducta
pre suntuosa. Boude tta alzó la m ano.
—¡Para todos, una le cción! ¡Trabajad con e sm e ro! ¡No presumáis! ¡Res petad a vuestros
supe riore s! ¡O bse rvad y apre nde d! ¡C arce le ro! ¡O cho azote s, dolorosos pe ro justos!
El carce le ro re troce dió, se cubrió la cara con una ne gra m áscara de verdugo y avanzó
hacia Ehirm e . Le le vantó la falda parda de aulaga hasta los hombros, dejando al descubierto un
par de am plias nalgas rosadas. Alzó las ram as de sauce . Se oyó un chasquido y un grito de
Ehirm e . Entre los pre se nte s se oye ron jade os y risas.
Boude tta m iraba im pasible . Mauge lin sonre ía con indife re ncia. Suldrun permanecía
callada, m ordié ndose e l labio infe rior. El carce le ro e m puñaba e l látigo con autocrítica firmeza.
Aunque no e ra hom bre am able , no le agradaba e l dolor y hoy e staba de buen humor. Fingía
un gran e sfue rzo, m e cie ndo los hom bros, arque ándose y gruñe ndo, pe ro en realidad ponía
poca e ne rgía e n los golpe s y no a rranca ba la pie l. Aun a sí, Ehirm e gemía con cada latigazo, y
todos e staban pasm ados por la se ve ridad de la azotaina.
—Sie te ... ocho. Suficie nte —de claró Boude tta—. Trinthe , Molotta, atended a la mujer;
ungidla con bue n a ce ite y e nvia dla a casa. Los de m ás, re gre sa d a vue stra labor.
Boude tta se volvió, y pasó de l balcón a una sala para sirvie nte s e ncum brados tales
com o e lla, e l se ne scal, e l te sore ro, e l sarge nto de los guardias de palacio y el mayordomo,
donde podían m e re ndar y de libe rar. Mauge lin y Suldrun la siguie ron.
Boude tta inte rce ptó a Suldrun cuando, por fin, vio que e ntraba.
—¡Niña! ¡Prince sa Suldrun! ¿Adonde vas?
Mauge lin corrió pe sadam e nte para plantarse junto a Suldrun. Suldrun se de tuvo y
m iró a am bas m uje re s, los ojos re lucie nte s y húm e dos.
—Por favor, prince sa, e scúcham e —dijo Boudetta—. Empezaremos algo nuevo, que tal vez
se haya de m orado de m asiado tie m po: tu e ducación. Debes aprender a ser una dama de estima
y dignidad. Mauge lin te instruirá.
— No la quie ro.
— Aun así la te ndrás, por orde n pe rsonal de la graciosa re ina Sollace . Suldrun miró a
Boude tta a los ojos.
— Algún día se ré re m a. Entonce s tú se rás a zota da .
Boude tta abrió la boca, y la volvió a ce rrar. Avanzó hacia Suldrun, quie n se que dó
quie ta, e ntre pasiva y de safiante . Boude tta se de tuvo. Mauge lin, con una se ca sonrisa,
obse rvaba de soslayo.
— Pue s bie n, prince sa Suldrun —dijo Boude tta con voz cascada, forzadamente gentil—,
actúo sólo por de voción a ti. El ansia de ve nganza no e s propio ni de una re ina ni de una

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prince sa.
— Por cie rto —dijo se rvilm e nte Mauge lin—. ¡R e cue rda lo m ism o para Mauge lin!
— El castigo se ha im partido —de claró Boude tta, aún con tono cuidadoso y tenso—. Sin
duda todos han apre ndido algo de é l. Ahora de be m os olvidarlo. Tú e res la preciosa princesa
Suldrun, y la hone sta Mauge lin te instruirá e n las re glas de l de coro.
— No la quie ro. Q uie ro a Ehirm e .
— Sile ncio, sé com placie nte .
Lle varon a Suldrun a su cám ara. Mauge lin se re pantigó e n una silla y se puso a
borda r. Suldrun fue a la ve nta na y se puso a m irar la bahía .

Mauge lin subió por la e scale ra circular de pie dra hasta los apose ntos de Boudetta,
m e cie ndo las cade ras bajo e l ve stido m arrón oscuro. En e l te rce r piso se detuvo con un jadeo,
lue go siguió hasta una pue rta arque ada de m ade ra m achihe m brada, sujeta con listones de
hie rro ne gro. La pue rta e staba e ntorna da . Mauge lin la e m pujó un poco, hacie ndo crujir los
gozne s de hie rro, para que su corpule ncia pasara por la abertura. Avanzó un paso, mirando hacia
todas parte s.
Boude tta e staba se ntada a una m e sa, sirvie ndo nabo silvestre con la punta de su largo
y de lgado índice a un pájaro e njaulado.
—¡Picote a, Dicco! ¡C om o un bue n pájaro! ¡Así m e gusta!. Mauge lin avanzó dos pasos
m ás y al fin Boude tta se volvió hacia e lla.
—¿Q ué ocurre ahora?
Mauge lin m ovió la cabe za, se re stre gó las m anos y se re lam ió los labios fruncidos.
—Esa niña e s com o una pie dra. No pue do hace r nada con e lla.
— ¡De be s se r e né rgica! —e x clam ó Boude tta—. ¡Esta ble ce un pla n! ¡Insiste e n la
obe die ncia!
— ¿C óm o? —suspiró Mauge lin abrie ndo los brazos.
Boude tta chasque ó la le ngua con fastidio. Se volvió hacia la jaula de l pájaro.
—¿Dicco? O ye , Dicco. Un picotazo m ás y ya e stá... Eso e s. Boude tta se le vantó y,
se guida por Mauge lin, bajó la e scale ra y subió al apose nto de Suldrun. Abrió la pue rta y
m iró la sala.
—¿Prince sa?
Suldrun no re spondió. No se la ve ía e n ninguna parte . Las dos e ntraron e n e l
cuarto.
— ¿Prince sa? —insistió Boude tta—. ¿Te e sconde s de nosotras? Ve n, no seas traviesa.
— ¿Dónde e stá e sa criatura pe rve rsa? —gim ió Mauge lin—. Le orde né que se quedara
se ntada e n la silla.
Boude tta m iró la alcoba.
—¿Prince sa Suldrun? ¿Dónde e stás?
Lade ó la cabe za para e scuchar, pe ro no oyó nada. Los apose ntos e staban vacíos.
— Se fue de nue vo a ve r a e sa cam pe sina —m a sculló Mauge lin. Boude tta fue
hasta la ve nta na para m irar hacia e l e ste , pe ro e l cam ino e staba oculto por e l te jado e n
de clive que cubría la arcada y por la m ole e nm ohe cida de la Muralla de Zoltra. Debajo estaba
e l naranjal. Al costado, se m ioculto bajo e l follaje ve rde oscuro, vio el destello del vestido blanco
de Suldrun. Abandonó e l cuarto e n hosco sile ncio, se guida por Mauge lin, que susurraba y
farfullaba frase s airadas.
Bajaron la e scale ra, salie ron y fue ron al naranjal.

16
Suldrun e staba se ntada e n un banco, jugando con un m anojo de hierba. Notó que las
dos m uje re s se ace rcaban, no le dio im portancia y siguió jugando con la hie rba.
Boude tta se de tuvo y m iró la pe que ña cabe za rubia. He rvía de furia, pe ro e ra
de m asiado astuta y cauta com o para de m ostrarlo. De trás estaba Maugelin, la boca fruncida de
e x citación, e spe rando que Boude tta fue ra te rm inante con la prince sa: una sacudida, un
pe llizcón, una palm ada e n las nalgas firm e s y pe que ñas.
La prince sa Suldrun alzó los ojos, m iró a Boude tta un instante y de svió la cara con
indife re ncia. Boude tta tuvo la e x traña se nsación de que la niña e staba vie ndo e l futuro.
— Prince sa Suldrun, ¿no e stás conte nta con las e nse ñanzas de Maugelin? —preguntó
Boude tta, la voz casca da por e l e sfue rzo.
— Ella no m e gusta.
— ¿Pe ro te gusta Ehirm e ?
Suldrun torció ape nas e l tallo de hie rba.
—Muy bie n —dijo pom posam e nte Boude tta—. Así se a. No pode m os pe rm itir que
nue stra pre ciosa prince sa se a infe liz.
Suldrun le e chó una rápida oje ada, com o si le le ye ra e l pe nsam ie nto.
Boude tta pe nsó, e ntre a m a rgada y dive rtida : «Q ue a sí se a , si a sí ha de se r. Al
m e nos nos e nte nde m os.»
Para salvar la cara dijo con se ve ridad:
— Ehirm e re gre sará, pe ro de be s e scuchar a Mauge lin, quie n te instruirá en modales.

17
2
Ehirm e re gre só y Mauge lin siguió tratando de e ducar a Suldrun, sin mayor éxito que
ante s. Suldrun e ra m e nos de sobe die nte que distante : e n ve z de m algastar e sfue rzos
de safiando a Maugelin, se lim itaba a ignorarla.
Mauge lin se e ncontraba e n un trance irritante ; si adm itía su incapacidad, Boudetta
podría buscarle un e m ple o aún m e nos agradable , así que diariamente se presentaba en los
a pose ntos de Suldrun, donde Ehirm e ya e staba pre se nte .
A ve ce s le pre staban ate nción y a ve ce s no. Mauge lin, con una sonrisa boba y mirando
hacia todas parte s, vagaba por la habitación, fingie ndo que orde naba las cosas. Al fin se
a ce rcaba a Suldrun con forza da sim pa tía.
— Bue no, prince sa, Hy de be m os pe nsar e n conve rtirte e n una de licada dam a de la
corte . Por e m pe zar, m ué stram e tu m e jor re ve re ncia.
Mauge lin había e nse ñado a Suldrun se is re ve re ncias de dive rsa form alidad,
principalm e nte m e diante pom posas de m ostracione s, re pe tidas una y otra vez mientras le
crujían las articulacione s, hasta que Suldrun, apiadándose , inte ntaba re pe tir e l e je rcicio.
De spué s de l alm ue rzo, que se se rvía e n los apose ntos de Suldrun, o en el naranjal si
e l tie m po lo pe rm itía, Ehirm e re gre saba a su casa para ate nde r sus propias labore s
dom é stica s, m ie ntra s Mauge lin se a costaba a dorm ir una sie sta. Se suponía que Suldrun
tam bié n de bía dorm ir, pe ro e n cuanto Mauge lin e m pe zaba a roncar Suldrun saltaba de la
cam a, se ponía los zapatos, se ale jaba por e l corre dor y bajaba la e scale ra para re corre r
re cove cos de l antiguo palacio.
Durante las le ntas horas de la tarde , e l palacio pare cía dorm itar, y la figura pequeña y
frá gil se m ovía por las gale ría s y las a ltas cám aras com o a rranca da de un sue ño.
C ua ndo había sol visitaba e l naranja l para e ntre te ne rse con pe nsa tivos jue gos a la
som bra de los añosos naranjos; con m ás fre cue ncia, iba al Gran Salón y de allí al Salón de los
Honore s, donde cincue nta y cuatro grande s sillas, que borde aban las pare de s a derecha e
izquie rda, re pre se ntaban las cincue nta y cuatro casas m ás noble s de Lyone sse .
El e m ble m a que había e ncim a de cada silla hablaba a Suldrun de la naturaleza innata
de la silla: cualidade s distintivas, vividas y com ple jas. Una silla se caracterizaba por su aspecto
e ngañoso, pe ro fingía un e ncanto grácil; otra e x hibía una fatal temeridad. Suldrun reconocía
m ucha s varie da de s de a m e na za y crue lda d, a sí com o ine fa bles emociones que le revolvían el
e stóm ago, o le ponían la carne de gallina, o le causaban se nsacione s eróticas, transitorias y
agradable s, pe ro m uy e x trañas. C ie rtas sillas am aban y protegían a Suldrun; otras irradiaban
pe ligro. Movié ndose e ntre e sas e ntidade s m acizas, Suldrun se se ntía aturdida y vacilante.
C am inaba de spacio, ale rta a sonidos inaudible s y ate nta a movimientos o fluctuaciones en los
opacos colore s. Se ntada e n los brazos de una silla que la amaba, Suldrun, entre adormilada y
ale rta, se volvía re ce ptiva. Las voce s m urm urante s se volvían casi audibles para contar una y
otra ve z historias de trage dia y victoria: e l coloquio de las sillas.
Al final de la habitación un pe ndón rojo oscuro que te nía bordado un Árbol de la Vida
colgaba de sde las vigas hasta e l sue lo. Una división e n la tela permitía el acceso a una cámara
de re tiro: una habitación oscura y m ugrie nta que olía a polvo antiguo. En esta habitación se
alm ace naban obje tos ce re m oniale s: un cue nco tallado e n alabastro, cálices, paños. A Suldrun
no le gustaba e sa habitación; pare cía un sitio pe que ño y cruel donde se habían planeado, y tal
ve z com e tido, actos crue le s, de jando un te m blor sublim inal e n e l aire .
A ve ce s los salone s care cían de vitalidad, y Suldrun salía a los parape tos de la vieja
Forta le za , de sde donde sie m pre podía ve r e spe ctá culos inte re sante s a lo largo del Sfer Arct:
viaje ros que iban y ve nían; carre tone s cargados de barricas, fardos y ce stos; caballe ros
andante s con arm aduras m e lladas; noble s con su sé quito; mendicantes, estudiantes viajeros,
sace rdote s y pe re grinos de dive rsas se ctas; te rrate nie nte s que ve nían a com prar buenas
te las, e spe cias, chuche rías.
Al norte e l Sfe r Arct pasaba e ntre los m onte s Mae ghe r y Yax: gigantes petrificados que

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habían ayudado al re y Zoltra Estre lla Brillante a dre nar la Bahía de Lyone sse ; cuando se
re be laron, Am be r e l he chice ro los había transform ado e n pie dra, o e so de cía la le ye nda.
De sde los parape tos Suldrun podía ve r la bahía y m aravillosas naves de tierras lejanas
crujie ndo e n sus a m a rras. Era n ina lcanza ble s: a ve nturarse tan le jos habría provoca do
torm e ntas de re proche s por parte de Mauge lin; podrían llevarla humillada ante la reina Sollace,
o incluso a nte la te m ible pre se ncia de l re y C a sm ir. No de se a ba ve r a ninguno de los dos. La
re m a Sollace e ra poco m ás que una voz im pe riosa desde pliegues de espléndidas túnicas; el rey
C asm ir, para Suldrun, e ra un rostro se ve ro de prom ine nte s ojos azule s, rizos dorados,
corona dorada y barba dorada.
No te nía e l m e nor inte ré s e n e nfre ntarse a la re ina Sollace o a l rey Casmir. Los muros
de Haidion e ran e l lím ite de las ave nturas de Suldrun.

C uando Suldrun cum plió sie te años, la re ina Sollace quedó nuevamente encinta, y esta
ve z tuvo un varón. Sollace e staba m e nos asustada, y e n conse cue ncia sufrió mucho menos
que con Suldrun. Llam aron C assande r al niño; con e l tie m po llegaría a ser Cassander V. Nació
durante e l bue n tie m po de l ve rano, y los fe stiva le s que ce le bra ba n su nacim ie nto se
prolongaron una se m ana.
Haidion re cibió a notable s hué spe de s de las Islas Elder. Desde Dascinet vino el príncipe
O thm ar con su e sposa aquitana, la prince sa Euline tte , y los duque s Athe banas, Helmgas y
O utrim adax con sus sé quitos. De sde Troicine t, e l re y Granice e nvió a sus principe scos
he rm anos Arbam e t y O spe ro, Tre wan, hijo de Arbamet, y Aulas, hijo de Ospero. Desde Ulflandia
de l Sur vino e l gran duque Erwig con un obse quio: un m agnífico baúl de caoba con
incrustacione s de calce donia roja y turque sa azul. El re y Gax de Ulflandia del Norte, sitiado por
los sk a, no e nvió ningún re pre se ntante . El re y Audry de Dahaut e nvió una de le gación de
noble s y una doce na de e le fa nte s tallados e n m arfil. Y a sí suce sivam e nte .
En la ce re m onia de bautism o, e n e l Gran Salón, la prince sa Suldrun pe rm ane ció
re catadam e nte se ntada junto a se is hijas de la nobleza superior; enfrente estaban los príncipes
Tre wan y Aulas de Troicine t, Be llath de C aduz, y los tre s jóve ne s duques de Dascinet. Para la
ocasión, Suldrun lle vaba un ve stido de te rciope lo ce le ste , y una cinta tachonada con piedras
lunare s le e nm arca ba e l pe lo sua ve y cla ro. Era bonita, y llam aba 'la a te nción de m uchas
pe rsonas que ante s casi no habían re parado e n e lla, incluido e l m ism o re y C asm ir. «Es
bonita, sin duda —pe nsaba e l re y—, aunque algo de lgada y hue suda. Tiene un aire solitario.
Q uizá se a de m asiado re se rvada... Bie n, e so se puede remediar. Cuando crezca, será un partido
codiciable .» Y Casm ir, cada ve z m ás ansioso de re staurar la antigua grandeza de Lyonesse,
pe nsó a de m á s: «R e a lm e nte no e s pre m a turo pe nsa r e n e sto.»
Estudió las posibilidade s. Dahaut e ra de sde lue go el gran obstáculo para sus planes, y el
re y Audry e ra un te naz aunque solapado e ne m igo. Un día la vie ja gue rra debería continuar,
pe ro e n ve z de a ta ca r Dahaut de sde e l e ste , por Pom pe rol, donde las líne a s operativas de
Audry e ran cortas (é se había sido e l lam e ntable e rror del rey Phristan), Casmir pensaba atacar a
travé s de Ulflandia de l Sur, para de sgastar los e x pue stos flancos occidentales de Dahaut. Y el
re y C asm ir re fle x ionó sobre Ulflandia de l Sur.
El re y O riante , un pálido hom bre cito de cabe za re donda, e ra ine ficaz,
chillón e irascible . R e inaba e n su castillo Sfan Sfe g, ce rca de la ciudad de O alde s,
pe ro no podía dom inar a los fe roce s e inde pe ndie nte s barone s del pantano y la montaña. Su
re ina Be hus e ra alta y corpule nta y le había dado un solo hijo varón, Q uilcy, ahora de cinco
años, corto de e nte nde de ras e incapaz de controlar la saliva que le goteaba de la boca. Una
boda e ntre Q uilcy y Suldrun podía re sultar m uy ve ntajosa. Mucho de pe ndía de la influencia
que Suldrun pudie ra e je rce r sobre un cónyuge re tarda do. Si Q uilcy e ra tan dócil com o
suge rían los rum ore s, una m uje r inte lige nte no te ndría proble m as con é l.
Así re fle x ionaba e l re y C a sm ir m ie ntra s pe rm a ne cía de pie e n el Gran Salón el día del
bautism o de su hijo C assande r.
Suldrun sintió los ojos de su padre . La inte nsidad de su m irada la incomodó, y por un
m om e nto te m ió habe rle e nfadado. Pe ro é l de svió e n se guida la cabe za, y para su alivio no

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le pre stó m ás a te nción.
Enfre nte e staban se ntados los principitos de Troicine t. Tre wan te nía catorce años, y
e ra alto y fue rte para su e dad. El pe lo oscuro e staba cortado re cto sobre la frente y le tapaba
las ore jas. Te nía rasgos quizás un poco toscos, pe ro de ningún m odo era desagradable; en
re alidad, ya se había notado su pre se ncia e ntre las criadas de Zarcone , la casa señorial del
príncipe Arbam e t, su padre . A m e nudo posaba los ojos e n Suldrun, de una m ane ra que a
e lla le pe rturbaba.
El se gundo principito troicino e ra Aulas, dos o tre s años m e nor que Tre wan. Era de
cade ras de lgadas y hom bros cuadrados. El pe lo lacio, castaño claro, estaba cortado como una
gorra que le lle gaba a las ore jas. La nariz e ra corta y pare ja; la líne a de la m andíbula se
de stacaba con lim pieza y de finición. Pare cía no re parar en Suldrun, lo cual le fastidiaba, aunque
había re probado e l atre vim ie nto de l otro príncipe . La lle gada de cuatro e njutos sacerdotes
druidas distrajo su ate nción.
Ve stían largas y ce ñidas túnicas de aulaga m arrón, con cogullas que le s tapaban la
cara, y cada cual traía una ram a de roble de su bosque sagrado. Avanzaron arrastrando los
bla ncos pie s, que a som a ba n bajo las túnicas, y se situa ron a l norte , a l sur, a l e ste y a l
oe ste de la cuna.
El druida colocado e n e l norte sostuvo la ram a de roble sobre e l niño y le tocó la
fre nte con un am ule to de m ade ra.
—El Dagda te be ndice —dijo— y te otorga e l don de tu nom bre , C assande r.
El druida de l oe ste e x te ndió su ram a de roble .
—Brigit, prim e ra hija de l Dagda, te be ndice y te otorga e l don de la poesía, y te llama
C assande r.
El druida de l sur e x te ndió su ram a de roble .
—Brigit, se gunda hija de l Dagda, te be ndice y te otorga e l don de la bue na salud y
los pode re s de la curación, y te llam a C assande r.
El druida de l e ste e x te ndió su ram a de roble .
—Brigit, te rce ra hija de l Dagda, te be ndice y te otorga e l don de l hie rro, en espada y
e scudo, e n hoz y a ra do, y te llam a C a ssande r.
C on las ram as todos form aron un dose l sobre e l niño.
—Q ue la luz de Lug e ntibie tu cue rpo; que la oscuridad de O gm a m e jore tus
pe rspe ctivas; que Lir soporte tus nave s; que e l Dagda te otorgue su gracia para siempre.
Se volvie ron y salie ron de l salón con sus le ntos pie s de scalzos.
P a je s con panta lone s a bolsados de color e scarla ta a lzaron sus cla rine s y tocaron En
honor de la re ina . Los pre se nte s a pe na s m urm ura ba n m ie ntras la reina Sollace se retiraba del
brazo de Le nore y la dam a De sde a supe rvisaba e l traslado de l príncipe niño.
Apa re cie ron m úsicos e n la gale ría a lta, con dúlce m e le , fla utas, laúd y un cadwal (un
violín de una sola cue rda, para tocar jigas). El ce ntro de l salón se de spejó; los pajes tocaron
una se gunda fanfarria, Mirad al jocundo re y.
El re y C asm ir se dirigió a Arre sm e , duque sa de Slahan; los m úsicos tocaron un acorde
m aje stuoso y e l re y C asm ir condujo a Arre sm e a la pista para la pavana, se guido por los
noble s y dam as de l re ino, e n una proce sión de m agníficos trajes multicolores; cada gesto, cada
paso, cada re ve re ncia y posición de la cabe za, las m anos y las m uñe cas re spe taba lo
orde nado por la e tique ta. Suldrun m iraba fascinada: un paso le nto, una pausa, una
inclinación y un grácil ade m án, lue go otro paso, y un de ste llo de se da, e l susurro de las
e naguas al cuidadoso son de la m úsica. ¡Q ué se ve ro y m ajestuoso parecía su padre, aun en el
frívolo acto de bailar la pavana!
La pavana te rm inó y los pre se nte s se trasladaron al C lod an Dach Nair, y ocuparon su
sitio ante la m e sa de banque te s. Se aplicaron las m ás rígidas reglas de precedencia; el heraldo

20
je fe y un orde nador habían trabajado pe nosam e nte para lle gar a las m ás sutile s
discrim inacione s. Suldrun se se ntó a la de re cha de l re y C asm ir, e n la silla habitualm ente
ocupada por la re ina. Esa noche la re m a Sollace no se se ntía bien y estaba en la cama, donde
com ió paste le s de cua ja da hasta la sacie da d, m ie ntra s Suldrun ce naba por primera vez a la
m ism a m e sa que su padre e l re y.

Tre s m e se s de spué s de l nacim ie nto de l príncipe C assander, la vida de Suldrun sufrió un


cam bio. Ehirm e , ya m adre de un par de hijos varone s, tuvo ge m e los. Su he rmana, que se
había e ncargado de la casa m ie ntras Ehirm e e staba e n e l palacio, se casó con un pescador, y
Ehirm e ya no pudo se rvir a Suldrun.
C asi por coincide ncia, Boude tta anunció que , a pe dido de l re y C asm ir, Suldrun debía
e ducarse e n m odale s, danzas y todas las otras habilidade s y gracias propias de una princesa
re al.
Suldrun se re signó a se r instruida por varias dam as de la corte . C om o ante s,
aprove chaba las soporífe ras horas de la tarde para vagabundear: por el naranjal, la biblioteca,
o e l Salón de los Honore s. De sde e l naranjal e l cam ino lle vaba, por una arcada, hasta la
Muralla de Zoltra, a travé s de un túne l above dado que lle gaba hasta e l Urquial. Suldrun se
ave nturó hasta e l túne l, y se que dó e n las som bras obse rvando a los hombres armados que
se e ntre naban con picas y e spadas: pate aban, gritaban, e m be stían, caían. Un gallardo
e spe ctáculo, pe nsó Suldrun. A la de re cha una pare d ruinosa flanque aba e l Urquial. C asi
oculta de trás de un copudo y vie jo ale rce había una pe sada pue rta de m ade ra, reseca por
los años.
Suldrun salió de l túne l para inte rnarse e n las som bras detrás del alerce. Atisbo por una
re ndija de la pue rta y lue go tiró de un ce rrojo que m ante nía e n su lugar la madera deforme.
Se valió de todas sus fue rzas, pe ro e n vano. Encontró una pie dra y la usó como martillo. Los
re m ache s se aflojaron; e l ce rrojo ce dió. Suldrun e m pujó; la pue rta crujió y tembló. Se puso
de e spaldas y pre sionó con sus nalgas pe que ñas y re dondas. La puerta protestó con una voz
casi hum a na , y se e ntre a brió.
Suldrun se e scurrió por la abe rtura y se e ncontró ante un barranco que parecía bajar
hasta e l m ar. Se a de ntró a udazm e nte e n un vie jo se nde ro. Se detuvo a escuchar pero no oyó
nada. Estaba sola. Avanzó un tre cho y lle gó a una pe que ña e structura de piedra oscurecida
por la inte m pe rie , a hora de solada y de sie rta: a pa re nte m e nte un a ntiguo te m plo.
No se atre vió a ir m ás le jos; la e charían de m e nos y Boude tta la re ñiría. Arque ó e l
cue llo para m irar barranco abajo y atisbo a travé s de l follaje . De m ala gana, re gre só por
donde había ve nido.

Una torm e nta otoña l tra jo cua tro día s de lluvia y nie bla a la ciuda d de Lyone sse , y
Suldrun que dó e nce rrada e n Haidion. El quinto día se e ntreabrieron las nubes, y oblicuos rayos
de sol atrave saron las grie tas. A m e diodía la m itad de l cie lo e ra un espacio azul, la otra mitad
nube s ve loce s.
A la prim e ra oportunidad Suldrun corrió por la arcada y atrave só e l túne l bajo la
Muralla de Zoltra; lue go, tras e char una caute losa m irada al Urquial, pasó bajo e l alerce y
atrave só e l um bral de la vie ja pue rta de m ade ra. C e rró la pue rta a sus e spaldas y se sintió
aislada de l re sto de l m undo.
Bajó por e l vie jo cam ino hasta e l te m plo: un octógono de pie dra sobre un saliente de
rocas. El risco se e rguía a brupta m e nte de trá s. Suldrun m iró a tra vé s de la vie ja pue rta
arque ada. C uatro largos pasos la lle varon
hasta la pare d de l fondo, donde e l sím bolo de Mitra dom inaba un bajo altar de piedra.
A cada lado, una ve ntana angosta de jaba pasar la luz; te jas de pizarra cubrían el techo. Un
re m olino de hojas m ue rtas había cruzado la pue rta, pe ro por lo demás el templo estaba vacío.
La atm ósfe ra te nía un olor dulzón y pe gajoso, te nue pe ro de sagradable . Suldrun torció la
nariz y re troce dió.

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El barranco bajaba abruptam e nte ; los riscos de cada lado pare cían peñascos bajos e
irre gulare s. El se nde ro se rpe nte aba e ntre pie dras, m atas de tom illo silve stre , asfódelos y
abrojos, y por una te rraza donde la tie rra e ra profunda. Dos m acizos robles que casi cubrían
e l barranco custodiaban e l antiguo jardín de abajo, y Suldrun se sintió como una exploradora
de scubrie ndo una tie rra nue va.
A la izquie rda se e le vaba e l risco. Un irre gular bosque cillo de tejo, laurel, carpe y mirto
e nsom bre cía un soto de arbustos y flore s: viole tas, he le chos, cam panillas, nom e olvides,
a né m ona s; cante ros de he liotropo pe rfum a ba n e l a ire . A la de recha, el peñasco, casi tan alto
com o e l risco, re cibía la luz de l sol. De bajo había rom e ro, asfódelo, dedalera, geranio silvestre,
luisa, de lgados cipre se s de color ve rde oscuro y una doce na de e norm e s olivos, nudosos,
re torcidos; e l follaje ve rde gris y fre sco, e n contraste con los añosos troncos.
Allí donde se e nsanchaba e l barranco, Suldrun dio con las ruinas de una villa romana.
Sólo que daba un rajado piso de m árm ol, una colum nata de rruida, bloque s de m árm ol
a m ontonados e ntre m ale zas y a brojos. En e l borde de la te rraza cre cía un tilo viejo y solitario
de tronco grue so y ram as e x te nsas. El se nde ro bajaba hasta una playa angosta y ripiosa que
se curvaba e ntre un par de cabos cuyas rocas pe ne traban e n e l m ar.
El vie nto había am ainado, pe ro e l torm e ntoso ole aje aún se encrespaba alrededor de
los prom ontorios y rom pía sobre la playa ripiosa. Suldrun m iró un rato el destello del sol sobre
e l m ar, lue go se volvió y m iró barranco arriba. Sin duda, e l vie jo jardín e staba e ncantado,
pe nsó, con una m agia e vide nte m e nte be nigna; e lla sólo sentía paz. Los árboles disfrutaban del
sol sin pre starle a te nción. Las flore s la a m a ba n, e x ce pto e l orgulloso a sfódelo, que sólo se
a m a ba a sí m ism o. R e cue rdos m e lancólicos se a gita ba n e ntre las ruina s, pe ro e ra n
insustanciale s, m e nore s que ráfagas, y no te nían voz.
El sol se de splazó e n e l cie lo; a re gañadie nte s, Suldrun de cidió volver. La echarían de
m e nos si se que da ba m ás tie m po. C ruzó e l jardín, salió por la vie ja pue rta y re gre só a
Haidion por la arcada.

22
3

Suldrun de spe rtó con frío ante la luz húm e da y lúgubre que e ntraba por la ventana:
habían vue lto las lluvias y la criada se había olvidado de e nce nde r e l fue go. Espe ró unos
m inutos y se le vantó re signadam e nte . Se vistió y se pe inó tiritando.
La criada a pa re ció a l fin y e nce ndió e l fue go de prisa , te m ie ndo que Suldrun la
de nunciara ante Boude tta, pe ro la prince sa ya había olvidado e l de scuido.
Se a ce rcó a la ve nta na . La lluvia de sdibuja ba e l paisa je ; la bahía parecía un charco; los
te jados de la ciudad e ran die z m il form as e n m uchos tonos grise s. ¿Adonde se había ido el
color? ¡El color! ¡Q ué cosa tan e x traña! R e lucía al sol, pe ro se desvanecía en la opacidad de la
lluvia : m uy e x tra ño. Lle gó e l de sayuno y Suldrun com ió m ie ntra s re fle x ionaba sobre las
paradojas de l color. R ojo y azul, ve rde y púrpura, am arillo y naranja, m arrón y negro: cada
cual con su carácte r y su cualidad e spe cífica, pe ro im palpable ...
Suldrun bajó a la bibliote ca para re cibir sus le ccione s. Su pre ce ptor era ahora maese
Jaim e s, archivista, e rudito y bibliote cario e n la corte de l re y C asm ir. Al principio Suldrun lo
había conside ra do una figura intim idatoria , se ve ra y pre cisa , pue s e ra a lto y esmirriado y la
nariz, grande y de lgada com o un pico, le daba un aire de ave de pre sa. Mae se Jaim es ya
había de jado atrás los fre ne síe s de la juve ntud, pe ro aún no e ra viejo, ni siquiera maduro. Su
pe lo tosco y ne gro e staba cortado a la altura de la m itad de la fre nte y formaba un saliente
sobre las ore jas; la pie l e ra pálida com o pe rgam ino; los brazos y las pie rnas e ran largos y
de lgados com o e l torso; no obstante , te nía un porte digno e incluso una gracia rara y
de sga na da . Era e l se x to hijo de C rinse y de Hre de c, una finca que a ba rcaba m ás de doce
he ctáre as de lade ra pe dre gosa, y no había he re dado nada de l padre salvo una cuna noble.
R e solvió e nse ñar a la prince sa Suldrun con de sapasionada form alidad, pero Suldrun pronto
apre ndió
cóm o se ducirlo y confundirlo. Él se e nam oró pe rdidam e nte de ella, aunque fingía que
e sa e m oción e ra m e ra tole rancia. Suldrun, que e ra pe rce ptiva cua ndo se lo proponía, veía lo
que había de trás de e sos inte ntos de airoso distanciam ie nto y llevaba la voz cantante, como
cuando Jaim e s fruncía e l ce ño y de cía:
— Esas ae s y e sas ge s pare ce n iguale s. Te ne m os que hace rlas de nuevo, con buena
le tra.
— ¡Pe ro la plum a e stá rota!
— Entonce s afílala. C on cuidado, no te corte s. Es una habilidad que de bes aprender.
— ¡Ay!
— ¿Te has cortado?
— No. Sólo practicaba por si m e corto.
— No ne ce sitas practicar. Los gritos de dolor sale n con facilidad y naturalidad.
— ¿Ha sta dónde has via ja do?
— ¿Q ué tie ne que ve r e so con afilar una plum a?
— Me pre gunto si los e studiante s de lugare s le janos, com o África, afilan sus plumas de
otro m odo.
— No sé de círte lo.
— ¿Ha sta dónde has via ja do?
— O h... no de m asiado le jos. Estudié e n la unive rsidad de Avallon, y tam bié n e n
Me the glin. Una ve z visité Aquitania.
— ¿C uál e s e l lugar m ás le jano de l m undo?

23
— Mm . Es difícil de cirlo. ¿C atay? ¿El otro e x tre m o de África?
— ¡Ésa no pue de se r la re spue sta ade cuada!
— ¿No? Dím e la tú, e ntonce s.
— No e x iste tal lugar; sie m pre hay algo m ás le jos.
— Sí, tal ve z. Pe rm íte m e afilar la plum a. Eso e s. Ahora volvam os a las aes y las ges.
La m añana lluviosa e n que Suldrun fue a la bibliote ca para sus lecciones, Jaimes ya la
e spe raba con una doce na de plum as afiladas.
— Hoy —dijo m ae se Jaim e s—, de be s e scribir tu nom bre com ple to, y con tal exquisita
habilidad que soltaré una e x clam ación de sorpre sa.
— Haré lo posible —dijo Suldrun—. Q ué plum as tan be llas.
— Ex ce le nte s.
— Son todas blancas
— Sí, cre o que sí.
— Esta tinta e s ne gra . C re o que las plum a s ne gra s se ría n m e jore s para la tinta negra.
— No cre o que la dife re ncia se a pe rce ptible .
— Podríam os usar tinta blanca con e stas plum as.
— No te ngo tinta blanca, ni pe rgam ino ne gro. Así que ...
— Mae se Jaim e s, e sta m añana m e han intrigado los colores. ¿De dónde vienen? ¿Qué
son?
Mae se Jaim e s pe sta ñe ó y lade ó la cabe za.
— ¿Los colore s? Ex iste n. Los ve m os por todas parte s.
— Pe ro van y vie ne n. ¿Q ué son?
— La ve rda d e s que no lo sé . Q ué pre gunta tan inte lige nte . Las cosas rojas son rojas y
las cosas ve rde s son ve rde s, y pare ce que e s así.
Suldrun m ovió la cabe za sonrie ndo.
— A ve ce s, m ae se Jaim e s, cre o que sé tanto com o tú.
— No se as im pe rtine nte . ¿Ve s e sos libros? Platón, Ne so, R ohan y He rodoto... los he
le ído todos, y sólo he apre ndido cuánta e s m i ignorancia.
— ¿Y los m agos? ¿Ellos lo sabe n todo?
Mae se Jaim e s se re lajó e n la silla y de sistió de toda e speranza de crear una atmósfera
form al y se ve ra. Miró por la ve ntana de la bibliote ca y dijo:
—C uando vivía e n Hre de c, sie ndo a pe na s un m ucha cho, trabé amistad con un mago. —
Al m irar de soslayo a Suldrun, notó que había capta do su atención—. Se llamaba Shimrod. Un
día visité su casa, Trilda, y m e olvidé de la hora. Lle gó la noche y yo e staba le jos de casa.
Shim rod atrapó un ratón y lo transform ó e n un he rm oso caballo. «Vuelve al galo pe», me dijo.
«No de sm onte s ni toque s e l sue lo ante s de lle gar a de stino, pue s e n cuanto tu pie toque el
sue lo, e l caballo volve rá a se r ratón.»
»Y así fue . C abalgué gallardam e nte , para e nvidia de quienes me veían, y tuve cuidado
de ape arm e de trás de l e stablo, para que nadie supie ra que había cabalgado e n un ratón.
»¡C ie los! Estam os pe rdie ndo e l tie m po. —Se enderezó en la silla—. Ahora, toma tu pluma,
m ójala con tinta y traza una bue na R , pue s la ne ce sitarás para e scribir tu nom bre .
— Pe ro no has re spondido a m i pre gunta
— ¿Si los m agos lo sabe n todo? La re spue sta e s no. Ahora, los caracteres, con letra clara
y cuadrada.

24
— O h, m ae se Jaim e s, hoy e stoy a burrida de e scribir. Ensé ñam e m agia .
— Ja! Si supie ra m agia , no e staría tra ba ja ndo a quí a dos florine s por semana. No, mi
prince sa. Te ngo m e jore s plane s e n m i m e nte . C oge ría dos bue nos ratone s y los
transform aría e n un par de he rm osos caballos; y m e conve rtiría e n un apue sto príncipe
ape nas m ayor que tú, e iríam os a cabalgar por colinas y valles hasta un maravilloso castillo en
las nube s, y allí podríam os com e r fre sas con cre m a y e scuchar m úsica de arpas y
cam panillas de hadas. Ay, pe ro no sé m agia. Soy e l de sdichado m ae se Jaimes, y tú eres la
dulce y tra vie sa Suldrun que se nie ga a a pre nde r sus le tra s.
— No —dijo Suldrun con re pe ntina firm e za —. Tra ba ja ré m ucho para
sabe r le e r y e scribir. ¿Y sabe s para qué ? Para pode r apre nde r magia, y entonces sólo
ne ce sitarás sabe r atrapar ratone s.
Mae se Jaim e s soltó una risa ahogada. Ex te ndió los brazos sobre la m esa y le tomó
am bas m anos.
— Suldrun, tú ya sabe s m agia.
Por un instante se sonrie ron. Lue go, con re pe ntino e m barazo, Suldrun agachó la
cabe za.

Las lluvias continuaban. Mae se Jaim e s contrajo una fiebre mientras caminaba en el frío
y la hum e da d y no pudo e nse ñar. Nadie se m ole stó e n a visa r a Suldrun, que fue a la
bibliote ca y la e ncontró vacía.
Durante un rato practicó su e scritura y hoje ó un libro e ncuade rnado e n cue ro que
habían traído de Northum bria, ilum inado con e x quisitas figuras de santos e n paisaje s
trazados con tintas vividas.
Por últim o Suldrun de jó e l libro y salió al pasillo. Era m e dia m añana y los sirvientes
e staban a ta re a dos e n la Gale ría Larga . Las criadas lustraban las losas con cera de abeja y piel
de corde ro; un lacayo con zancos re lle naba los cande labros con aceite de nenúfar. Desde fuera
de l palacio, sofocado por las pare de s, lle gó e l ruido de los clarines que anunciaban la llegada
de unos visitante s. De sde la gale ría, Suldrun los vio e ntrar e n la ante sala: tre s notables,
pate ando e l sue lo y sacudie ndo las ropas m ojadas. Varios lacayos se le acercaron deprisa para
a yuda rle s a quita rse e l m anto, e l casco y la e spada. Un he raldo e le vó la voz para
anunciarlos.
—¡De sde e l re ino de Dahaut, tre s noble s pe rsona je s! ¡Declaro sus identidades: Lenard,
duque de Me ch! ¡Milliflor, duque de C adwy y Josse lm Im phal, m arqué s de la Marca Celta!
El re y C asm ir se ade lantó.
—C aballe ros, bie nve nidos a Haidion.
Los tre s notable s hicie ron una ge nufle x ión ritual, bajando la rodilla de recha hacia el
sue lo y e x te ndie ndo las m anos sin alzar la cabe za ni los hombros. Las circunstancias indicaban
una ocasión form al pe ro no ce re m onial.
El re y C asm ir los saludó con un grácil ade m án.
— C a balle ros, sugie ro que vayáis a vue stros a pose ntos, donde e ncontraréis un tibio
fue go y ropa se ca. Ya lle gará e l m om e nto de de libe rar.
— Gracias, re y C asm ir —re spondió Milliflor—. En ve rdad e stam os mojados. La maldita
lluvia no nos ha dado re spiro.
Los visitante s se m archaron y e l re y C asm ir e chó a andar por la galería. Vio a Suldrun
y se de tuvo.
—¿Q ué e s e sto? ¿Por qué no e stás tom ando tus le ccione s? Suldrun pre firió no
m e ncionar la ause ncia de m ae se Jaim e s.
— Acabo de te rm inar m i tare a diaria. Sé e scribir bie n todos los caracte re s, y pue do
usarlos para form ar palabras. Esta m añana he le ído un gran libro sobre los cristianos.

25
— ¿De ve rás? ¿Le íste tam bié n los caracte re s?
— No todos, padre . Era le tra uncial y e l idiom a e ra latín. Te ngo problemas con ambos.
Pe ro m iré las figuras a te ntam e nte , y m ae se Jaim e s dice que voy bie n.
— Me ale gra sabe rlo. Aún así, de be s apre nde r a com portarte con de coro y no andar
por la gale ría sin com pañía.
—Padre , a ve ce s pre fie ro e star sola —dijo Suldrun con apre nsión.
C asm ir, e l ce ño lige ram e nte fruncido, te nías las pie rnas se paradas y las manos a la
e spalda. Le disgustaba que alguie n se opusie ra a sus juicios, y sobre todo una niña tan
pe que ña e ine x pe rta. C on voz m e surada que inte ntaba de finir la situación de m ane ra
pre cisa y te rm inante , dijo:
— En ocasione s tus pre fe re ncias de be n ce de r ante las fue rzas de la re alidad.
— Sí, padre .
— De be s re cordar tu im portancia. ¡Ere s la prince sa Suldrun de Lyonesse! Pronto la flor
y nata de l m undo ve ndrá a corte jarte para pe dirte e n m atrim onio, y no de be s parecer una
tunante . Q ue re m os se r se le ctivos, para prove cho tuyo y de l re ino.
— Padre —dijo Suldrun con ince rtidum bre —, no m e inte re sa pe nsar en el matrimonio.
C asm ir e ntornó los ojos. ¡De nue vo e sa te rque dad!
— ¡Espe ro que no! —re puso jocosam e nte —. ¡Ere s ape nas una niña! Pero nunca se es
de m asiado pe que ño para re cordar nue stro rango. ¿Entie nde s la palabra «diplom acia»?
— No, padre .
— Significa tratar con otros paíse s. La diplom acia e s un jue go de licado, com o una
danza. Troicine t, Dahaut, Lyone sse , los sk a y los ce ltas, todos van girando, listos para
a gruparse de tre s e n tre s o de cua tro e n cua tro para a se star un golpe m orta l a los demás.
De bo a se gura rm e de que Lyone sse no que de e x cluida de la contradanza. ¿Entiendes a qué me
re fie ro?
Suldrun re fle x ionó.
—C re o que sí. Me a le gra no te ne r que participa r e n e sa danza . C a sm ir re troce dió,
pre guntándose si e lla habría e nte ndido bie n.
—Eso e s todo por a hora —dijo a l fin—. Ve a tu cua rto. Habla ré con De sde a . Ella te
e ncontrará com pañía ade cuada.
Suldrun inte ntó e x plicar que no ne ce sitaba nue vas com pañías, pe ro al ver la cara del
re y C asm ir contuvo la le ngua y se m archó.
Para obe de ce r la orde n de l re y C a sm ir e n su se ntido e x a cto y lite ra l,
Suldrun subió a sus apose ntos de la Torre Este . Mauge lin roncaba e n una silla, la
cabe za e chada hacia atrás.
Suldrun m iró por la ve ntana y vio la lluvia. R e fle x ionó un instante , lue go entró en el
cuarto rope ro y se puso un ve stido de lino ve rde oscuro. Miró a Mauge lin por e ncim a de l
hom bro y se m archó. La orde n de l re y C asm ir había sido obe decida; si él llegaba a verla, se lo
podía de m ostrar por su cam bio de ve stim e nta.
C on cuidado, paso a paso, bajó la e scale ra hasta e l O ctógono. Allí se detuvo a mirar y
e scucha r. La Gale ría Larga e staba de sie rta. No se oía nada. R e corría un palacio encantado
donde todos dorm itaban.
C orrió al Gran Salón. La luz gris que se filtraba por las altas ve ntanas se perdía en las
som bras. C am inó e n sile ncio hasta un alto y angosto portal de la larga pare d, m iró por
e ncim a de l hom bro, e stirando las com isuras de la boca. Lue go abrió la m aciza pue rta y
e ntró e n e l Salón de los Honore s.
La luz e ra tan gris y opa ca com o e n e l Gra n Salón, y e so re a lzaba la solemnidad del
apose nto. C om o sie m pre , cincue nta y cuatro sillas estaban alineadas a izquierda y derecha a lo

26
largo de las pare de s y todas pare cían conte m plar con m e ditabundo desdén la mesa que, con
cuatro sillas m ás pe que ñas, ocupaba ahora e l ce ntro de l cuarto.
Suldrun e x am inó e sos m ue ble s con sim ilar de saprobación. Se inte rponían entre las
altas sillas, y e storbaban su contacto m utuo. ¿Q uié n haría algo tan torpe? Sin duda la llegada
de los tre s notable s había im pue sto e se arre glo. Suldrun se paró en seco al pensarlo. Decidió
larga rse , pe ro no lo hizo a tie m po. O yó voce s a fue ra. Sobre sa ltada, se puso rígida como una
e statua. Lue go corrió de un lado a otro, y al fin se ocultó tras e l trono.
De trá s de e lla colga ba e l pe ndón rojo oscuro. Suldrun a prove chó la abertura de la tela
para e ntra r e n e l cua rto de a lm ace nam ie nto. De pie junto a la colga dura , y entreabriendo la
abe rtura, Suldrun vio un par de lacayos e ntrando e n la sala. Hoy vestían una pomposa librea
ce re m onia l: panta lone s a bolsados color e scarla ta , calza s de rayas ne gra s y rojas, zapatos
ne gros con punta curva y tabardos ocre que lle vaban bordado e l Árbol de la Vida.
R e corrie ron la habitación e nce ndie ndo las antorchas. O tros dos lacayos traje ron un par de
pe sados cande labros de hie rro ne gro y los apoyaron e n la m e sa. Tam bié n encendieron las
ve las, de dos pulgadas de grosor y he chas con ce ra de baya; Suldrun nunca había visto el
Salón de los Honore s tan re splande cie nte .
Sintió fastidio. Ella e ra la prince sa Suldrun y no te nía por qué ocultarse de los lacayos;
a un a sí, pe rm a ne ció e scondida . Las noticia s via ja ba n de prisa e n los corredores de Haidion; si
los lacayos la ve ían, pronto se e nte raría Mauge lin, lue go Boudetta, y quién sabía hasta dónde
podía lle gar e l rum or.
Los lacayos te rm inaron los pre parativos y se re tiraron de jando las pue rtas abiertas.
Suldrun salió a la cám ara. Se de tuvo a e scucha r junto a l trono, la cara ladeada, frágil y
pálida, lle na de e x citación. C on re pe ntina audacia e chó a corre r. O yó nue vos ruidos: e l
cam panille o de l m e tal, e l re tum bar de pasos pe sados; se volvió asustada y se ocultó de nuevo
de trás de l trono. Mirando por e ncim a de l hom bro vio al re y C asm ir e n toda su pompa. Entró
e n e l Salón de los Honore s con la cabe za alta irguie ndo la barbilla y la barba corta y rubia. Las
llam as de las antorchas se re fle jaban e n la corona, una sim ple banda de oro bajo un círculo
de hojas de laure l de plata. Te nía una larga capa ne gra que le lle gaba casi a los talones, un
jubón ne gro y m arrón, pantalone s ne gros y botas ne gras hasta el tobillo. No portaba armas ni
lucía ornam e ntos. Su cara e ra fría e im pasible com o de costumbre. Para Suldrun representaba
la e ncarnación de lo m aje stuoso; se apoyó e n las m anos y las rodillas y se arrastró bajo el
pe ndón hasta la habitación tra se ra . P or últim o se a nim ó a pone rse de pie para atisbar por la
a be rtura.
El re y C asm ir no había notado que e l pe ndón se m ovía. Se paró junto a la mesa, de
e spaldas a Suldrun, las m anos apoyadas e n la silla.
Entraron los he raldos, de dos e n dos, hasta com ple tar ocho, cada cual portando un
e standarte que e x hibía e l Árbol de la Vida de Lyone sse . Se aline aron a lo largo de la pared
tra se ra y a pa re cie ron los tre s notable s que había n lle gado e se día .
El re y C asm ir pe rm ane ció de pie hasta que los tre s se se pararon para detenerse junto
a las sillas, lue go se se ntó, se guido por sus tre s hué spe de s.
Los m ayordom os pusie ron un cáliz de plata junto a cada hom bre , y e l m ayordomo
principal ve rtió vino rojo oscuro de una jarra de alabastro. Lue go se inclinó y salió de la
habitación, se guido por los lacayos y los he raldos. Los cuatro pe rm ane cie ron solos a la
m e sa.
El re y C asm ir alzó su cáliz.
—¡Ale gría a nue stros corazone s, satisfacción a nue stras ne ce sidade s, y é x ito a
nue stros plane s! Brinde m os por e so.
Los cuatro be bie ron vino.
— Bie n, ahora a nue stros asuntos —dijo e l re y C asm ir—. Es una re unión privada e
inform a l. Hable m os con fra nque za , sin re se rva s. Se m e jante cha rla nos beneficiará a todos.
— Hare m os com o dice s —dijo Milliflor, ape nas sonriendo—. Pero dudo de que los deseos
de nue stros corazone s se an tan sim ilare s com o cre e s.

27
— Pe rm itidm e de finir una posición que todos nosotros de be m os suscribir —dijo el rey
C asm ir—. De se o re cordar los antiguos tie m pos e n que un gobie rno único m antenía la paz.
Lue go conocim os incursione s, pillaje , gue rra y suspicacia. Las dos Ulflandias son páramos
ponzoñosos, donde sólo los sk a, los salte adore s y las fieras se atreven a caminar en pleno día.
Los ce ltas sólo se re prim e n m e diante una vigilancia constante , com o ate stiguará Imphal.
— Es ve rdad —dijo Im phal.
— Entonce s e x pondré e l asunto con se ncille z —dijo e l re y Casmir—. Delhaut y Lyonesse
de be n obrar de m utuo acue rdo. C on e sta fue rza com binada bajo un mando único, podemos
e char a los sk a de las Ulfla ndia s y som e te r a los ce lta s. Lue go Dascine t, Troicinet y las Islas
Elde r volve rán a se r un solo re ino. Prim e ro: la fusión de nue stras dos tie rras.
— Tus afirm acione s son indiscutible s —dijo Milliflor—. Pe ro nos in quie tan varios
inte rrogante s. ¿Q uié n te ndrá pre e m ine ncia ? ¿Q uié n conducirá los e jé rcitos? ¿Q uié n
gobe rnará e l re ino?
— Son pre guntas difícile s —dijo e l re y C asm ir—. De je m os que las res puestas esperen
hasta que e ste m os de acue rdo e n los principios, lue go e x am inare m os e sas posibilidades.
— Estam os de acue rdo e n los principios —dijo Milliflor—. Ahora e x plore m os los
ve rdade ros proble m as. El re y Audry ocupa e l antiguo trono Evandig. ¿Ace ptarás su
pre e m ine ncia ?
— Im posible . Aun así, pode m os gobe rnar am bos, com o iguale s. Ni e l re y Audry ni el
príncipe Dorca s son solda dos e né rgicos. Yo com anda ré los e jé rcitos; el rey Audry se ocupará
de la diplom acia.
Le nard rió con sarcasm o.
—Ante la prim e ra dife re ncia de opinión, los e jé rcitos podrían som e te r a los
diplom áticos.
El re y C asm ir tam bié n rió.
— No e s pre ciso lle gar a e so. El re y Audry pue de gobe rnar hasta su muerte. Luego yo
gobe rnaré hasta m i m ue rte . El príncipe Dorcas m e suce de rá. Si no tie ne hijos varone s, el
príncipe C assande r se rá e l siguie nte .
— Es un conce pto inte re sante —dijo se cam e nte Milliflor—. El rey Audry es viejo, y tú eres
re lativam e nte jove n, no ne ce sito re cordárte lo. El príncipe Dorcas podría esperar treinta años
por su corona.
— Posible m e nte —conce dió e l re y C asm ir sin inte ré s.
— El re y Audry nos ha dado instruccione s —dijo Milliflor—. Sus ansiedades son similares
a las tuyas, pe ro e s cauto a nte tus obvia s a m bicione s. Sospe cha que te gustaría que Dahaut
se e nfre ntara con los sk a , lo cua l te pe rm itirá a ta ca r Troicine t.
El re y C asm ir guardó sile ncio un instante , lue go habló.
— ¿Ace ptará Audry una cam paña conjunta contra los sk a?
— Por supue sto, sie m pre que los e jé rcitos e sté n bajo sus órde ne s.
— ¿No tie ne otra propue sta?
— El a dvie rte que la prince sa Suldrun pronto e stará e n e da d de casarse . Sugie re la
posibilidad de un com prom iso e ntre la prince sa Suldrun y e l príncipe W he m us de Dahaut.
El re y C asm ir se re clinó e n la silla.
— ¿W he m us e s su te rce r hijo?
— Así e s, m aje stad 9.

9
C ie n casos e spe cíficos m odificaban los tratam ie ntos honoríficos de la é poca. Es imposible
traducirlos a té rm inos m ode rnos re spe tando la sutile za y la pre cisión, de m odo que se
pre se ntan e n té rm inos m ás fam iliare s, aunque m ás sim plistas.

28
El re y C asm ir sonrió y se tocó la barba corta y rubia.
— Se ría m e jor que unam os a su prim e ra hija, la prince sa C loire , con m i sobrino,
Nonus R om án.
— C om unicare m os tu suge re ncia a la corte de Avalle n.
El re y C asm ir be bió de l cáliz; los e m isarios tam bié n be bie ron. El re y Casmir los miró
uno por uno.
— ¿Entonce s sois m e ros m e nsaje ros, podé is ne gociar?
— Pode m os ne gociar —dijo Milliflor— de ntro de los lím ite s im pue stos por nue stras
instruccione s. ¿Podrías re pe tir tu propue sta e n palabras sim ple s, sin e ufe m ism os?
El re y C asm ir alzó e l cáliz con am bas m anos, se lo ace rcó a la barbilla y e xaminó el
borde con sus ojos claros y azule s.
— Propongo que las fue rzas conjuntas de Lyone sse y Dahaut, bajo mi mando, ataquen
a los sk a y los e che n al Atlántico, y que lue go som e tam os a los celtas. Propongo que unamos
nue stros re inos no sólo m e diante la coope ración sino tam bié n m ediante el matrimonio. Uno
de nosotros dos tie ne que m orir prim e ro, se a Audry o yo. El supe rvivie nte gobernará luego
los re inos unidos, que inte grarán e l R e ino de las Islas Elde r, com o e n tie mpos antiguos. Mi
hija, la prince sa Suldrun, de sposará al príncipe Dorcas. Mi hijo, e l príncipe C assande r, se
casará... conve nie nte m e nte . Ésa e s m i propue sta.
—La propue sta tie ne m ucho e n com ún con nue stra posición —dijo Le nard—. El re y
Audry pre fie re com andar las ope racione s m ilitare s que se re alice n e n tie rras de Dahaut. En
se gundo lugar...
Las ne gociacione s continuaron una hora m ás, pe ro sólo e nfatizaron la m utua
infle x ibilidad. C om o no se había e spe rado nada m ás, las de libe racione s te rm inaron
corté sm e nte . Los e nviados abandonaron e l Salón de los Honore s para de scansar antes del
banque te de e sa noche , m ie ntra s e l re y C a sm ir permanecía a la mesa, pensativo y a solas. En el
cua rto tra ste ro Suldrun m iraba fascina da . Se a sustó cua ndo e l re y C a sm ir tomó uno de los
cande labros, se volvió y cam inó pe sadam e nte hacia e l cuarto traste ro.
Suldrun se paralizó. ¡Había re parado e n su pre se ncia! Se volvió, corrió a un costado,
se agachó e n e l rincón junto a una caja de e m balaje y se cubrió e l brillante cabe llo con un
trapo vie jo.
La colgadura se e ntre abrió y la luz de las ve las te m bló e n e l apose nto. Suldrun se
agachó, e spe rando la voz de l re y C asm ir. Pe ro é l pe rm ane ció e n silencio, dilatando las fosas
nasale s, tal ve z disfrutando de la fragancia de lavanda de las ropas de Suldrun. Miró por
e ncim a de l hom bro y cam inó hasta la pare d trase ra. De una he nde dura tomó una delgada
vara de hie rro y la introdujo e n un orificio a la altura de su rodilla, lue go e n otro un poco
m ás alto. Se abrió una pue rta, e m itie ndo un le ve parpade o, casi palpable , com o una
fluctuante alte rnación de púrpura y ve rde . De e se cuarto brotó e l cosquilleo estremecedor de
la m agia. Se oyó un par de voce s chillonas.
— Sile ncio —dijo e l re y C asm ir. Entró y ce rró la pue rta.
Suldrun se le vantó de un brinco y salió de l cuarto. C ruzó a la carre ra e l Salón de los
Honore s, pasó al Gran Salón y de allí a la Gale ría Larga. Una vez más, regresó serenamente a
sus apose ntos, donde Mauge lin la riñó por la ropa sucia y la cara m ugrie nta.

Suldrun se bañó y se puso una túnica cálida. Fue hasta la ve ntana con su laúd y fingió
que e nsayaba, de safinando con tanta e ne rgía que Mauge lin alzó las m anos y se fue a otra
parte .
Q ue dó a solas. De jó e l laúd y se puso a conte m pla r e l paisa je . C a ía la tarde; el cielo
se había de spe jado; la luz de l sol re lucía e n los te jados húm e dos de la ciudad de Lyonesse.
Suldrun re cordó los aconte cim ie ntos de e se día, e pisodio por e pisodio.

29
Los tre s e nviados de Dahaut le inte re saban poco, e x ce pto porque que rían llevarla a
Ava lle n para casarla con un e x tra ño. Jam ás! Escaparía . ¡Se haría labrie ga, o trova dora, o
re coge ría se tas e n e l bosque !
El cuarto se cre to que había de trás de l Salón de los Honore s no parecía extraordinario
ni notable e n sí m ism o. En ve rdad, sólo le confirm aba cie rtas vagas sospe chas sobre el rey
C asm ir, que e sgrim ía un pode r tan absoluto y form idable .
Mauge lin re gre só de prisa a la habitación, jade ando de e x citación.
— Tu padre orde na que asistas al banque te . De se a que actúes tal como corresponde a
una be lla prince sa de Lyone sse . ¿Me oye s? Pue de s usa r e l ve stido de te rciope lo azul y las
pie dras lunare s. ¡Te n pre se nte e l protocolo de la corte ! No vuelques tu comida. Bebe muy poco
vino. Habla sólo cuando te hable n, y re sponde con corte sía y sin m asticar las palabras. No
rías e ntre die nte s ni te rasque s, ni te m ue vas e n la silla com o si te picara el trasero. No eructes
ni hagas gorgoritos. Si alguie n sue lta un vie nto, no m ire s ni se ñale s ni trate s de hallar al
culpable . De sde lue go, tú tam bié n te controlarás. No hay nada m ás conspicuo que una
prince sa que pe dorre a. Vam os. De bo ce pillarte e l cabe llo.
Por la m añana Suldrun fue a tom ar sus le ccione s e n la biblioteca, pero Jaimes tampoco
e staba e se día , ni e stuvo a l día siguie nte , ni e l otro. Suldrun se enfadó. Sin duda maese Jaimes
podría habe rse com unicado con e lla a pe sar de su indisposición. Durante una semana entera
faltó a la bibliote ca, pe ro aun así no tuvo noticias de m ae se Jaim e s.
R e pe ntina m e nte a la rm ada, a cudió a Boude tta, quie n envió un lacayo a la sórdida celda
que m ae se Jaim e s ocupa ba e n la Torre O e ste . El lacayo descubrió a maese Jaimes tieso en su
catre . La fie bre se había conve rtido e n ne um onía, y e l preceptor había muerto sin que nadie se
e nte rara.

30
4
Una m añana de ve rano, a nte s de cum plir los die z a ños, Suldrun fue a l cua rto de l
te rce r piso de la cuadrangular y vie ja Torre de los Búhos para su le cción de danza. Era la
habitación que m ás le ale graba e n todo Haidion. Un lustroso sue lo de abedul reflejaba la luz
de tre s ve ntanas con cortinas de saté n gris pe rla. Mue ble s tapizados en gris claro y escarlata
se aline aban contra las pare de s; y Lale tta, la profe sora, se ce rcioraba de que hubiera flores
fre scas e n todas las m e sas. Los alum nos incluían a ocho varone s y ocho niñas de alto rango,
cuyas e dade s oscilaban e ntre ocho y doce años. A Suldrun le causaban reacciones diversas:
algunos le re sultaban agradable s, otros latosos y aburridos.
Lale tta, una e sbe lta jove n de ojos oscuros, de alta cuna pe ro e scasas perspectivas,
e nse ñaba bie n y no de m ostraba favoritism os; a Suldrun ni le agradaba ni le desagradaba.
Esa m añana Lale tta e staba indispue sta y no podía e nse ñar. La princesa regresó a sus
apose ntos y de scubrió a Mauge lin de snuda e n la cam a de Suldrun, m ontada por un fogoso
y jove n lacayo llam ado Lopus.
Suldrun obse rvó fascinada hasta que Mauge lin la vio y gritó.
—¡R e pugnante ! —dijo Suldrun—. ¡Y e n m i cam a!
Lopus se apartó tím idam e nte , se puso los pantalone s y se fue . Maugelin se vistió con
igual prisa, parlote ando sin ce sar.
— Q ué pronto has vue lto de tu clase de danza, que rida prince sa. ¿Has tenido buena
le cción? Lo que viste no fue nada im porta nte , un m e ro jue go. Se ría m e jor, m ucho m e jor,
que nadie se e nte rara...
— ¡Has e nsuciado m i cam a! —dijo Suldrun con fastidio.
— Vam os, que rida prince sa...
— C am bia toda la ropa de cam a... No, prim e ro lávate , lue go trae sábanas limpias y
aire a la habitación.
— Sí, que rida prince sa. —Mauge lin se apre suró a obe de ce r, y la prince sa corrió
a le gre m e nte e scale ras a ba jo, rie ndo y hacie ndo cabriolas.
Mauge lin se ría m e nos e stricta a hora , y Suldrun podría a ctua r a su a ntojo.
Suldrun corrió por la arcada, obse rvó e l Urquial para ce rciorarse de que nadie miraba,
se a ga chó bajo e l vie jo a le rce y a brió la vie ja y crujie nte pue rta. Pasó, ce rró la puerta y bajó
por e l se rpe nte a nte se nde ro, de jando a trás e l te m plo e inte rná ndose e n e l jardín.
Era un día brillante y sole ado; e l aire dulzón olía a he liotropo y a hojas fre scas y
ve rde s. Suldrun obse rvó e l jardín con satisfacción. Había arrancado las malezas que le parecían
toscas, incluye ndo todas las ortigas y casi todos los abrojos; ahora e l jardín e staba casi
orde nado. Había barrido las hojas y la sucie dad de l sue lo te se lado de la vie ja villa, y había
lim piado los de tritos de l cauce de un arroyue lo que corría a un costado de l barranco. Aún
te nía m ucho que hace r, pe ro no hoy.
De pie a la som bra de una colum na, se soltó la he billa de l hom bro, de jó cae r e l
ve stido y que dó de snuda. La luz de l sol le cosquille aba la pie l; e l aire fre sco le producía
un de licioso contraste de se nsacione s.
Pase ó por e l jardín. Así ha de se ntirse una dríade , pe nsó Suldrun; así ha de moverse,
que da m e nte , sin m ás ruido que e l suspiro de l vie nto e ntre las hojas.
Se de tuvo a la som bra de l solitario tilo, lue go continuó hasta la playa para ve r qué
había n tra ído las ola s. C ua ndo e l vie nto sopla ba de l sudoe ste , com o ocurría a menudo, las
corrie nte s giraban alre de dor de l prom ontorio y se curvaban e n su pe queña caleta, trayendo
hasta la orilla toda clase de obje tos hasta la próx im a m are a alta, cuando la misma corriente
arrastraba e sos obje tos y se los lle vaba de nue vo. Hoy la playa estaba limpia. Suldrun corrió de
a quí para a llá, e ludie ndo e l ole a je que lam ía la tosca a re na . Se de tuvo para observar una
roca a unos cincue nta m e tros bajo e l prom ontorio, donde una ve z había descubierto a un par

31
de jóve ne s sire nas. Éstas la habían visto y la habían llam ado, pe ro usaban un lenguaje lento
y e x traño que Suldrun no e nte ndía. El pe lo ve rde oliva le s colgaba sobre los pálidos
hom bros; los labios y los pe zone s tam bié n e ran de color ve rde claro. Una de e llas agitó la
m ano y Suldrun le vio la m e m brana que le unía los de dos. Am bas se volvie ron para mirar
hacia e l m ar, donde un tritón barbado salía de las olas. Llam ó con voz ronca y ventosa; las
sire nas se de slizaron por las rocas y de sapare cie ron.
Pe ro hoy las rocas e staban de sie rtas. Suldrun dio media vuelta y caminó despacio hacia
e l jardín.
Se puso e l arrugado ve stido y tre pó por e l barranco. Atisbo por la pue rta para
ase gurarse que nadie m iraba, re gre só a la carre ra y a brincos a la arcada, de jó atrás e l
naranjal y e ntró e n e l castillo.
Una torm e nta e stival que sopla ba de sde e l Atlántico tra jo una lluvia suave a la ciudad
de Lyone sse . Suldrun que dó confina da e n Haidion. Una tarde e ntró e n e l Salón de los
Honore s.
Haidion e staba e n sile ncio; e l castillo pare cía conte ne r e l alie nto. Suldrun cam inó
de spacio por la habitación, e x am inando cada una de las grande s sillas como si evaluara su
fue rza. Las sillas tam bié n la e valuaban a e lla. Algunas e ran orgullosas y distante s; otras
e staban e nfadadas. Algunas e ran oscuras y sinie stras, otras be né volas. Junto al trono de
C asm ir, Suldrun e x am inó e l pe ndón rojo oscuro que ocultaba e l cuarto trasero. Nada podía
inducirla a ave nturarse allí ade ntro, con la m agia tan ce rca.
Apartándose a un costado, sorte ó e l trono y se sintió m ás tranquila. A pocos pasos
colga ba e l pe ndón. Naturalm e nte no se a tre vía a e ntra r e n e l cua rto tra se ro, ni siquiera a
ace rcarse . Pe ro una m irada no podía causar daño.
Se aprox im ó con sigilo a la colgadura y la de scorrió suave m e nte . La luz de las altas
ve ntanas pasó sobre su hom bro para cae r sobre la le jana pare d de pie dra. Allí, e n una
he nde dura, e staba la vara de hie rro. Allí, dos ce rraduras. Y m ás allá e l cuarto donde sólo el
re y C asm ir podía e ntrar. Suldrun soltó la colgadura y se m archó e n sile ncio del Salón de los
Honore s.

Las re lacione s e ntre Lyone sse y Troicine t, nunca cálidas, se habían vuelto tensas por
dive rsas razone s que poco a poco habían contribuido a crear hostilidad. Las ambiciones del rey
C a sm ir no e x cluía n a Troicine t ni a Dascine t, y sus e spía s e staban pre se nte s e n todos los
e stra tos de la socie da d troicina.
El re y C asm ir ve ía frustrados sus plane s porque no te nía una arm ada. A pesar de su
larga costa, Lyone sse care cía de acce so al m ar, y sólo te nía puertos marinos en Slute Skeme,
Bulm e r Sk e m e , la ciuda d de Lyone sse y Parge tta, de trá s de C abo Despedida. La accidentada
costa de Troicine t cre aba doce nas de pue rtos, cada cual con m ue lle s, astille ros y caminos.
Abundaban los hábile s constructore s y la bue na m ade ra: olm o y alerce para las curvas, roble
para la e structura, bosque cillo de jove n abe to para los m ástile s, y un pino denso y resinoso
para las planchas. Los navíos m e rcante s de Troicine t lle gaban hasta Jutlandia, Gran Bretaña e
Irlanda e n e l norte . Hasta Maure ta nia y e l R e ino de los Hom bre s Azule s e n el sur, surcando
e l Atlántico, y e n e l e ste pasaban Tm gis y se inte rna ba n e n e l Me dite rráne o.
El re y C asm ir se conside raba un e x pe rto e n intrigas y buscaba incesantemente alguna
ve nta ja que pudie ra e x plota r. En una oca sión, un carga do navío troicino, que bordeaba la costa
de Dascine t e n una de nsa nie bla, se atascó e n un banco de are na. Yvar Excelsas, el irascible
re y de Dascine t, re clam ó e n se guida e l barco y su cargam e nto, citando la le y m arítim a, y
e nvió pe one s para de scargar e l buque . Acudie ron un par de navíos de gue rra troicinos,
re cha za ron lo que ya e ra una pe que ña flota de piratas dascinos, y con la m are a a lta
arrastraron la nave hasta aguas profundas.
Enfure cido, e l re y Yvar Ex ce lsus e nvió un insultante m e nsaje al rey Granice, que residía
e n Alce inor, e x igie ndo re paracione s, so pe na de acción punitiva.
El re y Gra nice , que conocía bie n e l te m pe ra m e nto de Yva r Ex ce lsus, ignoró e l

32
m e nsaje , lo cual puso rojo de furia al re y dascino.
El re y C a sm ir e nvió un e m isa rio se cre to a los dascinos, a pre m iá ndole s a a ta ca r
Troicine t y prom e tié ndole s su ayuda. Los e spías troicinos inte rce ptaron al m e nsaje ro y lo
lle varon a Alce inor con los docum e ntos.
Una se m ana m ás tarde e l re y C asm ir re cibió e n Haidion un tone l con e l cadáver del
e nviado, que te nía los docum e ntos m e tidos e n la boca.
Entre ta nto e l re y Yva r Ex ce lsus tuvo que ocupa rse de otro a sunto, y sus a menazas
contra Troicine t que daron e n nada.
El re y Granice no tom ó m ás m e didas contra e l re y C asm ir, pe ro com e nzó a pe nsar
se riam e nte e n la posibilidad de una gue rra no de se ada. Troicinet, con una población que era la
m itad de la de Lyone sse , no podía te ne r e spe ranzas de victoria, de modo que no tenía nada
que ganar y todo que pe rde r.

De sde la ciudad de Parge tta, ce rca de C abo De spe dida, lle garon m alas nue vas de
m atanzas y de sm ane s com e tidos por los ¡k a. Dos navíos negros habían llegado al amanecer y
de scargaron tropas que saque aron la ciudad con una desapasionada precisión más aterradora
que salva je . Todos los que se inte rponían e ra n a se sina dos. Los ska robaron tinajas de aceite
de oliva, azafrán, vino, oro de l te m plo de Mitra, hojalata, lingote s de plata y recipientes de
m e rcurio. No tom aron cautivos, no ince ndiaron ningún e dificio, no com e tieron violaciones ni
torturas, y m ataron sólo a quie ne s inte ntaban de te ne rlos.
Dos se m anas de spué s, la tripulación de un buque troicino que lle gó a Lyonesse con
un cargam e nto de lino irlandé s m e ncionó un navío sk a inm ovilizado e n e l Mar de Tethra, al
oe ste de l C abo De spe dida. El buque troicino se había ace rcado y había descubierto a cuarenta
sk a se ntados e n los bancos, de m asiado dé bile s para re m ar. Los troicinos se ofre cieron a
re m olcarlos, pe ro los sk a se ne garon a ace ptar una líne a y los troicinos se m archaron.
El re y C asm ir de spachó inm e diatam e nte tre s gale ras de gue rra a la zona, donde
e ncontraron e l largo y ne gro navío m e cié ndose sin m ástile s e n e l ole a je .
Las gale ras se ace rcaron y de scubrie ron de sastre , angustia y m ue rte.' Una tormenta
había roto la trave rsa de l navío; e l m ástil se había de splom ado sobre e l de lgado de proa,
aplastando los cascos de agua, y la m itad de la tripulación había m ue rto de se d.
Había die cinue ve supe rvivie nte s; de m asiado dé biles para resistirse, les llevaron a bordo
de las nave s lione sas y re cibie ron agua. Se ató una líne a a la nave; los cadáveres se arrojaron
a l m ar y todos re gre sa ron a la ciuda d de Lyone sse . Se e nce rró a los ska en un viejo fuerte al
oe ste de l pue rto. El re y C a sm ir, m onta do e n su caballo She uvan, fue hasta e l puerto para
inspe ccionar la e m barcación. Habían de scargado e n e l m ue lle el contenido de las bodegas de
proa y popa: un cofre de oro y adornos de plata, jarras de azafrán recogido en los protegidos
valle s de trás de C abo De spe dida y pie zas de alfare ría con e l sím bolo de Bulm e r Sk e m e.
El re y C a sm ir e x a m inó e l botín y e l navío, m ontó e n She uvan y rode ó Chale para ir a
la fortale za. Hizo salir y form ar a los prisione ros, que pe stañe aron al sol: hombres altos de
pe lo oscuro y te z pálida, de lgados y m usculosos pe ro no m acizos. Miraban en derredor con la
calm a curiosidad de hué spe de s de honor, y hablaban e ntre sí con voz suave .
—¿C uál de vosotros e s e l capitán? —pre guntó e l re y C asm ir. Los sk a lo m iraron
corté sm e nte , pe ro nadie re spondió.
El re y C asm ir se ñaló a un hom bre de la prim e ra fila.
— ¿Q uié n de vosotros tie ne a utoridad? Se ñálalo.
— El capitán e stá m ue rto. Todos e stam os m ue rtos. La autoridad se ha ido, y todo lo
de m ás e n la vida.
— Por lo que yo ve o, e stáis bastante vivos —dijo C asm ir, sonrie ndo fríam e nte .
— Nosotros nos conside ram os m ue rtos.
— ¿Porque e spe ráis que os m ate ? ¿Y si os ofre cie ra re sca te ?

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— ¿Q uié n pagaría re scate por un m ue rto?
El re y C asm ir hizo un ge sto de im pacie ncia.
—Q uie ro inform ación, no cháchara. —Ex am inó e l grupo y en un hombre un poco mayor
que los de m ás cre yó re conoce r un aire de autoridad—. Tu te que darás aquí. —Llamó a los
gua rdia s—. Lle va d a los de m ás a su e ncie rro.
El re y C a sm ir lle vó a pa rte a l hom bre que había e scogido.
— ¿Tú tam bié n e stás m ue rto?
— Ya no e stoy e ntre los sk a vivie nte s. Para m i fam ilia, m is cam aradas y para m í
m ism o, e stoy m ue rto..
— Dim e una cosa. Si yo quisie ra hablar con tu re y, ¿ve ndría a Lyonesse con garantía de
prote cción?
— C la ro que no. —El sk a pare cía dive rtirse .
— Supón que de se ara e x plorar la posibilidad de una alianza.
— ¿C on qué fin?
— La arm ada sk a y los sie te e jé rcitos de Lyone sse , actuando en con junto, podrían ser
inve ncible s.
¿Inve ncible s? ¿C ontra quié n?
El re y C a sm ir se fastidió a nte e se hom bre que pre te ndía se r m ás sagaz que é l.
— ¡C ontra todos los de m ás habitante s de las Islas Elde r, de sde lue go!
— ¿Te im a gina s a los sk a a yudá ndote contra tus e ne m igos? La ide a e s ridícula. Si yo
e stuvie ra vivo, re iría. Los sk a e stán e n gue rra con todo e l m undo, incluye ndo Lyone sse .

— Eso no te salva rá . Te juzga ré por pirate ría . El sk a m iró e l sol, e l cie lo y e l m ar.
— Haz com o guste s. Nosotros e stam os m ue rtos. El re y C asm ir sonrió con fie re za.
—Mue rtos o no, vue stro de stino se rvirá para intim idar a otros ase sinos. La hora será
m añana al m e diodía.

A lo largo de l e spigón se e rigie ron die cinue ve bastidore s. Pasó la noche ; e l día
am ane ció claro y brillante . A m e dia m añana se habían re unido multitudes a lo largo del Chale,
incluye ndo ge nte de alde as coste ras, cam pe sinos con ropas lim pias y som bre ros
acam panados, ve nde dore s de salchichas y pe scado se co. En las rocas al oeste del Chale se
am ontonaron los tullidos, le prosos y re tardados, de acue rdo con los estatutos de Lyonesse.
El sol lle gó al cé nit. Sacaron a los sk a de la fortaleza. Los ataron de snudos a los
bastidore s y los colgaron cabe za abajo, de cara al m ar. Ze rling, e l ve rdugo principal, vino
de sde e l Pe inhador. C am inaba a lo largo de la fila, se de te nía ante cada hombre, le abría una
bre cha e n e l abdom e n, arrancaba los inte stinos con un garfio de doble punta, de modo que
caye ran sobre e l pe cho y la cabe za, y pasaba al siguie nte. Se izó una bandera negra y amarilla
e n la e ntra da de la bahía y los m oribundos que da ron librados a su sue rte .

Mauge lin se puso un bone te bordado e n la cabe za y fue al Chale. Suldrun pensó que la
de jarían tranquila, pe ro Boude tta la lle vó al balcón de la alcoba de la reina, donde las damas
de la corte se re unían para m irar la e je cución. Al m e diodía ce saron las conversaciones y todos
se a ce rcaron a la balaustra da para pre se ncia r e l a conte cim ie nto. Mientras Zerling cumplía con
su de be r, las dam as suspiraban y m urm uraban. Alzaron a Suldrun a la balaustrada para que
conocie ra e l de stino de los que que brantaban la le y. Con fascinada repugnancia observó como
Ze rling iba de un hom bre al otro, pe ro la distancia ocultó los de talle s de l aconte cim iento.
Pocas de las dam as pre se nte s hablaron favorable m e nte de la ocasión. para Duisane y
Erm oly, que te nía n m ala vista , la dista ncia e ra e x ce siva. Spa neis consideró que el asunto era

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aburrido.
— Fue com o un tra ba jo de carnice ro con a nim a le s m ue rtos. Los sk a no demostraron
te m or ni arre pe ntim ie nto. ¿Q ué clase de e je cución e s é sta?
— Para colm o —re zongó la re ina Sollace —, e l vie nto sopla desde la bahía hacia nuestras
ve nta na s. En tre s día s e l he dor nos obliga rá a ir a Sarris.
Suldrun e scuchó con e spe ranza y e ntusia sm o; Sarris e ra e l palacio de verano, a unas
cuare nta m illas al e ste , junto al río Glam e .
Pe ro no hubo viaje a Sarris, a pe sar de las inclinacione s de la re ina Sollace. Las aves
carroñe ras de voraron pronto los cue rpos. El re y C asm ir se aburrió de los bastidores y de los
colgajos de hue so y cartílago y orde nó que de sm ante laran todo.

Haidion e staba e n sile ncio. Mauge lin, que sufría de hinchazón en las piernas, gemía en
su cuarto de la Torre de los Búhos. Suldrun, sola e n su habitación, se im pacie ntó, pero un
tum ultuoso vie nto, crudo y frío, la disuadió de ir al jardín se cre to.
Se que dó m irando por la ve nta na , turba da por un dulce y triste m ale sta r. ¡Si un
corce l m ágico la e le va ra e n e l a ire ! Volaría le jos a tra vé s de las bla ncas nube s, sobre la
Tierra de l R ío de Plata, hasta las m ontañas de l confín de l m undo.
Por un instante soñó con pone rse la capa, e scabullirse de l palacio y m archarse: por
e l Sfe r Arct hasta la C alle Vie ja, con toda la ancha tie rra por de lante . Suspiró y sonrió ante
sus locas fantasías. Los vagabundos que había visto de sde los parape tos e ran de dudosa
catadura, ham brie ntos, sucios y a ve ce s grose ros. Esa vida care cía de atractivos y Suldrun,
pe nsándolo bie n, de cidió que le gustaba te ne r un re fugio contra e l vie nto y la lluvia y ropas
bonitas y lim pias y la dignidad de su pe rsona.
¡Si tan sólo tuvie ra un carrua je m ágico que de noche se convirtie ra e n una casa
donde pudie ra com e r las cosas que le gustaban y dorm ir e n una cam a tibia!
Suspiró una ve z m ás. Se le ocurrió una ide a. Se re lam ió los labios ante su audacia.
¿Se a tre ve ría ? ¿Q ué podía te ne r de m alo, si a ctua ba con prude ncia ? P e nsó un insta nte ,
fruncie ndo los labios y lade ando la cabe za: ta clara im age n de una niña plane ando una
tra ve sura .
Suldrun e nce ndió e n la chim e ne a la ve la de su m e silla; la tapó con un capirote y
bajó por la e scale ra.
El Salón de los Honore s e staba opaco y lúgubre , tan sile ncioso com o una tum ba.
Suldrun e ntró e n la cám ara con e x age rada caute la. Las grande s sillas le pre staron poca
ate nción. Las sillas hostile s m ante nían una pé tre a re se rva; las sillas am able s pare cían
absortas e n sus propios asuntos. Muy bie n, que la ignoraran. Hoy e lla tam bié n las
ignoraría.
Lle gó hasta la pare d trase ra rode ando e l trono, donde quitó el capirote de la vela. Sólo
un vistazo, no se proponía m ás. Era una niña de m asiado sabia como para aventurarse en el
pe ligro. De scorrió la colgadura. La luz de la ve la alum bró e l cuarto y la pare d de pie dra.
Suldrun se apre suró a buscar la vara de hie rro; si titube aba, pe rde ría la audacia, así
que de cidió actuar de prisa. Introdujo la vara e n am bos orificios y la de jó e n su sitio.
La pue rta se abrió te m blando, re ve lando una luz ve rde y púrpura. Suldrun dio un paso
caute loso. ¡Sólo una oje ada! C on prude ncia, y de spacio. Sabía que la m agia te nía sus
tram pas.
Em pujó la pue rta. El cuarto nadaba e n capas de luz m ulticolor: ve rde , púrpura, rojo
níspola. A un lado había una m e sa con un raro instrum e nto de vidrio y madera negra tallada;
e stante s con re dom as, frascos, bajos cue ncos de barro, así com o libros, piedras de toque y
e x tra ños a rte factos. Suldrun a va nzó con caute la .
Una voz sua ve y gutural pre guntó:
— ¿Q uié n vie ne a ve rnos, callada com o un ratón, paso a paso, con pe queños dedos

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blancos y olor a flore s?
— ¡Entra, e ntra ! —dijo una se gunda voz—. Q uizá pue da s pre starnos un a m a ble
se rvicio, para ganar nue stras be ndicione s y nue stras re com pe nsas.
En la m e sa Suldrun vio un frasco de vidrio ve rde de unos cuatro litros de capacidad. La
boca rode aba e l cue llo de un hom únculo bicé falo, de m odo que sólo sobre salían sus dos
pe que ñas cabe zas. Eran chatas, no m ayore s que la cabeza de un gato, con coronillas arrugadas
y calvas, ojos ne gros y m ove dizos y un pico córne o y pardo. El cue rpo e staba ensombrecido
por e l vidrio y por un líquido oscuro, pare cido a la ce rve za fue rte . Las cabe zas se volvieron
hacia Suldrun. Am bas hablaron.
— ¡Q ué niña tan bonita
— ¡Y tan a m a ble , a de m á s!
— Sí, e s la prince sa Suldrun. Ya e s conocida por sus bue nas obras.
— ¿Supiste cóm o cuidó de un gorrión hasta que se sanó?
—Acé rcate , que rida, para que podam os disfrutar de tu be lle za. Suldrun permaneció
e n su lugar. O tros obje tos le llam aban la ate nción; todos pare cían m ás raros y asombrosos
que funcionale s. Una urna
de spe día una luz colore ada que bajaba o subía com o un líquido hasta su nive l
ade cuado. En la pare d colgaba un e spe jo octogonal con un m arco de madera carcomida. Más
le jos, unas pe rchas soste nían un e sque le to cuasihum ano de huesos negros, delgados como
juncos. De los om oplatos sobre salía un par de piñone s curvos, lle nos de orificios donde
podrían habe r cre cido plum as o e scam as. ¿El e sque le to de un demonio? Mirando las cuencas
oculare s, Suldrun tuvo la inquie tante convicción de que e sa criatura nunca había volado por
los aire s de la tie rra. Los trasgos insistie ron:
— ¡Suldrun, be lla prince sa! ¡Acé rcate !
— ¡Pe rm íte nos gozar de tu pre se ncia!
Suldrun avanzó un paso m ás. Se inclinó para e xaminar una plomada suspendida sobre
una bande ja de m e rcurio arre m olinado. En la pare d, una tablilla de plom o e x hibía
ininte ligible s caracte re s ne gros que fluctuaban bajo sus ojos: un obje to realmente notable.
Suldrun se pre guntó qué dirían los caracte re s; no se pare cían a nada que ella hubiera visto.
Una voz salió de l e spe jo, y Suldrun vio que una parte inferior del marco tenía forma de
boca a ncha , curva da e n las com isuras.
—Los caracte re s dice n e sto: «Suldrun, dulce Suldrun, sal de e ste cuarto antes de que
sufras algún daño.»
Suldrun m iró alre de dor.
— ¿Q ué m e podría causar dolor?
— De ja que los trasgos e m bote llados te afe rre n e l pe lo o los de dos y aprenderás qué
significa e l dolor.
Las dos cabe zas hablaron al m ism o tie m po.
—¡Q ué com e ntario tan m alicioso! Som os fie le s com o palom as. Ay, e s triste sufrir
calum nias sin pode r re m e diarlo.
Suldrun se hizo a un lado y se volvió hacia e l e spe jo.
— ¿Q uié n m e habla?
— Pe rsihan.
— Ere s a m a ble a l a dve rtirm e .

— Q uizá , pe ro e n oca sione s m e m ue ve la pe rve rsidad. Suldrun a va nzó con cautela.


— ¿Pue do m irarm e e n e l e spe jo?

36
— Sí, pe ro te pre ve ngo: quizá no te guste lo que ve as.
Suldrun re fle x ionó. ¿Q ué podría no gustarle ? En todo caso, la ide a acicate aba su
curiosidad. Em pujó un tabure te de tre s patas por la habitación y se subió e ncim a para
m irarse e n e l e spe jo.
—Pe rsilian, no ve o nada. Es com o m irar al cie lo.
La supe rficie de l e spe jo onduló. Por un instante la m iró otra cara, una cara de hombre.
Un pe lo oscuro y rizado cubría un se m blante liso; ce jas finas se arqueaban sobre ojos oscuros
y lustrosos; una nariz com ple m e ntaba una boca carnosa y blanda. La magia se esfumó. Suldrun
vio de nue vo e l vacío. Pre guntó con voz pe nsativa:
— ¿Q uié n e ra é se ?
— Si algunas ve z lo conoce s, pronunciará su nom bre . Si nunca m ás lo ve s, no tiene
se ntido que se pas cóm o se llam a
— Pe rsilian, te burlas de m í.
— Tal ve z. En ocasione s de m ue stro lo inconce bible , o m e burlo de los inoce nte s, o
re spaldo a e m buste ros, o de sbarato la virtud, cuando la pe rve rsidad me inspira. Ahora callo.
Tal e s m i e stado de á nim o.
Suldrun bajó de l tabure te , parpade ando para e njugarse las lágrim as que le habían
hum e de cido los ojos. Estaba confundida y de prim ida. El due nde bicé falo de pronto estiró un
cue llo y afe rró e l pe lo de Suldrun con e l pico. Atrapó sólo unos mechones que arrancó de raíz.
Suldrun salió tam ba le á ndose de l cua rto. Iba a ce rrar la pue rta cua ndo recordó su vela. Entró
pre cipitadam e nte , sacó la ve la y se fue . Los chillidos burlones del duende bicéfalo se apagaron
cuando ce rró la pue rta.

37
5

En e l día de Be lta ne , e n la prim a ve ra siguie nte a l a ño que Suldrun cum plió once, se
ce le bró e l antiguo rito conocido com o Blodfadh o Flore cim ie nto. C on otras veintitrés niñas de
linaje noble , Suldrun atrave só un círculo de rosas blancas y lue go bailó una pavana con el
príncipe Be llath de C aduz com o acom pañante . Be llath, de dieciséis años, era más bien enjuto.
Sus rasgos e ran m arcados y arm oniosos, aunque un poco austeros; sus modales eran precisos
y corre ctos, y agradable m e nte m ode stos. En cie rtas cualidade s le re cordaba a Suldrun otra
pe rsona que había conocido. ¿Q uié n podía se r? En vano inte ntó recordar. Mientras seguía las
pausadas cade ncias de la pavana, le e studió la cara y descubrió que él también la examinaba.
Suldrun había re sue lto que le gustaba Be llath. R ió tím idam e nte .
— ¿Por qué m e m iras con tanta inte nsidad?
— ¿Te digo la ve rdad? —pre guntó Be llath, casi disculpándose .
— De sde lue go.
— Muy bie n, pe ro de be s dom inar tu angustia. Me han dicho que tú y yo de be m os
casarnos.
Suldrun no supo qué de cir. R e alizaron e n sile ncio los m aje stuosos movimientos de la
danza.
— Espe ro que lo que dije no te haya turbado —jade ó al fin Be llath.
— No... De bo casarm e un día, o e so supongo. No e stoy pre parada para pensar en ello.
Más tarde , e sa noche , m ie ntra s yacía e n la cam a e voca ndo los e pisodios de l día ,
Suldrun re cordó a quié n le re cordaba e l príncipe Be llath: nada m e nos que a maese Jaimes.

Blodfadh provocó cam bios e n la vida de Suldrun. C ontra sus deseos, la trasladaron de
sus que ridos y fam iliare s apose ntos de la Torre Este a un sitio más cómodo un piso más abajo,
y e l príncipe C assande r ocupó las antiguas habitaciones de Suldrun. Dos meses antes, Maugelin
había m ue rto de hidrope sía. Fue re e m plazada por una costure ra y un par de criadas.
La supe rvisión de l príncipe C assande r que dó a cargo de Boudetta. El nuevo archivista,
un pe dante m e nudo y gris llam ado Julias Sagam undus, se hizo cargo de instruir a Suldrun en
ortografía, historia y cálculos num é ricos. Para e l pe rfe ccionam ie nto de sus gracias
donce lle scas, Suldrun fue e ncom e ndada a la dam a De sde a, viuda de l he rmano de la reina
Sollace , quie n re sidía e n Haidion y re alizaba tare as ge ntile s por lánguida solicitud de la reina
Sollace . C uare ntona, sin propie dade s, de hue sos grandes, alta, con rasgos toscos y mal aliento,
De sde a no te nía ninguna pe rspe ctiva; aun así, se e ngañaba a sí m ism a con fantasías
im posible s. Se a cica la ba , e m polva ba y pe rfum a ba ; se a rre gla ba e l pe lo casta ño con gran
cuidado, con un com plicado rode te e hile ras ge m e las de rígidos bucle s e nce rrados e n
re de cillas sobre las ore jas.
La jove n y lozana be lle za de Suldrun y sus distraídos hábitos conm ovían las m ás
se nsible s fibras de De sde a. Las visitas de Suldrun al vie jo jardín ahora e ran conocidas por
todos. De sde a las re probaba. Para una donce lla de alta cuna —o cualquie r otro tipo de
donce lla— e l de se o de privacidad no sólo e ra e x cé ntrico, sino que de spe rtaba sospechas.
Suldrun e ra de m asiado jove n para te ne r un am ante . Y sin e m bargo... La idea era absurda.
Ape nas se le notaban los pe chos. Aun así, la podía habe r se ducido un fauno, cuya preferencia
por los agridulce s e ncantos de las púbe re s e ra conocida.
Así pe nsaba De sde a. Un día sugirió que Suldrun la lle vara al jardín. Suldrun trató de
e vadirla.
— No te agradaría e l lugar. El se nde ro va sobre pie dras, y no hay m ucho que ve r.
— Aun así, m e gustaría visitarlo.

38
Suldrun guardó sile ncio, pe ro De sde a insistió.
— El tie m po e s bue no. Supongo que podríam os dar nue stro pase o ahora...
— De be s e x cusarm e , se ñora —dijo Suldrun corté sm e nte —. Voy a ese lugar únicamente
cuando e stoy sola.
De sde a e narcó las finas ce jas castañas.
— ¿Sola? No e s proce de nte que una jove n de tu posición ande sola en sitios alejados.
— No tie ne nada de m alo disfrutar de l propio jardín —re puso Suldrun con desenvuelta
calm a, com o si e nunciara una ve rdad conocida.
De sde a no supo qué re sponde r. Lue go m e ncionó la obstinación de Suldrun a la reina
Sollace , quie n e n e se m om e nto e staba probando una nue va pomada compuesta con cera de
lirios.
—He oído algo de e so —dijo la re ina Sollace , frotándose la m uñe ca con cre m a
blanda—. Es una criatura e x traña. A su e dad yo m e fijaba e n varios jóve ne s galantes, pero
tale s ide as no e ntran e n la rara cabe cita de Suldrun... ¡Vaya! ¡Esto tie ne un rico arom a!
¡Hue le e ste ungüe nto!
Al día siguie nte e l sol brillaba claram e nte e ntre altos jirone s de nubes. Suldrun asistió
de m ala gana a las le ccione s de Julias Sagam undus, con un delicado vestido de rayas blancas y
ve rde s, ce ñido bajo los pe chos y con e ncaje e n e l rue do y e l cue llo. Se ntada en un taburete,
Suldrun copió la ornam e ntada e scritura lione sa con una plum a de ganso gris, tan fina y larga
que la punta se m e cía a cie rta a ltura sobre su cabe za. Suldrun m iraba hacia la ventana cada
ve z m ás, y e scribía cada ve z m e nos.
Julias Sagam undus, vie ndo cóm o e ran las cosas, suspiró un par de ve ce s, pero sin
é nfasis. Arre bató la plum a de los de dos de Suldrun, e m pacó sus libros de ejercicios, plumas,
tintas y pe rgam inos y fue a ate nde r sus propios asuntos. Suldrun bajó de l tabure te y
pe rm a ne ció e m be le sada junto a la ve nta na , com o si e scuchara una música lejana. Dio media
vue lta y se m archó a la bibliote ca.
De sde a e ntró e n la gale ría proce de nte de la Sala Ve rde , donde el rey Casmir le había
dado cuidadosas instruccione s. Lle gó s. tie m po para ve r e l fulgor verde y blanco del vestido de
Suldrun, que e ntra ba e n e l O ctógono.
De sde a la siguió de prisa, re cordando las instruccione s de l re y. Entró en el Octógono,
m iró a de re cha e izquie rda , lue go salió y vio a Suldrun, que ya e staba e n e l e x tremo de la
arcada.
—Vaya niña tan sigilosa —m urm uro la dam a para sí m ism a—. Ahora ve re m os. Muy
pronto, m uy pronto. —Se lle vó los de dos a la boca y subió a los aposentos de Suldrun, donde
hizo pre guntas a las criadas. Ninguna conocía e l parade ro de Suldrun.
No im porta —dijo De sde a —. Sé dónde e ncontrarla . Ahora , sacad su vestido azul claro
con corpiño de e ncaje , ropa hacie ndo jue go, y pre paradle un baño.
De sde a bajó a la gale ría y pasó m e dia hora cam inando de aquí para allá. Al fin volvió
de nue vo por la Gale ría Larga.
—Ahora ve re m os —se dijo.
Subió la arcada y atrave só el túne l hasta la plaza de arm as. A su de re cha ce re zos
silve stre s y a le rce s cubrían una vie ja pare d de tie rra, donde e ntre vio una deteriorada puerta
de m ade ra. Siguió a de la nte , se a ga chó bajo e l a le rce y e m pujó la puerta. Un sendero bajaba
e ntre salie nte s y protube ra ncia s de roca.
Subié ndose la falda hasta m ás arriba de los tobillos, De sde a avanzó Por irregulares
e scalone s de pie dra que doblaban a de re cha e izquie rda y de jó atrás un vie jo te m plo de
pie dra. Siguió a de la nte , tra ta ndo de no trope za r y cae r, lo cua l, cie rtam e nte pondría e n
jaque su dignidad.
Las pare de s de la barranca se se pararon; De sde a vio e l jardín. Bajó de spacio por el
se nde ro y, si no hubie ra e stado tan ate nta a un posible desliz, habría reparado en los macizos

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de flore s y las agradable s hie rbas, e l arroyue lo que se de rram aba en delicados estanques y
lue go salta ba de pie dra e n pie dra hasta cae r e n otro re m anso. Desdea sólo vio un escabroso,
húm e do y solitario de sie rto rocoso. Trope zó, se lastim ó e l pie y m aldijo, e nfurecida por las
circunstancias que la habían ale jado tanto de Haidion, y pronto vio a Suldrun a poca distancia,
totalm e nte sola (y De sde a sabía que se ría así, a pe sar de sus sospe chas de e scándalo).
Suldrun oyó los pasos y alzó los ojos azule s, que le brillaron fe rozm e nte e n la cara
pálida.
—Me lastim é e l pie e n las pie dras —dijo De sde a con re ncor—. Es una ve rgüe nza .
Suldrun m ovió la boca. No e ncontraba palabras para e x pre sarse . De sde a soltó un
suspiro de re signación y fingió m irar e n de rre dor.
—C onque , que rida prince sa, e ste e s tu pe que ño refugio —dijo con voz condescendiente.
Tiritó e x a ge ra da m e nte , e ncogie ndo los hom bros—. ¿No eres sensible al aire? Siento una ráfaga
húm e da. De be de ve nir de l m ar. —De nue vo m iró e n de rre dor, fruncie ndo la boca con
dive rtida re probación—. Aun así, e s un pe que ño rincón salvaje , tal com o de bió de se r e l
m undo ante s de que apare cie ran los hom bre s. Vam os, niña m ué stram e e l lugar.
La furia de form ó la cara de Suldrun, que ahora m ostraba los dientes en la boca tensa.
Alzó la m ano y se ñaló.
—¡Lárgate de aquí! De sde a irguió la cabe za.
— Q ue rida niña, e re s im pe rtine nte . Sólo m e pre ocupa tu bie ne star y no m e rezco tu
de spre cio.
— ¡No te quie ro aquí! —chilló Suldrun—. ¡No te quie ro ce rca de m í! ¡Lárgate !
De sde a re troce dió; su cara e ra una m áscara de sagradable. Sentía impulsos conflictivos.
Ante todo de se aba e ncontrar una ram a, alzar la falda de e sa niña impúdica y darle una buena
tunda: un acto que no se atre vía a com e te r. R e troce die ndo unos paso;,, re zongó:
—Ere s una ingra ta . ¿C re e s que e s a gradable instruirte e n todo lo que e s noble y
bue no, y guiar tu inoce ncia a tra vé s de los e scollos que e ncue ntra s e n la corte , cua ndo ni
siquie ra m e re spe tas? Busco am or y re s pe to, e ncue ntro re ncor. ¿Es esta mi recompensa? Me
e sfue rzo por cum plir con m i de be r y m e dice n que m e largue . —Su voz se convirtió e n un
zum bido. Suldrun dio m e dia vue lta y obse rvó e l vue lo de una golondrina, luego otra. Miro el
chispe ante y e spum oso ole aje que se e stre llaba contra las rocas y se de splom aba e n la
playa. De sde a continuó:
— Hablaré con claridad: no e s por m i be ne ficio que ando e ntre piedras y abrojos para
notificarte sobre de be re s tal com o la im portante re ce pción de hoy. No, debo aceptar el papel
de la e ntrom e tida De sde a. Te lo he notificado y no pue do hace r m ás.
De sde a dio m e dia vue lta, subió por e l se nde ro y se m archó de l jardín. Suldrun la miró
pe nsativa. Había notado un inde finible aire de satisfacción en el movimiento de sus brazos y la
inclinación de su cabe za. Se pre guntó qué significaría.

Para prote ge r de l sol a l re y De ue l de Pom pe rol y su corte jo, se había erigido un dosel
de se da roja y am arilla, los colore s de Pom pe rol, e n e l gran patio de Haidion. Bajo este dosel,
e l re y C asm ir, e l re y De ue l y vanas pe rsonas de alto rango disfrutaban de un banque te
inform al.
El re y De ue l, un hom bre de lgado y m usculoso de e dad m e diana exhibía una energía
m e rcurial y gran vitalidad. Había traído sólo un pe que ño sé quito: su único hijo, e l príncipe
Ke stre l, cuatro caballe ros, varios ayudante s y lacayos; así, de cía e l re y De ue l, e ran «libres
com o los pájaros, e sas be nditas criaturas que surcan e l aire , para ir dondequiera y a nuestro
antojo».
El príncipe Ke stre l había cum plido quince años y se pare cía al padre sólo e n el pelo
am arille nto. Por lo de m ás, e ra grave y fle m ático, con un torso corpule nto y una expresión
plá cida . Aun a sí, e l re y C a sm ir pe nsa ba e n Ke stre l com o un posible partido para la princesa
Suldrun, si no se pre se ntaban opcione s m ás ve ntajosas, y por e llo dispuso que hubiera un

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sitio para Suldrun e n la m e sa de l banque te .
C uando notó que e se sitio pe rm ane cía de socupado, e l re y C asmir le habló aparte a la
re m a Sollace .
—¿Dónde e stá Suldrun? —pre guntó con furia.
La re ina Sollace e ncogió sus m arm óre os hom bros.
— No sé . Es im pre visible . Me re sulta m ás fácil librarla a sus propios caprichos.
— Me pare ce m uy bie n. ¡Pe ro yo orde né su pre se ncia!
La re ina Sollace se e ncogió nue vam e nte de hom bros y cogió un dulce .
—En e se caso De sde a de be inform a rnos.
El re y C asm ir m iró a un lacayo por e ncim a de l hom bro.
—Trae a De sde a .
Entre tanto, e l re y De ue l disfrutaba de las pirue tas de los animales amaestrados que el
re y C asm ir había traído para com place rlo. O sos con azule s som breros de tres picos arrojaban
pe lotas; cuatro lobos con traje s de saté n rosado y am arillo bailaban una contradanza; seis
garzas m archaban e n form ación con se is cue rvos.
El re y De ue l aplaudió e l e spe ctáculo, y de m ostró e spe cial e ntusiasmo por los pájaros.
—¡Esplé ndido! ¿No son dignas criaturas, m aje stuosas y sabias? ¡Observad la gracia de
su andar! ¡Un paso, otro paso!
El re y C asm ir ace ptó e l cum plido con un ge sto im pone nte .
— ¿Te a gradan las a ve s?
— Me pare ce n e x tra ordina rias. Vue la n con de se nvue lta a udacia y con una gracia que
e x ce de e n m ucho nue stra capacidad.
— Es ve rdad... Ex cúsam e , de bo hablar con la dam a De sde a. —El rey Casmir se apartó
a un lado—. ¿Dónde e stá Suldrun?
La dam a fingió asom bro.
— ¿No se e ncue ntra a quí? ¡Q ué e x tra ño! Es obstina da , y tal ve z un poco e x tra ña ,
pe ro no pue do cre e r que de sobe de zca a propósito.
— ¿Dónde e stá, e ntonce s?
De sde a hizo una m ue ca y agitó los de dos.
— C om o de cía , e s una niña te rca y dada a las e x tra va ga ncias. Ahora se ha aficionado a
un vie jo jardín que e stá bajo e l Urquial. Inte nté disua dirla, pe ro lo ha conve rtido e n su
re fugio favorito.
— ¿Dónde e stá a hora ? ¿Sola ? —e sta lló e l re y C a sm ir.
— Maje sta d, no pe rm ite que nadie m ás vaya a e se jardín. Hablé con e lla y le
com uniqué vue stros de se os. No m e quiso e scuchar y m e pidió que m e m archara. Supongo
que todavía e stá e n e l jardín.
El re y De ue l obse rvaba fascinado la actuación de un sim io amaestrado que caminaba
sobre la cue rda floja. El re y C asm ir m asculló una e x cusa y se m archó. De sde a volvió a sus
asuntos con una agradable se nsación de satisfacción.
El re y C asm ir no había pisado e l antiguo jardín e n ve inte años. Bajó por un sendero de
guija rros incrustados e n a re na , e ntre á rbole s, hie rbas y flore s. A medio camino de la playa se
e ncontró con Suldrun. Ella e staba arrodillada, incrustando guijarros e n la are na.
Suldrun alzó los ojos sorpre ndida. El re y C asm ir obse rvó e l jardín e n sile ncio, luego
m iró a Suldrun, que se le vantó de spacio.
— ¿Por qué no obe de ciste m is órde ne s? —re zongó e l re y. Suldrun lo m iró
boquiabie rta.

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— ¿Q ué órde ne s?
—Pe dí que e stuvie ra s pre se nte e n la re ce pción de l re y De ue l de Pomperol y su hijo el
príncipe Ke stre l.
Suldrun hizo m e m oria y re cobró e l e co de la voz de De sde a.
—Tal ve z De sde a lo m e ncionó —dijo, m irando de soslayo e l m ar— Habla tanto que
rara ve z la e scucho.
El re y C asm ir pe rm itió que una airosa sonrisa le ilum inara la cara. Él tam bié n
pe nsa ba que e sa dam a habla ba m ás de la cue nta. Una ve z m ás inspe ccionó e l jardín.
— ¿Por qué vie ne s a quí?
— Aquí nadie m e m ole sta —dijo Suldrun, tartam ude ando.
— ¿Pe ro no te sie nte s sola?
— No. Finjo que las flore s m e hablan.
El re y C asm ir gruñó. Tale s fantasías e ran ne ce sarias y poco prácticas en una princesa.
Tal ve z e ra e x cé ntrica de ve ras.
— ¿No de be rías dive rtirte con otras donce llas de tu posición?
— Padre , e so hago e n m is le ccione s de danza .
El re y C asm ir la e x am inó de sapasionadam e nte . Suldrun se había puesto una florecilla
blanca e n e l pe lo re lucie nte y dorado; sus rasgos e ran regulares y delicados. Por primera vez el
re y C asm ir vio e n su hija algo m ás que una niña be lla y de spistada.
— Ya —gruñó—. Vam os a la re ce pción. Tu atue ndo no e s apropiado, pe ro ni e l re y
De ue l ni Ke stre l pue de n pe nsar pe or de ti. —R e paró e n la m e lancólica e x pre sión de
Suldrun—. ¿No te atrae la ide a de ir a un banque te ?
— Padre , son e x traños. ¿Por qué de bo conoce rlos hoy?
— Porque con e l tie m po de be s casarte y Ke stre l podría se r e l partido m ás ventajoso.
Suldrun se acongojó aún m ás.
— C re í que de bía casarm e con e l príncipe Be llath de C aduz. Los rasgos de l re y
C asm ir se e ndure cie ron.
— ¿Dónde has oído e so?
— Me lo dijo e l príncipe Be llath. El re y C asm ir soltó una
risotada.

— Be llath se ha com prom e tido hace tre s se m anas con la princesa Mahaeve de Dahaut.
— ¿No e s una m uje r m ayor? —pre guntó Suldrun con de sánim o.
— Tie ne die cinue ve a ños y para colm o e s fe a . Pe ro e so no im porta : obe de ció a su
padre e l re y, quie n pre firió Dahaut a Lyone sse , cosa que lam e ntará... ¿Así que te agradaba
Be llath?
— Me gustaba bastante .
— Ahora no im porta. Ne ce sitam os a Pom perol y Caduz; si lle gam os a un trato con
De ue l, conse guire m os am bas. Ve n y sé am able con e l príncipe Ke stre l. —Giró sobre sus
talone s. Suldrun lo siguió se nde ro arriba arrastrando los pie s.
En la re ce pción se se ntó junto al príncipe Ke stre l, que la m iraba con ^pre sión altiva,
aunque Suldrun no lo notó. Ke stre l y e l banque te la aburrían.
En e l otoño de e se a ño, e l re y Q ua irt de C a duz y e l príncipe Be llath fue ron a cazar a
las C olinas Largas. Allí los sorpre ndió y ase sinó una partida de salte adores enmascarados.
.C aduz que dó sum ida e n e l caos y la confusión.

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En Lyone sse e l re y C asm ir de scubrió que podría re clam ar e l trono de Caduz, pues su
abue lo, e l duque C assande r, había sido he rm ano de la re ina Lydia de C aduz.
Este re clam o, basado e n e l vínculo e ntre he rm anos, y de allí con un de sce ndie nte
le jano, e ra le gal (con re se rva s) e n Lyone sse y e n las Ulfla ndia s, pe ro e ra contrario a las
costum bre s de Dahaut, que se guiaban e strictam e nte por la líne a pate rna. En cuanto a
C aduz, sus propias le ye s e ran am biguas.
Para hace r vale r su re clam o, C asm ir viajó a Montroc, capital de C aduz, a la cabeza
de cie n caballe ros, lo cual irritó al re y Audry de Dahaut. Advirtió que e n ninguna
circunstancia pe rm itiría que C asm ir se ane x ionará C aduz tan fácilm e nte , y e m pe zó a
m ovilizar un gran e jé rcito.
Los duque s y conde s de C aduz, así instigados, com e nzaron a e x pre sar disgusto por
C asm ir, y m uchos se pre guntaban cada ve z m ás por la ide ntidad de e sos salteadores, tan
rápidos, m orta le s y a nónim os e n una cam piña habitua lm e nte tan plá cida .
C a sm ir vio por dónde sopla ba e l vie nto. Una tarde torm e ntosa, mientras los nobles de
C a duz ce le bra ba n un cónclave , una e x tra ña m uje r ve stida de bla nco e ntró e n e l aposento
alzando un re cipie nte de vidrio que irradiaba colore s ondulante s com o hum o. C om o e n
trance , la m uje r re cogió la corona y la puso e n la cabe za de l duque Thirlach, e sposo de
Etaine , he rm ana m e nor de C asm ir. La m uje r de blanco se m archó y nunca más la vieron. Tras
cie rtas de libe racione s, se ace ptó e sta profe cía al pie de la le tra y Thirlach ocupó e l trono
com o nue vo re y. C asm ir re gre só a Haidion con sus caballe ros, conte nto de habe r he cho
todo lo posible para favore ce r sus inte re se s, y e n ve rdad su he rm ana Etaine, ahora reina de
C aduz, e ra una m uje r de form idable pe rsonalidad.

Suldrun te nía catorce a ños y e staba e n e da d de casarse . Los rum ore s a ce rca de su
be lle za habían lle gado le jos, y una suce sión de jóve ne s y no tan jóve nes dignatarios llegó a
Haidion para juzgar por sí m ism os a la fabulosa prince sa de Suldrun.
El re y C asm ir ofre cía a todos sim ilar hospitalidad, pe ro no te nía prisa en alentar una
boda hasta que todas sus opcione s e stuvie ran claras.
La vida de Suldrun se volvió cada ve z m ás com ple ja, con baile s, banquetes, fiestas y
jue rgas. Algunos visitante s le re sultaban agradable s, otros no tanto. El re y C asm ir, sin
e m bargo, nunca le pe día su opinión, que e n todo caso no le inte re saba.
Un visitante distinto lle gó a la ciudad de Lyone sse : e l he rm ano Um phre d, un
e vange lista robusto de cara re donda, originario de Aquitania, que había llegado a Lyonesse a
travé s de la isla de W hanish y la dióce sis de Sk ro.
C on un instinto tan ce rte ro com o e l que guía al hurón hacia la garganta del conejo, el
he rm ano Um phre d logró hace rse e scuchar por la re ina Sollace . El hermano Umphred usaba
una voz m e liflua e insiste nte , y la re ina Sollace se convirtió al cristianism o.
El he rm ano Um phre d e stable ció una capilla e n la Torre de Palaemon, a pocos pasos de
los apose ntos de la re m a.
A suge re ncia de l he rm ano Um phre d, C assande r y Suldrun fue ron bautizados y se
re quirió que todas las m añanas asistie ran a m isa e n la capilla.
De spué s e l he rm ano Um phre d inte ntó conve rtir al re y C asm ir, y fue demasiado lejos.
— ¿C uál e s tu propósito aquí? —pre guntó e l re y C asm ir—. ¿Ere s un e spía de Roma?
— Soy un hum ilde se rvidor de l Dios único y todopode roso —dijo e l he rm ano
Um phre d—. Lle vo e ste m e nsaje de e spe ranza y am or a todas las pe rsonas, a pe sar de
pe nurias y tribulacione s. Eso e s todo.
El re y C asm ir rió con sarcasm o.
— ¿Q ué m e dice s de las grande s cate drale s de Avalle n y Tacie l? ¿Dios donó el dinero?
No. Se lo e x traje ron a los labrie gos.
— Maje sta d, hum ilde m e nte a ce ptam os lim osna.

43
— Para un Dios todopode roso pare ce ría m ás fácil cre ar dinero... ¡Basta de proselitismo!
Si ace ptas una sola m one da de cualquie r pe rsona de Lyone sse , se rás azotado desde aquí
hasta Pue rto Fade r y e m barcado hacia R om a e n un saco.
El he rm ano Um phre d se inclinó sin m anife star e nfado.
—Há ga se com o tú orde nas.
Suldrun e ncontró incom pre nsible s las doctrinas de l he rm ano Um phre d, y un exceso
de fam iliaridad e n su trato. De jó de asistir a m isa y así provocó e l e nfado de su m adre .
Suldrun te nía poco tie m po para sí m ism a. Noble s doncellas la acompañaban casi todo el
día para charlar y chism orre ar, para plane ar pe que ñas intrigas, para hablar de ve stidos y
m odale s, y para analizar a los pre te ndie nte s que visitaban Haidion. Suldrun encontraba poca
sole dad y e scasas ocasione s para visitar e l jardín.
Una m añana de ve rano e l sol brillaba tan dulce m e nte y e l tordo cantaba canciones tan
plañide ras e n e l naranjal que Suldrun sintió e l im pulso de abandonar el palacio. Eludió a sus
criadas fingie ndo una indisposición y furtivam e nte , para que nadie sospe chara una cita de
a m or, corrió a rcada a rriba, cruzó la vie ja pue rta y e ntró e n e l jardín.
Algo había cam biado. Se sintió com o si vie ra e l jardín por prim e ra ve z, aunque cada
de talle , cada árbol y cada flor le re sultaba e ntrañable y fam iliar. C on triste za, buscó la
pe rdida visión de la niñe z. Vio se ñale s de de scuido: las campanillas, anémonas y violetas que
cre cían m ode sta m e nte a la som bra había n sido de safia da s por insolentes malezas. Enfrente,
e ntre los cipre se s y los olivos, las ortigas habían cre cido con m ás orgullo que el asfódelo. La
lluvia había de te riorado e l se nde ro que e lla había pavim e ntado con guijarros.
Suldrun bajó de spacio hasta e l tilo, bajo e l cual había pasado tantas horas de
e nsoñación. El jardín pare cía m ás pe que ño. La com ún luz de l sol im pregnaba el aire, en vez
de l vie jo e ncanto que había signado e ste lugar, y sin duda las rosas silvestres habían despedido
una fragancia m ás rica cuando e lla e ntró e n e l jardín por prim e ra vez. Oyó pasos y al volverse
vio al radiante he rm ano Um phre d. Usaba una sotana parda suje ta con un cordel negro. La
cogulla le colgaba e ntre los hom bros re gorde te s; la calva tonsurada te nía un brillo rosado.
El he rm ano Um phre d, tras una rápida m irada a izquie rda y de re cha, se inclinó y
e ntre la zó las m anos.
— Be ndita prince sa, no habrás ve nido tan le jos sin e scolta.
— Pue s claro que sí vine e n busca de sole dad —dijo Suldrun secamente—. Me gusta estar
sola.
El he rm ano Um phre d, sin de jar de sonre ír, e chó otra oje ada al jardín.
— Éste e s un re fugio tranquilo. Yo tam bié n disfruto de la sole dad. Tal ve z tú y yo
e ste m os he cho de la m ism a e stofa. —Avanzó, de te nié ndose a tres pasos de Suldrun—. Es un
gran place r e ncontrarte aquí. C on franque za, hace tie m po que de se o hablarte .
— No m e inte re sa hablar contigo ni con nadie m ás —dijo fríam e nte Suldrun—. He
ve nido para e star sola.
El he rm ano Um phre d torció la boca e n una m ue ca jocosa.
—Me iré e n se guida . Aun a sí, ¿te pare ce a de cuado a ve nturarte sola e n un lugar tan
apartado? ¡C uántos rum ore s corre rían, si se supie ra! Todos se pre guntarían quién goza de
tus favore s.
Suldrun le dio la e spalda e n un sile ncio he lado. El he rm ano Um phre d e nsayó otra
m ue ca jocosa, se e ncogió de hom bros y e chó a andar se nde ro arriba.
Suldrun se se ntó junto al tilo. Sospe chaba que e l he rm ano Um phre d había ido a
ocultarse e ntre las rocas con la e spe ranza de de scubrir quié n ve nía a ve rla.
Al fin se le vantó y subió por e l se nde ro. La ultrajante pre sencia del hermano Umphred
había de vue lto al jardín parte de su e ncanto, y Suldrun se de tuvo a arrancar malezas. Tal vez
a l día siguie nte fue ra a a rranca r las ortigas.

44
El he rm ano Um phre d habló con la re ina Sollace y le hizo varias suge re ncias. Sollace
re fle x ionó con iría y de libe rada m alicia: hacía tie m po que había decidido que no sentía cariño
por Suldrun. Dio las orde ne s corre spondie nte s.
Pasaron varias se m anas ante s de que Suldrun, a pe sar de su resolución, regresara al
jardín. Al pasar por la vie ja pue rta de m ade ra, de scubrió una cuadrilla de alhamíes trabajando
e n e l vie jo te m plo. Había n a m pliado las ve nta na s, insta la do una pue rta y de rrum ba do la
pare d tra se ra para a m pliar e l inte rior; tam bié n había n a ña dido un a ltar.
— ¿Q ué e stáis construye ndo? —pre guntó la conste rnada Suldrun al m ae stro albañil.
— Alte za, construim os una pe que ña Igle sia, o capilla, o com o se llam e , para que el
sace rdote cristiano ce le bre sus rituale s.
Suldrun a pe na s podía habla r.
— ¿Pe ro quié n dio e sa orde n?
— Fue la re ina Sollace , alte za, para se ntirse a gusto durante sus de vocione s.

45
6

Entre Dascine t y Troicine t e staba Scola, una isla de riscos y pe ñascos de tre inta
k ilóm e tros de largo, habitada por los sk yls. En e l ce ntro, Kro, un pico volcánico, recordaba a
todos su pre se ncia m e diante un ruido de sus e ntrañas, un chorro de vapor o una burbuja de
a zufre . En Kro nacía n cua tro e striba cione s que dividía n la isla e n cuatro ducados: Sadaracx al
norte , C orso a l e ste , R ha m nanthus a l sur y Malva ng a l oe ste , nominalmente gobernados por
duque s que a la ve z de bían obe die ncia al re y Yvar Ex ce lsus de Dascine t.
En la práctica los sk yls, una raza oscura y habilidosa de orige n de sconocido, e ran
indom able s. Vivían aislados e n los valle s de las m ontañas, y sólo salían cuando llegaba el
m om e nto de com e te r actos atroce s. El afán de ve nganza re gía sus vidas. Las virtudes de los
sk yls e ran la caute la, la im pe tuosidad, la se d de sangre y e l e stoicism o bajo torm ento; la
palabra de l sk yl, fue ra una prom e sa, una garantía o una am e naza, podía tom arse como
se gura; e n ve rdad, la adhe sión de los sk yls a sus juramentos rayaba a menudo en el absurdo.
De sde e l nacim ie nto hasta la m ue rte su vida e ra una sucesión de asesinatos, cautiverios, fugas,
pe rse cucione s te m e rarias y audace s re scate s: actos incongrue nte s en un paisaje de arcádica
be lle za.
En días de fe stival se conce rtaba una tre gua; e ntonce s e l jolgorio y la dive rsión
supe raban los lím ite s racionale s. Todo se hacía e n e x ceso: las mesas crujían bajo el peso de la
com ida; se be bía vino e n cantidade s he roicas; había música apasionada y bailes desenfrenados.
En bruscos arranque s de se ntim e ntalism o, se re solvían antiguas enemistades y se olvidaban
conflictos que habían producido cie ntos de ase sinatos. Las viejas amistades se renovaban entre
lágrim as y re m inisce ncias. Be llas donce llas 7 jóve ne s gallardos se conocían y se amaban, o se
conocían y se se paraban. Había e m be le so y de se spe ración, se duccione s y raptos,
pe rse cucione s, m ue rte s trágicas, virtud ultrajada y alim e nto para nue vas ve nganzas.
Los clane s de la costa oe ste , cuando se se ntían con ánim o, cruzaban el canal que los
se paraba de Troicine t para com e te r de sm ane s: saqueos, violaciones, asesinatos y secuestros.
El re y Granice había prote stado por e sos actos ante el rey Yvar Excelsus, quien replicaba
que e sas incursione s sólo re pre se ntaban la e x uberancia juvenil. Así insinuaba que en su opinión
la dignidad e quivalía a ignorar las m ole stias y que , e n todo caso, é l no te nía m ane ra de
im pe dirlo.
Pue rto Me l, e n la punta e ste de Troicine t, ce le braba cada año el solsticio de verano con
un fe stival de tre s días y una gran proce sión. R e the rd, e l jove n y tonto duque de Malvang, en
com pañía de tre s bullangue ros am igos, visitó de incógnito e l fe stival. En la gran procesión,
convinie ron e n que las donce llas que re pre se ntaban a las Sie te Gra cias eran encantadoras,
pe ro no pudie ron pone rse de acue rdo sobre cuál lo e ra más. Deliberaron sobre el asunto hasta
horas tardías, be bie ndo vino, y al fin, para re solve r la cue stión de m odo práctico,
se cue straron a las sie te donce llas y las lle varon por m ar hasta Malvang.
El duque R e the rd fue re conocido y las noticias lle garon pronto a oídos del rey Granice.
Sin pe rde r tie m po e n nue vas que ja s a nte e l re y Yva r Ex ce lsus, e l re y Gra nice
de se m barcó e n Scola con un e jé rcito de m il gue rre ros, de struyó el castillo de Retherd, rescató
a las donce llas, castró al duque y a sus com pinche s y, lue go, para que no quedaran dudas,
ince ndió vanas a lde a s coste ra s.
Los tre s duque s re sta nte s re unie ron un e jé rcito de tre s m il hom bre s y a ta ca ron e l
cam pa m e nto troicino. El re y Gra nice había re forza do se cre ta m e nte su fuerza expedicionaria
con doscie ntos caballe ros y cuatrocie ntos jine te s de caballe ría pe sada. Los indisciplinados
a ta ca nte s fue ron de rrotados; captura ron a los tre s duque s y e l re y Gra nice dom inó Scola.
Yvar Ex ce lsus lanzó un de ste m plado ultim átum : e l re y Granice debía retirar todas sus
tropas, pagar una inde m nización de cie n libras de oro, re construir e l castillo de Malvang y
pagar una fianza de otras cie n libras de oro para garantizar que no com e tería más ofensas
contra e l re m o de Dascine t.
El re y Gra nice no sólo re cha zó e l ultim átum sino que de cre tó que Scola que da ba

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a ne x a da a Troicine t. El re y Yva r Ex ce lsus se e nfure ció, de spotricó y declaró la guerra. Tal vez
no habría re accionado tan e né rgicam e nte si poco tie m po atrás no hubiera firmado un tratado
de asiste ncia m utua con e l re y C asm ir de Lyone sse .
En e se m om e nto, e l re y C a sm ir sólo había pe nsa do e n forta le ce rse para su eventual
e nfre ntam ie nto con Dahaut, no e n e nre darse e n proble m as a je nos, y menos en una guerra
con Troicine t.
El re y C asm ir se habría e x cusado con uno u otro pre te x to si la gue rra no le hubiera
a portado cie rtas ve nta ja s.
El re y C asm ir sope só todos los aspe ctos de la situación. La alianza le pe rm itiría
apostar sus e jé rcitos e n Dascine t, y lue go lanzarse con todas sus fue rzas contra Troicinet a
travé s de Scola. Así ne utralizaría e l pode r m arítim o de Troicine t, que de lo contrario e ra
invulne rable .
El re y C asm ir tom ó una fatídica de cisión. O rde nó que sie te de sus doce e jé rcitos
fue ra n a Buim e r Sk e m e . Lue go, citando la pasada soberanía, las presentes quejas y su tratado
con e l re y Yvar Ex ce lsus, de claró la gue rra e l re y Granice de Troicine t.

El re y Yva r Ex ce lsus había obrado a sí e n un a rranque de furia y e brie da d. C ua ndo


re cobró la sobrie dad advirtió que su e strate gia e ra e rróne a, pue s pasaba por alto el hecho
e le m e ntal de que los troicinos lo supe raban e n todo: e n núm e ro, e n buque s, en habilidad
m ilitar y e n e spíritu com bativo. Su único consue lo e ra su tratado con Lyonesse, de modo que
la pre ste za con que e l re y C asm ir participó e n la gue rra le re anim ó.
Los transporte s m arítim os de Lyone sse y Dascine t se re unie ron e n Bulm e r Skeme,
donde e jé rcitos de Lyone sse se e m barca ron a m e dia noche y zarpa ron rumbo a Dascinet. Al
principio fue ron sorpre ndidos por vie ntos contrarios; lue go, al alba, por una flota de buques
troicinos.
En dos horas la m itad de los sobre cargados navíos de Lyonesse y Dascinet se hundieron
o se de spe dazaron contra las rocas, con una pé rdida de dos m il hom bre s. La m itad
supe rvivie nte huyó hacia Buim e r Sk e m e con vie nto e n contra y de se m ba rcó e n la pla ya .
Entre tanto una m isce láne a flota de nave s m e rcantes, botes costeros y naves pesqueras
de Troicine t, carga da s de tropa s, e ntra ron e n Arque nsio, donde les dieron la bienvenida como
tropas de Lyone sse . C uando se de scubrió e l e rror, e l castillo e staba tom ado y e l re y Yvar
Ex ce lsus capturado.
La gue rra con Dascine t había te rm inado. Granice se de claró re y de las Islas
Ex te riore s, un re m o que todavía no e ra tan populoso com o Lyone sse o Dahaut, pe ro que
controlaba e l Lir y e l Golfo C antábrico.
La gue rra e ntre Troicine t y Lyone sse incom odaba ahora al rey Casmir. Propuso un cese
de las hostilidade s y e l re y Granice ace ptó, con cie rtas condicione s: Lyonesse debía ceder el
ducado de Tre m blance , e n e l e x tre m o oe ste de Lyone sse , m ás allá de Troagh, y
com prom e te rse a no construir buque s de gue rra que pudie ran am e nazar a Troicine t.
Pre visible m e nte , e l re y C asm ir re chazó e sas duras condiciones, y previno al rey Granice
sobre las grave s conse cue ncias que te ndría tan irracional hostilidad.
El re y Granice re spondió:
— R e cue rda que yo, Gra nice , no te de cla ré la gue rra. Tú, Casmir me atacaste sin razón.
R e cibiste una grande y justa de rrota. Ahora de be s sufrir las conse cue ncias. Has oído mis
condicione s. Acé ptalas o continúa una gue rra que no pue de s ganar y por la que pagarás un
alto pre cio e n hom bre s, re cursos y hum illación. Mis condicione s son realistas. Exijo el ducado
de Tre m blance para prote ge r m is nave s de los sk a. Puedo hacer desembarcar una gran fuerza
e n C a bo De spe dida cua ndo lo de se e ; e stás a dve rtido.
— A partir de una victoria pe que ña y te m poral —re spondió e l re y C asm ir e n tono
a m e na za dor—, de safía s a l pode río de Lyone sse . Ere s tan tonto como arrogante. ¿Crees que
pue de s supe rar nue stro gran pode r? Ahora de claro una proscripción contra ti y tu linaje ;

47
se ré is pe rse guidos com o de lincue nte s y liquidados a la vista de todos. No te ngo más que
de cir.
El re y Gra nice re spondió a e ste m e nsa je con la fue rza de su armada. Bloqueó la costa
de Lyone sse para que ni siquie ra un bote pe sque ro pudiera navegar a salvo por el Lir. Lyonesse
sobre vivió con sus re cursos te rre stre s, y e l bloque o sólo significó un fastidio y una continua
a fre nta a la que e l re y C a sm ir no podía re plica r.
A su ve z, e l re y Granice no pudo inflingir gran daño a Lyone sse . Los pue rtos e ran
e scasos y e staban bie n de fe ndidos. Ade m á s, C a sm ir hacía vigilar bien las costas y tenía espías
e n Dascine t y Troicine t. Entre tanto, re unió a un conse jo de inge nie ros navales y les encargó
que construye ran, pronto y bie n, una flota de nave s de gue rra para de rrotar a los troicinos.
En e l e stua rio de l río Sim e , e l m e jor pue rto natural de toda Lyonesse, se empezaron a
construir doce cascos, y m uchos m ás e n astille ros m e nore s e n las costas de la bahía de Balt
y e l ducado de Fe tz.
Una noche sin luna, cuando las nave s e staban arm adas y listas para ser botadas, seis
gale ras troicinas e ntraron sigilosam e nte e n e l e stuario de l Sim e y, a pe sar de las
fortifica cione s, gua rnicione s y gua rdia s, que m a ron los a stilleros. Simultáneamente, guerreros
troicinos de se m barcaron de pe que ños bote s e n las costas de la bahía de Balt, incendiaron los
astille ros, bote s e n construcción y gran cantidad de planchas de m ade ra. Los planes del rey
C asm ir se fue ron al traste .
En la Sala Ve rde de Haidion, e l re y C asm ir de sayunó a solas, anguila e n salmuera,
hue vos he rvidos y bizcochos; lue go se re clinó para re flexionar sobre sus asuntos. La derrota de
Bulm e r Sk e m e y su angustia pe rte ne cían al pasado; pudo evaluar las consecuencias con cierto
grado de de sapasionam ie nto.
A pe sar de todo, un cauto optim ism o pare cía justificado. El bloque o e ra una
provocación y un insulto que por e l m om e nto de bía ace ptar digna y pasivamente. A su debido
tie m po infligiría una crue l re tribución, pe ro por ahora de bía continuar con su gran plan: en
sínte sis, la de rrota de l re y Audry y la re cupe ración de l trono Evandig.
El oe ste e ra e l punto m ás vulne rable de Dahaut, pue s allí se sorte aba la hile ra de
fortifica cione s que borde a ba la fronte ra con Pom pe rol. El tra ye cto de se m e jante invasión
conducía al norte de sde Nolsby Se van, m ás allá de l castillo Tintzin Fyral, lue go al norte a lo
largo de la ruta conocida com o Trom pada, hasta Dahaut. La ruta e staba bloqueada por dos
form ida ble s forta le za s: Kaul Bocach, e n las Pue rtas de C e rbe ro, y Tintzin Fyral. Una
guarnición de ulflande se s de l sur custodiaba Kaul Bocach, pe ro e l re y O riante de Ulflandia
de l Sur, te m ie ndo disgustar a C asm ir, ya había conce dido e l libre paso para él y sus ejércitos.
Tintzin Fyral e ra e l único e scollo para las am bicione s de C asm ir. Se erguía sobre dos
de sfilade ros y controlaba tanto la Trom pada com o e l camino que conducía a Ulflandia del Sur a
travé s de Valle Evande r. Faude C arfilhiot, que gobe rnaba Valle Evande r de sde su nido
ine x pugnable , con vanidad y arrogancia, no re conocía am o alguno, y m e nos aún a su
sobe rano nom inal, e l re y O riante .
Un lacayo e ntró e n la Sala Ve rde y se inclinó ante e l re y C asm ir.
—Maje stad, una pe rsona de se a ve ros. Se llam a Shim rod y dice e star a vue stras
órde ne s.
C asm ir se e nde re zó e n su silla.
—Ha zlo e ntra r.
El lacayo se re tiró, y re gre só con un jove n alto de físico de lgado, que ve stía blusón y
pantalone s de bue na te la, botas bajas y una gorra de color verde oscuro que se quitó dejando
al de scubie rto una tupida caballe ra de color polvorie nto cortada hasta las ore jas, según la
m oda de e sos tie m pos. Los rasgos e ran re gulare s, aunque un tanto angulosos: nariz delgada,
m andíbula y barbilla hue sudas, boca ancha y torcida, y brillante s ojos grises que le daban un
aire de gnom o y de arrogancia e n la que quizá no había suficie nte re ve re ncia y abnegación
com o para com place r al re y C asm ir
—Maje stad —dijo Shim rod—, e stoy aquí para re sponde r a tu urge nte requerimiento.

48
C asm ir e x am inó a Shim rod apre tando los labios y lade ando la cabe za.
—Por cie rto, no e re s com o e spe raba que fue ra s.
C on un ge sto corté s, Shim rod ne gó toda su re sponsabilidad por la pe rple jidad de
C asm ir. El re y se ñaló una silla.
—Sié ntate , por favor. —Él se le vantó y se plantó de espaldas al fuego—. Me han contado
que e re s e x pe rto e n m agia .
Shim rod asintió.
— Todo he cho e x traordinario hace agitar las le nguas. C asm ir sonrió con
de sgana.
— ¿Y e s ve rdad lo que dice n? —pre guntó.

— Maje stad, la m agia e s una disciplina e x ige nte . Algunas personas tienen una habilidad
natural, pe ro yo no soy una de e llas. Me conside ro un ate nto e studioso de las técnicas, pero
é sa no e s ne ce saria m e nte una m e dida de m i com pe te ncia .
— ¿Y cuá l e s tu com pe te ncia ?
— C om pa ra da con la de los a de ptos, la proporción e s, digam os, de una a tre inta .
— ¿C onoce s a Murge n?
— Lo conozco bie n.
— ¿Y é l te ha adie strado?
— En cie rta m e dida.
El re y C asm ir procuró conse rvar la pacie ncia. Las airosas afe ctacione s de Shim rod
sorte aban toda insole ncia, pe ro aun así re sultaban irritante s, y e sas re spue stas lacónicas
volvían fatigosa la conve rsación. C asm ir habló con voz calm ada.
—C om o sabrás, nue stra costa e stá bloque ada por los troicinos. ¿Pue de s sugerirme
cóm o rom pe r e l bloque o?
Shim rod re fle x ionó un instante .
— En ve rdad, lo m ás se ncillo e s hace r las pace s.
— Sin duda. —El re y C asm ir se m e só la barba; los m agos eran gente rara—. Prefiero un
m é todo, quizá m ás com plicado, pe ro que de fie nda los inte re se s de Lyone sse .
— Te ndrías que re sponde r al bloque o con una fue rza supe rior.
— Ex a cto. Ésa e s pre cisa m e nte m i dificulta d. He pe nsa do e n a liarm e con los sk a, y
de se o que pre digas las conse cue ncias de se m e jante acto.
Shim rod sonrió lade ando la cabe za.
—Ma je stad, pocos m agos pue de n le e r e l futuro. Yo no soy uno de ellos. Hablando como
hom bre de m e ro se ntido com ún, te aconse jaría que no lle gue s a e so. Los ska han conocido
die z m il años de tribulacione s; son un pue blo duro. C om o tú, se proponen dominar las Islas
Elde r. Si le s invitas al Lir y le s conce de s base s, nunca se irán. Es obvio.
El re y C asm ir e ntornó los ojos; rara ve z le hablaban con tanto de se nfado. Aun así,
razonó, e l e stilo de Shim rod bie n podía se r m e dida de su since ridad; nadie que intentara
traicionarlo usaría un tono tan de se nvue lto.
— ¿Q ué sabe s de l castillo de Tintzin Fyral? —pre guntó con e studiada ne utralidad.
— Nunca he visto e se lugar. Dice n que e s ine x pugnable , com o sin duda ya sabe s.
El re y C asm ir asintió.
— Tam bié n he oído que la m agia form a parte de su de fe nsa. Eso lo ignoro. Lo
construyó un m ago m e nor, Ugo Golias, que de se aba gobe rnar e l Valle Evander, a salvo de
los síndicos de Ys.

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¿Entonce s cóm o obtuvo C arfilhiot la propie dad?
Sólo pue do re pe tir rum ore s al re spe cto.
El re y C asm ir, con un ge sto im pasible , le indicó que continuara.
— El linaje de C arfilhiot e s dudoso —dijo Shim rod—. Es posible que fue ra hijo de l
he chice ro Tam ure llo y la bruja De sm e i. Pe ro nada se sabe con ce rte za, excepto que Desmei
de sapare ció prim e ro, y lue go Ugo Golias, con toda su ge nte , com o si los hubieran capturado
los de m onios, y e l castillo e stuvo vacío hasta que C arfilhiot lle gó con sus soldados y se
adue ñó de é l.
— Pare ce com o si é l tam bié n fue se m ago.
— No lo cre o. Un m ago se habría com portado de otro m odo.
— ¿Entonce s le conoce s?
— En absoluto. Nunca lo he visto.
— Pe ro pare ce s e star fam iliarizado con su historia y su pe rsonalidad.
— Los m agos son tan proclive s a los chism e s com o todos los demás, especialmente si
se trata de alguie n tan notorio com o C arfilhiot.
El re y C asm ir tiró de l corde l de una cam panilla; dos lacayos e ntraron e n la sala con
vino, nue ce s y confituras que de jaron e n la m e sa. El re y C asm ir se se ntó frente a Shimrod.
Sirvió dos copas de vino y le alcanzó una a su hué spe d.
—Mis re spe tos, m aje stad —dijo Shim rod. El re y C asm ir se que dó m irando e l fuego.
—Shim rod —dijo pe nsativam e nte —, cre o que m is am bicione s no son un secreto. Un
m ago com o tú podría brindarm e una ayuda ine stim able . Y m i gratitud no le iría a la zaga.
Shim rod hizo girar la copa de vino y obse rvó e l m ovim ie nto de l oscuro líquido.
— El re y Audry de Dahaut ha he cho una propue sta sim ilar a Tam ure llo. El re y Yvar
Ex ce lsus buscó la ayuda de Noum ique . lodos se ne garon a causa de l gran edicto de Murgen,
que tam bié n m e com prom e te .
— ¡Bah! —re zongó e l re y C asm ir—. ¿Acaso la autoridad de Murgen trasciende todas las
de m ás?
— En e ste se ntido... sí.
— Pe ro has hablado sin la m e nor re se rva —gruñó C asm ir.
— Sólo te aconse jé com o lo haría cualquie r hom bre razonable .
El re y C asm ir se puso de pie abruptam e nte y arrojó una bolsa sobre la m e sa.
—Esto pagará tus se rvicios.
Shim rod vació la bolsa. C inco coronas de oro e charon a rodar. Se transformaron en cinco
m ariposas doradas que re volote aron e n e l aire convirtié ndose e n diez, veinte, cincuenta, cien
m ariposas. Todas caye ron e n la m e sa, donde se convirtie ron e n cie n coronas de oro.
Shim rod tom ó las cinco m one das, las guardó e n la bolsa y m e tió é sta e n e l talego.
— Gracias, m aje stad.
Se inclinó y salió de la sala.
O do, duque de Folize , cabalgó con una pe que ña com pañía hacia el norte, a través del
Troagh, una lúgubre com arca de riscos y grie tas, hasta Ulflandia del Sur, y cruzó Kaul Bocach,
donde pe ñascos opue stos se juntaban tanto que tre s hom bre s no podían cabalgar a la par.
Un abanico de pe que ñas cascadas se de speñaban en el desfiladero para convertirse en el
tram o sur de l río Evande r; e l cam ino y e l río se guían rum bo al norte uno junto al otro.
De lante se e le va ba un m acizo pe ñasco: e l Die nte de C ronos, o C e rro Tac. Por una garganta
ve nía e l tra m o norte de l Eva nde r. Los dos tra m os se unía n y pasaban e ntre e l Tac y e l
pe ñasco donde se e rguía e l castillo Tintzin Fyral.

50
El duque O do se anunció a las pue rtas y fue lle vado por un camino zigzagueante ante
la pre se ncia de Faude C arfilhiot.
Dos días de spué s partió y re gre só hasta la ciudad de Lyonesse por donde había venido.
Se ape ó e n e l patio de la arm e ría, se sacudió e l polvo de la capa y fue a ve r al rey Casmir.
Haidion, sie m pre e co de rum ore s, re ve rbe ró de inm e diato con noticias de la inminente
visita de un im porta nte pe rsona je , e l se ñor de cie n m iste rios: Faude C a rfilhiot de Tintzin
Fyral.

51
7

Suldrun e staba se ntada e n e l naranjal con sus dos donce llas favoritas: Lia, hija de
Tandre , duque de Sondbe har, y Tuissany, hija de l conde de Me rce . Lia ya había oído hablar
m ucho de C arfilhiot.
— ¡Es alto y fue rte , y tan orgulloso com o un se m idiós! ¡Dice n que su m irada fascina
a todos quie ne s lo obse rvan!
— Pare ce se r un hom bre im pone nte —dijo Tuissany, y am bas m uchachas miraron de
soslayo a Suldrun, quie n m ovió los de dos con de sdé n.
— Los hom bre s im pone nte s se tom an a sí m ism os demasiado en serio —dijo Suldrun—.
Sólo sabe n que jarse y dar órde ne s.
— ¡Hay m ucho m ás! —de claró Lia—. Me lo dijo m i costure ra, quie n se lo oyó decir a la
dam a Pe dre ia . Pare ce que Faude C a rfilhiot e s m uy rom ántico. Todas las noches ve despuntar
las e stre llas de sde una alta torre , languide cie ndo.
— ¿Languide cie ndo? ¿Por qué ?
— De am or.
— ¿Y quié n e s la altiva donce lla que le causa tanto dolor?
— Eso e s lo curioso. Es im aginaria. Él adora a e sta donce lla de sus sue ños.
— Me cue sta cre e rlo —dijo Tuissany—. Sospe cho que de be de pasar más tiempo en la
cam a con donce llas ve rdade ras.
— Eso no lo sé . A fin de cue ntas, los rum ore s pue de n se r e x age rados.
— Se rá inte re sante de scubrir la ve rdad —dijo Tuissany—. Pero aquí viene tu padre, el rey.
Lia y Tuissany se pusie ron de pie y Suldrun las im itó, aunque m ás de spacio. Todas
hicie ron una re ve re ncia form al. El re y C asm ir se le s Acercó.
—Donce llas, de se o hablar con la prince sa sobre un asunto privado. Por favor,
de jadnos a solas unos instante s.
Lia y Tuissany se re tiraron. El re y C asm ir e scudriñó a Suldrun un m om e nto. Suldrun
de svió los ojos con apre nsión, sintie ndo un nudo e n e l e stóm ago.
El re y C asm ir cabe ce ó bruscam e nte , com o si corroborara una idea personal. Habló con
voz porte ntosa.
— Sabrás que e spe ram os la visita de una pe rsona im portante , e l duque Carfilhiot de
Valle Evande r.
— Lo he oído, sí.
— Estás e n e da d de casarte . Si e l duque C a rfilhiot te e ncue ntra a tractiva , yo
conte m plaría e sa posibilidad con agrado, y se lo haré sabe r.
Suldrun alzó los ojos hacia la cara de barba dorada.
—Pa dre , no e stoy pre pa ra da para e so. No te ngo e l m e nor inte ré s e n com pa rtir la
cam a con un hom bre .
El re y C asm ir asintió.
— Ese se ntim ie nto e s a de cuado e n una donce lla casta e inoce nte . No me desagrada.
Aun así, tale s apre nsione s de be n ce de r ante los asuntos de e stado. La am istad del duque
C arfilhiot e s vital para nue stros inte re se s. Pronto te acostum brarás a la ide a. Por tanto, tu
conducta hacia e l duque C arfilhiot de be se r am able y grácil, aunque sin exageraciones. No lo
acose s con tu com pañía. La re se rva y la re tice ncia e stim ulan a un hombre como Carfilhiot. De
todas form as, no se as e squiva ni fría.

52
— Padre —e x clam ó Suldrun con de se spe ración—, ¡no te ndré que fingir reticencia! ¡No
e stoy pre parada para e l m atrim onio! ¡Tal ve z nunca lo e sté !
— Sile ncio —orde nó e l re y C asm ir—. El pudor e s grato, incluso atractivo, e n dosis
m ode radas. Pe ro cua ndo se e je rce e n e x ce so se vue lve fatigoso. C a rfilhiot no debe pensar
que e re s una m ojigata. Éstos son m is de se os. ¿Está claro?
— Padre , e ntie ndo m uy bie n tus de se os.
— Bie n. Ase gúra te de que influya n e n tu conducta.

Una proce sión de ve inte caballe ros y hom bre s arm ados bajó por el Sfer Arct y entró en
la ciudad de Lyone sse . Los e ncabe zaba e l duque C arfilhiot, erguido y aplomado: un hombre de
pe lo ne gro y e nsortijado, te z clara, rasgos finos y re gulare s, aunque un tanto austeros, salvo
por la boca, que e ra la de un poe ta se ntim e ntal.
La com pañía se de tuvo e n e l patio de la Arm e ría. C arfilhiot de sm ontó y un par de
palafre ne ros ve stidos con colore s ve rde e splie go de Haidion se llevaron su caballo. Su séquito
tam bié n de sm ontó y se aline ó de trás de é l.
El re y C asm ir bajó de la te rraza supe rior y cruzó e l patio. El duque C arfilhiot hizo una
re ve re ncia conve ncional, y su ge nte le im itó.
—¡Bie nve nido! —dijo e l re y C asm ir—. ¡Bie nve nido a Haidion!. Tu hospitalidad m e
honra —dijo C arfilhiot con voz firm e , rica y bie n m odulada, aunque care nte de resonancia.
—Te pre se nto a Mungo, m i se ne scal. El te m ostrará tus apose ntos. Se se rvirá una
colación, y cuando e sté s cóm odo tom are m os un re frige rio inform al e n la te rraza.
Una hora m ás tarde C arfilhiot se pre se ntó e n la te rraza. Se había puesto un blusón de
rayas grise s y ne gras, con pantalone s ne gros y zapatos ne gros: un atue ndo inusitado que
re a lzaba su ya dra m á tica pre se ncia . El re y C a sm ir lo e spe raba junto a la balaustra da .
C arfilhiot se le ace rcó y se inclinó.
—R e y C a sm ir, ya e ncue ntro m i visita m uy pla ce nte ra. El palacio Haidion e s e l m ás
e splé ndido de las Islas Elde r. El panoram a de la ciudad y e l m ar e s incom parable .
—Espe ro que tu visita se re pita a m e nudo —re puso e l re y C asm ir con form al
afabilidad—. A fin de cue ntas, som os ve cinos.
—¡Es cie rto! —dijo C arfilhiot—. Lam e ntable m e nte , m e acucian proble m as que m e
obligan a pe rm ane ce r e n m i hogar. Proble m as, por sue rte , de sconocidos para Lyonesse.
El re y C asm ir e narcó las ce jas.
—¿Proble m as? ¡No som os inm une s a e llos! ¡Te ngo tantos proble m as como troicinos
hay e n Troicine t!
C arfilhiot rió corté sm e nte .
—En su m om e nto inte rca m bia re m os conm ise ra cione s.
—Pre fe riría inte rca m bia r pre ocupacione s.
—¿Mis salte adore s, bandidos y barone s re ne gados, a cambio de tu bloqueo? Sería mal
ne gocio para am bos.
—Para conve nce rm e , podrías incluir un m illar de tus sk a.
—C on m ucho gusto, si fue ra n m is sk a . P or a lguna e x tra ña razón, eluden Ulflandia del
Sur, aunque asolan e l norte con e ntusiasm o.
Un par de he raldos tocaron una dulce y e stride nte fanfarria para anunciar la aparición
de la re ina Sollace y un sé quito de dam as.
El re y C asm ir y C arfilhiot se volvie ron para saludarla. El re y presento a su huésped. La
re ina Sollace agrade ció los cum plidos de C arfilhiot con una m irada blanda que éste ignoró
grácilm e nte .

53
Transcurrió e l tie m po. El re y C asm ir se inquie tó. C ada ve z con más frecuencia miraba
hacia e l palacio por e ncim a de l hom bre . Por últim o, le m urm uró unas palabras a un lacayo, y
pasaron otros cinco m inutos.
Los he raldos alzaron los clarine s y tocaron otra fanfarria. Suldrun apareció en la terraza
a la carre ra, contone ándose com o si la hubie ran e m pujado; detrás de ella, en las sombras, se
vio por un instante la cara conste rnada de De sde a.
Suldrun se a ce rcó a la m e sa con e x pre sión gra ve . Su ve stido, de telasuave y rosada, le
ce ñía la silue ta; rizos dorados le sobre salían de una gorra blanca y re donda para cae rle
sobre los hom bros.
Suldrun avanzó de spacio, se guida por Lia y Tuissany. Se detuvo y miró hacia la terraza,
rozando a C arfilhiot con los ojos. Un m ayordom o se le ace rcó con una bande ja; Suldrun y
sus donce llas cogie ron copas de vino y lue go se que daron púdicam e nte aparte ,
m urm urando.
El re y C asm ir obse rvó con ce ño fruncido y al fin se volvió hacia Mungo, su senescal.
—Inform a a la prince sa que la e stam os e spe rando.
Mungo com unicó e l m e nsaje . Suldrun e scuchó boquiabie rta. Pareció suspirar, cruzó la
te rraza, se de tuvo ante e l padre y se inclinó e n una de sganada re ve re ncia.
—Prince sa Suldrun —de claró Mungo con voz re sonante —, m e honra pre se ntaros al
duque Faude C arfilhiot de Valle Evande r.
Suldrun inclinó la cabe za; C arfilhiot, sonrie ndo, se inclinó para be sarle la m ano.
Lue go irguió la cabe za y la m iró a la cara.
— Los rum ore s sobre la gracia y be lle za de la prince sa Suldrun han cruzado las
m onta ña s hasta lle gar a Tintzin Fyral —dijo—. Ve o que no e ra n e x a ge ra dos.
— Duque , e spe ro que no hayas e scucha do e sos rum ore s —conte stó Suldrun con voz
m onótona—. Estoy se gura de que m e de sagradarían si los oye ra.
El re y C asm ir, con m al ce ño, inte ntó inte rpone rse , pe ro C arfilhiot habló prim e ro.
—¿De ve ras? ¿Por qué ?
Suldrun se ne gó a m irar a su padre .
— Estoy de stina da a se r a lgo que no e scogí se r.
— ¿No disfrutas de la adm iración de los hom bre s?
— No he he cho nada adm irable .
— Tam poco una rosa, ni un zafiro de m uchas face tas.
— Son adornos. No tie ne n vida propia.
— La be lle za no e s indigna —re zongó e l re y C asm ir—. Es un don con ce dido a unos
pocos. Nadie , ni siquie ra la prince sa Suldrun, pre fe riría la fe aldad.
Suldrun abrió la boca para de cir: «Ante todo, yo pre fe riría e star e n otra parte.» Pero
lo pe nsó dos ve ce s y ce rró la boca.
—La be lle za e s un atributo m uy e spe cial —de claró C arfilhiot—. ¿Q uié n fue el primer
poe ta ? Fue é l quie n inve ntó e l conce pto de be lle za.
El re y C asm ir se e ncogió de hom bros y be bió de su copa de cristal purpúre o.
—Nue stro m undo —continuó C arfilhiot con voz clara y m usical— un lugar te rrible y
m aravilloso, donde e l poe ta apasionado que ansia e l ide al de la belleza casi siempre resulta
frustrado.
Suldrun, las m anos e ntre lazadas, se e studió las ye m as de los de dos.
—Pa re ce que tie ne s tus re se rva s —dijo C a rfilhiot. _ Tu «poe ta a pa sionado» podría
se r una com pañía m uy aburrida. C arfilhiot se lle vó la m ano a la frente, remedando un gesto
de ultraje . _ Ere s tan de spiadada corno Diana. ¿No sie nte s pie dad por nue stro poe ta

54
a pa sionado, e se pobre a ve nture ro soñador?
—Tal ve z no. Pare ce se nsible ro y e goísta, com o m ínim o. El emperador romano Nerón,
que bailó a l son de las llam as de su ciuda d a rdie nte , e ra quizá s un poe ta a pa sionado.
El re y C a sm ir se im pacie ntó, pue s e sa conve rsación le resultaba frívola y vana. Aún así,
C arfilhiot pare cía disfrutarla. Q uizá la tím ida Suldrun fue ra m ás lista de lo que é l había
im aginado.
— Esta conve rsación m e re sulta inte re santísim a —le dijo C arfilhiot a Suldrun — . Espero
que la continue m os e n otra oportunidad.
— En ve rdad, duque C arfilhiot— re puso Suldrun con su voz m ás form al—, m is ideas
no son profundas. Me ave rgonzaría e x pone rlas ante una pe rsona de tu e x pe rie ncia.
— C om o de se e s — dijo C arfilhiot — . De todas form as, pe rm íte m e el simple placer de
tu com pañía.
El re y C asm ir se apre suró a inte rve nir ante s de que la im pre visible Suldrun dijera algo
ofe nsivo.
—Duque C arfilhiot, ve o a cie rtos notable s de l re ino que aguardan para ser presentados.
Lue go e l re y C asm ir lle vó a Suldrun aparte .
—¡Me sorpre nde tu conducta ante e l duque C arfilhiot! C ausas m ás daño de l que
im aginas. ¡Su bue na voluntad e s indispe nsable para nue stros plane s!
De pie ante la m aje stuosa figura de su padre , Suldrun se sintió dé bil e inde fe nsa.
—Pa dre — dijo con voz pla ñide ra —, no m e obligue s a unirm e a l duque Carfilhiot. ¡Me
asusta su com pañía!
El re y C a sm ir e staba pre pa ra do para e se reclamo lastimero. Su respuesta fue inexorable:
—¡Bah! Ere s tonta e irre fle x iva . Hay partidos pe ore s que e l duque C a rfilhiot, te lo
ase guro. Se hará lo que yo de cida.
— Suldrun agachó la cabe za. Apare nte m e nte no tenía nada más que decir. El rey Casmir
se ale jó, tom ó por la Gale ría Larga y subió a sus apose ntos. Suldrun lo siguió con los ojos,
apre tando, los puños con rabia. ^e volvió y corrió gale ría abajo para salir a la evanescente luz
de la tarde . Atrave só la arcada, cruzó la vie ja pue rta y bajó al jardín. El sol, bajo en el cielo,
arrojaba una luz som bría bajo las altas nube s; e l jardín pare cía frío y re m oto.
Suldrun cam inó por e l se nde ro, de jó atrás las ruinas, se sentó bajo el tilo, abrazándose
las rodillas, y re fle x ionó sobre e l de stino que apare nte m e nte la esperaba. Parecía indudable
que C arfilhiot optaría por de sposarla; la lle varía a Tintzin Fyral, y allí, a su antojo, exploraría
los se cre tos de su cue rpo y de su m e nte . Las nube s taparon e l sol; sopló un vie nto frío.
Suldrun tiritó, se le vantó y re gre só por donde había venido, despacio, la cabeza gacha. Subió a
sus a pose ntos, donde De sde a le dio una e né rgica re prim e nda.
—¿Dónde has e stado? Por orde n de la re ina de bo pone rte ropa apropiada; habrá un
banque te y danzas. Tu baño e stá pre parado.
Suldrun se quitó la ropa con de sgana y e ntró e n una tina de m árm ol, lle na de agua
tibia hasta e l borde . Sus donce llas la frotaron con jabón de ace ite de oliva y ceniza de aloe,
lue go la e njua ga ron con a gua pe rfum a da de luisa y la se caron con toa llas de a lgodón. Le
ce pillaron e l cabe llo hasta que que dó brillante . Le pusie ron un ve stido azul oscuro y, en la
cabe za, una diade m a de plata incrustada con tablillas de lapislázuli.
De sde a re troce dió para conte m pla rla.
—No pue do hace r m ás por ti. Sin duda e re s atractiva. Sin e m bargo falta algo. Debes
se r m ás se ductora... ¡No e n e x ce so, por supue sto! Dale a e nte nde r que sabe s lo que se
propone . La picardía e n una m uchacha e s com o sal e n la carne ... Ahora, tintura de dedalera,
para hace r brillar tus ojos.
Suldrun dio un paso atrás.
—¡No quie ro!

55
De sde a sabía que e ra inútil discutir con Suldrun.
— ¡Ere s la criatura m ás te rca que e x iste ! C om o de costum bre , te saldrás con la tuya.
— Si así fue ra —rió am argam e nte Suldrun—, no iría al baile .
— Vam os, pe que ña insole nte . —De sde a be só la fre nte de Suldrun—. Es pero que la vida
baile al son de tu m e lodía... Ve n ahora al banque te . Te rue go que se as cortés con el duque
C arfilhiot, pue s tu padre tie ne e spe ranzas de que haya com prom iso.
En e l banque te , e l re y C asm ir y la re ina Sollace ocuparon la cabecera de la gran mesa,
con Suldrun a la de re cha de l padre y C arfilhiot a la izquie rda de la re ina Sollace .
Suldrun e studió a C a rfilhiot de sosla yo. C on e sa te z cla ra , e l tupido pe lo negro y los
ojos lustrosos, e ra inne gable m e nte bie n pare cido, casi hasta e n e x ce so. C om ía y be bía
grá cilm e nte ; su conve rsión e ra ge ntil; tal ve z su única a fe ctación e ra la m odestia: hablaba
poco de sí m ism o, así, a Suldrun le costaba m irarlo a los ojos, y cuando le habló, como la
ocasión lo e x igía, las palabras le salie ron con dificultad.
C arfilhiot intuía su ave rsión, o así lo cre ía Suldrun, y e so sólo servía para estimular su
inte ré s. Era aún m ás galante , com o si procurara ve nce r e l re chazo de Suldrun a fuerza de
caballe rosidad. Entre tanto, com o una fría ráfaga Suldrun notó la cuidadosa atención de su
padre , hasta e l e x tre m o que e m pe zó a perder la compostura. Trató de comer algo, pero no pudo.
Ex te ndió la m ano hacia su copa y sus ojos se cruzaron con los de C arfilhiot. Por un
instante que dó pe trificada. Sabe lo que e stoy pe nsando pensó. Lo sabe, y ahora sonríe, como
si ya le pe rte ne cie ra. Suldrun se obligó a m irar e l plato. Sin de jar de sonre ír, C arfilhiot se
volvió hacia la re ina Sollace para e scuchar sus com e ntarios.
En e l baile , Suldrun inte ntó pasar inadve rtida e ntre sus donce llas, pe ro fue en vano.
Eschar, e l subse ne scal, fue a buscarla y la lle vó ante e l re y C asm ir, la reina Sollace, el duque
C arfilhiot y otros altos dignatarios. C uando e m pe zó la m úsica, estaba junto al duque, y no se
atre vió a re chazarlo.
Siguie ron los com pase s calladam e nte de un lado a otro, inclinándose, volviéndose con
gracilidad, e ntre se das m ulticolore s y sate ne s suspirantes. Desde seis macizos candelabros, mil
ve las inundaban la sala con una luz suave .
C uando ce só la m úsica, C arfilhiot apartó a Suldrun a un e x tre m o de l salón.
— No sé que de cirte —dijo e l duque —. Tu actitud e s tan glacial que raya e n lo
a m e na za dor.
— Duque —re plicó Suldrun con su voz m ás form al—, no e stoy habituada a e stas
ce le bracione s, y e n re alidad no m e divie rte n.
— ¿De m odo que pre fe rirías e star e n otra parte ?
Suldrun m iró hacia C asm ir, quie n e staba rode ado por los notable s de la corte .
— Mis pre fe re ncias, se an cuale s fue re n, pare ce n care ce r de peso salvo para mí misma.
Eso m e han dado a e nte nde r.
— Pue s te e quivocas. A m í, por lo pronto, m e inte re san tus pre fe re ncia s. En realidad
te conside ro m uy e spe cia l.
La única re acción de Suldrun fue un ge sto de indife re ncia, y e l airoso aplom o de
C arfilhiot se convirtió e n te nsión, incluso e n brusque dad.
—Entre tanto, ¿tu opinión e s que soy una pe rsona vulgar, m onótona y tal ve z algo
aburrida? —dijo con la e spe ranza de suscitar un torre nte de tím idas ne gacione s.
—Se ñor duque —dijo Suldrun con voz distraída , m irando hacia otra parte —, e re s el
hué spe d de m i padre . No m e atre ve ría a form arm e se m e jante opinión, ni ninguna otra.
C arfilhiot soltó una risa e x traña y Suldrun se volvió con intrigado sobre salto para
obse rvar una sue rte de fisura e n e l alm a de C arfilhiot que pronto re cobró la com postura.
Nue vam e nte galante , C arfilhiot e x te ndió las m anos para expresar una cortés y bienhumorada
frustración.

56
— ¿De be s se r tan distante ? ¿Tan de plorable soy? Suldrun re currió nue vamente a su
fría conducta.
— Por cie rto, no m e has dado razone s para form arm e tale s juicios.

— ¿Pe ro no e s e sa una pose a rtificia l? De be s sabe r que e re s a dm irada. Por lo pronto,


yo e stoy a nsioso de gra nje a rm e tu opinión favorable .
— Duque , m i padre quie re casarm e . Eso e s sabido. Él m e pone e n un trance difícil. No
sé nada de l e nam oram ie nto ni de l am or.
C arfilhiot le tom ó am bas m anos y la obligó a m irarle de fre nte .
—Te re ve laré algunos arcanos. Las prince sas rara vez se casan con sus enamorados. En
cuanto al am or, con gusto e nse ñaría a una alum na tan inoce nte y tan bella. Aprenderías de la
noche a la m añana, por así de cirlo.
Suldrun apartó las m anos.
—Volvam os donde los de m ás.
C arfilhiot e scoltó a Suldrun hasta su lugar. Poco de spué s la princesa informó a la reina
Sollace que no se se ntía bie n, y se fue de l salón. El re y C asm ir, e x altado por la bebida, no
lo advirtió.

En e l prado de De rfwy, tre s k ilóm e tros al sur de la ciudad de Lyone sse , el rey Casmir
orde nó un e spe ctáculo y una proce sión para ce le brar la pre se ncia de su huésped de honor,
Faude C arfilhiot, duque de Valle Evande r y se ñor de Tintzin Fyral. Los pre parativos fueron
com ple jos y ge ne rosos. De sde e l día ante rior giraban capones sobre las brasas, bien sazonados
con ace ite , zum o de ce bollas, ajo y jarabe de tam arindo; ahora e staban a punto y un olor
te nta dor invadía e l pra do. Había bande ja s a tiborradas de hogazas de pan blanco, y a un lado,
se is cubas de vino e spe raban tan sólo a que le s abrie ran los tapone s.
Las alde as ve cinas habían e nviado jóve ne s hom bre s y m uje re s e n trajes de fiesta; al
son de tam bore s y gaitas, bailaron jigas hasta que e l sudor les perló la frente. Al mediodía unos
payasos pe le aron con ve jigas y e spadas de m ade ra, y caballeros de la corte se trabaron luego
e n una justa con lanzas que te nían cojine s de cue ro e n las puntas 10.
Entre ta nto, lle varon la carne a sa da a una m e sa donde la troce a ron. Q ue deseaban
disfrutar de la ge ne rosidad de l re y se lle vaban los trozos hogazas, m ie ntras e l vino caía
burbuje ando de las e spitas. El re y C asm ir y C arfilhiot m iraron la justa desde una plataforma
e le vada» e n com pañía de la re m a Sollace , la prince sa Suldrun, e l príncipe Cassander y otras
pe rsonas de alto rango. El re y C asm ir y C arfilhiot atrave saron lue go e l prado para ver una
com pe tición de tiro de arco, y conve rsaron al son de l chasquido y e l siseo de las flechas. Dos
m ie m bros de l sé quito de C arfilhiot participaron e n la com pe tición, y disparaban cotí tal
de stre za que e l re y C asm ir m anife stó su adm iración.
—Dispongo de una fue rza re lativam e nte pe que ña —re spondió C arfilhiot—, y
todos de be n de stacar e n e l uso de las arm as. C alculo que cada uno de mis hombres equivale a
die z solda dos com une s. Vive y m ue re por e l a ce ro. No obsta nte , e nvidio tus doce grandes
e jé rcitos.
—Es bue no com anda r doce e jé rcitos —re sopló e l re y C a sm ir—, y gra cias a ellos el rey
Audry no due rm e bie n. Aun así, doce e jé rcitos son inútile s contra los troicinos. Navegan a lo
largo de m is costa s, ríe n y se burla n, se a ce rcan a m i pue rto y m e m ue stra n e l tra se ro.
— Pe ro sin pone rse a tiro de arco.
— De sde lue go que no.
— Es ultrajante .

10
Aún no se había desarrollado el torneo donde caballeros con armadura hacían justas con lanzas o remedaban
batallas. Las competencias de este tiempo y lugar eran acontecimientos relativamente modestos (luchas, carreras de
caballos, salto con garrocha) y la aristocracia rara vez participaba en ellos.

57
—Mis a m bicione s no son se cre ta s —de claró e l re y C a sm ir—. De bo dom inar Dahaut,
som e te r a los sk a y de rrotar a los troicinos. De volve ré e l trono Evandig y la mesa Cairba an
Me adhan a sus lugare s le gítim os y una ve z m ás un solo re y gobe rnará las Islas Elde r.
—Es una noble am bición —dijo grácilm e nte C arfilhiot—. Si yo fue ra re y de Lyonesse,
pe nsaría de l m ism o m odo.
—La e strate gia no e s fácil. Pue do avanzar hacia e l sur contra los troicinos, con los ska
com o aliados; o inte rnarm e e n las Ulflandias, suponie ndo que e l duque de Valle Evander me
conce da libre paso por Tintzin Tyral. Lue go m is e jé rcitos e charían a los sk a de la costa,
som e te rían a los gode hanos y se volve rían hacia e l e ste para su cam paña de finitiva e n
Dahaut. C on una flota de m il nave s dom inaría Troicine t, y las Islas Elder serían nuevamente
un solo re ino. El duque de Valle Evande r se ría e ntonce s duque de Ulflandia de l Sur.
—Es una ide a atractiva, y cre o que plausible . Mis propias am bicione s no que dan
afe ctadas; e n re alidad, m e conte nto con Valle Evande r. Tengo otro tipo de aspiración. Con toda
franque za, m e he pre ndado de la prince sa Suldrun. La conside ro la más bella de las criaturas
vivie nte s. ¿Se ría Pre suntuoso de m i parte pe dir su m ano e n m atrim onio?
—Lo conside ra ría una propue sta m uy a propia da y a uspiciosa.
—Me ale gra oír tu aprobación. ¿Q ué dirá la prince sa Suldrun? No ha manifestado sus
favore s.
— Es un poco caprichosa. Hablaré con e lla. Mañana am bos tomaréis vuestros votos de
com prom iso e n un rito ce re m onial, y la boda se ce le brará a su de bido tie m po.
— Es una pe rspe ctiva ale ntadora para m í. Espe ro que tam bié n lo sea para la princesa.

Al cae r la tarde , la carroza re al re gre só a Haidion, con e l re y C asm ir la rema Sollace y


la prince sa Suldrun. C arfilhiot y e l jove n príncipe C assande r la se guían a caballo.
El re y C asm ir le habló a Suldrun con voz firm e :
—Hoy he de libe rado con e l duque C arfilhiot, y se de clara pre ndado de ti. La
oportunidad e s ve ntajosa y ace pté vue stro com prom iso.
Suldrun le m iró atónita. Sus pe ore s te m ore s se habían cum plido. Al fin logró articular
palabra.
—¿Acaso no m e cre e s? ¡No quie ro casarm e ahora, y m ucho m e nos con C arfilhiot!
¡No m e a grada e n a bsoluto!
El re y C asm ir clavó e n Suldrun sus ojos azule s y re dondos.
—¡Estoy harto de tu pe tulancia! ¡C arfilhiot e s un hom bre noble y apue sto! Tus
pre ve ncione s son m e ro capricho. Mañana al m e diodía te com prom e te rás con Carfilhiot, y en
tre s m e se s te casarás. No hay m ás que de cir.
Suldrun se hundió e n los cojine s. La carroza avanzó por la carre tera bamboleándose
sobre los re sorte s de m ade ra de carpe . El sol parpade aba e ntre los álamos que bordeaban el
cam ino. A travé s de sus lágrim as, Suldrun obse rvó e l jue go de luce s y sombras en la cara de
su padre . C on voz suave y que brada inte ntó una últim a súplica:
—¡Padre , no m e im pongas e sta boda!
El re y C asm ir e scuchó e n sile ncio y de svió la cara sin re sponde r. Suldrun,
angustiada, buscó apoyo e n su m adre , pe ro sólo e ncontró re probación.
— Estás e n e da d de casarte , com o cua lquie ra que te nga ojos pue de ver —señaló con
voz cortante —. Es hora de que te vayas de Haidion. C on tus e nsoñacione s y delirios no nos
trae s ninguna ale gría.
— C om o prince sa de Lyone sse —dijo e l re y C asm ir—, no conoces fatigas ni penurias. Te
viste s de suave se da y disfrutas de lujos a los que ninguna mujer común puede aspirar. Como
prince sa de Lyone sse tam bié n de be s som e te rte a los dictados de la política, tal com o lo
hago yo. boda se ce le bra rá . Te rm ina con e sa a ctitud de spe ctiva y tra ta a l duque con

58
am abilidad. No quie ro hablar m ás de l te m a.
C ua ndo lle garon a Haidion, Suldrun fue e n se guida a sus a pose ntos. Una hora
de spué s, De sde a la e ncontró m irando e l fue go.
—Vam os —dijo De sde a—. El abatim ie nto afloja las carnes y amarillea la piel ¡Mejora ese
hum or! El re y de se a que e sté s pre se nte e n la ce na, de ntro de una hora.
—Pre fie ro no ir.
—¡Pe ro de be s hace rlo! El re y lo ha orde nado, e ire m os a la ce na, sin rode os. Te
pondrás e se te rciope lo ve rde oscuro que te sie nta tan bie n, para que todas las de m ás
m uje re s pare zcan pe scados. Si yo fue ra m ás jo ve n, los die nte s m e castañetearían de celos.
No e ntie ndo por qué e stás e nfurruñada.
—No m e agrada e l duque C arfilhiot.
—C állate . El m atrim onio lo cam bia todo. Tal ve z lle gue s a adorarle; entonces reirás al
re corda r tus tontos caprichos. Ahora , quíta te e sa ropa. ¡Va m os! ¡Piensa cómo será cuando el
duque C arfilhiot dé la orde n! ¡Sosia! ¿Dónde e stá e sa criada tan irresponsable? ¡Sosia! Cepilla
e l cabe llo de la prince sa, cie n ve ce s de cada lado. ¡Esta noche de be re lucir com o un río de
oro!
En la ce na Suldrun trató de adoptar una actitud im pe rsonal. Probó un trozo de
palom a asada; be bió m e dia copa de vino claro. C uando le hablaban, respondía cortésmente,
pe ro e ra obvio que pe nsaba e n otra cosa. En una ocasión, cuando alzó la cabeza, su mirada se
cruzó con la de C arfilhiot, y por un m om e nto obse rvó e sos ojos radiante s com o un pájaro
fascinado.
De svió los ojos y e studió m e ditativam e nte e l plato. C arfilhiot e ra inne gable m ente
gallardo, vale roso y apue sto. ¿Por qué su re chazo? Sabía que e l instinto no la e ngañaba.
C arfilhiot e ra un se r re torcido, hirvie nte de re ncore s y rare zas. Unas palabras le entraron en la
m e nte com o si vinie ran de otra parte : Para C arfilhiot la be lleza no era algo para adorar y amar
sino para arre batar y lastim ar.
Las dam as se re tiraron a la sala de la re ina; Suldrun corrió a sus apose ntos.

Por la m añana te m prano, una bre ve lluvia lle gó de l m ar, limpió la vegetación y asentó
e l polvo. A m e dia m añana e l sol brillaba e ntre jirones de nubes, y arrojó sombras fugaces sobre
la ciudad. De sde a le puso a Suldrun un ve stido blanco con gabán blanco, con bordados rosados,
am arillos y ve rde s, y una pe que ña gorra blanca e n una diade m a dorada incrustada con
gra na te s.
C uatro pre ciosas alfom bras cubrían la te rraza de un e x tre m o al otro, de sde la
im pone nte e ntrada principal de Haidion hasta una m e sa cubie rta de grue so lino blanco.
Antiguos flore ros de plata de gran altura de sbordaban de rosas blancas; la mesa sostenía el
cáliz sagrado de los re ye s lione se s: un re cipie nte de plata de treinta centímetros de altura, con
caracte re s tallados que ya no e ran inte ligible s e n Lyone sse .
Al ace rcarse e l m e diodía, e m pe zaron a lle gar dignatarios con túnicas ceremoniales y
antiguos e m ble m as.
Al m e diodía lle gó la re ina Sollace . El re y C asm ir la e scoltó hasta su trono. Detrás vino
e l duque C arfilhiot, e scoltado por e l duque Tandre de Sondbe har.
Tras un instante , e l re y C asm ir m iró hacia la pue rta por donde debía entrar la princesa
Suldrun, de l brazo de su tía De sde a. En cam bio, sólo notó m ovim ie ntos agitados. Pronto vio
que De sde a lo llam aba con se ñas.
El re y C asm ir se le vantó de l trono y re gre só al palacio, desde donde Desdea gesticulaba
e n confusión y de sconcie rto.
El re y C asm ir m iró alre de dor y se volvió hacia De sde a.
— ¿Dónde e stá la prince sa Suldrun? ¿C uál e s la causa de tan indignan te de m ora?
— ¡Esta ba pre pa ra da ! —e x clam ó De sde a —. ¡Esta ba be lla com o un á ngel! La conduje

59
abajo, y e lla m e se guía. Fui por la gale ría, con un e x traño pre se ntim ie nto. Me detuve y me
volví para m irar, y e lla e staba allí, pálida com o un lirio. Dijo algo, pe ro no pude oír. Creo que
dijo: «¡No pue do, no pue do!» Y lue go salió por la pue rta late ral y e chó a correr bajo la arcada.
La llam é , pe ro e n vano. Ni siquie ra volvió la cabe za.
El re y C asm ir re gre só a la te rraza. Se de tuvo, m iró e l se m icírculo de caras inquisitivas.
—Pido la indulge ncia de los pre se nte s —dijo con voz áspe ra y m onótona—. La
prince sa Suldrun ha sufrido una indisposición. No se re alizará la ceremonia. Se ha preparado
una colación. Por favor, se rvios a gusto.
El re y C a sm ir volvió a e ntra r e n e l palacio. De sde a e staba a un lado, e l pe lo
de saliñado, los brazos colgando com o cue rdas.
El re y C asm ir la m iró unos se gundos y lue go salió. C am inó por la arcada, pasó bajo la
Muralla de Zoltra Estre lla Brillante , cruzó la pue rta de m ade ra y e ntró e n e l vie jo jardín. Allí
e staba Suldrun, se ntada e n una colum na rota, los codos e n las rodillas y la barbilla entre
las m anos.
El re y C asm ir se de tuvo a varios pasos de e lla. Suldrun se volvió de spacio, los ojos
grande s, la boca floja.
— Has ve nido a e ste lugar contravinie ndo m is órde ne s —dijo e l re y C asm ir.
— Así e s. Sí —conce dió Suldrun.
—Ine x cusable m e nte has m anchado e l honor de l duque C arfilhiot. Suldrun movió la
boca, pe ro no pudo hablar.
—Por un frívolo capricho —continuó e l re y C asm ir— has ve nido aquí e n ve z de asistir
obe die nte m e nte a l lugar re que rido. Por tanto, qué da te en este lugar, día y noche, hasta que el
daño que m e has causado se ate m pe re , o hasta que m ue ras. Si te m archas de aquí, serás
e sclava de quie n prim e ro te re clam e , se a caballe ro o labrie go, idiota o vagabundo. Serás ¿e
su propie dad.
El re y C asm ir se volvió, cam inó se nde ro arriba, pasó la pue rta y la ce rró con fuerza.
Suldrun se volvió de spacio, la cara ine x pre siva y casi se re na. Miró hacia e l m ar,
donde rayos de sol atrave saban las nube s y caían e n é l.

Un grupo sile ncioso e spe raba al re y C asm ir e n la te rraza. El m iró a am bos lados.
—¿Donde e stá e l duque C a rfilhiot?
El duque Tandre de Sondbe har se le ace rcó.
— Maje stad, e spe ró un m inuto de spué s que tu partida. Lue go llam ó a su caballo y se
m archó de Haidion con su sé quito.
— ¿Q ué dijo? — e x clam ó e l re y C asm ir — . ¿No de jó ningún m e nsaje ?
— Maje stad — re puso e l duque Tandre — , no dijo una palabra.
El re y C asm ir fulm inó con la m irada a los pre se nte s, lue go se volvió y e n dos
zanca da s e ntró e n e l palacio Haidion.

El re y C asm ir caviló durante una se m ana, soltó una m aldición y se puso a redactar una
carta. La ve rsión final de cía:

Para e l noble duque


Faude C arfilhiot
e n e l castillo de Tintzin Fyral.

Noble se ñor:

60
Escribo con dificultad e stas palabras, e n re fe re ncia a un episodio que me ha colmado de
ve rgüe nza. No pue do ofre ce r las disculpas apropiadas, pues soy víctima de las circunstancias tanto
com o tú, tal ve z m ás. Sufriste una afre nta que com pre nsiblemente causó tu exasperación. No
obstante , no hay duda, de que tu dignidad e stá por e ncim a de los caprichos de una tonta e
im pe rtine nte donce lla. Por m i parte , he pe rdido e l privile gio de unir nuestras casas mediante
un vínculo m arital.
A pe sar de todo, quie ro e x pre sarte m i pe sar porque e sto haya ocurrido en Haidion y así
m ancillado m i hospitalidad.
C onfío e n que tu ge ne rosa tole rancia te pe rm ita se guir conside rándome un amigo y
a liado e n e m pre sa s futuras.
C on m i m ayor conside ración,
C asm ir, re y de Lyone sse .

Un m e nsaje ro lle vó la carta a Tintzin Fyral. A su de bido m om e nto re gre só con una
re spue sta.

Para su augusta, m aje stad, C asm ir, re y de Lyone sse .

Estim ado se ñor:


Te n la ce rte za de que las e m ocione s que me produjo el episodio a que te refieres, aunque
surgie ron e n m í com o una torm e nta (com pre nsiblemente, espero), se esfumaron con la misma
rapide z, y m e de jaron ave rgonzado por los estrechos límites de mi consideración. Convengo en que
los caprichos de una donce lla no de be rían com prom e te r nue stra asociación personal. Como
sie m pre , pue de s conta r con m i since ro re spe to y mi gran esperanza de que tus justas y legítimas
aspiracione s se re alice n. C uando de se e s visitar Valle Evander, ten la certeza de que me agradará
te ne r la oportunidad de ofre ce rte la hospitalidad de Tintzin Fyral.
Tu am igo,
C arfilhiot.

El re y C asm ir e studió la carta con ate nción. Apare nte m e nte C arfilhiot no le guardaba
re ncor; aun así, sus de claracione s de bue na voluntad, aunque fe rvie ntes, podrían haber ido
m ás le jos y se r m ás e spe cíficas.

61
8
El re y Gra nice de Troicine t e ra un hom bre de lga do, e ntre ca no y anguloso, de modales
se cos y bastante tranquilo hasta que e l curso de los acontecimientos se volvía desfavorable, en
cuyo caso de spotricaba a m ás no pode r. Había de seado enormemente un hijo y heredero, pero
la re ina Baudille le dio cuatro hijas suce sivas, cada cual nacida al son de las quejas de Granice.
La prim e ra hija e ra Lorissa, la se gunda Ae the l, la te rce ra Fe rniste , la cuarta Byrin; lue go
Baudille que dó e sté ril y e l he rm ano de Granice , e l príncipe Arbam e t, se convirtió en presunto
he re de ro de l trono. El se gundo he rm ano de Granice , e l príncipe O spe ro, un hom bre de
pe rsonalidad com plicada y constitución algo frágil, no sólo carecía de aspiraciones al trono sino
que se ntía tanta a ve rsión por la form a lida d y los a rtificios de la vida corte sa na que
pe rm a ne cía casi sie m pre e n su re side ncia, W ate rshade , e n e l ce ntro de l C e a ld, la llanura
inte rior de Troicine t. La e sposa de O spe ro, Am or, había m ue rto al dar a luz a su único hijo,
Aulas, quie n con e l tie m po se convirtió e n un fornido jove n de anchos hom bros y mediana
e statura, te nso y m usculoso, con pe lo rubio oscuro que le lle gaba hasta las orejas y los ojos
grise s.
W ate rshade ocupaba un agradable lugar junto al pe que ño lago Janglin, con colinas al
norte y a l sur, y e l C e a ld a l oe ste . O rigina riam e nte , W ate rshade había servido para custodiar
e l C e ald, pe ro habían transcurrido tre scie ntos años de sde la última incursión armada a través
de sus pue rtas, y las de fe nsas habían caído e n un e stado de pintoresco deterioro. La armería
guardaba sile ncio, salvo cuando se forjaban palas y he rraduras; nadie recordaba cuándo se
había le vantado por últim a ve z e l pue nte le vadizo. Las m acizas y re dondas torre s de
W ate rshade se e rguían m itad e n e l agua y m itad e n la costa, junto a árboles que sobresalían
de e ntre 'os te jados cónicos.
En prim a ve ra los m irlos volaban e n banda da s sobre e l lago, y los cuervos giraban en el
cie lo, de jando oír sus graznidos a lo le jos. En ve rano,
las a be ja s zum ba ba n e n las m ore ras y e l a ire olía a juncos y a sauce húmedo. Por la
noche los cuclillos cantaban e n e l bosque y por la m añana pardas truchas y salmones mordían
e l a nzue lo a pe na s tocaba e l a gua. O spe ro, Aulas y sus fre cue nte s huéspedes cenaban en la
te rraza y obse rvaban las gloriosas pue stas de sol de Janglin. En otoño, las hojas cambiaban de
color y los grane ros se atiborraban con los frutos de la cose cha. En invierno ardían fuegos en
todos los hogare s y la blanca luz de l sol se re fle jaba e n e l lago, m ie ntras los salmones y las
truchas pe rm ane cían ce rca de l fondo y se ne gaban a m orde r e l anzue lo
El te m pe ra m e nto de O spe ro e ra m ás poé tico que prá ctico. No se interesaba mucho por
lo que suce día e n e l re al palacio Miraldra ni por la gue rra contra Lyone sse . Te nía vocación
de e rudito y anticuario. Para la e ducación de Aillas hizo ve nir a W atershade a sabios de gran
re putación; Aillas re cibió instrucción e n m ate m áticas, astronomía, música, geografía, historia y
lite ratura. El príncipe O spe ro sabía poco de té cnicas m arciale s, y de le gó e sta fase de la
e ducación de Aillas e n Tauncy, su m ayordom o, un ve te rano de m uchas cam pañas. Aillas
a pre ndió a usa r e l a rco, la e spada y tam bié n e se re cóndito arte de los bandidos galaicos: el de
arrojar e l cuchillo.
—Este uso de l cuchillo —de claraba Tauncy— no e s corté s ni caballeresco. Es más bien el
re curso de l de se spe rado, una tre ta de l hom bre que de be m atar para sobrevivir hasta el día
siguie nte . El cuchillo arrojado e s e ficaz hasta die z m e tros; para m ayor distancia, es mejor la
fle cha. Pe ro si e l e ne m igo e stá ce rca, una bate ría de cuchillos e s una confortante compañía.
»C om o te de cía, pre fie ro la e spada corta al e quipo pesado que usa el caballero. Con mi
e spada corta pue do m utilar a un hom bre con arm adura completa en medio minuto, o matarlo
si pre fie ro. Es la supre m acía de la habilidad sobre la fue rza bruta. ¡Ten! Toma este espadón,
a tá ca m e .
Aillas alzó e l arm a dubitativam e nte y dijo:
— Te m o cortarte e n dos.
— Hom bre s m ás fue rte s que tú lo han inte ntado, ¿y quié n e stá aquí para contarlo?
¡Ataca con ím pe tu!

62
Aillas atacó; la hoja fue de sviada. Lo inte ntó de nue vo; Tauncy lo eludió y el espadón
voló de las m anos de Aillas.
— Una ve z m ás —dijo Tauncy—. ¿Ve s de qué se trata? ¡Abajo, al costa do, fuera! Tú debes
dirigir e l arm a con todo tu pe so. Yo m e inte rpongo, m e aparto, la e spada se te va de las
m anos. Apuñalo las he nde duras de la arm adura: e ntra m i e spada y sale tu vida.
— Es una habilidad útil —dijo Aillas—. Espe cialm e nte contra los ladrone s de gallinas.
— Ja! No vivirás e n W ate rshade toda tu vida... Nue stra re gión e sta
la gue rra. De ja que yo m e e ncargue de los ladrone s de gallinas. Ahora, continuemos.
C am inas por las calle jas de Avallon; e ntras e n una tabe rna a be be r vino. Un energúmeno
afirm a que quisiste se ducir a su e sposa; e m puña su machete y se te abalanza. ¡Ahora! ¡Con el
cuchillo! ¡De se nvaina y arroja! ¡Todo e n un solo m ovim ie nto! Avanzas, extraes el cuchillo del
cue llo de l villano, lo lim pias e n su m anga. Si de ve ras te inte re sa la e sposa de l m ue rto,
de spíde te de e lla. El e pisodio te ha abatido e l ánim o. Pe ro otro esposo te ataca desde el otro
lado. ¡De prisa!
Así continuó la le cción. Al final, Tauncy dijo:
— C onside ro que e l cuchillo e s un arm a m uy e le gante . Aun al m argen de su eficacia,
hay be lle za e n su vue lo, y se cla va profunda m e nte e n e l bla nco; hay un espasmo de placer
cuando pe ne tra.

En la prim ave ra de l año e n que cum plió los die ciocho, Aillas se alejó sombríamente de
W ate rshade , sin m irar jam ás por e ncim a de l hom bro. El cam ino lo llevó junto a los pantanos
que borde aban e l lago, a travé s de l C e ald y colina arriba hasta la Grie ta del Hombre Verde.
Aillas se volvió para m irar e l C e ald. A lo le jos, junto al de ste llo de l lago Janglin, una arboleda
oscura ocultaba las m acizas torre s de W ate rshade . Aillas se que dó m irando un instante los
e ntrañable s lugare s que de jaba atrás, y las lágrim as le e m pañaron los ojos. Hizo girar el
caballo abruptam e nte y se inte rnó e n la boscosa grie ta y e n e l valle de l río R undle .
Al cae r la tarde divisó e l Lir, y poco ante s de la pue sta de sol lle gó al pue rto Hag,
bajo C abo Brum a. Fue dire ctam e nte a la Posada de l C oral Marino, donde conocía al dueño, y
allí le ofre cie ron una bue na com ida y un cóm odo cuarto donde pasar la noche .
Por la m añana cabalgó hacia e l oe ste por e l cam ino de la costa, y por la tarde llegó a la
ciudad de Dom re is. Se de tuvo e n las lom as que se e x te ndían sobre la ciudad. Era un día
ve ntoso; e l a ire pare cía m ás que tra nspa re nte , com o una lente que magnificara claramente los
de talle s. El Garfio de Hob, con una barba de ole aje e spum oso e n su supe rficie rodeaba la
bahía. En un e x tre m o de l Garfio de Hob se e rguía e l castillo Miraldra, re side ncia de l re y
Granice , con un largo parape to que se e x te ndía hasta un faro al final de l garfio. Miraldra
había sido originariam e nte una torre de obse rvación y con e l tie m po había sufrido un sinfín
de com ple jos a ña didos: salas, gale ría s, y torre s de m asa y a ltura a pa re ntemente azarosa.
Aillas bajó la lom a y de jó atrás e l Palae os, un te m plo consagrado a Gea, donde un par
de donce llas de doce años e n túnicas blancas cuidaba una llama sagrada. Atravesó la ciudad, y
los cascos de l caballo re sonaron e n la calle adoquinada. Pasó los muelles, donde había varios
barcos a m a rrados, y tie ndas y tabe rna s de facha da a ngosta . Luego siguió por la carretera que
conducía al castillo
Las m urallas e x te riore s se e le va ba n a gra n a ltura. Era n innecesariamente macizas y el
portal de e ntrada, flanque ado por un par de barbacanas, lucía de sproporcionadam e nte
pe que ño. Dos guardias, ve stidos con e l atue ndo m arrón y gris de Miraldra, con lustrosos cascos
y corazas de pla ta , vigilaban con las a la ba rdas a poya da s e n e l sue lo. De sde la barbacana
re conocie ron a Aulas, y los he raldos tocaron una fanfarria. Los guardias alzaron las alabardas
y se cuadraron cuando Aulas cruzó e l portal.
En e l patio Aulas de sm ontó y e ntre gó su caballo a un palafre ne ro. El im pone nte
se ne scal, Este , le salió al e ncue ntro con un ge sto de sorpre sa.
— ¡Príncipe Aulas! ¿Has ve nido solo, sin sé quito?

63
— Pre fe rí ve nir solo, se ne scal.
El se ne scal Este , fam oso por sus aforism os, no pudo conte ne r un comentario sobre la
condición hum ana.
— ¡Es e x traordinario que quie ne s disfrutan de privile gios se an quie ne s e stán m as
dispue stos a ignorarlos! Es com o si las be ndicione s de la Provide ncia fue ran sustanciosas y
notable s sólo e n su a use ncia. Ah, bie n, re húso hace r e spe culacione s.
— C onfío e n que e sté s bie n, y disfrutando de tus propios privile gios.
— ¡Ple nam e nte ! He se ntido e l arraigado te m or de que si no disfrutaba de uno solo de
e llos, la Provide ncia m e guardara re ncor y m e los arre batara. Ven ahora, debo encargarme de
tu com odidad. El re y fue a Ardle m outh por hoy; inspe cciona un nue vo navío que , se gún
dice n, e s ve loz com o un pájaro. —Llam ó a un lacayo—. Lle va al príncipe Aulas a su cuarto,
e ncárgate de su baño y dale ve stim e ntas ade cuadas para la corte .
Esa tarde e l re y Granice re gre só a Miraldra. Aillas lo e ncontró e n el gran salón; ambos
se abrazaron.
— ¿Y cóm o se e ncue ntra m i bue n he rm a no O spe ro?
— R ara ve z sale de W ate rshade . El aire pare ce m orde rle la garganta. Se cansa con
facilidad y re spira e ntre cortadam e nte , de m odo que te m o por su vida.
— ¡Ha sido dé bil todos e stos años! Al m e nos, tú pare ce s gozar de e x ce le nte salud.
— Mi re y, tú tam bié n pare ce s e ncontrarte m uy bie n.
— Es ve rdad, y com partiré contigo m i pe que ño se cre to. Todos los días a esta hora bebo
un par de vasos de bue n vino tinto. Enrique ce la sangre , da brillo a la m irada, e ndulza el
alie nto y e ndure ce e l m ie m bro frontal. Los m agos buscan por doquie r el elixir de la vida, y ya
lo tie ne n e n sus m anos, sólo que ignoran nue stro pe que ño se creto. —Granice palmeo a Aillas
e n la e spalda —. Vam os a forta le ce rnos.
— C on place r, m i se ñor.
Granice lo condujo a una sala adornada con e standarte s, e scudos de armas y trofeos
de gue rra. Un fue go a rdía e n e l hogar; Gra nice e ntró e n calor m ie ntra s un sirvie nte servía
vino e n tazone s de plata.

Granice indicó a Adías que se se ntara y se acom odó e n una silla junto al fue go.
—Te hice ve nir por una razón. C om o príncipe de nue stro linaje e s hora de que te
fam iliarice s con los asuntos de e stado. Lo único cie rto e n e sta pre caria e x iste ncia e s que
nunca pue de s que darte quie to. En e sta vida todos cam inam os con zancos; debemos andar,
brincar y m ove rnos, de lo contrario nos cae m os. ¡Lucha o m ue re ! ¡Nada o ahógate! ¡Corre o
sé pisote ado! —Granice be bió un tazón de vino de un sorbo.
—¿Entonce s la placide z de Miraldra e s m e ra ilusión? —sugirió Aillas. Granice soltó una
risa am arga.
— ¿Placide z? No sé de qué hablas. Estam os e n gue rra con Lyone sse y el malvado rey
C asm ir. Es com o un pe que ño tapón para im pe dir que gote e e l tone l. No revelaré la cantidad
de nave s que patrullan la costa de Lyone sse , pue s e s un se cre to de guerra que los espías de
C asm ir se ale grarían de conoce r, tal com o yo m e ale graría de conocer el número de espías de
C asm ir. Están por todas parte s, com o m oscas en un establo. Tan sólo ayer colgué a dos de ellos,
y sus cadáve re s e stán suspe ndidos e n lo alto de la Colina de las Señas. Desde luego, yo también
contrato e spías. C uando C asm ir bota un nue vo buque yo m e e nte ro, m is age nte s lo
ince ndian m ie ntra s e stá e n e l m ue lle y C a sm ir a prie ta los dientes. Así va la guerra: un empate,
hasta que e l pe re zoso re y Audry cre a conve nie nte inte rve nir.
— ¿Y e ntonce s?
— ¿Y e ntonce s? Batalla y sangre , nave s hundidas, castillos en llamas. Casmir es astuto,
m ás fle x ible de lo que pare ce . Arrie sga poco a m e nos que la ganancia sea grande. Cuando no
pudo a ta ca rnos, pe nsó e n las Ulfla ndia s. Tra tó de tra ba r a m istad con e l duque de Valle

64
Eva nde r. El pla n fra ca só. Las re lacione s e ntre C a sm ir y C a rfilhiot a hora son, en el mejor de
los casos, corre ctas.
— ¿Q ué hará a continuación?
El re y Gra nice hizo un críptico a de m á n.
—En últim a instancia, si lo fre nam os e l tie m po ne ce sario, te ndrá que hacer las paces
con nosotros y ate ne rse a nue stras condicione s. Mie ntras tanto, lucha y se e scabulle , y
tra ta m os de a divina rle e l pe nsa m ie nto. De s cifra m os los inform e s de nue stros e spía s;
m iram os e l m undo tal com o se de be ve r de sde los parape tos de Haidion. Bie n, basta de
com plots e intriga s, por a hora . Tu prim o Tre wa n e stá por a quí: un jove n con poco sentido
de l hum or, pe ro hone sto, o e so e spe ro, pue s si los aconte cim ie ntos siguen su curso normal,
se rá re y. Vayam os al com e dor, donde sin duda habrá m ás de e ste noble Voluspa.
Durante la ce na Aulas se se ntó junto al príncipe Tre wan, quie n e ra un jove n
corpule nto y apue sto, de cara un poco grande , con ojos oscuros y redondos separados por una
larga nariz patricia. Tre wan ve stía atildadam e nte , e n un e stilo acorde con su rango; ya parecía
pre parado para e l día e n que se ría re y, que lle garía con la m ue rte de su padre Arbamet, si
Arbam e t e n e fe cto suce día a Gra nice .
Aulas se ne gaba a tom ar a Tre wa n e n se rio, lo cua l fastidiaba y exasperaba a Trewan.
En e sta ocasión, Aulas contuvo sus brom as para pode r apre nde r todo lo posible , y Trewan
e stuvo m ás que dispue sto a instruir a su prim o de la cam piña.
— En ve rda d —dijo Tre wa n—, e s un pla ce r ve rte le jos de W ate rshade, donde el tiempo
transcurre com o un sue ño.
— Pocas cosas nos sobre saltan —conce dió Aulas—. La semana pasada una criada de la
cocina fue a e x tra e r horta liza s y le picó una a be ja . Fue e l a conte cim ie nto más notable de la
se m ana.
— Te ase guro que las cosas son dife re nte s e n Miraldra. Hoy inspeccionamos un navío
nue vo, que se gún e spe ram os aum e ntará nue stro pode r y le provocará un tumor a Casmir.
¿Sabías que quie re aliarse con los ¡k a y volve rlos contra nosotros?
— Pare ce una m e dida e x tre m a.
— Ex acto, y tal ve z Casm ir no se atre va a tanto. Aun así, de be m os pre pararnos para
toda e ve ntualidad, y así lo he dicho e n las re unione s.
— Habíam e de l nue vo navío.
— Bie n, e l dise ño vie ne de los m are s de Ara bia. El casco e s a m plio e n cubie rta y
e stre cho e n e l a gua, de m odo que e s m uy ve loz y e stable . Hay dos mástiles bajos, cada cual
con una ve rga e n e l m e dio. Una punta de la ve rga baja hasta la cubie rta, y la otra se eleva
para re cibir los vie ntos altos. La nave de be ría bogar de prisa aun con aire quie to, y e n
cualquie r dire cción. Habrá catapultas e n proa y popa, y otros arte factos para luchar contra los
sk a. Una ve z que la hayan pue sto a prue ba, y é sta e s inform ación se cre ta, de bo partir
cua nto a nte s e n una m isión diplom á tica de gra n im porta ncia , a re que rimiento del rey. Por el
m om e nto, no pue do de cir m ás. ¿Q ué te trae a Miraldra?
— Estoy aquí a solicitud de l re y Granice .
— ¿C on qué propósito?
— No e stoy se guro.
— Bie n, ve re m os —dijo Tre wa n con cie rta pom posida d—, Te mencionaré en mi próxima
cha rla con e l re y Gra nice . Te pue de se r favorable , y se guro que no te pe rjudica rá .
— Te lo agrade zco —dijo Aulas.
Al día siguie nte , Granice , Tre wan, Aulas y varios m ás de jaron Miraldra, atravesaron
Dom re is, y cabalgaron unos tre s k ilóm e tros hacia e l norte a lo largo de la costa, hasta un
de solado astille ro e n e l e stuario de l río Tum bling. C ruzaron un portón custodiado por la
guardia y cam inaron a lo largo de un viaducto hasta una cale ta que un recodo del río impedía

65
ve r de sde e l m ar.
—Q ue re m os actuar e n se cre to —le dijo Granice a Aillas—, pe ro los espías se niegan a
com place rnos. Vie ne n por las m ontañas para m e zclar se con los constructores de los barcos.
Algunos vie ne n e n bote , otros nadando. Sólo conoce m os a aquellos que capturamos, pero es
bue na se ñal que sigan vinie ndo, pue s nos indica algo sobre la curiosidad de Casmir. ¡Mira allí
la nave ! Los sarrace nos la llam an falucho. ¡Mira cóm o flota! El casco tiene forma de pez y se
de sliza por e l agua sin de jar ninguna e ste la. Los e stibadore s e stán ponie ndo los mástiles
ahora. —Granice se ñaló un poste que colgaba de una cabria—. El m ástil e s de m adera de
a be to, que e s lige ra y fle x ible . Allá tie ne s las ve rga s, que están construidas con vigas de abeto
e nsam bladas, pe gadas y suje tas con alam bre de hie rro y bre a para hacer un palo muy largo,
re m atado e n cada e x tre m o. No hay m ástile s ni ve rgas m e jore s sobre la faz de la tierra, y en
una se m ana las pondre m os a prue ba. Se llam ará Sm aadra, por la diosa de l m ar de los
bithne schasian 11. Vayam os a bordo.
Granice los condujo hasta la cabina de popa.
—No e s tan cóm odo com o un navío m e rcante , pe ro e l espacio es suficiente. Sentaos allí.
—Granice se ñaló un banco a Aillas y Tre wan—. Mozo, trae aquí a Famet, y también algo de beber.
—Granice se se ntó a la m e sa y obse rvó a am bos jóve ne s—. Tre wan, Aillas: atended con los
cinco se ntidos. Pronto viajaréis a bordo de l Sm aadra. Se ría lógico someter una nueva nave a
cuidadosas prue bas, parte por parte . Lo hare m os, pe ro m uy de prisa.
Fam e t, un hom bre canoso y corpule nto con una cara tallada e n tosca piedra, entró en
la cabina. Saludó lacónicam e nte a Granice y se se ntó a la m e sa.
Granice continuó su e x posición.
—He re cibido noticias re cie nte s de Lyone sse . Pare ce que e l re y Casmir, retorciéndose
com o una se rpie nte he rida, ha e nviado una m isión se cre ta a Skaghane. Tiene esperanzas de
utilizar una flota sk a, al m e nos para prote ge r un de se m barco de tropas honesas en Troicinet.
Hasta ahora los sk a no se han com prom e tido a nada. Por cierto, ninguno de ambos confía en
e l otro, y cada cual que rría sacar partido de la situación. Pe ro, e vide ntemente, Troicinet está
e n grave pe ligro. Si nos de rrotan, las Islas Elde r que daran e n m anos de Casmir o, peor aún,
de los sk a.
—Una noticia pe rturbadora —com e ntó Tre wan.
— Ya lo cre o, y de be m os tom ar pre ca ucione s. Si e l Sm a a dra se com porta com o
e spe ram os, de inm e diato e m pe zare m os a construir se is navíos m ás. Ade m ás e spe ro
pre sionar a C asm ir, tanto diplom ática corno m ilitarm e nte , pe ro sin ningún optimismo. Aun
a sí, e l e sfue rzo no pue de pe rjudica rnos. C on e ste fin, y cua nto a ntes, el Smaadra viajará con
una de le gación, prim e ro a Dahaut, Blaloc y Pom pe rol, lue go a Gode lia y finalm e nte a
Ulfla ndia de l Sur. Fam e t com anda rá la nave ; Adías y Tre wa n, vosotros seréis sus ayudantes.
Este via je no e stá de stina do a m e jorar vue stra salud, ni a vue stra satisfacción personal, ni a
halagar vue stra vanidad, sino a m e jorar vue stra e ducación. Tú, Trewan, estás en línea di recta
para e l trono. Ne ce sitarás apre nde r m ucho sobre la gue rra naval, diplomacia y los estilos de
vida de las Islas Elde r. Lo m ism o vale para Adías, quie n de be justificar su rango y sus
privile gios sirvie ndo a Troicm e t.
— Se ñor, haré todo lo posible —dijo Aulas.
—¡Yo tam bié n, de sde lue go! —de claró Tre wa n. Gra nice a sintió.
— Muy bie n. No e spe raba m e nos de vosotros. R e cordad bie n que durante este viaje
e stáis bajo e l m ando de Fam e t. Escuchadle y aprove chad su sabiduría. El no ne ce sitará
vue stros conse jos, así que callad vue stras opinione s y te orías a m e nos que os las requiera
e spe cíficam e nte . De he cho, e n e ste via je , olvidad que sois príncipe s y actuad como cadetes
sin de stre za ni e x pe rie ncia , pe ro a nsiosos de a pre nde r. ¿Ha que da do cla ro? ¿Trewan?
— O be de ce ré , de sde lue go —dijo Tre wan con hosque dad—. Pe ro te nía la impresión...

11
Uno de los pueblos que habitó las Islas Elder en la Tercera Era.

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— C am bia e sa im pre sión. ¿Q ué dice s tú, Aillas? Aulas no pudo conte ner una sonrisa.
— Entie ndo pe rfe ctam e nte , m aje stad. Haré lo posible por apre nde r.
—Ex ce le nte . Ahora e chad un vista zo a l barco, los dos, m ie ntra s yo conve rso con
Fam e t.

67
9

Al a lba, e l a ire e staba frío y e n calm a ; e l cie lo m ostraba los colore s del cidro, la perla
y e l dam asco, que se re fle ja ba n e n e l m ar. La ne gra nave Sm a a dra salió de l e stua rio del
Tum bling im pulsada por sus re m os. A una m illa de la costa se levantaron los remos. Se izaron
las ve rgas, se de sple garon las ve las y se ajustaron a las trave rsas. C on el amanecer vino la
brisa; la nave se de slizó rápida y se re nam e nte hacia e l e ste , y pronto Troicine t fue una
som bra e n e l horizonte .
Aulas, cansa do de la com pa ñía de Tre wa n, fue a proa, pe ro Tre wa n le siguió y
aprove chó la ocasión para e x plicarle e l funcionam ie nto de las catapultas. Aulas escuchó con
corté s distanciam ie nto; la e x aspe ración y la im pacie ncia e ran inútile s con Tre wan.
— Ese ncialm e nte , sólo se trata de dos m onstruosas ballestas —dijo Trewan con la voz de
quie n e x plica de talle s inte re sante s a un niño respetuoso—. Su alcance funcional es de doscientos
m e tros, aunque la pre cisión se dificulta e n una nave en movimiento. El miembro extensible está
lam inado de a ce ro, fre sno y carpe , e nsam blados y pe gados con un método hábil y secreto. Los
instrum e ntos arrojan arpone s, pie dras o bolas de fue go, y son muy eficaces. Con el tiempo, y
m e e ncarga ré de e so pe rsona lm e nte , si e s pre ciso, desplegaremos una armada de cien naves
com o é sta, e quipadas con die z catapultas m ás grande s y pe sadas. También habrá naves de
aprovisionam ie nto, y una nave insignia para e l alm irante, con instalaciones adecuadas. No me
agradan m ucho m is actuale s apose ntos. Es un lugar absurdamente pequeño para alguien de mi
rango. —Tre wan se re fe ría al cubículo que ocupaba junto a la cabina de popa. Aillas ocupaba
un sitio sim ilar e nfre nte , y Fam e t disfrutaba de la re lativam e nte cóm oda cabina de popa.
— Tal ve z Fam e t acce da a cam biar de lugar contigo, si se lo pide s de Un m odo
razonable —dijo Aillas con se rie dad.
Tre wan e scupió sobre la borda. El hum or de Aillas le re sultaba un poco ^hirie nte a
ve ce s, y e l re sto de l día no dijo nada m ás.
Al cae r e l sol los vie ntos am ainaron. Fam e t, Tre wan y Aillas cenaron en una mesa en la
cubie rta de popa, bajo e l alto farol de bronce . Mie ntras be bía vino tinto, Fam e t se volvió
m ás locuaz.
—Pue s bie n —pre guntó, casi e x pansiva m e nte —, ¿cóm o va e l via je ? Trewan no vaciló
e n pre se ntar sus que jas m ie ntras Aillas e scuchaba
boquiabie rto. ¿C óm o podía Tre wan se r tan inse nsible ?
— Bastante bie n, o e so supongo —dijo Tre wan—. Las cosas pue de n m e jorar.
— ¿De ve ras? —pre guntó Fam e t sin de m asiado inte ré s—. ¿Y cóm o?
— Ante todo, m i cuarto e s intole rable m e nte sofocante . El dise ñador de l buque pudo
habe rlo he cho m e jor. Añadie ndo tre s o cuatro m e tros de e slora, habría logrado dos
cóm odas cabinas e n ve z de una y, dicho se a de paso, un par de re tre te s dignos.
— Es ve rda d —dijo Fam e t, pe sta ñe a ndo m ie ntra s be bía —. Y con die z m e tros m ás,
habríam os podido trae r criados, barbe ros y concubinas. ¿Q ué m ás te inquie ta?
Tre wan, absorto e n sus que jas, no captó la ironía de la obse rvación.
—Los tripulante s son de m asiado inform ale s. Visten como quieren, carecen de elegancia.
No sabe n nada de l protocolo. No tom an e n cue nta m i rango... Hoy, m ie ntras inspeccionaba
la nave , m e dije ron que m e hicie ra a un lado porque e storbaba... com o si fue ra un
e scude ro.
A Fam e t no se le m ovió un m úsculo de la cara. Me ditó sus palabras y re puso:
—En e l m ar, a sí com o e n e l cam po de batalla, e l re spe to no se obtie ne
autom áticam e nte . Se de be ganar. Se rás juzgado por tu com pe tencia y no por tu cuna. Es una
condición que m e satisface . De scubrirás que e l m arine ro se rvil, tanto com o e l soldado

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e x ce sivam e nte re spe tuoso, no e s e l que quie re s te ne r a l lado e n m e dio de una batalla o de
una torm e nta.
Un poco ofuscado, Tre wan insistió.
— Aun así, la de fe re ncia ade cuada e s im portante . De lo contrario, se pie rde todo
orde n y a utoridad, y viviría m os com o a nim a le s salva je s.
— Esta e s una tripulación se le cta. La e ncontrarás re alm e nte ordenada cuando llegue el
m om e nto de l orde n. —Fam e t se irguió e n la silla—. Tal ve z de be ría de cir algo sobre nuestra
m isión. El propósito m anifie sto e s e l de ne gociar varios tratados ve ntajosos. Tanto e l rey
Granice com o yo nos sorpre nde ríam os si lo consiguié ram os. Tratare m os con pe rsonas de
je rarquía supe rior a la nue stra, de variada disposición, y todas e llas terca mente aferradas a
sus propias conce pcione s. El re y De ue l de Pom pe rol e s un apasionado ornitólogo, el rey Milo
de Blaloc be be una copa de aquavit por la m añana ante s de le vantarse . La corte de Avallen
bulle con intrigas e róticas, y e l principal e fe bo de l re y Audry e je rce m ayor influe ncia que el
ge ne ral Erm ice Propyroge ros. Nue stra política, pue s, e s fle x ible .
C orno m ínim o, e spe ram os obte ne r un corté s inte ré s y una pe rce pción de nue stro
pode r.
Tre wan frunció e l ce ño y apre tó los labios.
—¿Por qué conte ntarse con lo m ínim o? Pre fe riría a lgo m ás ce rca no a lo m áx im o.
Sugie ro que dise ñe m os una e stra te gia m ás a corde con e stos té rm inos.
Fam e t irguió la cabe za, sonrió fríam e nte y be bió m ás vino. Bajó la copa con fuerza.
— El re y Granice y yo he m os e stable cido la táctica y la e strate gia y nos atendremos a
e stos proce dim ie ntos.
— De sde lue go. Aun así, dos m e nte s son m e jore s que una —dijo Trewan, como si Aillas
no e stuvie ra pre se nte —, y obviam e nte hay un m ar ge n para variacione s.
— C uando las circunstancias lo pe rm itan, consultaré con e l príncipe Aillas y contigo. El
re y Gra nice pla ne ó e sto para vue stra e duca ción. Estaré is pre se nte s e n cie rtas
conve rsacione s, e n cuyo caso e scucha ré is, pe ro no habla ré is a m e nos que yo lo indique.
¿Está claro, príncipe Aillas?
— Absolutam e nte se ñor.
— ¿Príncipe Tre wa n?
Tre wan hizo una brusca re ve re ncia, cuyo e fe cto inte ntó ate m pe rar de inmediato con
un, ge sto suave .
—De sde lue go, se ñor. Estam os a tus órde ne s. No e x pondré m is puntos de vista
pe rsonale s. De todas form as, e spe ro que m e m ante ngas in form ado ace rca de las
ne gociacione s y com prom isos, pue s al final se ré yo quie n de ba e nfre ntarm e a las
conse cue ncias.
Fam e t re accionó con una fría sonrisa.
— En e se aspe cto, príncipe Tre wan, haré lo posible por com place rte .
— En tal caso —de claró Tre wa n—, no hay m ás que de cir.

A m e dia m añana apare ció un islote a babor. A un cuarto de m illa, aflojaron las velas y
la nave pe rdió ve locidad. Aillas se ace rcó al contram ae stre , que e staba junto a la borda.
— ¿Por qué nos de te ne m os?
— Allá e stá Mlia, la isla de los tritone s. Mira con ate nción: a ve ce s se los ve e n las
rocas bajas, e incluso e n la playa.
Subie ron una balsa de m ade ra al pue nte de carga y la lle naron con jarras de m iel,
paque te s de pasas y dam ascos se cos; pusie ron la balsa e n e l m ar y la de jaron a la deriva.

69
Mirando las claras aguas Aulas vio e l ce nte lle o de som bras pálidas, una cara alzada con una
m e le na flotando de trás. Era una cara rara y angosta con lím pidos ojos ne gros, nariz larga
y de lgada, y un ge sto salvaje , ávido, e ufórico o ale gre : e n e l m undo de Aillas no
había pre ce ptos para a pre he nde r e sa e x pre sión.
Por unos m inutos, e l Sm aadra flotó casi inm óvil e n e l agua. La balsa navegó despacio
al principio, lue go cobró im pulso y avanzó cabe ce ando hacia la isla.
— ¿Y si fué ram os a la isla con e stos re galos? —le pre guntó Aillas al contram ae stre.
— Q uié n sabe . Si uno se atre vie ra a lle gar allá sin tale s re galos, sin duda encontraría
infortunio. Es sabio se r corté s con las ge nte s de l m ar. De spué s de todo, e l océ ano le s
pe rte ne ce . Bie n, e s hora de pone rse e n m archa. ¡Vosotros! ¡De sple ga d las velas! ¡A ver ese
tim ón! ¡A surcar la e spum a!

Pasaron los días; tocaron tie rra varias ve ce s, y zarparon otras tantas. Lue go Aillas
re cordaría los e pisodios de l viaje com o una confusión de sonidos, voce s y m úsicas; caras y
form as; cascos, arm aduras, som bre ros y atue ndos, hedores, perfumes y aires; personalidades
y posturas; pue rtos, m ue lle s, fonde ade ros y radas. Hubo recepciones, audiencias, banquetes y
baile s.
Aillas no pudo calibrar e l e fe cto de sus visitas. Pensaba que causaban buena impresión:
la inte gridad y fortale za de Fam e t e ran inconfundible s, y Tre wan e n ge ne ral conte nía la
le ngua.
Los re ye s e ran sie m pre e vasivos, y se re sistían a comprometerse. El ebrio Milo de Blaloc
e staba tan sobrio com o para de cir:
— ¡Allá se ye rgue n los altos fue rte s de Lyone sse , donde la arm ada troicina no ejerce
ninguna influe ncia!
— Es nue stra e spe ranza, m i se ñor, que com o aliados re duzcamos la amenaza de esos
fue rte s.
El re y Milo re spondió con un ge sto m e lancólico y se lle vó un piche l de aquavit a la
boca.
El loco re y De ue l de Pom pe rol m ostró igual inde cisión. Para obtener una audiencia, la
de le gación troicina viajó hasta Alcantade , e l palacio de ve rano, a travé s de una tie rra
agradable y próspe ra. Los habitante s de Pom pe rol, le jos de que jarse de las obsesiones del
m onarca, disfrutaban de sus e x travagancias; sus delirios no sólo eran tolerados sino alentados.
La locura de l re y De ue l e ra inofe nsiva; se ntía una gran afición por las ave s, y se
com placía e n fanta sías a bsurda s, a lgunas de las cua le s podía convertir en realidad gracias a su
pode r. Bautizaba a sus m inistros con títulos tale s com o Jilguero, Becardón, Frailecico, Tanagra.
Sus duque s e ran C horlito, Golondrina de C re sta Ne gra, R uise ñor. Sus edictos prohibían comer
hue vos, conside rado com o un «de lito crue l y ase sino, suje to a atroz y se ve ro castigo».
Alcanta de , e l palacio de ve rano, se había a pa re cido a l re y De ue l e n un sue ño. Al
de spe rtar llam ó a sus arquite ctos y orde nó que concre taran s u visión. Pre visible m e nte ,
Alcantade e ra una e structura insólita, pe ro no obstante e ncantadora: ligera, frágil, pintada de
ale gre s colore s y con altos te chos e n variable s nive le s.
Al lle gar a Alcanta de , Fam e t, Aulas y Tre wa n de scubrie ron a l rey Deuel descansando a
bordo de su barca con cabe za de cisne . Doce m uchachas ve stidas con plum as blancas la
e m pujaban de spacio por e l lago.
El re y De ue l, un hom bre m e nudo y ce trino de m e diana e dad, de sembarcó y saludó a
los e nviados con cordialidad.
— ¡Bie nve nidos, bie nve nidos! Un place r conoce r a los ciudadanos de Troicine t, una
tie rra de la que he oído cosas m agníficas. El colim bo de pico ancho anida profusamente en
las costas rocosas, y e l tre patroncos se sacia de be llotas e n vue stros espléndidos robles. Los
grande s búhos cornúpe tos troicinos son re conocidos por doquier por su majestad. Confieso mi

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afición por las ave s; m e de le itan con su gracia y coraje . Pe ro basta de hablar de m is
e ntusia sm os. ¿Q ué os tra e a Alcanta de ?
— Maje sta d, som os e nvia dos de l re y Gra nice y tra e m os un im porta n te m e nsa je .
C uando e sté s dispue sto, te lo re pe tiré .
— ¿Q ué m e jor m om e nto que a hora ? ¡C a m a re ro, trá e nos un refresco! Nos sentaremos
a e sa m e sa. Habla pue s.
Fam e t m iró a los corte sa nos que se m ante nían a prude nte dista ncia .
— Se ñor, ¿no pre fe rirías oírm e e n priva do?
— ¡En absoluto! —de claró e l re y De ue l—. En Alcantade no te ne m os se cre tos. Somos
com o pájaros e n un hue rto de fruta m adura, donde todos trinan su canción m ás ale gre .
Habla, Fam e t.
— Muy bie n, m aje stad. C itaré cie rtos aconte cim ie ntos que preocupan al rey Granice de
Troicine t.
Fam e t habló m ie ntra s e l re y De ue l e scucha ba a te ntam e nte, la cabeza ladeada. Famet
te rm inó su e x posición.
—Estos son, m aje stad, los pe ligros que nos am e nazan a todos e n un futuro cercano.
El re y De ue l hizo una m ue ca.
—¡Pe ligros, pe ligros por doquie r! Me acucian por todas parte s, y rara vez descanso de
noche . —El re y De ue l adoptó una voz nasal, m ovié ndose e n la silla m ie ntras hablaba—. A
diario oigo gritos lastim e ros pidie ndo prote cción. Prote ge m os toda nue stra fronte ra norte
contra los gatos, arm iños y com adre jas e m ple ados por e l re y Audry. Los gode lianos
tam bié n son una am e naza, aunque sus nidos e stán a cie n le guas de distancia. C rían y
adie stran a sus halcone s caníbale s, cada uno de los cuale s e s un traidor a su especie. Al oeste
hay una a m e na za a ún m ás a te rra dora, e l duque Faude C a rfilhiot, que respira aire verde. Al
igual que los gode lianos, caza con halcone s, instigando a un pájaro contra e l otro.
—¡Aun así, no de be s te m e r un ataque de sde allí! —e x clam ó Fam e t con voz tensa—.
Tintzin Fyral e stá m ucho m ás allá de l bosque .
El re y De ue l se e ncogió de hom bros.
—Está a un día de vue lo, lo a dm ito. P e ro de be m os e nfre ntar la re a lidad. He llamado
cobarde a C arfilhiot, y é l no se atre vió a re plicar, por m ie do a m is poderosas garras. Ahora se
oculta e n su m adrigue ra pla ne a ndo las pe ore s m alda de s.
El príncipe Tre wan, ignorando la glacial m irada de Fam e t inte rvino vivazm e nte :
— ¿Por qué no unir la fue rza de e sas garras a la de ave s sim ilare s? Nuestra bandada
com parte tu opinión sobre C arfilhiot y su aliado e l re y C asm ir. Juntos podemos responder a
sus ataque s con fue rte s picotazos.
— Es ve rdad. Un día ve re m os la form ación de tan pode rosa fue rza. Entre tanto cada
cual de be contribuir donde pue de . He ate m orizado al e scam oso C arfilhiot y re tado a los
gode lianos; y no re se rvo pie dad alguna para los ase sinos de pájaros de Audry. De modo que
vosotros podé is ayudarnos contra los sk a y barre rlos de l m ar. C ada cual hace su parte: yo en
e l aire , vosotros e n las olas de l océ ano.

El Sm aadra lle gó a Avallon, la m ayor y m ás antigua ciudad de las Islas Elder: un lugar
de grande s palacios, con su unive rsidad, sus te atros y un e norm e baño público. Había una
doce na de te m plos e rigidos a la gloria de Mitra, Dis, Júpite r, Je hová, Lug, Gea, Enlil, Dagón,
Ba a l, C ronos y e l tricé fa lo Dipon de l a ntiguo pante ón hybra siano. El Som ra c lam Dor, una
m aciza e structura e n form a de cúpula, a lbe rga ba e l trono sagra do Eva ding y la tabla Cairbra
an Me adhan, obje to cuya custodia había le gitim ado a los re ye s de Hybras e n tie m pos
antiguos 12.
12
La mesa Cairbra an Meadhan se dividía en veintitrés segmentos, cada cual tallado con signos ahora ilegibles:

71
El re y Audry re gre só de su palacio de ve rano e n un carruaje e scarlata y dorado tirado
por se is unicornios bla ncos. Esa m ism a tarde conce dió una a udie ncia a los se is e m isarios
troicinos. El re y Audry, un hom bre alto y saturnino, te nía una cara de fascinante fealdad. Era
cé le bre por sus am oríos y se de cía que e ra pe rce ptivo, autocomplaciente, vanidoso, y a veces
crue l. Saludó a los troicinos con urbanidad y los hizo pone r cóm odos. Fam e t com unicó su
m e nsa je , m ie ntra s e l re y Audry se re costa ba e n los cojine s, los ojos entornados, acariciando al
gato blanco que le había saltado e ncim a.
—Se ñor, é ste e s e l m e nsa je de l re y Gra nice —dijo Fam e t a l concluir. El re y Audry
cabe ce ó de spacio.
— Es una propue sta con m uchos lados y m uchos filos. ¡Sí, desde luego! Claro que ansío
subyuga r a C a sm ir y te rm ina r con sus a m bicione s. P e ro a nte s de com prom e te r mis arcas,
m is arm as y m is hom bre s e n tal proye cto, de bo prote ge r m is flancos. Si m e descuidara un
instante , los gode lianos se abalanzarían sobre m í para saque ar, ince ndiar y capturar
e scla vos. Ulfla ndia de l Norte e s un páram o, y los sk a se han a se ntado e n la costa. Si lucho
contra los sk a e n Ulfla ndia de l Norte C a sm ir m e a ta ca rá —. El re y Audry reflexionó un instante
y a ña dió—: La fra nque za rinde tan pocos frutos que todos ocultam os la ve rda d
a utom áticam e nte . En e ste caso, os diré la ve rda d. Es conve nie nte para m í que Troicinet y
Lyone sse se m ante ngan e n un e m pate .
— Los sk a se forta le ce n a dia rio e n Ulfla ndia de l Norte. Ellos también tienen ambiciones.
— Los m ante ngo a raya con m i fortale za Poe lite tz. Prim e ro los godelianos, después los
sk a, lue go C asm ir.
— ¿Y si C asm ir, con ayuda de los sk a, tom a Troicine t?
— Un de sastre para todos nosotros. ¡Luchad bie n!

Dartwe g, re y de los ce ltas gode lianos e scuchó a Fam e t con m aje stuosa y afable
corte sía.
—Ésa e s la situación vista de sde Troicine t —concluyó Fam e t—. Si los acontecimientos
favore ce n al re y C asm ir, é l e ntrará finalm e nte e n Gode lia y vosotros se ré is de struidos.
El re y Dartwe g se m e só la barba roja. Un druida se inclinó para m urm urarle al oído y
Dartwe g asintió. Se puso de pie .
—No pode m os de jar e n paz a Dahaut para que conquiste Lyone sse . Lue go nos
atacarían con re novadas fue rzas. ¡No! De be m os prote ge r nue stros inte re se s.

El Sm aadra continuó su viaje durante días de sol brillante y noche s conste ladas de
e stre llas: atrave só la bahía de Dafdilly, rode ó C abe za de Tawgy y surcó el Mar Angosto, con
vie nto pare jo y burbuje a nte e ste la; lue go e nfiló hacia e l sur, más allá de Skaghane y Frehane,
y de un sinfín de islas m ás pe que ñas: lugare s boscosos, pantanosos y rocosos ceñidos por
pe ñascos, e x pue stos a todos los vie ntos de l Atlántico, habitados por m ultitude s de aves
m arinas y los sk a. En varias ocasione s avistaron barcos sk a, y m uchas pe queñas nave s
pe sque ras de Irlanda, C ornualle s, Troicine t o Aquitania, a las que los ska permitían surcar el
Mar Angosto.
Los barcos sk a no inte nta ron a ce rcarse , quizá porque e ra obvio que el Smaadra podía
de jarlos atrás con bue n vie nto.
No a tracaron e n O álde s, donde e l e nfe rm izo re y O na nte m ante nía una parodia de
corte ; la últim a e scala se ría Ys, e n la de se m bocadura de l Evande r, donde los C uare nta
Factore s conse rvaban la inde pe nde ncia de Ys contra C arfilhiot.
A se is horas de Ys e l vie nto am ainó y avistaron una nave sk a, impulsada por remos y
una ve la cuadrangular roja y ne gra, que pronto cam bió de rum bo para se guir al Smaadra.

supuestamente registraba los nombres de veintidós hombres al servicio del fabuloso rey Mahadion. En años
posteriores una mesa similar sería celebrada como la Mesa (o Tabla) Redonda del rey Arturo.

72
Éste , incapaz de de jar atrás la nave sk a, se dispuso para el combate. Cargaron las catapultas,
pre pararon calde ros con fue go y los suje taron a botalone s; e scudos contra flechas se izaron
sobre las a m ura da s.
La batalla se de sarrolló de prisa. Al cabo de varias andanadas de fle chas los ska se
a ce rcaron para tra ta r de a bordarlos.
Los troicinos de volvie ron los fle chazos, lue go arrojaron un calde ro sobre la nave ska,
donde provocó un sorpre sivo e stallido de llam as am arillas. A unos tre inta m e tros las
catapultas de l Sm aadra de sbarataron fácilm ente la nave . El Sm aadra se dispuso a rescatar
supe rvivie nte s pe ro los sk a no inte nta ron ni a le ja rse de l de spe da za do barco, que pronto se
hundió.
El capitán sk a, un hom bre alto de pe lo ne gro con casco de ace ro de tres picos, apoyó
su gorra blanca contra las e scam as de su arm adura y se que dó e n la cubie rta de popa,
hundié ndose con su nave .
El Sm aadra no sufrió m uchas bajas, pe ro e ntre e llas, lamentablemente, estaba Famet,
que e n la andanada inicial había re cibido un fle chazo e n e l ojo y ahora yacía en la cubierta de
popa con e l asta de la fle cha clavada e n la cabe za.
El príncipe Tre wan, conside rándose e l se gundo m ie m bro e n im portancia de la
de le gación, tom ó e l m ando de la nave .
— Al m ar con nue stros honorable s m ue rtos —le dijo al capitán—. Los ritos de duelo
de be rán e spe rar hasta nue stro re gre so a Dom re is. C ontinuaremos, como antes, rumbo a Ys.

El Sm aadra se ace rcó a Ys de sde e l m ar. Al principio sólo se vio una hilera de colinas
bajas parale la a la costa, lue go, com o una som bra irguié ndose e n la bruma, apareció el alto
pe rfil de ntado de l Te ach tac Teach 13.
Una playa pálida y ancha re lucía al sol, con una chispe ante franja de oleaje. Pronto se
vio la de se m bocadura de l río Evande r junto a un aislado palacio blanco en la playa. Su aire de
re clusión y e nsim ism am ie nto llam ó la ate nción de Aulas, así com o su e x traña arquitectura,
pue s nunca había visto nada se m e jante .
El Sm a a dra e ntró e n e l e stua rio de l Eva nde r, y los hue cos e n e l oscuro follaje que
cubría las colinas re ve laron m ás palacios blancos e n te rrazas e scalonadas: sin duda Ys era
una ciudad rica y antigua.
Vie ron un m ue lle de pie dra con nave s am arradas a lo largo, y, de trás, una hilera de
tie ndas: tabe rnas, pue stos de ve rduras y de pe scadore s.
El Sm aadra se ace rcó al m ue lle , y lo suje taron a postes de madera tallada con forma de
tritone s. Tre wan, Aulas y un par de oficiale s navale s saltaron a la costa. Nadie reparó en su
pre se ncia .
Tre wa n se había pue sto totalm e nte a l m ando de l via je . De dive rsa s m ane ras dio a
e nte nde r a Aulas que , e n e sa situa ción, Aulas y los oficiales de la nave ocupaban exactamente
la m ism a posición com o m ie m bros de l sé quito. Aulas, am argam e nte dive rtido, ace ptó la
situación sin com e ntarios. De spué s de todo, e l viaje casi había terminado y era muy probable
que Tre wa n, para bie n o para m al, fue ra re y de Troicm e t e n e l futuro.
Por orde n de Tre wa n, Aulas hizo a ve riguacione s, y e l grupo fue e nviado al palacio de
She in, Prim e r Factor de Ys. El cam ino los lle vó colina arriba, de te rraza e n te rraza, a la
som bra de altos árbole s.
She in re cibió a los cuatros troicinos sin sorpre sa ni e fusividad. Tre wan se encargó de
las pre se ntacione s.
—Se ñor, yo soy Tre wan, príncipe de la corte de Miraldra y sobrino de l re y Granice de
Troicine t. Estos son Le ve s, Elm ore t y m i prim o, e l príncipe Aulas de W ate rshade .

13
Literalmente, «pico sobre pico», en una de las lenguas precursoras.

73
She in los saludó inform alm e nte .
—Se ntaos, por favor.
Se ñaló canapé s e indicó a sus sirvie nte s que tra je ra n un re frige rio. Él permaneció de
pie : un hom bre m aduro y e sbe lto de te z oliváce a, pe lo ne gro, que se movía con la elegancia
de un m ítico bailarín. Su inte lige ncia e ra obvia; sus m odales, corteses, pero contrastaban tanto
con la se nte nciosidad de Tre wan, que casi pare cía frívolo.
Tre wan e x plicó e l com e tido de la de le gación se gún lo que había oído decir a Famet en
pre vias ocasione s: al pare ce r de Aulas, una e rróne a inte rpre tación de la situación de Ys, ya
que Faude C arfilhiot dom inaba e l Valle Evande r, ape nas tre inta k ilóm e tros al este, y naves
sk a e ra n dia riam e nte visible s de sde e l m ue lle .
She in, con una m e dia sonrisa, ne gó con la cabe za y desechó las propuestas de Trewan.
—C om pre nde , príncipe , que Ys e s un caso e spe cial. Supue stam e nte somos súbditos
de l duque de Valle Evande r, a su ve z fie l vasallo de l re y O riante. En realidad, prestamos tanta
ate nción a las órde ne s de C arfilhiot com o la que é l pre sta a las órde ne s de l rey Oriante, es
de cir, ninguna. Estam os al m arge n de la política de las Islas Elde r. El re y C asm ir, e l re y
Audry, e l re y Granice , todos e stán m ás allá de nue stras pre ocupacione s.
Tre wan soltó una e x clam ación de incre dulidad.
—Pare cé is se r vulne rable s por am bas parte s, tanto ante los sk a como ante Carfilhiot.
She in, sonrie ndo, re futó a Tre wan.
— Som os tre ve nas, com o todas las ge nte s de l valle . C arfilhiot sólo tiene cien hombres
propios. Podría re unir m il e incluso dos m il hom bre s e n e l valle si hubie ra una ne ce sidad
urge nte , pe ro nunca para atacar Ys.
— ¿Y los sk aí Ellos podrían dom inar la ciudad e n cualquie r m om e nto.
— No cre a s —dijo She in—. Los tre ve na s som os una a ntigua raza, tan antigua como los
sk a. Jam ás nos atacarán.
— No lo e ntie ndo —m urm uró Tre wa n—. ¿Sois m agos?
— Hable m os de otros asuntos. ¿C uándo re gre sáis a Troicine t?
— De inm e diato.
She in m iró al grupo con curiosidad.
— Sin inte nción de ofe nde r, m e llam a la a te nción que e l re y Gra nice e nvíe lo que
pare ce un grupo ine x pe rto e n asuntos de tanta im portancia. Espe cialm e nte te nie ndo e n
cue nta sus inte re se s e spe cíficos aquí e n Ulflandia de l Sur.
— ¿Q ué inte re se s e spe cíficos?
— ¿No son obvios? Si e l príncipe Q uilcy m ue re sin de scendencia, Granice será el próximo
he re de ro le gítim o, m e diante e l linaje que com ie nza con Danglish, duque de Ulflandia del Sur,
quie n fue abue lo de l padre de Granice y tam bié n abue lo de O riante . Pero sin duda tú sabías
todo e sto.
— Naturalm e nte —dijo Tre wa n—. Nos m ante ne m os a l corrie nte de tale s a suntos.
She in a hora sonre ía a bie rta m e nte .
— Y, naturalm e nte , e stabas al corrie nte de las nue vas circunstancias e n Troicine t.
— Por supue sto —dijo Tre wa n—. R e gre sa re m os de inm e dia to a Dorareis. —Se puso de
pie y se inclinó e nvaradam e nte —. Lam e nto que no adopte s una actitud m ás positiva.
—Aun así, de be rás ace ptarla. Te de se o un grato viaje de re gre so. Los e m isarios
troicinos re gre saron al m ue lle .
— ¿Q ué habrá que rido de cir con «nue vas circunstancias e n Troicine t»? —m asculló
Tre wan.

74
— ¿Por qué no le pre guntaste ? —pre guntó Aulas, con voz e studiada m e nte ne utra.
— Porque pre fe rí no hace rlo —re plicó Tre wa n.
En e l m ue lle e staban am arrando una nave troicina re cié n lle gada. Trewan se paró en
se co.
—De bo habla r con e l capitán. Vosotros tre s pre pa ra d e l Sm a a dra para zarpa r e n
se guida.
Los tre s a bordaron e l Sm a a dra. Die z m inutos de spué s, Tre wa n salió de la otra nave y
vino por e l m ue lle con paso le nto y pe nsativo. Ante s de abordar, m iró hacia Valle Evander.
Lue go subió a l Sm a a dra.
— ¿C uále s e ran las nue vas circunstancias? —pre guntó Aillas.
— El capitán no m e dijo nada.
— De pronto pare ce s m uy abatido.
Tre wan apre tó los labios pe ro no hizo com e ntarios. Escudriñó e l horizonte .
—El vigía de e sa nave avistó un barco pirata. De be m os e star ale rta. —Tre wan se
apartó—. No m e sie nto bie n. Te ngo que de scansar. —Se dirigió a la cabina de popa que había
ocupado de sde la m ue rte de Fam e t.
El Sm aadra partió de la bahía. Mie ntras pasaba fre nte al blanco palacio de la playa,
Aillas, de sde la cubie rta, vio a una m uje r jove n que había salido a la te rraza. La distancia
de sdibujaba sus rasgos, pe ro Aillas pudo distinguir su pe lo largo y ne gro y, por su porte o
a lgún otro a tributo, supo que e ra a tractiva , quizá s incluso he rm osa . Alzó e l bra zo para
saludarla, pe ro e lla no re spondió y e ntró e n e l palacio
El Sm aadra se hizo a la m ar. Los vigías ote aron e l horizonte pero no vieron ninguna otra
e m barcación; e l barco pirata, si e x istía, no se ve ía por ninguna parte .
Tre wan no re gre só a cubie rta hasta e l m e diodía de l día siguie nte . Su indisposición,
fue ra cual fue se , había pasado y pare cía habe r re cobrado la bue na salud, aunque estaba un
poco pálido y de m acrado. Inte rcam bió unas palabras con el capitán sobre el estado del buque,
pe ro no habló con nadie m ás, y pronto re gre só a su cabina, donde e l cam are ro le llevó un
cue nco de carne he rvida con pue rros.
Una hora ante s de que e l sol se pusie ra Tre wan subió nue vam e nte a cubierta. Miró el
sol bajo y le pre guntó al capitán:
— ¿Por qué se guim os e ste rum bo?
— Se ñor, he m os ido de m asia do tie m po hacia e l e ste . Si e l viento sube o cambia, Tark
pue de a m e na za rnos; de be e star a llá, tra s e l horizonte .
— Pe ro avanzam os con le ntitud.
— Ire m os un poco le ntos, pe ro se guros. No ve o razone s para usar los re m os.
— Bie n.
Aillas ce nó con Tre wan, que de pronto se puso locuaz y form uló varios plane s
am biciosos.
—C uando ocupe e l trono, m e haré conoce r com o e l Monarca de los
Mare s. C onstruiré tre inta nave s de gue rra, y cada cual te ndrá cie n tripulante s. —
De scribió de talladam e nte las nave s que proye ctaba—. Nos importará un bledo si Casmir se alía
con los sk a o los tártaros, o con los m am e lucos de Arabia.
—Es un noble plan.
Tre wan re ve ló proye ctos aún m ás com ple jos.
— C asm ir se propone se r e l re y de las Islas Elde r, pues dice descender del primer Olam.
El re y Audry tam bié n aspira al m ism o trono, y cue nta con Evandig para respaldar su reclamo.

75
Yo tam bié n de scie ndo de O lam , y si re alizara una gran cam paña y tomara Evandig, ¿por qué
no podría aspirar al m ism o re ino?
— Es una ide a am biciosa —dijo Aulas. Y pe nsó que m uchas cabezas rodarían antes de
que Tre wa n a lcanza ra su propósito.
Tre wan m iró de soslayo a Aulas. Be bió una copa de vino de un trago y una vez más se
puso taciturno. Aillas salió a cubie rta, donde se re clinó sobre e l pasam ano y obse rvó los
re fle jos de l cre púsculo e n e l a gua. Se consoló pe nsa ndo que e n dos días el viaje terminaría y
ya no te ndría que soportar a Tre wan ni sus costum bre s irritante s. Se apartó del pasamano y
se dirigió al sitio donde la tripulación que no e staba de se rvicio se re unía bajo un farol para
jugar a los dados; alguie n e ntonaba m e lancólicas baladas al son de un laúd. Aillas se quedó
allí m e dia hora y lue go fue a su cubículo de popa.
El alba sorpre ndió al Sm aadra e n e l Estre cho de Palisidra. Al mediodía avistaron al Cabo
Palisidra, e l e x tre m o occide ntal de Troicine t. Pronto de sapare ció, y el Smaadra se internó en
las aguas de l Lir.
Por la tarde e l vie nto am ainó y e l Sm aadra flotó inm óvil, con m ástile s rechinantes y
ve las batie nte s. El vie nto re gre só hacia ponie nte , pe ro de sde otro rumbo; el capitán viró hacia
e stribor para nave gar casi dire cta m e nte hacia e l norte . Tre wa n m anife stó su insatisfacción.
—¡C on e ste rum bo no lle gare m os m añana a Dom re is!
El capitán, que se había a da ptado a Tre wa n sólo con dificultad, se encogió de hombros.
— Se ñor, e l im pulso de babor nos lle va hacia e l ce m e nte rio m arino de Twirle s. Los
vie ntos nos lle varán m añana a Dom re is, si las corrie nte s no nos de svían.
— ¿Q ué pasa con e sas corrie nte s?
— Son im pre visible s. La m are a sube y baja e n e l Lir; las corrientes pueden arrastrarnos
e n cualquie r dire cción. Son ve loce s, y form an un re m o lino e n e l ce ntro de l Lir. Han arrojado
m uchas bue nas nave s contra los arre cife s.
— En e se caso, m ante nte a le rta y dobla la vigilancia.
— Se ñor, todo lo que hay hace r ya e stá he cho.
Al atarde ce r e l vie nto m urió de nue vo y e l Sm aadra pe rdió im pulso.
El sol se puso e n un re splandor brum oso y anaranjado, m ie ntras Aillas ce naba con
Tre wan e n la cabina de popa. Tre wan pare cía pre ocupado y ape nas habló durante la comida,
así que Aillas se ale gró de m archarse .
El re splandor de l cre púsculo se pe rdía e n un cúm ulo de nubes; la noche era oscura. En
lo alto brillaban las e stre llas. Una brisa he lada sopló ¿e pronto de sde e l sude ste , pe ro el
Sm aadra m antuvo su rum bo.
Aillas se dirigió a popa, donde los m arine ros e n descanso se divertían. Se puso a jugar a
los dados. Pe rdió unos cobre s, los re cupe ró, y finalm e nte pe rdió todas las m one das que
lle vaba e n e l bolsillo.
A m e dianoche cam bió la guardia y Aillas re gre só a popa. En ve z de re cluirse e n su
cubículo subió a la cubie rta por la e scale rilla. La brisa aún he nchía las ve las. Una e ste la
chispe ante y fosfore sce nte burbuje aba a popa. Inclinándose sobre la barandilla, Aillas observó
las luce s fluctuante s.
A sus e spaldas, una aparición. Unos brazos le afe rraron las pie rnas; lo alzaron y lo
arrojaron al aire . Por un instante vio girar e l cie lo y las e stre llas, lue go chocó contra el agua.
Mie ntras se hundía e n la turbule ncia de la e ste la, su principal se nsación aún era el asombro.
Subió a la supe rficie . Todas las dire ccione s e ran iguale s. ¿Dónde estaba el Smaadra'? Abrió la
boca para gritar y tragó agua. Jade ando y tosie ndo, Aillas quiso pedir auxilio pero sólo le salió
un ge m ido ronco. Lo inte ntó de nue vo, pe ro sólo e m itió e l dé bil y e stridente graznido de un
a ve m arina.

76
La nave se había ido. Aillas flotó a solas e n e l ce ntro de su cosmos privado. ¿Quién lo
había arrojado al m ar? ¿Tre wan? ¿Por qué haría se m e jante cosa? No había ninguna razón.
¿Pe ro quié n e ntonce s? Las e spe culacione s se de sva ne cie ron de su mente; eran irrelevantes,
parte de otra e x iste ncia. Su nue va ide ntidad e ra una con las e stre llas y las olas. Sentía una
pe sade z e n las pie rnas; se re torció e n e l agua, se quitó las botas y las de jó hundir. Ahora
flotaba con m e nos e sfue rzo. El vie nto soplaba de l sur; Aillas nadó con e l vie nto a favor, lo
cua l e ra m ás cóm odo que nadar con las ola s rom pié ndole e n la cara. Las olas lo elevaban y lo
im pulsaban.
Se se ntía cóm odo, casi e x altado, aunque e l agua, al principio fría, luego tolerable, volvía
a aguijone arlo. De nue vo com e nzó a re lajarse , y te m ió e sa se nsación de sopor. Si se dormía,
no de spe rtaría nunca. Pe or aún, nunca de scubriría quié n lo había arrojado al m ar.
— ¡Soy Aillas de W ate rshade ! —se dijo.
R e cobró las fue rzas; m ovió los brazos y las pie rnas para nadar y por n m om e nto
sintió un incóm odo frío. ¿C uánto tie m po había flotado
e n e sa s a guas oscuras? Miró e l cie lo. Las e stre llas había n cambiado; Arcturus se había
ido y Ve ga colga ba a poca a ltura e n e l oe ste . Se a m odorró durante un rato y conoció sólo una
borrosa concie ncia que com e nzó a e x tinguirse . Algo le pe rturbaba. De pronto re accionó.
Había un fulgor am arillo e n e l cie lo de l e ste ; pronto am ane ce ría. El agua que le rodeaba era
ne gra com o e l hie rro. A unos cie n m e tros las olas se e ncre spaban alre de dor del pie de una
roca. La m iró con triste inte ré s, pe ro e l vie nto, las olas y la corrie nte lo arrastraron m ás
allá.
Un sonido rugie nte le lle nó los oídos; sintió un im pacto súbito y brusco. Una ola lo
succionó, lo re cogió y lo arrojó contra algo filoso. C on brazos aturdidos y dedos resbaladizos
inte ntó afe rrarse , pe ro otra ola lo arre bató.

77
10

Durante e l re inado de O lam I, gran re y de las Islas Elde r, y de sus suce sore s
inm e diatos, e l trono Evandig y la sagrada m e sa de pie dra Cairbra an Meadhan se encontraban
e n Haidion. O lam III e l Vano trasladó e l trono y la m e sa a Avallon. Este acto y sus
conse cue ncias fue ron un re sultado al m arge n de la discordia e ntre los archim agos de la
com arca . En e sa é poca e ra n ocho: Murge n, Sartzane k , De sm ë i, Myola nde r, Baiba lide s,
W idde fut, C odde fut y Noum ique 14. Murge n e ra conside ra do e l prim e ro e ntre sus cole gas,
aunque no por unanim idad. Sartzane k se re be laba ante la severidad de Murgen, mientras que
De sm ë i de ploraba las re striccione s que le im pe dían inm iscuirse en los problemas locales, que
e ra n su dive rsión.
Murge n re sidía e n Swe r Sm od, una m ansión de pie dra e n e l noroe ste de Lyonesse,
donde e l Te a ch tac Te a ch se de spe ña ba e n e l Bosque de Tantrevalles. Basaba su edicto en la
te sis de que cualquie r asiste ncia ofre cida a un favorito, tarde o temprano atentaría contra los
inte re se s de otros magos.
Sartzane k , quizás e l m ás antojadizo de los m agos, re sidía e n Pároli, . en el corazón
de l bosque , e n lo que e ra e ntonce s e l gran ducado de Danaut. Durante mucho tiempo había
e stado e n de sacue rdo con las prohibicione s de Murge n, y las contravenía tan flagrantemente
com o podía.
Sartzane k re a liza ba a ve ce s e x pe rim e ntos e róticos con la bruja Desmëi. Irritado por el
de spre cio de W idde fut, Sartzane k re plicó con e l He chizo de l Esclare cim iento Total, de modo
que W idde fut de pronto supo todo lo que se podía sabe r: la historia de cada átom o de l
unive rso, los de sarrollos de ocho e spe cie s de tie m po, las posible s fase s de cada instante
suce sivo: todos los sabore s, sonidos, visione s y olore s de l m undo, así como las percepciones
re lacionadas con otros nue ve se ntidos. W idde fut que dó aturdido y paralizado y ni siquiera
pudo alim e ntarse . Se que dó te m blando de confusión hasta que se disolvió y se perdió en el
vie nto. 15
C odde fut prote stó indignadam e nte , e nfure cie ndo de tal m odo a Sartzanek que éste
abandonó toda prude ncia y de struyó a C odde fut con una plaga de gusanos. Toda la superficie
de C odde fut he rvía de gusanos, de tal m odo que C odde fut pe rdió el control de su sabiduría y
se de sgarró con sus propias m anos.
Los m agos supe rvivie nte s, con la e x ce pción de Desmei, tomaron medidas que Sartzanek
no pudo contrarre sta r. Lo com prim ie ron e n un poste de hie rro de sie te pie s de alto y cuatro
pulgadas de diám e tro, de m odo que sus rasgos distorsionados sólo se notaban mirando
a te ntam e nte . Este poste e ra sim ilar a l que e staba e n R incón de Twitten. Clavaron el poste de
Sartzane k e n la cim a de l m onte Agón, y se de cía que los rasgos tallados de Sartzane k
te m blaban cada ve z que lo tocaba e l rayo.
Pronto se e stable ció un tal Tam ure llo e n Pároli, la m orada de Sartzane k , y todos
com pre ndie ron que e ra la prolongación o alte r e go de Sartzane k : e n cie rto se ntido, una
e x te nsión de Sartzane k m ism o. Al igual que Sartzane k , Tam ure llo era alto y corpulento, con
ojos y rizos ne gros, boca carnosa, barbilla re donda y te m pe ram e nto fogoso.
La bruja De sm e i, que había re alizado conjuncione s e róticas con Sartzanek, ahora se
solazaba con e l re y O lam III. Se le apare cía com o una m ujer vestida con una suave piel negra
y una m áscara gatuna de e x traña he rm osura. Esta criatura conocía m il trucos lascivos y el
tonto re y O lam sucum bió a su voluntad. Para irritar a Murge n, De sm e i persuadió a Olam de
trasladar su trono Evandig y la m e sa Cairbra an Me adhan a Avallon.

14
Cada vez que los magos se reunían, aparecía otro: una figura alta envuelta en una larga capa negra, con un negro
sombrero de alas anchas que le tapaba los rasgos. Siempre permanecía oculto en las sombras y nunca hablaba;
cuando algún mago le miraba la cara, era un vacío negro con un par de estrellas lejanas donde debían estar los ojos.
La presenta del noveno mago (si eso era) al principio causaba inquietud, pero luego se la ignoró, Salvo para echarle
una ojeada de soslayo, pues la presencia no parecía afectar nada.
15
De la misma manera, se sabía que Shimrod era una extensión o alter ego de Murgen, aunque sus personalidades
se habían separado y cada cual era un individuo diferente.

78
La antigua tranquilidad se acabó. Los m agos se lle vaban m al, y cada cual recelaba del
otro. El disgustado Murge n se aisló e n Swe r Sm od.
Vinie ron tie m pos difícile s para las Islas Elde r. El re y O lam , ahora trastornado, intentó
apare arse con una he m bra de le opardo, que lo de strozó. Su hijo, Uther I, un mozalbete frágil
y tím ido, ya no gozaba de l re spaldo de Murge n. Los godos invadieron la costa norte de Dahaut y
asolaron la isla de W hanish, donde saque aron e l m onaste rio e incendiaron la gran biblioteca.
Audry, gran duque de Dahaut, re unió un e jé rcito y de sbarató a los godos en la batalla
de Hax , pe ro sufrió tantas pé rdidas que los ce ltas gode lianos se de splazaron al e ste y
tom aron la pe nínsula de W ysrod. El fe y Uthe r, tras m e se s de titube os, dirigió su e jé rcito
contra los gode lianos sólo para se r de rrotado e n la batalla de l Vado de W anwillow, donde
pe rdió la vida. Su hijo Uthe r II huyó a Inglate rra, donde con e l tie m po e nge ndró a Uthe r
Pe ndragon, padre de l re y Arturo de C ornualle s.
Los duque s de las Islas Elde r se re unie ron e n Avallon para e scoge r un nuevo rey. El
duque Phristan de Lyone sse aspiraba a se r re y e n virtud ¿e su linaje , m ie ntras que el viejo
duque Audry de Dahaut citaba e l trono Evandig y la m e sa C airbra an Meadhan en respaldo de
su propio re clam o; e l cónclave se disolvió conflictivam e nte . C ada duque regresó a su casa y
se nom bró re y de su propio dom inio.
Ahora había die z re m os e n ve z de uno: Ulflandia de l Norte , Ulflandia del Sur, Dahaut,
C aduz, Blaloc, Pom pe rol, Gode lia, Troicine t, Dascine t y Lyone sse .
Los nue vos re m os e ncontraron abundante s razone s para luchar. El re y Phristan de
Lyone sse y su aliado e l re y Joe l de C aduz com batie ron contra Dahaut y Pomperol. En la batalla
de la C olina de O rm , Phristan m ató al vie jo pe ro re cio Audry I y le mató una flecha; la batalla
y la gue rra te rm inaron de form a inde cisa con cada bando lle no de odio por e l otro.
El príncipe C asm ir, conocido com o e l «Pre suntuoso», luchó e n la batalla con valentía
pe ro sin te m e ridad y re gre só a la ciudad de Lyone sse com o rey. Pronto cambió sus elegantes
a fe ctacione s por una a ctitud e strictam e nte prá ctica, y e m pre ndió la tare a de forta le ce r el
re m o.
Un año de spué s de su coronación, C asm ir se casó con la princesa Sollace de Aquitania,
una be lla donce lla rubia con sangre goda e n las ve nas, cuyo se m blante imponente ocultaba
un te m pe ra m e nto e stólido.
C asm ir se conside raba un m e ce nas de las arte s m ágicas. En una cám ara se cre ta
guardaba curiosidade s y arte factos m ágicos, incluye ndo un libro de encantamientos redactado
e n una e scritura ile gible , pe ro que re lucía e n la oscuridad. C uando C asm ir pasaba el dedo
sobre las runas, cada e ncantam ie nto le com unicaba su propia sensación. Podía tolerar uno solo
de e sos conta ctos; dos lo hacía n sudar, y no se a tre vía a llegar a tres por temor a trastornarse.
Una garra de grifo re posaba e n una caja de ónice . Un cálculo biliar e x pulsado por e l ogro
He ulam ide s de spe día un he dor pe culiar. En una bote lla había un pe que ño skak 16 amarillo,
aguardando pacie nte m e nte su libe ración. En una pare d colgaba un obje to re alm e nte
pode roso, Pe rsilian, e l Espe jo Mágico. Este e spe jo podía responder tres preguntas a su dueño,
quie n lue go de bía e ntre ga rlo a otro. Si e l due ño hacía una cua rta pre gunta , e l e spe jo
re sponde ría con gusto y que daría libre . El re y C asm ir había he cho tre s pre guntas, y ahora
re se rva ba la cua rta para una e m e rge ncia.
Se gún la sabiduría popular, la com pañía de los m agos traía m ás complicaciones que
be ne ficios. Aunque C asm ir conocía bie n los e dictos de Murge n, en varias oportunidades pidió
ayuda de los archim agos Baibalide s y Noum ique , y en otras a varios magos menores, y siempre
se le ne gó.
C asm ir re cibió noticias de la bruja De sm ë i, pre sunta e ne m iga de Murge n. Se gún
inform e s confiable s e lla había ido a la Fe ria de los Due nde s, una ce le bración anual que ella
16
El último en la jerarquía de los seres feéricos, cuyo orden es el siguiente: primero las hadas, luego los falloys, los
duendes, los trasgos, y por último los skaks. En la nomenclatura feérica, los gigantes, ogros y gnomos también se
consideran semihumanos, aunque de diferente especie. En una tercera clase están los tonoalegres, los willawen y los
byslop, y también, según algunas versiones, los guists y los oscuros. Los sandestmos, los más poderosos de todos,
constituyen una clase en sí misma.

79
disfrutaba y nunca de jaba de auspiciar.
C asm ir se disfrazó con una arm adura azul y gris y un escudo que exhibía dos dragones
ram pante s. Se hizo pasar por Pe rdrax , caballe ro andante, y, con un pequeño cortejo, se internó
e n e l Bosque de Tantre valle s.
A su de bido tie m po lle gó a R incón de Twitte n. La posada conocida como El Sol Risueño
y La Luna Plañide ra e staba de bote e n bote ; C asm ir tuvo que ace ptar un sitio en el establo. A
cuatrocie ntos m e tros e ncontró la Fe ria de los Due nde s, pe ro no vio a De smëi. Vagabundeó
e ntre los pue stos, vio m uchas cosas de inte ré s y pagó bue n oro por varias rare zas.
Al cae r la tarde re paró e n una m uje r a lta, un poco e njuta, e l cabe llo a zul ce ñido por
una ge m a de plata. Ve stía un tabardo blanco bordado de ne gro y rojo; causaba al re y
C asm ir (y a todos los hom bre s que la ve ían) una curiosa turbación: fascinación mezclada con
re pugna ncia . Era la bruja De sm ë i.
C a sm ir se a ce rcó con caute la m ie ntra s De sm ë i re gate a ba con un viejo bribón que tenía
un pue sto. El m e rcade r te nía pe lo am arillo, pie l ce trina, nariz partida y ojos como cápsulas de
cobre : sangre de due nde le fluía por las ve nas. Le m ostraba una plum a a De sm ë i.
— Esta plum a —dijo— e s indispe nsable e n la vida diaria, pues infaliblemente detecta la
fraudule ncia.
— ¡Asom broso! —de claró De sm ë i con voz de aburrim ie nto.
— ¿Dirías que e s una plum a com ún arrancada de un pájaro m ue rto?
— Sí. Mue rto o vivo. Eso diría.
— Pue s com e te rías un gran e rror.
— Vaya. ¿Y cóm o se usa e sta plum a m ilagrosa ?
— Nada podría se r m ás sim ple . Si sospe chas de un im postor, un e m buste ro o un
e m baucador, lo tocas con la plum a. Si la plum a se vue lve am arilla, tus sospe chas quedan
confirm adas.
— ¿Y si la plum a pe rm a ne ce a zul?
— Entonce s la pe rsona con quie n tratas e s hone sta y since ra. Esta excelente pluma es
tuya por se is coronas de oro.
De sm ë i soltó una risa m e tálica.
¿Me cre e s tan inge nua? Es casi insulta nte . Evide nte m e nte e spe ras que te ponga a
prue ba con la plum a, que pe rm ane ce rá azul, para que te pague con m i oro.
—¡P re cisa m e nte ! ¡La plum a confirm aría m is a se rtos!
De sm e i tom ó la plum a y la ace rcó a la nariz partida. Al instante la plum a cobró un
color am arillo brillante . De sm ë i re pitió su risa de sde ñosa.
— ¡Lo que sospe chaba! La plum a de cla ra que e re s un e m bauca dor.
— Ja! ¿Acaso la plum a no hace e x actam e nte lo que digo? ¿C óm o pue do se r un
e m bauca dor?
De sm ë i m iró la plum a fruncie ndo e l ce ño y la arrojó e n e l m ostrador.
—No te ngo tie m po para ace rtijos.
Se a le jó con paso a ltivo para inspe cciona r una pe que ña a rpía enjaulada. Casmir se le
a ce rcó a l cabo de un insta nte .
— ¿Ere s la he chice ra De sm ë i? —pre guntó.
De sm ë i le e x a m inó.
—¿Y quié n e re s tú?
— Pe rdrax , caballe ro andante de Aquitania. De sm ë i sonrió y cabe ce ó.

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— ¿Y qué de se as de m í?
— Es una cue stión de licada. ¿Pue do contar con tu discre ción?
— Hasta cie rto punto.
— Habla ré con fra nque za . Sirvo a l re y C a sm ir de Lyone sse, que se pro pone devolver el
trono Evandig a su le gítim o lugar. Para e llo im plora tu conse jo.
— El archim ago Murge n im pide tal com prom iso.
— Ya has re ñido con Murge n. ¿C uánto tie m po obe de ce rá s sus pre ce ptos?
— No para sie m pre . ¿C óm o m e re com pe nsaría C a sm ir?
—Estable ce tus condicione s y se las com unicaré . De pronto De sm ë i
titube ó.
—Di a C asm ir que ve nga pe rsonalm e nte a m i palacio de Ys. Allí hablaré con é l.
Pe drax hizo una re ve re ncia y De sm ë i se ale jó. Pronto se m archó por el bosque en un
palanquín conducido por se is som bras ve loce s.

Ante s de partir hacia Ys, e l re y C asm ir m e ditó largo tie m po; De sm ë i era famosa por
sus tratos dudosos.
Al fin orde nó sacar la gale a za re a l y e n un día chispe a nte y ve ntoso , navegó más allá
de la e scolle ra, rode ó e l C abo De spe dida y se dirigió a Ys.
C asm ir de se m barcó e n e l m ue lle de pie dra y cam inó por la playa hasta e l palacio
blanco de De sm ë i.
Encontró a la he chice ra e n una te rraza que daba a l m ar, inclina da e n la balaustrada,
casi a la som bra de una alta urna de m árm ol de donde brotaba e l follaje de un m adroño.
De sm ë i había sufrido un cam bio. C asm ir se sobre saltó ante su palide z, sus huecas
m e jillas y su cue llo flaco. Los de dos, de lgados y nudosos, se arqueaban sobre el borde de la
balaustra da ; los pie s, e n sanda lias de pla ta , e ra n largos y frá gile s y m ostraban una red de
ve nas rojizas.
C a sm ir se que dó boquiabie rto, sintié ndose e n pre se ncia de m iste rios que no podía
com pre nde r.
De sm ë i lo m iró de soslayo sin de m ostrar sorpre sa ni place r.
—C onque has ve nido.
C asm ir se e sforzó para re cobrar la iniciativa que a su e nte nde r le corre spondía.
— ¿No m e e spe rabas?
— Lle ga s de m asia do tarde —re puso De sm ë i.
— ¿Por qué ? —e x clam ó C asm ir con una nue va inquie tud.
— Todas las cosas cam bian. Ya no te ngo inte ré s e n los asuntos hum a nos. Vuestras
incursione s y gue rras son m ole stas; pe rturban la paz de la cam piña.
— ¡No se ne ce sita una gue rra! ¡Sólo quie ro e l trono Evandig! Dame magia o un manto
de invisibilidad, para que pue da apode rarm e de Evandig sin gue rra.
De sm ë i soltó una risa suave y salvaje .
— Soy fam osa por m is tratos dudosos. ¿Pagarías m i pre cio?
— ¿C uál e s tu pre cio?
De sm ë i m iró hacia e l horizonte m arino. Al fin habló, tan que dam e nte que C asm ir
avanzó un paso para oír.
—Escucha, te diré algo. De sposa bie n a Suldrun; e l hijo de ella se sentará en Evandig. ¿Y

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cuá l e s m i pre cio por e se pre sa gio? Nada e n a bsoluto, pue s e se conocim ie nto no te servirá
de nada.
De sm ë i se volvió abruptam e nte y se pe rdió e n una de las altas arcadas que conducían a
las som bras de su palacio. La de lgada silue ta se de sdibujó y de sapareció. Casmir esperó un
instante bajo la calie nte luz de l sol, pe ro sólo se oía e l rum or de l ole aje . R e gre só a su
barco.

De sm ë i obse rvó la gale a za que cabe ce a ba e n e l m ar a zul. Estaba sola en el palacio.


Durante tre s m e se s había e spe rado la visita de Tam ure llo; é l no había venido y el mensaje
de e sa a use ncia no e ra cla ro.
Fue a su talle r, se de sabrochó e l ve stido y lo de jó cae r al suelo. Se estudió en el espejo,
para ve r rasgos de m acrados, un cue rpo hue sudo, flaco, casi asexuado. Un tosco pelo negro le
cubría la cabe za; sus brazos y pie rnas e ran de lgados y care nte s de gracia. Tal era su cuerpo
natural, e n e l cual se se ntía a sus anchas. O tros disfrace s re que rían conce ntración para no
aflojarse y disolve rse .
De sm e i fue a sus gabine te s y e x trajo varios instrum e ntos. Trabajó dos horas en un
gra n he chizo para conve rtirse e n un pla sm a que e ntró e n un re cipie nte de tres aberturas. El
plasm a se agitó, se de stiló y surgió por las tre s abe rturas para conde nsarse en tres formas.
La prim e ra e ra una donce lla e x quisita , de ojos a zule s y violá ce os y pelo negro suave como la
m e dia noche . Lle va ba consigo la fra ga ncia de las viole ta s, y se llam aba Me lancthe .
La se gunda form a e ra m asculina . De sm e i, a ún borrosam e nte presente mediante un
truco te m poral, se apre suró a arre bujarla e n un m anto para que otros (como Tamurello) no
de scubrie ran su e x iste ncia.
La te rce ra form a, una criatura de m e nte y chillona, se rvía com o sum ide ro para los
aspe ctos m ás re pugnante s de De sm e i. Te m blando de asco, De sm e i dom inó a esa horrible
criatura y la que m ó e n un horno, donde se contorsionó y gritó. Un hum o gris se e le vó del
horno; Me lancthe re troce dió pe ro aspiró involuntariam e nte el hedor. La segunda forma, oculta
e n su m anto, inhaló e l he dor con agrado.
De sm e i había pe rdido su vitalidad. Se disolvió e n hum o y de sapare ció. De los tres
com pone nte s que había producido, sólo Me lancthe , fre sca con e l sutil aroma de las violetas,
pe rm ane ció e n e l palacio. La se gunda form a, aún cubie rta, fue llevada al castillo Tintzin Fyraí,
e n la e ntrada de Valle Evande r. La te rce ra se había conve rtido e n un puñado de ce nizas
ne gras y una pe stile ncia que aún flotaba e n e l talle r.

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11

Habían pue sto la cam a de Suldrun e n la capilla que daba al jardín, y una doncella alta y
huraña llam ada Bagnold le lle vaba com ida todos los días, exactamente al mediodía. Bagnold
e ra m e dio sorda y bie n podía habe r sido m uda, pues no hablaba demasiado. Se le requería que
ve rificara la pre se ncia de Suldrun, y si Suldrun no e staba e n la capilla, Bagnold re corría
furiosam e nte e l jardín hasta e ncontrarla. Esto ocurría casi todos los días, pue s Suldrun no
pre staba ate nción a la hora. Al cabo de un tie m po Bagnold se cansó de l esfuerzo; dejaba el
ce sto lle no e n la e scalinata de la capilla, re cogía e l ce sto de l día anterior y se marchaba: era lo
m ás cóm odo para am bas.
C uando Bagnold se iba, atrancaba la pue rta con una grue sa viga de roble . Suldrun
podía e scalar los riscos de am bos lados de l jardín, y se prom e tía que un día lo haría y se iría
de l jardín para sie m pre .
Así pasó la prim ave ra y e l ve rano, y e l jardín e staba m ás be llo que nunca, aunque
sie m pre acosado por la quie tud y la m e lancolía. Suldrun conocía el jardín a todas las horas. En
e l alba gris brillaba e l rocío y los trinos de los pájaros e ran claros y pe ne trante s como ecos
de l principio de l tie m po. En ple na noche , cuando la luna lle na cabalgaba sobre las nubes, ella
se se nta ba bajo e l tilo m irando e l m ar m ie ntra s e l ole a je rugía contra la pla ya ripiosa .
Una noche a pa re ció e l he rm a no Um phre d, la cara re donda radia nte de candor. Traía
un ce sto, y lo de jó e n la e scalinata de la capilla. O bse rvó ate ntam e nte a Suldrun.
— ¡Maravilloso! ¡Estás tan be lla com o sie m pre ! Tu pe lo brilla, tu piel reluce. ¿Cómo te
m antie ne s tan lim pia?
— ¿No lo sabe s? —pre guntó Suldrun—. Me baño e n e sa tina.
El he rm ano Um phre d alzó las m anos parodiando un ge sto de horror.
—¡Es la pila de agua, be ndita! ¡Has com e tido sacrile gio! Suldrun se e ncogió de
hom bros y se ale jó.
El he rm ano Um phre d vació e l ce sto con ge stos fe lice s.
— Traigam os ale gría a tu vida. Aquí hay un vino oscuro. ¡Be be re m os!
— No. Ve te , por favor.
— ¿No e stás aburrida e insatisfe cha?
— En absoluto. Tom a tu vino y m árchate .
El he rm ano Um phre d se m archó e n sile ncio.
C on la lle gada de l otoño las hojas cam biaban de color y el sol se ponía temprano. Hubo
una suce sión de triste s y gloriosas pue stas de sol, lue go lle garon las lluvias y e l frío de l
invie rno. Suldrun apiló pie dras para construir un hogar contra una de las ventanas. Tapó la
otra con ram as y con hie rba. Las corrie nte s que rode aban e l cabo arrojaban le ños e n la
playa, y Suldrun los lle vaba a la capilla para se carlos y lue go los que m aba e n e l hogar.
Las lluvias am ainaron; la luz de l sol brilló e n e l aire vibrante y frío, y lle gó la
prim ave ra. Brotaron narcisos e n los cante ros, y los árbole s die ron nue vas hojas. En el cielo
apare cie ron las e stre llas de prim ave ra. C ape lla, Arcturus, Denebola. En las mañanas soleadas,
los cúm ulos de nube s se e rguían sobre e l m ar, y la sangre de Suldrun pare cía ace lerarse.
Se ntía una e x traña inquie tud que nunca ante s la había pe rturbado.
Los días se alargaron, y las pe rce pcione s de Suldrun se agudizaron, y cada día
com e nzó a te ne r su propia cualidad, com o si fue ra uno e n un núm e ro lim itado. Una
te nsión, una inm ine ncia, com e nzó a cobrar form a, y a m e nudo Suldrun pe rm ane cía
de spie rta toda la noche para sabe r todo lo que ocurría e n su jardín .
El he rm ano Um phre d la visitó de nue vo. Encontró a Suldrun se ntada en la escalinata
de pie dra de la capilla, tom ando e l sol. El he rm ano Um phre d la m iró con curiosidad. El sol le

83
había bronce ado los brazos, las pie rnas y la cara, y le había aclarado m e chone s de pelo.
Pare cía la viva im age n de la salud; e n ve rdad, pe nsó e l he rm ano Umphred, parecía casi feliz.
Eso de spe rtó sus sospe chas: se pre guntó si e lla habría e ncontrado un am ante .
— Q ue rida Suldrun, m i corazón sangra cuando pie nso e n tu sole dad y tu aislamiento.
Dim e cóm o e stás.
— Bie n —dijo Suldrun—. Me gusta la sole dad. Por favor, no te quedes aquí por mi culpa.
El he rm ano Um phre d rió ale gre m e nte . Se se ntó junto a e lla.
—Ah, que rida Suldrun... —Le tom ó la m ano, y Suldrun m iró los de dos blancos y
re gorde te s. Eran húm e dos y la m ole staban. Apartó la m ano y los de dos la soltaron con
de sgana—. No sólo te traigo solaz cristiano, sino tam bié n un consue lo hum ano. De be s
re conoce r que aunque soy sace rdote tam bié n soy hom bre , y se nsible a tu be lle za.
¿Ace ptarás e sta am istad? —La voz de Um phre d se volvió suave y se rvil—. ¿Aunque m i
e m oción se a m ás cálida y e ntrañable que la m e ra am istad? Suldrun se e chó a re ír. Se
puso de pie y se ñaló la pue rta.
—Tie ne s pe rm iso para irte . Espe ro que no re gre se s.
Le dio la e spalda y cam inó hacia e l jardín. El he rm ano Um phre d m asculló una
m aldición y se m archó.
Suldrun se se ntó junto al tilo y m iró hacia e l m ar.
—Me pre gunto —se dijo— qué se rá de m í. Soy be lla, o e so dice n todos, pero eso sólo
m e ha causado proble m as. ¿Por qué m e castigan com o si hubie ra actuado mal? Tengo que
re accionar de algún m odo. De bo producir un cam bio.
De spué s de ce nar se dirigió a la villa abandonada, desde donde le agradaba observar las
e stre llas e n las noche s de spe jadas. Esa noche brillaban m ucho y pare cían hablarle, como
m aravillosas criaturas de sbordante s de se cre tos. Se puso de pie y e scuchó. Un pre sagio
colga ba e n e l a ire , pe ro no a tina ba a de scifrarlo.
La brisa nocturna re fre scó. Suldrun re gre só a la capilla, donde aún ardían brasas en el
hogar. Las sopló para avivarlas, puso m ade ra se ca y e l cuarto se e ntibió.
A la m añana siguie nte de spe rtó te m prano y salió al alba. El rocío perlaba el follaje y la
hie rba; e l sile ncio te nía una cualidad prim itiva. Suldrun bajó por e l jardín, le nta como una
sonám bula, hasta la playa. El ole aje se e stre llaba contra los guijarros. El sol se e le vó
colore ando las nube s de l horizonte . En la curva sur de la playa, donde las corrientes traían
le ños, vio un cue rpo hum ano que la m are a había arrastrado hasta allí; Suldrun se detuvo, y
lue go se ace rcó paso a paso. Lo m iró con un e spanto que pronto se convirtió en piedad. ¡Qué
trage dia que una m ue rte tan fría hubie ra arre batado a alguie n tan jove n, tan frágil, tan
apue sto! Una ola m ovió las pie rnas de l hom bre. Los dedos se estiraron espasmódicamente y se
clavaron e n los guijarros. Suldrun se arrodilló, arrastró el cuerpo lejos del agua, luego acarició los
rizos m ojados. Te nía las m anos e nsangre ntadas y la cabe za m agullada.
—No te m ue ras —susurró Suldrun—. Por favor, no te m ue ras. Los párpados
te m blaron; los ojos vidriosos y e m pañados la m iraron
un instante ante s de ce rrarse .
Suldrun arrastró e l cue rpo hasta la are na se ca. C uando tiró de l hom bro de re cho él
soltó un ge m ido. Suldrun corrió hasta la capilla para coge r carbón y madera seca, y encendió
una fogata. Enjugó la cara fría con un paño.
—No te m ue ras —re pitió una y otra ve z.
La pie l de l jove n e m pe zó a e ntibiarse . La luz de l sol brilló sobre los riscos e iluminó la
playa. Aulas abrió los ojos una ve z m ás y se pre guntó
si había m ue rto y a hora e staba e n los jardine s de l paraíso con e l m ás bello de todos
los rubios ánge le s.
— ¿C óm o te sie nte s? —pre guntó Suldrun

84
— Me due le e l hom bro. —Aula s m ovió e l bra zo. El a guijonazo de dolor le confirmó que
aún vivía—. ¿Dónde e stoy?
— En un vie jo jardín ce rca de la ciudad de Lyone sse . Yo soy Suldrun. —Ella le tocó el
hom bro—. ¿C re e s que e stá roto?
— No lo sé .
— ¿Pue de s cam inar? Pue do ayudarte a subir.
Aulas inte ntó le vantarse , pe ro se cayó. Lo inte nto de nue vo, con e l brazo de Suldrun
alre de dor de la cintura, y trastabilló.
—Va m os, tra ta ré de soste ne rte .
Paso a paso subie ron por e l jardín. Se de tuvie ron a de scansar e n las ruinas.
— De bo de cirte que soy troicino —jade ó Aulas—. Me caí de un barco. Si me capturan me
e ncarce larán... con sue rte .
— Ya e stás e n la cárce l —rió Suldrun—. En la m ía. No m e pe rm ite n salir. No te
pre ocupe s. Te ocultaré .
Lo ayudó a le vantarse ; al fin lle garon a la capilla.
Suldrun se las inge nió para inm ovilizar e l hom bro de Aulas con vendajes y ramas y lo
obligó a te nde rse e n su catre . Aulas ace ptó sus cuidados y se quedó observándola: ¿qué delito
habría com e tido e sta be lla m uchacha para e star prisionera? Suldrun lo alimentó con miel y vino,
lue go con gachas. Aulas se re lajó y se durm ió.
Por la noche , e l cue rpo de Aulas ardía de fie bre . Suldrun no conocía otro remedio que
paños húm e dos e n la fre nte . A m e dianoche la fie bre bajó, y Aulas se durm ió. Suldrun se
acom odó e n e l sue lo junto al fue go.
Por la m añana Aulas de spe rtó, sospe chando que todo e ra irreal, que se trataba de un
sue ño. Poco a poco re cordó e l Stnaadra. ¿Q uié n lo había arrojado al m ar? ¿Tre wan? ¿Por
re pe ntina locura? ¿Por qué otra razón? De sde que había visitado la nave troicina en Ys se había
portado e x trañam e nte . ¿Q ué habría suce dido a bordo de esa nave? ¿Qué había trastornado a
Tre wan?
El te rce r día Aillas de cidió que no te nía hue sos rotos y Suldrun le aflojo los vendajes.
C ua ndo e l sol se e le vó e n e l cie lo, los dos bajaron a l jardín y se se ntaron entre las columnas
rotas de la antigua villa rom ana. En la dorada tarde se contaron sus vidas.
—Este no e s nue stro prim e r e ncue ntro —dijo Aillas—. ¿R e cue rdas a los visitantes de
Troicm e t, hace die z años? Yo sí te re cue rdo.
Suldrun re fle x ionó.
—Sie m pre hubo m ucha s de le gacione s. C re o re corda r a a lguien corno tú. Pero fue hace
tanto tie m po que no e stoy se gura.
Adías le tom ó la m ano, la prim e ra ve z que la tocaba con afe cto.
— En cuanto m e re cobre , e scapare m os. Se rá sim ple e scalar aque llas rocas; lue go
tre pare m os la colina y nos ire m os.
— Si nos capturan —susurró Suldrun con un ge sto de te m or—, e l rey no tendrá piedad.
— No nos capturarán —m urm uró Aillas—. Espe cialm e nte si lo planeamos bien y somos
prude nte s. —Irguió e l cue rpo y habló con e ne rgía—. ¡Q ue dare m os libre s y huiremos por la
cam piña! Viajare m os de noche y nos ocultare m os de día. Nos m e zclare m os con los
vagabundos. ¿Q uié n nos re conoce rá?
El optim ism o de Aillas e m pe zó a contagiar a Suldrun. La pe rspe ctiva de libe rtad la
e ntusia sm ó.
—¿De ve rás cre e s que e scapare m os?
—¡C laro que sí! ¿C óm o podría se r de otro m odo? Suldrun m iró

85
pe nsa tiva m e nte e l jardín y e l m ar.
— No sé . Nunca he e spe rado se r fe liz. Soy fe liz ahora... aunque estoy asustada. —Rió
ne rviosam e nte —. Una se sie nte rara.
— No te m as —dijo Aillas. La ce rcanía de e lla lo abrum aba; le rode ó la cintura con el
brazo. Suldrun se le vantó de un brinco.
— ¡Te ngo la se nsación de que m il ojos nos obse rvan!
— Inse ctos, pájaros, un par de lagartos. —Aillas e scrutó los riscos—. No ve o a nadie
m ás.
Suldrun obse rvó e l jardín.
—Yo tam poco. No obstante ... —Se se ntó a prude nte distancia y lo miró de soslayo—.
Tu salud pare ce m e jorar.
— Sí, m e sie nto m uy bie n, y no soporto m irarte sin tocarte . Se le a ce rcó, y e lla se
e scabulló rie ndo.
— ¡Aillas, no! Espe ra a que tu brazo e sté m e jor.
— Te ndré cuidado con m i brazo.
— Alguie n podría ve nir.
— ¿Q uié n podría atre ve rse ?
— Bagnold. El sace rdote Um phre d. Mi padre e l re y.
— El de stino no podría se r tan crue l —gruñó Aillas.
— Al de stino no le im porta —m urm uró Suldrun.

La noche lle gó al jardín. Se ntados ante e l fue go, los dos ce naron pan, cebollas y unas
alm e jas que Suldrun había re cogido e ntre las rocas. Una ve z m ás hablaron de la fuga.
—Ta l ve z m e sie nta e x tra ña le jos de e ste jardín —com entó Suldrun—. Cada árbol, cada
pie dra, m e re sultan conocidos... Pe ro de sde que lle gaste todo ha cam biado. El jardín se me
e scapa. —Mira ndo e l fue go, tiritó.
—¿Q ué te pasa? —pre guntó Aillas.
— Te ngo m ie do.
— ¿De qué
— No lo sé .
— Podríam os partir e sta noche , si no fue ra por m i brazo. En unos días volveré a estar
bie n. Entre tanto de be m os hace r plane s. ¿Q ué pasa con la m uje r que te trae la com ida?
— Al m e diodía trae un ce sto y se lle va e l ce sto vacío de l día ante rior. Nunca hablo con
e lla.
— ¿Se la pue de soborna r?
— ¿Pa ra qué ?
— Para que traiga la com ida com o de costum bre , la tire y se lle ve e l cesto vacío al día
siguie nte . C on una se m ana de ve ntaja, podríam os ale jarnos m ucho sin te m e r que nos
capture n.
— Bagnold no se atre ve ría, aunque e stuvie ra dispue sta, cosa que no cre o. Y no
te ne m os con qué sobornarla.
— ¿No tie ne s joyas ni oro?
— Te ngo oro y ge m as e n m i gabine te de l palacio.
—Es de cir, que son inacce sible s. Suldrun re fle x ionó.

86
— No ne ce sariam e nte . Nadie va a la Torre Este de spué s de la puesta de sol. Yo podría
subir a m is apose ntos y nadie lo notaría. Podría e ntrar y salir e n un santiam é n.
— ¿De ve ras e s tan sim ple ?
— ¡Sí! Hice e se cam ino cie ntos de ve ce s, y rara ve z m e e ncontré con nadie .
— No pode m os sobornar a Bagnold, as! que te ndre m os sólo un día libre , de sde un
m e dio día hasta otro, m ás e l tie m po que ne ce site tu padre para organizar una búsqueda.
— No m ás de una hora. El actúa con rapide z y de cisión.
— Entonce s ne ce sitam os ropa de cam pe sinos, que no e s tan fácil de conseguir como
pare ce . ¿No hay nadie e n quie n pue das confiar?
— Sólo una pe rsona, la nodriza que m e cuidó cuando e ra pe que ña.
— ¿Y dónde e stá?
— Se llam a Ehirm e . Vive e n una granja al sur, junto a la carre te ra. Nos daría ropas o
cualquie r otra cosa sin vacilar, si supie ra que lo ne ce sito.
— C on un disfraz, un día de ve ntaja y oro para un pasaje a Troicine t, la libertad será
nue stra. Y una ve z que cruce m os e l Lir se rás sim ple m e nte Suldrun de Watershade. Nadie te
conoce rá com o la prince sa Suldrun de Lyone sse , salvo yo y quizá m i padre, quien te amará
com o yo.
— ¿De ve rás m e am as? —pre guntó Suldrun.
Adías le tom ó las m anos y la obligó a le vantarse ; sus caras e staban a poca distancia.
Se be saron.
— Te adoro —dijo Aulas—. No quie ro se pararm e de ti. Jam ás.
— Te am o, Aillas. Yo tam poco de se o que nos se pare m os nunca. En un arranque de
ale gría, los dos se m iraron a los ojos.

— La traición y la tribulación m e traje ron aquí —dijo Aillas—, pe ro doy gracias por
e llo.
— Yo tam bié n he sufrido —dijo Suldrun—. ¡Pe ro si no m e hubie ran echado del palacio,
no podría habe r re scatado tu cadáve r de l m ar!
— Pue s bie n. Nue stro a grade cim ie nto para e l a se sino Trewan y el cruel Casmir. —Acercó
la cara a la de Suldrun. Se be saron una y otra ve z; lue go, re costándose , se abrazaron, y
pronto le s arre bató la pasión.

Las se m anas pasaron, rápidas y e x trañas: un pe riodo de júbilo, al que la sensación de


ave ntura te ñía de vivide z. El dolor de l hom bro de Aillas se aplacó, y una tarde escaló el risco
de l e ste de l jardín y cruzó e l de clive rocoso de l lado de l Urquial que daba a la costa, despacio y
con cuidado, pue s sus botas e staban e n e l fondo de l m ar y é l iba de scalzo. Más allá de l
Urquial se inte rnó e n un bosque cillo de roble s achaparrados, saúcos y fresnos, y así alcanzó
la carre te ra.
A e sa hora de l día había poca ge nte afue ra. Aillas se e ncontró a un pastor y su rebaño
y a un niño con su cabra, y ninguno de e llos le pre stó de m asiada ate nción.
Kilóm e tro y m e dio m ás tarde , tornó una se nda que se rpe nte aba e ntre setos vivos, y
pronto lle gó a la granja donde vivía Ehirm e con su e sposo y sus hijos.
Aillas se de tuvo a la som bra de l se to. A su izquie rda, e n e l e x tre m o de un prado,
C hastam , e l m ando, y sus dos hijos m ayore s cortaban he no. La casa e staba de trás de un
hue rto donde cre cían pue rros, zanahorias, nabos y re pollos e n pulcras hile ras. Salía humo
de la chim e ne a.
Aillas e valuó la situación. Si iba a la pue rta y lo ate ndía alguie n que no fuera Ehirme,
le podrían hace r pre guntas e m barazosas para las cuale s no te nía re spue sta.

87
El proble m a que dó re sue lto cuando una robusta m uje r de cara re donda salió por la
pue rta con un balde . Se dirigió hacia la pocilga.
—¡Ehirm e ! —llam ó Aillas.
La m uje r se de tuvo para e x am inar a Aillas con duda y curiosidad, lue go se le acercó
de spacio.
— ¿Q ué quie re s?
— ¿Tú e re s Ehirm e ?
—Sí.
— ¿Pre starías un se rvicio, e n se cre to, a la prince sa Suldrun? Ehirm e soltó e l
balde .
— Ex plíca te , y diré si m e e s posible pre star e se se rvicio.
— ¿Y e n todo caso guardarás e l se cre to?
— Pue s sí. ¿Q uié n e re s?
— Soy Aillas, un caballe ro de Troicine t. C aí de un barco y la princesa Suldrun evitó que
m e ahogara. Estam os de cididos a escapar de l jardín y a viajar a Troicinet. Necesitamos ropa
vie ja, som bre ros y zapatos para disfrazarnos, y Suldrun no tie ne m ás am igos que tú. No
pode m os pagar te ahora, pe ro si nos ayudas re cibirás una bue na re com pe nsa cuando yo
re gre se a Troicine t.
Ehirm e re fle x ionó, y las arrugas le te m blaron e n la cara curtida.
— Haré todo lo posible —dijo—. He sufrido m ucho tie m po por las crue ldade s
com e tidas contra la pobre Suldrun, que nunca dañó siquie ra a un inse cto. ¿Sólo necesitáis
ropa?
— Nada m ás, y te lo agrade ce m os profundam e nte .
— En cuanto a la m uje r que lle va com ida a Suldrun... la conozco bien; es Bagnold, una
criatura m aligna y re ncorosa. En cuanto ve a que nadie toca la com ida irá con e l cue nto al
re y C asm ir y se iniciará la búsque da.
Aillas se e ncogió de hom bros con re signación.
— No te ne m os alte rnativa; nos ocultare m os bie n durante e l día.
— ¿Te né is arm as cortante s? Hay criaturas m alignas por la noche . A m e nudo las veo
brincando por e l pra do, y volando e ntre las nube s.
—Encontraré un bue n garrote . C on e so bastará. Ehirm e re sopló sin
convicción.
— Iré al m e rcado todos los días. En m i cam ino de re gre so abriré la pote rna y vaciaré
e l ce sto, para e ngañar a Bagnold. Lo pue do hace r durante una se m ana, y para entonces las
hue llas se habrán borrado.
— Eso significa un gran rie sgo para ti. Si C asm ir de scubre lo que has hecho, no tendrá
pie dad.
— La pote rna e stá oculta de trás de las ram as. ¿Q uié n pue de ve rme? Tendré cuidado.
Aillas hizo nue vas obje cione s a las que Ehirm e no pre stó ate nción. Ella miró hacia el
prado y e l bosque .
—En e l bosque que hay m ás allá de la alde a de Glym wode viven mis ancianos padres.
Él e s le ñador, y su cabaña e stá aislada. C uando nos sobra m ante quilla y queso, mando a mi
hijo C olle n con e l asno para que se los dé . Mañana por la m añana, de camino al mercado os
lle varé cam isas, som bre ros y zapatos. Por la noche , una hora de spué s de la puesta del sol,
nos e ncontrare m os, e n e ste sitio, y dorm iré is e n e l heno. Al amanecer Collen estará preparado,
y viajaré is a Glym wode . Nadie se e nte rará de vue stra fuga, y podré is viajar de día. ¿Quién
pe nsará e n la prince sa Suldrun al ve r tre s cam pe sinos con un asno? Mis padre s os darán

88
re fugio
hasta que haya pasado e l pe ligro, y lue go via ja ré is a Troicine t, tal ve z a tra vé s de
Dahaut, un cam ino m ás largo pe ro m ás se guro.
— No sé com o agrade cé rte lo —dijo hum ilde m e nte Aulas—. Al m e nos, no hasta que
lle gue a Troicine t. Allí podré de m ostrarte m i gratitud.
— ¡No hay ne ce sidad de gratitud! Si logro que la pobre Suldrun e scape de l tiránico
C asm ir, te ndré suficie nte re com pe nsa. Mañana por la no che , pue s, una hora después de la
pue sta de sol os ve ré aquí.

Aulas re gre só al jardín y le com e ntó a Suldrun los plane s de Ehirm e .


— Así que no te ndre m os que andar de noche com o ladrone s sigilosos. Asom aron
lágrim as e n los ojos de Suldrun.
— ¡Mi que rida y fie l Ehirm e ! ¡Nunca supe apre ciar de l todo su bondad!
— De sde Troicine t re com pe nsare m os su le altad.
— Pe ro aún ne ce sitam os oro. De bo visitar m is apose ntos de Haidion.
— La ide a m e asusta.
—No e s un gran proble m a. En un abrir y ce rrar de ojos pue do e ntrar y salir de l
palacio.
C a yó la tarde y e l jardín que dó a oscuras.
— Ahora —dijo Suldrun—. Voy a ir a Haidion. Aillas se le vantó.
— De bo ir contigo, al m e nos hasta e l palacio.
— C om o quie ras.
Aillas tre pó la pare d, quitó la tranca de la pote rna, y Suldrun pasó. Por un momento
pe rm ane cie ron pe gados a la pare d. Varias luce s borrosas titilaban en el Peinhador. El Urquial
e staba de sie rto a l a noche ce r. Suldrun m iró hacia la a rcada.
—V e n .
Las luce s de la ciudad de Lyone sse parpade aban e ntre las colum nas. La noche era
cálida ; las a rcadas olían a pie dra y a ve ce s a a m oníaco, e n los sitios donde a lguie n había
orina do. En e l naranja l, la fra ga ncia de las flore s y las fruta s pre va lecía sobre lo demás. Ante
e llos se e rguía Haidion. El fulgor de las ve las y las lám paras de stacaba las ve ntanas.
La pue rta de la Torre Este e ra un se m ióvalo de som bras profundas.
— Se rá m e jor que e spe re s aquí.
— ¿Y si vie ne a lguie n?
—R e gre sa al naranjal y e spe ra allí. —Suldrun corrió la traba y empujó la gran puerta de
hie rro y m ade ra, que se abrió con un chirrido. Suldrun m iró hacia e l O ctógono a través de la
abe rtura—. Voy a e ntrar —le dijo a Aillas. Arriba sonaron voce s y pasos. Suldrun hizo entrar
a Aillas e n e l palacio—. Bue no, ve n conm igo.
Los dos cruzaron e l O ctógono, que e staba ilum inado por una sola hile ra de ve las
grue sas. A la izquie rda una arcada se abría sobre la Gale ría Larga; unas escaleras conducían a
los pisos supe riore s.
La Gale ría Larga e staba de sie rta. De sde la R e ce pción lle garon voce s risue ñas y
anim adas. Suldrun se cogió de l brazo de Aulas.
—V e n .
C orrie ron e scale ra arriba y pronto lle garon ante los aposentos de Suldrun. Una maciza
ce rradura unía un par de aldabas con re m ache s de pie dra y m ade ra.

89
Aulas e x am inó la ce rradura y la pue rta, y e n vano inte ntó abrirla.
—No pode m os e ntrar. La pue rta e s de m asiado fue rte .
Suldrun lo lle vó por e l pasillo hasta una pue rta que no te nía ce rradura.
—Una alcoba, para noble s donce llas que podrían visitarm e . Abrió la pue rta,
e scuchó. Ningún ruido. El cuarto olía a pe rfum e y ungüe ntos, con un de sagradable tufo a
ropa sucia.
—Alguie n due rm e aquí —susurró Suldrun—, pe ro ahora e stá de juerga. Entraron en el
cua rto y se a ce rcaron a la ve nta na . Suldrun a brió los postigos.
—De be s e spe rar a quí. Salí m ucha s ve ce s por e ste lugar cua ndo que ría e ludir a
Boude tta.
Aillas m iró caute losam e nte hacia la pue rta.
— Espe ro que nadie e ntre .
— En tal caso, de be s e sconde rte e n e l guardarropa, o bajo la cam a. No tardaré .
Salió por la ve ntana, cam inó por e l ancho borde de pie dra hasta su vieja habitación.
Em pujó los postigos, los abrió y saltó al sue lo. El cuarto olía a polvo y a ce rrado, tras largos
días sin sol ni lluvia. Un rastro de pe rfum e aún brotaba e n e l aire , un re cue rdo melancólico
de años pasados y las lágrim as e m pañaron los ojos de Suldrun.
Fue hasta e l baúl donde había guardado sus pe rte ne ncias. No habían tocado nada.
Encontró e l cajón se cre to y lo abrió: de ntro, le de cían los de dos, e staban e sas rare zas y
adornos, ge m as pre ciosas, oro y plata que habían llegado a sus manos, en general de parientes
visitante s; ni C asm ir ni Sollace habían prodigado obse quios a su hija.
Suldrun e nvolvió sus bie ne s e n un cha l. Fue hasta la ve nta na y se despidió del cuarto.
Jam ás lo volve ría a pisar, e staba se gura de e so.
R e gre só a travé s de la ve ntana, corrió los postigos y volvió al lugar donde Aillas se
e ncontraba.
C ruzaron e l cuarto a oscuras, abrie ron la pue rta y salie ron al pasillo en penumbra. Esa
noche , casualm e nte , había m ucha actividad e n e l palacio; había m ultitud de notables en las
ce rcanías, y de sde e l O ctógono lle gaba e l sonido de voce s. No podían m archarse con tanta
rapide z com o habían plane ado. Se m iraron, los ojos angustiados y e l corazón palpitante.
Aillas soltó una m aldición.
— Estam os atrapados.
— ¡No! —susurró Suldrun—. Bajare m os por la e scale ra de atrás. No te pre ocupe s.
Escapare m os de un m odo u otro. ¡Ve n!
Atrave saron e l pasillo con sigilo, y así se inició un jue go e stremecedor que les dio una
se rie de sustos y sobre saltos con los que no habían contado. C orrie ron de aquí para allá por
larga s y vie ja s gale ría s pasando de un cua rto a otro, ocultándose e n las som bras,
asom ándose e n las e squinas: de sde la R e ce pción hasta la C ám ara de los Espejos, por una
e scale ra de caracol hasta e l vie jo m irador, por e l te jado hasta una sala alta donde jóvenes
noble s ce le braban sus citas am orosas, lue go por una e scale ra de se rvicio hasta un largo y
ne gro pasillo que lle gaba a una gale ría de m úsicos situada fre nte al Salón de los Honores.
Las ve las de los cande labros e staban e nce ndidas y e l salón, pre parado para una
ce re m onia que tal ve z se ce le bra ra m ás a va nzada la noche , pue s a hora e staba de sierto.
Bajaron por unas e scale ras hasta la Sala Malva, así llamada por el tapizado de seda color
m alva de las sillas y los divane s; una e splé ndida sala de color oscuro con paneles de marfil y
una alfom bra ve rde e sm e ralda. Aulas y Suldrun corrie ron e n sile ncio hasta la puerta, donde
m iraron hacia la Gale ría Larga, e n e se m om e nto vacía.
—No e stá le jos —dijo Suldrun—. Prim e ro ire m os hacia e l Salón de los Honore s, si
nadie apare ce nos dirigire m os al O ctógono y saldre m os por la pue rta.

90
C on un últim o vista zo a izquie rda y de re cha , los dos corrie ron hacia la a rcada que
daba al Salón de los Honore s. Suldrun m iro hacia atrás y afe rró e l brazo de Aillas.
—Alguie n salió de la bibliote ca. De prisa, ade ntro.
Entra ron e n e l Salón de los Honore s. Se que da ron fre nte a fre nte , conte nie ndo e l
alie nto.
— ¿Q uié n e ra? —susurró Aillas.
— C re o que e ra e l sace rdote , Um phre d.
— Q uizá no nos vio.
— Q uizá no... Si nos vio se guram e nte inve stigará. Vam os a la pue rta trase ra.

— ¡No ve o ninguna pue rta trase ra!


— De trá s de la cortina . ¡R á pido ya e stá a quí!
Atrave saron e l salón y se agacharon de trás de la colgadura. Observando por la abertura,
Aillas vio que la pue rta se abría de spacio. La figura corpulenta del hermano Umphred se recortó
contra las luce s de la Gale ría Larga.
Por un instante e l he rm ano Um phre d se que dó quie to, m ovie ndo la cabeza. Pareció
solta r un cloque o de a som bro y a va nzó por e l salón m irando a de re cha e izquie rda .
Suldrun fue hasta la pare d trase ra. Encontró la vara de hie rro y la introdujo e n los
orificios.
— ¿Q ué e stas hacie ndo? —pre guntó asom brado Aillas .
— Es posible que Um phre d conozca e ste cuarto trase ro. Pe ro no e ste otro.
La pue rta se abrió, irradiando una luz ve rde púrpura.
— Si se ace rca m ás —dijo Suldrun—, nos ocultare m os aquí.
— No, se va —dijo Aillas, de pie junto a la cortina—. ¿Suldrun?
— Estoy a quí. Este e s e l lugar donde e l re y, m i padre , oculta su m agia . Ve n a mirar.
Aillas se ace rcó a la pue rta y m iró te m e rosam e nte a izquie rda y de re cha.
—No te a la rm e s —dijo Suldrun—. He e stado a quí a nte s. El pequeño trasgo es un skak;
e stá e nce rrado e n un fra sco. Estoy se guro de que pre fe riría la libe rtad, pe ro te mo su ira. El
e spe jo e s Pe rsihan; habla con m adure z. El cue rno de vaca da le che fre sca o hidrom ie l,
se gún quie n lo soste nga.
Aillas e ntró de spacio. El sk a le s m iró fastidiado. Motas de luz multicolor encerradas en
tubos se pusie ron a te m blar. Una m ásca ra de gárgola que colga ba en las sombras les sonrió
burlonam e nte .
— ¡Vam os! —e x clam ó Aillas alarm ado—. ¡Ante s de que estas cosas malignas nos hagan
daño!
— Nada m e dañó nunca —dijo Suldrun—. El e spe jo sabe m i nom bre y m e habla.
— ¡Las voce s m alignas son pe ligrosas! ¡Vam os! ¡De be m os abandonar e l palacio!
— Un m om e nto, Aillas. El e spe jo ha hablado con am abilidad. Tal vez lo haga de nuevo.
¿Pe rsilian?
— ¿Q uié n se llam a Pe rsihan? —dijo una voz m e lancólica.
— ¡Soy Suldrun! Me hablaste ante s y m e llam aste por e l nom bre . Este es mi amante,
Aillas.
Pe rsihan soltó un gruñido, lue go cantó con voz profunda y plañidera, tan despacio que
cada palabra e ra m uy cla ra :

91
Aillas conoció una m are a sin luna; Suldrun lo salvó de la m ue rte . Ambos unieron sus
alm as para dar balito a sus hijos.
Aillas: e scoge e ntre m uchos cam inos; todos re corre n sangre y afanes, mas esta noche
de be s de sposarte para se llar tu pate rnidad.
Largam e nte se rví al re y C asm ir, quie n m e hizo tre s pre guntas, m as nunca dirá la
fra se que m e dará libe rtad.

Aillas, llé vam e ahora


y ve a ocultarm e
junto al árbol de Suldrun,
donde m oraré junto a la pie dra.

Aillas, m ovié ndose com o e n un sue ño, alzó las m anos hasta el marco de Persilian y lo
de scolgó de la pare d. Alzó e l e spe jo y pre guntó asom brado:
—¿C óm o pode m os casarnos e sta m ism a noche ? La voz resonante de
Pe rsilian salió de l e spe jo:
— Me has robado de C asm ir, soy tuyo. Esta e s tu prim e ra pre gunta. Pue de s hace r
dos m ás. Si hace s una cuarta, se ré libre .
— Muy bie n, com o de se e s. Dim e cóm o nos casare m os.
— R e gre sa al jardín, no hay pe ligro. Allí se forjarán los vínculos de vue stro
m atrim onio; ve d de que se a n fue rte s y ve rda de ros. ¡De pnsa , e l tie m po a pre m ia ! ¡Debéis
m archaros ante s de que cie rre n Haidion hasta m añana!
Sin m ás tardanza Suldrun y Aillas partie ron de l cuarto se cre to, tras ce rrar la puerta.
Suldrun atisbo por la abe rtura de l pe ndón: e l Salón de los Honore s estaba vacío salvo por las
cincue nta y cuatro sillas cuyas pe rsonalidade s habían influido tanto e n su infancia. Ahora
pare cían vie jas y e ncogidas, y parte de su m agnifice ncia se había esfumado; aún así, Suldrun
sintió su m e ditabunda pre se ncia m ie ntras e lla y Aillas corrían por e l salón.
La Gale ría Larga e staba de sie rta; los dos corrie ron al O ctógono y salieron a la noche.
C ruza ron la a rcada y se de sviaron hacia e l naranja l cua ndo vie ron a cua tro gua rdia s de
palacio que ve nían por e l Urquial a paso firm e , gritando insultos.
Los pasos ce saron. El claro de luna dibujaba formas pálidas, alternativamente plateadas
y ne gras, e n la arcada. Aún titilaban las lám paras e n la ciudad de Lyone sse , pe ro ningún
sonido lle gaba al palacio. Suldrun y Aillas se e scabulle ron de l naranjal, corrie ron bajo la
arcada y lle garon a la pue rta de l vie jo jardín. Aillas e x trajo a Pe rsilian de su túnica.
— Espe jo, te ngo una pre gunta, y m e ase guraré de no hace r m ás m ie ntras no se a
ne ce sario. No te pre gunta ré dónde de bo e sconde rte , pue s m e lo has dicho, pero si quieres
a m pliar tus a nte riore s instruccione s, e scucha ré .
— O cúltam e ahora, Aillas —dijo Pe rsilian—. O cúltam e ahora, junto al tilo. Debajo de la
pie dra hay una cavidad. O culta tam bié n e l oro que lle vas, tan pronto com o pue das.
Los dos bajaron hasta la capilla. Aulas fue por e l se nde ro hasta e l vie jo tilo, alzó la
pie dra y e ncontró una cavidad donde colocó a Pe rsilian y la bolsa de oro y joyas.
Suldrun fue a la pue rta de la capilla. El fulgor de una ve la le llam ó la ate nción. Al
abrir la pue rta vio al he rm ano Um phre d dorm itando sobre la m e sa. Um phre d abrió los
ojos y m iró a Suldrun.
—¡Suldrun! ¡Al fin has re gre sado! ¡Ah, dulce y coque ta Suldrun! ¡Has cometido alguna
trave sura! ¿Q ué hace s fue ra de tu pe que ño dom inio?
Suldrun guardó un conste rnado sile ncio. El he rm ano Umphred levantó el macizo cuerpo
y se le ace rcó sonrie ndo, los ojos e ntornados. Asió las flojas m anos de Suldrun.

92
—¡Q ue rida niña! ¡Dim e dónde has e stado!
Suldrun trató de re troce de r, pe ro e l he rm ano Um phre d la afe rró con m ás fue rza.
—Fui al palacio a buscar una capa y un ve stido. Sué ltam e las manos. Pero el hermano
Um phre d sólo la atrajo hacia sí. La re spiración se le ace le ró y la cara se le puso rosada.
— Suldrun, la m ás bonita criatura de la tie rra. ¿Sabe s que te vi bailan do por los pasillos
con uno de los jove nzue los de palacio? Me pre gunté : ¿pue de ser ésta la pura Suldrun, la casta
Suldrun, tan re fle x iva y tím ida? Im posible , m e dije . Pe ro tal ve z se a fogosa, de spué s de
todo.
— No, no —jade ó Suldrun. Se e sforzó por apartarse —. Sué ltam e , por favor.
El he rm ano Um phre d se ne gaba a soltarla.
—Sé am able , Suldrun. Soy hom bre noble de e spíritu, pe ro no soy in dife re nte a la
be lle za. Durante m ucho tie m po, que rida Suldrun, anhe lé sabore ar tu dulce né ctar. Y
re cue rda, m i pasión e stá inve stida con la santidad de la igle sia. Ve n, que rida niña, sea cual
fue re tu tra ve sura de e sta noche , sólo pudo habe r e ntibia do tu sangre. ¡Abrázame, mi dorado
de le ite , m i dulce picarona, m i falsa virge n!
El he rm ano Um phre d la arrojó sobre e l diván. Aillas apare ció e n la pue rta. Suldrun
lo vio y le indicó que se ale jara. Ella se puso de rodillas y se zafó de l he rm ano Um phre d.
— ¡Sace rdote , m i padre sabrá lo que has he cho!
— A é l no le im porta lo que te ocurra —ja de ó e l he rm ano Umphred—. Cálmate, o tendré
que forzar nue stra unión por m e dio de l dolor.
Aillas ya no pudo conte ne rse . Entró y propinó al he rm ano Um phre d un golpe e n el
costado de la cabe za, tum bándolo.
—Habría sido m e jor que te m antuvie ras ale jado, Aillas —dijo Suldrun con desconsuelo.
—¿Y pe rm itir su be stial lascivia? ¡Ante s lo m ataría! De he cho, lo mataré ahora, por su
audacia.
El he rm ano Um phre d se apoyó contra la pare d, los ojos re lucie nte s a la luz de la
ve la.
— No, Aulas —dijo Suldrun, titube ando—, no quie ro su m ue rte .
— Nos de latará al re y.
— ¡No, jam ás! —gritó e l he rm ano Um phre d—. O igo m il se cre tos, y todos son sagrados
para m í.
— Se rá te stigo de nue stra boda —sugirió Suldrun—. Nos casará mediante la ceremonia
cristiana, que e s tan le gal com o cualquie r otra.
El he rm ano Um phre d se incorporó farfullando.
— C á sanos, ya que e re s sace rdote —le dijo Aulas—. Y hazlo propiamente. El hermano
Um phre d se acom odó la sotana y re cobró la com postura.
— ¿C a sa ros? No e s posible .

— C laro que e s posible —dijo Suldrun—. Has ce le brado bodas e ntre los sirvie nte s.
— En la capilla de Haidion.
— Esto e s una capilla. Tú m ism o la consagraste .
— Ahora ha sido profanada. En todo caso, sólo pue do administrar los sacramentos a los
cristianos bautizados.
— ¡Entonce s bautízanos, y de prisa!
El he rm ano Um phre d m e ne ó la cabe za sonrie ndo.
—Ante s de bé is cre e r since ra m e nte y se r cate cúm e nos. Ade m á s, e l re y C a sm ir se

93
e nfure ce ría. Se ve ngaría de todos nosotros.
Aulas re cogió un grue so le ño
—Sa ce rdote , e ste garrote e s m ás fue rte que e l rey Casmir. Cásanos ahora, o te partiré la
cabe za.
Suldrun le tom ó e l brazo.
—¡No, Aulas! Nos casare m os al e stilo cam pe sino, y é l se rá te stigo; e ntonce s ya no
im porta rá que se a m os cristia nos o no.
El he rm ano Um phre d se ne gó nue vam e nte .
— No pue do participar e n vue stro rito pagano.
— De be s hace rlo —dijo Aulas.
Los dos pe rm ane cie ron de pie junto a la m e sa y e ntonaron la le tanía nupcial de los
cam pe sinos.
—¡Pre se nciad, todos, cóm o tom am os los votos de l m atrim onio! Por este bocado, que
com e m os juntos.
Los dos dividie ron una hogaza y la com ie ron juntos.
— Por e sta agua, que be be m os juntos. Los dos be bie ron agua de l m ism o vaso.
— Por e ste fue go, que nos da calor a a m bos.
Los dos ace rcaron las m anos a la llam a de la ve la.
—Por la sangre que m e zclam os.
C on un fino punzón Aulas pinchó e l de do de Suldrun, lue go e l suyo, y unie ron las
gotas de sangre .
—Por e l am or que une nue stros corazone s. Los dos se besaron,
sonrie ron.
—Así nos unim os e n sole m ne m atrim onio, y nos de claram os m arido y m uje r, de
acue rdo con las le ye s de l hom bre y la be né vola gracia de la naturale za.
Aulas cogió plum a, tinta y una hoja de pe rgam ino.
—¡Escribe , sace rdote : «Esta noche , e n e sta fe cha , he pre se nciado la boda de Suldrun y
Aulas.» Y firm a con tu nom bre .
El he rm ano Um phre d apartó la plum a con m anos tré m ulas.
— ¡Te m o la ira de l re y C asm ir!
— ¡Sace rdote , té m e m e m ás a m í!
Intim idado, e l he rm ano Um phre d e scribió lo que le orde naban.
— ¡Ahora de jadm e ir!
— ¿Pa ra que vayas a conta rle a l re y C a sm ir?—Aulas ne gó con la cabe za—. No.
— ¡No te m áis nada! —e x clam ó e l he rm ano Um phre d—. ¡Soy callado como una tumba!
¡Sé m il se cre tos!
— ¡Júralo! —dijo Suldrun— Ponte de rodillas. Be sa e l libro sagrado que llevas en el talego
y jura que , por tu e spe ranza de salva ción y tu te m or a l infie rno e te rno, no revelarás nada de
lo que has visto y oído aquí e sta noche .
El he rm ano Um phre d, sudoroso y con la cara ce nicie nta, los m iró a am bos. Se
arrodilló de spacio, be só e l libro de los e vange lios e hizo su juram e nto.
Se puso de pie .
— He sido te stigo, he jurado. Ahora te ngo de re cho a irm e .

94
— No —dijo Aulas som bríam e nte —. No confío e n ti. Te m o que tu re se ntim ie nto sea
m ayor que tu honra, y nos lle ve a la ruina. No pue do corre r e se rie go.
El he rm ano Um phre d guardó indignado sile ncio por un instante .
— ¡Pe ro he jurado por todo lo sagrado!
— Y con la m ism a facilidad podrías re ne gar de e llo y así quedar libre de pecado. ¿Debo
m atarte a sangre fría?
—¡ No !
—Entonce s de bo hace r algo m ás contigo. Los tre s se m iraron unos instante s.
—Sa ce rdote —dijo a l fin Aulas—, e spe ra a quí, y no tra te s de irte , so pena de buenos
garrotazos, pue s e stare m os junto a la pue rta.
Aulas y Suldrun salie ron y se de tuvie ron a poca distancia de la pue rta de la capilla.
Aulas habló e n susurros, por te m or a que e l he rm a no Um phre d e stuvie ra e scuchando.
— Ese sace rdote no e s de fia r.
— Estoy de acue rdo —dijo Suldrun—. Es e scurridizo com o una anguila.
— Aun a sí no pue do m atarlo. No pode m os a ta rlo ni a prisiona rlo, para que lo cuide
Ehirm e , porque e ntonce s se sabría que e lla nos ayudó. Sólo se m e ocurre una cosa.
De be m os partir. Lo sacaré de l jardín y los dos viajare m os hacia e l e ste . Nadie se fijará en
nosotros; no som os fugitivos. Me ase guraré de que no e scape ni pida socorro: una tarea
m ole sta y te diosa, pe ro de be hace rse . En un par de se m anas lo abandonaré m ie ntras
due rm e . Iré a Glym wode y te buscaré tal com o habíam os plane ado.
Suldrun abrazó a Aulas y le apoyó la cabe za e n e l pe cho.
— ¿Te ne m os que se pararnos?
— No hay otro m odo de e star se guros salvo que lo m ate m os, y no pue do hacerlo a
sangre fría. Me lle varé unas m one das de oro; tú lle va e l re sto, y tam bié n a Pe rsilian.
Mañana, una hora de spué s de la pue sta de sol, ve a ve r a Ehirm e y e lla te e nviará a la
cabaña de su padre , y allí te iré a buscar. Ahora ve al tilo y tráe m e unas joyas de oro, para
cam biar las por com ida y be bida. Me que daré para cuidar al sace rdote .
Suldrun corrió se nde ro abajo y re gre só un instante de spué s con e l oro. Fueron a la
capilla. El he rm ano Um phre d e staba junto a la m e sa, m irando e l fue go.
— Sace rdote —dijo Aillas—, tú y yo hare m os un viaje . Vuélvete, debo atarte los brazos
para que no com e tas ninguna im prude ncia. O be de ce y no sufrirás daño.
— ¿Q ué hay de m i com odidad? —balbuce ó e l he rm ano Um phre d.
— De be rías habe r pe nsado e n e so ante s de ve nir aquí esta noche. Vuélvete, quítate la
sotana y pon los brazos a tus e spaldas.
En cam bio, e l he rm ano Um phre d se abalanzó sobre Aillas y lo golpeó con otro leño
que había sacado de la pila.
Aillas trastabilló; e l he rm ano Um phre d apartó a Suldrun y huyó de la capilla por el
se nde ro, se guido por Aillas. C ruzó la pote rna y salió al Urquial, gritando a todo pulmón:
—¡Guardias a m í! ¡Socorro! ¡Traición! ¡Ase sinato! ¡Socorro! ¡A m í! ¡C apturad al traidor!
De sde la arcada lle gó un grupo de cuatro soldados, e l m ism o que Aillas y Suldrun
habían e ludido al e ntrar e n e l naranjal. C orrie ron hacia Um phre d y Aillas para
a pre he nde rlos a a m bos.
— ¿Q ué pasa a quí? ¿A qué vie ne e ste e scánda lo?
— ¡Llam ad al re y C asm ir! —gritó e l he rm ano Um phre d—. ¡No pe rdáis e l tiempo! Este
vagabundo ha m ole stado a la prince sa Suldrun, un acto te rrible . ¡Trae d al re y C asm ir, os
digo! ¡De prisa!
El re y C asm ir fue lle vado al lugar, y e l he rm ano Um phre d dio una apre surada

95
e x plicación.
—¡Los vi e n e l palacio! R e conocí a la prince sa, y tam bié n vi a e ste hom bre . ¡Es un
vagabundo de las calle s! Los se guí hasta aquí, y tuvie ron la audacia de pedirme que los casara
por e l rito cristia no. Me ne gué e né rgicam e nte y los pre vine sobre su de lito.
Suldrun, que e staba junto a la pote rna, se le s ace rcó.
—Se ñor, no te e nfade s con nosotros. Este e s Aulas, som os m arido y m uje r. Nos
am am os e ntrañable m e nte ; por favor, dé janos partir para vivir e n paz. Si así lo decides, nos
m archare m os de Haidion para no volve r nunca.
El he rm ano Um phre d, aún e x citado por su pape l e n e l asunto, no ce rraba la boca.
— Me a m e na za ron. La m alda d de a m bos casi m e hace pe rde r el juicio. ¡Me obligaron a
pre se nciar la boda! Si no hubie ra firm ado, m e habrían roto la cabe za.
— ¡Sile ncio! —orde nó fríam e nte C asm ir—. De ti me encargaré más tarde. —Dio una orden—
: Trae d a Ze rling. —Se volvió hacia Suldrun. En sus m om e ntos de furia o e x citación Casmir
sie m pre hablaba con voz pare ja y ne utra, y así lo hizo ahora—. Parece que has desobedecido
m i orde n. Se a cual fue re tu razón, e stá le jos de satisface rm e .
— Ere s m i padre —m urm uró Suldrun—. ¿No te inte re sa m i fe licidad?
— Soy e l re y de Lyone sse . No im porta cuále s hayan sido m is se ntim ie ntos, pe ro tu
de sobe die ncia los alte ró, com o bie n sabe s. Ahora te sor pre ndo casándote con un patán. ¡Así
se a! Mi furia no se aplaca. R e gre sarás al jardín y vivirás allí. ¡Ve te !
La a ba tida Suldrun fue hacia la pote rna y bajó a l jardín. El re y C a sm ir se volvió hacia
Aulas.
— Tu pre sunción e s asom brosa. Te ndrás m ucho tie m po para re fle x ionar sobre ella.
¡Ze rling! ¿Dónde e stá Ze rling?
— Aquí e stoy, se ñor. —Un hom bre calvo de hom bros m acizos, barba parda y ojos
saltone s, se ade lantó: Ze rling, e l principal ve rdugo de l re y, e l hom bre m ás te m ido de
Lyone sse de spué s de C asm ir.
El re y de C asm ir le dijo una palabra al oído.
Ze rling puso un cabe stro alre de dor de l cue llo de Aulas y lo lle vó por e l Urquial hasta
de trás de l Pe inhador. Bajo e l claro de la luna, le quitó e l cabe stro y ciñó el pecho de Aulas con
una soga. Lo alzó sobre un brocal de pie dra y lo bajó a un pozo. Los pie s de Aulas al fin
tocaron e l fondo y Ze rling soltó la cue rda.
No había ruidos e n la oscuridad. El aire olía a pie dra húm e da y podre dum bre .
Durante cinco m inutos, Aulas se que dó m irando hacia arriba. Lue go avanzó a tientas hasta
una pare d: tre s o cuatro pasos. Sus pie s se toparon con un obje to duro y redondo. Al bajar la
m ano de scubrió un cráne o. Se hizo a un lado y se se ntó de e spaldas a la pared. La fatiga le
hizo ce rrar los párpados; sintió som nole ncia. Al fin se durm ió.
De spe rtó, y sus te m ore s se confirm aron. Al re cordar gritó de incredulidad y angustia.
¿C óm o e ra posible se m e jante trage dia? Las lágrim as le inundaron los ojos; hundió la
cabe za e n los brazos y lloró.
Transcurrió una hora, durante la cual pe rm ane ció acurrucado y abatido.
Entró luz por la abe rtura, y Aillas pudo disce rnir las dim e nsiones de su celda. El suelo
e ra una supe rficie circular de unos cuatro m e tros de diámetro, con pesadas losas de piedra. Las
pare de s, tam bié n de pie dra, se e le vaban casi dos m e tros y lue go subían hacia el conducto
ce ntral, situado a unos tre s m e tros por e ncim a de l sue lo. Había hue sos y cráneos apilados
contra las de m ás pare de s; Aillas contó die z cráne os, y quizá hubiera otros escondidos bajo la
pila de hue sos. C e rca de donde e staba había otro e sque le to: e vide nte m e nte , e l último
ocupante de la ce lda.
Aillas se puso de pie . Fue al ce ntro de la ce lda y m iró hacia arriba. En lo alto vio un
re tazo de cie lo azul, tan airoso, ve ntoso y libre que se le e m pañaron los ojos.

96
R e fle x ionó. El conducto te nía aprox im adam e nte m e tro y m edio de diámetro, estaba
re ve stido de pie dra tosca y se e le va ba unos die ciocho o ve inte m e tros por e ncim a de l
punto donde e ntra ba e n la ce lda .
Aillas se apartó. En las pare de s los pre vios ocupante s habían tallado nombres y tristes
inscripcione s. El prisione ro m ás re cie nte había tallado unos doce nombres encolumnados en
la pare d que e staba sobre su e sque le to. Aillas, demasiado desanimado como para interesarse
e n nada salvo sus propias pe nurias, de svió los ojos.
La ce lda no te nía m ue ble s. La cue rda form a ba un bulto bajo e l conducto. Cerca de la
pila de hue sos vio re stos podridos de otras cue rdas, ropas, vie jos cinturone s y correas de
cue ro.
El e sque le to pare cía obse rvarlo de sde las cuencas oculares vacías. Aillas lo arrastró hacia
la pila de hue sos y volvió e l cráne o hacia la pare d. Lue go se sentó. Una inscripción de la pared
le llam ó la ate nción: «R e cié n lle gado: bie nve nido a nue stra he rm andad.»
Aillas gruñó y m iró hacia otra parte . Así com e nzó su vida de prisione ro.

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12

El re y de C asm ir e nvió a Tintzm Fyral un e m isario que a su de bido tiempo regresó con
un tubo de m arfil, de l cual e l he raldo principal e x trajo un rollo. Se lo le yó al re y C asm ir:

Noble se ñor:

C om o de costum bre , m is re spe tuosos saludos. Me agrada e nte rarm e de tu


inm ine nte visita. Te n la ce rte za de que nue stro re cibim ie nto será apropiado a tu regia
pe rsona y tu distinguido corte jo, e l cual, sugiero, no debería sumar más de ocho personas,
pue s e n Tintzin Fyral care ce m os de los costosos lujos de Haidion.

De nue vo, m i cordialísim o saludo.


Faude C arfilhiot Duque de Valle Evande r

El re y C asm ir inm e diatam e nte se dirigió al norte con un corte jo de ve inte caballeros,
die z sirvie nte s y tre s carre tas.
La prim e ra noche e l grupo se de tuvo e n e l Twannic, e l castillo de l duque Baldred. El
se gundo día siguie ron hacia e l norte a travé s de l Troagh, un caos de cumbres y desfiladeros. El
te rce r día cruzaron la fronte ra y e ntraron e n Ulflandia de l Sur. A m itad de la tarde , e n las
Pue rtas de C e rbe ro, los riscos le s ce rraron e l paso, que e staba bloqueado por la fortaleza Kaul
Bocach. La guarnición consistía e n una doce na de soldados harapientos y un comandante para
quie n los a sa ltos re sulta ba n m e nos re nta ble s que cobra r pe a je a los via je ros.
A una voz de l ce ntine la la caravana de Lyone sse se de tuvo mientras los soldados de la
guarnición, pe stañe ando y fruncie ndo e l ce ño bajo los cascos de ace ro, se inclinaban sobre
las alm e nas.
Un caballe ro, W e lty, se ade lantó.
—¡Alto! —orde nó e l com anda nte —. ¡De cid vue stros nom bre s, vuestro origen, destino y
propósito, para que podam os calcular e l pe aje le gal!
— Som os noble s al se rvicio de l re y C asm ir de Lyonesse. Vamos a visitar al duque de Valle
Evande r por invitación suya, y e stam os e x e ntos de pe aje .
— Nadie e stá e x e nto de l pe a je , salvo e l re y O riante y e l gra n dios Mitra. Debéis pagar
die z florine s de plata.
W e lty re troce dió para hablar con C asm ir, quie n e valuó la fortale za.
—Paga —dijo e l re y C asm ir—. A la vue lta ajustare m os cue ntas con e stos canallas.
W e lty re gre só al fue rte y de sde ñosam e nte arrojó un puñado de monedas al capitán.
—Pasad, caballe ros.
El grupo atrave só Kaul Bocach de dos e n dos, y e sa noche de scansó e n un prado
junto a la bifurcación sur de l Evande r.
Al m e diodía de l día siguie nte , la tropa se de tuvo ante Tintzin Fyral: e l castillo
coronaba un alto risco com o si form ara parte de l risco m ism o.
El re y C asm ir y ocho caballe ros se ade lantaron; los otros volvie ron grupas y
acam paron junto al Evande r.
Un he raldo salió de l castillo e inte rpe ló al re y C asm ir.
—Se ñor, e l duque C arfilhiot te m anda sus cum plidos y solicita que m e sigas.

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C abalgare m os por un sinuoso cam ino e n e l flanco de l risco, pe ro no temas, es peligroso sólo
para los e ne m igos. Yo iré de lante .
Mie ntras la tropa se guía la m archa, la brisa traía un he dor de carroña. A medio camino
e l Eva nde r a trave saba un ve rde pra do donde se e le va ba n unos ve inte postes, la mitad con
cadáve re s e m palados.
— No e s un e spe ctáculo confortante —le dijo e l re y C asm ir al he raldo.
— Se ñor, e so re cue rda a los e ne m igos de l duque que su pacie ncia no e s inagotable.
El re y C asm ir se e ncogió de hom bros, m e nos fastidiado por los actos de Carfilhiot que
por la pe stile ncia.
Al pie de l risco aguardaba una guardia de honor de cuatro caballe ros con armadura
ce re m onial, y C asm ir se pre guntó com o C arfilhiot sabía con tanta e x actitud la hora de su
lle gada. ¿Una se ñal de Kaul Bocach? ¿Espías e n Haidion? C asm ir, que nunca había podido
introducir e spías e n Tintzin Fyral, frunció e l ce ño.
La proce sión e scaló e l risco por un cam ino tallado e n la roca, que finalm e nte , en lo
alto, doblaba bajo un rastrillo para e ntrar e n e l patio de la fortale za.
El duque C arfilhiot se ade lantó, e l re y C asm ir de sm ontó y am bos se e strecharon en
un abrazo form al.
—Estoy e ncantado con tu visita —dijo C arfilhiot—. No he dispue sto ce le bracione s
apropiadas, pe ro no por falta de buena voluntad. En re alidad, m e avisaste con m uy poca
ante lación.
— No te pre ocupe s —dijo e l re y C a sm ir—. No e stoy a quí para frivolida de s. Por e l
contrario, m e inte re sa que e x am ine m os asuntos de m utua conve nie ncia.
— ¡Ex ce le nte ! Ese e s sie m pre un te m a de inte ré s. Es tu prim e ra visita a Tintzin Fyral,
¿ve rdad?
— Lo conocí cuando e ra jove n, pe ro de sde le jos. Es indudable m e nte una pode rosa
forta le za .
— Ya lo cre o. Dom inam os cuatro carre te ras im portante s: la de Lyone sse , la de Ys, la
que a travie sa los panta nos ulfla nde se s y la que conduce a la fronte ra norte de Dahaut. Nos
autoabaste ce m os. He cavado e n la roca viva un profundo pozo que lle ga hasta una capa de
agua. Te ne m os provisione s para años de sitio. C uatro hom bre s podrían defender la ruta de
acce so contra m il, o un m illón. C onside ro que e l castillo e s ine x pugnable .
— Me inclino a cre e rlo —dijo C asm ir—. Aun así, ¿qué m e dice s de l paso? Si una fuerza
ocupara aque lla m ontaña, podría utilizar m áquinas de asalto.
C arfilhiot se volvió para inspe ccionar las alturas de l norte , que estaban conectadas al
risco por un paso, com o si nunca hubie ra re parado e n e se paisaje .
— Eso pare ce —dijo.
— ¿Pe ro no te a la rm a?
C arfilhiot rió, m ostrando unos die nte s blancos y pe rfe ctos.
—Mis e ne m igos han re fle x ionado m ucho y bie n sobre e l R isco Quiebraespaldas. En
cuanto al paso, te ngo m is pe que ños ardide s.
El re y C asm ir cabe ce ó.
— La vista e s e x ce pcional.
— Es cie rto. En un día cla ro, de sde m i cua rto de tra ba jo, conte m plo todo e l valle ,
de sde aquí hasta Ys. Pe ro ahora de be s de scansar, para que lue go re anude m os nue stra
conve rsación.
C onduje ron al re y C asm ir a unos apose ntos que daban al Valle Evander: una vista de
unos tre inta k ilóm e tros de paisaje ve rde claro hasta e l le jano de ste llo del mar. El aire, fresco
e x ce pto por una ocasional ráfaga pe stile nte , soplaba a través de las ventanas abiertas. Casmir

99
pe nsó e n los e ne m igos m ue rtos de C a rfilhiot que a dornaban calladam e nte e l pra do.
Una im age n le cruzó la m e nte : Suldrun pálida y re tirada aquí e n Tintzin Fyral,
re spira ndo e l a ire pútrido. Ahuye ntó la im a ge n. Ese a sunto e staba te rm ina do.
Dos ate zados jóve ne s m oriscos con e l pe cho de snudo y turbantes de seda púrpura le
lle varon pantalone s y sandalias de punta e spiralada, lo ayudaron a tom ar un baño, lo
vistie ron e n ropa de se da y un blusón tostado de corado con rose tas ne gras.
C asm ir bajó al gran salón, pasando fre nte a una e norm e pajare ra donde aves de
plum aje m ulticolor volaban de ram a e n ram a. C arfilhiot le e spe raba en el gran salón; los dos
hom bre s se se ntaron e n divane s y le s sirvie ron sorbe te de fruta he lado en tazones de plata.
— Ex ce le nte —dijo C asm ir—. Tu hospitalidad e s re confortante .
— Es inform al, y e spe ro que no te aburras de m asiado —m urm uró C arfilhiot.
C a sm ir de jó e l sorbe te a un lado.
—He ve nido para hablar de un asunto de im portancia. —Echó una oje ada a los
sirvie nte s. C arfilhiot le s orde nó que abandonaran e l salón.
—Te e scucho —dijo. C asm ir se re clinó e n su diván.
—R e cie nte m e nte , e l re y Gra nice e nvió una m isión diplomática en una de sus nuevas
nave s de gue rra. Atracaron e n Blaloc, Pom pe rol, Dahaut, C luggach de Gode ha e Ys. Los
e m isarios se lam e ntaron de m i am bición y propusie ron una alianza para de rrotarme. Sólo
obtuvie ron un re spaldo poco e ntusiasta, cuando lo obtuvie ron... —Casmir sonrió fríamente—.
No he inte ntado ocultar m is inte ncione s. C ada cual e spe ra que los otros libren la batalla. Cada
cual de se a se r e l único re ino no pe rturbado. Estoy se guro de que Granice no esperaba mejores
re sultados; que ría re afirm ar su lide razgo y su dom inio de l m ar. En e sto tuvo éxito. Su nave
de struyó una nave sk a, lo cual m odifica nue stra pe rce pción de los sk a. Ya no se los puede
conside rar inve ncible s, y e l pode r m arítim o troicino se ha acrecentado. Pagaron un precio, pues
pe rdie ron al com andante y a uno de los príncipe s que iba a bordo.
»Pa ra m í e l m e nsa je e s cla ro. Los troicinos se vue lve n m ás fue rte s; de bo atacar y
de sba ra ta rlos. El lugar obvio e s Ulfla ndia de l Sur, de sde donde pue do a ta ca r a los ska de
Ulflandia de l Norte ante s de que consolide n sus fortificacione s Una vez que tome la fortaleza
Poé hte tz, Dahaut e stará a m i m e rce d. Audry no pue de com ba tir contra m í de sde el oeste y
e l sur a la ve z.
»Lo prim e ro, pue s, e s tom ar Ulflandia de l Sur con la m áx im a facilidad, lo cual
supone tu colaboración.
El re y de C asm ir hizo una pausa. C arfilhiot, m irando pe nsativamente el fuego, calló
unos instante s. El sile ncio se volvió incóm odo.
— C ue ntas, com o sabe s, con m i aprobación pe rsonal —dijo al fin C arfilhiot—, pero
yo no soy de l todo libre , y de bo conducirm e con prude ncia.
— ¿De ve ras? Supongo que no te re fie re s a tu nom inal fide lidad al re y O riante .
— No, por supue sto.
— ¿Q uié ne s son, si no soy indiscre to, los e ne m igos a quie n tan e locue nte m e nte
inte ntas disuadir?
C arfilhiot hizo un ade m án.
— C onve ngo e n que e l he dor e s e spantoso. Son bandidos de los pantanos: pequeños
barone s, se ñore s de poca m onta, poco m ás que salte ado re s, de m odo que un hom bre
hone sto arrie sga e l pe lle jo si atravie sa los páram os para un día de caza. Ulflandia del Sur
care ce de le y, e x ce pto por e l Valle Evande r. El pobre O riante no pue de dominar a su esposa,
m ucho m e nos un re ino. C ada je fe de clan se cre e un aristócrata y construye una fortaleza en
la m ontaña, de sde la cual ataca a sus ve cinos. He inte ntado im pone r orde n: una tare a
ingrata. Se m e conside ra un dé spota y un ogro. La rude za, sin e m bargo, es el único lenguaje
que e ntie nde n e sos patane s.

100
— ¿Son e sos los e ne m igos que causa n tu prude ncia ?
— No. —C arfilhiot se puso de pie y se plantó de e spaldas al fue go. Miró a C asmir
con de sapasionam ie nto—. C on toda franque za, he aquí la situación. Soy e studiante de
m agia. Fui alum no de l gran Tam ure llo, y le e stoy obligado, así que debo consultar con él ante
cue stione s políticas. Así son las cosas.
— ¿C uando sabré tu re spue sta? —pre guntó C asm ir, m irándolo a los ojos.
— ¿Por qué e spe rar? —dijo C arfilhiot—. Arre gle m os e l asunto ahora. Ven.
Los dos subie ron a l cua rto de tra ba jo de C a rfilhiot. C a sm ir a hora callaba, lleno de
inte ré s y curiosidad.
El e quipo de C arfilhiot e ra casi e m barazosam e nte e x iguo; aun las chuche rías de
C asm ir e ran im pre sionante s e n com paración. Q uizá, pe nsó Casmir, Carfilhiot tuviera la mayor
parte de su e quipo guardado e n gabine te s.
Un gran m apa de Hybras, tallado e n dive rsas m ade ras, dom inaba todo lo demás,
tanto por tam año com o por im portancia. En un pane l de trás de l m apa habían tallado una
cara, al pare ce r e l se m blante de Tam ure llo, e n contornos toscos y exagerados. El artesano no
había he cho ningún e sfue rzo por halagar a Tam ure llo. La frente sobresalía sobre ojos saltones;
las m e jillas y los labios e staban pintados de un rojo de sagradable . C arfilhiot no dio
e x plicacione s. Tiró de l lóbulo de la ore ja de la im age n.
—¡Tam ure llo! ¡O ye la voz de Faude C arfilhiot! —Le tocó la boca—. ¡Tamurello, habla!
—O igo y hablo —dijo la voz con un crujido de m ade ra. C arfilhiot le tocó los
ojos.
— ¡Tam ure llo! Míram e a m í y al re y C asmir de Lyonesse. Estamos pensando en usar sus
e jé rcitos e n Ulfla ndia de l Sur, para com ba tir e l de sorde n y e x te nde r e l sabio dominio del rey
C asm ir. C om pre nde m os tu de sinte ré s e n e ste asunto pe ro aun así pe dim os tu conse jo.
— Mi conse jo e s que no vayan tropa s e x tra nje ras a Ulfla ndia de l Sur
—dijo la im age n—, y m e nos los e jé rcitos de Lyonesse. Rey Casmir, tus ambiciones son
dignas, pe ro de se stabilizarían toda Hybras, Dahaut incluida, provocándome inconvenientes. Mi
conse jo e s que re gre se s a Lyone sse y hagas las pace s con Troicinet. Carfilhiot, mi consejo es
que use s de finitivam e nte e l pode r de Tintzin Fyral para im pe dir incursiones en Ulflandia del
Sur.
—Gracias —dijo C arfilhiot—. Nos guiare m os por lo que has dicho.
C asm ir no dijo una palabra. Juntos de sce ndie ron al salón, donde, durante una hora,
hablaron corté sm e nte de te m as m e nore s. C asm ir de claró que e staba pre parado para
acostarse , y C arfilhiot le de se ó una bue na noche de re poso.
Por la m añana e l re y C asm ir se le vantó te m prano, agrade ció a C arfilhiot su
hospitalidad y se m archó.
Al m e diodía e l grupo se ace rcó a Kaul Bocach. El re y C asm ir y ocho caballe ros
pasaron junto a la forta le za tra s pagar un pe a je de ocho florines de plata. Se detuvieron a poca
dista ncia . El re sto de la partida se a ce rcó a la forta le za . El capitán se a de la ntó.
—¿Por qué no pasaste is todos juntos? Ahora te ndré is que pagar otros ocho florines.
W e lty de sm ontó sin prisa. Afe rró al capitán y le ace rcó un cuchillo a la garganta.
—¿Q ué pre fie re s se r: un ulflandé s de gollado o un soldado vivo al se r vicio del rey
C asm ir de Lyone sse ?
El casco de ace ro de l capitán cayó, y su coronilla calva y m arrón se movió mientras
se contorsionaba y luchaba.
— ¡Esto e s tra ición! —ja de ó—. ¿Dónde e stá e l honor?
— Mira: a llá e stá e l re y C a sm ir. ¿Lo a cusa s de de shonor tra s habe rlo despojado de
sus re ale s dine ros?

101
—C laro que no, pe ro... W e lty apre tó e l cuchillo.
—O rde na a tus hom bre s que salgan para una inspe cción. Se rás cocinado a fuego
le nto si se de rram a una sola gota de sangre que no se a la tuya.
El capitán hizo un últim o inte nto de re siste ncia.
— ¿Espe ras que te e ntre gue nue stra ine x pugnable Kaul Boachsm si quie ra una
prote sta?
— Prote sta todo lo que quie ras. De he cho, te de jaré volver dentro. Luego estaréis bajo
sitio. Tre pare m os al risco y arrojare m os pie dras sobre las alm e nas.
— Tal ve z e s posible , pe ro m uy difícil.
— Ence nde re m os le ños y los arrojare m os al pasaje ; arde rán y hum e arán, y os
cocinaré is cuando se propague e l calor. ¿De safías al pode río de Lyone sse ?
El capitán inhaló profundam e nte .
—¡C laro que no! C om o dije de sde e l principio, e ntro de bue n grado al se rvicio del
m uy gracioso re y C asm ir. ¡Ea, guardias! Salid para una inspe cción.
La guarnición salió m alhum oradam e nte para pararse al sol con ce ño fruncido y
aspe cto de saliñado, e l pe lo de sm e le nado bajo los ye lm os de ace ro.
C asm ir los inspe ccionó con de spre cio.
— Se ría m ás fácil cortarle s la cabe za.
— ¡No te m áis! —e x clam ó e l capitán—. ¡Som os las tropas m ás sagace s e n
circunstancias com une s!
El re y C asm ir se e ncogió de hom bros y se ale jó. Los peajes de la fortaleza se cargaron
e n una de las carre tas; W e lty y catorce caballe ros se que daron como guarnición temporal y el
re y C a sm ir re gre só sin a le gría a la ciuda d de Lyone sse .

En su cuarto de trabajo de Tintzin Fyral, C arfilhiot reclamó nuevamente la atención de


Tam ure llo.
— C asm ir se ha m archado. Nue stra re lación e s, a lo sum o, form alm e nte corté s.
— ¡Lo m e jor! Los re ye s, com o los niños, sue le n se r oportunistas. La ge ne rosidad
sólo los m alcría. C onfunde n la afabilidad con la de bilidad y se apre suran a e x plotarla.
— El te m pe ra m e nto de C a sm ir e s a ún m e nos a gradable . Es e m pe cina do. Sólo lo
noté e spontáne o aquí e n m i cuarto de trabajo. Está inte re sado e n la m agia, y tie ne
a m bicione s e n e se se ntido.
— En C a sm ir e s una futile za. C a re ce de pacie ncia , y e n e so e s m uy pare cido a ti.
— Tal ve z se a cie rto. Estoy ansioso de pasar a las prim e ras e x te nsione s.
— La situa ción e s la de a nte s. El cam po de los a ná logos debe ser como una segunda
naturale za para ti. ¿C uánto tie m po pue de s fijar una im agen en tu mente, cambiarle los colores
a voluntad, m ie ntras m antie ne s lincam ie ntos fijos?
— No soy capaz.
— Estas im áge ne s de be rían se r duras com o pie dras. Al conce bir un paisaje debes
se r capaz de contar las hojas de un árbol, y lue go contar de nue vo e l m ism o núm e ro.
— Es un e je rcicio difícil. ¿Por qué no pue do sim ple m e nte tra ba ja r con el dispositivo?
— ¿Y dónde obte ndrás e se dispositivo? A pe sar de m i am or por ti, no pue do
se pararm e de ninguno de m is ope radore s, que tanto m e costó conse guir.
Aun a sí, sie m pre se pue de e la bora r un a pa ra to nue vo.
— ¿De ve ras? Me agradaría apre nde r e se he rm é tico y abstruso se cre to.

102
— Pe ro a ce ptas que e s posible .
— Pe ro difícil. Los sande stinos ya no son inoce nte s, abundantes ni complacientes. —
Tam ure llo soltó una e x clam ación y cam bió la voz—. Se m e ocurre una ide a. Es una idea tan
be lla que a pe na s m e a tre vo a pe nsa rla.
— C ué ntam e .

El sile ncio de Tam ure llo e ra e l de un hom bre sum ido e n cálculos com ple jos.
— Es una ide a pe ligrosa —dijo al fin—. ¡No podría de fe nde r, ni siquie ra suge rir, tal
ide a!

— Dím e la.
— C on sólo de cirla se ría cóm plice de su im plantación.
— De be de se r pe ligrosa de ve rdad.
— Lo e s. Pase m os a te m as m ás se guros. Podría hace r e sta maligna observación: un
m odo de obte ne r un aparato m ágico e s, dicho crudamente, robárselo a otro mago, quien luego
que daría de m asiado dé bil para ve ngarse de l hurto... e spe cialm e nte si no conoce al culpable.
— Te e ntie ndo. ¿Y lue go?
— Supón que alguie n robara a un m ago. ¿De quié n se que rría vengar? ¿De Murgen?
¿De m í? ¿De Baiba lide s? Nunca . Las conse cue ncias se ría n cie rtas, rápidas y te rrible s. Uno
busca ría un novicio a ún ine x pe rto e n e stas a rte s, y pre fe rible mente con un equipo amplio, de
m odo que e l robo re sulte productivo. Ade m ás, la víctim a de be ría se r alguie n a quie n se
conside re un e ne m igo e n e l futuro. El m om e nto para de bilitar y aun de struir a esa persona
e s e l a ctua l. De sde lue go, hablo e n té rm inos pura m e nte hipoté ticos. Para dar un ejemplo,
incluso hipoté ticam e nte , ¿quié n se ría e sa pe rsona?
Tam ure llo no se atre vió a pronunciar e l nom bre .
—Aun las continge ncias hipoté ticas se de be n e x plorar a varios niveles, y es preciso
dispone r de zonas e nte ras de duplicidad. Hablare m os lue go de e sto. De m om ento, ni una
palabra a nadie .

103
13

Shim rod, vástago de l m ago Murge n, re ve ló te m pranam e nte un impulso interior de


e x tra ordina ria fue rza, y con e l tie m po e scapó a l control de Murge n y se inde pe ndizó.
No e ran m uy pare cidos, salvo e n la de stre za, los re cursos y una de sbocada
im a gina ción que e n Shim rod se e vide ncia ba com o un hum or e x tra va ga nte y a ve ce s una
dolorosa se nsibilidad.
Se pare cían aún m e nos e n e l aspe cto. Murge n se re ve laba como un hombre fuerte y
canoso de e dad inde finida. Shim rod pare cía un jove n de expresión casi ingenua. Era enjuto, de
pie rnas largas, pe lo de color are na y ojos castaños. Te nía una m andíbula larga, las mejillas
algo ahue cadas, la boca ancha y torcida com o ante una re fle x ión pe rve rsa. Al cabo de
cie rtos vagabunde os, Shim rod se instaló e n Trilda, una re side ncia en el prado de Lally, antes
ocupada por Murge n, de ntro de l Bosque de Tantre valle s, y así se dedicó al serio estudio de la
m agia, utilizando los libros, las fórm ulas, los aparatos y los ope radores que Murgen le había
de jado e n custodia.
Trilda e ra un sitio a propia do para los e studios inte nsos. El a ire olía a follaje fresco. El
sol brillaba de día, y la luna y las e stre llas de noche . La soledad era casi absoluta, pues la gente
rara ve z se ave nturaba e n e sas honduras de l bosque . El constructor de Trilda había sido Hilario,
un m ago m e nor de gustos e x travagante s. Las habitacione s, que rara ve z e ran cuadradas,
daban al prado de Lally m e diante balcone s ce rrados de m uchas formas y tamaños. El abrupto
te jado, ade m ás de se is chim e ne as, e staba dispue sto e n un sinfín de vigas, re m ate s y
caballe te s; y e l fuste supe rior soste nía una ve le ta de hie rro ne gro que tam bién servía para
ahuye ntar fantasm as.
Murge n había construido un dique para cre e r un e stanque con e l arroyo; la fuerza
hidráulica hacía girar una rue da de ntro de l taller, donde impulsaba a varias máquinas diferentes,
e ntre e llas un torno y un fue lle para e l fue go.
A ve ce s se ace rcaban se m ihum anos a la fronte ra de l bosque para obse rvar a
Shim rod cuando salía de l prado, pe ro de lo contrario lo ignoraban por te m or a su m agia.
Las e stacione s pasaron; e l otoño de vino invie rno. C opos de nieve cayeron del cielo
am ortajando e l prado e n sile ncio. Shim rod avivó e l fue go de l hogar e inició un intenso estudio
de las Abstraccione s y fragm e ntos de Balbe rry, un vasto com pe ndio de ejercicios, métodos,
e sque m as y dibujos e scritos e n le nguaje s antiguos o incluso im aginarios. Usando una lente
dise ñada para e l ojo de un sande stin, Shim rod le ía e stas inscripciones como si estuvieran en
le nguaje ordinario.
Para alim e ntarse , Shim rod se valía de un m antel de la abundancia que, tendido sobre
la m e sa, producía una com ida de liciosa. Para e ntre te ne rse apre ndía e l uso de l laúd, una
habilidad apre ciada por las hadas de Tuddifot She e 17, e n e l otro e x tremo del prado de Lally.
Las hadas am aban la m úsica, aunque sin duda por razone s e quivocadas. Construían violas,
guitarras y flautas de bue na calidad, pe ro e n e l m e jor de los casos su música era una dulzura
plañide ra e indisciplinada, com o e l cascabe le o de campanillas distantes. En el peor de los casos
producían un alud de e stride ncias discordante s, que no podían distinguirse de sus mejores
notas. Aun así, e ran m uy vanas. Los m úsicos-hada, al de scubrir que un paseante humano les
había oído, le pre gunta ba n si le había gusta do la m úsica, y a y de l tonto que dijera la verdad,
porque lo hacían bailar sin pausa una se m ana, un día, una hora, un minuto y un segundo. Sin
e m bargo, si e l oye nte se de claraba cautivado, podía re cibir una recompensa de los vanidosos
se m ihum anos. A m e nudo, cuando Shim rod tocaba e l laúd, e ncontraba criaturas fe é ricas,
grande s y pe que ñas 18 se nta da s e n la ce rca , e nvue ltas e n a brigos verdes con bufandas rojas y

17
Shee (del irlandés sidhe, «colina de las hadas», «hadas»): palacio donde viven las hadas.
18
Las hadas no conservan indefinidamente un tamaño específico. Cuando tratan con los hombres, a menudo parecen
tener el tamaño de niños, rara ve?, mayores. Cuando las pescan desprevenidas, parecen tener sólo de diez a treinta
centímetros de altura. Las hadas mismas no prestan atención al tamaño. Véase Glosario II.

104
som bre ros de pico. Si é l re conocía su pre se ncia, m anife staban su aprobación y pedían más
m úsica. En cie rtas ocasione s, que rían tocar e l cue rno para acom pañarlo. Shimrod se negaba
corté sm e nte ; si pe rm itía tal due to se e ncontraría tocando para siempre: de día, de noche, en
e l pra do, e n las copas de los á rbole s, e ntre e spinos y setos, en los pantanos, en los palacios de
las hadas 19. Shim rod sabía que e l se cre to consistía e n no ace ptar nunca los términos de las
hadas, sino sie m pre ce rrar trato se gún las propias e stipulacione s, pue s de lo contrario sería
de sfavorable .
Una de las que e scuchaba tocar a Shim rod e ra una be lla hada de melena castaña.
Shim rod trató de atrae rla a su casa ofre cié ndole golosinas. Un día e lla se acercó y se quedó
m irándolo, la boca curvada y los ojos re lucie nte s de picardía.
— ¿Por qué de se a s que e ntre e n e sta gra n casa?
— ¿Pue do se r franco? Me gustaría hace rte e l am or.
— ¡Ah! Pe ro e sa e s una dulzura que jam ás de be rías probar, pues podrías enloquecer
y se guirm e para sie m pre con vanos re quie bros.
— ¿Vanos, y para sie m pre ? ¿Y te ne garás crue lm e nte ?
— Tal ve z.
— ¿Y si de scubrie ra s que e l cálido a m or hum a no e s m ás a gradable que vue stros
apare am ie ntos de pájaro? ¿Entonce s quié n suplicaría y seguiría a quién para siempre, haciendo
los vanos re quie bros de un hada e nfe rm a de am or?
El hada hizo una m ue ca de asom bro.
— Eso nunca se m e había ocurrido.
— Entonce s e ntra y ve re m os. Prim e ro te se rviré vino de gra na da s. Lue go nos
quitare m os la ropa y nos cale ntare m os la pie l a la luz de l fue go.
— ¿Y de spué s?
— Lue go a ve riguare m os qué a m or e s e l m ás fogoso. El hada re m e dó un gesto de
ultraje .
— No de be ría m ostrarm e ante un e x traño.
— Pe ro yo no soy un e x traño. Ahora, al m irarm e , te de rrite s de am or.
—Estoy asustada. —El hada se m archó de prisa y Shim rod no la vio nunca m ás.
Lle gó la prim a ve ra . La nie ve se de rritió y las flore s a ta viaron el prado. Una mañana
de sol, Shim rod de jó su re side ncia y re corrió e l prado disfrutando de las flores, el follaje verde
y brillante , y los trinos de las ave s. De scubrió un cam ino que conducía al norte internándose
e n e l bosque .
Bajo roble s de grue so tronco y e x te nsas ram as, siguió e l sendero: hacia atrás, hacia
a de la nte , por una lom a, e n un oscuro valle , y a tra vé s de un cla ro borde a do por a ltos y
plate ados abe dule s y salpicado de azule s botoncillos. El cam ino llevaba hasta una estribación
de rocas ne gras, y al cruzar e l bosque Shim rod oyó gritos y lam e ntos puntuados por golpes
re ve rbe rante s. C orrió e ntre los árbole s y de scubrió e n las rocas una laguna de aguas verdes. Al
lado, un gnom o de barba larga, con un garrote de gran tam año, golpeaba a una criatura flaca
y ve lluda que colgaba com o un fe lpudo de una cue rda atada entre dos árboles. Con cada golpe
la criatura suplicaba m ise ricordia.
—¡Basta ! ¡De te nte ! ¡Me e stás rom pie ndo los hue sos! ¿No tie ne s pie da d? ¡Me has
confundido con otro! ¡Yo m e llam o Grofine t! ¡Basta! ¡Usa la lógica y la razón! Shim rod se
a ce rcó.
—¡De ja de pe garle !

19
Las hadas comparten con los humanos las cualidades de la malicia, el desprecio, la traición, la envidia y la
crueldad; carecen de rasgos humanos tales como la clemencia, la amabilidad o la piedad. El sentido del humor de las
hadas nunca divierte a la víctima.

105
El alto y corpule nto gnom o dio un brinco de sorpre sa. No te nía cue llo; la cabeza se
a poya ba dire cta m e nte sobre los hom bros. Usa ba un cha que tón sucio y panta lone s; un
taparrabos de cue ro prote gía e norm e s ge nitale s.
— ¿Por qué golpe as al pobre Grofine t? —dijo Shim rod.
— ¿Por qué uno hace algo? —gruñó e l gnom o—. ¡Porque pe rsigue un propósito! ¡Por
hace r un trabajo bie n he cho!
— Es una bue na re spue sta, pe ro de ja m uchas pre guntas sin conte star —dijo
Shim rod.
— Tal ve z, pe ro no im porta. Lárgate . Q uie ro aporre ar a e ste bastardo, híbrido de dos
m alos sue ños.
— ¡Es un e rror! —e x clam ó Grofine t—. Se de be re solve r antes de que me hagas daño.
Bájam e al sue lo para que podam os hablar con calm a, sin pre juicios.
El gnom o lo golpe ó con e l garrote .
—¡Sile ncio!
En un e spasm o fre né tico, Grofine t se libe ró de las ligaduras. Echó a corre r por e l
claro con sus pie rnas grande s, dando brincos, m ie ntras e l gnom o lo perseguía con el garrote.
Shim rod los siguió y e m pujó al gnom o a la laguna. Unas burbujas ace itosas subie ron a la
supe rficie y la laguna que dó nue vam e nte te rsa.
— Ha sido un acto die stro —dijo Grofine t—. Estoy e n de uda contigo.
— No ha sido gran cosa —re puso Shim rod con m ode stia.
— Lo lam e nto, pe ro no com parto tu opinión.
— Es ve rdad —dijo Shim rod—. He hablado sin pe nsar, y ahora debo despedirme de
ti.
— Un m om e nto. ¿Pue do pre guntar con quié n e stoy e n de uda?
— Me llam o Shim rod. Vivo e n Trilda, a un k ilóm e tro y m e dio de aquí a travé s del
bosque .
— ¡Sorpre nde nte ! Pocos hum anos visitan solos e sta com arca.
— Soy una e spe cie de m ago —dijo Shim rod—. Los semihumanos me eluden. —Miró a
Grofine t de hito e n hito—. De bo de cir que nunca vi a nadie com o tú. ¿C uál e s tu e spe cie ?
— Las pe rsona s e duca da s rara ve z com e nta n e sos te m as —re puso a ltivam e nte
Grofine t.
— ¡Mis disculpas! No he que rido se r vulgar. Te digo adiós una ve z m ás.
— Te lle varé a Trilda —dijo Grofine t—. Esta re gión e s pe ligrosa. Es lo m e nos que
pue do hace r.
—C om o de se e s.
Los dos re gre saron al prado de Lally. Shim rod se de tuvo.
— No ne ce sitas acom pañarm e m ás. Trilda e stá a pocos pasos de aquí.
— Mie ntras cam inábam os, re fle x ioné —dijo Grofine t—. He pe nsado que tengo una
gran de uda contigo.
— No lo m e ncione s m ás —de claró Shim rod—. Me ale gra habe rte ayudado.
— Para ti e s fácil de cirlo, pe ro e sa carga pe sa sobre m i orgullo. Estoy obligado a
pone rm e a tu se rvicio, hasta que que de m os e n paz. No te nie gue s. ¡Soy te rm ina nte! Sólo
tie ne s que darm e te cho y com ida. Me re sponsabilizaré de las tare as que de lo contrario
podrían distrae rte , e incluso re alizaré trucos m e nore s.
— Ah, tam bié n e re s m ago.

106
— Un m e ro a ficionado a e sa s a rte s. Si quie re s, pue de s e nse ñarm e m ás. A fin de
cue ntas, dos m e nte s e ducadas son m e jore s que una. ¡Y nunca olvides la segundad! Cuando
una pe rsona m ira a te ntam e nte hacia a de la nte , de scuida sus e spalda s.
Shim rod no pudo disuadir a Grofine t, y Grofine t se que dó a vivir con é l.
Al principio, Grofine t y sus actividade s lo distraían; e n la prim e ra semana Shimrod
e stuvo die z ve ce s a punto de e charlo, pe ro sie m pre lo disuadían las virtudes de Grofinet, que
e ra n notable s. Grofine t e ra m uy pulcro y obe die nte ; no cometía irregularidades ni molestaba a
Shim rod, sino que e n re alidad le distraía con su inge nio. Su m e nte era fértil y desbordaba de
e ntusia sm o. Los prim e ros día s Grofine t a ctuó con e x a ge ra da tim ide z; a un a sí, m ie ntra s
Shim rod procuraba m e m orizar las inte rm inable s listas de l O rden de los Mudables, Grofinet se
pase a ba por la casa habla ndo con com pa ñe ros im a gina rios, o a l m e nos invisible s.
El e nfado de Shim rod pronto se convirtió e n dive rsión, y se sorprendió esperando la
próx im a ocurre ncia de Grofine t. Un día Shim rod ahuye ntó una m osca de su mesa de trabajo;
de inm e diato Grofine t se convirtió e n ale rta e ne m igo de m oscas, polillas, abe jas y demás
inse ctos alados, y no le s pe rm itía e ntrar e n casa. Incapaz de capturarlos, trataba de echarlos
a brie ndo la pue rta de par e n par, y e ntre ta nto e ntra ba n m uchos m ás. Shimrod reparó en los
e sfue rzos de Grofine t e im pre gnó Trilda con un pe que ño tósigo que puso en fuga a todos los
inse ctos. Grofine t que dó m uy com placido de su é x ito.
Al fin, aburrido de alarde ar de su triunfo sobre los inse ctos, Grofinet tuvo un nuevo
antojo. Pasó varios días fabricando unas alas de m im bre y se da amarilla que luego se sujetó
a l de lga do torso. Shim rod, de sde la ve nta na , le vio corre r por e l pra do, a gita ndo las alas y
brincando e n e l aire con la e spe ranza de volar com o un pájaro. Sintió la tentación de usar su
m agia para re m ontarlo e n e l aire , pe ro se contuvo te m ie ndo que Grofinet se lastimara en un
e x ce so de e ntusia sm o. Más tarde , Grofine t dio un gra n salto y cayó e n e l lago de Lally. Las
hadas de Tuddifot She e se de ste rnillaron de risa, agitando las pie rnas e n e l aire . El
m alhum ora do Grofine t tiró las a la s y re gre só coje a ndo a Trilda. Luego, se dedicó al estudio de
las pirám ide s e gipcias.
— ¡Son be llísim as y hablan bie n de los faraone s! —de claró Grofine t.
— Así e s.
A la m añana siguie nte Grofine t se e x pla yó sobre e l te m a.
— Esos im pone nte s m onum e ntos son fascinante s por su sim plicidad —de claró.
— En e fe cto.
— Me pre gunto cuál se rá e l tam año.
— Unos nove nta m e tros por lado —dijo Shim rod, e ncogié ndose de hom bros.
Lue go Shim rod se dio cue nta de que Grofine t tom aba m e didas e n e l prado.
— ¿Q ué e stás hacie ndo? —pre guntó.
— Nada im portante .
— ¡Espe ro que no plane e s construir una pirám ide ! Nos taparía la luz de l sol.
Grofine t se de tuvo.
—Tal ve z te ngas razón. —R e nunció a sus plane s de m ala gana, pe ro pronto se
inte re só e n otra cosa. Por la noche , cua ndo Shim rod e ntró e n la sala para e nce nde r las
lám paras, Grofine t salió de las som bras—. Bie n, Shim rod, ¿m e has visto al pasar?
Shim rod había e stado pe nsando e n otra cosa, y Grofinet permanecía muy a un lado.
— En re alidad —dijo Shim rod—, no logré ve rte .
— En e se caso —dijo Grofine t—, he apre ndido la té cnica de la invisibilidad.
— ¡Maravilloso! ¿C uál e s tu se cre to?
— Uso la fue rza de la voluntad para situarm e fue ra de toda pe rce pción.

107
— De bo a pre nde r e se m é todo.
— La clave e s e l puro im pulso inte le ctual —dijo Grofine t, y añadió esta advertencia—
: Si fracasas, no te sie ntas de fraudado. Es un logro difícil.
— Ya ve re m os.
Al día siguie nte Grofine t e x pe rim e ntó con su nue vo truco. Shim rod lo llam aba,
pre guntando si se había vue lto invisible otra ve z, y Grofine t salía de un rincón con aire
triunfal.
Un día Grofine t se colgó de las vigas de l cie lo raso de l talle r con un par de correas,
m e cié ndose com o si e stuvie ra e n una ham aca. Shim rod
No lo habría visto al e ntrar, pe ro Grofine t había olvidado re coge r su cola, If, que
oscilaba e n e l ce ntro de l cuarto y te rm inaba e n un pe nacho de pie l le onada.
Por últim o Grofine t de cidió olvidar sus pre vias am bicione s para conve rtirse en un
m ago de ve ras. C on e sta finalidad fre cue ntaba e l talle r para obse rvar las actividade s de
Shim rod. Sin e m bargo, te nía m ucho m ie do al fue go; cada ve z que Shim rod provocaba una
le ngua fla m íge ra , Grofine t salía de spa vorido, y a l fin a ba ndonó los pla ne s de se r m ago.

Se ace rcó e l solsticio de ve rano, y una se rie de vividos sue ños turbaron el reposo de
Shim rod. El paisa je e ra sie m pre e l m ism o: una te rraza de piedra blanca que daba a una playa
de blanca arena y un calm o m ar azul. Una balaustrada de m árm ol ce rraba la terraza, y olas
bajas lam ían la playa.
En e l prim e r sue ño Shim rod e staba a poya do e n la balaustrada, mirando el mar. Por la
playa se ace rcaba una donce lla de pe lo oscuro, con una bata sin m angas de te la suave y
m arrón. Shim rod notó que e ra alta y e sbe lta. El pe lo ne gro, suje to con un hilo rojo oscuro, le
lle gaba casi hasta los hom bros. Los brazos y los pie s de scalzos e ran grácile s; la piel era de
color oliváce o claro. Shim rod la conside ró e x quisitam e nte be lla. Ade m ás te nía un aire
m iste rioso y provocativo que pare cía im plícito e n su m ism a e x iste ncia. Al pasar, de dicó a
Shim rod una oscura sonrisa que no e ra se ductora ni intim idatoria, y luego siguió caminando
por la playa hasta pe rde rse de vista. Shim rod se m ovió e n sue ños y de spe rtó.
El se gundo sue ño e ra igual, sólo que Shim rod llam aba a la donce lla y la invitaba a
su te rraza; e lla titube aba, lade aba la cabe za sonrie ndo y pasaba de largo.
La te rce ra noche , se de tuvo y habló.
— ¿Por qué m e llam as, Shim rod?
— Q uie ro que te de te ngas y al m e nos hable s conm igo.
— No —dijo la donce lla, intim idada—. Sé poco sobre los hom bre s, y estoy asustada,
pue s sie nto un e x traño im pulso cuando paso.
En la cuarta noche , la donce lla de l sue ño se de tuvo, titubeó y se acercó despacio a la
te rraza. Shim rod bajó para salirle al e ncue ntro, pe ro e lla se paró en seco y Shimrod descubrió
que no podía a ce rcarse m ás, lo cua l pare cía natural e n e l conte x to de l sue ño.
— ¿Hoy hablarás conm igo? —pre guntó.
— No te ngo nada que contarte .
— ¿Por qué cam inas por la playa?
— Porque m e agrada.
— ¿De dónde vie ne s y a donde vas?
— Soy una criatura de tus sue ños. Entro y salgo de tus pe nsam ie ntos
— C riatura de los sue ños o no, a cé rcate y qué da te conm igo. C orno el sueño es mío,
tie ne s que obe de ce r.
— Ésa no e s la naturale za de los sue ños.

108
Ale jándose , e lla m iró por e ncim a de l hom bro, y al de spe rtar Shim rod re cordó su
e x pre sión con e x a ctitud. ¡Enca ntam ie nto! ¿Pe ro con qué propósito?
Shim rod salió al prado, e valuando cada aspe cto de la situación. Alguien intentaba
e nre darlo con m e dios sutile s, sin duda para pe rjudicarlo. ¿Q uié n podía realizar ese hechizo?
Shim rod re cordó a las pe rsonas que conocía, pe ro nadie pare cía tener razones para seducirlo
con una donce lla tan e x trañam e nte he rm osa.
R e gre só a l talle r y tra tó de obrar un porte nto, pe ro le falta ba e l dista ncia m ie nto
ne ce sario y e l porte nto se artilló e n una lluvia de colore s discordante s.
Esa noche pe rm a ne ció hasta tarde e n e l talle r m ie ntra s un vie nto frío y oscuro
suspiraba e ntre los árbole s de l fondo de la re side ncia. No que na dorm ir, aunque al mismo
tie m po se ntía un cosquille o de e x citación que e n vano inte ntaba aplacar
—Muy bie n —se dijo e n un arre bato de audacia—, e nfre nte m os el asunto y veamos
adonde conduce .
Se acostó e n e l diván. Tardó e n dorm irse ; pasó horas dorm itando agitadamente,
ate nto a cada fantasía que se le cruzaba por la m e nú Al fin concilio e l sue ño.
Pronto e m pe zó a soñar. Shim rod e staba e n la te rraza; por la playa vio a la doncella,
los brazos de snudos, los pie s de scalzos, e l pe lo ne gro al vie nto. Se acercó sin prisa. Shimrod
a guardó im pasible m e nte , a poya do e n la balaustra da . Demostrar impaciencia no daba buenos
re sultados, ni siquie ra e n un sue ño. La donce lla se ace rcó; Shimrod bajó la ancha escalera de
m árm ol.
El vie nto se calm ó, y tam bié n e l ole aje ; la donce lla de pe lo ne gro se de tuvo a
e spe rar. Shim rod fue hacia e lla y olió una ráfaga de pe rfum e : e l arom a de las viole tas.
Am bos e staban m uy ce rca; é l la podría habe r tocado.
Ella le m iró la cara, sonrie ndo.
— Shim rod —dijo—, ya no podré visitarte .
— ¿Q uié n te lo im pe dirá?
— Mi tie m po e s bre ve . De bo ir a un lugar de trás de la e stre lla Ache rnar.
— ¿Vas por tu propia voluntad?
— Estoy he chizada.
— Dim e cóm o rom pe r e l e ncanta m ie nto. La donce lla titube ó.
—Aquí no.
¿Dónde , pue s?
— Iré a la Fe ria de los Due nde s. ¿Nos ve re m os allá?
—¡Sí! Habíam e de l e ncantam ie nto para que pue da preparar un conjuro. La doncella se
a le jó de spa cio.
—En la Fe ria de los Due nde s —dijo, y se m archó. Miró hacia atrás s ólo una ve z.
Shim rod la obse rvó pe nsativam e nte . De sde atrás lle gó un sonido rugiente, como el
de m uchas voce s e nfure cidas. Sintió e l tre pidar de pasos pe sados y se quedó petrificado, sin
pode r m ove rse ni m irar por e ncim a de l hom bro.
De spe rtó e n su diván de Trilda, con e l corazón palpitante y un nudo en la garganta.
Era la hora m ás oscura de la noche , m ucho ante s de l alba. El fuego del hogar estaba bajo. De
Grofine t, que roncaba suave m e nte e n su profundo alm ohadón, sólo se ve ía un pie y una
cola flaca.
Shim rod a vivó e l fue go y re gre só a l diván. Se que dó e scucha ndo los ruidos de la
oscuridad. De sde e l prado lle gó e l triste y dulce silbido de un ave que despertaba, tal vez un
búho.
Lue go ce rró los ojos y durm ió e l re sto de la noche .

109
El m om e nto de la Fe ria de los Due nde s se ace rcaba. Shimrod empacó sus artefactos
m ágicos, libros, filtros y artilugios e n una caja, sobre la cual obró un hechizo de ofuscación: la
caja prim e ro se e scondió y se dobló sie te ve ce s al com pás de una secuencia secreta, de modo
que al final pare cía un pe sado ladrillo ne gro que Shim rod ocultó bajo e l hogar.
Grofine t obse rvaba pe rple jo de sde la pue rta.
— ¿Por qué hace s todo e sto?
—Porque de bo m archarm e de Trilda durante un tie m po, y los ladrones no robarán
lo que no pue de n e ncontrar.
Grofine t re fle x ionó sobre la obse rvación, m e ne ando la cola al ritm o de sus
pe nsam ie ntos.
— Es un acto prude nte , de sde lue go. Aun así, m ie ntras yo vigile , ningún ladrón se
atre ve rá siquie ra a m irar e n e sta dire cción.
— Sin duda —dijo Shim rod—, pe ro con doble s pre cauciones nuestra Propiedad estará
doble m e nte a salvo.
Grofine t, sin m ás que de cir, salió a m irar e l prado. Shim rod aprove chó para tomar
una te rce ra pre caución e instaló un O jo Dom é stico e n las som bras para que obse rvara lo
que ocurría e n la casa.
Shim rod pre paró una pe que ña m ochila e im partió las últim as instruccione s a
Grofine t, quie n dorm itaba al sol.
—¡Grofine t, una últim a palabra!
— Habla, te e scucho —dijo Grofine t alzando la cabe za.
— Iré a la Fe ria de los Due nde s. Q ue das a cargo de la se guridad y la disciplina. No
de be s invitar a ninguna criatura salvaje ni de otra e spe cie . No e scuche s los halagos ni las
palabras dulce s. Inform a a todos y cada uno de que e sta e s la re sidencia Trilda, donde no se
pe rm ite e ntra r a nadie .
— Entie ndo pe rfe ctam e nte —de claró Grofine t—. Mi visión es aguda; tengo la fortaleza
de un le ón. Ni siquie ra una pulga e ntrará e n la casa.
— Bie n, m e m archo.
— ¡Adiós, Shim rod! ¡Trilda e stará se gura!
Shim rod se inte rnó e n e l bosque . Una ve z fue ra de la visión de Grofinet, sacó cuatro
plum as blancas de l m orral y se las pe gó a las botas. C anturre ó:
—Botas e m plum adas, cum plid m is de se os y lle vadm e adonde quie ro. Las plumas
a le te a ron, e le va ron a Shim rod y lo lle varon a tra vé s de l
bosque , bajo roble dale s atrave sados por hace s de luz solar. C e lidonias, violetas y
cam panillas cre cían a la som bra; ranúnculos, ve lloritas y am apolas rojas brillaban e n los
claros.
R e corrió k ilóm e tros. Atrás que daron las fincas de las hadas: Áster Negro, Catterlein,
Fe air Foiry y Shadow Thawn, se de de R hodion, re y de todas las hadas. Vio casas de duendes
bajo las grue sas raíce s de roble , y las ruinas antaño ocupadas por e l ogro Fidaugh. Shimrod
se de tuvo a be be r de una fue nte y una voz lo llam ó de sde de trás de un árbol.
—Shim rod, Shim rod, ¿cuál e s tu de stino?
—Más allá de l prado —dijo Shim rod ponié ndose e n m archa. La voz suave lo siguió—:
Vaya, Shim rod, de be rías e spe rar al m e nos un instante , quizá para alterar lo que va a suceder.
Shim rod no re spondió ni se de tuvo, pue s sospe chaba que todo lo que se ofreciera en
e l Bosque de Tantre valle s de bía costar un pre cio e x orbitante . La voz se convirtió e n
m urm ullo y de jó de oírse .

110
P ronto lle gó a l Gra n C a m ino de l Norte , una a ve nida a pe na s m as a ncha que la
prim e ra, y se dirigió rápidam e nte hacia e l norte .
Se de tuvo a be be r agua junto a una e stribación de rocas grise s y bajos arbustos
cargados con rojas y oscuras bayas de donde las hadas e x traían su vino, a la som bra de
torcidos y ne gros cipre se s que cre cían e n grie tas y re squicios. Shimrod se agachó para recoger
las bayas, pe ro a l ve r e l a le te o de a tue ndos tra nspa rentes lo pensó mejor y volvió al camino. Le
arrojaron un puñado de bayas pe ro Shim rod pasó por alto la im pertinencia, así como las risas
burlonas que siguie ron.
El sol e staba bajo y Shim rod e ntró e n una re gión de pe que ñas rocas y riscos, donde
cre cían árbole s nudosos y de form e s, e l sol te nía e l color de la sangre diluida y las sombras
e ran borrone s azule s. Nada se m ovía, ningún vie nto agitaba las hojas; no obstante , e se
e x traño te rritorio e ra sin duda pe ligroso y le conve nía de jarlo atrás ante s de l anoche ce r;
Shim rod corrió hacia e l norte a gran ve locidad.
El sol se hundió e n e l horizonte ; colore s triste s cubrie ron e l cielo. Shimrod trepó a la
cim a de un m onte pe dre goso. De jó e n e l sue lo una caja pe que ña que se e x pandió hasta
pare ce r una cabaña. Entró, ce rró y atrancó la pue rta, com ió de la de spensa y durante media
hora obse rvó las proce sione s de luce citas rojas y azule s que titilaban en el suelo del bosque.
Lue go volvió a su diván.
Una hora de spué s, de dos o garras que arañaban caute losamente la pared, luego la
pue rta y al fin la ve ntana, lo de spe rtaron. La cabaña te m bló cuando la criatura tre pó al
te cho.
Shim rod e nce ndió la lám para, de se nvainó la e spada y e spe ró.
Transcurrió un instante .
Un largo brazo de l color de la m asilla bajó por la chim e ne a. De dos viscosos como
patas de rana e ntraron e n e l cuarto. Shim rod atacó con la e spada, cortando la m ano a la
altura de la m uñe ca. El m uñón m anó sangre ve rde y oscura; un alarido llegó desde el techo.
La criatura cayó al sue lo y nue vam e nte se hizo e l sile ncio.
Shim rod e x am inó e l m ie m bro cortado. Había anillos e n los cuatro dedos; el pulgar
te nía un grue so anillo de plata con un cabujón turque sa. Una inscripción que Shim rod no
e nte ndía rode a ba la pie dra. ¿Ma gia? Si lo e ra , no había logra do prote ge r la m ano.
Arrancó los anillos, los lavó, se los guardó e n e l m orral y volvió a dorm ir.
Por la m añana Shim rod e ncogió la cabaña y re anudó la m archa por el camino, que
se inte rrum pía a orillas de l río Tway. C ruzó de un brinco. El cam ino continuaba junto al río,
que por m om e ntos se e nsanchaba e n plácidas lagunas que reflejaban sauces llorones y juncos.
Lue go e l río giraba hacia e l sur y e l se nde ro hacia e l norte .
A m e dia tarde lle gó al poste de hie rro que indicaba la inte rse cción conocida como
R incón de Twitte n. El le tre ro de El Sol R isue ño y La Luna Plañide ra colgaba e n la entrada de
una posada larga y baja, construida de m ade ra labrada. Debajo del letrero, una pesada puerta
con pasante s de hie rro daba paso al com e dor.
Al e ntrar, Shim rod vio m e sas y bancos a la izquie rda, un m ostrador a la de recha.
Allí trabajaba un jove n alto de cara angosta con pe lo blanco y ojos plate ados. Shim rod
sospe chó que te nía sangre de se m ihum ano e n las ve nas. Se ace rcó al m ostrador y el joven
le ate ndió.
— De se o alojam ie nto, si hay lugar disponible .
— C re o que e stá lle no, se ñor, a causa de la fe ria, pe ro se rá m e jor que pregunte a
Hock shank , e l posade ro. Yo soy e l cam are ro y care zco de autoridad.
— Te n la bondad de llam ar a Hock shank .
— ¿Q uié n pronuncia m i nom bre ? —dijo una voz.
Un individuo de hom bros grue sos, pie rnas cortas y sin cue llo salió de la cocina. Un
pe lo e spe so que pare cía paja le cubría la cabe zota re donda; los ojos dorados y las orejas

111
puntiagudas tam bié n indicaban sangre de se m ihum ano.
— Yo m e ncioné tu nom bre , se ñor —re puso Shim rod—. De se o aloja m ie nto, pe ro
e ntie ndo que tal ve z ya e sté todo ocupa do.
— Así e s. Habitualm e nte pue do brindar toda clase de alojam ie nto a dive rsos
pre cios, pe ro a hora las opcione s son lim ita da s. ¿Q ué tie ne s e n m e nte ?
— De se aría un cuarto lim pio y aire ado, sin inse ctos, una cam a confortable, buena
com ida y pre cios e ntre bajos y m ode rados.
Hock shank se frotó la barbilla.
— Esta m añana una nátride de cue rnos de bronce picó a uno de m is hué spe de s.
Éste se inquie tó y e chó a corre r por e l C am ino O e ste sin arre glar cue ntas. Puedo ofrecerte su
habitación, con bue na com ida, a un pre cio m ode rado. O tal vez prefieras compartir un sitio con
la nátride por una sum a m e nor.
— Pre fie ro la habitación —dijo Shim rod.
— Eso e le giría yo —dijo Hock sha nk —. Por a quí, e ntonce s. —Condujo a Shimrod hasta
su cuarto que é ste e ncontró apropiado para sus ne ce sidade s.
— Hablas con bue na voz y tie ne s porte de caballe ro —dijo Hock shank —. Aun así,
de te cto e n ti e l olor de la m agia.
— Tal ve z e m ane de e stos anillos.
— ¡Inte re sante ! —dijo Hock shank —. Te canje aré los anillos por un fogoso unicornio
ne gro. Algunos dice n que sólo una virge n pue de m ontar e sa criatura, pero no lo creas. ¿Qué
le im porta la castidad a un unicornio? Aunque tuvie ra e sa de licadeza, ¿cómo lo comprobaría?
¿Acaso las donce llas e starían dispue stas a pre se ntar las prue bas? C re o que no. Podemos
de se char la ide a com o una fábula cautivadora, pe ro nada m ás.
—En todo caso, no ne ce sito un unicornio. Hock shank ,
de fraudado, se m archó.
Shim rod re gre só al com e dor poco de spué s, y allí ce nó a sus anchas. Otros visitantes
de la Fe ria de los Duende s form aban grupos, com e ntando sus m e rcancías y ne gociando
true que s. R e ina ba poca a le gría . No se be bía ce rve za e n a bunda ncia ni se hacían bromas. Por
e l contrario, los visitante s se acodaban sobre las m e sas, m urmurando, susurrando y mirando
a los lados con suspicacia. Algunos e chaban la cabe za hacia atrás, ofendidos, clavando los ojos
e n e l cie lo raso, o a gita ba n e l puño, conte nían e l a lie nto o solta ba n e x cla m a cione s a nte
pre cios que conside ra ba n e x ce sivos. C om e rciaban amuletos, talismanes, curiosidades y rarezas
de valor re al o supue sto. Dos usaban las túnicas rayadas azule s y blancas de Mauretania,
otros la tosca túnica de Irlanda. Algunos hablaban con e l m onótono acento de Armórica y un
hom bre rubio de ojos azule s y rasgos angulosos podía habe r sido un lom bardo o un godo
orie ntal. O tros e x hibían indicios de sangre de se m ihum ano: ore jas puntiagudas, ojos de raro
color, de dos adicionale s. Había pocas m uje re s, y ninguna se pare cía a la donce lla que
Shim rod había ido a conoce r.
Shim rod te rm inó de ce nar y fue a su cuarto, donde durm ió sin turbaciones toda la
noche .
Por la m añana de sayunó dam ascos, pan y tocino, y lue go se dirigió sin prisa al
claro que había de trás de la posada, que ya e staba rode ado de un círculo de pue stos.
Durante una hora Shim rod pase ó por todas parte s, luego se sentó en un banco entre
una jaula de be llos y jóve ne s due nde s de alas ve rde s y un ve nde dor de afrodisíacos.
El día transcurrió sin aconte cim ie ntos notable s; Shim rod re gre só a la posada.
El día siguie nte tam bié n transcurrió e n vano, aunque la fe ria había alcanzado e l
punto álgido de actividad. Shim rod aguardó sin im pacie ncia; por la misma naturaleza de estos
asuntos, la donce lla de m oraría su aparición hasta qué la inquie tud de Shim rod le hubiera
e rosionado la prude ncia, si apare cía siquie ra.

112
El te rce r día por la tarde , la donce lla e ntró e n el claro. Llevaba un manto acampanado y
ne gro sobre un ve stido tostado. La cogulla, e chada hacia atrás, pe rm itía ver la guirnalda de
viole tas blancas y rojas que le ce ñía e l pe lo. Miró alre de dor con actitud soñadora, com o
pre guntándose por qué había ido. C lavó los ojos e n Shim rod, m iró hacia otra parte y volvió a
m irarlo.
Shim rod se puso de pie y se le ace rcó.
—Donce lla de m i sue ño, aquí e stoy —dijo con voz galante .
Ella lo m iró sonrie ndo, por e ncim a de l hom bro. Se volvió de spacio hacia él. Shimrod
cre yó notarla m ás se gura de sí m ism a, m ás una criatura de carne y hueso que la doncella de
abstracta be lle za que había re corrido sus sue ños.
—Tam bié n yo, tal com o lo prom e tí —dijo e lla.
La e spe ra había pue sto a prue ba la pacie ncia de Shim rod.
— No viniste de prisa —obse rvó.
— Sabía que e spe rarías —dijo la donce lla con aire dive rtido.
— Si sólo viniste para re írte de m í, no m e com place .
— De un m odo u otro, aquí e stoy.
Shim rod la e studió con frialdad, algo que pare ció irritarla.
— ¿Por qué m e m iras así? —pre guntó la donce lla.
— Me pre gunto qué quie re s de m í. Ella volvió la cabe za
con triste za.
— Ere s caute loso. No confías e n m í.
— Si confiara e n ti, m e cre e rías tonto.
— Pe ro un tonto galante y te m e rario.
— Soy galante y te m e rario por sólo habe r ve nido.
— En e l sue ño no e ra s tan de sconfia do.
— ¿Entonce s tú tam bié n soñabas cuando cam inabas por la playa?
—¿C óm o podría e ntra r e n tus sue ños a m e nos que tú e stuvie ra s en los míos? Pero
no de be s hace r tale s pre guntas. Tú e re s Shim rod, yo soy Me lancthe . Estam os juntos y eso
de fine nue stro m undo.
Shim rod le cogió las m anos y se le ace rcó; e l arom a de las viole tas ' im pregnaba
e l a ire .
—C ada ve z que hablas pre se ntas una nue va paradoja. ¿Por qué m e has llamado
Shim rod? En m is sue ños no re ve lé ningún nom bre .
Me lancthe rió.
— ¡Sé razonable , Shim rod! ¿C re e s posible que e ntra ra e n e l sue ño de a lguien de
quie n ni siquie ra sé e l nom bre ? Eso violaría los pre ce ptos de la corte sía y e l de coro.
— Es un punto de vista nue vo e inte re sante —dijo Shim rod—. Me sor pre nde que
tuvie ra s e se a tre vim ie nto. De be s sabe r que e n los sue ños, a m e nudo, no se re spe ta e l
de coro.
Me lancthe lade ó la cabe za, hizo una m ue ca y sacudió los hom bros como una niña
tonta.
—Inte nto e vitar los sue ños inde corosos.
Shim rod la condujo a un banco un poco apartado de l bullicio de la feria. Los dos se
se ntaron, casi tocándose las rodillas.

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— ¡De se o sabe r toda la ve rda d!
— ¿A qué te re fie re s, Shim rod?
— Si no pue do hace r pre guntas o, m e jor dicho, si m e nie gas las re s p u e s t a s ,
¿ có m o p u e d o n o s e n t i r i n q u i e t u d y re ce l o e n t u co m pañía?
Ella se inclinó hacia é l y é l re paró nue vam e nte e n e l olor de las viole ta s.
— Viniste aquí por propia voluntad, para conoce r a alguie n que sólo conocías en tus
sue ños. ¿No fue un acto de com prom iso?
— En cie rto se ntido, sí. Me se dujiste con tu be lle za. Sucum bí grata mente. Entonces,
tal com o ahora, ansiaba pose e r be lle za tan fabulosa y tal inte ligencia. Al venir aquí asumo un
com prom iso im plícito, e n e l re ino de l am or. Al e ncontrarm e aquí, tam bié n hiciste el mismo
juram e nto im plícito.
— Yo no hablé de juram e ntos ni prom e sas.
—Tam poco yo. Ahora de be m os hace rlos, para que todas las cosas se pue dan
sope sar con juste za.
Me lancthe rió incóm odam e nte y se m ovió e n e l banco.
— Tale s palabras no acudirán a m is labios. No pue do de cirlas. Estoy comprometida,
e n cie rto m odo.
— ¿Por tu virtud?
— Sí, si así quie re s de cirlo. Shim rod le cogió las
m anos.
— Si he m os de se r am ante s, la virtud de be que dar a un lado.
— No e s sólo la virtud. Es e l m ie do.
— ¿De qué ?
— Me re sulta de m asia do e x tra ño habla r de e llo.
— No se de be te m e r e l am or. He m os de de spre nde rte de e se m ie do.
— Me e stás acariciando las m anos —dijo Me lancthe e n voz baja. —S í .
— Ere s e l prim e ro que lo hace .
Shim rod le m iró la cara. La boca, roja com o una rosa contra e l color oliva de la cara,
e ra fascinante e n su fle x ibilidad. Se inclinó para be sarla, te m iendo que ella volviera la cabeza
para e vitarlo. Le pare ció que la boca de Me lancthe te m blaba al tocar la suya. Ella se apartó.
— ¡Esto no significa nada!
— ¡Sólo significa que , com o am ante s, nos be sam os!
— En re alidad, no ha ocurrido nada. Shim rod, pe rple jo,
sacudió la cabe za.
—¿Q uié n se duce a quié n? Si am bos buscam os lo m ism o, no se ne ce sitan tantos
rode os.
Me lancthe buscó a tie ntas una re spue sta. Shim rod la abrazó de nuevo para volver a
be sarla, pe ro e lla se zafó y dijo:
— Ante s de be s se rvirm e .
— ¿C óm o?
— Es bastante sim ple . En e l bosque ce rcano una pue rta da al trasm undo de Irerly.
Uno de nosotros ha de atrave sar la pue rta y trae r tre ce ge m as de dive rsos colores, mientras
e l otro custodia e l acce so.
— Pare ce pe ligroso. Al m e nos para quie n nunca haya e ntrado e n Ire rly.
— Por e so a cudí a ti. —Me la ncthe se puso de pie —. Ve n, te lo e nse ñaré .

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— ¿Ahora?
— ¿Por qué no? La pue rta e stá e n e l bosque .
— De acue rdo, guíam e .
Me lancthe , titube a ndo, m iró a Shim rod de re ojo. El a ctua ba sin remilgos. Ella había
e spe rado súplicas, prote stas, de claracione s e inte ntos de obligarla a compromisos que hasta
a hora cre ía habe r e va dido.
—Ve n.
Lo lle vó le jos de l prado por una borrosa se nda hasta lle gar al bosque. La senda iba
de aquí para allá e ntre som bras m ote adas de luz, troncos cubie rtos de hongo arcaico, junto a
m atas de ce lidonias, ané m onas, nape los y cam panillas. Los sonidos se apagaron a sus
e spaldas y que daron solos.
Lle ga ron a un pe que ño cla ro a la som bra de a ltos a be dule s, a lisos y roble s. Una
ne gra e stribación de roca sobre salía e ntre las m atas de amarilis blanco, para transformarse en
un pe ñasco bajo con una sola cara abrupta. En e sta lade ra de roca negra habían puesto una
pue rta con listone s de hie rro.
Shim rod m iró a su alre de dor. Escuchó. Escudriñó e l cie lo y los árboles. No se veía ni
se oía nada.
Me lancthe fue hasta la pue rta. Tiró de una pe sada tranca de hie rro, la e ntreabrió
y apare ció una pare d de roca.
Shim rod la obse rvó de sde le jos, con corté s aunque distante inte ré s.
Me lancthe lo m iró por e l rabillo de l ojo. El de sinte ré s de Shim rod e ra llam ativo.
Ella e x trajo de l m anto un curioso obje to he x agonal con e l cual tocó e l ce ntro de la piedra, a
la cual se adhirió. Al cabo de un instante la pie dra se disolvió convirtié ndose en una bruma
lum inosa. Ella re troce dió y se volvió hacia Shim rod.
— Ésta e s la grie ta que conduce a Ire rly.
— Una bonita grie ta. Hay pre guntas que de bo hace r para custodiar con e ficacia.
Prim e ro, ¿por cuánto tie m po te irás? No quisie ra e star tiritando aquí toda la noche .
Me lancthe se ace rcó a Shim rod y le puso las m anos e n los hombros. El dulce olor de
las viole tas invadió e l aire .
— Shim rod, ¿m e a m a s?
— Estoy fascinado y obse sionado. —Shim rod le ciñó la cintura con los brazos y la
a trajo hacia sí—. Hoy e s de m asia do tarde para ir a Ire rly. Ven, regresaremos a la posada. Esta
noche com partirás m i cuarto, y m uchas otras cosas.
Me lancthe dijo sua ve m e nte :
— ¿De ve ras de se as sabe r cuánto podría am arte ?
— Eso e s pre cisa m e nte lo que te ngo e n m e nte . ¡Ve n! Ire rly pue de e spe rar.
— Shim rod, haz e sto por m í. Entra e n Ire rly y trá e m e tre ce joyas consteladas, cada
cual de distinto color, y yo vigilaré la e ntrada.
— ¿Y lue go?
— Ya lo ve rás.
Shim rod inte ntó acostarla e n la hie rba.
— Ahora.
— ¡No, Shim rod! ¡De spué s!
Los dos se m iraron de hito e n hito. Shim rod no se atre vió a pre sionarla más: ya le
había arrancado una prom e sa.

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C e rró los de dos sobre un am ule to y dijo e ntre die nte s las sílabas de un hechizo que
te nía e n la m e nte , y e l tie m po se se paró e n sie te ram ales. Uno de los siete se alargó y se dobló
e n á ngulos re ctos para cre a r un hia to te m pora l; Shim rod a va nzó a lo largo de e ste ramal
m ie ntras Me lancthe , e l claro de l bosque y todo lo de alre de dor pe rm ane cía e stático.

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14

Murge n vivía e n Swe r Sm od, una re side ncia de pie dra con cincue nta cuartos
re ve rbe ra nte s, e n lo a lto de l Te a ch tac Te a ch.
Shim rod voló a toda ve locidad de sus botas e m plum adas, brincó y saltó a lo largo del
C am ino Este -O e ste de sde R incón de Twitte n hasta Sotovalle Oswy, luego por un camino lateral
hasta Swe r Sm od. Los te m ible s ce ntine la s de Murge n lo de jaron pasar.
La pue rta principal se abrió am e Shim rod. Entró y e ncontró a Murge n esperándolo
ante una gran m e sa con un m ante l de lino y cubie rtos de plata.
— Sié ntate —dijo Murge n—. Te ndrás ham bre y se d.
— Am bas cosas.
Los sirvie nte s tra je ron fue nte s y bande ja s; Shim rod sació su apetito mientras Murgen
probaba dive rsos bocados y e scuchaba e n sile ncio m ie ntras Shimrod le contaba sus sueños, el
e ncue ntro con Me lancthe y e l e pisodio de la pue rta hacia Ire rly.
— Sie nto que e lla vino a m í bajo pre sión, de lo contrario su conducta es inexplicable.
En un m om e nto m e de m ue stra una cordialidad casi infantil, al siguiente se vuelve totalmente
cínica e n sus cálculos. Supue stam e nte quie re tre ce ge m as de Ire rly, pero sospecho que hay
otros m otivos. Está tan se gura de m i apasionam ie nto que ape nas se m olesta en disimular.
— Hue lo la pre se ncia de Tam ure llo —dijo Murge n—. Si te derrota, me debilitará. Como
usa a Me lancthe , su participación no se pue de de m ostrar. Él jugó con la bruja Desmëi, luego
se cansó de e lla. Por ve nganza e lla e laboró dos criaturas de be lleza ideal: Melancthe y Faude
C arfilhiot. Se proponía e nloque ce r a Tam ure llo con Me lancthe , altiva e inalcanzable. ¡Pobre
De sm ë i! Tam ure llo pre firió a Faude C arfilhiot, que dista de se r altivo. Juntos exploran todas
las costas de la conjunción antinatural.
— ¿C óm o controlaría Tam ure llo a Me lancthe ? — Lo ignoro, sie m pre que é l e sté
involucrado.
— Pue s bie n, ¿qué de bo hace r?
— Tuya e s la pasión. De be s satisface rla com o e lijas.
— ¿Y qué haré con Ire rly?
— Si vas allí com o e stás ahora, nunca re gre sarás. Ésa e s m i sospe cha.
— Me cue sta asociar tanta de sle altad con tanta be lle za —dijo Shimrod con tristeza—.
Ella jue ga un jue go pe ligroso, apostando su se r vivie nte .
— Tam bié n tú, apostando tu se r m ue rto.
Shim rod, intim idado por e se pe nsam ie nto, se re clinó e n la silla.
— Lo pe or de todo e s que e lla se propone ganar. Y aun así... Murge n e spe ró.
— ¿Y aun así, qué ?
— Sólo e so.
—Entie ndo. —Murge n sirvió vino e n am bas copas—. Ella no de be ganar. Entre otras
razone s, para no com place r a Tam ure llo. Ahora, y quizá para sie mpre, estoy preocupado por
e l De stino. Vi e l porte nto e n form a de una a lta ola ve rde m ar. De bo e ncarar e l problema y
quizá tu dispongas de m i pode r aun ante s de e star pre parado para ello. Prepárate, Shimrod.
Pe ro ante s púrgate de la pasión, y hay un solo m e dio para e ste fin.

Shim rod re gre só a R incón de Twitte n con los pie s e m plum ados. Se dirigió al claro
donde había abandonado a Me lancthe , quie n pe rm ane cía tal y com o la había de jado.
Inve stigó e l cla ro; nadie a ce chaba e n las som bras. Miró e l porta l: e strías ve rde s y

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arre m olinadas de sdibujaban e l pasaje hacia Ire rly. Sacó un ovillo de hilo de su morral. Tras
atar e l cabo sue lto a una fisura de l hie rro de la pue rta, arrojó e l ovillo de ntro de la abertura.
R e cogió los sie te s ram ale s de tie m po y re ingre só e n e l ám bito com ún. Las palabras de
Me lancthe a ún se suspe ndía n e n e l a ire .
— Y lue go ya lo ve rás.
— De be s prom e té rm e lo. Me lancthe suspiró.
— C uando re gre se s, te ndrás todo m i am or. Shim rod re fle x ionó.
— Y se re m os a m a nte s, e n cue rpo y e spíritu. ¿Lo prom e te s? Me lancthe torció la
cara y ce rró los ojos.

— Sí. Te alabaré , te acariciaré y podrás dispone r de m i cue rpo. ¿Te pare ce bie n?
— Lo ace pto a falta de algo m e jor. Dim e algo sobre Ire rly y lo que de bo buscar.
— Te e ncontrarás e n una inte re sante com arca de m onta ña s vivie nte s. Bra m a n y
aúllan, pe ro e n ge ne ral no son m ás que alarde s. Me han dicho que norm alm e nte son
be nignas.
— ¿Y si e ncue ntro a lguna de otra cla se ? Me lancthe lució su sonrisa re fle x iva .
— Entonce s e vita re m os los sobre sa ltos y pe rple jidade s a tu regreso. Shimrod pensó
que e sa obse rva ción e staba de m ás.
— Las pe rce pcione s se produce n por m é todos inusitados —continuó Melancthe con
voz distraída. Dio a Shim rod tre s discos pe que ños y transpare nte s—. Estos apre surarán tu
búsque da. De he cho, sin e llos te volve rás loco al instante . En cuanto cruces el portal, póntelos
e n las m e jillas y la fre nte ; son e scam as de sande stin y adaptarán tus sentidos a Irerly. ¿Qué es
e sa m ochila que lle vas? No la había visto ante s.
— Efe ctos pe rsonale s. No te pre ocupe s. Habíam e de las ge m as.
— Son de tre ce colore s no conocidos aquí. Ignoro cuál e s su función, tanto aquí
com o allá, pe ro de be s e ncontrarlas y trae rlas.
— Pe rfe cto —dijo Shim rod—. Ahora bé sam e , para de m ostrar bue na voluntad.
— Shim rod, e re s de m asiado frívolo.
— ¿Y confiado?
Me lancthe pare ció titilar, o m ove rse bruscam e nte . Ahora sonre ía.
— ¿C onfia do? En a bsoluto. Ahora bie n, para e ntra r e n Ire rly, necesitarás esta vaina.
Es para prote ge rte de las e m a na cione s. Tom a tam bié n e sto. —Le dio un par de escorpiones
de hie rro que se arrastraban e n e l e x tre m o de unas cade nas de oro—. Se llaman Acá y Acullá.
Uno te lle vará allí, e l otro te trae rá aquí. No ne ce sitas nada m ás.
— ¿Espe ra s a quí?
— Sí, que rido Shim rod. Ahora ve .
Shim rod se e nvolvió e n la vaina, se puso las e scam as de sandestin en la frente y las
m e jillas, y cogió los am ule tos de hie rro.
—¡Acullá! ¡Llé vam e a Ire rly! —Entró e n e l pasaje , asió e l ovillo de hilo y avanzó. Lo
e nvolvie ron fluctuacione s ve rde s y palpitante s. Un vie nto ve rde lo arrastró, una fuerza malva
y azul lo im pulsó e n otras dire ccione s. El corde l se de slizaba e ntre los dedos. El escorpión de
hie rro conocido com o Acullá dio un gran salto y lle vó a Shim rod hacia Ire rly, pasando por
una lum inosidad fugaz.

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15

En Ire rly las condicione s e ran m e nos favorable s de lo que Shimrod había esperado. La
vaina de m ate rial de sande stin care cía de consiste ncia y pe rm itía que e l sonido y otras dos
se nsacione s ire rle sas, e l toice y e l gliry, le castigaran las carne s. Los insectos de hierro, Acá y
Acullá, de inm e diato se transform aron e n m ontículos de ce niza. La e stofa de Ire rly e ra
pe rve rsam e nte m aligna o tal ve z —pe nsó Shim rod— las criaturas no habían sido sandestins.
Ade m ás, los discos que de bían adaptarle la pe rce pción no e staban bie n sintonizados, y
Shim rod e x pe rim e ntó sorpre nde nte s dislocacione s: un sonido que le llegó como un chorro de
líquido m alolie nte ; otros arom as e ran conos rojos y triángulos am arillos que desaparecieron
cuando ajustó los discos. La visión se e x pre saba com o líne as tensas que cruzaban el espacio,
gote ando fue go.
Tante ó los discos, probando dive rsas orie ntacione s, te m blando ante incre íble s
dolore s y sonidos que se le arrastraban por la pie l con patas de araña, hasta que por
accide nte las pe rce pcione s e stable cie ron contacto con las re gione s adecuadas de su cerebro.
Las se nsacione s de sagradable s se re duje ron, al m e nos de momento, y Shimrod, agradecido,
e x a m inó Ire rly.
C a ptó un paisa je de gra n e x te nsión salpica do de a isla da s m onta ña s de un gris
am arille nto que culm inaban e n ridículas caras se m ihum anas. Todas las caras miraban hacia
arriba con e x pre sión re probatoria. Algunas hacían m ue cas y ge stos cataclísm icos, otras
e m itían atronadore s e ructos de de sdé n. Las m ás de stempladas sacaban un par de lenguas de
color hígado de las que chorre aban gotas de m agm a que al caer tintineaban como campanillas.
Un par de e llas e scupie ron chorros de sonido ve rde y sise ante; Shimrod los eludió y golpearon
otras m ontañas, causando nue vas pe rturbacione s.
Shim rod, siguie ndo las instruccione s de Murge n, gritó con voz am istosa:
—¡C aballe ros, caballe ros! C alm a. A fin de cue ntas, soy un hué spe d e n vue stros
notable s dom inios, y m e re zco vue stra conside ración.
Una gra n m onta ña que e staba a gra n dista ncia rugió e n un cre sce ndo:
—¡Hubo otros que se de cían hué spe de s, pe ro re sultaron se r ladrone s y
de pre dadore s! Vinie ron a quitarnos nue stros hue vos de trueno; ahora no confiamos en nadie.
R e quie ro a las m onta ña s Mank y Elfard que se conca te ne n sobre tu susta ncia .
De nue vo Shim rod re clam ó ate nción.
— No soy lo que cre é is. Los grande s m agos de las Islas Elder admiten los daños que
habé is sufrido. Se m aravillan ante vue stra e stoica pacie ncia. De hecho, me han enviado aquí
para e logiar e sa s virtude s y vue stra e x ce le ncia e n ge ne ral. Jam ás observé magma arrojado
con tal pre cisión. Jam ás he visto ge stos tan grote scos.
— Eso e s fácil de de cir —gruñó la m ontaña que había hablado ante s.
— Más aún —de claró Shim rod—, m is cole gas y yo com partim os vuestro odio por los
ladrone s y de pre dadore s. He m os m atado a vanos y ahora de se am os de volve r e l botín.
C aballe ros, te ngo aquí tantos hue vos de true no com o fue posible re cobrar e n tan corto
tie m po. —Abrió la m ochila y de jó cae r varios guijarros. Las m ontañas m anifestaron recelo y
de sconcie rto, y varias e scupie ron chorros de m agm a.
Un pe rgam ino surgió de la m ochila de Shim rod. El lo cazó al vue lo y le yó:

Yo, Murge n, e scribo e stas palabras. Ahora sabe s que la be lle za y la fe no son
cualidade s inte rcam biable s. De spué s de que e ngañaste a la bruja Melancthe con un hiato, ella
re alizó un truco sim ilar y te quitó tus hue vos de true no para que las montañas te golpearan con
sus chorros de m agm a. Sospe ché dicho truco y m e m antuve ale rta para obrar un tercer hiato,
durante e l cual re puse e n tu m orral los hue vos de true no y todo lo de m ás que ella te había
robado. C ontinúa com o ante s, pe ro te n cuidado.

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Shim rod gritó a las m ontañas:
—¡Y ahora, los hue vos de true no!
Buscó a tie ntas e n e l m orral y e x tra jo una bolsa . C on un a de m á n e le ga nte
de spa rram ó e l conte nido e n una protube ra ncia ce rca na . Las m onta ñas se aplacaron. Una de
las m ás notable s, a oche nta k ilóm e tros de distancia, proye ctó un m e nsaje :
— ¡Bie n he cho! Ace pta nue stra cordial bie nve nida. ¿Te propone s pe rm anecer aquí
m ucho tie m po?
— Tare as urge nte s re quie re n m i re torno casi inm e diato. Sólo que ría de volve ros
vue stra propie dad y obse rvar vue stros e splé ndidos logros.
— P e rm íte m e e x plica rte a lgunos a spe ctos de nue stra que rida com arca .
Ante todo de be s com pre nde r que nos suscribim os a tre s re ligione s que compiten
e ntre sí: la Doctrina de la C intura Arcoide , e l Macrolito Am ortajado, que pe rsona lm e nte
conside ro una falacia , y la noble Ala rm a De sam pa ra dora . Estas difie re n e n de talle s
significa tivos. —La m onta ña se e x pla yó e n sus e x plica cione s, proponie ndo a na logías y
e je m plos y a ve ce s ponie ndo ge ntilm e nte a prue ba la com pre nsión de Shim rod.
— ¡Apasionante ! —dijo al fin Shim rod—. Mis ide as han sufrido pro fundas
a lte racione s.
— Es una pe na que de bas irte . ¿Vas a re gre sar con m ás hue vos de true no?
— ¡C uanto ante s! Entre tanto, quisie ra lle varm e algunos re cuerdos, para mantener a
Ire rly e n m i m e m oria.
— No hay proble m a. ¿Q ué e s lo que te agradaría?
— Bie n... ¿qué m e dice s de los pe que ños obje tos re lucie nte s de m uchos y
cautivante s colore s, tre ce e n total? Me gustaría e so.
— Te re fie re s a las florida s pústula s que se a cum ula n a lre de dor de a lgunos de
nue stros orificios. Las conside ram os chancros, con pe rdón de la palabra. Llé vate cuantas
de se e s.
— En e se caso, tanta s com o e ntre n e n e ste m orral.
— Sólo podrás lle var un grupo. ¡Mank , Idisk ! Una partida de vue stras pústulas más
se le cta s, por favor. Ahora , volvie ndo a nue stro com e nta rio sobre las a nom a lías teológicas,
¿cóm o concilian vue stros sabios las di ve rsas y e x travagante s visione s a que hicim os
re fe re ncia?
— Bie n... e n ge ne ral, m e zclan lo m alo con lo bue no.
— ¡Aja! Eso concordaría con e l Gnosticism o O riginal, com o he sospe chado durante
m ucho tie m po. Bie n, quizá los se ntim ie ntos fue rte s no se an sabios. ¿Has e m pacado los
re corda torios? Bie n. Por cie rto, ¿cóm o re gre sa rá s? Ve o que tus sande stins se han convertido
e n polvo.
— Sólo ne ce sito se guir e sta líne a hasta e l portal.
— ¡Una inge niosa te oría! R e ve la una lógica totalm e nte nue va y re volucionaria.
Una m ontaña le jana m ostró su de sagrado e scupie ndo un chorro de m agma azul.
— C om o de costum bre , los conce ptos de Dodar borde an casi supersticiosamente lo
inconce bible .
— ¡En absoluto! —re plicó Dodar—. Una últim a ané cdota para e je m plificar mi punto
de vista... No, ve o que Shim rod e stá ansioso por partir. ¡Q ue te ngas un viaje agradable !
Shim rod a va nzó tante a ndo e l hilo, a ve ce s e n varia s dire cciones al mismo tiempo, a
travé s de nube s de m úsica am arga, y de l blando vie ntre de lo que caprichosamente consideró
ide a s m ue rtas. Vie ntos ve rde s y a zule s sopla ba n de sde a bajo y arriba con tal fuerza que temió

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que se cortara e l hilo, que pare cía habe r adquirido una curiosa plasticidad. Al fin, e l
ovillo re cobró su dim e nsión original y Shim rod supo que de bía e star ce rca de la
abe rtura. Se topó con un sande stin con form a de niño de cara lozana, sentado en una piedra
y afe rrado a la punta de l hilo. Shim rod se de tuvo. El sande stin se irguió lánguidam e nte .
— ¿Lle vas tre ce ge m as?
— Así e s, y a hora e stoy pre pa ra do para re gre sa r.
— Dam e las ge m as. De bo lle varlas a travé s de l vórtice .
— Se rá m e jor que las lle ve yo —dijo Shim rod con de sconfianza—. Son de masiado
de lica da s para confiarla s a un subalte rno.
El sande stin arrojó a un lado e l cabo sue lto de l hilo y de sapare ció e n una nie bla
ve rde , y Shim rod se que dó asie ndo un inútil ovillo de hilo. El tie m po pasó. Shimrod esperó,
cada ve z m ás incóm odo. El m anto prote ctor se había de te riorado m ucho y los discos de
pe rce pción pre se ntaban im á ge ne s poco fia ble s.
El sande stin re gre só, con aire de quie n no tie ne nada m e jor que hace r.
— Traigo las m ism as órde ne s de ante s. Dam e las ge m as.
— Me nie go. ¿Acaso tu a m a m e conside ra tan bobo?
El sande stin se m archó e ntre una m araña de m e m branas ve rde s, m irando
sardónicam e nte por e ncim a de l hom bro.
Shim rod suspiró. Se le había de m ostrado una de sle altad total. Extrajo del morral los
artículos que le había dado Murge n: un sande stin de la e spe cie conocida como hexamorfo,
vanas cápsulas de gas y una te ja donde e staba inscrito e l he chizo de l Im pulso Invencible.
— Llé va m e de re gre so a tra vé s de l vórtice —le dijo Shim rod a l sande stin—, de
vue lta al claro de R incón de Twitte n.
— Tus e ne m igos han ce rrado e l e sfínte r. De be m os ir por las cinco he nde duras y
una pe rturbación. Usa gas y pre párate para e m ple ar e l he chizo.

Shim rod se rode ó con e l gas de una de las ve jigas, y e l gas lo envolvió como jarabe.
El sande stin lo condujo durante m ucho tie m po y al fin le pe rm itió de scansar.
—Ponte cóm odo. De be m os e spe rar.
Transcurrió un tie m po cuya duración Shim rod no pudo calcular.
—Pre para e l he chizo —dijo e l sande stin.
Shim rod lle vó las sílabas a su m e nte , y las runas se de svane cie ron de la te ja,
de jando un obje to e n blanco.
—Ahora, di tu he chizo.
Shim rod se e ncontró e n e l claro adonde había ido con Me lancthe. Ella no estaba por
ninguna parte . Era e l atarde ce r de un gris y frío día de otoño o invie rno. Nube s bajas
colga ba n sobre e l cla ro; los á rbole s circunda nte s a lzaban ram as de snuda s, de lineando el
cie lo de ne gro. En la lade ra de l pe ñasco ya no se ve ía una pue rta de hie rro.
Esa noche de invie rno, El Sol R isue ño y la Luna Pla ñide ra e staba tibia y cómoda,
ape nas con hué spe de s. Hock shank e l posade ro saludó a Shim rod con una ge ntil sonrisa.
— Me ale gra ve rte . Te m ía que hubie ras te nido un accide nte .
— Tus te m ore s e ran bastante ace rtados.
— No e s nove dad. Todos los años hay pe rsonas que desaparecen extrañamente de la
fe ria.
La ropa de Shim rod e staba he cha jirone s y la te la e staba algo podrida; cuando se
m iró e n e l e spe jo vio unas m e jillas e njutas, unos ojos saltone s y una pie l tan m anchada

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com o m ade ra podrida.
De spué s de ce nar se que dó re fle x ionando junto al fue go. Pe nsó que Melancthe le
había e nviado a Ire rly por una de varias razone s: para adquirir las trece gemas de color, para
ase gurarse de su m ue rte o am bas cosas. Su m ue rte pare cía se r e l propósito primordial. De
lo contrario, le habría pe rm itido trae r las ge m as. ¿A costa de su virtud? Shim rod sonrió.
Burla ría su prom e sa tal com o había burla do su bue na fe .
Por la m añana Shim rod pagó su cue nta, se ajustó las plumas a sus nuevas botas y se
m archó de R incón de Twitte n.
C uando lle gó a Trilda, e l prado lucía de solado y lúgubre bajo las nubes bajas. Una
nue va de solación rode aba la re side ncia. Shim rod se acercó despacio y se detuvo a examinar el
lugar. La pue rta e staba e ntorna da y de sve ncijada. Al e ntra r, e ncontró el cadáver de Grofinet:
lo habían colgado de las vigas cabe za abajo y lo habían que m ado e n e l fue go, tal vez para
obligarle a re ve lar dónde e staban los te soros de Shim rod. A juzgar por lo que se veía, primero
habían asado la cola de Grofine t, ce ntím e tro a ce ntím e tro, e n un brase ro. Al final le habían
pue sto la cabe za e n las llam as. Sin duda, e n un ataque de histeria, había gritado lo que sabía,
sufrie ndo tanto por su de bilidad com o por e l fue go que tanto temía. Y luego, para silenciar sus
alaridos, alguie n le había partido la cara cham uscada con un hacha.
Shim rod m iró de bajo de l hogar, pe ro e l obje to anudado que re pre se ntaba su
cole cción de arte factos m ágicos no e staba. Lo sospe chaba. Te nía habilidades rudimentarias,
conocía un par de trucos de charlatán, un par de he chizos. Shim rod, que nunca había sido un
gra n m ago, a hora a pe na s e ra un m ago.
¡Me la ncthe ! Ella había cre ído e n é l tan poco com o é l e n e lla. Aun a sí, él no le habría
causado un gran daño, m ie ntras que e lla había ce rrado e l 1 portal para que m urie ra e n
Ire rly.
—¡Me lancthe , m alva da Me lancthe ! ¡Pa ga rá s por tus de litos! Escapé y vencí, pero en la
ause ncia que causaste yo pe rdí m is pe rte ne ncias, y Grofine t pe rdió la vida. Sufrirás e n la
m ism a proporción. —Así de spotricaba Shim rod m ie ntras pase aba por la casa.
Los que había n a sa ltado Trilda e n su a use ncia tam bié n de bía n se r captura dos y
castiga dos. ¿Q uié ne s se ría n?
¡El O jo Dom é stico! ¡Pre parado para tale s continge ncias! Pe ro ante s se pultaría a
Grofine t, y así lo hizo, e n una glorie ta de trás de la casa, junto con las pequeñas pertenencias
de su am igo. Te rm inó a la luz e vane sce nte de l atarde cer. Regresó adentro, encendió todas las
lám paras y pre ndió un fue go e n e l hogar. Trilda aún lucía lúgubre .
Shim rod bajó e l O jo Dom é stico de la viga y lo puso e n la m e sa tallada de la sala,
donde , una ve z e stim ulado, re cre ó lo que había obse rvado e n ause ncia de Shim rod.
Los prim e ros días habían transcurrido sin incide nte s. Grofine t cumplía celosamente
con sus de be re s y todo andaba bie n. Lue go, e n una lánguida tarde de verano, el Anunciador
e x cla m ó:
—¡Ve o a dos e x traños de e spe cie de sconocida! Se aproximan desde el sur. Grofinet se
a pre suró a pone rse e l casco y a pla ntarse e n la pue rta, e n
lo que conside raba una actitud de autoridad.
— ¡Ex traños! —gritó—. Te ne d la bondad de de te ne ros. Esto e s Trilda, residencia del
m ago Shim rod, y de m om e nto bajo m i prote cción. C om o no veo razones para que estéis aquí,
te ne d la corte sía de se guir vue stro cam ino.
— Te solicitam os un re frige rio: una hogaza, un trozo de que so, un vaso de vino, y
continuare m os nue stro viaje —conte stó una voz.
— No os ace rqué is m ás. O s lle varé com ida y be bida adonde estáis, pero luego debéis
re anudar la m archa e n se guida. Tale s son m is órde ne s.
— C aballe ro, haz lo que juzgue s apropiado.
Grofine t, halagado, se volvió, pe ro de inm e diato lo capturaron y lo suje taron con

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corre a s de cue ro, y a sí e m pe zaron los e spantosos a conte cim ie ntos de la tarde .
Los intrusos e ran dos: un hom bre alto y apue sto con ropa y modales de caballero, y
su subalte rno. El caballe ro te nía un físico de licado y grácil, pelo negro y lustroso que enmarcaba
rasgos arm ónicos. Lle vaba ropa de cue ro ve rde , con una capa negra y espada larga propia de su
condición.
El se gundo ladrón e ra m ás bajo y corpule nto. Sus rasgos pare cían com prim idos,
re torcidos y abigarrados y poco e sclare cidos. Un bigote m arrón le caía sobre la boca. Sus
brazos e ran grue sos, y las de lgadas pie rnas pare cían dolerle al caminar, de modo que su andar
e ra vacilante . El tortura ba a Grofine t m ie ntra s e l otro, a poya do e n una m e sa, be bía vino y
proponía ide as.
Todo te rm inó. Grofine t colgaba hum e ando y, por fin, pudieron sacar del escondrijo la
caja ple ga da de a rte factos.
— Hasta ahora, todo ha ido bie n —dijo e l caballe ro de pe lo negro—, pero Shimrod ha
ocultado sus te soros con un ace rtijo. Aun así, no nos fue m al.
— Es un m om e nto fe liz. He trabajado con afán. Ahora puedo de scansar y disfrutar
de m is rique zas.
El caballe ro rió con indulge ncia.
— Me ale gro por ti. Tras una vida de cortar cabe zas, e stirar e l potro y re torce r
narice s, te has conve rtido e n una pe rsona im portante , incluso e ncum brada. ¿Te convertirás
e n caballe ro?
— No. Mi cara m e de lata: «He aquí un ladrón y un ve rdugo.» Así sea: buenos oficios
am bos, y bravo por m is e strope adas rodillas, que m e im pide n practicarlos.
— ¡Una lástim a! Tus habilidade s son raras de e ncontrar.
— En ve rdad, he pe rdido e l gusto por de gollar a la luz de l fue go, y e n cuanto al
robo, m is pobre s rodillas ya no m e lo pe rm ite n. Se tue rce n hacia am bos lados y chasquean.
Aun así, no m e ne garé algún acto de rate ría para dive rtirm e .
— ¿Y dónde iniciarás tu nue va carre ra?
— Iré a Dahaut y allí se guiré las fe rias, quizás hasta m e haga cristiano. Si m e
ne ce sitas, de ja un m e nsaje e n Avallon, e n e l lugar que te m e ncioné .

Shim rod voló a Swe r Sm od con los pie s e m plum ados. Había un letrero en la puerta:

La tie rra e stá agitada y e l futuro e s incie rto. Murge n de be renunciar a su tranquilidad
para re solve r los proble m as de l De stino. A sus visitante s pide e x cusas por su ausencia. Los
am igos y las pe rsonas ne ce sitadas pue de n buscar refugio aquí, pero no garantizo mi protección.
Para quie ne s tie ne n m alas inte ncione s., no ne ce sito de cir nada. Ellos ya sabe n.

Shim rod e scribió un m e nsaje y lo de jó e n la m e sa de l salón principal:

Te ngo poco que de cir, e x ce pto que fui y volví. En m is viaje s las cosas salieron según
lo plane ado, pe ro hubo pé rdidas e n Trilda. Espe ro re gre sar de ntro de un año, o tan pronto
com o se haya he cho justicia. De jo a tu cuidado las ge m as de tre ce colore s.

C om ió de la de spe nsa de Murge n y durm ió e n un diván de l ve stíbulo.


Por la m añana se vistió de m úsico am bulante : gorra ve rde con penacho de plumas
de búho, pantalone s ce ñidos de sarga ve rde , túnica azul y capa m arrón.
En la gran m e sa e ncontró una m one da de plata; una daga y un pe que ño y raro

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instrum e nto que producía vividas tonadas casi por propia iniciativa. Shim rod se guardó la
m one da e n e l bolsillo, se puso la daga e n la cintura, se colgó el instrumento del hombro. Luego
se m archó de Swe r Sm od y atrave só e l Bosque de Tantre valle s rum bo a Dahaut.

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En una ce lda con form a de cam pana de cuatro m e tros de diám etro y a ve intiún
m e tros bajo tie rra, un día se distinguía de otro por nim ie dade s: e l gote o de la lluvia, un
atisbo de l cie lo azul, una m igaja de m ás e n las racione s. Aulas re gistraba el transcurso de los
días colocando guijarros e n un salie nte . Die z guijarros e n la zona «unidad» e quivalían a un
guija rro e n la zona «de ce na ». C ua ndo se cum plie ron nue ve «de ce na s» y nueve «unidades»,
Aillas puso un guijarro e n la zona de la «ce nte na».
Le daban una hogaza, una jarra de agua y un m anojo de zanahorias o nabos, o
una cabe za de re pollo cada tre s días, m e diante un ce sto que bajaban de sde e l e x te rior.
Aillas se pre guntaba a m e nudo cuánto viviría. Al principio yacía inerte, apático. Al fin,
con un gra n e sfue rzo, se obligó a hace r e je rcicio: fle x ione s, saltos, giros. Al recobrar el tono
m uscular, re cupe ró e l ánim o. La fuga no e ra im posible . ¿Pe ro cóm o? Trató de cavar huecos
e n la pare d de pie dra; las proporcione s y la configuración de la ce lda garantizaban el fracaso
de e ste plan. Trató de le vantar las pie dras de l sue lo para apilarlas y llegar al conducto, pero las
junturas e ran de m asiado firm e s y las losas de m asiado pe sadas, así que también descartó
e sta ide a .
Transcurrie ron los días y los m e se s. En e l jardín, los días y los m e se s tam bié n
pasaban y Suldrun e ngordaba con e l niño conce bido por e lla y Aillas.
El re y C asm ir había prohibido e l acce so al jardín, salvo a una criada sordom uda.
Sin e m bargo, e l he rm ano Um phre d, por se r sace rdote , se conside raba libre de la
prohibición, y visitó a Suldrun al cabo de tre s m e se s. Suldrun tole ró su pre se ncia con la
e spe ranza de re cibir noticias, pe ro e l he rm ano Um phre d no podía de cirle nada. Este
sospe chaba que Aillas había se ntido todo e l pe so de la ira de l rey Casmir y como ella también
cre ía lo m ism o, no hizo m ás pre guntas. El he rm ano Um phre d inte ntó se ducirla
varias ve ce s, ocasione s e n las que Suldrun se e nce rraba e n la capilla. Y el hermano
Um phre d se m archaba sin adve rtir que e l vie ntre de Suldrun había e m pe zado a cre ce r.
Tre s m e se s de spué s re gre só, y e l e m barazo de Suldrun e ra e ntonce s e vide nte.
—Suldrun, que rida m ía , e stás e ngorda ndo —obse rvó irónica m e nte e l he rm a no
Um phre d.
Sin de cir palabra, Suldrun se le vantó y e ntró e n la capilla.
El he rm ano Um phre d re fle x ionó un instante y fue a consultar su re gistro. Calculó a
partir de la fe cha de la boda y lle gó a una fe cha aprox im ada de nacim ie nto. C om o la
conce pción se había producido varias se m anas antes de la boda, su cálculo tenía varias semanas
de e rror, un de talle que e l he rm ano Um phre d no advirtió. Lo im portante e ra e l embarazo:
¿cóm o podría a prove cha r e sa inform a ción que sólo é l pare cía conoce r?
Pasaron varias se m anas. El he rm ano Um phre d pre paró m il planes, pero ninguno le
ofre cía de m asia da s ve nta ja s, a sí que contuvo la le ngua.
Suldrun com pre ndía las e spe culaciones del hermano Umphred. Su preocupación crecía a
m e dida que se ace rcaba e l día de l alum bram ie nto. Tarde o te m prano el hermano Umphred
hablaría con e l re y C asm ir para re ve lar, con e sa rara m e zcla de hum ildad e im pudor, e l
pre cioso se cre to.
¿Q ué haría e ntonce s? Su im a gina ción no se a tre vía a lle gar tan le jos. O curriera lo
que ocurrie se , no se ría de su agrado.
El tie m po se acortó. Pre sa de l pánico, Suldrun subió cam ino arriba y se encaramó
a la pare d. Se ocultó e n un sitio de sde donde podía m irar a los campesinos que iban y venían
de l m e rcado.
El se gundo día inte rce ptó a Ehirm e , quie n, tras susurrar exclamaciones de asombro,
tre pó por las pie dras y e ntró e n e l jardín. Lloró y a brazó a Suldrun, y quiso saber por qué había

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fallado e l plan de fuga. ¡Todo había e stado tan bie n pre parado!
Suldrun lo e x plicó com o pudo.
—¿Q ué suce dió con Aulas?
Suldrun lo ignoraba. El sile ncio e ra sinie stro. Daban a Aillas por muerto. Juntas lloraron
de nue vo y Ehirm e m aldijo al tirano que infligía tale s de sdichas a su hija.
Ehirm e contó los m e se s y los días. C alculó e l tie m po se gún los ciclos lunares, y así
de te rm inó una probable fe cha de alum bram ie nto. Esa fe cha estaba ce rca: quizá cinco días,
quizá die z; no m ás, y todo sin los m e nore s pre parativos.
— ¡Esca pa rá s e sta noche ! —de claró Ehirm e . Suldrun re cha zó la idea
e nfáticam e nte y dijo:
— Se rías la prim e ra sospe chosa, y te ocurrirían cosas te rrible s.
— ¿Q ué se rá de l niño? Te lo arre batarán.
Suldrun no pudo conte ne r e l llanto, y Ehirm e la abrazó.
—¡Escucha e sta ide a tan a stuta! Mi sobrina e s re tra sa da . Tre s ve ce s ha que dado
e ncinta de l palafre ne ro, otro re trasado. Los dos prim e ros niños murieron en seguida, por pura
confusión. Ella ya tie ne los síntom as y pronto dará a luz a su te rce r hijo, a quie n nadie
quie re , y m e nos e lla. ¡Alé grate ! De algún m odo salvare m os la situación.
—Hay m uy poco que salvar —dijo Suldrun con triste za.
— Ya ve re m os —dijo Ehirm e .

La sobrina de Ehirm e dio a luz a su be bé : una niña, se gún lo que se veía. Como sus
pre de ce sore s, sufrió convulsione s, soltó unos chillidos y m urió sofocada.
Guardaron e l cadáve r e n una caja, e l he rm ano Um phred le dedicó unas palabras pías
—la sobrina se había conve rtido al cristianism o— y Ehirm e se lle vó la caja para enterrar a la
niña.
Al m e diodía de l día siguie nte , com e nzaron para Suldrun los dolore s de parto.
C ua ndo la pue sta de sol e ra inm ine nte , oje rosa , de m acra da pe ro relativamente alegre, dio a
luz un varón a quie n llam ó Dhrun, por un hé roe danaan que re gía los m undos de Arcturus.
Ehirm e lavó a Dhrun y le vistió con ropa lim pia. Por la noche re gre só con una
pe que ña caja. Bajo los olivos cavó una fosa donde se pultó sin ce re m onias a la niña muerta.
R om pió la caja y la que m ó e n e l hogar. Suldrun e spe raba a nsiosa m e nte , a costada e n e l
diván.
Ehirm e e spe ró a que las llam as m urie ra n y e l niño e stuvie ra dorm ido.
—Ahora de bo irm e . No te diré adonde irá Dhrun, por si acaso, para prote ge rlo de
C asm ir. En un par de m e se s, tú de sapare ce rás, irás al e ncue ntro de tu hijo y vivirás sin más
pe sare s, o e so e spe ro.
—¡Ehirm e , te ngo m ie do! —m urm uró Suldrun. Ehirm e e ncogió los
robustos hom bros.
—A de cir ve rdad, yo tam bié n te ngo m ie do. Pe ro, ocurra lo que ocurra, hemos hecho
todo lo que podíam os hace r.

El he rm ano Um phre d e staba se ntado a una m e sa de é bano y marfil frente a la reina


Sollace . Estudiaba con gran conce ntración un conjunto de tablillas de madera, cada cual tallada
con inscripcione s he rm é ticas sólo com pre nsible s para él. A ambos lados de la mesa ardían velas
de ce ra de baya de laure l.
El he rm a no Um phre d se inclinó hacia a de la nte con a som bro.
— ¿C óm o e s posible ? ¿O tro niño nacido de ntro de la fam ilia re al?

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La re ina Sollace soltó una risa gutural.
— Eso, Um phre d, e s una brom a o un disparate .
— Los signos son claros. Una e stre lla azul cue lga e n la gruta de la ninfa Merleach.
C am bianus ascie nde hacia la sé ptim a; aquí y allá hay otros nacie nte s. Querida reina, debes
pe dir una e scolta y re alizar una inspe cción. ¡Q ue tu sabiduría se a la prue ba!
— ¿Inspe cción? ¿Q uie re s de cir...? —La voz de Sollace se apagó.
— Sólo sé lo que m ue stran las tablillas.
Sollace se puso de pie y llam ó a varias dam as de la sala contigua.
—¡Ve nid! Me agradaría cam inar al aire libre .
El grupo, parlote ando, rie ndo y que jándose de l ine spe rado e je rcicio, caminó por la
arcada, atrave só la pote rna y bajó por las rocas hasta la capilla,
Suldrun apare ció. Supo de inm e diato a qué habían ve nido.
La re ina Sollace la inspe ccionó críticam e nte .
— Suldrun, ¿qué e s e ste dispa ra te ?
— ¿Q ué dispa ra te , re a l m adre ?
— Q ue e stabas e ncinta . Ve o que no e s a sí, por lo cua l e stoy agradecida. ¡Sacerdote,
tus tablillas te han e ngañado!
— Se ñora, las tablillas rara ve z se e quivocan.
— ¡Pe ro pue de s ve rlo con tus propios ojos!
El he rm ano Um phre d frunció e l ce ño y se acarició la barbilla.
—Ahora no e stá e ncinta, por lo que pare ce .
La re ina Sollace lo m iró un instante , lue go se ace rcó a la capilla y m iró ade ntro.
—Aquí no hay ningún niño.
— Entonce s de be e star e n otra parte . Ex aspe rada, la re ina Sollace se
volvió hacia Suldrun.
— ¡Dinos la ve rdad, de una ve z por todas!
—Si hay un cóm plice , se rá fácil de scubrirlo —añadió pe nsativam e nte e l he rmano
Um phre d,
Suldrun le clavó una m irada de de spre cio.
—Di a luz una hija. Abrió los ojos al m undo: vio la crue ldad e n que se debe vivir esta
vida y ce rró los ojos de nue vo. La se pulté allá con gran pe sar.
La re ina Sollace hizo un ge sto de frustración y llam ó a un paje .
—Ve a busca r a l re y. Esto e s a sunto suyo, no m ío. Ante todo, jam ás habría
e nce rrado a la m ucha cha a quí.
El re y C asm ir lle gó con un pé sim o hum or que ocultó tras una e x pre sión impasible.
— ¿Q ué ha suce dido? —le pre guntó a Suldrun.
— He te nido una niña. Murió.
C asm ir re cordó la pre dicción de De sm ë i re lacionada con e l hijo prim ogé nito de
Suldrun.
—¿Niña? ¿Una niña?
A Suldrun le costaba m e ntir. Asintió con un ge sto.
—La e nte rré e n la lade ra.
El re y C asm ir e studió e l círculo de caras y se ñaló a Um phre d.

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—Sace rdote , con tus bodas m e lindrosas y tu cháchara afe ctada, tú eres el hombre
indicado para e ste trabajo. Trae e l cadáve r.
Hirvie ndo de furia conte nida, e l he rm ano Um phre d agachó humildemente la cabeza
y fue hasta la tum ba. Bajo los últim os rayos de l sol de la tarde , re m ovió la tierra negra con
sus m anos blancas y de licadas. A un pie de la supe rficie e ncontró e l paño e n que habían
a m ortajado a la niña m ue rta. Mie ntra s a pa rtaba la tie rra, e l he rm a no e ntre a brió el paño y
vio la cabe za. Se de tuvo un insta nte . Im á ge ne s y e cos de pre se ncia s pasadas le cruzaron la
m e nte . Las im á ge ne s y e cos se rom pie ron y de sva ne cie ron. Alzó a la niña m uerta, la llevó
hasta la capilla y la de positó ante e l re y C asm ir.
El he rm ano Um phre d m iró a Suldrun a los ojos, y e n e sa sola m irada com unicó a
Suldrun todo e l re ncor que le guardaba por sus re chazos.
—Se ñor —dijo e l sace rdote —, he aquí e l cadáve r de una niña. No e s la hija de
Suldrun. C e le bré ritos finale s sobre e sta niña hace tre s o cuatro días. Es la hija bastarda de
una tal Me gwe th, y e l padre e s e l palafre ne ro R a lf.
El re y Casm ir soltó una carcajada.
—¿Y a sí pe nsa ba n e ngañarm e ? —Miró a su com itiva e inte rpe ló a un sargento—. Ve
con e l sace rdote y e l cadáve r a ve r a la m adre y a ve rigua qué ha suce dido. Si han canjeado
los niños, trae contigo al que e stá vivo.
Los visitante s abandonaron e l jardín, de jando a Suldrun a solas a la luz de una luna
cre cie nte .

El sarge nto visitó a Me gwe th con e l he rm a no Um phre d, y la muchacha pronto les dijo
que había e ntre ga do e l cadáve r a Ehirm e para que lo e nte rrara. El sargento regresó a Haidion
no sólo con Me gwe th, sino tam bié n con Ehirm e . Ehirm e habló hum ilde m e nte al rey Casmir:
—Se ñor, si a ctué m al, te n la ce rte za de que lo hice por a m or a tu be ndita hija, la
prince sa Suldrun, quie n no m e re ce tanta pe sadum bre .
El re y C asm ir e ntornó los ojos.
— Muje r, ¿de claras que he juzgado incorre ctam e nte a la de sobe die nte Suldrun?
— Se ñor, no quie ro falta rte e l re spe to, pe ro e ntie ndo que de se a s oír la ve rdad de
labios de tus súbditos. C re o que fuiste de m asiado se ve ro con la pobre niña. Te ruego que le
pe rm itas vivir una vida fe liz con su propio
hijo. Ella agrade ce rá tu m ise ricordia, así com o yo y todos tus súbditos, pues no ha
he cho ningún m al e n toda su vida.
Se im puso e l sile ncio. Todos los pre se nte s observaban furtivamente al rey Casmir, que
a su ve z re fle x ionaba. De sde lue go, pe nsó C asm ir, la m uje r te nía razón, pe ro de m ostrar
m ise ricordia e ra com o adm itir que había sido e x ce sivam e nte riguroso con su hija. No pudo ver
ninguna salida grácil. Ya que la m ise ricordia no e ra práctica, sólo podía reafirmar su posición
ante rior.
—Ehirm e , tu le altad e s adm irable . O jalá m i hija m e hubie ra pre stado un se rvicio
sim ilar. No re visaré su caso a quí y a hora , ni e x plica ré e l a pa re nte rigor de su castigo, salvo
para de clarar que , com o prince sa re al, su prim e r de be r e s hacia e l re ino.
»No hable m os m ás de e ste asunto. Ahora m e re fie ro al hijo alum brado por la
prince sa Suldrun e n lo que pare ce habe r sido un m atrim onio le gal, con lo cual e l niño e s
le gítim o, y por tanto obje to de m i pre ocupación. De bo ahora pedir al senescal que te envíe con
una e scolta apropiada, para que podam os re cibir al niño e n Haidion, su hogar.
Ehirm e pe stañe ó, titube ando.
—¿Pue do pre guntar, se ñor, sin inte nción de ofe nde rte , qué se rá de la prince sa
Suldrun, ya que e l niño e s de e lla?
De nue vo e l R e y C asm ir m e ditó su re spue sta. De nue vo habló suave m e nte .

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—Ere s adm irable m e nte te rca e n tu pre ocupación por nue stra díscola prince sa.
»Prim e ro, e n cuanto al m atrim onio, lo de claro nulo y contrario a los inte re se s del
e stado, a unque e l niño e s indudable m e nte le gítim o. En cua nto a la princesa Suldrun, llegaré
hasta aquí: si e lla adm ite sum isam e nte su e rror, si afirm a su intención de actuar de ahora en
a de la nte e n ple na obe die ncia de m is órde ne s, pue de re gre sa r a Haidion y asumir la condición
de m adre de su hijo. Pe ro prim e ro, e inm e diatam e nte , ire m os a buscar al niño.
Ehirm e se re lam ió los labios, se e njugó la nariz con el dorso de la mano, miró a diestra
y sinie stra.
—Maje stad —ave nturó—, tu e dicto e s m uy bondadoso. Te pido pe rmiso para llevar
e stas palabras de e spe ranza a la prince sa Suldrun, y aliviar su pe na. ¿Pue do ir ahora al
jardín?
El re y C a sm ir a sintió hura ña m e nte .
— Pue de s hace rlo, e n cua nto se pam os dónde e ncontrar a l niño.
— ¡Ma je stad, no pue do re ve lar e l se cre to de la princesa! Ten la generosidad de traerla
aquí y pe rm itir que e lla te dé la bue na nue va.
El re y C asm ir e ntornó los ojos.
—No ante pongas la le altad a la prince sa por e ncim a de tu le altad hacia mí, tu rey.
Haré la pre gunta una ve z m ás, solam e nte . ¿Dónde e stá e l niño?
— Se ñor —gim ió Ehirm e —, te suplico que se lo pre gunte s a Suldrun.
El re y C asm ir lade ó la cabe za y m ovió la m ano: se ñale s fam iliare s para sus
se rvidore s, que se lle varon a Ehirm e de l salón.
Esa noche , m ie ntra s dorm ía, Suldrun se sobre sa ltó a l oír a la ridos que ve nían del
Pe inhador. No pudo ide ntificar e l sonido, y trató de no pre starle ate nción.

Padraig, e l te rce r hijo de Ehirm e , atrave só e l Urquial para ir hasta el Peinhador y se


arrojó sobre Ze rling.
—¡Basta! ¡Ella no te lo dirá, pe ro yo sí! Acabo de re gresar de Glymwode, donde dejé al
m aldito crío. Allí lo e ncontraré is.
Ze rling de jó de atorm e ntar las e stiradas carne s y pasó e l inform e al re y C asm ir,
quie n de inm e diato e nvió una partida de cuatro caballe ros y dos nodrizas e n un carruaje
para re cobrar al niño. Lue go pre guntó a Ze rling:
— ¿Dijo a lgo e sa m uje r?
— No, m aje sta d. Se nie ga a habla r.
— Pre párate para cortar una m ano y un pie a su e sposo y cada uno de sus hijos, a
m e nos que e lla diga las palabras.
Ehirm e vio los sinie stros pre parativos con ojos e m pañados.
— Muje r —dijo Ze rling—, una partida se dirige a Glym wode para trae r al niño. El rey
insiste e n que , para obe de ce r su orde n, tú re spondas a su pre gunta . De lo contrario, tanto
tu e sposo com o tus hijos pe rde rán una m ano y un pie . Te pre gunto: ¿dónde e stá el niño?
— ¡Habla, m adre ! —e x clam ó Padraig—. ¡Ya no tie ne se ntido que calle s!
—El niño e stá e n Glym wode —gim ió Ehirm e —. Ahí te né is. Ze rling libe ró a los
hom bre s y los hizo salir al Urquial. Lue go tom ó una pinza, tiró de la le ngua de Ehirme y la
cortó e n dos. C aute rizó la he rida con un hie rro cande nte , y tal fue e l último castigo infligido a
Ehirm e por C asm ir.

En e l jardín e l prim e r día transcurrió de spacio, com o si cada instante se ace rcara
tím idam e nte , de puntillas, para atrave sar e l pre se nte y pe rde rse e ntre las som bras de l

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pasado.
El se gundo día fue brum oso, m e nos te nso, pe ro e l aire pare cía he nchido de
porte ntos.
El te rce r día, aún brum oso, pare cía le nto y de spojado de sensibilidad, pero inocente y
dulce , com o pre parado para la re novación. Ese día Suldrun cam inó de spacio por e l jardín,
parándose e n ocasione s a tocar un
tronco de árbol, o la supe rficie de una pie dra. R e corrió la playa con la cabeza gacha,
y sólo una ve z se de tuvo a m irar e l m ar. Lue go subió por e l se nde ro para sentarse entre las
ruinas.
Pasó la tarde : un tie m po dorado de e nsoñación, y los riscos de piedra abarcaban el
unive rso e nte ro.
El sol se hundió con suavidad y le ntitud. Suldrun cabe ce ó pe nsativamente, como si
vislum brara una ce rtidum bre , aunque las lágrim as le bajaban por las m e jillas.
De spuntaron las e stre llas. Suldrun bajó hasta e l añoso tilo y, bajo la pálida luz de las
e stre llas, se colgó. La luna, a som a ndo sobre e l risco, a lum bró una form a ine rte y un rostro
dulce y triste , ya de m udado por su nue vo conocim ie nto.

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En e l fondo de la m azm orra, Aulas ya no se conside raba solo. C on gran paciencia


había dispue sto doce e sque le tos a lo largo de una pare d. En e l remoto pasado, cuando esos
individuos habían cum plido con su pe riodo com o hom bre s, y al fin como prisioneros, cada cual
había tallado un nom bre , y a m e nudo un le m a, e n la pare d de roca: doce nombres para doce
e sque le tos. No había re sca te , indulto m fuga: tal pare cía se r e l m e nsa je de e sa
corre sponde ncia. Aillas se puso a e scribir su propio nom bre , usando e l filo de una hebilla.
Lue go, e n un arre bato de furia, de sistió. Se m e jante acto significaba resignación, y presagiaba el
de cim ote rce r e sque le to.
Aillas se e nfre ntó a sus nue vos am igos. Había pue sto un nom bre a cada uno de
e llos, quizá sin ace rtar.
—Aun así —le s dijo—, un nom bre e s un nom bre , y si uno de vosotros m e llamara
incorre ctam e nte , yo no m e ofe nde ría.
Pidió orde n a sus nue vos am igos.
—C aballe ros, ce le bram os un cónclave para com partir nue stra sabiduría colectiva y
ratificar una política com ún. No hay re glas de orde n; sólo la e spontane idad nos se rvirá,
de ntro de los lím ite s de l de coro.
»El tópico ge ne ral e s la fuga. Es un te m a sobre e l cual todos he m os cavilado,
e vide nte m e nte sin conclusione s favorable s. Para algunos de vosotros quizá ya no te nga
im portancia. Aun así, la victoria de uno e s la victoria de todos. De finamos el problema. Dicho
con sim ple za, e s e l acto de subir por e l conducto, de sde aquí hasta la superficie. Creo que si
pudie ra lle gar hasta la parte infe rior de l conducto, podría tre par hasta la superficie como un
cangre jo.
»C on e sta finalidad, te ngo que subir cuatro m e tros hasta e l conducto, y éste es un
proble m a form idable . No pue do saltar tan alto. No te ngo e scale rilla. Vosotros, colegas míos,
aunque te né is fue rte s hue sos, care cé is de te ndone s y m úsculos... ¿Será posible elaborar algo
m e diante e stos hue sos
y aque lla cue rda? Ve o ante m í doce cráne os, doce pe lvis, ve inticuatro fé m ure s,
ve inticuatro tibias e igual núm e ro de brazos, así com o m uchas costillas y gran cantidad de
parte s acce sorias.
«C a ba lle ros, hay que tra ba ja r. Ha lle gado e l m om e nto de levantar la sesión. ¿Alguna
m oción?
—Yo propongo disolve r la re unión sine die —dijo una voz gutural. Aulas miró la fila
de e sque le tos. ¿C uál había hablado? ¿O había sido su propia voz?
— ¿Hay votos ne gativos? —pre guntó al cabo de una pausa. Sile ncio.
— En e se caso —dijo Aulas—, e l cónclave se disue lve .
De inm e diato puso m anos a la obra, de sarm ando cada e sque le to, ordenando los
com pone nte s, articulándolos e n nue vas com binacione s para descubrir la combinación óptima.
Lue go se puso a construir, e ncajando un hue so e n otro con cuidado y precisión, raspándolos
contra la pie dra cuando e ra ne ce sario y afirm ando las articulacione s con fibra de cue rda.
Em pe zó con cuatro pe lvis, que unió con colum nas de costillas atadas. Sobre esta base montó
los cuatro fé m ure s m ás grande s y sobre e llos puso cuatro pe lvis m ás, y los aseguró con más
costillas. Sobre e sta plataform a fijó otros cuatro fé m ure s y otras cuatro pelvis, enlazándolas
para ase gurarse de que e stuvie ran firm e s. Así fabricó una e scale ra de dos pe ldaños que
soportó su pe so sin proble m as. Lue go construyó un pe ldaño m ás, y otro. Trabajaba sin prisa,
m ie ntra s los día s se conve rtía n e n se m anas, pue s no que ría que la e scale ra le fallara en el
m om e nto crítico. Para controlar la oscilación, clavó astillas de hueso en el suelo y fijó tensores
de soga; la solide z de la e structura le produjo una e ufórica satisfacción. Ahora la escalera era
toda su vida, un obje to be llo e n sí m ism o que e n cie rto m odo se volvió más importante que la
fuga. Se re gode a ba e n las de lga da s colum na s bla ncas, en las pulcras articulaciones, en el noble

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im pulso asce nde nte .
La e scale ra que dó te rm inada. El nive l supe rior, com pue sto por cubitos y radios,
e staba a poca distancia de la ape rtura de l conducto y, Aulas, con gran cautela, practicó cómo
introducirse e n é l. No había nada que de m orara su partida, excepto la llegada del próximo cesto
con pan y agua, pue s no que ría cruzarse con Ze rling cuando e l ve rdugo le traía comida. En la
siguie nte ocasión, cuando Ze rling subie ra la com ida intacta, m ove ría la cabe za y no traería
m ás ce stos.
El pan y e l agua lle garon al m e diodía. Aulas los sacó de l cesto, que luego subió vacío
por e l conducto.
Pasó la tarde ; e l tie m po nunca había transcurrido tan de spacio. La parte superior del
conducto se oscure ció; había lle gado la noche . Aulas subió por la e scale ra. Apoyó los
hom bros e n un costado de l conducto y los pie s e n e l otro, para afirm arse. Luego subió poco
a poco, al principio torpe m e nte , con m ie do a re sbalar, lue go con cre ciente soltura. Se detuvo
una ve z a de sca nsar y, cua ndo e stuvo a poca dista ncia de l broca l, a e scucha r.
Sile ncio.
C ontinuó, apre tando los die nte s, la cara te nsa. Asom ó por e l borde de la pare d
baja y rodó al costado. Apoyó los pie s e n e l sue lo, se irguió.
La noche callaba a su alre de dor. A un lado, la m asa de l Pe inhador tapaba el cielo.
Aulas corrió a ga za pa do hasta la vie ja pare d que ce rca ba e l Urquial. C om o una gra n rata
ne gra se de slizó por las som bras y fue hasta la vie ja pote rna.
La pue rta e staba e ntorna da y de squicia da . Aulas m iró hacia a ba jo. Entró por la
a pe rtura, a ga za pa do. Nadie a ce chaba e n la oscuridad, e intuyó que el jardín estaba desierto.
Bajó hasta la capilla y, tal com o e spe raba, ninguna ve la ardía allí, e l hogar estaba
apagado. Siguió bajando por e l se nde ro. La luna, asomando sobre las colmas, brillaba sobre el
m árm ol pálido de las ruinas. De spué s de m irar y e scuchar un instante , bajó hasta e l tilo.
—Aulas.
Se de tuvo. O yó de nue vo la voz, un susurro e stre m e ce dor.
—Aulas.
Se a ce rcó a l tilo.
—¿Suldrun? Estoy aquí.
Junto al árbol se e rguía una form a borrosa.
— Aulas, Aulas, lle gas de m asiado tarde . Nos han arre batado a nue stro hijo.
— ¿Nue stro hijo? —e x clam ó Aillas, sorpre ndido.
— Se llam a Dhrun, y ahora se m e ha ido para sie m pre ... O h, Aillas, no es agradable
e star m ue rta.
Brotaron lágrim as de los ojos de Aillas.
— Pobre Suldrun. ¿C óm o pudie ron tratarte así?
— La vida no fue am able conm igo. Ahora se ha ido.
— ¡Suldrun, re gre sa a m í!
La form a pálida se m ovió y pare ció sonre ír.
—No. Estoy fría y húm e da . ¿No tie ne s m ie do?
—Nunca m ás te ndré m ie do. C óge m e las m anos, te daré calor. La form a se movió
de nue vo e n e l claro de luna.
— Soy Suldrun, pe ro no soy Suldrun. Sie nto un frío tan doloroso que ni todo tu calor
podría aplacar... Estoy cansada, de bo irm e .
— ¡Suldrun! Q ué date conm igo, te lo rue go.

132
— Q ue rido Aillas, se ría m ala com pañía para ti.
— ¿Q uié n nos traicionó? ¿El sace rdote ?
— Sí. e l sace rdote . Dhrun, nue stro niño: e ncué ntralo, dale cariño y amor. ¡Promete que
lo harás!
— Lo haré . Haré todo lo posible .
— ¡Q ue rido Aillas, de bo irm e !
Aulas se que dó solo, tan acongojado que ni podía llorar. No había nadie más en el
jardín. La luna tre pó e n e l cie lo. Aillas al fin de cidió actuar. C avó bajo las raíce s de l tilo y
e x trajo a Pe rsilian e l e spe jo, la bolsa de las m one das y las ge m as de l cuarto de Suldrun.
Pasó e l re sto de la noche e n la hie rba junto a los olivos. Al alba escaló las rocas y se
ocultó e n las m atas junto a la carre te ra.
Un grupo de m e ndigos y pe re grinos ve nía de l e ste , de Kercelot. Aillas se unió a ellos y
así lle gó a la ciudad de Lyonesse . No te m ía se r re conocido ¿Quién confundiría a ese andrajoso
con e l príncipe Aillas de Troicm e t?
Un grupo de posadas e x hibía sus le tre ros allí donde e l Sfe r Arct se cruzaba con el
C hale . Aillas se alojó e n la C uatro Malvas, y, e scuchando al fin las quejas de su estómago, pidió
sopa de re pollo, pan y vino, y com ió de spacio para que e sa com ida de sacostumbrada no le
dañara e l e stóm ago e ncogido. La com ida le dio som nole ncia; fue a su cuarto y durmió hasta
la tarde e n e l je rgón de paja.
Al de spe rtar, m iró las pare de s con una alarm a rayana e n la consternación. Se quedó
acostado, te m blando, hasta que e l pulso se le calm ó. Permaneció un rato sentado en el jardín,
las pie rnas cruzadas, sofocándose de te rror. ¿C óm o había conse rvado la cordura e n e sa
m azm orra? Ahora e ra pre sa de toda cla se de a pre m ios; ne ce sitaba tiempo para pensar, para
re cobrar e l e quilibrio.
Se le vantó y se dirigió hacia una glorie ta fre nte a la posada, donde una parra y un
rosal prote gían los bancos y las m e sas de l calie nte sol de la tarde .
Aillas se se ntó e n un banco junto al se nde ro, y un cam are ro le llevó cerveza y tortas
de ce nte no fritas. Dos ne ce sidade s lo im pulsaban e n dire ccione s opue stas: una casi
insoportable añoranza por W ate rshade , y e l anhe lo, re forzado por su promesa, de encontrar
a su hijo.
Junto al m ue lle , un barbe ro lo rasuró y le cortó e l pe lo. C ompró ropas en un puesto,
se ase ó e n un baño público, se vistió con e l nue vo atue ndo y se sintió m ucho mejor. Ahora
podían confundirlo con un m arino o un apre ndiz de m e rcade r.
R e gre só a la glorie ta de la posada, donde abundaba la clie ntela del atardecer. Aillas
be bió ce rve za y tra tó de e scucha r lo que se com e nta ba , e spe rando recibir noticias. Un viejo de
cara re gorde ta y rubicunda, pe lo blanco se doso y ojos azule s se se ntó a la m esa. Saludó a
Aillas am able m e nte , pidió ce rve za y paste l de pe scado y pronto trabó conversación con Aulas.
El príncipe , te m e roso de los fam osos inform adore s de C asm ir, re spondió con precaución. El
nom bre de l vie jo e ra Byssante , se gún
supo Aillas cuando lo saludó alguie n que pasaba. No titubeó en brindar a Aulas toda
clase de inform ación. Habló de la gue rra y Aillas supo que la situación no había cambiado
m ucho. Los troicinos aún inm ovilizaban los pue rtos de Lyone sse. Una flota de naves troicinas
había obte nido una notable victoria sobre los sk a ce rrando e l Lir a su actividad depredadora.
Aillas re spondía sólo con vagas e x clam acione s, pe ro le bastaba, sobre todo cuando
pe día m ás ce rve za y así daba a Byssante nue va oportunidad de hablar.
— Te m o que los plane s de C asm ir para Lyone sse no están dando buenos resultados;
aunque si C asm ir oye ra m i opinión, m e pondría e n e l ce po. Aun así, las condiciones pueden
e m pe orar aún m ás, se gún la suce sión troicina.
— ¿Por qué ?
— Bie n, e l vie jo re y Gra nice e s fue rte , pe ro no pue de vivir para sie m pre . Si Granice

133
m urie ra hoy, he re daría la corona O spe ro, un hom bre apacible . C uando m ue ra O spe ro, lo
suce de rá e l príncipe Tre wan, pue s e l hijo de O spe ro se pe rdió e n e l m ar. Si O spe ro muere
a nte s que Gra nice , Tre wa n he re dará la corona dire cta m e nte . Se dice que Tre wa n e s un
gue rre ro fe roz; Lyone sse pue de e spe rar lo pe or. Si yo fue ra e l re y C asm ir, buscaría las
m e jore s condicione s de paz y olvidaría m is am bicione s.
— Tal ve z e so se ría lo m e jor —convino Aillas—. ¿Pe ro qué se rá del príncipe Arbamet?
¿No e ra e l prim e r he re de ro de l trono de spué s de Granice ?
— Arbam e t m urió al cae r de l caballo, hace m ás de un año. De todas form as, da lo
m ism o. Uno e s tan fie ro com o e l otro, de m odo que ahora ni siquie ra los ska se acercan. Ah,
m i garganta. Se re se ca de tanto hablar. ¿Q ué dice s, m uchacho? ¿Pue des convidar a un viejo
inválido con una ce rve za?
Aillas llam ó de sganadam e nte al cam are ro.
—Una ce rve za para e l caballe ro. Nada m ás para m í.
Byssante siguió hablando m ie ntras Aillas cavilaba sobre lo que acababa de oír. El
príncipe Arbam e t, padre de Tre wan, e staba vivo cuando é l había zarpado de Dom re is a
bordo de l Sm a a dra. La líne a de suce sión e ra re cta : Gra nice , Arbam e t, Tre wa n, y luego los
hijos varone s de Tre wan. En Ys, Tre wan había visitado la nave troicina, y aparentemente se
había e nte rado de la m ue rte de su padre . La líne a he re ditaria se había vuelto difícil desde su
punto de vista: Granice , O spe ro, Aillas, sorte ando a Tre wan. ¡Con razón Trewan estaba de mal
talante al re gre sar de la nave troicina! ¡Y con razón había inte ntado ase sinarlo!
Era ne ce sario re gre sar pronto a Troicine t. ¿Pe ro qué ocurriría con Dhrun, su hijo?
C asi com o re spondié ndole , Byssante lo golpe ó con su nudillo rosado.
—¡Mira a llá! ¡La casa re a l de Lyone sse sale a a ire a rse e n la tarde !
Pre ce dido por un par de he raldos a caballo y se guido por doce soldados en uniforme
de gala, un e splé ndido carruaje tirado por se is unicornios blancos atravesaba el Sfer Arct. Con
la vista hacia ade lante , e l re y C asm ir y e l príncipe C assander, un esbelto joven de ojos grandes
y catorce a ños de e da d, iba n e n e l a sie nto tra se ro. Fre nte a e llos iba n se nta da s la re ina
Sollace , e n un ve stido de se da ve rde , y Fare ult, duquesa de Relsimore, quien llevaba o intentaba
lle var e n e l re gazo a un be bé de pe lo rojizo con bata blanca. El be bé pre te ndía subir al
re spaldo de l asie nto a pe sar de las adm onicione s de la duque sa Fare ult y del ceño fruncido
de C asm ir. La re ina Sollace m iraba hacia e l otro lado.
—Allí tie ne s a la fam ilia re al —dijo Byssante con un ade m án de sde ñoso—. El
re y C asm ir, e l príncipe C assande r, la re ina Sollace y una dama a quien no conozco. Junto a ella
e stá la prince sa Madouc, hija de la prince sa Suldrun, ahora m ue rta por su propia m ano.
¿La prince sa Madouc? ¿Una niña?
—Sí, y dice n que e s una e x tra ña criatura. —Byssante e m pinó su ce rve za —.
¡Tie ne s sue rte a l pode r pre se ncia r la pom pa re a l de sde tan ce rca ! Y a hora m e iré a dormir.
Aillas fue a su cuarto. Se ntado e n la silla, de se nvolvió a Pe rsihan y lo apoyó en la
m e sita. El e spe jo, de ánim o jocoso, re fle jó la pare d cabe za abajo, luego la invirtió de izquierda
a de re cha, lue go m ostró una ve ntana que daba al patio de l e stablo, lue go al re y C asm ir
m irando hoscam e nte por la ve ntana.
— Pe rsilian —dijo Aillas.
— Aquí e stoy.
Adías habló con gran caute la, pue s no que ría que se le e scapara una frase en forma
de pre gunta.
— Pue do hace rte tre s pre guntas, ninguna m ás.
— Pue de s hace r cuatro, pe ro si re spondo a la cuarta que daré libre. Tú ya has hecho
una pre gunta.
— Q uie ro e ncontrar a m i hijo Dhrun, re cupe rarlo, re gre sar con é l de prisa y a salvo

134
a Troicine t —dijo Aillas con cuidado—. Dim e cóm o hace rlo.
— De be s e x pre sar tus re que rim ie ntos e n form a de pre gunta.
— ¿C óm o pue do hace r lo que de scribí?
— Ese ncia lm e nte , son tre s pre gunta s.
— Muy bie n —dijo Aillas—. Dim e cóm o e ncontrar a m i hijo.
— Pregunta a Ehirm e .
— ¿Sólo e so? —e x clam ó Aillas—. ¿Sólo tre s palabras?
—La re spue sta e s ade cuada —dijo Pe rsilian, ne gándose a de cir más. Aillas envolvió
e l e spe jo e n un paño y lo ocultó bajo e l je rgón.
C a ía la tarde . Aulas cam inó por e l C ha le , re fle x ionando sobre las noticias recibidas.
En la tie nda de un orfe bre m orisco ofre ció un par de las e sm e raldas de Suldrun, cada cual
de l tam año de un guisante .
El m oro e x am inó las ge m as con una nue va y e x traña le nte de aumento. Al terminar
su e valuación, dijo con voz e studiadam e nte ne utra:
— Son ge m as e x ce le nte s. Pagaré cie n florine s de plata por cada una...
aprox im adam e nte la m itad de su valor. Es m i prim e ra, últim a y única ofe rta.
— Ace pto —dijo Aulas. El m oro le e ntre gó m one das de oro y plata; Aulas las guardó
e n e l m orral y se m archó de la tie nda.
Al cae r e l sol Aulas re gre só a la posada C uatro Malvas, donde ce nó pescado seco,
pan y vino. Durm ió profundam e nte y cuando de spe rtó, la m azm orra pare cía un mal sueño.
De sayunó, pagó la cue nta, se e chó al hom bro e l paque te donde lle vaba a Pe rsilian y se
dirigió hacia e l sur a lo largo de la costa.
Por una ruta que re cordaba de lo que pare cía una e x iste ncia ante rior, lle gó a la
granja donde vivía Ehirm e . C om o e n la otra ocasión, se de tuvo ante e l se to y e x aminó los
alre de dore s; vio hom bre s y m uchachos apilando he no. En e l jardín de la cocina una anciana
robusta coje a ba e ntre los re pollos, corta ndo m ale zas con una hoz. Tres cerdos escaparon de
la pocilga y e ntraron al trote e n la parce la de los nabos. La anciana soltó un chillido vibrante y
una niña salió de la casa para pe rse guir a los ce rdos, que iban hacia todas parte s m enos
hacia la pocilga.
La niña pasó corrie ndo junto al portón. Aulas la de tuvo.
—Dile a Ehirm e que alguie n de se a hablar con e lla.
La niña lo e x am inó con hostilidad y de sconfianza. Llamó a la anciana que desbrozaba
e l jardín y siguió pe rsiguie ndo a los ce rdos, ahora acom pañada por un pequeño perro negro.
La vie ja cam inó hacia e l portón. Un pañue lo le cubría la cabe za e impedía verle bien
los rasgos.
Aulas la m iró conste rnado. ¿Esa criatura vie ja y e ncorvada e ra Ehirm e ? Ella se
ace rcó: un paso con la pie rna de re cha, una sacudida de la cade ra, un giro de la pie rna
izquie rda. Se de tuvo. La cara re ve laba e x trañas arrugas y de form idade s; los ojos parecían
hundidos e n las cue ncas.
—¡Ehirm e ! —tartam ude ó Aillas—. ¿Q ué te ha suce dido?
Ehirm e abrió la boca y m asculló unas palabras. Adías no le e nte ndió. Ella hizo un
ade m án de frustración y llam ó a la niña, quie n se le s ace rcó.
—El re y C asm ir le cortó la le ngua y la lastim ó por todas parte s —e x plicó la niña.
Ehirm e habló; la niña e scuchó y tradujo:
— Q uie re sabe r qué te suce dió a ti.
— Me e nce rraron e n una m azm orra. Escapé , y ahora quie ro e ncontrar a m i hijo.

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Ehirm e habló; la niña m e ne ó la cabe za.
— ¿Q ué ha dicho? —pre guntó Adías.
— C osas sobre e l re y C asm ir.
— Ehirm e , ¿dónde e stá m i hijo Dhrun?
Ehirm e soltó unos graznidos incom pre nsible s, que la niña tradujo:
— No sabe lo que ha ocurrido. Ella e nvió e l niño a su m adre , e n e l gra n bosque .
C asm ir e nvió una partida, pe ro traje ron una niña. Así que e l varón de be de e star aún allá.
— ¿Y cóm o hallaré e se lugar?
— Ve hasta la C alle Vie ja, lue go viaja al e ste hasta Pe que ña Saffie ld. Allí tom a la
carre te ra late ral y viaja al norte hasta Tawn Tim ble , y de allí hasta la alde a Glym wode .
Lue go, de be s pre guntar por Graithe e l le ñador y su e sposa W yne s.
Aulas hurgó e n su m orral y e x trajo un collar de pe rlas rosadas. Se lo dio a Ehirme,
quie n lo ace ptó sin e ntusiasm o.
—Era e l collar de Suldrun. C uando lle gue a Troicine t m andaré que os busque n, y
viviré is e l re sto de vue stra vida cóm odam e nte y con tan tas satisfacciones como sea posible.
Ehirm e soltó un graznido.
— Ella dice que e s una am able ofe rta, pe ro que no sabe si los hom bre s que rrán
abandonar su tie rra.
— Arre glare m os e sos asuntos m ás tarde . Aquí soy sólo Aulas e l vagabundo, y no
te ngo nada que ofre ce r e x ce pto m i gratitud.
— Así se a.

Al atarde ce r, Aulas lle gó a Pe que ña Saffie ld, una alde a de rústica piedra ocre a orillas
de río Tim ble . En e l ce ntro de la alde a e ncontró la posada de l Bue y Ne gro, donde pasó la
noche .
Por la m añana tom ó por una se nda que se guía hacia e l norte a lo largo de l río
Tim ble , a la som bra de álam os. Volaban cue rvos sobre los campos, anunciando su presencia a
quie ne s quisie ran e scuchar.
El sol a trave saba la brum a de la m adruga da y le e ntibia ba la cara; ya e staba
pe rdie ndo la e nfe rm iza palide z de su cautive rio. Mientras caminaba, un extraño pensamiento le
cruzó la m e nte : «Algún día de bo re gre sar para visitar a m is doce buenos amigos...» Emitió un
sonido huraño. ¡Vaya ide a! ¿R e gre sar a e se ne gro agujero? Jamás... al menos, eso creía. Zerling
habría solta do e l balde con sus racione s. El pan y e l a gua pe rm a ne ce rían e n e l ce sto y se
pe nsaría que e l pobre diablo había m ue rto. Q uizá Ze rling se lo com unicara al re y C asmir.
¿C óm o re accionaría e l re y? ¿Un ge sto de indife re ncia? ¿Un cosquille o de curiosidad por el
padre de l hijo de su hija? Aulas sonrió pe nsando e n las posibilidades que deparaba el futuro.
Hacia e l norte e l paisaje culm inaba e n una presencia oscura en el horizonte: el Bosque
de Tantre valle s. A m e dida que Aulas se ace rcaba, la campiña se alteraba, volviéndose cada vez
m ás accide ntada. Los colore s e ran m ás variados y fue rte s; las sombras eran más enfáticas y
m ostraban curiosos colore s propios. El río Tim ble , som bre ado por sauce s y álam os,
zigza gue a ba e n m aje stuosos m e a ndros; e l cam ino viraba para inte rnarse en la aldea Tawn
Tim ble .
En la posada, Aulas com ió un plato de habichue las y be bió una jarra de ce rveza.
El cam ino de Glym wode atrave saba los prados, cada ve z m ás ce rcanos al sombrío
bosque ; unas ve ce s borde ando e l linde , y otras pase ando e ntre las arbole das lim ítrofes.
A m e dia tarde Adías e ntró e n Glym wode . El due ño de la Posada del Hombre Amarillo
le indicó cóm o lle gar a la casa de Graithe e l le ñador.
— ¿Por qué tantos caballe ros visitan a Graithe ? —pre guntó asombrado—. Es sólo un

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hom bre com ún, un m e ro le ñador.
— La e x plicación e s sim ple —dijo Aulas—. C ie rtas pe rsonas importantes de la ciudad
de Lyone sse que rían que su hijo fue ra criado con discre ción, si e ntie ndes a qué me refiero, y
lue go cam biaron de pare ce r.
— ¡Ah! —El posade ro se apoyó e l de do e n la nariz—. Ahora e stá claro. Aun así, es un
largo cam ino tan sólo para ocultar una trave sura.
— ¡Ba h! No se pue de juzga r a los de a lta a lcurnia con crite rios de se nsa te z.
— ¡Eso e s a bsolutam e nte cie rto! —de claró e l posade ro—. Vive n con la cabe za por
e ncim a de las nube s. Pue s bie n, ya conoce s e l cam ino. No entres en el bosque, especialmente
de spué s de l anoche ce r. Podrías e ncontrar algo que no buscas.
— Q uizá re gre se a nte s de que caiga e l sol. ¿Te ndrá s una cam a para m í?
—Sí. Si no hay nada m e jor, te ndrás un je rgón e n e l de sván. Aulas se marchó de la
posada, y pronto se e ncontró la casa de Graithe y W yne s: una pe que ña cabaña de dos
habitacione s, construida de pie dra y m ade ra, con te cho de paja, e n e l linde del bosque. Un
de lgado anciano de barba blanca inte ntaba partir un le ño con m azo y cuñas. Una m uje r
corpule nta con una bata te jida e n casa y un chai rastrillaba e l jardín. Am bos se irguieron en
sile ncio cuando vie ron a Aulas.
Aulas se de tuvo e n e l patio de e ntra da y e spe ró m ie ntra s e l hom bre y la mujer se
ace rcaban de spacio.
—¿Sois Graithe y W yne s? —pre guntó.
El hom bre cabe ce ó grave m e nte .
— ¿Q uié n e re s? ¿Q ué de se as?
— Vue stra hija Ehirm e m e e nvió aquí.
Los dos se que daron m irándolo, quie tos com o e statuas. Aillas sintió e l olor de l
m ie do.
—No he ve nido a m ole staros —dijo—. Por e l contrario. Soy e l e sposo de Suldrun y el
padre de nue stro hijo. Era un varón llam ado Dhrun. Ehir m e lo envió aquí; los soldados del rey
C asm ir se lle varon una niña llam ada Madouc. Sólo quie ro sabe r dónde e stá m i hijo Dhrun.
W yne s rom pió a llorar. Graithe alzó la m ano.
— C állate , m uje r, no he m os he cho nada m alo. Am igo, se a cual sea tu nombre, esa
historia te rm inó para nosotros. Nue stra hija sufrió gran angustia. Odiamos con toda el alma a
las pe rsonas que le causaron dolor. El re y C asm ir se lle vó a la niña. No hay m ás que decir.
— Sólo e sto. C asm ir m e e nce rró e n una m azm orra de la cual acabo de escapar. Es
m i e ne m igo, no m e nos que e l vue stro, com o a lgún día sabrá . Pido lo que me corresponde.
Dadm e al niño, o de cidm e dónde e ncontrarlo.
— ¡Esto no significa nada para nosotros! —e x clam ó W yne s—. Som os vie jos.
Sobre vivim os día a día. C uando nue stro caballo m ue ra, ¿cóm o lle vare m os nuestra leña a la
alde a? Uno de e stos invie rnos m orire m os de ham bre .
Aillas buscó e n su m orral y e x trajo otro de los obje tos de Suldrun: una pulsera de
oro incrustada con granate s y rubíe s. Añadió tam bié n un par de coronas de oro.
—Por ahora sólo pue do daros e sto, pe ro al m e nos no de be ré is te m e r e l hambre.
Habladm e de m i hijo.
W yne s, vacilando, cogió e l oro.
— Muy bie n, te habla ré de tu hijo. Gra ithe e ntró e n e l bosque para corta r le ña. Yo
lle vaba a l niño e n un ce sto, y lo de jé e n e l sue lo m ie ntra s re cogía setas. Ay, estábamos cerca
de l prado de Madling, y las hadas de Thripse y She e nos jugaron una mala pasada. Se llevaron
al niño y de ja ron una niña hada e n e l ce sto. Sólo m e di cue nta cuando quise levantar lo y me
m ordió. Entonce s vi a e sa niña de pe lo rojo y supe que las hadas habían hecho de las suyas.

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— Lue go lle gó la soldade sca de l re y —dijo Graithe —. Nos pidieron el niño so pena de
m ue rte y le dim os lo que nos habían de jado, y al de m onio con e llos.
Aillas los m iró atónito. Lue go volvió sus ojos hacia e l bosque .
— ¿Podé is lle varm e a Thripse y She e ? —pre guntó a l fin.
— O h, sí, pode m os lle varte allí, y si com e te s alguna torpe za, te pondrán una cabeza
de sapo, com o hicie ron con e l pobre W ilclaw e l a rrie ro, o te pondrán los pies en movimiento de
tal m ane ra que bailarás para sie m pre por cam inos y carre te ras, com o suce dió con un joven
llam ado Díñe le , cuando lo sorpre ndie ron com ié ndole s la m ie l.

— Nunca m ole ste s a las hadas —advirtió W yne s—. Agrade ce que te de je n en paz.
— Pe ro m i hijo, Dhrun... ¿cóm o e stá?

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Tanto de ntro com o alre de dor de l Bosque de Tantrevalles había cien o más refugios de
hadas, y cada uno de e llos constituía e l castillo de una tribu. C e rcano al linde de l prado de
Madling se hallaba Thripse y She e , gobe rnado por e l re y Throbius y su esposa la rema Bossum.
Su re ino abarcaba e l prado de Madling y bue na parte de l bosque circundante, como convenía a
su dignidad. Había oche nta y se is hadas e n Thripse y. Entre e llas e staban las siguie nte s:
Boa b, que te nía a spe cto de una jove n ve rde y pálida con a la s y a nte nas de
saltam onte s. Llevaba una plum a ne gra arrancada de la cola de un cuervo, y registraba todos los
aconte cim ie ntos y transaccione s de la tribu e n hojas he chas con pé talos de lirio.
Tutte rwit, un trasgo a quie n le gustaba visitar las casas de los humanos y fastidiar a
los gatos. Tam bié n le gusta ba e spia r por las ve nta na s, que jándose y haciendo muecas hasta
que llam aba la ate nción de alguie n, y e ntonce s de sapare cía de golpe .
Gunde line , una e sbe lta y e ncantadora donce lla de frondoso cabello púrpura y uñas
ve rdes. Ge sticulaba, se acicalaba, hacía cabriolas, pe ro jamás hablaba, y nadie la conocía bien.
Lam ía a za frán de los pistilos de las a m a pola s m ovie ndo rápidam e nte la le ngua ve rde y
puntiaguda.
W one , una dam a que se le vanta ba a nte s de l a m a ne ce r para sazonar las gotas de
rocío con e l né ctar de las flore s.
Murdock , un due nde gordo y pardo que curtía pie le s de ratón y con e l plumaje de
los pichone s de búho te jía suave s m antas grise s para las hada-niño.
Flink , que forja ba e spadas usa ndo a ntigua s té cnica s. Era m uy jacta ncioso y a
m e nudo cantaba la balada que ce le braba su fam oso due lo con e l due nde Dangott.
Shim m ir, que había te nido la audacia de burlarse de la re ina Bossum y hace r
cabriolas a sus e spaldas, parodiando su contone o m ie ntras todos
los de m ás conte nían la risa tapándose la boca. La re ina Bossum la había castigado
ponié ndole los pie s hacia atrás y pe gándole un carbunclo e n la nariz.
Falae l, que se m anife staba com o un trasgo m arrón claro con cue rpo de niño y cara
de niña. Falae l e ra incansa ble m e nte tra vie so, y cua ndo los a lde a nos entraban en el bosque
para re coge r fre sas y nue ce s, Falae l le s hacía e x plotar las nue ce s y les convertía las fresas en
sapos y e scarabajos.
Y lue go e staba Twisk , que solía a pa re ce r com o una doncella de pelo de color naranja
con un ve stido de gasa gris. Un día, m ie ntras re tozaba e n las aguas bajas de l lago de
Tilhilve lly, fue sorpre ndida por e l due nde Mange on. Él la tom ó de la cintura, la arrastró a la
orilla, le arrancó e l ve stido gris y se dispuso para una conjunción e rótica. Al ver ese enorme
instrum e nto priápico cubie rto de ve rrugas, Twisk se puso histé rica de miedo. Con sacudidas,
giros y contorsione s logró burlar los e sfue rzos de l sudoroso Mange on. Pe ro las fuerzas se
a gota ba n y e l pe so de Mange on e m pe zó a re sulta r opre sivo. Tra tó de protegerse con magia,
pe ro e n su e x citación sólo pudo re cordar un he chizo utilizado para aliviar la hidropesía de los
anim ale s de granja. A falta de otra cosa, lo pronunció, y re sultó e ficaz. El hinchado órgano de
Mange on se re dujo al tam año de una be llota y se pe rdió e n los plie gue s de su gran vientre
gris. Mange on soltó un grito de conste rnación, pe ro Twisk no m anife stó re m ordim ie nto.
—Zorra, m e has causado un doble m al, y re cibirás e l castigo apropia do —gritó
Mange on e nfure cido.
La lle vó a un cam ino que borde aba e l bosque . En una encrucijada preparó una especie
de picota y la suje tó allí. Sobre su cabe za puso un le tre ro: «Haz conmigo lo que quieras», y se
que dó m irando.
—Aquí te que darás hasta que tre s viaje ros, se an idiotas, pobre tone s o grande s
conde s, hagan contigo lo que de se e n, y tal e s e l he chizo que invoco para ti, de manera que
e n e l futuro se a s m ás com placie nte con quie ne s se te a ce rque n e n e l lago de Tilhilve lly.

139
Mange on se a le jó, y Twisk se que dó sola.
El prim e ro e n pasar fue e l caballe ro Jaucine t de l C astillo Nube de Dahaut. Detuvo el
caballo y e valuó la situación con asom bro.
— «Ha z conm igo lo que quie ras» —le yó—. Se ñora, ¿por qué sufre s esta indignidad?
— C aballe ro, no la sufro por m i voluntad —dijo Twisk —. Yo no m e he suje tado a la
picota e n e sta posición, ni he colocado e l le tre ro.
— ¿Y quié n e s e l re sponsable ?
— El gnom o Mange on, para ve ngarse .
— Entonce s haré lo posible para libe rarte .
Jaucine t de sm ontó y se quitó e l ye lm o, re ve lándose com o un apue sto
caballe ro de pe lo rubio y largos bigote s. Inte ntó aflojar los lazos que sujetaban a
Twisk , pe ro fue e n vano.
— Se ñora —dijo al fin—, e stas ligaduras se re siste n a m is e sfue rzos.
— En e ste caso —suspiró Twisk —, obe de ce por favor la instrucción im plícita e n e l
le tre ro. Sólo de spué s de tre s e ncue ntros así se aflojarán las ligaduras.
— No e s un a cto galante —dijo Jaucine t—, pe ro cum pliré m i prom e sa . —Dicho esto,
hizo lo que pudo para contribuir a su libe ración.
Jaucine t se habría que dado para com partir la vigilia de Twisk y ayudarla más si era
ne ce sario, pe ro e lla le rogó que se fue ra.
— O tros viaje ros podrían intim idarse si te vie ran aquí, así que de be s irte e n
se guida . C a e e l día , y de se o e star e n casa a nte s de l a noche ce r.
— Éste e s un cam ino solitario —dijo Jaucine t—. Aun así, lo transitan ocasionalmente
vagabundos y le prosos. Q ue te ngas sue rte , se ñora. Me de spido.
Jaucine t se ajustó e l ye lm o, m ontó su caballo y se m archó.
Transcurrió una hora m ie ntras e l sol se ponía e n e l oe ste . Twisk oyó un silbido y
pronto vio a un m ucha cho cam pe sino que re gre sa ba a su casa de spués de un día de trabajo
e n e l cam po. C om o Jaucine t, se de tuvo a som bra do, lue go se acercó despacio. Twisk le sonrió
a m a rgam e nte .
— C om o ve s, e stoy a ta da a quí. No pue do irm e ni re sistirm e , no im porta lo que
de se e s.
— Mi de se o e s m uy sim ple —dijo e l labrie go—. Pe ro no nació aye r y quie ro sabe r
qué dice e l le tre ro.
— Dice : Haz lo que quie ras.
—Ah, e stá bie n. Te m ía que hubie ra un pre cio o una im posición. Sin m ás trámites,
le vantó su blusón y se unió a Twisk con tosco e ntusiasm o.
—Y ahora, si m e disculpas, de bo irm e , pue s e sta noche hay tocino con nabos, y
m e has dado ham bre .
El labrie go se pe rdió e n e l atarde ce r, m ie ntras Twisk m iraba con inquietud la llegada
de la oscuridad.
Pronto e l aire se e nfrió y las nube s taparon las e stre llas, de jando la noche
com ple tam e nte a oscuras. Twisk se acurrucó, tintando de congoja, y e scuchó temerosa los
ruidos nocturnos.
Las horas pasaron de spacio. A m e dianoche Twisk oyó un ligero sonido: pasos lentos
e n e l cam ino. Los pasos ce saron, y algo que podía ve r e n la oscuridad se de tuvo para
inspe ccionarla. Se le ace rcó, y a pe sar de su visión de hada, tan sólo distinguió un alto
pe rfil.

140
Se paró junto a e lla y la tocó con de dos fríos.
—¿Q uié n e re s? —pre guntó Twisk con voz tré m ula—. ¿Pue do sabe r tu ide ntidad?
La criatura no re spondió. Te m blando de te rror, Twisk te ndió la m ano y notó una
ropa, com o un m anto, que al m ove rse de spe día un arom a inquie tante .
La criatura se a ce rcó y som e tió a Twisk a un frío a brazo, que la de jó a turdida.
La criatura huyó por e l cam ino y Twisk cayó al sue lo, sucia pe ro libre .
C orrió e n la oscuridad hacia Thnpse y She e . Las nube s se e ntreabrieron; gracias a la
luz de las e stre llas, que la guió e n su cam ino, lle gó a su casa. Se limpió como pudo y fue a su
cuarto de te rciope lo ve rde a de scansar.
Las hadas, aunque nunca olvidan una ofe nsa, son flexibles ante el infortunio, y Twisk
pronto olvidó la e x pe rie ncia . Sólo re cordó e l e pisodio cua ndo notó que e staba e ncinta .
En su m om e nto dio a luz una niña pe lirroja que ya e n su ce sto de m im bre, bajo la
m anta de plum aje de búho, m iraba e l m undo con pre coz sabiduría.
¿Q uié n o qué e ra e l padre ? La ince rtidum bre a torm e nta ba a Twisk , y la niña le
disgustaba. Un día, W yne s, la e sposa de l le ñador, lle vó un niño al bosque. Sin pensarlo dos
ve ce s, Twisk se a pode ró de l niño rubio y lo re e m pla zó por e sa niña e x tra ña m e nte sabia.
Así fue com o Dhrun, hijo de Aulas y Suldrun, lle gó a Thripse y She e , y así fue como
Madouc, de orige n incie rto, lle gó al palacio Haidion.

Los be bé s de las hadas son m uchas ve ce s ve ngativos, revoltosos y malignos. Dhrun,


un niño ale gre y e ncantador, se dujo a las hadas con su bondad, así com o con sus lustrosos
rizos rubios, sus oscuros ojos azule s, y su boca sie m pre sonrie nte . Lo llam aron Tippit, lo
colm aron de be sos y lo alim e ntaron de nue ce s, né ctar y pan de se m illa de hie rba.
Las hadas son im pacie nte s con la torpe za; la e ducación de Dhrun fue rápida.
Apre ndió a re conoce r las flore s y los se ntim ie ntos de las hie rbas; trepó a los árboles y exploró
e l prado de Madling, de sde Lom a He rbosa hasta e l lago Twank bow. Aprendió el idioma de la
tie rra y e l idiom a se cre to de las hadas, que a m e nudo se confunde con los trinos de los pájaros.
El tie m po pasa rápido e n un palacio de hadas, y un año side ral fueron ocho años en
la vida de Dhrun. La prim e ra m itad de e ste tie m po fue dichoso y se ncillo. Cuando alcanzó lo
que podríam os conside rar la e dad de cinco años (tale s de te rminaciones son bastante vagas),
le pre guntó a Twisk , a quie n conside raba una e spe cie de hermana indulgente aunque esquiva:
— ¿Por qué no te ngo alas para volar com o Digby? Es algo que me gustaría hacer, si te
pare ce bie n.
Twisk , se ntada e n la hie rba con un ram ille te de ve lloritas, dijo ge sticulando:
— Volar e s para los niños-hada. Tú no e re s hada, aunque eres mi adorable Tippit, y te
e ntre te je ré e stas ve lloritas e n e l cabe llo y que da rá s m uy gua po, m ucho más que Digby, con
e sa taim a da cara de zorro.
— Pe ro si no soy hada, ¿qué soy? —insistió Dhrun.
— Bie n, e re s algo m uy im portante , sin duda: quizás un príncipe de la corte real. Y
tu ve rda de ro nom bre e s Dhrun. —Se había e nte rado de e sto de m ane ra e x traña. Sintiendo
curiosidad por la situación de su hija pe lirroja, Twisk había visitado la casa de Graithe y
W yne s y había pre se nciado la lle gada de los de le gados del rey Casmir. Después, escondida en
e l te cho de paja, había e scuchado los lam e ntos de W yne s por e l pe rdido niño Dhrun.
Dhrun no que dó de l todo satisfe cho con la inform ación.
— Pue s pre fe riría se r hada.
— Ya ve re m os —dijo Twisk , le vantándose de un brinco—. Por ahora, eres el príncipe
Tippit, se ñor de las ve lloritas.
Durante un tie m po todo siguió com o ante s, y Dhrun trató de no pensar en ello. A fin

141
de cue ntas, e l re y Throbius dom inaba una pode rosa m agia. C on e l tie m po, si se lo pedía
corté sm e nte , e l re y Throbius lo conve rtiría e n hada.
Sólo un individuo de l lugar le te nía anim adve rsión: se trataba de Falael, con cara de
niña y cue rpo de niño, cuya m e nte he rvía de m alicia. Comandaba dos ejércitos de ratones y los
ve stía con e splé ndidos uniform e s. El prim e r e jé rcito ve stía de rojo y oro; e l segundo vestía
de azul y blanco con cascos plate ados. Marchaban gallardamente desde lados opuestos del prado
y libraban una gran batalla, m ie ntras las hadas de Thripse y Shee aplaudían los actos de valor
y lloraban por los hé roe s m ue rtos.
Falae l tam bié n te nía tale nto para la m úsica. R e unió una orque sta de e rizos,
com adre jas, cue rvos y lagartos y le s e nse ñó a tocar instrum e ntos m usicale s. Tocaban con
tanta de stre za , y tan agradable s e ran sus m e lodías, que el rey Throbius les permitió actuar en
la Gran Pavana de l Solsticio de Ve rano. Lue go, Falae l se cansó de la orque sta. Los cuervos
e charon a volar; dos com adre ja s bajista s a ta ca ron a un e rizo que había batido el tambor con
de m asiado e ntusiasm o, y la orque sta se disolvió.
Por aburrim ie nto, Falae l transform ó la nariz de Dhrun e n una anguila larga y verde
que a l girar cla va ba sus e x tra ños ojos e n Dhrun. Éste pidió a yuda a Twisk , quie n se quejó
indigna da a nte e l re y Throbius. El re y hizo justicia y conde nó a Falae l a a bsoluto silencio por
una se m ana y un día: un triste castigo para e l ve rborrágico Falae l.
Al concluir e l castigo, Falae l guardó sile ncio tre s días m ás por pura pe rversidad. Al
cua rto día se a ce rcó a Dhrun:
— Por tu de spre cio sufrí hum illación. ¡Yo, e l tale ntoso Falael! ¿Te asombra mi enfado?
— Yo no te pe gué una anguila e n la nariz —re puso Dhrun.
— Lo hice sólo para dive rtirm e . Ade m á s, ¿por qué iba s tú a que re r a rruina r m i
he rm osa cara? En cam bio, tu cara e s com o un puñado de e stié rcol con dos ciruelas por ojos.
Es tosca, e sce nario de e stúpidos pe nsam ie ntos. ¿Qué otra cosa se podría esperar de un mortal?
—Falae l brincó triunfalm e nte e n e l aire , hizo una triple cabriola y pavoneándose se alejó por
e l pra do.
Dhrun fue a busca r a Twisk .
— ¿De ve ras soy m ortal? ¿Nunca podré se r hada? Twisk lo e xaminó
un instante .
— Ere s m ortal, sí. Jam ás podrás se r hada.
La vida de Dhrun cam bió de sde e ntonce s. Se puso te nso y perdió su despreocupada
inoce ncia; las hadas lo m iraban de soslayo; cada día se se ntía m ás aislado.
El ve rano lle gó a l pra do de Madling. Una m añana Twisk se a ce rcó a Dhrun y, con
voz tintine ante com o cam panillas de plata, dijo:
—El m om e nto ha lle gado. De be s abandonar nue stro palacio y abrirte paso e n el
m undo.
Afloraron lágrim as a los ojos de Dhrun.
— Ahora tu nom bre e s Dhrun —dijo Twisk —. Ere s hijo de un príncipe y una princesa.
Tu m adre se ha ido de l m undo de los vivie nte s, y no sé nada de tu padre , pe ro no servirá
de nada buscarlo.
— ¿Pe ro adonde iré ?
— ¡Sigue e l vie nto! ¡Ve adonde te lle ve la fortuna!
Dhrun dio m e dio vue lta y, lagrim e ando, se dispuso a partir.
—¡Espe ra! —e x clam ó Twisk —. Todos se han re unido para de spedirse de ti. No te irás
sin nue stros re galos.
Las hadas de Thripse y She e se de spidie ron de Dhrun con m usitada am abilidad.
—Tippit, o Dhrun, com o te llam arán a partir de ahora —dijo e l re y Throbius—, ha

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lle gado e l m om e nto. Ahora lam e ntas la partida, porque nosotros somos reales, verdaderos y
e ntrañable s, pe ro pronto nos olvidarás y se re m os como chispas en el fuego. Cuando seas viejo
te m aravillarás ante los e x traños sue ños de tu niñe z.
Las hadas se apiñaron alre de dor de Dhrun, rie ndo y llorando. Lo vistieron con finas
ropas: un jubón ve rde oscuro con botone s de plata, pantalone s azule s de resistente sarga,
calzas ve rde s, zapatos ne gros, un som bre ro ne gro con ala re cogida, pico puntiagudo y
pe nacho e scarlata.
El he rre ro Flink le dio una e spada.
—Esta e spada se llam a Dasse nach. Se agrandará mientras creces, y siempre irá a pareja
a tu e statura. Su filo no fallará jam ás y acudirá a tu m ano cada ve z que la llam e s por e l
nom bre . Boab le puso un collar e n e l cue llo.
—Esto e s un talism án contra e l m ie do. Usa sie m pre e sta pie dra ne gra y nunca te
faltará coraje .
Nism us le lle vó una gaita.
—Aquí hay m úsica. C uando toque s, los talone s se e charán a volar y nunca te faltará
a le gre com pa ñía.
El re y Throbius y la re ina Bossum be saron a Dhrun e n la fre nte . La re ina le dio una
bolsa portam one das con una corona de oro, un florín de plata y un pe nique de cobre .
— Ésta e s una bolsa m ágica —le dijo—. Nunca se vaciará. Más aún, si das una
m one da y la quie re s de vue lta, sólo tie ne s que tam borile ar sobre la bolsa y la m one da
re gre sa rá volando.
— Ahora m árchate sin te m or —dijo e l re y Throbius—. Sigue tu cam ino y no m ire s
atrás, so pe na de sie te años de m ala sue rte , pue s así e s com o uno abandona un palacio de
hadas.
Dhrun dio m e dia vue lta y e chó a a ndar cla va ndo los ojos e n e l cam ino. Falael, que
no había participa do e n la de spe dida , e staba se nta do a cie rta dista ncia . Envió de trá s de
Dhrun una burbuja de sonido que nadie pudo oír. La burbuja atrave só el prado y estalló en el
oído de Dhrun, sobre saltándolo.
—¡Dhrun, Dhrun! ¡Un m om e nto!
Dhrun se de tuvo y m iró hacia atrás, sólo para de scubrir e l e co burlón de la risa de
Falae l e n e l prado vacío. ¿Dónde e staba e l palacio, los pabe llones, los orgullosos estandartes
con los pe ndone s onde ante s? Sólo se ve ía un m ontículo e n e l ce ntro del prado, con un roble
achaparrado que cre cía e n la cim a.
Turbado, Dhrun se ale jó de l prado. ¿Le infligiría e l re y Throbius siete años de mala
sue rte cuando la culpa e ra de Falae l? ¡Q ué infle x ible e ra la le y de las hadas!
Nube s e stivale s cubrie ron e l sol y e l bosque se tornó som brío. Dhrun se desorientó y
e n ve z de via ja r a l sur, hacia e l linde de l bosque , cam inó hacia e l oe ste, luego hacia el norte,
inte rnándose cada ve z m ás e n la flore sta: bajo antiguos robles con troncos nudosos y extensas
ram as, por m usgosas e stribacione s de roca, junto a se re nos arroyue los borde ados por
he le chos; y a sí pasó e l día . Hacia e l a ta rde ce r pre pa ró un le cho de hie rbas, y por la noche se
a costó e n é l. Pe rm a ne ció de spie rto durante m ucho tie m po e scuchando los ruidos del bosque.
No te m ía a los anim ale s, que intuirían la m agia de las hadas y le ofrecerían refugio. Pero otras
criaturas de am bulaban por e l bosque , y si una lo rastre aba, ¿qué suce de ría? Pre firió no
pe nsarlo. Se tocó e l talism án que le colgaba de l cue llo.
—Es un gran alivio e star prote gido de l m ie do —se dijo—. De lo contrario, la angustia
m e im pe diría dorm ir.
Al fin le pe saron los párpados, y se durm ió.
Se de spe jaron las nube s; una m e dia luna asom ó por el cielo y su reflejo se filtró por el
follaje acariciando e l sue lo de l bosque , y así pasó la noche .
Al a m a ne ce r, Dhrun se de spe rtó y se incorporó e n su nido ve ge tal. Miró alrededor y

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lue go re cordó su e x ilio. De sconsolado, se rode ó las rodillas, sintié ndose solo y perdido. A lo
le jos oyó un trino, y e scuchó ate ntam e nte . Era sólo un pájaro, no un hada. Dhrun se levantó
y se sacudió e l polvo. En las ce rca nías e ncontró un salie nte donde cre cían fre sa s y se
pre paró un bue n de sayuno. Pronto se sintió m ás animado. Tal vez todo era para mejor. Ya que
no e ra un hada, e ra hora de e nfilar hacia e l m undo de los hom bre s. ¿Acaso no era hijo de un
príncipe y una prince sa? Sólo te nía que de scubrir a sus padre s, y todo iría bie n.
Ex am inó e l bosque . Sin duda e l día ante rior se había e quivocado de camino. ¿Qué
dire cción se ría la corre cta? Dhrun sabía poco ace rca de las tie rras que rodeaban el bosque, y
no había apre ndido a orie ntarse por e l sol. Echó a andar y lle gó a un arroyo a cuya orilla
pare cía habe r un cam ino.
Dhrun se de tuvo para m irar y e scucha r. Los cam inos im plica ba n via je ros; e n e l
bosque , e sos via je ros podía n se r pe ligrosos. Tal ve z fue ra conve nie nte cruza r e l a rroyo y
continuar e l viaje por zonas poco fre cue ntadas. Por lo de m ás, un cam ino te nía que llevar a
alguna parte , y si actuaba con caute la, podría e ludir e l pe ligro. ¿Y qué pe ligro no podría
e nfre ntar y dom inar con la ayuda de l talism án y de su bue na e spada Dasse nach?
Dhrun irguió los hom bros y e chó a andar por e l cam ino, que giraba hacia e l
norde ste y lo inte rnó m ás e n e l bosque .
C am inó durante dos horas y de scubrió un claro donde había ciruelas y albaricoques,
que se había n vue lto silve stre s tie m po a trás.
El claro e staba de sie rto y tranquilo. Volaban abe jas e ntre los ranúnculos, el clavo rojo
y la ve rdolaga; no se ve ían se ñale s de población por ninguna parte . Dhrun se quedó quieto,
disuadido por una hue ste de adve rte ncias inconscie nte s. Gritó:
—¡Al due ño de e stas fruta s, que m e e scuche ! Tengo hambre. Me gustaría recoger diez
albaricoque s y die z cirue las. Por favor, ¿pue do hace rlo?
Sile ncio.
—Si no m e lo prohíbe s —dijo Dhrun—, conside raré que la fruta e s un regalo, y te lo
agrade ce ré .
De de trás de un árbol ce rcano salió un gnom o de fre nte angosta y una gran nariz
roja de la que surgía un bigote de ve llo. Lle vaba una re d y una horquilla de m ade ra.
—¡Ladrón! ¡Te prohíbo tocar m i fruta! Si hubie ras tocado un solo albaricoque, tu vida
habría sido m ía. Te habría capturado, te habría e ngordado con e llos y te habría vendido al
ogro Arbogast. Por die z albaricoque s y die z cirue las, e x ijo un pe nique de cobre .
— Un bue n pre cio, por fruta que de lo contrario se pudriría —dijo Dhrun—. ¿No te
basta con m i gratitud?
— La gratitud no e cha nabos e n la olla. Un pe nique de cobre , o alim é ntate de
hie rba.
— Muy bie n —dijo Dhrun. Sacó e l pe nique de cobre de su bolsa y se lo arrojó al
gnom o, que e m itió un gruñido de satisfacción.
— Die z albaricoque s y die z cirue las: ni m ás ni m e nos. Y se ría un acto de codicia
e scoge r sólo las m e jore s.
Dhrun e scogió die z bue nas pie zas de cada m ie ntras e l gnom o lle vaba la cuenta.
C uando re cogió la últim a cirue la, e l gnom o gritó:
—¡Basta . Ahora lárga te !
Dhrun e chó a andar por e l cam ino com ie ndo la fruta. C uando hubo te rm inado,
be bió agua de l arroyo y re anudó la m archa. De spué s de re corre r un k ilóm e tro se detuvo y
tam borile ó sobre la bolsa. C uando m iró de ntro, e l pe nique había re gre sado.
El arroyo se e nsanchó para conve rtirse e n una laguna cobijada por cuatro majestuosos
roble s.
Dhrun arrancó algunos juncos y lavó sus blancas y crujie nte s raíces. Encontró berro y
le chuga silve stre y com ió e sa fre sca y sabrosa e nsalada a nte s de continuar e l via je .

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El arroyo se unía a un río; Dhrun ya no podía se guir ade lante sin cruzar el uno o el
otro. R e paró e n un pue nte de m ade ra que cruzaba e l arroyo, pero de nuevo, impulsado por la
caute la, se de tuvo ante s de pisarlo.
No se ve ía a nadie , ni había indicios de que e l paso e stuvie ra prohibido.
— Si no lo e stá, pe rfe cto —se dijo Dhrun—. Aun así, se rá m e jor que ante s pida
pe rm iso.
— ¡Guardián de l pue nte ! —llam ó—. ¡Q uie ro usar e l pue nte !
No hubo re spue sta, aunque Dhrun cre yó oír ruidos susurrante s bajo e l pue nte .
—¡Guardián de l pue nte ! Si m e prohíbe s pasar, m ue stra la cara. De lo contrario,
cruzaré e l pue nte y te pagaré con m i agrade cim ie nto.
Un furioso gnom o ve stido con fustán púrpura brincó de sde la profunda sombra bajo
e l pue nte . Era a ún m ás fe o que e l a nte rior, con ve rrugas y quiste s e n la frente, que colgaba
com o un pe ñasco sobre una nariz roja y pe que ña con las fosas nasale s hacia ade lante .
—¿A qué vie ne n e sos gritos? ¿Por qué turba s m i de sca nso?
— Q uie ro cruza r e l pue nte .
— Si pone s un solo pie e n m i valioso pue nte , te arrojaré e n m i ce sto. Para cruzar el
pue nte de be s pagar un florín de plata.
— Es un pe aje m uy caro.
— No im porta. Paga com o todas las pe rsonas de ce nte s, o vue lve por donde viniste.
— Si de bo pagar, pagaré . —Dhrun abrió la bolsa, e x trajo e l florín de plata y se lo
arrojó al gnom o, quie n lo m ordió y se lo guardó e n e l m orral.
— Sigue tu cam ino, y e n e l futuro haz m e nos ruido.
Dhrun pasó e l pue nte y siguió su cam ino. Por un tie m po, los árboles ralearon y el sol
le cale ntó los hom bros, a le grándole . ¡De spué s de todo, no era tan malo vagabundear libre de
a ta dura s! ¡Espe cialm e nte con una bolsa que re cobra ba e l dine ro gasta do a regañadientes!
Dhrun tam borile ó e n la bolsa y la m one da re gre só, m arcada por los dientes del gnomo. Dhrun
siguió la m archa silbando una m e lodía.
Los árbole s volvie ron a e nsom bre ce r e l cam ino; a un costado una loma abrupta se
alzaba de sde una e spe sura de m irto y flore s blancas.
De pronto le sobre saltó un aullido. Dos e norm e s pe rros negros pataleaban y gruñían
a sus e spaldas. Estaban suje tos con cade nas, y se contorsionaban gruñe ndo
a m e na za dora m e nte . Azora do, Dhrun brincó de un lado a l otro, Dasse nach e n m ano,
dispue sto a de fe nde rse . R e troce dió con caute la, pe ro con un gran rugido dos perros más, tan
salvaje s com o los prim e ros, se lanzaron sobre su e spalda y Dhrun tuvo que saltar para
salvarse .
Se e ncontró atrapado e ntre dos pare s de be stias fre né ticas, cada cual más ansiosa
que la otra de partir la cade na para lanzarse sobre la garganta de Dhrun. Éste re cordó su
talism án.
—Es fantástico que no e sté asustado —se dijo con voz trémula—. Bien, debo probar mi
te m ple y m atar a e stas horrible s criaturas.
Agitó su e spada Dasse nach.
—¡Ate nción, pe rros! ¡Estoy dispue sto a te rm inar con vue stras m alignas vidas!
De sde arriba lle gó una orde n e né rgica. Los pe rros callaron y se quedaron tiesos, en
actitude s fe roce s. Dhrun m iró e n aque lla dire cción y vio una casita de m ade ra sobre un
salie nte , a unos cuatro m e tros de l cam ino. En e l porche había un gnomo que parecía combinar
todos los aspe ctos re pulsivos de los dos prim e ros. Lle vaba ropa m arrón, botas negras con
he billas de hie rro y un e x traño som bre ro cónico y lade ado.
— ¡O jo con causar daño a m is pe rros! —gritó—. Si tan sólo los rasguñas, te ataré con

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sogas y te e ntre ga ré a Arbogast.
— Píde le s que se aparte n de l cam ino —gritó Dhrun—. Con gusto continuaré la marcha
e n paz.
— ¡No e s tan fácil! Turbaste e l de scanso de e llos, y tam bié n e l mío, con tus silbidos y
gorje os. Te ndrías que habe r he cho m e nos ruido. Ahora de be s pagar una severa multa: una
corona de oro, por lo m e nos.
— Es de m asiado —dijo Dhrun—, pe ro m i tie m po e s valioso, y te ngo que pagarte. —
Ex trajo la corona de oro de su bolsa y se la arrojó al gnom o, que la atajó y sope só.
— Bie n, supongo que de bo se re narm e . ¡Pe rros, atrás!
Los pe rros se pe rdie ron e ntre los arbustos y Dhrun avanzó con un cosquilleo en la
pie l. C orrió a toda ve locidad durante todo e l tie m po que pudo, lue go se detuvo, tamborileó
sobre la bolsa y continuó su cam ino.
A un k ilóm e tro y m e dio e l se nde ro se unía a una carre te ra pavimentada con ladrillos
m arrone s. Dhrun conside ró que e ra e x tra ño e ncontrar tan bue n cam ino e n e l corazón del
bosque . C om o un rum bo daba igual que e l otro, giró hacia la izquie rda.
Durante una hora m archó por la carre te ra m ie ntras los rayos de l sol se volvían
cada ve z m ás oblicuos. Se paró e n se co al oír una vibración e n e l aire . Dhrun se apartó del
cam ino y se ocultó de trás de un árbol. Por e l se nde ro se ace rcaba un ogro, contoneándose
sobre pie rnas grue sas y zam bas. Te nía la altura de die z hom bres; los brazos y el torso, como
las pie rnas, e x hibían nudosos m úsculos. El vie ntre se com baba e n una barriga. Un gran
som bre ro cubría una cara gris de insupe rable fe aldad. Lle vaba e n la e spalda un ce sto de
m im bre con un par de niñas de ntro. El ogro se pe rdió ve re da abajo, y la distancia acalló sus
pasos tre pidante s.
Dhrun re gre só al cam ino acuciado por m il e m ocione s. La más fuerte era una extraña
se nsación que le aflojaba las e ntrañas y la m andíbula. ¿Mie do? Por supue sto que no. El
talism án le prote gía de una e m oción tan poco viril. ¿Q ué e ra e ntonces? Sin duda le enfurecía
que e l ogro Arbogast cazara niños hum anos.
Dhrun e chó a andar de trás de l ogro. No tuvo que ir m uy le jos. La carretera ascendía
por una pe que ña lom a y lue go de sce ndía para de se m bocar en un prado. En el centro estaba el
castillo de Arbogast, una e norm e y lúgubre e structura de pie dra gris con un techo de verdes
placas de cobre .
Ante e l e dificio e l sue lo e staba rastrillado y se m brado con re pollo, puerros, nabos y
ce bollas. Arbustos de grose llas cre cían al costado. Una doce na de niños de seis a doce años
trabajaban e n e l hue rto bajo la m irada vigilante de un capataz que tendría unos catorce años.
Era m ore no y corpule nto, con una cara e x traña: grue sa y cuadrada arriba, se ahusaba luego
e n una boca de zorro y una barbilla m e nuda y filosa. Em puñaba un tosco látigo de ramas de
sauce , con un corde l e n la punta. De ve z e n cuando hacía re stallar e l látigo para intimidar a
sus prisione ros. Mie ntra s se pase a ba por e l hue rto, solta ba órde ne s y a m e na za s:
—Arvil, e nsúciate las m anos, no se as tím ido. Hay que de sbrozar bie n e l hue rto.
Be rtrude , ¿tie ne s proble m as? ¿Las m ale zas se te e scapan? ¡De prisa! Hay que hace r e l
trabajo. ¡O jo con e se re pollo, Pode ! C ultiva e l
sue lo, pe ro no de struyas la planta. —Se volvió hacia Arbogast para saludarlo—. Qué
tal, alte za. Aquí todo va bie n. No hay nada que te m e r m ie ntras Ne rulf e sté al m ando.
Arbogast dio la vue lta al ce sto y un par de niñas de unos doce años, cayeron en la
hie rba. Una e ra rubia , y la otra m ore na.
Arbogast puso un anillo de hie rro alre de dor de l cue llo de cada una.
— ¡Eso e s! —bram ó—. Ahora e scapad si que ré is, y a pre nde d lo que aprendieron los
de m ás.
— Así e s, se ñor, a sí e s —dijo Ne rulf de sde e l hue rto—. Nadie se a treve a huir de ti. Y
si lo hicie ra n, confía e n m í, que yo los a traparé .
Arbogast no le pre stó ate nción.

146
—¡A trabajar! —rugió dirigié ndose a las niñas—. Me gustan los bue nos re pollos.
Encarga os de e so. —C a m inó hacia su casa; e l gra n porta l se a brió, y que dó a bie rto tra s
habe r e ntrado.
El sol bajaba. Los niños trabajaban m ás de spacio. Incluso las am enazas y los
chasquidos de l látigo de Ne rulf cobraron un aire sile ncioso. En se guida los niños dejaron de
tra ba ja r y se a piña ron e n un grupo, e chando m iradas furtiva s hacia la casa. Ne rulf a lzó el
látigo.
—¡A form ar, e n orde n! ¡De prisa!
Los niños form aron una confusa doble fila y m archaron hacia la casa. El portal se
ce rró de trá s de e llos con un fatídico e stré pito que re sonó e n e l pra do.
El cre púsculo de sdibujó e l paisaje . De sde las altas ve ntanas de l flanco de la casa
lle gó la luz am arilla de las lám paras.
Dhrun se ace rcó caute losam e nte a la m ansión y, tras tocar e l talismán, trepó por la
tosca pare d de pie dra hasta una de las ve nta na s, a poyá ndose en resquicios y rajaduras. Subió
hasta e l ancho ante pe cho de pie dra. Los postigos e staban e ntornados; e stirándose, Dhrun
obse rvó e l salón principal, que e staba ilum inado por se is cande labros de pared y las llamas
de l gran hogar.
Arbogast e staba se ntado a una m e sa, be bie ndo vino de una copa de pe ltre . Los
niños, se ntados contra la pare d opue sta, m iraban a Arbogast con horrorizada fascinación. En
e l hogar e l cadáve r de un niño, re lle no de ce bollas, atado y ensartado en un espetón, se asaba
sobre e l fue go. Ne rulf hacía girar e l e spe tón y de cua ndo e n cua ndo a doba ba la carne con
ace ite y salsa. R e pollos y nabos he rvían e n una m arm ita ne gra.
Arbogast be bió vino y e ructó. Lue go, tom ando un jue go de diábolo, e x te ndió las
m acizas pie rnas e hizo rodar e l huso, rie ndo a nte e l m ovim ie nto. Los niños se acurrucaban,
azorados y boquiabie rtos. Uno de los m ás pe que ños e m pe zó a sollozar. Arbogast le clavó
una fría m irada.
—¡Sile ncio, Daffin! —orde nó Ne rulf con voz suave y m e lodiosa.
Al fin Argobast ce nó, arrojando los hue sos al fue go, m ie ntras los niños comían sopa
de re pollo.
Durante unos m inutos, Arbogast be bió vino, dorm itó y e ructó. Luego giró en la silla
y m iró a los niños, que de inm e diato se apiñaron. Daffin volvió a sollozar y Ne rulf volvió a
re pre nde rlo, aunque é l pare cía tan inquie to com o los de m ás.
Arbogast te ndió e l brazo hacia un gabine te alto y bajó dos bote llas. La primera era
a lta y ve rde , la se gunda gorda y roja. Lue go e x tra jo dos piche le s, uno ve rde y el otro rojo, y
e n cada cual ve rtió un sorbo de vino. Al piche l ve rde le añadió una gota de la botella verde, y
al piche l rojo una gota de la bote lla roja.
Arbogast se puso de pie y cruzó la habitación jade ando y gruñendo. Apartó a Nerulf
de un puntapié e inspe ccionó e l grupo.
—Vosotras dos —se ñaló—, ve nid aquí.
Te m blando, las dos niñas que había capturado e se día se apartaron de la pared.
Dhrun, m irando de sde la ve ntana, pe nsó que am bas e ran m uy bonitas, e spe cialmente la
rubia, aunque la m ore na e staba quizá m e dio año m ás ce rca de se r m uje r.
Arbogast habló con voz socarrona y jovial.
—¿Q ué te ne m os aquí? Un par de pre ciosas pollitas, se le ctas y sabrosas. ¿Cuál es
vue stro nom bre ? ¡Tú! —Se ñaló a la niña rubia—. Tu nom bre .
— Glyne th. — ¿ Y t ú ?
— Fare nce .
—Adorable , a dora ble . ¡Am ba s e ncanta dora s! ¿Q uié n se rá la afortuna da? Esta noche
se rá Fare nce .

147
C ogió a la niña m ore na y la subió a su e norm e cam a.
—¡Q uítate la ropa!
Fare nce se puso a llorar y a suplicar pie dad. Arbogast soltó un ronquido de fastidio y
place r.
—¡De prisa, o te la arrancaré y no te que dará ropa que pone rte ! Sofocando sus
sollozos, Fare nce se quitó e l ve stido.
—¡Un bonito e spe ctáculo! —dijo Arbogast con de le ite —. No hay nada tan delicioso
com o una donce lla de snuda, tím ida y de licada. —Fue hasta la m e sa y bebió el contenido del
piche l rojo. De inm e dia to se re dujo e n e statura hasta conve rtirse e n un gnomo rechoncho y
fornido, no m ás alto que Ne rulf. Sin de m ora, saltó a la cam a, se de snudó y se dedicó a sus
actividade s e róticas.
Dhrun lo obse rva ba todo de sde la ve nta na , las rodillas flojas, un nudo en la garganta.
¿R e pugnancia? ¿Horror? Por supue sto m ie do no, y tocó e l talism án con gratitud. No obstante,
la e m oción, fue ra cua l fue se , te nía un e fe cto curiosa m e nte e ne rvante .
Arbogast e ra infatigable . C ontinuó con su actividad m ucho después de que Farence
se durm ie ra. Al fin se de rrum bó e n la cam a con un gruñido de satisfacción y se durm ió al
instante .
Dhrun tuvo una curiosa ide a y, com o no te nía m ie do, nada pudo disuadirlo. Bajó
hasta la silla de re spaldo alto de Arbogast y de allí saltó a la m e sa. De rram ó en la mesa el
conte nido de l piche l ve rde , añadió m ás vino y dos gotas de la bote lla roja. Luego trepó de
nue vo a la ve nta na y se e scondió de trá s de la cortina .
La noche pasó y e l fue go se fue a pa ga ndo. Arbogast ronca ba ; los niños callaban
salvo por algún sollozo ocasional.
La grisáce a luz de la m añana e ntró por las ve ntanas. Arbogast despertó y al cabo de
un m inuto se le vantó de un brinco. Fue hasta e l re tre te , vació, y al re gre sar se ace rcó al
hogar, donde avivó e l fue go y apiló nue vo com bustible . C uando las llam as rugie ron y
cre pitaron, fue hasta la m e sa, se subió a la silla, cogió e l piche l ve rde y bebió. Al instante, en
virtud de las gotas que Dhrun había e chado e n e l vino, se e ncogió hasta que tuvo apenas
tre inta ce ntím e tros de altura. Dhrun saltó de la ve ntana a la silla, de la silla a la mesa, de la
m e sa al sue lo. De se nvainó la e spada y cortó e n pe dazos a e sa criatura chillona y escurridiza.
Los pe dazos vibore aban y luchaban para unirse nue vam e nte , y Dhrun no pudo tom ar un
de scanso. Glyne th se ace rcó, cogió los pe dazos re cié n cortados y los arrojó al fuego, donde
a rdie ron hasta conve rtirse e n ce nizas. Entre ta nto, Dhrun puso la cabeza en una olla y la tapó.
La cabe za trató de libe rarse con la le ngua y los die nte s.
Los otros niños se ace rcaron. Dhrun, lim piando su e spada en el grasiento sombrero
de Arbogast, dijo:
— No te m áis, Arbogast no pue de hace r nada.
— ¿Y quié n e re s tú? —pre guntó Ne rulf, re lam ié ndose los labios.
— Me llam o Dhrun. Sólo pasaba por aquí.
— Ya e ntie ndo. —Ne rulf inhaló profunda m e nte y e ncogió sus robustos hom bros.
Dhrun pe nsó que no e ra una pe rsona agradable con e sos rasgos toscos, e sa boca gruesa,
e sa barbilla puntiaguda y e sos angostos ojos ne gros—. Pue s bie n —dijo Ne rulf—, ace pta
nue stros cum plidos. En re a lida d, e ra e l m ism o pla n que yo te nía e n mente, pero admito que
lo has he cho bie n. Ahora, dé jam e pe nsar. Te ne m os que re organizarnos. ¿Cómo lo haremos?
Ante todo, hay que lim piar todo e ste de saguisado. Pode y Hloude : e stropajos y balde s.
Tra ba ja d bie n. No quie ro ve r una sola m ancha cua ndo hayáis te rm ina do. Dhrun, tú puedes
a yuda rlos. C re tina , Zoe l, Glyne th, Be rtrude , e x plora d la de spe nsa, traed lo mejor y pre parad
un bue n de sayuno. Lossam y y Fulp: lle vad las ropas de Arbogast afue ra, incluidas las
sábanas, y quizás e l lugar hue la m e jor.
Mie ntras Ne rulf im partía m ás órde ne s, Dhrun tre pó a la m e sa. Se sirvió un poco de
vino e n los piche le s ve rde y rojo, y a ña dió a cada cua l una gota de la botella correspondiente.

148
Tra gó la poción ve rde , y de inm e dia to a lcanzó e l doble de a ltura. Saltó a l sue lo y a sió a l
atónito Ne rulf por e l anillo de hie rro que le rode aba e l cue llo. Tom ó la poción roja de la mesa
y la ve rtió e n la boca de Ne rulf.
—¡Be be ! —Ne rulf inte ntó prote star, pe ro no tuvo e le cción—. ¡Be be ! Al fin tra gó la
poción y se e ncogió hasta conve rtirse e n un pe que ño
y robusto trasgo. Dhrun se dispuso a re cobrar su tam año norm al, pe ro Glyneth lo
de tuvo.
—Ante s quítanos los anillos de hie rro de l cue llo.
Uno por uno los niños de sfilaron ante Dhrun. Me lló e l m e tal con su e spada
Dasse nach, lue go la hizo girar un par de ve ce s y rom pió los anillos. Cuando todos quedaron
libre s, Dhrun se re dujo a su tam año norm al. C on gran cuidado e nvolvió las dos botellas y se
las guardó e n e l m orral. Mie ntras tanto los otros niños habían encontrado palos y aporreaban
a Ne rulf con inte nsa satisfacción. Ne rulf aulló, bailó y rogó pie dad, pero no la obtuvo y recibió
palos hasta que que dó ne gro y azul. Ne rulf tuvo unos instante s de tregua hasta que uno de
los niños volvió a re cordar alguna crue ldad pasada y Ne rulf re cibió otra tunda.
Las niñas se de clararon dispue stas a pre parar un banque te con jamón, salchichas,
grose llas a ca ra m e la da s, paste l de pe rdiz, pan, m ante quilla y litros del mejor vino de Arbogast,
pe ro se ne garon a e m pe zar hasta que e l hogar e stuvie ra lim pio de cenizas y huesos, vividos
re cue rdos de su e sclavitud. Todos trabajaron con e m pe ño, y pronto e l salón e stuvo
re lativam e nte lim pio.
Al m e diodía se sirvió un gran banque te . De alguna manera, la cabeza de Arbogast se
las había inge niado para lle gar al borde de la olla, donde e nganchó los dientes para empujar
la tapa con la fre nte , y con am bos ojos m iró de sde la oscuridad de la olla mientras los niños
disfrutaban de lo m e jor que podía ofre ce r la de spe nsa de l castillo. C uando te rm inaron de
com e r, Dhrun advirtió que la tapa se había caído de la olla, que ahora estaba vacía. Soltó un
grito y todos se dispusie ron a buscar la cabe za. Pode y Daffin la de scubrie ron e n el prado,
donde se arrastraba m ordie ndo e l sue lo con los die nte s. La lle varon a puntapiés de vuelta al
castillo, y e n e l patio construye ron una e spe cie de horca, de donde la colgaron por un alambre
de hie rro suje to al pe lo de color barro. A insiste ncia de todos, para que pudie ran ver mejor
a su vie jo captor, Dhrun ve rtió una gota de poción ve rde e n la boca roja, y la cabe za
re cobró su tam año natural e incluso ladró algunas órde ne s a las que nadie prestó atención.
Mientras la cabe za obse rvaba azorada, los niños apilaron le ños de bajo y trajeron
fue go de l hogar para e nce nde rlos. Dhrun e x tra jo su gaita y
tocó m ie ntras los niños bailaban e n círculos. La cabe za rugió y suplicó pero no recibió
pie dad. Al fin que dó re ducida a ce nizas, y Arbogast e l ogro de jó de e x istir.
Fatigados por los suce sos de l día, los niños re gre saron al castillo. Cenaron potaje y
sopa de re pollo, con pan crujie nte y m ás vino de Arbogast; lue go se dispusie ron a dormir.
Algunos de los m ás audace s tre paron a la cam a de Arbogast, a pe sar del hedor. Los otros se
te ndie ron ante e l fue go.
Dhrun no pudo conciliar e l sue ño, aunque te nía los hue sos m olidos después de la
vigilia de la noche ante rior, por no m e ncionar los suce sos de ese día. Permaneció tendido ante
e l fue go, la cabe za a poya da e n las m anos m ie ntra s e vocaba sus aventuras. No le había ido tan
m al. Tal ve z no le hubie ran infligido sie te años de m ala sue rte de spué s de todo.
El fue go pe rdió fue rza. Dhrun fue a buscar m ás troncos. Los arrojó sobre las brasas,
y nube s de chispas rojas se arre m olinaron e n la chimenea. Las llamas se elevaron reflejándose
e n los ojos de Glyne th, que tam bié n e staba de spie rta. Se reunió con Dhrun frente al hogar. Los
dos se que daron se ntados, m irando las llam as, rode ándose las rodillas.
— Nadie se ha m ole stado e n darte las gracias por habe rnos salvado la vida —
susurró Glyne th—. Te las doy ahora: e re s gallardo, ge ntil y valie nte .
— Es natural que se a gallardo y ge ntil —re puso Dhrun—, pue s soy hijo de un
príncipe y una prince sa, pe ro no pue do afirm ar que se a valie nte .
— ¡Q ué tonte ría! Sólo una pe rsona m uy valie nte pudo hace r lo que hiciste .

149
Dhrun rió con am argura. Tocó su talism án.
— Las hadas sabían de m i falta de coraje y m e die ron e ste am ule to del valor: sin él
no m e habría atre vido a nada.
— No e stoy tan se gura —dijo Glyne th—. C on am ule to o sin é l, te conside ro m uy
valie nte .
— Es bue no oírlo —m a sculló Dhrun—. O ja lá fue ra a sí.
— A todo e sto, ¿por qué las hadas te die ron e se re galo? Nunca re galan nada.
— Viví con las hadas toda m i vida e n Thripse y She e , e n e l prado de Madling. Hace
tre s día s m e e charon, a unque m ucha s m e a m a ba n y m e die ron re galos. Alguien me deseó
un m al y m e e ngañó, de m odo que al m irar atrás m e gané sie te años de m ala sue rte .
Glyne th tom ó la m ano de Dhrun y se la apoyó e n la m e jilla.
— ¿C óm o pudie ron se r tan crue le s?
— Fue culpa de Falae l, quie n vive para com e te r m aldade s. ¿Y qué m e dice s de ti?
¿Por qué e stás a quí?
Glyne th sonrió triste m e nte .
— Es una historia e stre m e ce dora . ¿Está s se guro de que quie re s oírla ?
— Q uie ro que m e la cue nte s.
— Ex cluiré las pe ore s parte s. Yo vivía e n Ulflandia de l Norte , e n la alde a de
Throck sha w. Mi padre e ra e scude ro. Vivía m os e n una bonita casa con ve nta na s de vidrio y
cam as de plum a y un fe lpudo e n e l sue lo de la sala. De sayunábam os hue vos y potaje ,
alm orzábam os salchichas y pollos asados y ce nábam os una buena sopa con una ensalada de
hortalizas.
»El conde Julk re gía la com arca de sde e l castillo Sfe g; e staba en guerra con los ska,
que ya se habían instalado e n la C osta Norte . Al sur de Throck shaw está Poélitetz: un paso a
travé s de l Te ach tac Te ach hacia Dahaut y un sitio codiciado por los sk a. Éstos nos
a m e na za ba n a m e nudo, y e l conde Julk sie m pre los conte nía. Un día cien caballeros ska en
caballos ne gros asolaron Throck shaw. Los hom bre s de l pue blo se arm aron y los hicie ron
re troce de r. Una se m ana de spué s un e je rcito de quinie ntos ska en caballos negros llegó desde
la costa y re dujo Throsck shaw. Mataron a m is padre s y que maron la casa. Yo me escondí en el
he no con m i gato P e ttis, y obse rvé m ie ntra s cabalga ba n de a quí para a llá a ullando como
de m onios. El conde Julk lle gó con sus caballe ros, pe ro los sk a lo m ataron, conquistaron la
re gión y quizá tam bié n Poé lite tz.
»C uando los sk a se m archaron de Throck shaw, cogí unas monedas de plata y huí con
Pe ttis. Los vagabundos casi m e capturan dos ve ce s. Una noche e ntré e n un viejo cobertizo.
Un gran pe rro m e atacó rugie ndo. En ve z de huir, m i valie nte Pe ttis atacó a la bestia y murió.
El gra nje ro vino a inve stiga r y m e de scubrió. El y su e sposa e ra n ge nte a m a ble y m e
ofre cie ron un hogar. Yo ya e staba conte nta, aunque trabajaba duram e nte en la despensa y
tam bié n durante la trilla. Pe ro uno de los hijos e m pe zó a ase diarme y a sugerir una conducta
im propia. Ya no m e atre vía a ir sola hasta e l cobe rtizo por te m or a que me encontrara. Un día
pasó una proce sión. Se llam aban Viudos de la Vie ja Gom ar20 e iban e n pe re grinación a una
ce le bración e n Godwyne Foiry, las ruinas de l capitolio de Vie ja Gom ar, e n e l linde del Gran
Bosque , sobre e l Te ach tac Te ach y e n Dahaut. Me uní a e llos y así m e fui de la granja.
»C ruzam os las m ontañas sin proble m as, y lle gam os a Godwyne Foiry. Acampamos
junto a las ruina s y todo a nduvo bie n hasta que e l día a nte s de la Víspe ra de l Solsticio de
Ve rano supe cóm o e ran las ce le bracione s y qué te nía que hacer. Los hombres usan cuernos de
cabra y de alce , nada m ás. Se pintan las caras de azul y las pie rnas de marrón. Las mujeres
se tre nzan hojas de fre sno e n e l pe lo y usan cinturone s de ve inticuatro bayas de fresno en la
cintura. C ada ve z que una m uje r conve rsa con un hom bre , é l le parte una de las bayas; la

20
Gomar: antiguo reino que comprendía toda Hybras del Norte y las Islas Hespérides.

150
m uje r a quie n le rom pe n prim e ro todas las bayas e s de clarada como la encarnación de la diosa
de l am or: Sobh. Me dije ron que por lo m e nos se is hom bre s plane aban pone rm e la mano
e ncim a, aunque todavía no soy de l todo m uje r. Abandoné e l campamento esa misma noche
y m e oculté e n e l bosque .
»Pa sé por inconta ble s sustos y pe ripe cia s, y a l fin una bruja m e a trapó bajo su
som bre ro y m e ve ndió a Arbogast. El re sto ya lo sabe s.
Los dos guardaron sile ncio, m irando e l fue go.
—O jalá pudie ra viajar contigo y prote ge rte —dijo Dhrun—, pe ro e stoy agobiado por
sie te años de m ala sue rte , o e so te m o, y no quisie ra com partirlos contigo.
Glyne th apoyó la cabe za e n e l hom bro de Dhrun.
—C on m ucho gusto corre ría e l ne sgo.
Se que da ron habla ndo toda la noche , m ie ntra s e l fue go se a pa gaba una vez más.
Había sile ncio de ntro y fue ra de l castillo, sólo inte rrum pido por unos ruiditos arriba,
causados, se gún Glyne th, por los fantasm as de niños m ue rtos que corrían por e l te jado.
Por la m añana los niños de sayunaron y lue go irrum pie ron e n la habitación donde
Arbogast guardaba sus obje tos de valor, y e ncontraron un cofre con joyas, cinco cestos llenos
de coronas de oro, pre ciosos cue ncos de plata intrincadam e nte tallados con imágenes de los
tie m pos m íticos, y m uchos otros te soros.
Los niños re tozaron y jugaron con las rique zas, cre yé ndose se ñore s de vastas
fincas, e incluso Fare nce disfrutó vagam e nte de l jue go.
Durante la tarde re partie ron e quitativam e nte los te soros e ntre todos los niños
salvo Ne rulf, a quie n no le die ron nada.
De spué s de ce nar pue rros, ganso e n conse rva, pan blanco, m ante quilla y un rico
paste l de cirue las con salsa de vino, los niños se re unie ron alre de dor de l hogar para partir
nue ce s y be be r licore s. Daffm , Pode , Fulp, Arvil, Hloude , Lossam y y Dhrun eran los varones,
junto con e l pobre tra sgo Ne rulf. Las niñas e ra n C re tina , Zoe l, Be rtrude , Farence, Wiedelin y
Glyne th. Los m ás jóve ne s e ran Arvil y Zoe l; los m ayore s, aparte de Ne rulf, e ran Lossamy y
Fare nce .
Durante horas de libe raron sobre las circunstancias y sobre e l m e jor cam ino para
lle gar a una com arca civilizada de sde e l Bosque de Tantre valle s. Pode y Hloude pare cían
conoce r m e jor e l te rre no. Se gún e llos, e l grupo te nía que se guir por la carre te ra de ladrillo
hacia e l norte , hasta e l prim e r río, que de se m boca ría por fue rza e n e l Murm e il. Lue go
se guirían e l Murm e il hasta las tie rras abie rtas de Dahaut, o quizá, con sue rte , pudie ran
e ncontrar o com prar un bote , o incluso construir una balsa.
— C on nue stra fortuna pode m os obte ne r fácilm e nte un barco y nave gar
cóm odam e nte hasta las torre s de Ge hadion o, si de se áram os, hasta Avallon —opinó Pode.
Finalm e nte , una hora ante s de m e dianoche , todos se te ndie ron a dorm ir; todos
m e nos Ne rulf, que pe rm ane ció dos horas m ás m irando las brasas m oribundas con el ceño
fruncido.

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19

Al pre pararse para e l viaje , ¡os niños lle varon e l carro de l ogro hasta la puerta del
castillo, le e ngrasaron los e je s con se bo y lo lle naron con sus te soros. Suje taron palos a las
varas, para que nue ve de e llos pudie ran tirar y otros tre s e m pujar de sde atrás. Nerulf era el
único que no podía ayudar, pe ro de todos m odos, nadie pe nsaba que lo fuera a hacer, pues el
carro no lle vaba nada de su propie dad. Los niños se de spidie ron de l castillo de Arbogast y
e charon a andar por la carre te ra de ladrillo m arrón. El día e ra fre sco; el viento arrastraba cien
nube s de l Atlántico sobre e l bosque . Tra jina ron con e m pe ño y e l carro a va nzó a bue na
ve locidad por la carre te ra, m ie ntras Ne rulf los se guía corrie ndo e n e l polvo. A m e diodía el
grupo se de tuvo para com e r pan, carne y ce rve za; lue go, continuó rum bo al norte y al este.
Al cae r la tarde la carre te ra e ntra ba e n un cla ro donde cre cían malezas y manzanos
a trofia dos. A un costa do había una pe que ña a ba día e n ruina s, construida por m isioneros
cristianos de la prim e ra ola de conve rsión. Aunque e l te cho e staba derrumbado, al menos la
e structura ofre cía una aparie ncia de re fugio. Los niños pre pararon una fogata y com ieron
m anzanas rugosas, pan, que so y be rro y be bie ron agua de un arroyo ce rcano. Prepararon
le chos de hie rba y de scansaron con gratitud tras los e sfue rzos de e se día. Todos se sentían
fe lice s y confiados; la sue rte pare cía sonre írle s de nue vo.
La noche transcurrió sin incide nte s. Por la m añana e l grupo se preparó para reanudar
la m archa. Ne rulf se a ce rcó a Dhrun, la cabe za gacha y las m anos e ntre la za da s sobre e l
pe cho.
—Dhrun, pe rm íte m e de cir que e l castigo que m e has infligido e ra m erecido. Nunca
re paré e n m i arrogancia hasta que m e obligaron a hace rlo. Pe ro ahora m is defectos se me
han re ve lado con claridad. C re o que he apre ndido la le cción y que soy una pe rsona nueva,
de ce nte y honorable . Te pido pue s que m e de vue lvas a m i condición natural, para que pueda
e m pujar e l carro. No quie ro ninguna parte de l te soro, pues no la merezco, pero quiero ayudar a
los de m ás a lle gar a un sitio se guro con sus pe rte ne ncias. Si no crees adecuado acceder a mi
solicitud, lo com pre nde ré y no te guardaré re ncor. A fin de cue ntas, la culpa fue sólo mía.
Aun a sí, e stoy cansa do de corre r e n e l polvo todo e l día , trope za ndo con guijarros y temiendo
ahogarm e e n un charco. ¿Q ué dice s, Dhrun? Dhrun lo e scuchó sin convicción.
— C uando lle gue m os a un sitio civilizado, te de volve ré tu tam año.
— ¡Ah, Dhrun! ¿No confías e n m í? —e x clam ó Ne rulf—. En ese caso, separémonos aquí y
ahora, pue s no sobre viviré otro día de corre r y brincar de trás de l carro. Sigue por la carretera
hasta e l gran Murm e il y por sus orillas hasta las torre s de Ge hadion. ¡La m e jor suerte para
todos vosotros! Yo iré a m i propio paso. —Ne rulf se e njugó los ojos con un nudillo sucio—. En
alguna ocasión, quizá re corras una fe ria con tus finas ropas y ve as un payaso batiendo un
tam bor o hacie ndo un acto ridículo; e n tal caso, arrójale al pobre diablo una moneda. Podría
se r vue stro vie jo com pañe ro Ne rulf... sie m pre que sobre viva a las be stias de Tantrevalles.
Dhrun re fle x ionó durante m ucho rato.
— ¿De ve ras te has arre pe ntido de tu conducta pasada?
— ¡Me de spre cio a m í m ism o! —e x clam ó Ne rulf—. ¡Recuerdo con desdén al viejo Nerulf!
— En e se caso no tie ne se ntido prolongar tu castigo. —Dhrun ve rtió una gota de la
bote lla ve rde e n una taza de agua—. Be be e sto, re cobra tu condición normal, conviértete en
bue n cam arada de l re sto de nosotros, y quizá saque s algún prove cho de e llo.
— Gracias, Dhrun. —Ne rulf be bió la poción y re cobró su corpule ncia norm al. Sin
pé rdida de tie m po se abalanzó sobre Dhrun, lo de splomó, le quitó la espada Dassenach y se la
ciñó a su cintura. Lue go cogió la bote lla ve rde y la roja y las hizo añicos contra una piedra.
— Basta de e sa s tonte rías —de claró Ne rulf—. Yo soy e l m ás grande y el más fuerte, y
de nue vo soy e l que m anda . —Pa te ó a Dhrun—. ¡De pie !
— Me dijiste que te habías arre pe ntido de tu conducta —exclamó Dhrun con indignación.

152
— ¡Es ve rdad! No fui suficie nte m e nte se ve ro. Los traté con de m asiada indulgencia.
Ahora las cosas se rán dife re nte s. ¡Hacia e l carro, todos!
Los asustados niños se re unie ron alre de dor de l carro y e spe raron m ie ntras Nerulf
corta ba una ram a de a liso y le a ta ba tre s corde le s e n la punta para hacer un látigo tosco pero
e fica z.
—¡En líne a! —ladró Ne rulf—. ¡De prisa! Pode , Daffin, ¿qué os pasa? ¿Queréis probar el
látigo? ¡Sile ncio! Escuchad m is palabras con ate nción, porque no las re pe tiré .
»Prim e ro, soy vue stro am o, y cum pliré is m is órde ne s.
«Se gundo, e l te soro e s m ío. C ada ge m a, cada m one da, hasta la última chuchería.
»Te rce ro, nue stro de stino e s C luggach de Gode lia. Los ce ltas hace n aún m e nos
pre guntas que los dauts, y no se inm iscuye n e n los asuntos de nadie .
«C uarto... —Ne rulf hizo una pausa y sonrió de sagradablemente—, cuando yo estaba
inde fe nso m e pe gaste is con palos. R e cue rdo cada uno de esos golpes, y si algunos de los que
m e pe garon sie nte n un cosquille o e n la pie l, e s una pre m onición atinada. ¡Vuestros traseros
de snudos m irarán e l cie lo! ¡La s ram as silba rá n y a pa re ce rá n carde na le s!
»Eso e s todo lo que de se o de cir, pe ro e stoy dispue sto a re sponde r pre guntas.
Nadie habló, aunque una ide a cruzó la m e nte de Dhrun: los siete años apenas habían
com e nza do, pe ro la m ala sue rte ya a ta ca ba con todas sus fue rzas.
—¡O cupa d vue stros sitios e n e l carro!
»Hoy nos m ove re m os de prisa, ágilm e nte . No com o ayer, cuando vuestra marcha era
de scansada. —Ne rulf se e ncaram ó al carro y se puso cóm odo—. ¡En m archa! ¡Deprisa! ¡Las
cabe zas gachas, los talone s e n e l aire ! —Hizo re stallar e l látigo—. ¡Pode! ¡No muevas tanto los
codos! ¡Baffin, abre los ojos o nos harás cae r e n la zanja! ¡Dhrun, con m ás gracia,
m ué stranos un paso e le gante ! Allá vam os e n la he rmosa mañana, y es un momento feliz para
todos... ¡Ea!, ¿por qué vais m ás de spacio? ¿Q ué le s pasa a las niñas, que corre n com o
gallinas?
— Estam os cansa da s —ja de ó Glyne th.
— ¿Tan pronto? Tal ve z sobre e stim é vue stra fue rza, pue s pare ce tan fácil de sde
a quí. Y e n cua nto a ti, no quie ro que te fatigue s, pue s e sta noche te someteré a otra clase de
e sfue rzo. ¡Ja! ¡Place re s para quie n e m puña e l látigo! ¡Ade lante una ve z m ás, a m e dia
m archa!
Dhrun aprove chó un instante para susurrarle a Glyne th:
—No te pre ocupe s, no te causará daño. Mi e spada e s m ágica y acude a mí cuando se
lo orde no. En e l m om e nto ade cuado la llam aré y lo sor pre nde ré de spre ve nido.
Glyne th cabe ce ó con de sconsue lo.

A m e dia tarde la carre te ra subió a una hile ra de colinas bajas y los niños flaquearon
ante e l pe so de l carro, de l te soro y de Ne rulf. Prim e ro usando e l látigo, luego desmontando y
al fin ayudando a e m pujar, Ne rulf colaboró para lle var e l carro hasta la cima. Un tramo breve
pe ro e scarpado se inte rponía e ntre e l carro y las costas de l lago Lingolen. Nerulf cortó un pino
con la e spada de Dhrun y lo suje tó com o un fre no a la parte trase ra de l carro, y así
pudie ron lle gar al pie de l de clive .
Se e ncontraron e n una m arge n ce nagosa e ntre e l lago y las oscuras colinas, cuando
ya se ponía e l sol.
Varias islas e m e rgían de l lago; una de e llas e ra re fugio de una pandilla de bandidos.
Sus vigías ya habían visto e l carro, y los e m boscaron. Los niños, paralizados por un instante,
huye ron hacia todas parte s. En cuanto los bandidos vie ron e l botín, de sistie ron de
pe rse guirlos.
Dhrun y Glyne th huye ron juntos hacia e l e ste por la carre te ra. C orrie ron hasta que

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le s dolió e l pe cho y sintie ron calam bre s e n las pie rnas; lue go se echaron en la alta hierba que
borde aba e l cam ino para de scansar.
Poco de spué s otro fugitivo se arrojó junto a e llos: Ne rulf.
— Sie te a ños de m ala sue rte —suspiró Dhrun—. ¿Se rá sie m pre a sí?
— ¡Basta de insole ncias! —jade ó Ne rulf—. Aún e stoy al m ando, por si lo has
olvidado. ¡Ponte de pie !
— ¿Pa ra qué ? Estoy cansa do.
— No im porta. Mi gran te soro se ha pe rdido; aun así, e s posible que queden unas
ge m as ocultas e n tu pe rsona . ¡De pie ! Tú tam bié n, Glyne th.
Dhrun y Glyne th se le vantaron de spacio. En e l m orral de Dhrun, Ne rulf descubrió la
vie ja carte ra y la e x a m inó. Gruñó de insatisfa cción.
—Una corona, un florín, un pe nique : casi com o nada. —Arrojó la carte ra al suelo.
C on callada dignidad, Dhrun la re cogió y la guardó de nue vo e n e l m orral.
Ne rulf tante ó a Glyne th, de m orándose e n los contornos de su cue rpo jove n y
lozano, pe ro no e ncontró obje tos de valor.
—Bie n, continue m os un rato. Tal ve z e ncontre m os un re fugio donde pasar la noche.
Los tre s siguie ron su cam ino, m irando por e ncim a de l hom bro por si los
pe rse guían, pe ro nadie apare ció. El bosque se volvió de nso y oscuro; los tres, a pesar de la
fatiga, avanzaban a bue n paso, y pronto lle garon nue vam e nte a tie rras abie rtas junto al
ce nagal.
El sol ponie nte re splande cía de trás de las colinas alumbrando el vientre de las nubes
que flotaban sobre e l lago arrojando una luz borrosa, dorada e irre al sobre las aguas.
Ne rulf re paró e n un pe que ño prom ontorio, casi una isla, que sobre salía a poca
distancia e n e l ce nagal, con un sauce llorón e n la parte m ás alta. Se volvió a Dhrun con una
m irada a m e na za dora .
—Glyne th y yo pasare m os la noche aquí —anunció—. Tú puedes irte a otra parte y no
re gre sar nunca. Y considé rate afortunado, pue s e s a ti a quie n debo agradecer los golpes que
m e die ron. ¡Largo! —Se dirigió al borde de l ce nagal y con la espada de Dhrun empezó a cortar
juncos para hace rse un le cho.
Dhrun se a le jó un poco y se de tuvo a pe nsa r. P odía re cobra r a Dasse nach e n
cualquie r m om e nto, pe ro no se rviría de m ucho. Ne rulf podía corre r hasta e ncontrar un
arm a: pie dras grande s, un garrote , o sim ple m e nte podía ocultarse tras un árbol y re tar a
Dhrun a que lo a ta ca ra . En cua lquie r caso, Ne rulf, con su tam año y su fue rza, dom inaría a
Dhrun y podría m atarlo.
—¿No te dije que te fue ras? —gritó Ne rulf al ve rlo. Em pe zó a pe rseguirlo, y Dhrun se
inte rnó de inm e diato e n la de nsa arbole da. Allí e ncontró una ram a caída y la partió para
fabricar un largo y grue so garro te . Lue go re gre só al pantano.
Ne rulf se había inte rnado e n una zona donde los juncos e ran grue sos y blandos.
Dhrun le hizo una se ña a Glyne th. Ella se ace rcó de inm e diato y Dhrun le dio rápidas
instruccione s.
Ne rulf se volvió y los vio a los dos juntos.
—¿Q ué hace s a quí? —le gritó a Dhrun—. Te dije que te fue ra s para no regresar. Me
de sobe de ciste , y a hora te voy a se nte ncia r a m ue rte .
Glyne th vio que a lgo se e le va ba e n e l panta no de trá s de Ne rulf. Soltó un grito y
se ñaló.
—¿C re e s que pue de s e ngañarm e con e se vie jo truco? —rió Ne rulf
de spe ctivam e nte —. Soy algo m ás que ... —Sintió algo blando e n e l brazo y al mirar vio una
m ano gris de de dos largos y nudosos y pie l pe gajosa. Ne rulf se que dó rígido; luego, contra
su voluntad, dio m e dia vue lta y se e ncontró cara a cara con un he cé ptor. Soltó un grito

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a hoga do y m ie ntra s re troce día a gitó la e spada Dasse nach, con la que había estado cortando
juntos.
Dhrun y Glyne th huye ron de la costa hacia e l cam ino, donde se de tuvie ron para
obse rvar.
En e l ce nagal, Ne rulf re troce día ante e l he cé ptor que avanzaba amenazándolo con los
brazos e n alto, las m anos y los de dos arque ados. Ne rulf trató de usar la espada y atravesó el
hom bro de l he cé ptor, que soltó un sise o re probatorio. El m om e nto había lle gado.
—¡Dasse nach, a m í! —gritó Dhrun.
La e spada saltó de los de dos de Ne rulf y voló hasta la mano de Dhrun, que la guardó
som bría m e nte e n la vaina . El he cé ptor se a ba la nzó sobre e l a ullante Ne rulf, lo a brazó y lo
arrastró hacia e l lodo.

R ode ados por la oscuridad y bajo un cie lo conste lado de e stre llas, Dhrun y Glyneth
tre pa ron a la cim a de una lom a he rbosa a poca dista ncia de l cam ino. Junta ron hie rba,
pre pararon un le cho agradable y e stiraron sus fatigados cuerpos. Durante media hora miraron
las grande s y suave s e stre llas. Pronto sintie ron sue ño y, acurrucados, durm ie ron
profundam e nte hasta la m añana siguie nte .
Tras dos días de viaje re lativam e nte tranquilo, Dhrun y Glyne th lle garon a un gran
río, que e n opinión de Glyne th de bía de se r e l Murm e il. Un macizo puente de piedra lo cruzaba
y allí te rm inaba la antigua carre te ra de ladrillo.
Ante s de pisar e l pue nte , Dhrun llam ó tre s ve ce s al guardián pero nadie se presentó
y pasaron e l río sin contratie m pos.
Ahora te nían tre s cam inos para e le gir. Uno conducía al e ste por la orilla del río; otro
se guía corrie nte abajo junto al río; un te rce ro se de sviaba hacia e l norte , como si no tuviera
ningún de stino concre to.
Dhrun y Glyne th partie ron rum bo al e ste , y durante dos días siguieron el río a través
de paisaje s de de slum brante be lle za. Glyne th disfrutaba de l he rm oso tie m po.
— ¡Pié nsalo, Dhrun! ¡Si de ve ras tuvie ras m ala sue rte , la lluvia nos e m paparía y la
nie ve nos conge laría los hue sos!
— O ja lá pudie ra cre e rte .
— No cabe ninguna duda. ¡Y m ira e sas he rm osas zarzam oras! Justo a tiempo para
nue stro a lm ue rzo! ¿No e s e so bue na sue rte ?
Dhrun que ría que lo conve ncie ra n.
— Eso pare ce .
— ¡De sde lue go! No hable m os m ás de m aldicione s. —Glyneth corrió hacia la espesura
que borde aba un pe que ño arroyo que poco de spué s se pre cipitaba por un de clive e n e l
Murm e il.

— ¡Espe ra ! —e x clam ó Dhrun—. ¡O sabre m os lo que e s m ala sue rte ! Gritó:


— ¿Na die nos prohibe com e r e stas zarza m ora s?
No hubo re spue sta y los dos com ie ron zarzam oras hasta hartarse. Permanecieron
un rato a la som bra.
— Ahora que casi he m os salido de l bosque —dijo Glyne th—, e s m om e nto de hacer
plane s. ¿Has pe nsado e n lo que de be m os hace r?
— C laro que sí. Viajare m os por todas parte s para e ncontrar a mis padres. Si de veras
soy príncipe , vivire m os e n un castillo e insistiré e n que hagan de ti una prince sa. Te ndrás
finas ropas, un carruaje y otro gato com o Pe ttis.
Glyne th, rie ndo, be só la m e jilla de Dhrun.

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—Me agradaría vivir e n un castillo. Sin duda e ncontraremos a tus padres pues no hay
tantos príncipe s y prince sas.
Glyne th sintió sue ño. Los párpados se le ce rraban. Se puso a dorm itar y Dhrun,
inquie to, fue a e x plorar un se nde ro al borde de l arroyo. C am inó un trecho y miró hacia atrás.
Glyne th aún dorm ía. C am inó otro tre cho, y otro. El bosque e staba sile ncioso; los árboles se
e rguían m aje stuosam e nte , los m ás altos que Dhrun había visto, para crear un luminoso dosel
ve rde .
El se nde ro cruzaba una pe que ña colina rocosa. Dhrun, tre pando hasta la cima, se
e ncontró fre nte a un lago bajo los grande s árbole s. C inco dríades desnudas retozaban a orillas
de l lago: criaturas e sbe ltas de boca rosada y pe lo castaño, senos pequeños, muslos delgados y
cara ine x pre sable m e nte be lla. Al igual que las hadas, no te nían ve llo púbico; al igual que las
hadas, pare cían he chas de un m ate rial m e nos tosco que la sangre , la carne y e l hue so.
Durante un m inuto Dhrun las m iró cautivado; de pronto se asustó y re troce dió
de spacio.
Lo vie ron. Tintine ante s gritos de conste rnación le lle garon a los oídos.
De scuidadam e nte arrojadas e n la orilla, casi a los pie s de Dhrun, estaban las cintas con que se
suje taban la m e le na m arrón; un m ortal que se adue ñara de e llas te ndría a la dríade en su
pode r, para satisface r e te rnam e nte sus caprichos, pe ro Dhrun no lo sabía.
Una de las dríade s lo salpicó con agua. Dhrun vio que las gotas subían e n el aire,
chispe a ba n a l sol y se conve rtía n e n a be ja s doradas que le picaban los ojos y zumbaban en
círculos, im pidié ndole ve r.
Dhrun gritó asom brado y cayó de rodillas.
—¡Dríade s, m e habé is ce gado! ¡Sólo os vi por e rror! ¿Me oís? Sile ncio. Sólo el
susurro de las hojas e n la tarde .
—¡Dríade s! —e x clam ó Dhrun, con lágrim as e n las m e jillas—. ¿Me dejaríais ciego por
una ofe nsa tan pe que ña?
Sile ncio, de finitivo y final.
Dhrun avanzó a tie ntas por e l se nde ro, guiado por e l m urm ullo del arroyo. A medio
cam ino se e ncontró con Glyne th, quie n, al de spe rtar y no ve r a Dhrun, había ido a buscarlo.
En se guida notó que e staba e n a puros y se le a ce rcó.
—¡Dhrun! ¿Q ué te ocurre ?
Dhrun inhaló profundam e nte y trató de hablar con firm e za, pe ro la voz se le
que bró a pe sar de sus e sfue rzos.
— He ido a dar un pase o por e l se nde ro y he visto a cinco dríade s que se bañaban
e n una laguna. Me salpicaron los ojos con abe jas y ahora no ve o. —A pe sar de l talism án,
Dhrun ape nas podía conte ne r su pe sadum bre .
— ¡O h, Dhrun! —Glyne th se le ace rcó—. Abre bie n los ojos. Dé jam e m irar.
Dhrun se volvió hacia e lla.
— ¿Q ué ve s?
— ¡Es m uy e x traño! —tartam ude ó Glyne th—. Ve o círculos de luz do rada, uno
alre de dor de l otro, con una franja m arrón e n m e dio.
— ¡Son las abe jas! Me lle naron los ojos con m ie l zum bona y oscura.
— ¡Mi que rido Dhrun! —Glyne th lo abrazó y lo be só, tratando de consolarlo—.
¿C óm o pudie ron se r tan m alvadas?
— Ya sé por qué —dijo é l con de sconsue lo—. Sie te a ños de mala suerte. Me pregunto
qué pasará lue go. Se rá m e jor que te vayas y m e abandone s.
— ¡Dhrun! ¿C óm o pue de s de cir e so?
— Así, si caigo e n una fosa, no cae rás conm igo.

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— ¡Nunca te abandonaría!
— No se as tonta. Es un m undo te rrible , por lo que he de scubie rto. Es lo único que
pue de s hace r por ti, e incluso por m í.
— ¡Pe ro e re s la pe rsona que m ás a m o e n e l m undo! De algún modo sobreviviremos.
C ua ndo los sie te a ños hayan te rm ina do, sólo nos que da rá bue na sue rte para sie m pre .
— ¡Pe ro e staré cie go! —e x clam ó Dhrun, de nue vo con la voz que brada.
— Bie n, e so no e s se guro. Si la m agia te ce gó, la m agia te curará ¿No te pare ce ?
— O jalá te ngas razón. —Dhrun afe rró su talism án—. Q ué agrade cido e stoy por mi
valor, a unque no pue da e star orgulloso de é l. Sospe cho que e n e l fondo soy un cobarde sin
re m e dio.
— C on am ule to o sin é l, e re s e l valie nte Dhrun, y de un m odo u otro nos las
arre glare m os.
Dhrun re fle x ionó un instante , lue go e x trajo su carte ra m ágica.
—Se rá m e jor que tú lle ve s e sto. C on m i sue rte un cue rvo bajará para arrebatármela.
Glyne th e x am inó la carte ra y gritó con asom bro.
— ¡Ne rulf la vació, y ahora ve o oro, plata y cobre !
— Es una carte ra m ágica, y no de be m os te m e r la pobreza mientras esta cartera esté a
salvo.
Glyne th se la gua rdó e n e l corpiño.
— Te ndré e l m áx im o cuidado posible . —Miró cam ino arriba—. Tal vez debería ir a la
laguna y de cir a las dríade s que han com e tido un te rrible e rror.
— Nunca las e ncontrarías. Son tan de salm adas com o las hadas, o peor. Hasta podrían
hace rte daño. Vayám onos de aquí.

Al cae r la tarde lle garon a las ruinas de una capilla cristiana construida por un
m isione ro olvidado tie m po atrás. Al lado cre cían un cirue lo y un m e m brillo, ambos cargados
de fruta. Las cirue las e staban m aduras; los m embrillos, aunque de grato aroma, sabían ácidos y
am argos. Glyne th cogió un m ontón de cirue las, con las cuale s m e re ndaron. Glyne th apiló
hie rba e ntre las ruina s m ie ntra s Dhrun pe rm a ne cía se nta do de cara a l río.
— C re o que e l bosque e stá m e nos de nso —le dijo Glyne th a Dhrun—. No tardaremos
m ucho e n e star e ntre ge nte civilizada. Lue go te ndre m os pan y carne para comer, leche para
be be r y cam as donde dorm ir.
La pue sta de sol re fulgía sobre e l Bosque de Tantre valles, luego se desvaneció en la
noche . Dhrun y Glyne th se acostaron y se durm ie ron.
Poco ante s de m e dianoche asom ó la luna, arrojó un re fle jo sobre e l río y brilló
sobre la cara de Glyne th, de spe rtándola. C álida y som nolie nta e scuchaba los grillos y las
ranas, cuando a lo le jos oyó un tam borile o. El ruido cre ció y con é l un re tintín de cadenas, y
los chirridos de l cue ro de las sillas de m ontar. Glyne th se apoyó sobre e l codo y vio a una
doce na de jine te s que se ace rcaban por la m arge n de l río. Iban agazapados en las sillas, las
capas a l vie nto; e l cla ro de luna a lum bró las a ntigua s a rm aduras y los relucientes cascos de
cue ro ne gro. Uno de los jine te s, la cara hundida e n la crin de l caballo, se volvió para mirar a
Glyne th. La luna le ilum inó la cara pálida, y lue go la fantasm al proce sión de sapare ció. El
tam borile o m urió a lo le jos.
Glyne th se re costó e n la hie rba y al fin se durm ió.

Al alba, se le vantó e n sile ncio y trató de arrancar una chispa a un trozo de pedernal
que había e ncontrado, con e l obje to de e nce nde r una fogata, pe ro no pudo.
Dhrun de spe rtó. Soltó un grito sobre saltado, y pronto lo ahogó.

157
—C onque no e ra un sue ño —dijo al cabo de un instante . Glyne th m iró los ojos de
Dhrun.
— Todavía se te ve n los círculos dorados —dijo, dándole un be so—. Pe ro no te
e ntriste zcas, e ncontrare m os un m odo de curarte . ¿R e cue rdas lo que te dije ayer? La magia da,
la m agia quita.
— Sin duda tie ne s razón —dijo Dhrun con voz hue ca—. En todo caso, no puedo hacer
nada. —Se puso de pie y casi de inm e diato trope zó con una ram a y se cayó. Estiró los brazos
y se a fe rró a la cade na de donde colga ba su a m ule to, provoca ndo que é sta saltara por los
aire s.
Glyne th se le a ce rcó corrie ndo.
— ¿Estás he rido? O h, tu pobre rodilla. Esta pie dra tan afilada te ha he cho sangrar.
— No te pre ocupe s por la rodilla —gruñó Dhrun—. He pe rdido m i talism án. Se me
soltó la cade na y ahora ha de sapare cido.
— No e scapará —dijo Glyne th e n tono práctico—. Prim e ro te ve ndaré la rodilla y
lue go e ncontraré e l talism án.
Arrancó un jirón de te la de su e nagua y lavó la he rida con agua de un m anantial.
— De jare m os que e sto se se que . Lue go lo ve ndaré y te encontrarás mejor que nunca.
— ¡Glyne th, busca m i talism án, por favor! No pode m os poste rgarlo. Imagínate que
lo e ncontrara un ratón.
— Se conve rtiría e n e l m ás valie nte de los ratone s. Los gatos y los búhos echarían a
corre r. —Palm e ó la m e jilla de Dhrun—. Pe ro lo e ncontraré... De be de haber caído por aquí. —
Se puso a andar a gatas, m irando palm o a palm o. C asi de inm e diato vio el amuleto, pero el
cabujón había golpe ado contra una pie dra y se había he cho trizas.
— ¿Lo ve s? —pre guntó Dhrun con ansie dad.
— C re o que e stá e n e sta m ata de hie rba —Glyne th e ncontró un guija rro pequeño y
liso y lo introdujo e n e l hue co. Ajustó e l guijarro con una pie dra m ás grande , m e tié ndolo
de ntro—. Aquí tie ne s. Dé jam e arre glar la cade na. —Apre tó el eslabón torcido y colgó el amuleto
de l cue llo de Dhrun, para su gran alivio—. Listo. Está com o nue vo.
Los dos de sayunaron cirue las y continuaron cam inando junto al río. El bosque se
fue convirtie ndo e n un parque de arbole das se paradas por prados donde altas hie rbas
onde aban al vie nto. Lle garon a una cabaña de sie rta, un re fugio para los pastore s que se
atre vían a lle var los re baños a pastar tan ce rca de los lobos y osos de l bosque .
De spué s de varios k ilóm e tros lle garon a una agradable casa de piedra de dos pisos,
lle na de jardine ras bajo las ve ntanas supe riore s. Un ce rco de pie dra rode aba un jardín de
nom e olvide s, pe nsam ie ntos y e scabiosas. En cada remate altas chimeneas se elevaban sobre la
paja fre sca y lim pia. Más ade lante se ve ía una alde a de casas de pie dra gris apiñadas en un
te rre no pantanoso. Una m uje r de ve stido ne gro y de lantal blanco de sbrozaba e l jardín. Se
de tuvo para m irar a Dhrun y Glyne th, lade ó la cabe za y siguió trabajando.
C uando Glyne th y Dhrun se ace rcaron al portón, una re choncha y bonita m uje r
m adura salió al porche .
— Bie n, niños, ¿qué hacé is tan le jos de casa?
— Me te m o que som os vagabundos —re spondió Glyne th—. No te ne m os hogar ni
fam ilia.
La sorpre ndida m uje r m iró hacia e l cam ino por donde habían ve nido.
— ¡Pe ro si e ste cam ino no conduce a ninguna parte !
— Aca ba m os de a trave sar e l Bosque de Tantre valle s.
— ¡Entonce s un e ncanto os prote ge ! ¿C óm o os llam áis? A m í m e podé is llam ar
Me lissa.

158
— Yo soy Glyne th y é l e s Dhrun. Las dríade s le pusie ron a be ja s e n los ojos y ahora
no pue de ve r.
—¡Ah, qué pe na! A m e nudo son crue le s. Ve n aquí, Dhrun, y dé jam e ve r tus ojos.
Dhrun se ade lantó y Me lissa e studió los anillos concé ntricos de oro y ám bar.
—C onozco un par de trucos de m agia, pe ro no tantos com o una ve rdadera bruja, y
no pue do hace r nada por ti.
— T a l v e z p u e d a s ve nde rnos un poco de pan y que so —sugirió Glyneth—. Desde
aye r sólo he m os com ido cirue las.
— De sde lue go, y no te né is que pagar nada. Didas, ¿dónde estás? ¡Aquí tenemos un par
de niños ham brie ntos! Trae le che , m ante quilla y que so. Entrad, niños. Creo que en la cocina
e ncontrare m os algo.
Una ve z que Dhrun y Glyne th e stuvie ron se ntados a la pulida m e sa de m ade ra,
Me lissa le s sirvió pan y una sucule nta sopa de ove ja y ce bada, luego un sabroso plato de pollo
cocinado con azafrán y nue ce s, y al final que so y jugosas uvas ve rde s.
Me lissa se se ntó junto a e llos y be bió té de hojas de luisa. Sonreía al verlos comer.
— Ve o que gozáis de bue na salud —dijo—. ¿Sois he rm anos?
— C asi —dijo Glyne th—. Pe ro e n ve rdad no som os parie nte s. Am bos hemos sufrido
contratie m pos y nos cre e m os dichosos de e star juntos, pue s ninguno de los dos tie ne a
nadie m ás.
— Ahora e stáis e n Le jana Dahaut —dijo Me lissa con voz tranquiliza dora—, fuera del
e spantoso bosque , y sin duda todo os irá m e jor.
— Eso e spe ro. Estam os m uy agrade cidos por e sta m aravillosa com ida, pe ro no
que re m os m ole star. C on tu pe rm iso, se guire m os nue stro cam ino.
— ¿Por qué tan pronto? Supongo que e stáis cansados. Hay un bonito cuarto para
Glyne th arriba, y una bue na cam a e n la buhardilla para Dhrun. Cenaréis pan con leche y un par
de paste le s, y lue go podré is com e r m anza na s a nte e l fue go y conta rme vuestras aventuras.
Mañana, cuando e sté is bie n de scansados, se guiré is vue stro cam ino.
Glyne th titube ó y m iró a Dhrun.
— Q ue daos —suplicó Me lissa—. A ve ce s m e sie nto sola aquí, sin nadie más que la
a chacosa vie ja Didas.
— No m e im porta que darm e —dijo Dhrun—. Tal ve z pue das de cir nos dónde
e ncontrar a un m ago pode roso, para e x trae r las abe jas de m is ojos.
— Pe nsaré e n e llo, y tam bié n le pre guntaré a Didas. Ella sabe un poco de todo.
— Te m o que nos m alcriarás —suspiró Glyne th—. Los vagabundos no de be n
aficionarse a la bue na com ida y las cam as blandas.
— Sólo una noche . ¡Lue go un bue n de sayuno, y e n m archa!
— De nue vo agrade ce m os tu bondad.
— En absoluto. Me agrada que unos niños tan guapos ale gre n mi casa. Sólo os pido
que no m ole sté is a Didas. Es m uy vie ja y un poco avinagra da, e incluso, lam e nto de cirlo,
e x tra va ga nte . P e ro si la de jáis e n paz, no os m ole sta rá .
—Na tura lm e nte , la tra ta re m os con toda corte sía.
— No lo dudo, que rida. ¿Por qué no vais afue ra y disfrutáis del jardín hasta la hora de
la ce na?
— Gracias, Me lissa.
Los dos salie ron al jardín, donde Glyne th condujo a Dhrun de una flor a otra, para
que disfrutara de l arom a.
Al cabo de una hora de pase ar y ole r las plantas, Dhrun se aburrió y se te ndió en

159
la hie rba para dorm ita r a l sol, m ie ntra s Glyne th inte nta ba de scifrar e l misterio de un reloj de
sol.
Alguie n le hizo una se ñal de sde un lado de la casa; Glyneth vio que era Didas, quien
de inm e diato le indicó que tuvie ra caute la, guardara sile ncio y se ace rcara.
Glyne th se le ace rcó de spacio, pe ro se apre suró cuando Didas, impaciente, le indicó
que lo hicie ra .
—¿Q ué te ha dicho Me lissa de m í? —pre guntó Didas. Glyne th titube ó,
lue go habló con franque za.
—Nos ha dicho que no te m ole stá ra m os, que e ra s m uy vie ja y a me nudo irritable, e
incluso un poco im pre visible .
Didas rió se cam e nte .
—Esto te ndrás oportunidad de juzgarlo por ti m ism a. Mie ntras tanto, e scúchame
bie n, niña. No be bas le che e n la ce na. Yo distrae ré a Me lissa. Mie ntra s e lla habla conmigo
arroja la le che e n la pila, lue go finge que has te rm inado. Después de la cena di que estás muy
cansa da y que te gusta ría ir a la cam a. ¿Entie nde s?
—S í .
— Si no m e hace s caso, corre rás pe ligro. Esta noche , cuando la casa e sté e n
sile ncio, y Me lissa e sté e n su talle r, te daré e x plicacione s. ¿Lo harás?
— Sí. A de cir ve rda d, no pare ce s a vina grada ni e x tra va ga nte .
— Así m e gusta. Hasta lue go, e ntonce s. Ahora de bo se guir de sbrozan do el jardín.
Estas m ale zas cre ce n a pe na s las a rranco.
Pasó la tarde . Al cae r e l sol, Me lissa los llam ó para ce nar. En la m e sa de la cocina
puso una hogaza crujie nte , m ante quilla y una fue nte de setas en salmuera. Ya había servido la
le che para Glyne th y Dhrun; tam bié n había una jarra por si que rían m ás.
— Se ntaos, niños —dijo Me lissa—. ¿Te né is las manos limpias? Bien, comed todo lo que
que ráis, y be be d la le che . Es bue na y fre sca.
— Gracias, Me lissa.
De sde e l cuarto contiguo lle gó la voz de Didas.
— ¡Me lissa, ve n e n se guida! Q uie ro hablar contigo.
— Más tarde , Didas, m ás tarde . —Pe ro Me lissa se levantó y caminó hasta la puerta. En
un instante Glyne th vació las dos tazas de le che .
— Finge que be be s de la taza vacía —le susurró a Dhrun.
C uando Me lissa re gre só, tanto Glyne th com o Dhrun aparentaban beber leche de sus
tazas.
Me lissa no dijo nada, sino que dio m e dia vue lta y no le s pre stó m ás ate nción.
Glyne th y Dhrun com ie ron una re banada de pan con m ante quilla, lue go Glyne th
sim uló un boste zo.
— Estam os cansados, Me lissa. SÍ no te im porta, nos gustaría ir a acostarnos.
— ¡De sde lue go, Glyne th! Lle va a Dhrun hasta su cam a, y tú ya sabes dónde está tu
cuarto.
Glyne th, ve la e n m ano condujo a Dhrun hasta la buhardilla. Éste pre guntó
dubitativo:
— ¿No tie ne s m ie do de e star sola?
— Un poco, pe ro no m ucho.
— Ya no pue do luchar —se lam e ntó Dhrun—. Aun así, si te oigo gritar acudiré .
Glyne th bajó a su cuarto y se te ndió e n la cam a con la ropa pue sta. Poco después

160
a pa re ció Didas.
— Ahora e stá e n su talle r. Te ne m os unos se gundos para hablar. Ante todo, debo
de cirte que Me lissa, com o se hace llam ar, e s una bruja pe rve rsa. C uando yo te nía quince
años, m e dio le che drogada para be be r, lue go se transfirió a m i cue rpo, el que usa hoy. Yo,
una niña de quince a ños, que dé a loja da e n e l cue rpo que usa ba Me lissa: una mujer de unos
cuare nta años. Eso ocurrió hace ve inticinco años. Esta noche cam biará m i cue rpo de
cuare nta años por e l tuyo. Tú se rás Me lissa y e lla se rá Glyne th, sólo que e lla te dominará y
te rm inarás tus días com o su e sclava, tal com o yo. Dhrun te ndrá que trabajar acarreando agua
de sde e l río hasta e l hue rto. Ahora e stá e n e l talle r pre pa ra ndo la m agia .
— ¿C óm o pode m os de te ne rla? —pre guntó Glyne th con voz tré m ula.
— Q uie ro hace r algo m ás que de te ne rla —e scupió Didas—. ¡Q uie ro de struirla!
— Yo tam bié n... ¿pe ro cóm o?
— Ve n conm igo, de prisa.
Didas y Glyne th corrie ron hacia la pocilga. Había un ce rdo jove n te ndido e n una
sábana.
—Lo he lavado y drogado —dijo Didas—. Ayúdam e a lle varlo arriba. Una vez en el
cuarto de Glyne th, vistie ron al ce rdo con una bata y
una cofia, y lo pusie ron e n la cam a, de cara a la pare d.
—¡De pnsa! —susurró Didas—. Ella lle gará pronto. ¡Entre m os e n e l arm ario!
Ape nas habían ce rrado la pue rta cuando oye ron pasos en la escalera. Melissa, con un
ve stido rosa y una ve la roja e n cada m ano, e ntró e n e l cua rto.
Un par de ince nsarios colgaban de unos ganchos sobre la cama; Melissa les acercó la
llam a y am bos de spidie ron un hum o acre . Me lissa se acostó en la cama junto al cerdo. Colocó
una barra ne gra e ntre su cue llo y e l cue llo de l ce rdo, y lue go pronunció un encantamiento:

¡Yo e n ti,
tú e n m í!
¡Pronto, de prisa, cam bie m os así!
¡Be zadiah!

El ce rdo chilló de pronto al e ncontrarse e n e l cue rpo no drogado de Me lissa. Didas


saltó de l a rm ario, a rrastró a l ce rdo a l sue lo, y e m pujando a la a ntigua Me lissa a la pared se
re costó junto a e lla. Puso la barra ne gra sobre su cue llo y e l de Melissa. Inhaló el humo de los
ince nsarios y pronunció e l e ncantam ie nto:

¡Yo e n ti,
tú e n m í!
¡Pronto, de prisa, cam bie m os así!
¡Be zadiah!

De inm e diato e l cue rpo de la vie ja Didas e m itió los chillidos de l asustado ce rdo.
Me lissa se le vantó de la cam a y le habló a Glyne th:
— C alm a, niña. Todo e stá he cho. He vue lto a m i propio cue rpo. Me han arrebatado
m i juve ntud y m is a ños m ozos, y nadie podrá de volvé rm e los. Ahora a yúda m e . P rim e ro
lle vare m os a la antigua Didas a la pocilga, donde al m e nos se se ntirá se gura. Es un cuerpo
vie jo y e nfe rm o y pronto m orirá.
— Pobre ce rdo —m urm uró Glyne th.
Lle varon a la criatura que ante s e ra conocida com o Didas a la pocilga y la ataron a un
poste . Lue go, al re gre sar a la alcoba, arrastraron e l cue rpo de l ce rdo, que e m pe zaba a
re accionar. Me lissa lo ató a un árbol fue ra de la casa y lue go le arrojó una olla de agua fría.

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El ce rdo de spe rtó de inm e diato. Inte ntó hablar, pe ro su le ngua y su cavidad bucal
volvían incom pre nsible s los sonidos. Se puso a ge m ir de te rror y pe sadum bre .
—Tom a ya, bruja —dijo la nue va Me lissa—. No sé cóm o luzco a través de tus ojos de
ce rdo, ni cuánto pue de s oír con tus ore jas, pe ro tus días de bruje ría han te rm inado.

A la m añana siguie nte Glyne th de spe rtó a Dhrun y le contó los episodios de la noche
ante rior. Dhrun sintió pe na por no habe r participado, pe ro contuvo la le ngua.
La le gítim a Me lissa pre paró un de sayuno de pe rca frita, recién cogida del río. Mientras
Dhrun y Glyne th com ían lle gó e l ayudante de l carnice ro.
— Me lissa, ¿tie ne s algo para ve nde r?
— C laro que sí. Un bue n ce rdito de un año, que no ne ce sito. Lo encontrarás atado a
un á rbol e n e l fondo. No pre ste s a te nción a sus e x tra ños gruñidos. Arre gla ré cuentas con tu
a m o e n m i próx im a visita a l pue blo.
— De a cue rdo, Me lissa. Vi e l a nim a l a l lle gar y pare ce e star e n e x ce le nte s
condicione s. C on tu pe rm iso, continuaré con m is tare as. —El chico de l carnicero se marchó y
de sde la ve ntana le vie ron arrastrar e l ce rdo por e l cam ino.
C a si inm e dia ta m e nte de spué s, Glyne th dijo corté sm e nte :
— C re o que nosotros tam bié n de be ríam os m archarnos, pue s hoy de be m os viajar
m ucho.
— Hace d lo que os pare zca —dijo Me lissa—. Hay m ucho trabajo que hace r, de lo
contrario os pe diría que os que darais m ás tie m po. Un m om e nto. —Se fue de la habitación y
pronto re gre só con una m one da de oro para Dhrun y otra para Glyne th—. Por favor, no me
de is las gracias. Estoy abrum ada de fe licidad por conoce r nue vam ente mi propio cuerpo, que
fue som e tido a tan m al uso.
Por te m or a pe rturbar la fue rza m ágica que re sidía e n la vie ja cartera, guardaron las
m one das de oro e n la cintura de los pantalone s de Dhrun. Lue go se despidieron de Melissa y
siguie ron viaje por carre te ra.
— Ahora que e stam os a salvo, fue ra de l bosque , podemos empezar a hacer planes —
dijo Glyne th—. Prim e ro, e ncontrare m os a un hom bre sabio, que nos dirigirá hacia uno aún
m ás sabio, que nos conducirá hacia e l prim e r sabio de l re ino, y él ahuyentará las abejas de tus
ojos. Y lue go...
— ¿Y lue go qué ?
— Apre nde re m os lo que podam os sobre príncipe s y princesas, y quién puede tener un
hijo llam ado Dhrun.
— Me conte ntaré con sobre vivir a sie te a ños de m ala sue rte .
— C ada cosa a su tie m po. Ahora, e n m archa. ¡Ade lante, un paso, otro, otro! Allí está la
alde a, y si he m os de cre e r e n e sa se ñal, se llam a W ook in.
De lante de la posada de la alde a, un vie jo se ntado e n un banco m ondaba largos
rizos claros de un trozo de aliso ve rde . Glyne th se le ace rcó con tim ide z.
—Se ñor, ¿quié n e s conside ra do e l hom bre m ás sabio de W ook in? El vie jo
re fle x ionó durante e l tie m po re que rido para rasurar dos e x quisitos rizos de madera de aliso.
— Daré una re spue sta franca. Te n e n cue nta que W ook in pare ce plácida y tranquila,
pe ro el bosque de Tantre valle s se ye rgue a poca distancia. Una m alvada bruja vive a un
k ilóm e tro cam ino arriba y arroja su som bra sobre W ook in. La aldea más cercana es Lumarth,
a una distancia de se is k ilóm e tros. C ada uno de e stos k ilómetros está dedicado a la memoria
de l salte ador que hace tan sólo una se m ana hizo suyo e se k ilóm e tro bajo e l lide razgo de
Janton C ortagargantas. La se m ana pasada los se is se re unie ron para ce le brar el santo de
Janton, y fue ron capturados por Núm inante e l C aptor de Ladrone s. En la Encrucijada de los
Tre s Kilóm e tros de scubrirás nue stro hito m ás cé le bre y m ás curioso, el viejo Seis-de-un-Trago.

162
Dire cta m e nte a l norte , a pe na s fue ra de la a lde a , hay un con junto de dólmenes, dispuestos
para form ar e l Labe rinto-Ade ntro-Afue ra, cuyo orige n se de sconoce . En W ook in residen un
vam piro, un com e dor de ve ne no, y una m uje r que conve rsa con las serpientes. Wookin debe
se r la a lde a m ás varia da de Dahaut. He sobre vivido a quí ochenta años. ¿Qué más se necesita
para de clararm e e l hom bre m ás sabio de W ook in?
— Se ñor, pare ce s se r e l hom bre que buscam os. Este m uchacho es el príncipe Dhrun.
Las dríade s e nviaron abe jas doradas para colocarle círculos zumbones en los ojos, y está ciego.
Dinos quié n pue de curarlo o, e n caso contrario, a quié n pode m os pre guntar.
— No pue de re com e ndar a nadie que e sté ce rca. Es m agia de hadas y se de be
curar con un he chizo de hadas. Busca a R hodion, re y de las hadas, que lle va un sombrero
ve rde con una plum a roja. Apodé rate de su som bre ro y é l te ndrá que hace r lo que le pidas.
— ¿C óm o pode m os e ncontrar al re y R hodion? De ve rdad, e s m uy im portante .
— Ni siquie ra e l hom bre m ás sabio de W ook in conoce la re spue sta a ese acertijo. A
m e nudo visita las grande s fe rias, donde com pra cintas, carde nchas y otras bagatelas. Una
ve z lo vi e n la Fe ria de Tink wood, un ale gre y vie jo caballe ro a lom os de una cabra.
— ¿Sie m pre m onta una cabra? —pre guntó Glyne th.
— R ara ve z.
— ¿Entonce s cóm o se lo re conoce ? En las fe rias hay cie ntos de ale gre s caballeros.
El vie jo rasuró un rizo de su ram a de aliso.
— Sin duda, é se e s e l e slabón dé bil de l plan —dijo—. Tal vez un hechicero os sea más
útil. Está Tam ure llo de Pároli, y Q uatz, junto a Lullwate r. Tam ure llo e x igirá un trabajo
agobiante , que re que rirá una visita a los confine s de la tie rra: un nuevo defecto en el plan. En
cua nto a Q ua tz, e stá m ue rto. Si tie ne s a lgún m e dio para re sucitarlo, cre o que se com pro
m e te ría a cualquie r cosa.
— Tal ve z —dijo Glyne th con de sánim o—. ¿Pe ro cóm o...?
—Ya, ya. Has notado e l de fe cto. Aun así, quizá se solucione con un plan astuto. Eso
digo yo, e l hom bre m ás sabio de W ook in.
Una m atrona de cara se ve ra salió de la posada.
— ¡Ve n, abue lo! Es la hora de la sie sta. Lue go podrás permanecer despierto un par de
horas e sta noche , pue s la luna de spunta tarde .
— Bie n, bie n. La luna y yo som os vie jos e ne m igos —le e x plicó a Glyne th—. La
m alva da luna e nvía rayos de hie lo para conge la rm e la médula, y yo me esfuerzo para evitarlos.
Plane o hace r una gran tram pa para la luna e n aque lla colina, y cuando la luna venga a caminar,
e spiar y atisbar para e ncontrar m i ve ntana, e charé e l ce rrojo y ya mi leche no se cuajará en las
noche s de luna.
— Ya e s hora, abue lo. De spíde te de tus am igos y ve n a tom ar la sopa de pata de
vaca.
Dhrun y Glyne th se ale jaron de W ook in e n sile ncio.
— Bue na parte de lo que dijo pare cía se nsato —dijo al fin Dhrun.
— Eso m e pare ció —dijo Glyne th.
Más allá de W ook in, e l río Murm e il viraba hacia e l sur, y e l cam ino atravesaba una
re gión de bosque s y de se m bradíos de ce bada, ce nte no y forraje . Plácidas granjas
dorm itaban a la som bra de roble s y olm os, todas construidas con e l basalto gris de la zona
y con te chos de paja. , Dhrun y Glyne th cam inaron un k ilóm e tro, lue go otro, cruzándose
con tre s viaje ros e n total: un niño que lle vaba caballos; un arrie ro con un rebaño de cabras y
un latone ro am bulante . Por e l aire lle gaba un he dor cada ve z más fuerte: primero en hálitos y
ráfagas, lue go con una inte nsidad viole nta y re pe ntina, tan pe ne trante que Glyneth y Dhrun
se pararon e n se co e n la carre te ra.
Glyne t tom ó la m ano de Dhrun.

163
—Ve n, cam inare m os de prisa y así lo de jare m os atrás pronto.
Los dos trotaron cam ino arriba, conte nie ndo e l alie nto para no se ntir e sa
pe stile ncia. C ie n m e tros de spué s lle garon a una e ncrucijada con una horca al lado. Un
le tre ro, que se ñalaba a e ste y oe ste , norte y sur, re zaba:

BLANDWALLOW: 3 - TUMBY: 2 WOOKIN: 3 - LUMARTH: 3

Se is hom bre s m ue rtos colgaban de l patíbulo re cortándose contra e l cie lo.


Glyne th y Dhrun pasaron de prisa, pe ro se de tuvie ron de nue vo. En un tronco bajo
e staba se nta do un hom bre a lto y de lga do de cara larga y de lgada. Vestía ropa oscura pero no
lle vaba som bre ro; e l pe lo, e nne gre cido y lacio, se le pe gaba al cráne o angosto.
Glyne th pe nsó que tanto las circunstancias com o e l hom bre e ran sinie stras y
habría se guido de largo sin nada m ás que un corté s saludo, pe ro e l hom bre alzó un largo
brazo para de te ne rlos.
— Por favor, que ridos, ¿qué noticias hay de W ook in? Mi vigilia ha durado tres días y
e stos caballe ros m urie ron con e l cue llo inusitadam e nte duro.
— No oím os noticias, se ñor, salvo la re fe re nte a la m ue rte de se is bandidos, que ya
de be s conoce r.
— ¿Por qué e spe ras? —pre guntó Dhrun, con conm ove dora sim plicidad.
— ¡Ja uí! —rió a guda m e nte e l hom bre fla co—. Una te oría propue sta por los sabios
a se gura que cada nicho de la e structura socia l, por e stre cho que se a , e ncue ntra quie n lo
lle ne . C onfie so que te ngo una ocupación tan e spe cífica que ni siquiera ha adquirido un nombre.
Para de cirlo con sim ple za, e spe ro bajo e l patíbulo hasta que cae el cadáver, y entonces tomo
pose sión de las ropas y pe rte ne ncias valiosas. Encue ntro poca competencia en este campo. Es
una tare a aburrida, y nunca m e volve ré rico, pe ro al m e nos e s hone sta y tengo tiempo para
soñar.
— Inte re sante —dijo Glyne th—. Q ue te nga s sue rte .
— Un m om e nto. —El hom bre e studió las rígidas silue tas colgante s—. C reí que hoy
te ndría al núm e ro dos—. Tom ó una he rram ie nta que e staba apoyada contra el patíbulo: una
vara larga con punta bifurcada. Tante ó la cue rda por e ncim a de l nudo y la sacudió con
fue rza. El cadáve r que dó colgado com o ante s—. Mi nom bre , por si queréis saberlo, es Nhabod,
y a ve ce s m e conoce n com o Nab e l Angosto.
— Gracias. Ahora, si no te im porta, se guire m os nue stro cam ino.
— ¡Espe rad! Voy a de cir algo que os pue de re sultar inte re sante . Allí, número dos en
orde n, cue lga e l vie jo Tonk e r e l carpinte ro, que m e tió dos cla vos e n la cabeza de su madre:
cue llo duro hasta e l final. Mirad —se ñaló con la vara, y su voz adquirió un tono didáctico— la
m agulla dura roja. Esto e s com ún y habitual e n los prim e ros cuatro días. Luego aparece una
m ancha carm e sí, se guida por e sa palide z de tiza, que indica que e l objeto está por caer. Por
e stos indicios he intuido que Tonk e r e s taba m aduro. Bie n, suficie nte por hoy. Tonker caerá
m añana y de spué s de é l Pilbane e l bailarín, quie n asaltó e n los caminos durante trece años, y
hoy e staría asaltando si Num inante e l C aptor de Ladrone s no lo hubiera descubierto dormido
y Pilbane no hubie ra bailado su últim a jiga. Lue go e stá Kam el granjero. Un leproso pasó ante
sus se is he rm osas vacas le che ras, e n e sta m ism a e ncrucijada, y las seis se secaron. Como es
ile gal de rram ar sangre de le proso, Kam lo e m papó con ace ite y le pren dió fuego. Se dice que
e l le proso lle gó de aquí a Lum arth e n sólo catorce zancadas. Num inante interpretó la ley con
un e x ce so de rigor y a hora Kam cue lga e n e l a ire . El núm e ro se is es Bosco, cocinero de buena
re putación. Durante m uchos años sufrió las afre ntas de l noble y vie jo Tre m oy. Un día, con
e spíritu m aligno, orinó la sopa de su se ñor. ¡Ay! Tre s cam are ros y e l re poste ro fue ron
te stigos. ¡Ay! Allí cue lga Bosco.
—¿Y e l siguie nte ? —pre guntó Glyne th, inte re sada contra su voluntad. Nab el Angosto
tocó los pie s oscilante s con su vara.
—Éste e s Pirriclaw, un salte ador de e x traordinaria pe rce pción. Podía m irar a un

164
probable clie nte ... así... —bajó la cabe za y clavó los ojos e n Dhrun—, o así. —Clavó la misma
m irada pe ne tra nte e n Glyne th—. Al insta nte a divina ba e l lugar donde su cliente llevaba sus
pe rte ne ncias, y e ra una habilidad m uy útil. —Nab lade ó la cabe za, lam e ntando e l falle
cim ie nto de un hom bre tan tale ntoso.
Dhrun se lle vó la m ano a l cue llo, para a se gura rse de que su a m ule to e stuvie ra
se guro; casi sin pe nsarlo, Glyne th se tocó e l corpiño donde había escondido la cartera mágica.
Nab e l Angosto, que aún m iraba e l cadáve r, no pare ció darse cue nta.
— ¡Pobre Pirriclaw! Num inante lo capturó e n la flor de la vida, y ahora e spe ro sus
ropas... y con ansie dad, de bo añadir. Pirriclaw sólo ve stía lo m e jor y e x igía triple costura.
Tie ne m i e statura, y tal ve z yo m ism o use las pre ndas.
— ¿Q uié n e s e l últim o cadáve r?
— ¿Él? No vale m ucho. Borce guíe s, ropas re m e ndadas tre s ve ce s y carentes de todo
e stilo. Este patíbulo se conoce com o Se is-de -un-Trago. Tanto la ley como la costumbre prohíben
que se cue lgue a cinco o a cuatro o tre s o dos o uno de e sa antigua viga. Un fugitivo
de sgraciado llam ado Yode r O re jas Grise s robó hue vos a la gallina negra de la viuda de Hod, y
Num inante de cidió usarlo com o e je m plo, y así puso un se x to para Se is-de -un-Trago. Y por
prim e ra ve z e n su vida Yode r O re jas Grise s cum plió una función. Fue a la muerte, si no feliz,
al m e nos com o un hom bre cuya vida brinda un se rvicio final, cosa que no todos podemos
afirm ar.
Glyne th asintió dubitativam e nte . Los com e ntarios de Nab se e staban volvie ndo
de m asiado líricos, y e lla se pre guntó si no se e staría divirtie ndo a costa de ambos. Tomó el
brazo de Dhrun.
— ¡Ve n! Aún nos faltan tre s k ilóm e tros para Lum arth.
— Tre s k ilóm e tros se guros, a hora que Num inante ha lim pia do e l camino —dijo Nab
e l Angosto.
— Una últim a pre gunta. ¿Pue de s de cirnos dónde hay una fe ria donde se re únan
hom bre s sabios y m agos?
— Por supue sto. C incue nta k ilóm e tros de spués de Lumarth está la ciudad de Avellanar,
donde una fe ria e voca los fe stivale s de los druidas. ¡Estad allí e n dos se m anas, cuando los
druidas ce le bran Lugrasad!
Glyne th y Dhrun continuaron la m archa. A ochocie ntos m e tros un salte ador alto y
de lga do salió de una m ata de zarza m ora s. Lle va ba una capa larga y negra, un sombrero chato
y ne gro de ala m uy ancha, y un
paño tam bié n ne gro le tapaba toda la cara salvo los ojos. En la m ano izquie rda
e m puñaba una daga.
—¡Alto! —gritó—. ¡Da dm e vue stra s pe rte ne ncia s u os corta ré la garganta de oreja a
ore ja!
Se ace rcó a Glyne th, le hundió la m ano e n e l corpiño y le arrancó la carte ra de su
cálido e scondrijo e ntre am bos se nos. Lue go se volvió a Dhrun y blandió la daga.
— ¡Tus bie ne s, rápido!
— Mis bie ne s no te inte re san.
— ¡C laro que sí! Me de claro pose e dor de l m undo y de todos sus frutos. Quien usa mis
bie ne s sin pe rm iso provoca la m ás inte nsa de m is iras. ¿No e s e sto justicia?
Dhrun, de sconce rtado, no supo qué re sponde r. Entre tanto e l salte ador le arrebató
e l a m ule to de l cue llo.
—¿Q ué e s e sto? Bie n, lo a ve riguare m os m ás tarde . Ahora se guid vue stro camino
hum ilde m e nte , y te ne d m ás cuida do e n e l futuro.
Glyne th, e n hosco sile ncio, y Dhrun, sollozando de rabia, continuaron la m archa
pre ce didos de una gran risotada.

165
—¡Jauí!
Lue go e l salte a dor se pe rdió e ntre las m atas.
Una hora de spué s, Glyne th y Dhrun lle garon a la aldea Lumarth. Fueron de inmediato
a la posada de l Ganso Azul, donde Glyne th pre guntó dónde podía e ncontrar a Numinante el
C aptor de Ladrone s.
— Por los caprichos de Fortunatus, e ncontraré is a Num inante e n e l com e dor,
be bie ndo ce rve za de un cue nco de l tam año de su cabe za.
— Gracias, se ñor. —Glyne th e ntró e n e l com e dor con caute la. En otras posadas la
habían som e tido a indignidade s: be sos e brios, palmadas en las nalgas, sonrisas y cosquillas. En
e l m ostrador había un hom bre de e statura m e diana, con aire de de licada sobrie dad
de sm e ntido por e l tazón de l que be bía su ce rve za.
Glyne th se le ace rcó confiadam e nte . Este no pare cía un hom bre que se tom ara
libe rtade s.
— ¿Ere s Num inante ?
— ¿Q ué quie re s, m uchacha?
— Q uie ro de nunciar un de lito.
— Habla . Ése e s m i oficio.
— En la e ncrucija da conocim os a un tal Nha bod, o Nab e l Angosto, quie n esperaba
que caye ran los cadáve re s para quitarle s la ropa. Hablam os un rato, luego seguimos nuestro
cam ino. A m e nos de un k ilóm e tro, salió de l bosque un salte ador que nos quitó todo lo que
te níam os.
— Q ue rida m ía —dijo Num inante —, quie n os robó fue nada m e nos que e l gran
Janton C ortagargantas. La se m ana pasada colgué a se is de
sus com pinche s. Él que ría quitarle s los zapatos para su colección. La ropa le importa
un ble do.
— Pe ro nos habló de Tonk e r e l carpinte ro, Bosco e l cocine ro, e l ladrón Pirriclaw y
otro cuyo nom bre no re cue rdo...
— Es posible . Asolaban la cam piña con Janton, com o una jauría de perros salvajes.
Pe ro Janton abandonará e sta re gión para instalarse en otra parte. Algún día lo colgaré también,
pe ro... de be m os gozar de e stos place re s cuando se pre se ntan.
— ¿No pue de s e nvia r una partida a busca rlo? —pre guntó Dhrun—. Cogió mi amuleto y
nue stra carte ra de dine ro.
— Podría —dijo Num inante —, ¿pe ro de qué se rviría? Tie ne e scondrijos por todas
parte s. De m om e nto, lo único que pue do hace r e s a lim e ntaros a e x pe nsa s de l re y. ¡Enríe!
O fre ce a e stos niños la m e jor com ida. Una de e sas gordas gallinas de l e spetón, una buena
tajada de carne y otra de paste l, con sidra para dige rirlo.
— Al instante , Num inante .
— Una cosa m ás —dijo Glyne th—. C om o ve s, las hadas de l bosque han ce gado a
Dhrun. Nos a conse jaron que buscá ra m os a un m ago que soluciona ra e l problema. ¿Puedes
suge rirnos a a lguie n que pue da a yuda rnos?
Num inante be bió un bue n trago de ce rve za.
— Sé de tale s pe rsonas —dijo tras re fle x ionar—, pe ro sólo de oídas. En este caso no
pue do ayudaros, pue s no sé nada de m agia, y sólo los m agos conoce n a otros m agos.
— Janton sugirió que visitáram os la fe ria de Ave llanar y ave riguáram os allí.
— Es un bue n conse jo... a m e nos que se proponga asaltaros de nuevo en el camino.
Ve o que Enríe os ha se rvido una bue na com ida. Disfrutadla.
Abatidos, Dhrun y Glyne th siguie ron a Enric hasta la m e sa que les había preparado.
Aunque le s ofre cía lo m e jor, no le e ncontraban sabor a la com ida. Vanas ve ce s Glyne th

166
abrió la boca para de cirle a Dhrun que sólo había pe rdido un vulgar guijarro, que su piedra
m ágica se había he cho trizas, pe ro tantas otras la ce rró, avergonzada de confesar su engaño.
Enric le s indicó e l cam ino a Ave llanar.
— Id colm a arriba y valle abajo durante ve inticinco k ilóm e tros, lue go atravesad el
bosque de W he ary y las Tie rras Flacas, pasando las C olinas Le janas, de spué s seguid el río
Sha m hasta Ave llanar. Tarda ré is unos cua tro día s. Me im a gino que no tenéis mucho dinero.
— Te ne m os dos coronas de oro, se ñor.
— Pe rm itidm e cam biar una por dos florine s y pe nique s y tendréis me nos dificultades.
C on ocho florine s de plata y ve inte pe nique s de cobre tintine ando en una pequeña
bolsa de paño, y con una sola corona de oro a salvo e n e l pantalón de Dhrun, am bos
e m pre ndie ron e l cam ino hacia Ave llanar.

C uatro días de spué s, ham brie ntos y doloridos, Dhrun y Glyneth llegaron a Avellanar.
No habían te nido contratie m pos salvo por un e pisodio ce rca de la alde a Maude . A m e dio
k ilóm e tro de la ciudad oye ron que jidos que ve nían de la zanja del borde del camino. Corrieron
a m irar y de scubrie ron a un hom bre vie jo y tullido que se había de sviado de la carre tera y
había caído e n una m ata de bardana.
Dhrun y Glyne t lo sacaron de allí con gran e sfue rzo y lo lle varon hasta la alde a,
donde se de splom ó e n un banco.
— Gracias, niños —dijo—. Si he de m orir, m e jor aquí que e n una zanja.
— ¿Pe ro por qué de be s m orir? —pre guntó Glyne th—. He visto gentes vivas en peores
condicione s.
— Tal ve z, pe ro e staban rode adas por se re s que ridos o e ran capaces de trabajar. Yo
no te ngo un cobre y nadie m e contrata, así que m oriré .
Glyne th lle vó a Dhrun a pa rte .
— No pode m os abandonarlo aquí.
— Tam poco pode m os lle varlo —dijo Dhrun con voz hue ca.
— Lo sé . Mucho m e nos podría irm e de jándolo allí, de se spe rado.
— ¿Q ué quie re s hace r?
— Sé que no pode m os ayudar a todos los que e ncontramos, pero podemos ayudar a
e sta pe rsona .
—¿La corona de oro? — S í .
Dhrun, sin de cir palabra, e x trajo la m one da de l pantalón y se la dio a Glyneth. Ella
se la lle vó al vie jo.
— Es todo lo que pode m os darte , pe ro te ayudará por un tie m po.
— ¡Mis be ndicione s para am bos!
Dhrun y Glyne th fue ron a la posada y de scubrie ron que todos los cuartos estaban
ocupados.
—El de pósito de l e stablo e stá lle no de he no fre sco, y podé is dorm ir allí por un
pe nique . Si m e ayudáis una hora e n la cocina, os daré de com e r.
En la cocina, Dhrun pe ló habichue las y Glyne th fre gó ollas hasta que e l posadero
e ntró.
—¡Está bie n, e stá bie n! Ve o m i re fle jo e n e llas. Ve nid, os habé is gana do la cena.
Los lle vó a una m e sa e n un rincón de la cocina y le s sirvió prim e ro una sopa de
pue rros y le nte ja s, lue go trozos de ce rdo a sa do con m anza na s, pan y salsa , y de postre un
m e locotón a cada uno.

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Se fue ron de la cocina cruzando e l com e dor, donde pare cía habe r una gran
ce le bración. Tre s m úsicos con tam bore s, un caram illo y un doble laúd tocaban ale gre s
cancione s. Entre los pre se nte s, Glyne th de scubrió al vie jo tullido a quie n habían dado la
m one da de oro. Ahora e staba e brio y bailaba e né rgicamente alzando ambas piernas en el aire.
Lue go a brazó a la cam are ra y a m bos bailaron una danza e x tra va ga nte de un lado a otro del
salón. El vie jo ce ñía la cintura de la cam are ra con un brazo y con e l otro alzaba un cuenco
de ce rve za.
— ¿Q uié n e s e se vie jo? —pre guntó Glyne th a uno de los curiosos—. Cuando lo vi por
últim a ve z e staba m oribundo.
— Es Ludolf e l pícaro y e stá tan m oribundo com o tú o com o yo. Se va de la ciudad,
se instala cóm odam e nte junto al cam ino. C uando pasa un viaje ro, se pone a ge m ir
lastim e ra m e nte , y a ve ce s los via je ros lo tra e n a la ciudad. Ludolf lloriquea y se queja hasta que
e l viaje ro le da un par de m one das. Hoy de be de haber encontrado a un dignatario de las Indias.
Entriste cida, Glyne th condujo a Dhrun al e stablo, y subie ron por la escalera hasta el
pajar. Allí contó a Dhrun lo que había visto e n e l com edor. Éste se enfureció. Apretó los dientes y
arque ó las com isuras de la boca.
—¡De spre cio a los m e ntirosos y e m baucadore s! Glyne th rió de mala
gana.
— Dhrun, no nos am argue m os. No diré que apre ndim os una le cción, porque e s
posible que m añana hagam os lo m ism o.
— C on m uchas m ás pre caucione s.
— Es ve rdad. Pe ro al m e nos no te ne m os por qué avergonzarnos de nosotros mismos.
De Maude a Ave llanar e l cam ino los lle vó por un variado paisaje de bosque y campo,
m ontaña y valle , pe ro no sufrie ron daños ni sobre saltos, y llegaron a Avellanar al mediodía del
quinto día de viaje . El fe stival aún no había com e nzado, pe ro ya e staban construye ndo
pue stos, pabe llone s y plataform as.
Glyne th, de la m ano de Dhrun, e valuó las actividade s.
— Pare ce que a quí habrá m ás m e rca de re s que ge nte común. Quizá se vendan cosas
e ntre e llos. Es ve rdade ram e nte ale gre , con todos los m artillazos y bande ras.
— ¿Q ué e s e se olor tan de licioso? —pre guntó Dhrun—. Me re cue rda e l hambre que
te ngo.
— A unos ve inte m e tros un hom bre con som bre ro blanco e stá frie ndo salchichas.
Adm ito que e l olor e s te ntador... pe ro sólo te ne m os sie te florine s y algunos pe nique s, y
e spe ro conse rvarlos hasta que podam os ganar m ás dine ro.
—¿El ve nde dor de salchichas ve nde m ucho? Pare ce que no.
— Entonce s trate m os de conquistarle clie nte s.
— Muy bie n, ¿pe ro cóm o?
— C on e sto. —Dhrun e x trajo su gaita.
— Bue na ide a. —Glyne th condujo a Dhrun hasta e l pue sto. Ahora toca —susurró—.
¡Valie nte s m e lodías, ale gre s m e lodías, ham brie ntas m e lodías!
Dhrun se puso a tocar, al principio le nta y tím idam e nte , y lue go sus de dos
pare cie ron m ove rse por sí solos, volando sobre e l instrum e nto, que e m itió a dora ble s y
e stride nte s m e lodías. La ge nte se de te nía a e scuchar alre de dor de l pue sto, y m uchos
com praban salchicha s, a sí que e l ve nde dor e stuvo m uy a ta re a do.
Al rato Glyne th se a ce rcó a l ve nde dor.
— Por favor, ¿pue de s darnos salchichas? Tenemos mucha hambre. Después de comer,
tocare m os otra ve z.
— A m i e nte nde r, e s un bue n trato. —El ve nde dor le s dio pan y salchichas fritas, y
Dhrun tocó de nue vo: jigas y toda clase de danzas que ha cían vibrar los talones y temblar la

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nariz con e l arom a de las salchichas fritas. Al cabo de una hora, e l ve nde dor había agotado
toda su m e rcancía, por lo que Glyne th y Dhrun se ale jaron de l pue sto.
A la som bra de un carrom ato había un hom bre alto y jove n de hom bros fuertes y
a nchos, pie rnas larga s, nariz gra nde y ojos cla ros y grise s. Tenía pelo lacio de color arena, pero
no lle vaba ni barba ni bigote . C uando Glyne th y Dhrun pasaron junto a é l, se le s ace rcó.
— Me ha gustado m ucho tu m úsica —le dijo a Dhrun—. ¿Dónde adquiriste tanta
habilidad?
— Es un don de las hadas de Thripse y She e . Me die ron la gaita, una carte ra con
dine ro, un a m ule to para e l valor y sie te a ños de m ala sue rte . He pe rdido la carte ra y e l
a m ule to, pe ro conse rvo la gaita y la m ala sue rte , que m e sigue com o un m al olor.
— Thripse y She e e stá le jos, e n Lyone sse . ¿C óm o habé is lle gado a quí?
— Via ja m os a tra vé s de l gra n bosque —dijo Glyne th—. Dhrun de scubrió a unas
dríade s que se e staban bañando de snudas. Enviaron abe jas m ágicas a sus ojos y ahora no
pue de ve r, hasta que a huye nte m os las a be ja s.
— ¿Y cóm o pe nsáis hace rlo?
— Nos aconse jaron que buscáram os a R hodion, re y de las hadas, y cogiéramos su
som bre ro, lo cual lo obligaría a hace r nue stra voluntad.
— Es un bue n conse jo. Pe ro ante s de bé is e ncontrar al re y R hodion, lo cual no e s
se ncillo.
— Se dice que fre cue nta las fe rias: un ale gre caballe ro con som bre ro ve rde —dijo
Glyne th—. Ya e s a lgo para e m pe zar.
— Ya lo cre o... ¡Mirad! ¡Allá va uno! ¡Y aquí vie ne otro!
— No cre o que ninguno de e llos se a e l re y R hodion —dijo dubitativamente Glyneth—.
Por cie rto, no e s e se borracho, a unque e s e l m ás a le gre de los dos. En todo caso, tenemos
otro conse jo: busca r la a yuda de un a rchim a go.
—De nue vo, e se conse jo e s m ás fácil de dar que de se guir. Los magos se esfuerzan
por aislarse de lo que de otro m odo se ría una ince sante pro ce sión de suplicante s. —
Mirándole s las caras a ba tida s, a ña dió—: Aun a sí, pue de habe r un m odo de e vita r e stas
dificulta de s. Me pre se ntaré . Soy e l doctor Fide lm s. R e corro Dahaut e n e ste carrom ato
tirado por dos caballos m ilagrosos. El le tre ro de l flanco e x plica m i ocupación.
Glyne th le yó:

D O C T O R F I D EL I U S
Gran gnóstico, vide nte , m ago C UR O LAS R O DILLAS FLO JAS
Analizo y re sue lvo m iste rios; pronuncio e ncantam ientos en idiomas conocidos y
de sconocidos. Espe cialista e n analgé sicos, emplastos, roborantes y despumáticos. Tinturas
para aliviar la náuse a, la picazón, e l dolor, e l m ale star, la caspa, las bubas y úlceras.
ES P EC I A L I D A D EN R O D I L L A S F L O J A S

Glyne th, m irando al doctor Fide lius, pre guntó te ntativam e nte :
— ¿De ve ras e re s m ago?
— C laro que sí —dijo e l doctor Fide lius—. ¡Mira e sta m one da! La te ngo en mi mano
y... de re pe nte , ¿dónde e stá la m one da?
— En t u o t ra m a n o .
— No. Ahí e stá, e n tu hom bro. ¡Y m ira! ¡Tie ne s otra e n tu otro hom bro! ¿Q ué
dice s a e sto?

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— Maravilloso. ¿Pue de s curar los ojos de Dhrun? El doctor Fide lius ne gó con la
cabe za.
— Pe ro conozco a un m ago que pue de hace rlo y, se gún cre o, lo hará.
— ¡Fantástico! ¿Nos lle varás a é l?
De nue vo e l doctor Fide lius ne gó con la cabe za.
— Ahora no. Te ngo asuntos urge nte s e n Dahaut. Lue go visitaré a Murgen el mago.
— ¿Pode m os e ncontrar a e se m ago sin tu ayuda? —pre guntó Dhrun.
— Jam ás. El cam ino e s largo y pe ligroso, y é l prote ge bie n su intim idad.
— ¿Los asuntos de Dahaut te lle varán m ucho tie m po? —pre guntó tím idam e nte
Glyne th.
— Lo ignoro. Tarde o te m prano un hom bre visitará m i carrom ato, y lue go...
— ¿Y lue go qué ?
— Supongo que lue go visitare m os a Murge n e l m ago. Mie ntras tanto venid conmigo.
Dhrun tocará la gaita para a trae r ge nte , Glyne th ve nde rá e m pla stos, polvos y a m uletos, y
yo obse rvaré la m ultitud.
— Ere s m uy ge ne roso —dijo Glyne th—, pe ro ni Dhrun ni yo sabe m os nada de
m e dicina.
— ¡No im porta! Soy un charlatán. Mis re m e dios son inútile s, pe ro los ve ndo a bajo
pre cio y habitualm e nte dan tanto re sultado com o si los hubie ra prescrito el mismo Hyrcomus
Galie nus. O lvidad vue stra s pre ve ncione s, si las te né is. Las ganancias no son suculentas pero
sie m pre com e re m os bue na com ida y be be re m os bue n vino, y cuando llue va e stare m os
prote gidos de ntro de l carrom ato.
— Las hadas m e conde naron a sie te años de m ala suerte —murmuró Dhrun—. Puedo
conta giarte a ti y a tus ne gocios.
— Dhrun vivió la m ayor parte de su vida e n un castillo de hadas hasta que lo echaron
con la m aldición sobre su cabe za —e x plicó Glyne th.
— Fue e l trasgo Falae l quie n lo provocó —dijo Dhrun—, cuando yo m e iba. Se la
de volve ría si pudie ra.
— La m aldición de be conjurarse —de claró e l doctor Fidelius—. Tal vez convendría buscar
al re y R hodion, de spué s de todo. Si tocas tu gaita m ágica, sin duda se ace rcará a escuchar.
— ¿Y e ntonce s? —pre guntó Glyne th.
— De bé is quita rle e l som bre ro. R ugirá y a m e na za rá , pe ro a l fin hará vue stra
voluntad.
Glyne th re fle x ionó con e l ce ño fruncido.
— Pare ce rudo robarle e l som bre ro a un e x traño —dijo—. Si me equivoco, el caballero
rugirá y m e am e nazará, y lue go m e pe rse guirá, m e atrapará y m e dará una paliza.
— De sde lue go, e so e s posible —convino Fide lius—. C om o ya he dicho, m uchos
caballe ros ale gre s usan som bre ro ve rde . Aun así, se pue de re conocer al rey Rhodion por tres
indicios. Prim e ro, sus ore jas no tie ne n lóbulos y son puntiagudas.. Segundo, sus pies son largos
y e stre chos, con largos de dos. Te rce ro, sus de dos e stán unidos por membranas, como las de
una rana, y tie ne n uñas ve rde s. Ade m á s, se dice que cuando uno se le acerca, despide olor, no
a sudor y a jo, sino a a za frán y a m e nto de sauce . P or tanto, Glyne th, de be s pe rm a ne ce r
a le rta. Yo tam bié n e staré obse rva ndo, y e s posible que e ntre a m bos nos a due ñe mos del
som bre ro de R hodion.
Glyne th abrazó a Dhrun y le be só la m e jilla.
— ¿Has oído? De be s tocar lo m e jor que pue das y tarde o te m prano e l rey Rhodion
se ace rcará. Lue go nos de share m os de tus sie te años de m ala sue rte .

170
— Sólo la bue na sue rte lo atrae rá. Así que tendré que esperar siete años. Para entonces
se ré vie jo y achacoso.
— ¡Dhrun, no se as ridículo! La bue na m úsica sie m pre de rrota la m ala suerte, no lo
olvide s.
— Estoy de acue rdo con e so —dijo e l doctor Fide lius—. Ahora, ve nid conm igo.
Te ne m os que hace r algunos cam bios.
El doctor Fide lius lle vó a los niños a ve r a un m e rcade r que ve ndía zapatos y ropa.
Al ve r a Dhrun y Glyne th alzó las m anos e n e l aire .
—Id a l cua rto tra se ro.
Los criados le s pre pa ra ron tinas de a gua tibia y jabón a rom á tico bizantino. Dhrun y
Glyne th se de svistie ron y se lavaron. Los criados le s lle varon toallas y camisas de lino, y luego
am bos niños se vistie ron con ropa nue va y e le gante : pantalones azules, una camisa blanca y
una túnica oscura para Dhrun; un ve stido ve rde claro para Glyne th, con una cinta ve rde
oscuro para e l pe lo. Em pacaron otras pre ndas e n una caja y las e nviaron al carrom ato.
El doctor Fide lius los m iró aprobatoriam e nte .
—¿Dónde e stán e sos dos vagabundos? He aquí a un gallardo príncipe y a una bella
prince sa.
Glyne th rió.
— Mi padre e ra sólo un e scude ro de Throck shaw, e n Ulflandia, pe ro e l padre de
Dhrun e s un príncipe y su m adre e s una prince sa.
— ¿Q uié n te lo dijo? —pre guntó e l doctor Fide lius a Dhrun con inte ré s.
— Las hadas.
El doctor Fide lius habló de spacio:
— Si e so e s ve rda d, y quizá lo se a , e re s una pe rsona m uy im porta nte . Tu m adre
pue de habe r sido Suldrun, prince sa de Lyone sse . Lam e nto de cirte que e stá m ue rta.
— ¿Y m i padre ?
— No sé nada de é l. Es una figura bastante m iste riosa.

171
20

Por la m añana te m prano, con e l sol bajo de trás de los árbole s y e l rocío todavía
húm e do sobre la hie rba, Graithe e l le ñador lle vó a Aulas al prado de Madling. Le señaló un
m ontículo donde cre cía un roble nudoso y pe que ño.
—Eso e s Thripse y She e . Para ojos m orta le s pare ce m uy poca cosa, pero hace mucho
tie m po, cuando yo e ra jove n y te m e rario, robé aquí los le ños de una Víspera del Solsticio de
Ve rano, cuando las hadas no se m ole stan e n disim ular; y donde ahora ve s m ontículos de
hie rba y un vie jo árbol, yo vi pabe llone s de se da y un m illón de lám paras y torre s una
sobre otra. Las hadas pidie ron a los m úsicos una pavana, y la música empezó. Quería correr a
unirm e a e llos, pe ro sabía que si bailaba un solo paso e n te rritorio de hadas, debería bailar
sin de scanso e l re sto de m i vida, así que m e tapé los oídos y m e fui arrastrando los pies con
de sconsue lo.
Aulas inve stigó e l prado de Madling. O yó gorje os y trinos que podían habe r sido
risas. Se ade ntró tre s pasos e n e l prado.
—Ha da s, os rue go que m e e scuché is. Soy Aulas, y e l m ucha cho Dhrun e s m i hijo.
¿Alguie n se pue de a ce rcar a habla rm e ?
El sile ncio se im puso e n e l prado, salvo por lo que quizás e ra otro trino de pájaros.
C e rca de l m ontículo se m e cían lupinos y consólidas re ale s, aunque e l aire de la m añana
e staba quie to.
Graithe le tiró de la m anga.
—Ve n. Están pre parando una m aldad. Si quisie ran hablarte , ya lo habrían hecho.
Ahora e stán tra m a ndo a lgo dañino. Ve n, a nte s de que se a s víctim a de sus trucos.
Los dos re gre saron por e l bosque .
—Es ge nte rara —dijo Graithe —. Nos valoran tanto com o nosotros a los pe ce s.
Aulas se de spidió de Graithe . Mie ntras regresaba a la aldea de Glymwode, se desvió del
cam ino para ace rcarse a un de te riorado tocón. Sacó a Pe rsilian de l e nvoltorio y lo apoyó
e rguido e n e l tocón. Por un instante se vio a sí m ism o e n e l cristal, apue sto a pe sar de la
tosca e structura de la m andíbula, la barbilla y los póm ulos, con ojos brillante s com o luces
azule s. Pe rsilian, por pura pe rve rsidad, alte ró la im age n, y Aulas se sorprendió mirando la cara
de un e rizo.
— Pe rsilian, ne ce sito tu ayuda —dijo Adías.
— ¿De se as hace r una pre gunta? — S í .
— Se rá la te rce ra.

— Lo sé . Por tanto, quie ro de scribir e l se ntido de m i pre gunta, para que no me des
una re spue sta voluble . Estoy buscando a m i hijo Dhrun, quie n fue lle vado por las hadas de
Thripse y She e . Te pre gunto: ¿C óm o pue do re scatar a m i hijo sano y salvo? Q uie ro saber
e x a ctam e nte cóm o e ncontrarlo, libe ra rlo de Thripse y She e con bue na salud, juve ntud y
facultade s m e ntale s, sin incurrir e n un castigo. Q uie ro e ncontrar y libe rar a m i hijo, y no
se gún un plan que tarde se m anas, m e se s o años; tam poco quie ro sufrir e ngaños ni
frustracione s de algún m odo que no haya pre visto. De m odo que , Pe rsilian...
— ¿Has pe nsado —pre guntó Pe rsilian— que tu estilo es sumamente arrogante? Exiges mi
a yuda com o si yo e stuvie ra obliga do a dárte la , y tú, a l igual que los de m ás, re húsa s
firm e m e nte libe ra rm e m e dia nte una cua rta pre gunta . ¿Te asombra que encare tus problemas
con distanciam ie nto? ¿Has re fle x ionado un solo instante sobre m is propios anhelos? No, me
e x plotas a m í y m i pode r tal y com o usarías un caballo para lle var una carga. Me reprendes y
m e das órde ne s com o si m e diante algún acto he roico hubie ras ganado e l de re cho a
m anda rm e , cua ndo e n re a lida d m e robaste furtiva m e nte a l re y C a sm ir. ¿Se guirás
tratándom e com o a un criado?

172
Tras un m om e nto de confusión, Aulas re spondió con voz sum isa:
—Tus que jas son justas, e n ge ne ral. Aun así, en este momento, mi afán de hallar a mi
hijo se im pone sobre todo lo de m ás.
»Por tanto, Pe rsilian, de bo re pe tir m i e ncargo. Dam e una respuesta detallada a esta
pre gunta: ¿C óm o pue do lograr que m i hijo que de bajo m i cuidado y custodia?
—Pre gunta a Murge n —dijo hurañam e nte Pe rsilian.
Aulas se apartó furiosam e nte de l tocón. Hizo un e sfue rzo para hablar con calma.
— Esa no e s una re spue sta ade cuada.
— Es bastante bue na —dijo airosam e nte Pe rsilian—. Nuestros afanes nos impulsan en
dife re nte s dire ccione s. Pe ro si de se as hace r otra pre gunta, no vacile s e n hace rlo.
Aulas hizo girar e l e spe jo para pone rlo fre nte al prado y se ñaló.
— Mira. En aque l cam po hay un vie jo pozo. El tie m po pue de significar poco para ti,
pe ro si te arrojo e n e l pozo, te hundirás e n e l barro. Pronto e l pozo se de rrum bará y
que darás se pultado, tal ve z para sie m pre , y e sa duración sí de be significar algo para ti.
— Es un te m a que no com pre nde s —dijo altivam e nte Pe rsilian—. Te recuerdo que la
bre ve da d e s la e se ncia de la sabiduría . C om o pare ce s in satisfe cho, me explayaré sobre mis
instruccione s. Las hadas no te darán nada a m e nos que re ciban un obsequio como pago. No
tie ne s nada que ofre ce rle s. Murge n e s un m ae stro e n m agia . Vive e n Swe r Sm od bajo e l
m onte Bacín, e n e l Te ach tac Te ach. En e l cam ino ace chan pe ligros. En la Brecha de Binkings
de be s pasar bajo una roca e n e quilibrio. Has de m atar al cue rvo guardián, o él arrojará una
plum a para que la roca se te de splom e e n la cabe za. En e l río Siss una vie ja con cabeza de
zorro y pie rnas de pollo te pe dirá que le hagas cruzar e l río. De be s actuar al instante :
cortarla e n dos con tu e spada y lle var cada parte por se parado. C uando e l camino llegue al
m onte Bacín e ncontrarás un par de grifos barbados. Tanto a la ida com o a la vue lta, da a
cada uno un panal de m ie l que habrás lle vado a propósito. Fre nte a Swe r Sm od, llama tres
ve ce s de e ste m odo: «¡Murge n! Soy yo, e l príncipe Aulas de Troicine t...» Cuando conozcas a
Murge n no te intim ide s. Es un hom bre com o tú... no e s afable , pe ro no carece de sentido de
la justicia. Escucha sus instruccione s y obe de ce con e x actitud. Incluyo un consejo final, para
ahorrarm e nue vos re proche s. ¿Irás a caballo?
— Ése e s m i pla n.
— Guarda tu caballo e n un e stablo de la alde a Sotovalle O swy ante s de llegar al río
Siss; de lo contrario com e rá la hie rba de la locura y te arrojará contra las rocas.
— Es un valioso conse jo. —Aulas e chó una m irada nostálgica hacia e l prado de
Madling—. Se ría pre fe rible tratar con las hadas e n ve z de visitar a Murgen con tantos peligros.
— Se ría, pe ro hay razone s por las cuale s e s ve ntajoso visitar prim e ro a Murge n.
C on e stas palabras, Pe rsihan pe rm itió que la imagen de Aulas se reflejara nuevamente
e n e l cristal. Mie ntras Aillas m iraba, su cara hizo una se rie de m ue cas burlonas ante s de
de sapare ce r.

En Tawn Tim ble , Aillas canje ó un broche dorado con incrustaciones de granate por un
fue rte capón ruano, provisto con bridas, sillas de m ontar y alforjas. En una armería compró una
e spada de discre ta calidad, una daga de hoja grue sa al e stilo lionés, un arco viejo y frágil, pero
se rvicial, pe nsó Aulas, si lo ace itaba y te nsaba ade cuadam e nte , junto con doce flechas y un
carcaj. En una m e rce ría com pró una capa ne gra de guardam onte, y el zapatero le proporcionó
cóm odas botas ne gras. Montado e n su caballo, se sintió nue vam e nte un caballe ro.
Aillas se m archó de Tawn Tim ble , cabalgó hacia e l sur rum bo a Pequeña Saffield, y
lue go hacia e l oe ste por la C a lle Vie ja . El Bosque de Tantrevalles formaba una margen oscura en
e l paisa je de l norte . El Bosque que dó a trás y a de la nte se irguieron las azules sombras del gran
Te ach tac Te ach.
En Frogm arsh, Aillas viró hacia e l norte por la carre te ra de Bitte rshaw y lle gó
finalm e nte a Sotovalle O swy, una le tárgica aldea de doscientos habitantes. Se alojó en la Posada

173
de l Pavo R e al y pasó la tarde afilando la e spada y probando las flechas en un blanco de paja en
las ce rcanías de la posada. El arco pare cía apto pe ro re que ría cie rta práctica; las flechas eran
pre cisas hasta unos cuare nta m e tros. Aillas e ncontró un m e lancólico placer en acertar con sus
fle chas e n un blanco de quince ce ntím e tros: no había pe rdido su de stre za.
De m adrugada de jó e l caballo e n el establo de la posada y caminó rumbo al oeste. Subió
por una larga lom a are nosa e ntre cuyas rocas sólo cre cían abrojos y malezas. En la cima de la
e le vación pudo ve r un ancho valle . Al oe ste y al norte , cada ve z m ás alto, pe ñasco sobre
pe ñasco, se e rguía e l pode roso Te ach tac Te ach, ce rrando e l paso hacia las Ulflandias. Por
de bajo, e l cam ino de sce ndía e n diagonal hasta e l sue lo de l valle , y allí corría el río Siss, desde
los Troaghs al fondo de C abo De spe dida hasta unirse al Yallow Dulce . Tras e l valle cre yó
distinguir Swe r Sm od, e n lo alto de los flancos de l m onte Bacín, pero las formas y las sombras
e ran e ngañosas y no podía e star se guro de lo que ve ía.
Echó a andar a paso rápido, de slizándose y brincando, de m odo que pronto llegó al
valle . Se e ncontró e n un hue rto de m anzanos con frutas rojas, pe ro pasó resueltamente de
largo y así alcanzó la orilla de l río. En un tocón e staba se ntada una m uje r con m áscara de
zorro rojo y pie rnas de pollo.
Aillas la inspe ccionó ate ntam e nte .
— Hom bre , ¿por qué m e m iras así? —e x clam ó e lla.
— Se ñora C ara de Zorro, e re s e x traña.
— Esa no e s razón para ave rgonzarm e .
— No he pre te ndido se r de scorté s, se ñora. Ere s com o e re s.
— Advie rte que e stoy aquí se ntada dignam e nte . No he sido yo quie n ha bajado la
colm a a brincos. Nunca podría incurrir e n se m e jante s re tozos. La ge nte m e tomaría por una
de sve rgonzada.
— Q uizás he sido un poco im pe tuoso —adm itió Aillas—. ¿Me pe rm itirías una
pre gunta, por pura curiosidad?

— Sie m pre que no se a im pe rtine nte .


— Tú de be s juzgar, y e ntié ndase que al hace r la pre gunta no incurro e n ninguna
obligación.
— Pre gunta pue s.
— Tie ne s cara de zorro rojo, torso de m uje r, patas de ave . ¿C uál influye más en tu
vida?
— La pre gunta e s im pe rtine nte . Ahora m e toca a m í pe dir algo.
— Pe ro he re nunciado e spe cíficam e nte a toda obligación.
— Ape lo a tu caballe rosa e duca ción. ¿De ja rías que una pobre y asustada criatura fuera
captura da a nte tus ojos? Llé va m e a l otro lado de l río, por favor.
— Es una solicitud que ningún caballe ro podría ignorar —dijo Aulas—. Ve n por aquí
hasta la orilla y se ñala e l sitio m ás fácil para cruzar.
— C on m ucho gusto. —La m uje r bajó por e l cam ino hasta e l río. Aulas desenvainó la
e spada y de un sólo tajo e n la cintura cortó a la m uje r e n dos.
Los fragm e ntos no de scansaron. La pe lvis y las patas corrían de un lado a otro; el
torso supe rior daba furiosos golpe s e n e l sue lo, m ie ntra s que la cabeza soltaba maldiciones
que he laron la sangre de Aillas.
—¡C alm a, m uje r! —dijo al fin Aillas—. ¿Dónde e stá la dignidad de que alardeabas?
—¡Sigue tu cam ino! —chilló e lla—. ¡Mi ve nganza no tardará! Aillas agarró el borde de
la túnica, y la arrastró por e l vado hasta e l agua.
—C on las patas e n una orilla y los brazos e n la otra, se ntirás m e nos de se os de

174
com e te r actos m alignos.
La m uje r re spondió con una nue va salva de m aldicione s, y Aillas siguió su camino. El
se nde ro conducía lade ra arriba; Aillas se de tuvo para m irar atrás. La m uje r había alzado la
cabe za para silbar; las pie rnas cruzaron e l río de un salto; las dos parte s se unie ron y la
criatura que dó e nte ra una ve z m ás. Aillas continuó som bríam e nte su cam ino subie ndo el
m onte Bacín. Al e ste se e x te ndían tie rras llanas, e n ge ne ral bosques verdes y oscuros, y luego
un páram o donde no cre cía ni siquie ra una hoja de hie rba. Un risco se e le vaba sobre la
com arca, y e l cam ino pare cía habe r lle gado a su fin. A dos pasos vio la Brecha de Binkings, una
grie ta angosta e n e l pe ñasco. En la boca de la bre cha un pe de stal de tre s m e tros de altura
te rm inaba e n una punta sobre la cual, e n e x acto e quilibrio de scansaba una e norm e roca.
Aillas se aprox im ó con sum a caute la. C e rca, e n la ram a de un árbol m ue rto, se
posaba un cue rvo que le obse rvaba ate ntam e nte . Aillas le dio la espalda, puso la flecha en el
arco, dio m e dia vue lta, y disparó. El cue rvo se de splom ó ale te ando, rozó la roca en equilibrio
con e l ala. La roca osciló, se inclinó y se de splom ó ante e l pasaje .
Aulas re cobró la fle cha, cortó las alas y la cola de l pájaro y se las guardó e n la
m ochila; un día adornaría sus doce fle chas de ne gro.
El cam ino conducía por la Bre cha de Bink ings hasta una te rraza por e ncim a de l
pe ñasco. A un k ilóm e tro bajo e l m onte Bacín, Swe r Sm od se e rguía sobre e l paisa je : un
castillo m e diano, prote gido sólo por una alta m uralla y un par de garitas que daban sobre
e l porta l.
Junto al cam ino, a la som bra de ocho cipre se s ne gros, un par de grifos barbados de
dos m e tros y m e dio de altura jugaban al aje dre z ante una m e sa de piedra. Cuando Aulas se
ace rcó, de jaron e l aje dre z y cogie ron unos cuchillos.
—Ve n por aquí —dijo uno—, para ahorrarnos la molestia de levantarnos. Aulas sacó dos
panale s de m ie l de la m ochila y los puso sobre la m e sa de pie dra.
— Aquí te né is vue stra m ie l.
— De nue vo m ie l —gruñó uno de los grifos.
— Y se guram e nte insípida —se que jó e l otro.
—Uno de be a le grarse por lo que tie ne e n ve z de lam e nta r lo que no tie ne —dijo
Aulas.
Los grifos lo m iraron con de sagrado. El prim e ro e m itió un sise o am e nazador.
— Uno se sacia tanto de los halagos com o de la m ie l —dijo e l otro—, de modo que a
m e nudo uno se e nfure ce y rom pe los hue sos de otro.
— Disfrutad vue stra com ida e n paz, y bue n prove cho —dijo Aulas, continuando
viaje hacia la e ntrada principal. Allí una m uje r alta de e dad avanzada, vestida con un manto
bla nco, vio que Aulas se a ce rcaba. Él se inclinó corté sm e nte .
— Se ñora, he ve nido a de libe rar con Murge n sobre un asunto de im portancia.
¿Pue de s inform arle de que Aulas, príncipe de Troicine t, e spe ra su ve nia?
La m uje r, sin de cir palabra, hizo un ge sto y dio m e dia vue lta. Aulas la siguió a
travé s de un patio, a lo largo de un pasillo y hasta un vestíbulo alfombrado, amueblado con una
m e sa y dos pe sadas sillas. En la pare d de atrás varios anaqueles exhibían cientos de libros, y el
agradable olor de las cubie rtas de cue ro im pre gnaba e l cuarto. La m uje r se ñaló una silla.
—Sié ntate .
Se fue de l cuarto y re gre só con una bande ja de paste le s de nuez y un pichel de vino
oscuro que de jó de lante de Aulas. Nue vam e nte se m archo.
Murge n e ntró con una blusa cam pe sina gris. Aillas había e spe rado un hombre más
vie jo, o al m e nos un hom bre con m ás aspe cto de sabio. Murge n no te nía barba. El pelo era
blanco por te nde ncia natural m ás que por la e dad; sus ojos azule s e ran tan brillantes como
los de Aillas.

175
—¿Estás aquí para consultarm e ? —pre guntó Murge n.
—Se ñor, soy Aulas. Mi padre e s e l príncipe O spe ro de Troicinet; soy príncipe en línea
dire cta hacia e l trono. Hace m e nos de dos años conocí a la princesa Suldrun de Lyonesse. Nos
e nam oram os y nos casam os. El re y C asm ir m e e nce rró e n una m azm orra. C uando al fin
e scapé , de scubrí que Suldrun se había suicidado por de se spe ración y que las hadas de
Thripse y She e habían cam biado a m i hijo por otro be bé . Fui a Thripsey Shee, pero las hadas no
se de jaron ve r. Te rue go que m e a yude s a re sca ta r a m i hijo.
Murge n sirvió una pe que ña cantidad de vino e n dos copas.
— ¿Vie ne s a ve rm e con las m anos vacías?
— No lle vo nada de valor, salvo unas joyas que pe rte ne cie ron a Suldrun. No cre o
que te inte re se n. Sólo pue do ofre ce rte e l e spe jo Pe rsilian, que robé al rey Casmir. Persilian te
re sponde rá a tre s pre gunta s, lo cua l e s ve nta joso si las pla nte a s correctamente. Si haces una
cuarta pre gunta Pe rsilian que da libre . Te lo ofre zco a condición de que hagas la cuarta
pre gunta, para libe rarlo.
Murge n e x te ndió la m ano.
— Dam e a Pe rsilian. Ace pto tus condicione s. —Adías entregó el espejo. Murgen movió
e l de do y m usitó una sílaba. Una caja de porce lana blanca cruzó flotando la habitación y se
posó e n la m e sa. Murge n a brió la caja y volcó e l conte nido: tre ce ge m as, a pa re nte mente
talladas e n cuarzo gris. Murge n m iró a Aulas con una sonrisa—. ¿Las encuentras interesantes?
— Eso cre o.
Murge n las tocó a fe ctuosa m e nte con e l de do, disponiéndolas en cierto orden. Suspiró.
—Tre ce ge m as incom pa ra ble s, cada cua l a ba rca un unive rso m e nta l. Bie n, debo
e vita r la a va ricia. Hay m ás e n e l lugar de donde é stas vinie ron. Así se a . Llé va te é sta; e s
a le gre y cautiva nte a la luz de l a m a ne ce r. Ve a Thripse y She e cua ndo los primeros rayos del
sol bañe n e l prado. No vayas a la luz de la luna, o sufrirás una m ue rte de rara inve ntiva.
Mue stra e l cristal al sol y de ja que de ste lle e n sus rayos. No lo sue lte s sin haber llegado a un
tra to. Las hadas lo re spe ta rá n con e x a ctitud. P e se a la cre e ncia popular, son una raza
am ante de la pre cisión. C um plirán con sus té rm inos: ni m ás ni m e nos, así que regatea con
cuidado. —Murge n se le vantó—. Me de spido.
— Un m om e nto. Los grifos son a m e na za dore s. No e stán fe lice s con su m iel. Creo
que pre fe rirían sorbe r la m é dula de m is hue sos.
— Es fácil distrae rlos —dijo Murge n—. O fre ce dos panale s a uno y nada al otro.
— ¿Y la roca de la Bre cha de Bink m gs? ¿Estará e n e quilibrio com o ante s?
— En e ste m ism o insta nte e l cue rvo e stá ponie ndo la roca e n su sitio, lo cual no es
pe que ña hazaña para un ave sin alas ni cola. Sospe cho que e s vengativa. —Murgen le ofreció
un rollo de soga ce le ste —. C e rca de la cabe za de l de sfiladero hay un árbol que asoma sobre la
roca. Suje ta la cue rda a l á rbol, á ta te a e lla y baja hasta la roca.
—¿Q ué ocurrirá con la m uje r de cara de zorro de l río Siss? Murge n se e ncogió
de hom bros.
—De be s e ncontrar un m odo de e ngañarla. De lo contrario, te arrancará los ojos con
un solo m ovim ie nto de sus patas. El rasguño de sus uñas paraliza. No pe rm itas que se te
a ce rque .
Aulas se puso de pie .
— Agrade zco tu ayuda. Aun así, m e pre gunto por qué has vue lto tan pe ligroso el
cam ino. Muchos de tus visitante s se de be n de conside rar am igos tuyos.
— Sin duda. —O bviam e nte e l te m a no inte re saba a Murgen—. En realidad, los riesgos
han sido cre ados por m is e ne m igos, no por m í.
—¿Por qué los grifos tan ce rca de Swe r Sm od? Es una insole ncia. Murge n quitó
im portancia al asunto.

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—Pre ocuparm e por e so e stá por de bajo de m i dignidad. Ahora, príncipe Aillas, te
de se o un bue n viaje .
Murge n se m archó de l cuarto. La m uje r de la túnica blanca condujo a Aillas e ntre
los opacos pasillos hasta e l portal, y m iró hacia e l cie lo, donde e l sol ya había pasado e l
cé nit.
—Si te apre suras —dijo—, lle garás a Sotovalle O swy antes del anochecer. Aillas avanzó
de prisa por e l cam ino. Se ace rcó a la gruta donde e staban los dos grifos, que se volvieron
hacia é l.
— ¿De nue vo te atre ve s a ofre ce rnos e sa insípida miel? Deseamos algo más sabroso.
— Pare ce que am bos e stáis fam é licos —dijo Aillas.
—Así son las cosas. Ahora bie n... Aillas e x trajo los dos panale s de m ie l.
—Habría ofre cido un panal a cada uno, pe ro uno de be de te ne r más hambre que el
otro, por lo que de be ría com e r am bos. Los de jo aquí, y que la de cisión se a vue stra.
Aillas se ale jó de la instantáne a riña y pronto pudo ve r cómo los grifos se tironeaban
m utuam e nte de la barba. Aunque Aillas apuró e l paso, durante m uchos m inutos oyó los
ruidos de la disputa.
Lle gó a la Bre cha de Bink ings y se a som ó caute losa m e nte a l borde . La gran roca,
com o ante s, se m e cía e n un pre cario e quilibrio. El cue rvo e staba en las cercanías, aún sin alas
ni cola, con la cabe za lade ada y un ojo re dondo m irando hacia arriba. Te nía las plum as
de saliñadas; e staba m e dio se ntado, m e dio e rguido e n sus patas curvas y am arillas.
C incue nta m e tros al e ste , un re torcido ce dro e x te ndía su tronco sinuoso
sobre e l borde de l pe ñasco. Aulas arrojó la cue rda por e ncim a de l tronco, se ató el
otro e x tre m o bajo la cade ra, te nsó la líne a , se m e ció sobre e l vacío, y de sce ndió al pie del
pe ñasco. R e cobró la soga, la e nrolló y se la e chó sobre e l hom bro.
El cue rvo e staba com o a nte s, la cabe za lade a da , pre pa ra do para arrojarse contra la
roca. Aulas se le ace rcó e n sile ncio de sde e l lado opue sto y tocó la roca con la punta de la
e spada, que se de splom ó con e stré pito m ie ntra s e l cue rvo gra znaba de conste rna ción.
Aulas continuó su m archa lade ra abajo.
Enfre nte , una hile ra de árbole s se ñalaba e l curso de l río Siss. Aillas se detuvo. La
m uje r-zorro e staba e m bosca da e n a lguna parte , proba ble m e nte en un matorral de castaños
achaparrados a unos cie n m e tros de distancia. Podía de sviarse hacia una u otra dirección, y
cruzar nadando e n ve z de pasar por e l vado.
Aillas re troce dió y, agazapándose , cam inó río abajo hacia la orilla e n un am plio
se m icírculo. Una fra nja de sauce s le im pe día e l a cce so a l a gua, y tuvo que regresar río arriba.
Nada se m ovía e n las m atas ni e n ninguna otra parte . Aillas se intranquilizó. El silencio era
pe rturbador. Se de tuvo a e scuchar de nue vo, pe ro sólo oyó e l gorgoteo del agua. Espada en
m ano, a va nzó río a rriba, paso a paso. Al a ce rcarse a l vado, vio una m ata de juncos que se
m e cía n e n e l vie nto. ¿En e l vie nto? Se volvió rápidam e nte y se e ncontró con la roja máscara
de la m uje r-zorro, que e staba a ga za pa da com o una rana. Movió la e spada m ie ntra s e lla
saltaba, y le cortó la cabe za. El torso y las patas se de splom aron; la cabeza cayó en la orilla.
Aulas la arrojó a la corrie nte con su e spada, y la cabe za e chó a rodar río abajo. El torso se
incorporó y e m pe zó a corre r por todas parte s agitando los brazos y brincando, y al fin
de sapare ció de trás de la lom a ce rca de l m onte Bacín.
Aillas lavó la e spada, vade ó e l río y re gre só a Sotovalle Oswy, adonde llegó justo antes
de l anoche ce r. C e nó pan con jam ón, be bió un vaso de vino y fue a su cuarto.
En la oscuridad e x trajo la ge m a gris que le había dado Murge n. Mostraba un brillo
pálido, de l color de un día brum oso. O paco, re fle x ionó Aillas. Pe ro cuando desvió la mirada
sintió un re lam pague o e n un e x tre m o de sus ojos, una se nsación que no podía e x plicar.
Lo inte ntó varias ve ce s, pe ro no pudo re vivir la se nsación, y al instante se durmió.

177
21

Tras cuatro días de viaje tranquilo Aillas lle gó a Tawn Tim ble . Allí compró dos pollos
gordos, un jam ón, una loncha de tocino y cuatro jarras de vino tinto. Guardó parte de las
provisione s e n las alforjas, suje tó e l re sto a la silla de m ontar y cabalgó hacia el norte a través
de Glym wode , rum bo a la casa de Graithe y W yne s.
Graithe le salió al e ncue ntro. Al ve r las provisione s, le gritó a su e sposa.
— Muje r, e ncie nde e l fue go de l e spe tón. Esta noche ce nare m os com o se ñore s.
— C om e re m os y be be re m os bie n —dijo Aillas—. Aun así, de bo lle gar al prado de
Madling ante s de que rom pa e l día.
Los tre s ce naron pollos asados re lle nos con ce bada y ce bollas, paste l, hortalizas
m e chadas con tocino, y una e nsalada de be rro.
— Si com ie ra tanto todas las noche s, ya no m e m ole staría cortar leña por la mañana
—de claró Gra ithe .
— ¡R e gue m os que lle gue e l día ! —e x clam ó W yne s.
— Q uié n sabe . Tal ve z ante s de lo e spe rado —dijo Aillas—. Pero estoy cansado y debo
le vanta rm e a nte s de que salga e l sol.

Me dia hora ante s de l am ane ce r, Aillas e staba e n e l prado de Madling. Esperó en la


pe num bra bajo los árbole s hasta que e l prim e r de ste llo de l sol naciente despuntó en el este, y
lue go e chó a andar por la hie rba húm e da de rocío, ge m a e n m ano. Al acercarse al montículo
oyó trinos y gorje os e n un re gistro casi inaudible . Algo le palm e ó la m ano donde te nía la
ge m a. Aillas la ce rró con m ás fue rza. De dos invisible s le rozaban las ore jas y le tiraban del
pe lo; le arre bataron e l som bre ro y lo arrojaron al aire .
— Hadas, am able s hadas —dijo Aillas con voz dulce —, no m e traté is así. Soy Aillas,
padre de Dhrun, a quie n am aste is.
Hubo un m om e nto de sile ncio jade ante . Aulas siguió caminando hacia el montículo,
y se de tuvo a unos ve inte m e tros.
El m ontículo se volvió de pronto brum oso y sufrió cam bios: imágenes fluctuantes e
im pre cisas.
De l m ontículo surgió una alfom bra roja que se de se nrolló hasta llegar casi a los pies
de Aulas. Por e lla se ace rcó un hada de m e tro y m e dio de altura, de pie l tostada, con una
pátina de color ve rde oliva. Ve stía una capa e scarlata orlada con blancas cabe zas de
com adre ja, una frágil corona de he bras de oro, y pantuflas de te rciopelo verde. A izquierda y
de re cha había otras hadas e n e l lím ite de la visibilidad, nunca de l todo sustanciale s.
— Soy e l re y Throbius —de claró e l hada—. ¿De ve rda d e re s e l padre de nue stro
am ado Dhrun?
— Sí, m aje stad.
— En e se caso, nue stro a m or se tra nsfie re e n parte a ti, y nadie te dañará e n
Thripse y She e .
— Te lo agrade zco, m aje stad.
— No e s pre ciso a grade ce rlo. Nos honra tu pre se ncia . ¿Q ué tra e s e n la m ano?
— ¡Q ué brillo tan de slum brante ! —susurró otra hada.
— Maje stad, e s una ge m a m ágica de e norm e valor.
— Es ve rdad, e s ve rdad —m urm uraron unas voce s de hada—. Una va liosa gema
m ágica.

178
— Pe rm íte m e te ne rla —dijo pe re ntoriam e nte e l re y Throbius.
— Maje stad, e n otras circunstancias tus de se os se rían órde ne s para m í, pe ro he
re cibido firm e s instruccione s. Q uie ro que m i hijo Dhrun m e se a de vue lto sano y salvo. Sólo
e ntonce s e ntre ga ré la ge m a.
Murm ullos de sorpre sa y re probación surgie ron e ntre las hadas:
— ¡Mal suje to!
— ¡Así son los m ortale s!
— No pue de s confiar e n su am abilidad.
— ¡Pálidos y toscos com o ratas!
— Lam e nto de clarar —dijo e l re y Throbius— que Dhrun ya no vive e ntre nosotros.
C re ció y tuvim os que e x pulsa rlo.
Aulas abrió la boca, atónito.
— ¡Tie ne a pe na s un a ño!
— Entre nosotros, e l tie m po brinca y re volote a com o las m ariposas. Nunca nos
m ole stam os e n calcularlo. C uando Dhrun se m archó te nía, e n vue stros té rm inos, unos
nue ve años.
Aulas guardó sile ncio.
— Por favor, dam e la bonita ge m a —suplicó e l re y Throbius, con la voz que usaría
con una vaca huidiza a quie n e spe raba robarle la le che .
— Mi postura e s la m ism a . Sólo cua ndo m e e ntre gue s a m i hijo.
—Eso e s casi im posible . Se m archó hace tie m po. Vam os... —añadió el rey Throbms
con voz m ás áspe ra—. Haz lo que orde no o nunca volve rás a ve r a tu hijo.
Aulas se e chó a re ír.
— Jam ás lo he visto! ¿Q ué te ngo que pe rde r?
— Pode m os transform arte e n te jón —gorje ó una voz.
— O e n pe lusa de ve nce tósigo.
— O e n un gorrión con cue rnos de alce .
— Me prom e tiste am or y prote cción —le dijo Aulas al re y Throbm s—. Ahora re cibo
a m e na za s. ¿Es é ste e l honor de las hadas?
— Nue stro honor re luce —de claró e l re y Throbm s con voz vibrante . C abe ce ó
bruscam e nte , con satisfacción, m ie ntras sus súbitos aprobaban a gritos.
— En tal caso, vue lvo a m i ofre cim ie nto: e sta fabulosa ge m a a cam bio de mi hijo.
— ¡Eso e s im posible , pue s le daría bue na sue rte a Dhrun! ¡Lo odio con fe rvor! ¡He
e chado un m orde t21 sobre é l! —chilló alguie n.
— ¿Y cuál fue e l m orde t? —dijo e l re y Throbm s con su voz m ás se dosa.
— Pue s bie n... sie te años.
— ¿De ve ras? Me sie nto ultra ja do. Durante sie te a ños no proba rá s né cta r, sino el
vinagre que te re tue rce los die nte s. Durante sie te años ole rás hedores y nunca descubrirás de
dónde vie ne n. Durante sie te a ños las a la s te fallarán y las pie rnas te pesarán como plomo y
te hundirás e n todo salvo e n e l sue lo m ás duro. Durante sie te años cargarás con todas las
m anchas y viscosidade s de nue stro castillo. Durante sie te años sufrirás una picazón en el
vie ntre que no se a liviará por m ás que la rasque s. Y duran te sie te a ños no se te permitirá
m irar la bonita ge m a nue va.

21
Una unidad de animadversión y malicia, expresada en términos de una maldición.

179
La últim a afirm ación de se spe ró a Falae l.
— ¡Ay, la ge m a...! Bue n re y Throbius, no m e m altrate s así. ¡Adoro e se color! ¡Es mi
te soro favorito!
— ¡Lo sie nto! ¡Largo de aquí!
— ¿Entonce s m e de volve rás a Dhrun?—pre guntó Aulas.
— ¿Me a rrastraría s a una gue rra con Tre la wny She e , o Zady She e , o e l She e de l
Valle Brum oso? ¿O cualquie r otro castillo de hadas de l bosque ? De be s pe dir un pre cio
razonable por tu pie dra. ¡Flink !
— Sí, m aje stad.
— ¿Q ué pode m os ofre ce r al príncipe Adías para satisface r sus ne ce sidade s?
— Maje sta d, pue do suge rir e l Nunca -falla, usa do por C hil e l caballe ro-ha da .
— ¡Fe liz ide a! ¡Flink , e re s m uy inge nioso! ¡Ve a pre pararlo, al instante !
— ¡Al instante se rá, m aje stad!
Aillas m e tió la m ano con la ge m a de ntro de su m orral.
—¿Q ué e s un Nunca-falla? —pre guntó con re ce lo.
La voz de Flink , jade ante y chillona, sonó junto al re y Throbius.
— Aquí lo te ngo, m aje stad, tras grande s y dilige nte s trabajos a tus órde ne s.
— C uando e x ijo prisa, Flink vue la —le dijo e l re y Throbius a Aillas—. Cuando dijo «al
instante », para é l significa «ya».
— Así e s —jade ó Flink —. ¡Ah, cuánto he trabajado para com placer al príncipe Aillas! Si
é l se digna dirigirm e una sola palabra de alabanza, m e se ntiré m ás que re com pe nsado.
— ¡Ése e s m i Flink ! —le dijo e l re y Throbius a Aulas—. ¡Franco y hone sto!
— Flink m e inte re sa m e nos que m i hijo Dhrun. Estabas por trae rlo a m í.
— ¡Me jor aún! El Nunca-falla te se rvirá toda la vida, sie m pre para indicarte dónde se
e ncue ntra Dhrun. ¡Fíjate ! —El re y Throbius e x hibió un obje to irre gular de siete centímetros de
diám e tro, tallado e n una chapa de nogal y suspe ndido de una cade na. Una protuberancia
late ral culm inaba e n una punta con un die nte filoso. El re y Throbius m e ció e l Nunca-falla
cogié ndolo de la cade na—. ¿Ve s la dire cción que indica e l die nte blanco? En e se rum bo
e ncontrarás a tu hijo Dhrun. El Nunca-falla e s infalible y e stá garantizado para sie m pre .
¡Tóm alo! El instrum e nto te guiará infalible m e nte hacia tu hijo.
Aillas sacudió la cabe za con indignación y dijo:
—Se ñala hacia e l norte , de ntro de l bosque , hacia dónde sólo van los tontos y las
hadas. Este Nunca-falla se ñala e l rum bo de m i propia m ue rte ... o pue de lle varme sin fallar
hasta e l cadáve r de Dhrun.
El re y Throbius e studió e l instrum e nto.
— Está vivo, de lo contrario e l die nte no buscaría e sa dire cción con tanto é nfasis.
En cuanto a tu propia se guridad, sólo pue do de cir que e l pe ligro e x iste por doquie r para ti
y para m í. ¿Te se ntirías se guro re corrie ndo las calle s de la ciudad de Lyonesse? Sospecho que
no. ¿O de Dom re is, donde e l príncipe Tre wan e spe ra lle gar a re y? El pe ligro e s como el aire
que re spiram os. ¿Por qué asustarse de l garrote de un ogro o de las mandíbulas de una fiera?
La m ue rte lle ga a todos los m ortale s.
— ¡Bah! —m asculló Aillas—. Flink e s rápido. Q ue é l se inte rne e n e l bosque con el
Nunca-falla y traiga de vue lta a m i hijo.
Por todas parte s e stallaron risas que ce saron de golpe cuando e l rey Throbius alzó
e l brazo de m al talante .
—El sol se ye rgue alto y calie nte ; e l rocío se e vapora y las abe jas lle gan primero a

180
nue stras flore s. Estoy pe rdie ndo inte ré s e n las transaccione s. ¿C uále s son tus condiciones
finale s?
— C om o he dicho, quie ro a m i hijo sano y salvo. Eso significa sin m ordé is de mala
sue rte y con Dhrun, m i hijo, e n m is se guras m anos. A cam bio de e sta ge m a.
— Uno sólo pue de hace r lo razonable y conve nie nte —dijo e l re y Throbius—. Falael
le vantará e l m orde t. En cuanto a Dhrun, aquí e stá e l Nunca-falla y con é l nue stra garantía:
te guiará hasta Dhrun, que e stá vivo. Tóm alo ahora. —Puso e l Nunca-falla en las manos de
Aulas, quie n e ntre abrió la palm a. El re y Throbius le arre bató la ge m a y la le vantó—. ¡Es
nue stra!
De todos lados lle gó un suspiro de re ve re ncia y ale gría.
— ¡Ah, ah! ¡Ve dla brillar!
— ¡Un torpe , un idiota!
— ¡Mirad lo que dio por una bagate la!
— Por tal te soro de bió e x igir una nave de vie nto, o un palanquín lleva do por veloces
grifos, asistido por hadas-donce lla.
— O un castillo de ve inte torre s e n Prado Brum oso.
— ¡Q ué tonto, qué tonto!
Las ilusione s parpade aron; e l re y Throbius e m pe zó a pe rde r autoridad.
— ¡Espe ra ! —gritó Aulas, a fe rrando la capa e scarla ta —. ¿Q ué m e dices del mordet?
¡De be le vanta rse !
— Morta l —dijo e l a zora do Flink —, has tocado e l re a l a tue ndo. Es una ofe nsa
im pe rdonable .
— Vue stra s prom e sa s m e prote ge n —dijo Aulas—. ¡Se debe levantar el mordet de mala
sue rte !
— ¡No e s fácil! —suspiró e l re y Throbius—. Pe ro supongo que de bo e ncargarme de
e llo. ¡Falae l! En ve z de rascarte con tanto afán e l vie ntre , e lim ina la m aldición. Yo eliminaré
tu picazón.
— ¡Mi honor e stá e n jue go! —e x clam ó Falae l—. ¿Q uie re s que pare zca ve le ta?
— Nadie se fijaría.
— Q ue se disculpe por sus m iradas m alignas.
— C om o padre de é l —dijo Aulas—, a ctúo e n su nom bre y pre se nto sus profundas
disculpas por los actos que te hayan m ole stado.
— De spué s de todo, no fue a m a ble a l tra ta rm e a sí.
— ¡C laro que no! Ere s se nsible y justo.
— En e se caso, re corda ré a l re y Throbius que e l m orde t fue de é l. Yo sólo engañé a
Dhrun para que m irara hacia atrás.
— ¿Así fue ron las cosas? —pre guntó e l re y Throbius.
— En e fe cto, m aje stad —dijo Flink .
— Entonce s no pue do hace r nada. La m aldición re al e s inde le ble .
— ¡De vué lve m e la ge m a! —e x clam ó Aillas—. No has re spe tado e l trato.
— Prom e tí hace r todo lo razonable y conve nie nte , y lo he he cho. Todo lo demás es
contraproduce nte . ¡Flink ! Aillas m e e stá aburrie ndo. ¿De qué parte atrapó mi manto... norte,
e ste , sur u oe ste ?
— O e ste , m aje stad.
— ¿O e ste , e h? Bie n, no pode m os dañarlo, pe ro pode m os e charlo. Llé valo al

181
oe ste , ya que tal pare ce se r su pre fe re ncia, lo m ás le jos posible .
Aillas fue arre batado por un re m olino que se re m ontó e n e l cielo. Ráfagas de viento
le aullaron e n los oídos m ie ntras e l sol, las nube s y la tie rra giraban a su alrededor. Subió a
gran altura, bajó hacia aguas re lucie nte s y se posó e n la are na a orillas de l m ar.
—Má s a l oe ste no pue de s e star —dijo una voz ahogada en regocijos—. ¡Piensa bien de
nosotros! Si fué ram os rudos, e l oe ste podría e star m e dio k ilóm e tro m ás ale jado.
La voz de sapare ció. Aillas se le vantó con dificultad. Estaba solo e n un lúgubre
prom ontorio no le jos de una ciudad. Le habían arrojado e l Nunca-falla a los pies, en la arena
húm e da . Lo re cogió a nte s de que e l ole a je se lo lle vara.
Se organizó las ide a s. Apa re nte m e nte e staba e n C a bo De spe dida , e n el extremo
occide ntal de Lyone sse . Esa ciudad de bía de se r Parge tta. Asió e l Nunca-falla de la cadena. El
die nte giró para apuntar hacia e l norde ste .
Aulas soltó un suspiro de frustración, lue go cam inó playa arriba hasta Pargetta, bajo
e l castillo Malisse . En la posada com ió pan y pe scado frito y lue go, después de regatear una
hora con e l e stable ro, com pró un se m e ntal gris y m aduro con cabeza de martillo, terco y tosco,
pe ro capaz de pre star bue nos se rvicios si no se le exigía demasiado y —no menos importante—
a un pre cio re lativam e nte bajo.
Nunca-falla apuntaba hacia e l norde ste ; con m e dio día aún por delante, Aillas tomó
por la C alle Vie ja 22, subió por e l valle de l río Siringa y e ntró en las frondosidades del Troagh, la
culm inación m e ridional de l Te ach tac Te ach. Pasó la noche en una solitaria posada de montaña
y a últim a hora de l día siguie nte lle gó a Nolsby Se van, pue blo donde se cruzaban tre s
carre te ras im portante s: e l Sfe r Arct, que iba al sur hasta la ciudad de Lyone sse , la C alle
Vie ja y e l Pasaje de Ulf, que se rpe nte a ba a l norte inte rná ndose e n las Ulflandias a través de
Kaul Bocach.
Aulas se alojó e n la Posada de l C aballo Blanco y al día siguiente partió hacia el norte
por e l Pasaje de Ulf, a la m ayor ve locidad que le pe rm itía su terca cabalgadura. Sus planes no
e ran com ple jos ni de tallados, dada la situación. Atrave saría e l paso, entraría en Ulflandia del
Sur por Kaul Bocach y lle garía a Dahaut por la Trom pada, sorte ando Tintzin Fyral. En los
R incone s de C am pe rdilly de jaría la Trom pada para tom ar e l C am ino Este -O e ste , una ruta
que se gún e l Nunca-falla lo lle varía casi dire ctam e nte hacia Dhrun, si así lo pe rm itía e l
m orde t de sie te a ños.
Al cabo de un tre cho Aulas alcanzó a un grupo de buhone ros que se dirigían a Ys
y a las ciuda de s de la costa de Ulfla ndia de l Sur. Se unió a l grupo para no pasar solo por Kaul
Bocach, donde podría de spe rtar sospe chas.
En Kaul Bocach re cibió noticias pe rturbadoras, traídas por re fugiados del norte. Los
sk a había n a sola do nue vam e nte Ulfla ndia de l Norte y de l Sur, casi a isla ndo la ciuda d de
O alde s, con e l re y O nante y su ridícula corte , y aún se ignoraba por qué los sk a e ran tan
pacie nte s con e l im pote nte C riante .
En otra ope ra ción los sk a había n a va nzado por e l e ste , hasta la frontera de Dahaut y
m ás a llá, para captura r la gra n forta le za P oe lite tz, fre nte a la Lla nura de las Som bras.
La e stra te gia sk a no pre se ntaba m iste rios para e l sarge nto diurno de Kaul Bocach.
—Se propone n tom ar las Ulfla ndia s, e l norte y e l sur, com o un lucio toma una perca.
¿Pue de habe r alguna duda? Un m ordisco cada ve z: una de nte llada aquí, una roída allá, y
pronto la bande ra ne gra onde ará de sde C abe za Tawzy hasta C abo Tay, y algún día quizá
te nga n la a udacia de proba r sue rte con Ys y Valle Eva nde r, si pue de n a due ñarse de Tintzin
Fyral. —Alzó la m ano—. ¡No, no m e digáis! Así no e s com o un lucio tom a una pe rca: la

22
La Calle Vieja, que iba desde el Atlántico hasta el Golfo Cantábrico, había sido construida por los m agdal
dos m il años antes de la llegada de los danaan. Según la tradición popular, cada tram o de la Calle Vieja daba a
u n ca m p o d e batalla. Cuando la luna llena brillaba en Beltane, los fantasm as de los m uertos salían para
d e te n e rs e a n te la C a lle Vie ja y cla va r lo s o jo s e n s u s a d ve rs a rio s .

182
e ngulle de un trago. ¡Pe ro al final e s todo uno!
Los intim idados buhone ros de libe raron e n un bosque cillo de álam os y finalmente
de cidie ron continuar con caute la, al m e nos hasta Ys.
O cho k ilóm e tros m ás tarde los buhone ros se encontraron con un grupo de campesinos,
algunos con caballos o asnos, otros conducie ndo carre tone s cargados de pertenencias, otros a
pie , con niños: re fugiados, así se ide ntificaron, e chados de sus moradas por los ska. Un gran
e jé rcito ne gro, de cía n, ya había a sola do Ulfla ndia de l Sur, e lim ina ndo toda re siste ncia ,
e sclavizando a los hom bre s y m uje re s aptos, ince ndiando las fortale zas y castillos de los
barone s ulflande se s.
Los de se spe rados buhone ros de libe raron una ve z más, y por enésima vez decidieron
se guir al m e nos hasta Tintzin Fyral.
— ¡Pe ro no m ás le jos sin garantías de se guridad! —declaró el más sagaz del grupo—.
R e cordad: un paso e n e l valle y de be m os pagar los pe aje s de l duque .
— ¡Ade lante pue s! —dijo otro—. A Tintzin Fyral, y ve re m os qué nos de paran esas
tie rras.
El grupo continuó la m archa, sólo para e ncontrarse al poco tie m po con otro
continge nte de re fugia dos que tra ía noticia s a la rm ante s: e l e jé rcito sk a había lle gado a
Tintzin Fyral y acababa de iniciar un ataque .
Era im posible se guir ade lante : los buhone ros die ron m e dia vue lta y retrocedieron
hacia e l sur con m ás e ntusia sm o que cua ndo a va nzaban hacia e l norte .
Aulas que dó solo e n la carre te ra. Tintzin Fyral e staba a unos ocho kilómetros. No le
que daba m ás opción que tratar de de scubrir una ruta que sorte ara Tintzin Fyral: una que
tre pa ra a las m onta ña s, las cruza ra y bajara nue vam e nte a la Trom pada.
En una barranca pe que ña y e m pinada, sofocada por roble s y cedros achaparrados,
Aulas de sm ontó y siguió una te nue hue lla hacia e l horizonte . Una tosca vegetación le cerraba
e l paso y rodaban pie dras sue ltas e n e l sue lo; e l caballo con cabeza de martillo no disfrutaba de
e se e je rcicio. Durante la prim e ra hora, Adías a pe na s a va nzó un kilómetro. Al cabo de otra hora
lle gó a la cim a de una e stribación que se e x te ndía de sde e l pe ñasco central. La ruta se volvió
m ás practicable y adoptó un rum bo parale lo al de la carretera de abajo, pero siempre en ascenso
hacia e sa m ontaña de cim a chata conocida com o C e rro Tac: el punto más elevado que había a
la vista.
Tintzin Fyral no podía e star le jos. De te nié ndose para recobrar el aliento, Aulas creyó oír
dé bile s gritos. C ontinuó pe nsativam e nte , tratando de m ante ne rse oculto. Calculó que Tintzin
Fyral se e rguía poco m ás allá, de trás de l Tac. Se e staba acercando a la escena del sitio más de
lo que se había propue sto.
La pue sta de sol le sorpre ndió a cie n m e tros de la cim a, e n un pequeño valle junto a
un bosque cillo de ale rce s de m ontaña. Aulas se hizo un le cho de ram as, ató el caballo cerca
de un arroyue lo. Pre scindie ndo de la com odidad de una fogata, com ió pan con queso de la
alforja. Ex trajo e l Nunca-falla de l m orral y notó que e l die nte giraba hacia el nordeste, quizás
un poco m ás al e ste que ante s.
Se lo guardó e n e l m orral, e l cual ocultó junto a las alforjas bajo una mata de laurel y
subió hacia e l risco para e char una oje ada. Los re fle jos de l sol aún bañaban el cielo mientras
una e norm e luna lle na asce ndía de sde la ne grura de l Bosque de Tantre valle s. En ninguna
parte se ve ía e l de ste llo de una ve la o una lám para, ni e l chisporrote o de un fue go.
Aulas e x am inó la alta cim a que se e rguía a sólo cie n m e tros. En la pe num bra
re paró e n una hue lla; otros habían re corrido ante s e se cam ino, aunque no por la ruta por
donde é l había ido.
Aillas avanzó hasta la cim a y e ncontró una zona llana de una o dos hectáreas. En el
ce ntro un altar de pie dra y cinco dólm e ne s se pe rfilaban a la luz de la luna.
Sorte ando e l altar, Aillas cruzó la cim a chata y lle gó hasta e l borde opuesto. Tintzm
Fyral pare cía tan ce rca que podría habe r arrojado una pie dra al te jado de la torre más alta. El

183
castillo e staba ilum inado com o para una ce le bración de gala, las ventanas relucientes de luz
áure a. A lo largo de l risco que había de trás de l castillo chisporrote aban cie ntos de fogatas
rojas y anaranjadas; e ntre e llas se m ovían altos y som bríos gue rre ros, en una cantidad que
Aillas no supo e stim ar. De trás de e llos, opacos a la luz de l fuego, se erguía el delgado perfil de
cua tro e norm e s m áquina s de sitio. O bvia m e nte no se tra ta ba de una aventura antojadiza ni
im provisada.
El abism o que había a los pie s de Aillas caía abruptam e nte hasta e l suelo de Valle
Evande r. Unas antorchas alum braban una plaza de armas al pie del castillo, ahora desocupada;
otras, e n hile ras parale las, m arcaban los parape tos de una m uralla a lo largo de l cue llo
angosto de l valle , al igual que la plaza de arm as, de sprovista de de fe nsore s.
Kilóm e tro y m e dio hacia e l oe ste , a lo largo de l risco, otro e njam bre de fogatas
indicaba un se gundo cam pam e nto, pre sum ible m e nte sk a.
La e sce na te nía una e x traña im pone ncia que conm ovió a Aillas. O bse rvó un rato,
lue go dio m e dia vue lta y bajó por e l claro de luna hasta su propio cam pam e nto.
La noche e ra m ás fre sca de lo que corre spondía a la e stación. Aillas se tendió en el
le cho de ram as, tiritando bajo la capa y la m anta de la silla. Pronto se durm ió, pe ro
sobre saltadam e nte , y de cuando e n cuando de spe rtaba para observar el paso de la luna por el
cie lo. Una de las ve ce s, con la luna a m e dio cam ino e n e l oe ste , oyó un le jano alarido de
dolor: algo e ntre un aullido y un ge m ido, que le e rizó e l ve llo de la nuca. Se acurrucó en su
le cho. Pasaron los m inutos y e l grito no se re pitió. Al final cayó e n un sopor y durm ió más
tie m po de l que habría de se ado; se de spe rtó sólo cuando los rayos del sol naciente le brillaron
e n la cara.
Se le vantó le tárgicam e nte , se lavó la cara e n e l arroyo y re fle x ionó sobre el rumbo
que tom aría. El cam ino que conducía a la cim a tal ve z de sce ndie ra para unirse con la
Trom pada: una ruta conve nie nte , sie m pre que e ludie ra a los sk a . De cidió regresar a la cima
para e studiar la situación. Tras coge r un trozo de pan y que so para com e r e n e l cam ino,
tre pó a la cim a. De bajo, las m onta ña s de sce ndía n casi hasta e l linde del bosque en gibosas
e stribacione s, cañadas y plie gue s ondulante s. Por lo que ve ía, e l se nde ro lle gaba hasta la
Trom pada, de m odo que le se rviría.
En e sa cla ra m añana de sol e l a ire olía a dulce s hie rbas de montaña: brezo, aulaga,
rom e ro, ce dro. Aulas cruzó la cim a para ve r cóm o e staba e l sitio de Tintzin Fyral. Pensó que
e ra im portante sabe rlo; si los sk a dom inaban Poé lite tz y Tintzin Fyral, controlarían las
Ulflandias.
C e rca de l borde anduvo a gatas para que su silue ta no de stacara e n e l horizonte;
lue go se aplastó contra e l sue lo y se asom ó por e l barranco. A poca distancia, Tintzin Fyral se
e rguía e n un alto pe ñasco; ce rca, pe ro no tan ce rca com o le había parecido la noche anterior,
cuando cre ía que podía arrojar una pie dra hasta e l te jado. Ahora e ra e vidente que el castillo
sólo se podía alcanzar m e diante un fue rte tiro de fle cha. La torre más alta culminaba en una
te rraza prote gida por parape tos. Un paso curvo unía e l castillo con las alturas que había más
a llá, donde la e x pla na da m ás ce rca na , re forza da de sde a ba jo por un muro de contención de
bloque s de pie dra, e staba a tiro de balle sta de l castillo. Aillas pensó que la arrogancia de Faude
C a rfilhiot e ra tonta y e x ce siva, pue s pe rm itía que se m e jante pla ta form a pe rm a ne cie ra
de sprote gida. Ahora la zona he rvía de tropa s sk a . Lle va ba n cascos de a cero y chaquetones
ne gros de m angas largas; se m ovían con la agilidad y de te rm inación de un e jé rcito de
horm igas ase sinas. Si e l re y C asm ir había e spe rado conce rtar una alianza o al menos una
tre gua con los sk a , sus e spe ranza s que da ba n frustra da s, pue s con e l a ta que los sk a se
habían de clarado sus adve rsarios.
Tanto e l castillo com o Valle Evande r lucían le tárgicos en esa mañana brillante. Ningún
cam pe sino rastrillaba e l cam po ni re corría e l cam ino, y las tropas de C arfilhiot no se veían
por ninguna parte . C on gran e sfue rzo, los sk a habían de splazado cuatro catapultas por los
bre zale s, lade ra arriba hasta e l risco que dom inaba Tintzin Fyral. Aillas le s vio empujar las
m áquinas. Eran fue rte s arte factos capace s de arrojar rocas de cuare nta y cinco k ilos hasta
Tintzin Fyral, para de rribar alm e nas, de strozar trone ras, de sgarrar murallas y por último, tras
disparos re pe tidos, de m ole r la alta torre . Mane jadas por inge nie ros hábiles, y con proyectiles
re gulare s, podían te ne r una pre cisión casi e x acta.

184
Mie ntras Aillas obse rvaba, lle varon las catapultas hasta e l borde de l saliente que
daba a Tintzin Fyral.
C a rfilhiot e n pe rsona salió a la te rraza, e n bata ce le ste : pare cía que a ca ba ra de
le vanta rse . De inm e dia to varios a rque ros sk a se a de la ntaron y a rrojaron una andanada de
fle chas que volaron silbando a travé s de l barranco. C arfilhiot se refugió detrás de una almena
con un ge sto de fastidio ante la inte rrupción de su pase o. Tre s de sus corte sanos se
pre se ntaron e n la a zote a y pronto le vanta ron tra m os de m alla metálica en los parapetos para
de sviar las fle chas sk a; C arfilhiot pudo continuar re spirando e l aire de la mañana. Los ska lo
obse rvaron pe rple jos e inte rcam biaron com e ntarios irónicos m ie ntras procedían a cargar sus
catapultas.
Aulas sabía que de bía partir, pe ro no se re signaba a irse . Era un escenario, habían
subido e l te lón, los a ctore s e staban pre se nte s: e l dra m a iba a com e nza r. Gue rre ros sk a
m anipularon las cabrias. Arque aron hacia atrás las m acizas vigas propulsoras, que gruñeron y
crujie ron; pusie ron proye ctile s e n las cucha ra s. Los m ae stros a rque ros hicie ron girar
tue rcas, para pe rfe ccionar la punte ría. Todo e staba pre parado para la prim e ra andanada.
C arfilhiot de pronto pare ció re parar e n la am e naza que sufría su torre . Hizo un
ade m án de fastidio y pronunció una palabra por e ncim a de l hom bro. De bajo de las
catapultas, los puntale s de pie dra que soste nían la e x planada se derrumbaron. Catapultas,
proye ctile s, pie dras, arque ros, inge nie ros y tropas com une s se despeñaron. Cayeron durante
m ucho tie m po, con alucinatoria le ntitud: abajo, abajo, girando, rodando, brincando y
re sbalando e n los últim os tre inta m e tros, para de te ne rse e n un caótico m ontón de piedra,
m ade ras y cue rpos rotos.
C arfilhiot dio una últim a vue lta por la te rraza y e ntró e n e l castillo.
Los sk a e valuaron la situación, m ás se ve ros que furiosos. Aulas se retiró, fuera del
alcance de la visión de los sk a. Era e l m om e nto de m archarse , tan le jos y tan pronto como
fue ra posible . Miró e l a ltar de pie dra con nue vo á nim o e spe culativo. C a rfilhiot e ra
obvia m e nte un e x pe rto e n e stra ta ge m a s. ¿De ja ría un sitio de obse rvación tan tentador para
pre suntos e ne m igos sin prote cción? Aulas, de pronto ne rvioso, e chó una últim a m irada a
Tintzin Fyral. C uadrillas de obre ros sk a, e vide nte m e nte e sclavos, arrastraban maderas a lo
largo de l risco. Los sk a, aunque privados de sus catapultas, no abandonaban el sitio. Aillas
obse rvó un m inuto, dos. Se apartó de l borde y se e ncontró fre nte a una patrulla de sie te
hom bre s que lle vaban e l ne gro atue ndo de los sk a: un cabo y seis guerreros, dos apuntándole
con los arcos te nsos. Aillas le vantó las m anos.
—Soy sólo un viaje ro. De jadm e ir.
El cabo, un hom bre a lto de cara e x tra ña y salva je , soltó un gra znido burlón.
— ¿Aquí e n la m onta ña ? ¡Ere s un e spía !
— ¿Un e spía? ¿C on qué propósito? ¿Q ué podría contar? ¿Que los ska están atacando
Tintzin Fyral? Vine aquí arriba a buscar un cam ino se guro que m e pe rm itie ra sorte ar la
batalla.
— Aquí e stás se guro, e n e fe cto. Ve n. Incluso los dos-pie rnas 23 pue de n se r útiles.
Los sk a le quitaron la e spada a Aillas y le rode aron e l cue llo con una soga. Lo
conduje ron de sde e l Tac, por e l barranco, hasta e l cam pa m e nto sk a . Le despojaron de sus
ropas, le cortaron e l pe lo, le obligaron a lavarse con jabón am arillo y agua, le dieron nuevas
ropas de basto gris, y finalm e nte un he rre ro le forjó un collar de hie rro con una argolla a la
cual se podía unir una cade na.
C uatro hom bre s de túnica gris lo afe rraron y lo pusie ron de bruces sobre un tronco.
Le bajaron los pantalone s; e l he rre ro, con un hie rro cande nte , le m arcó la nalga de recha.

23
Dos-piernas: térm ino desdeñoso aplicado por los ska a todos los dem ás hom bres: una contracción de
«anim al de dos piernas», que designaba una categoría interm edia entre «ska» y «cuadrúpedo».Otro peyorativo
co m ú n , n ye l ( «o lo r equino») hacía referencia a la diferencia entre el olor corporal de los ska y las dem ás
ra z a s . Ap a re n te m e n te lo s s k a te n ía n u n g ra to o lo r a a lca n fo r, tre m e n tin a y a lm iz cle .

185
O yó e l sise o de la carne que m a da y sintió e l he dor, que lo hizo vomitar. Los que lo sostenían
m aldije ron y saltaron a un lado, pe ro continuaron afe rrándolo m ie ntras le colocaban un
ve ndaje sobre la que m adura. Lue go lo incorporaron. Un sarge nto sk a lo llam ó:
— Súbe te los pantalone s y ve n aquí. Aillas obe de ció.
— ¿Nom bre ? — Aillas.
El sarge nto lo anotó e n un libro.
— ¿Lugar de nacim ie nto?
— No lo sé .
El sarge nto anotó de nue vo y le vantó la cabe za.
—Hoy la sue rte e s tu a m iga ; a hora pue de s conside ra rte un sk a ling, que sólo e s
infe rior a un sk a natural. No se tole ran los actos de viole ncia contra los ska o los skaling, ni la
pe rve rsión se x ual, ni la falta de lim pie za, ni la insubordinación, ni la conducta huraña,
insole nte , trucule nta o de sorde na da . ¡O lvida tu pasado, e s un sue ño! Ahora eres un skaling,
y e l com portam ie nto de los sk a e s e l tuyo. Se te asigna al je fe de grupo Taussig. Sé
obe die nte , trabaja con le altad: no te ndrás razone s para que jarte . Allá e stá Taussig.
Pre sé ntate a é l de inm e dia to.
Taussig, un sk aling bajo e hirsuto, te nía una pie rna arqueada y. caminaba cojeando,
hacie ndo ge stos crispados y e ntornando los ojos ce le ste s com o si sufrie ra un enojo crónico.
Echó una oje ada a Aillas y le pasó una cade na larga y lige ra por la argolla de l collar.
— Soy Taussig. Se a cua l se a tu nom bre , olvídalo. Ahora e re s Taussig Seis. Cuando
grite «Se is» m e re fie ro a ti. Dirijo una cuadrilla laboriosa. C om pito e n la producción. Para
com place rm e , de be s tratar de supe rar a todas las de m ás cuadrillas. ¿Entie nde s?
— Entie ndo tus palabras —dijo Aillas.
— ¡Eso no corre sponde ! «¡Sí, se ñor!»
— Sí, se ñor.
— Ya hue lo re ncor y re siste ncia e n ti. ¡Te n cuida do! Soy justo pe ro no perdono. Haz
todo lo que pue das, o m ás de lo que pue das, así todos podre m os progresar. Si remoloneas,
yo sufriré tanto com o tú, y no de be se r así. Ve n ahora, a trabajar.
La cuadrilla de Taussig, con e l añadido de Aillas, te nía ahora su número completo,
se is. Taussig los lle vó a una garganta calcinada por e l sol y los puso a trabajar arrastrando
m ade ras hasta e l risco y cue sta abajo hasta donde los sk a y los skaling trabajaban juntos para
construir un túne l de m ade ra a lo largo de l paso que iba a Tintzin Fyral, con el propósito de
lanzar un arie te contra la pue rta de l castillo. En los parape tos, los arque ros de C arfilhiot
busca ba n bla ncos: sk a o sk a ling. En cua nto a lguno de e llos se e x ponía , una fle cha salía
dispa ra da de sde a rriba.
C uando e l túne l de m ade ra lle gó a la m itad de l paso, C arfilhiot elevó un onagro a la
e scarpa y com e nzó a lanzar pie dras de cie n k ilos contra la e structura de m adera: en vano,
pue s las pie zas e ran e lásticas y e staban habilidosam e nte unidas; chocaban contra la madera,
trituraban la corte za, astillaban la supe rficie y se pre cipitaban e n la cañada.
Aillas e n se guida de scubrió que sus com pañe ros de cuadrilla e staban tan poco
ansiosos com o é l de e le var e l grado de Taussig, quie n coje aba de aquí para allá exhortando,
a m e na za ndo e insulta ndo:
—¡Usa los hom bros, C inco! ¡Tirad, tirad! ¿Estáis enfermos? ¡Tres, eres un cadáver! ¡Tira
de una ve z! ¡Se is, te e stoy m irando! ¡C onozco a los de tu calaña! ¡Ya e stás tratando de
zafarte !
Por lo que ve ía Aillas, su cuadrilla trabajaba tanto com o las de m ás, y no pre stó
ate nción a las im pre cacione s de Taussig. El de sastre de e sa m añana lo había aturdido; sólo
ahora e m pe zaba a se ntir todo e l pe so de sus conse cue ncias.
Al m e diodía los sk alings re cibie ron pan y sopa para com e r. Aillas se se ntó,

186
apoyándose e n la nalga izquie rda, e n un e stado de fe bril e nsoñación. Durante la mañana lo
habían pue sto a trabajar con Yane , un taciturno ulflandé s de l norte , de unos cuarenta años.
Yane e ra bajo y ne rvudo, con brazos largos, pe lo oscuro y tosco, cara rugosa y coriácea. Observó
a Aillas unos m inutos, lue go vocife ró:
— C om e , m uchacho. C onse rva tus fue rzas. No ganas nada con rum iar.
— Te ngo pre ocupacione s que no pue do olvidar.
— O lvídalas. Has e m pe zado una nue va vida.
— Yo no —dijo Aillas, m ovie ndo la cabe za.
— Si tratas de e scapar —gruñó Yane — todos los de tu cuadrilla son azotados y
de gradados, Taussig incluido. Así que todos vigilan a los de m ás.
— ¿Nadie e scapa?
— R ara ve z.
— ¿Y qué pasa contigo? ¿Nunca has inte ntado e scapar?
— La fuga e s m ás difícil de lo que pie nsas. Es un te m a de l que nadie habla.
— ¿Y nadie e s libe ra do?
— C uando te rm ina tu pe ríodo e re s pe nsionado. Entonce s no le s im porta lo que
hagas.
— ¿C uánto dura un pe ríodo?
— Tre inta años. Aulas gruñó.
— ¿Q uié n e s e l je fe de los sk a?
— El duque Me rtaz. Allá e stá... ¿Adonde vas?
— De bo hablar con é l. —Aillas se le vantó pe nosam e nte y se dirigió hacia un alto ska
que obse rvaba Tintzin Fyral con aire re fle x ivo. Aillas se de tuvo fre nte a é l—. Señor, ¿tú eres
e l duque Me rtaz?
— Soy yo. —El sk a e scudriñó a Aillas con sus ojos ve rdosos.
— Se ñor —e x plicó Aillas—, e sta m añana tus soldados m e capturaron y me pusieron
e ste collar.
— Aja.
— En m i país soy un noble . No ve o razone s para que no se m e trate com o tal.
Nue stros paíse s no e stán e n gue rra.
— Los sk a e stán e n gue rra con todo e l m undo.. No e spe ram os m ise ricordia de
nue stros e ne m igos; tam poco la dam os.
— Entonce s te pido que te ate ngas a las le ye s de la gue rra y m e pe rm itas pe dir
re scate por m i libe rtad.
— No som os un pue blo num e roso; ne ce sitam os m ano de obra, no oro. Hoy se te
m arcó con un fe cha. De be s se rvirnos tre inta años, lue go se rás libe rado con una pe nsión
ge ne rosa. Si inte ntas e scapar, se rás m utilado o m ue rto. Esperamos tales tentativas y estamos
a le rta. Nue stra s le ye s son sim ple s y no a dm ite n a m bigüe da de s. O be dé ce la s. Vue lve a
trabajar.
Aillas re gre só a donde e staba Yane .
— ¿Y bie n?
— Me dijo que de bo tra ba ja r tre inta a ños. Yane rió y se incorporó.
— Taussig nos llam a.
C aravanas de carre tas bajaban por las colinas con m ade ra de las m ontañas.
C uadrillas de sk alings arrastraban los troncos risco arriba. Poco a poco e l túne l de madera

187
a va nzó por e l paso hacia Tintzin Fyral.
La e structura se fue ace rcando a las m urallas de l castillo. Los guerreros de Carfilhiot
vaciaron ve jigas de ace ite sobre las m ade ras y arrojaron fle chas ince ndiarias de sde los
parape tos. Estallaron llam as a na ra njadas m ie ntra s gotas de aceite ardiente se filtraban por las
fisuras. Los que tra ba ja ba n de bajo tuvie ron que re troce de r.
Una cuadrilla e spe cial lle vó arte factos fabricados con lám inas de cobre y los colocó
sobre la m ade ra para form ar un te cho prote ctor, hacie ndo que e l ace ite ardie nte caye ra
inofe nsivam e nte a l sue lo.
Paso a paso e l túne l se ace rcaba a las m urallas de l castillo. Los defensores exhibían
una calm a pe rturbadora.
El túne l lle gó a las m urallas. Un pe sado arie te re ve stido de hie rro fue lanzado
hacia a de la nte ; gue rre ros sk a a te staron e l túne l, pre pa ra dos para embestir a través del portal
de rribado. De sde las alturas de la torre , una m aciza bola de hie rro bajó m e cié ndose en el
e x tre m o de una cade na para ase star un bue n golpe a la construcción: troncos, arie te y
gue rre ros fue ron barridos por e l borde de l paso hacia la hondonada, y otra m araña de
m ade ras y cue rpos triturados cayó sobre e l m ontón que yacía allí.
De sde e l risco, a la luz de l atarde ce r, los com andantes ska observaban la destrucción
de sus obras. Hubo una pausa e n e l sitio. Los sk alings se agruparon en un hueco para ocultarse
de l constante vie nto de l oe ste . Aulas, com o los de m ás, se agazapó bajo la luz borrosa, de
e spaldas al vie nto, obse rvando los pe rfile s de los sk a e n e l horizonte .
Esa noche ya no habría accione s contra Tintzm Fyral. Los skalings marcharon cuesta
abajo hacia e l cam pam e nto, donde le s die ron potaje he rvido con bacalao se co. Los cabos
conduje ron sus pe lotone s a una trinche ra-le tnna, donde todos se agacharon y defecaron al
unísono. Lue go de sfilaron ante un carro donde cada cual tom ó una tosca manta de lana y se
a costó e n e l sue lo.
Aulas durm ió e l sue ño de l agotam ie nto. De spe rtó dos horas de spué s de
m e dianoche . El lugar lo confundió. Se le vantó bruscam e nte , sólo para se ntir un brusco tirón
e n la cade na de l collar.
— ¡De te nte ! —gruñó Taussig—. Los nue vos sie m pre tra ta n de e scapar la primera
noche , pe ro conozco todos los trucos.
Aulas se de splom ó e n la m anta. Pe rm ane ció e scuchando e l silbido de l frío viento
e ntre las rocas, e l m urm ullo de las voce s de los ce ntine las sk a y de los que cuidaban las
fogatas, los ronquidos y clam ore s de los sk alings dorm idos. Pe nsó e n su hijo Dhrun, que
quizás e staba solo y de sam parado, que quizá sufría o pe ligraba e n e se pre ciso instante.
Pe nsó e n Nunca-falla, bajo una m ata de laure l e n la cue sta del Tac. El caballo rompería la soga
y se iría a busca r forraje . Pe nsó e n Tre wa n y e n C a sm ir, de corazón de pie dra. ¡De squite!
¡Ve nganza! Las palm as le sudaban con apasionado odio. Al cabo de m e dia hora volvió a
dorm irse .
Poco ante s de l alba, e n e sa de solada hora de la noche , un rum or y un e stré pito
le jano, com o de árbole s caye ndo, de spe rtó a Aulas por se gunda ve z. Pe rm ane ció inmóvil,
e scuchando los gritos vibrante s de los ska.
Al a m a ne ce r, e l tañido de una cam pa na de spe rtó a los skalings. Aturdidos y huraños,
lle varon sus m antas al carro, visitaron la le trina y, los que de se aban hacerlo, se bañaron en
un arroyo de agua he lada. El de sayuno e ra igual que la ce na: potaje y bacalao seco, con una
taza de té de m e nta m e zclado con pim ie nta y vino para e stim ularle s las e ne rgías.
Taussig lle vó a su cuadrilla al risco, y allí se re ve ló e l origen de los ruidos que habían
oído ante s de l alba. Durante la noche , los de fe nsore s de l castillo habían enganchado garfios
e n lo que que daba de l túne l de m ade ra. Una cabria había te nsado la líne a de sde arriba y
había arrojado e l túne l al fondo de la cañada. Todo e l e sfue rzo de los sk a había sido e n
vano; pe or aún, habían de spe rdiciado m ate riale s y le s habían destruido las máquinas. Tintzin
Fyral no había sufrido e l m e nor daño.
Los sk a ahora no se conce ntraban e n e l pasaje de struido sino e n un e jé rcito

188
a ca m pado a cinco k ilóm e tros a l oe ste de l valle . Ex plora dores que regresaban de sus misiones
de re conocim ie nto m e ncionaron cuatro batallone s de tropas bie n disciplinadas: las Milicias
Factoriale s de Ys y Evande r, com pue stas por lance ros, arque ros, lance ros a caballo y
caballe ros, unos dos m il hom bre s e n total. Tre s k ilóm e tros atrás, la luz de la m añana
de ste llaba e n e l m e tal y e n e l m ovim ie nto de otras tropa s e n m archa.
Aulas hizo sus cálculos: e l continge nte de sk a e ra m e nos num e roso de lo que él
había calculado al principio, tal ve z no m ás de m il gue rre ros. Taussig notó su interés y soltó
una risotada.
— ¡No cue nte s con la batalla, m uchacho! ¡No abrigue s falsas esperan zas! No lucharán
por la gloria, a m e nos que haya algo que ganar. No com e te rán tonte rías, te lo ase guro.
— Aun así, te ndrán que rom pe r e l ce rco.
— Eso ya e stá de cidido. Espe raban coge r a C arfilhiot de sprevenido. ¡Mala suerte! Los
burló con sus tre tas. La próx im a ve z las cosas se rán dife re nte s, ya ve rás.
— No pie nso e star a quí.
— Eso dice s. He sido sk aling die cinue ve años. Te ngo una posición responsable y en
once años te ndré m i pe nsión. Mis e spe ranzas e stán de l bando de m is propios inte re ses.
Aulas lo m iró con de spre cio.
— Pare ce que no quie re s se r libre .
— ¡O jo! —advirtió Taussig con voz cortante —. ¡Esas palabras pue de n vale rte unos
azote s! Allí e stá la se ñal. Se le vanta e l cam pam e nto.
Los sk a y los sk alings abandonaron e l risco y se pusie ron en marcha por los brezales
de Ulflandia de l Sur. Aulas nunca había visto una com arca com o aque lla: colinas bajas
cubie rtas de aulaga y bre zo y valle citos cruzados por arroyue los. Estribacione s rocosas se
re cortaban e n las alturas; m atorrale s y bosque cillos som bre aban los prados. Los campesinos
huía n hacia todas parte s a l ve r a las tropa s ve stida s de ne gro. C a si toda la re gión e staba
abandonada, las chozas de sie rtas, los ce rcos de pie dra rotos, y la aulaga marchita. Los castillos
custodiaban los lugare s altos, te stim oniando los pe ligros de la gue rra e ntre clane s y e l
pre dom inio de las incursione s nocturnas. Muchos de e sos lugare s e staban e n ruinas, las
pie dras m ote adas de lique n; los que habían sobrevivido alzaban los puentes levadizos mientras
los hom bre s m iraban e l paso de las tropas sk a de sde los parape tos.
C am inaban e ntre altas colinas se paradas por turberas y un agreste suelo negro. Nubes
bajas se a rre m olina ba n e n e l cie lo, e ntre a brié ndose para dejar pasar la luz del sol, cerrándose
de pronto para cortar e l re splandor. Pocas pe rsonas habitaban esas regiones, salvo granjeros,
m ine ros y re ne gados.
Aulas cam inaba sin pe nsar. Sólo ve ía la e spalda corpule nta y el pelo desmelenado
de l hom bre que te nía de lante y e l vínculo e stable cido por la cadena que oscilaba entre ambos.
O be de cía la orde n de com e r; obe de cía la orde n de dormir; no hablaba con nadie, excepto para
inte rcam biar m urm ullos con Yane .
La colum na pasó a sólo ochocie ntos m e tros de la ciudad fortificada de O álde s,
donde e l re y O rlante había m ante nido su corte durante m ucho tie m po, e m itiendo sonoras
órde ne s que rara ve z se obe de cían y pasando m ucho tie m po en el jardín del palacio, entre sus
dócile s cone jos blancos. C uando se avistaron las tropas sk a, los rastrillos bajaron con estrépito
y los arque ros subie ron a las m urallas. Los sk a no prestaron atención y continuaron la marcha a
lo largo de la costa, donde e l ole aje de l Atlántico se e stre llaba e n la orilla.
Una patrulla sk a lle vó noticias que pronto lle garon a oídos de los sk alings: el rey
O riante había m ue rto e ntre convulsione s y e l re tarda do Q uilcy había he re dado e l trono de
Ulflandia de l Sur. C om partía e l inte ré s de su padre e n los conejos blancos, y se decía que sólo
com ía natillas, paste lillos de m ie l y bizcochos.
Yane e x plicó a Aulas por qué los sk a pe rm itían que O riante , y ahora Quilcy, reinaran
sin se r pe rturbados.

189
— No nos cre an proble m as. De sde e l punto de vista sk a, Q uilcy pue de reinar para
sie m pre , m ie ntras siga jugando con sus casas de m uñe cas.
La colum na e ntró e n Ulflandia de l Norte por una fronte ra sólo indicada por un
m ontón de pie dras junto al cam ino. En las alde as pe sque ras próx im as a la carre te ra sólo
que daban vie jos, pue s los jóve ne s y fue rte s habían huido para e vitar que los capturaran.
Una m añana lúgubre e n que un vie nto fe roz a rrastraba la e spuma hacia la costa, la
colum na pasó bajo una vie ja torre de se ñale s de \osfirbolg, construida para le vantar a los
clane s contra los incursore s danaan, y así e ntró e n la C osta Norte , te rritorio sk a. Ahora las
alde as e staban de sie rtas de l todo, pue s sus ante riore s habitantes habían sido exterminados,
e scla viza dos o e x pulsa dos. En Vax , la colum na se dividió e n varia s parte s.
Algunos se e m barcaron rum bo a Sk aghane ; unos pocos continuaron por la carretera
de la costa hacia las cante ras, donde algunos sk alings intratables pasarían el resto de sus vidas
m olie ndo granito. O tro continge nte , que incluía a Taussig y su cuadrilla, viró tierra adentro
hacia e l castillo Sank , se de de l duque 24 Luhalcx y e scala de las caravanas de skalings que se
dirigían a Poé lite tz.

24
Aclaración: «rey», «príncipe», «duque», «lord», «barón», «plebeyo», se usan arbitraria e inexactamente para
indicar niveles jerárquicos ska más o menos similares a los de otros pueblos. Funcionalmente, las diferencias de rango
son específicas de los ska, pues sólo «rey», «príncipe» y «duque» son hereditarios, y todos salvo «rey» se pueden
conquistar mediante el coraje o algún otro logro notable. Así, un «plebeyo», tras haber matado o capturado a cinco
enemigos armados, se convierte en «caballero». Mediante otras hazañas codificadas con precisión se convierte en
«barón», «lord», «duque», y finalmente en «gran duque» o «príncipe». El rey es elegido por voto de los duques; su
dinastía persiste por el linaje masculino directo, hasta que la línea se extingue o un cónclave de duques vota para
que se le quite el poder. Para un breve comentario sobre la historia de los ska, véase Glosario III.

190
22

En e l castillo Sank la cuadrilla de Taussig fue asignada al molino. Una poderosa rueda
hidráulica, m ovie ndo una cade na de palancas de hie rro, hacía subir y bajar una sierra de hoja
re cta de ace ro forjado, de casi tre s m e tros de largo, que valía su pe so e n oro. La sie rra
de scorte zaba le ños y cortaba planchas con una ve locidad y una pre cisión que Aillas
e ncontraba fascinante . Sk alings con gran e x pe rie ncia controlaban e l m e canismo, afilaban
a fe ctuosa m e nte los die nte s y a pa re nte m e nte tra ba ja ba n sin coe rción ni supe rvisión. La
cuadrilla de Taussig de bía e ncargarse de l galpón donde se apilaban las planchas para que se
curara la m ade ra.
C on e l paso de las se m anas Aillas de spe rtó poco a poco la animadversión de Taussig.
Éste de spre ciaba los hábitos m e ticulosos de Aillas y su re siste ncia a trabajar m ás de lo
a bsolutam e nte ne ce sario. Yane com pa rtía la a nim a dversión de Taussig porque lograba realizar
su parte de l trabajo sin e sfue rzo pe rce ptible , lo cual inducía a Taussig a sospechar que eludía
sus tare as, aunque nunca pudie ra de m ostrarlo.
Al principio Taussig inte ntó razonar con Aillas.
—Mira, te e stuve obse rvando y no m e e ngañas ni por un instante. ¿Por qué te das esos
aire s, com o si fue ras un noble ? Así nunca te pe rfe ccionarás. ¿Sabe s lo que pasa con los
holga za ne s y los m e lindrosos? Los pone n a tra ba ja r e n las m inas de plomo, y si terminan su
pe ríodo los e nvían a la fábrica de e spadas y su sangre te m pla e l ace ro. Te aconsejo que de
m ue stre s m ás inte ré s.
Aillas conte stó con la m ayor corte sía posible :
— Los sk a m e capturaron contra m i voluntad. De struye ron m i vida. Me han
causado gran daño. ¿Por qué de bo e sforzarm e para be ne ficiarlos?
— Tu vida ha cam biado, e s ve rdad —re plicó Taussig—. Saca e l mejor partido de ello,
com o todos nosotros. ¡Pie nsa! ¡Tre inta años no e s tanto tie m po! Te irás como hombre libre,
con die z m one das de oro, o te darán una granja con una cabaña, una mujer, animales. Y tus
hijos que darán libre s de captura. ¿No e s e so ge ne roso?
—¿Durante casi toda m i vida? —re puso Aulas burlona m e nte , a pa rtándose .
Taussig lo obligó a volve r.
—¡A ti no te im portará e l futuro, pe ro a m í sí! Si m i cuadrilla trabaja m al, salgo
pe rjudicado. ¡Y no quie ro pe rjudicarm e por tu culpa! —re zongó Taussig, marchándose con la
cara roja de rabia.
Dos días de spué s, Taussig lle vó a Aulas y Yane al patio trasero del castillo. No dijo una
palabra, pe ro m ovía los codos y la cabe za com o pre sagiando algo. Al lle gar al portón, dio
rie nda sue lta a su furia.
—Q ue rían un par de criados y hablé con todo e l fe rvor de m i corazón. hora e stoy
libre de am bos e Im bode n e l m ayordom o e s vue stro am o. ¡Provocadlo y ve ré is lo que
ganáis!
Aulas e studió la cara conge stiona da que lo e nfre ntaba, luego se encogió de hombros
y se apartó. Yane sólo m anife stó aburrim ie nto. No había nada m ás que decir. Taussig llamó
a un palafre ne ro.
—¡Llam a a Im bode n! ¡Tráe lo aquí! —Le s dirigió una sonrisa de trasgo por encima del
hom bro—. No os gustará Im bode n. Tie ne vanidad de pavo re al y alm a de armiño. Vuestros
días de holganza al sol han te rm inado.
Im bode n salió a un porche que daba al patio: un hom bre m aduro, de hom bros
angostos y brazos de lgados, tobillos largos y flacos, vie ntre blando. Los rizos se le pegaban al
cráne o; no pare cía te ne r cara, sólo un apiñam ie nto de rasgos grue sos: largas orejas, nariz
abultada y grande , ojos ne gros y re dondos rode ados por círculos venenosos, boca caída y gris.

191
Hizo un ge sto im pe rioso, y Taussig rugió:
—¡Ve n aquí! No pisaré e l patio de l castillo.
Im bode n soltó un juram e nto, bajo la e scale ra y cruzó e l patio con un andar
de safiante que provocó la ira de Taussig.
—¡Vam os, vie ja cabra ! No te ngo todo e l día . —Se volvió a Adías y Yane—. Es medio
sk a, un bastardo de una m uje r ce lta: e l pe or de todos los m undos para un sk aling, y se lo
hace sabe r a todos.
Im bode n se de tuvo e n la pue rta.
— Bie n, ¿qué ocurre ?
— Aquí tie ne s un par de m onos dom é sticos. Éste e s m e lindroso y se lava
de m asiado. Este se cre e m ás sabio que los de m ás, sobre todo m as que yo. Q ue te
a prove che n.
Im bode n los e x am inó a am bos. Se ñaló a Aulas con e l pulgar.
—Éste tie ne un a ire de se nca ja do por se r tan jove n. ¿No e stá e nfe rm o?
— ¡Es tan sano com o un hé roe ! Im bode n inspeccionó
a Yane .
— Éste tie ne facha de villano. Supongo que e s dulce com o la m ie l
— Es die stro y rápido y cam ina con e l sigilo de l fantasm a de un gato m ue rto.
—Muy bie n, se rvirán. —Im bode n hizo un ge sto im pe rce ptible . C on gran
a le gría , Taussig inform ó a Aulas y Yane :
—Esto significa «Se guidm e ». Pe ro ya disfrutaré is de sus se ñas, pues es demasiado
tím ido para hablar.
Im bode n clavó e n Taussig una m irada de abrum ador de spre cio, lue go dio media
vue lta y cruzó e l patio se guido por Aulas y Yane . Al lle gar a la e scalinata Imboden hizo otro
pe que ño ge sto, ape nas un m ovim ie nto de l de do.
—¡Eso significa que de bé is e spe rarlo allí! —bramó Taussig desde la puerta. Y se marchó
profirie ndo una sonora risotada.
Pasaron unos m inutos. Aillas se inquie tó. Se ntía un cosquilleo. Miró hacia la puerta y
la cam piña que se e x te ndía m ás allá.
— Tal ve z ahora se a e l m om e nto —le m urm uró a Yane —. ¡Q uizá nunca haya uno
m e jor!
— Q uizá nunca haya uno pe or —dijo Yane — Taussig espera allá atrás. Nada le gustaría
m ás que ve rnos corre r, pue s de lo contrario te ndrá que e vitar los azote s.
— La pue rta, los cam pos tan ce rca... son te ntadore s.
— En cinco m inutos nos e charían los pe rros.
Un hom bre lige ro de cara tristona, con libre a gris y am arilla, salió al porche :
pantalone s cortos y am arillos abrochados bajo la rodilla a unas m e dias negras, chaleco gris
sobre cam isa am arilla. Un som bre ro ne gro y re dondo le ocultaba el pelo, que evidentemente
e staba corta do a l rape .
— Soy C yprian. No te ngo título. Lla m a dm e a m o de e scla vos, capataz, intermediario,
je fe sk aling, lo que gusté is. R e cibiré is órde ne s de m í, pero sólo porque soy el único que tiene el
privile gio de hablar con Im bode n; é l habla con e l se ne scal, que es ska y se llama Kel. Él recibe
e sas órde ne s de l duque Luhalcx , las cuale s al fin lle gan a vosotros a través de mí. Si tuvierais
un m e nsaje para e l duque Luhalcx , de be ríais com unicárm e lo prim e ro a m í. ¿Vue stros
nom bre s?
— Yo soy Yane .

192
— Pare ce ulflandé s. ¿Y tú?
— —A i l l a s .
— ¿Aillas? Pare ce un nom bre de l sur. ¿Lyone sse ?
— Troicine t.
—Bie n, qué m ás da. En Sank los oríge ne s im portan tan poco com o la carne de una
salchicha: no inte re san a nadie . Ve nid conm igo; os daré ropa y os e x plicaré las re glas de
conducta, que , com o hom bre s inte lige nte s, ya conocéis. En términos simples son —Cyprian alzó
cua tro de dos—: prim e ro, obe de ce d las órde ne s con e x a ctitud; segundo, sed limpios; tercero,
se d invisible s com o e l aire , nunca llam é is la ate nción de los sk a; cre o que no quie re n ni
pue de n ve r a un sk aling a m e nos que haga algo notable o ruidoso; cuarto, y obvio: no
inte nté is e scapar. C ausa conste rnación a todos m e nos a los pe rros que gozan destrozando
hom bre s. Pue de n se guir un rastro un m e s de spué s, y os e ncontrarían.
—¿Y qué ocurre lue go? —pre guntó Aulas.
C yprian rió m e lancólicam e nte .
— Si tuvie ras un caballo que insistie ra e n huir, ¿qué harías con é l?
— Mucho de pe nde ría de l caballo.
— Pre cisa m e nte . Si fue ra vie jo, cojo y m añoso, lo m ataría s. Si fue ra joven y fuerte,
no harías nada para lim itar su capacidad pe ro lo e nviarías a un experto para que lo doblegara.
Si sólo fue ra apto para la noria, lo ce garías.
— Yo no haría e sas cosas.
— De un m odo u otro, é se e s e l principio. Un e scribie nte habilidoso puede perder el
pie . Lo m e jor que se pue de de cir de los sk a e s que rara ve z torturan. C uanto más útil seas,
m ás fácile s se rán las cosas cuando te alcance n los pe rros. Ve nid ahora al dorm itorio. El
barbe ro os cortará e l pe lo.
Aulas y Yane siguie ron a C yprian por un fre sco pasillo trase ro hast; el dormitorio de
los sk alings. El barbe ro le s colocó un cue nco plano e n la cabe za y le s cortó el pelo a la altura
de la m itad de la fre nte . En un cuarto de baño se de tuvie ron bajo una cascada de agua y se
lavaron con jabón m e zclado con are na; lue go se rasuraron.
C yprian le s trajo libre as grise s y am arillas.
—R e cordad, e l sk aling que pasa inadve rtido e s e l m e nos culpable. Nunca os dirijáis a
Im bode n; e s m ás altivo que e l duque Luhalcx . La se ñora C hraio e s una am able m ujer de
bue na disposición e insiste e n que se a lim e nte bie n a los sk a ling. Alvicx , e l hijo mayor, es
ine stable y algo im pre visible . Tatze l, la hija, e s grata a los ojos pero fácil de ofender. Aun así,
no e s m aliciosa y no causa grande s proble m as. Mie ntras os mováis en silencio y nunca volváis
la cabe za, se ré is invisible s para e llos. Durante un tie m po de bé is lim piar suelos; así es como
e m pe zam os todos.
Aulas había conocido m uchos be llos palacios y ricas fincas, pe ro e n el castillo Sank
había una auste ra m agnifice ncia que lo im pre sionaba y que no podía e ntender del todo. No
de scubrió gale rías ni pase os; las cám aras se com unicaban mediante pasajes cortos, a menudo
sinuosos. Altos te chos se pe rdían e n las som bras, dando así una im pre sión de e spacio
m iste rioso. Angosta s y pe que ña s ve nta na s pe rfora ba n las paredes a intervalos regulares, y los
vidrios te nían la luz de brum oso ám bar o azul claro. No todos los cuartos cumplían funciones
e vide nte s para Aillas, así com o e l duque Luhalcx , la dam a C hraio, sus hijos Alvicx y Tatzel,
no se portaban se gún principios que é l com pre ndie ra. C ada cual se desplazaba por el sombrío
castillo com o si fue ra un e sce nario donde sólo é l actuaba. Todos hablaban e n voz baja, a
m e nudo usando sk alrad, un idiom a m ás antiguo que la historia hum ana. Rara vez reían; su
único hum or pare cía consistir e n la se re na ironía o e l e le gante eufemismo. Cada personalidad
e ra com o una ciudade la; a m e nudo pare cían sum idos e n una profunda e nsoñación, o
a trapados e n un torre nte de ide a s inte riore s m ás a bsorbe nte s que la conve rsación. En
ocasione s, uno de e llos re ve laba de pronto una actitud e x travagante que se aplacaba tan
re pe ntinam e nte com o había apare cido. Aillas, aunque nunca le jos de sus propias

193
pre ocupacione s, no podía e vitar una cre cie nte fascinación por las pe rsonas que habitaban el
castillo Sank . C om o e sclavo, pasaba tan inadve rtido com o una pue rta. Aillas obse rvaba
solapadam e nte a los re side nte s de l castillo m ie ntras lle vaban a cabo sus tareas habituales.
En todo m om e nto, e l duque Luhalcx , su .fam ilia y sus alle gados vestían elaborados
tra je s form a le s que se cam biaban varia s ve ce s a l día , de a cue rdo con la ocasión. Los trajes y
sus acce sorios conlle vaban un gran pe so sim bólico, de una im portancia que sólo e llos
conocían. A m e nudo Aillas oía fascinante s re fe re ncias que hallaba incomprensibles. En público o
e n privado, la fam ilia re ve laba los m odale s conve ncionale s que habría usado con extraños. Si
había afe cto e ntre los m ie m bros de la fam ilia, se m anife staba con signos demasiado sutiles
para que Aillas los pe rcibie ra.
El duque Luhalcx , alto, e njuto, de rasgos duros, con ojos de color ve rde m ar,
m anife staba una dignidad de cisiva y e spontáne a, a la ve z de se nvue lta y precisa, que Aillas
jam ás ve ía pe rturbada: com o si e l duque Luhalcx , para cada contingencia, tuviera preparada
una re acción apropiada. Era e l núm e ro 127 e n su linaje ; e n la C ám ara de los Honore s
Antiguos 25 e x hibía m ásca ra s ce re m onia le s talladas e n Norue ga mucho antes de la llegada de
los ur-godos. La dam a C hraio, alta y e sbe lta, pare cía casi sobrenaturalmente remota. Incluso
cuando algunos dignatarios ve nían de visita con sus e sposas, Aillas a menudo la veía sola en
su te lar o tallando cue ncos de m ade ra de pe ral. Su lacio y ne gro pe lo estaba cortado al estilo
ortodox o, al nive l de la m andíbula e n los costados y la nuca, m ás alto e n la fre nte .
La dam a Tatze i, de die cisé is a ños, e ra e sbe lta y te nsa , de pechos pequeños y altos,
flancos angostos com o los de un varón, y proye ctaba una pasión y una energía que parecían
e le va rla de l sue lo a l a ndar. C a m inaba con e ncanta dora a fe ctación, a ve ce s con la cabeza
lade ada, y sonre ía vagam e nte com o si la divirtie ra algo que sólo e lla sabía. Llevaba el pelo
com o la m adre y la m ayoría de las m uje re s sk a, cuadrangular sobre la frente y bajo las orejas.
Te nía rasgos cautivadoram e nte irre gulare s, y una pe rsonalidad vivida y directa. Su hermano
Alvicx te nía aprox im adam e nte la e dad de Aulas, y de toda la fam ilia era el más inquieto. Era
jactancioso y hablaba con m ás é nfasis que los de m ás. Se gún Cyprian había luchado en varias
batallas con distinción y la cantidad de e ne m igos que había .m atado le habría dado título de
caballe ro por de re cho propio.
Las tare as que de bía cum plir Aulas e ran se rvile s. Te nía que lim piar hogares, frotar
lajas, pulir lám pa ra s de bronce y lle narla s de a ce ite . El tra ba jo le daba a cce so a casi todo el
castillo e x ce pto a las alcobas; se de se m pe ñaba tan bie n com o para satisface r a Cyprian y
pe rm ane cía tan inadve rtido com o para que Im bode n no le pre stara ate nción; e n los
m om e ntos de vigilia barruntaba m é todos para e scapar.
C yprian pare cía le e rle la m e nte .
— ¡Los pe rros, los pe rros, los te rrible s pe rros! Son de una raza conocida sólo por los
sk a. C uando hue le n un rastro, no abandonan jam ás. Por cie rto, algunos sk alings han
e scapado, a ve ce s con ayuda de re cursos m ágicos. Pe ro a veces también los ska usan magia y
e l sk a ling e s a pre sado.
— Pe nsé que los sk a ignoraban la m agia.
— Q uié n sabe —suspiraba C yprian, e x tendiendo los brazos y los dedos—. La magia está
m ás allá de m i com pre nsión. Tal ve z los sk a re cue rde n la m agia de l le jano pasado. En
re alidad, no hay m uchos m agos sk a; no que yo se pa, al m e nos.
— No pue do cre e r que pie rdan e l tie m po capturando e sclavos fugitivos.
— Tal ve z te ngas razón. ¿Para qué se m ole starían? Por cada esclavo que escapa, cien
son apre he ndidos nue vam e nte . No por los m agos, sino por los pe rros.
— ¿Los fugitivos no roban caballos?
— Se ha inte ntado, pe ro rara ve z con é x ito. Los caballos ska obedecen órdenes ska.
C uando un sim ple daut o un ulflandé s inte ntan m ontarlo, e l caballo se que da quie to, o
corcove a, o corre e n círculos, o arroja al jine te . ¿Pie nsas m ontar un caballo ska para escapar

25
Obviamente la expresión «Cámara de los Honores Antiguos» no es más que una transcripción aproximada.

194
de prisa ? ¿Es e so lo que tie ne s e n m e nte ?
—No te ngo nada e n m e nte —re plicaba Aulas. C yprian ponía su
sonrisa m e lancólica.
— Para m í e ra una obse sión... al principio. Lue go pasaron los años, y la añoranza
se de svane ció, y ahora sé que nunca se ré otra cosa salvo lo que soy hasta haber terminado
m is tre inta a ños.
— ¿Q ué dice s de Im bode n? ¿No ha sido e sclavo por tre inta años?
—Su pe ríodo te rm inó hace die z años. Para nosotros Im bode n e s un hombre libre y
un sk a. Los sk a lo conside ran un sk aling de alto rango. Es un hom bre amargo y solitario. Los
proble m as lo han vue lto e x traño.
Una noche , m ie ntras Aillas y Yane ce naban pan y sopa, Aulas habló de la obsesión
de C yprian por la fuga.
— C ada ve z que le hablo, surge e l te m a. Yane re spondió con un gruñido burlón.
— He notado e sa costum bre e n otras parte s.
— Tal ve z se a sólo una e x pre sión de de se os.

— Q uizás. Aun así, si yo plane ara m archarm e de prisa de l castillo, no pondría a


C yprian sobre aviso.
— Hace rlo se ría una corte sía sin se ntido. Espe cialm e nte de sde que conozco cómo
e scapar de l castillo Sank , a pe sar de los caballos, los pe rros y C yprian.
Yane lo m iró de soslayo.
— Esta e s una inform ación valiosa. ¿Pie nsas com partirla?
— A su de bido tie m po. ¿Q ué ríos hay e n las ce rcanías?
— Hay sólo uno de im portancia: e l Malk ish, unos cinco k ilóm e tros al sur. Los
fugitivos sie m pre se dirige n a e se río, pe ro los atrapan. Si tratan de lle gar flotando hasta el
m ar, se ahogan e n las cataratas. Si avanzan corrie nte arriba, los pe rros olfatean cada orilla
de l río y finalm e nte e ncue ntran e l rastro. El río e s un falso aliado. Los sk a lo sabe n m ejor
que nosotros.
Aillas asintió y no dijo m ás. Lue go, e n sus conversaciones con Cyprian, habló de la fuga
e n té rm inos m e ram e nte te óricos, y C yprian pronto pe rdió todo inte ré s e n e l te m a.
Hasta los once o doce años, las m uchachas sk a pare cían y actuaban com o
m uchachos. Lue go sufrían un ine vitable y apropiado cam bio. Los jóve ne s y las doncellas se
m e zclaban libre m e nte , controlados por la form alidad que re gía toda la conducta ska con tanta
e ficacia com o una vigilancia constante .
En e l castillo Sank , e n las tarde s sole adas, los jóve ne s se dirigían a la terraza del sur,
donde se gún su e stado de ánim o jugaban al aje dre z o al back gam m on, comían granadas,
brom e aban e ntre sí con los cuidadosos m odale s que otras razas juzgaban aburridos, o miraban
m ie ntra s uno de e llos de safia ba a e sa m áquina pe rve rsa conocida com o fantoche . Este
arte facto, dise ñado para e ntre nar e spadachine s, para que apre ndie ran a se r die stros y
pre cisos, propina ba un bue n golpe a l torpe com ba tie nte que no logra ba a ce rtar e n un
pe que ño blanco oscilante .
Alvicx , que se e norgulle cía de su de stre za, se conside raba un e x pe rto
e n e l jue go de burla r a l fantoche , y sie m pre e staba dispue sto a de m ostrar su
habilidad, e spe cialm e nte cuando su he rm ana Tatze l lle vaba am igas a la te rraza. Para
dra m a tiza r su gra cia y su a rte , había de sarrollado un e stilo de ataque enérgico que embellecía
con flore os y antiguos gritos de gue rra sk a.
Una de e sas tarde s, la m áquina había de rrotado a dos de los amigos de Alvicx, y el
e je rcicio le s había provocado dolor de cabe za. Lade ando su propia cabe za e n un gesto de
burlona conm ise ración, Alvicx cogió una e spada de la m e sa y se lanzó sobre la m áquina

195
soltando gritos guturale s, brincando de un lado al otro, agachándose y e m bistie ndo,
insultando a la m áquina.
— ¡Ve n, de m onio giratorio! ¡Va m os, a tá ca m e ! ¿Q ué dice s de e sto? ¿Y e sto? Ah,
tra icione ra ! Una ve z m ás! ¡De ntro y fue ra ! —Al brincar hacia a trás de rribó una urna de
m árm ol que se astilló sobre las lajas.
— ¡Bue n golpe , Alvicx ! —e x clam ó Tatze l—. Has de struido a tu víctima con tu temible
trase ro.
Sus am igas de sviaron los ojos y m iraron e l cie lo con e sa tenue sonrisa que entre los
sk a re e m pla za ba la carca ja da .
Ke l, e l se ne scal, al obse rvar e l daño, lo notificó a Im bode n, quie n dio órde ne s a
C yprian, quie n a su ve z e nvió a Aillas a re tirar la urna rota. Lle vó una carre tilla a la terraza,
cargó e n e lla las astillas de m árm ol y lue go barrió la sucie dad con una e scoba y una pala.
Alvicx volvió a atacar al fantoche con m ás e ne rgía que nunca, trope zó con la
carre tilla y cayó e ntre las astillas y e l polvo. Aillas se había arrodillado para barrer el resto de la
sucie dad. Alvicx se le vantó y le pate ó las nalgas.
Por un se gundo Aillas se que dó rígido, pe ro lue go no pudo conte ne rse m ás. Se
incorporó, y e m pujó a Alvicx contra e l fantoche , e l cual giró y golpe ó la m e jilla de Alvicx .
Éste trazó un círculo con la e spada.
— ¡Villano! —e x clam ó atacando a Aillas, quie n lo e squivó y cogió una espada de la
m e sa. De svió la se gunda e stocada de Alvicx , lue go contra atacó con tal ferocidad que Alvicx
tuvo que re troce de r por la te rraza. La situación no te nía pre cedentes. ¿Cómo podía un skaling
ve nce r al sobe rbio y die stro Alvicx ? Se m ovían por la te rraza, Alvicx tratando de atacar pero
constante m e nte a la de fe nsiva por la de stre za de su opone n te. Se agachó; Aillas le arrancó la
espada de las m anos y apre tó a Alvicx contra la balaustrada, apoyándole la punta de su
a rm a e n la garga nta.
— Si e sto fue ra e l cam po de batalla podría habe rte m atado... con toda facilidad —dijo
Aillas apasionadam e nte —. Agrade ce que ahora sólo jue go contigo.
Apartó la e spada y la de jó e n la m e sa. Miró a los m ie m bros de l grupo
y sus ojos se e ncontraron con los de Tatze l. Se m iraron por un segundo, hasta que
Aulas se volvió hacia la carre tilla, la e nde re zó y la siguió cargando con trozos de m ármol.
Alvicx lo obse rvaba con re ncor. Tom ó una de cisión y llam ó a un guardia sk a.
—Lle va a e ste cobarde de trás de l e stablo y m átalo.
El duque Luhalcx habló de sde un balcón que daba a la te rraza.
—Esa orde n, Alvicx , e s indigna de ti, y m ancilla tanto e l honor de nue stra casa
com o la justicia de nue stra raza. Sugie ro que la anule s.
Alvicx m iró a su padre . Se volvió de spacio y m urm uró:
—Guardias, ignorad m i orde n.
Saludó con una re ve re ncia a su he rm ana y sus hué spe de s, que habían presenciado
todo con pe trificada fascinación, y se m archó de la te rraza. Aillas siguió trabajando con la
carre tilla y te rm inó de cargar los fragm e ntos m ie ntras Tatze l y sus am igas m urm uraban
obse rvándolo por e l rabillo de l ojo. Aillas no le s pre staba ate nción. Te rm inó de barre r la
sucie dad y se lle vó la carre tilla.
C yprian com unicó su opinión de lo suce dido con una triste m ue ca de re proche , y
durante la ce na se se ntó solo de cara a la pue rta.
— ¿Es ve rdad que he riste a Alvicx con su propia e spada? —pre guntó Yane e n voz
baja.
— ¡En absoluto! Sólo jugué con é l un rato. Lo toqué con la punta de m i espada. No
fue gran cosa.

196
— No para ti. Para Alvicx e s una hum illación, así que sufrirás.
— ¿C óm o?
Yane rió.,
—Aún no lo ha de cidido.

197
23

El salón principal de l castillo Sank se e x te ndía de sde un vestíbulo convencional en el


e x tre m o oe ste hasta una sala de re tiro para dam as visitantes en el este. A lo largo del camino,
altos y angostos portale s daban a dive rsos salone s y cámaras, entre ellos el Repositorio, donde
se cole ccionaban curiosidade s tale s com o e m ble m as de l clan, trofe os de batallas y hazañas
navale s, y obje tos sagrados. En los anaque le s había libros encuadernados en cuero, o láminas
de m ade ra de haya. Una ancha pare d e x hibía re tratos ance strale s, tallados con una aguja
cande nte e n pane le s de a be dul de ste ñido. La té cnica jam ás se había alterado; el rostro de un
caudillo posglacial m ostraba pe rfile s tan pre cisos com o e l re trato de l duque Luhalcx, tallado
cinco años atrás.
En nichos junto a la e ntrada había un par de e sfinge s talladas en bloques de diorita
ne gra: las Trone n, o fe tiche s de la casa. Una ve z por se m ana, Aulas lavaba las Tronen con
agua calie nte m e zclada con savia de ve nce tósigo.
Una m añana Aulas lavó a las Trone n y las se có con un paño suave . Por e l pasillo,
vio que se a ce rcaba Tatze l, e sbe lta com o una vara e n un ve stido ve rde oscuro. El pelo negro
salta ba junto a la cara pálida e inte nsa . P a só de largo sin pre starle a te nción, de jando un
vago a rom a flora l que e voca ba las hie rbas húm e da s de Norue ga e n prim a ve ra .
Poco de spué s re gre só. Al pasar junto a Aillas se de tuvo, volvió atrás, y se paró a
e studia rlo.
Aillas alzó los ojos, frunció e l ce ño y continuó con su tare a.
Tatze l satisfizo su curiosidad y se dispuso a se guir su cam ino, pero antes habló con
lím pida voz.
— Por tu pe lo castaño te tom aría por ce lta. Aun así, pareces menos tosco. Aillas la miró
de nue vo.
— Soy troicino —dijo. Tatze l se de tuvo.
—Troicino, ce lta , lo que se a : a ba ndona e sa fie re za . A los e sclavos in tratables se les
castra.
Aulas inte rrum pió su tare a, de m udado de furia. Se le vantó de spacio, inhaló
profundam e nte y logró hablar con voz controlada.
—No soy un e sclavo. Soy un noble de Troicine t capturado por una tribu de
bandidos.
Tatze l, sorpre ndida, abrió la boca y se dispuso a m archar, pe ro se de tuvo.
— El m undo nos ha e nse ñado la furia; de lo contrario, aún estaríamos en Noruega. Si
tú fue ra s sk a , tam bié n tom aría s a todos los de m ás por e ne m igos o e scla vos; no hay nadie
m ás. Así de be se r, de m odo que de be s som e te rte .
— Míram e —dijo Aulas—. ¿Me tom as por alguie n que se som e te ría?
— Ya e stás som e tido.
— Me som e to ahora para lue go trae r un e jé rcito troicino que de rribará e ste castillo
pie dra por pie dra, y e ntonce s pe nsarás con una lógica dife re nte .
Tatze l rió, e chó la cabe za hacia atrás y siguió su cam ino.
En una cám ara de alm ace nam ie nto Aulas se e ncontró con Yane .
— El castillo Sank se e stá volvie ndo opre sivo. Pre fie ro que m e castre n ante s que
cam biar m is m odale s.
— Alvicx ya e stá se le ccionando un cuchillo.
— En e se caso, e s e l m om e nto de huir.

198
Yane m iró por e ncim a de l hom bro; e staban a solas.
— C ualquie r m om e nto e s bue no, salvo por los pe rros.
— Se pue de e ngañar a los pe rros. El proble m a e s cóm o e va dir a C yprian el tiempo
suficie nte com o para lle gar al río.
— El río no e ngañará a los pe rros.

— Si pue do e scapar de l castillo, pue do e scapar de los pe rros. Yane se acarició la


barbilla.
— Dé jam e pe nsarlo.
Más tarde , m ie ntras ce naban, Yane dijo:
— Hay un m odo de salir de l castillo. Pe ro de be m os lle var a otro hombre con nosotros.
— ¿Q uié n e s?
— Se llam a C a rgus. Tra ba ja com o a yuda nte e n la cocina.
— ¿Se pue de confiar e n é l?
— Tanto com o e n ti o e n m í. ¿Q ué dice s de los pe rros?
— Ne ce sitare m os e star m e dia hora e n la carpinte ría.
— La carpinte ría e stá de sie rta a l m e diodía. Aquí vie ne C yprian. Las narice s e n la
sopa.
C a rgus e ra a pe na s m ás a lto que Yane , pe ro m ie ntra s éste era puro tendón y hueso,
aqué l e ra una m ontaña de m úsculos. Su cue llo era más grueso que sus macizos brazos. Llevaba
e l pe lo ne gro cortado al rape ; ojillos ne gros le brillaban bajo e spe sas cejas. En el patio de la
cocina, dijo a Yane y Aillas:
— He cogido un cuarto de m e dida de l hongo conocido com o tósigo de lobos.
Enve ne na, pe ro rara ve z m ata. Esta noche lo pondre m os e n la sopa y condim e ntará los
paste le s de la gran m e sa. Se re volve rán todas las tripas de l castillo y se culpará a la carne
e n m al e stado.
— Si tam bié n pudie ras e nve ne nar a los pe rros —gruñó Yane —, podríamos alejarnos
con facilidad.
— Bue na ide a, pe ro no te ngo acce so a las pe rre ras.
Durante la ce na Yane y Aillas com ie ron sólo pan con re pollo, y m iraron con
satisfacción cóm o C yprian consum ía dos cue ncos de sopa.
Por la m añana, tal y com o C argus había pre dicho, todos los re side ntes del castillo
te nía n e l e stóm ago re vue lto, a de m á s de e scalofríos, náuse a s, fie bre , a lucina cione s y
vibracione s e n los oídos.
C argus fue a ve r a C yprian, quie n tiritaba bajo la m e sa de l com isario, y vociferó:
— ¡Ha z a lgo! ¡Los m arm itone s se nie ga n a m ove rse y los cubos de s borda n de
basura!
— Vacíalos tú m ism o —gruñó C yprian—. No pue do ocuparm e de e sas tonterías. ¡El
de stino m e ha alcanzado!
— Soy cocine ro, no m arm itón. ¡Ea, vosotros dos! —Llam ó a Aillas y Yane —. ¡Al
m e nos podé is cam inar! Vaciad los cubos y de prisa.
—Jam ás! —prote stó Yane —. Hazlo tú m ism o. C argus se volvió a
C yprian.
—¡Q uie ro vaciar los cubos! Da órde ne s o pre se ntaré una que ja que obligará a
Im bode n a apartarse de su bacinilla.
C yprian agitó dé bilm e nte la m ano.

199
—Id, vosotros dos, y vaciad los cubos de e ste de m onio, aunque te ngáis que
arrastraros.
Aillas, Yane y C argus lle varon bolsas de basura al ve rte dero y cogieron los paquetes
que habían de jado allí pre viam e nte . Partie ron al trote a cam po traviesa, resguardándose en
m atorrale s y árbole s.
O chocie ntos m e tros al e ste de l castillo atrave saron una lom a y allí, sin miedo a que
los vie ra n, a va nzaron a bue na ve locidad hacia e l sude ste , dando un amplio rodeo para evitar
e l m olino. C orrie ron hasta que dar sin alie nto, lue go cam inaron, lue go volvie ron a correr, y
e n una hora lle garon al río Malk ish.
En e se punto, e l río e ra ancho y poco profundo, aunque m ás arriba las aguas caían
rugie ndo de las m ontañas por abruptos barrancos, y corrie nte abajo se pre cipitaban
furiosam e nte por una se rie de angostas gargantas donde muchos skalings fugitivos se habían
de spe dazado contra las rocas. Sin titube ar, Aulas, Yane y C argus se inte rnaron e n e l río y
e m pe zaron a vade a rlo, a ve ce s con e l a gua hasta e l pe cho y con los paquetes por encima de la
cabe za. Al ace rcarse a la orilla opue sta se de tuvie ron para inspe ccionar la costa.
No e ncontraron nada ade cuado para sus propósitos, y siguieron caminando corriente
arriba hasta que lle garon a una pe que ña playa cubie rta de grava, con una lom a baja y
he rbosa. De sus paque te s sacaron los artículos que Aulas y Yane habían construido en la
carpinte ría: zancos, con alm ohadillas de paja e n las puntas.
Aun e n e l agua, se e ncaram aron a los zancos y caminaron hacia la costa, removiendo
la grava lo m e nos posible . Tre paron la lom a y las puntas con almohadillas no dejaron huellas ni
olore s que los sabue sos pudie ran rastre ar.
Los tre s cam inaron así durante una hora. En un arroyo, se internaron en la corriente
y bajaron para de scansar. Lue go cogie ron los zancos una ve z m ás, y te m ie ron que sus
pe rse guidore s, al no e ncontrar un rastro e n e l río, se de sple garan e n anillos concéntricos de
radio cada ve z m ayor.
Avanzaron con los zancos una hora m ás por un de clive gradual, a travé s de un
bosque ralo de pinos achaparrados con claros de de lgado suelo rojo. La tierra no servía para la
sie m bra , y los pocos cam pe sinos que e n un tie m po junta ba n resina para fabricar trementina o
criaban ce rdos, habían huido de los sk a. Los fugitivos re corrían un páramo devastado, lo cual
le s favore cía.
En otro arroyo bajaron de los zancos y se se ntaron a de scansar e n una roca.
Be bie ron a gua y com ie ron pan y que so que lle vaban e n las m ochilas. No oye ron ruido de
sabue sos, pe ro habían avanzado un gran tre cho y no e spe raban oír nada; tal vez nadie había
re parado e n su ause ncia. Los tre s se fe licitaron por lle var tal ve z un día de ve ntaja a sus
posible s pe rse guidore s.
De se cha ron los zancos y a va nzaron corrie nte a rriba hacia el este, y pronto llegaron a
una tie rra alta de curioso aspe cto, donde antiguas cum bre s y pe ñascos de deteriorada roca
ne gra se e le vaban sobre valle s ante s se m brados pe ro ahora de sie rtos. Durante un rato
siguie ron una vie ja carre te ra que al fin los lle vó a las ruinas de un antiguo fue rte .
Pocos k ilóm e tros de spué s, la tie rra se volvió nue vam e nte agre ste y se elevó a una
re gión de ondulante s bre zale s. Disfrutando de la libe rtad de los altos cielos, los tres enfilaron
hacia e l brum oso e ste .
No e staban solos e n e l bre za l. De sde un pra do situa do a ochocientos metros al sur,
bajo cuatro ondulante s bande ras ne gras, cabalgaba una tropa de gue rre ros sk a. Se
aprox im aron y rode aron a los fugitivos.
El je fe , un barón de cara se ve ra ve stido con arm adura ne gra, los miró una sola vez
e n sile ncio. Le s suje taron cue rdas a los collare s de hie rro y los conduje ron hacia e l norte.
Al cae r e l día, la tropa se e ncontró con una caravana que lle vaba vituallas. Detrás
m archaban cuare nta hom bre s suje tos de l cue llo por cue rdas. A esta columna se unieron Aulas,
Yane y C argus, y de m ala gana tuvie ron que se guir la caravana hacia e l norte . Pronto
e ntra ron e n e l re ino de Dahaut y lle garon a Poé lite tz, e sa inm e nsa fortaleza que custodiaba

200
e l e stribo ce ntral de l Te ach tac Te ach y daba a la Llanura de las Som bras.

201
24

En la fronte ra e ntre Dahaut y Ulfla ndia de l Norte , un de clive de tre ce kilómetros de


largo, la cara frontal de l Te ach tac Te ach, daba sobre la Llanura de las Sombras. En un lugar
llam ado Poé lite tz, e l río Tam sour, que se de spe ña ba de sde las nieves del Monte Agón, abría
una grie ta que pe rm itía un acce so re lativam e nte fácil de sde Dahaut a los brezales de Ulflandia
de l Norte . Poé lite tz había e stado fortifica da de sde que los hombres habían librado guerras en
las islas Elde r; quie n controlaba Poé lite tz dom inaba la paz de la Le jana Dahaut. Los ¡ka, al
capturar Poé lite tz, habían iniciado una e norm e obra de stinada a prote ge r la fortaleza tanto
e n e l oe ste com o e n e l e ste , para que fue ra totalm e nte ine x pugna ble . Había n ce rrado el
de sfilade ro con pare de s de m am poste ría de nue ve m e tros de grosor, dejando un pasaje de
cuatro m e tros de ancho y tre s de alto, controlado por tre s pue rtas de hierro, una detrás de la
otra. La fortale za y e l de clive m ostraban una sola cara im pasible a la Llanura de las Sombras.
Para re conoce r m e jor la Llanura de las Som bras, los ska habían empezado a construir
bajo la llanura un túne l que lle garía hasta una lom a cubie rta de roble s achaparrados, a
cuare nta m e tros de la base de l de clive . El túne l e ra un proye cto se cre to que se ocultaba a
todos salvo a unos pocos sk a de alto rango y a quie ne s cavaban el túnel, skalings de categoría
se is: intratable s.
Al lle gar a Poé lite tz, Aulas, Yane y C argus fue ron sometidos a un breve interrogatorio.
No los m utilaron com o e llos e spe raban, sino que los llevaron a unas barracas especiales donde
re sidía un aislado grupo de cuare nta sk alings: la cuadrilla de l túnel. Trabajaban en turnos de
die z horas y m e dia, con pe ríodos de de scanso de tre s horas y m e dia. En las barracas eran
custodiados por un pe lotón de se le ctos soldados sk a y no se le s permitía establecer contacto
con ninguna otra pe rsona de Poé lite tz. Todos sabían que e ran m ie m bros de una cuadrilla
conde na da . Al te rm ina r e l túne l los m ataría n a todos.
Ante la pe rspe ctiva de una m ue rte tan cie rta, ningún sk aling trabajaba deprisa, y a
los sk a le s re sulta ba m ás fácil a ce ptar e sa situa ción que a lte rarla . Mie ntra s se re a lizaran
progre sos razonable s, se pe rm itía que e l trabajo siguie ra su propio ritmo. La rutina de cada
día e ra idé ntica. C ada sk aling te nía un de be r asignado. El túnel, cuatro metros y medio debajo
de la supe rficie de la llanura, avanzaba a travé s de pizarra y se dim e nto apisonado. Cuatro
hom bre s cavaban la cara frontal con picas y pique tas. Tre s hom bres cargaban los detritos en
ce stos que se de scargaban e n carre tillas y se lle vaban por e l túne l hasta la e ntrada. Las
carre tillas se vaciaban e n tolvas que e ran e le vadas por una cabria, que las vaciaba en una
carre ta. Un fue lle im pulsado por bue ye s que m ovían una cabria soplaba aire en un tubo de
cue ro que se introducía e n e l túne l. A m e dida que avanzaba e l túne l, se apuntalaba con
vigas de ce dro e m bre adas.
C ada dos o tre s días, los inge nie ros sk a e x te ndían un par de cuerdas que guiaban la
dire cción de l túne l y con un nive l de agua 26 m e dían e l de svío horizontal.
Un capataz sk a dirigía a los sk alings con un par de soldados para im pone r la
disciplina, si tal control se ne ce sitaba. El capataz y los guardias solían pe rm ane ce r e n la
e ntra da de l túne l, donde e l a ire e ra fre sco. Al ve r las carga s de los carrom atos, e l capataz
podía e stim ar la e ne rgía con que tra ba ja ba n los sk a lings. Si e l tra ba jo iba bien, los skalings
com ían bie n, y be bían vino e n las com idas. Si re m olone aban, le s re ducían las racione s.
Dos turnos funcionaban e n e l túne l: de m e diodía a m e dianoche, y de medianoche a
m e diodía. Ninguno e ra pre fe rible al otro, pue s los sk alings nunca veían la luz del sol y sabían
que no la ve rían nunca m ás.

26
El nivel de agua tiene varias form as. Los ska usaban un par de recipientes de m adera de seis metros de largo
con una sección de seis centím etros cuadrados. El agua de los recipientes se m antenía horizontal;flotadores en
cada punta perm itían que los recipientes m ism os se ajustaran a la horizontal. Al m over los recipientes en forma
s u ce s iva, la horizontal deseada se podía prolongar indefinidam ente, con una precisión lim itada sólo por la
p a cie n cia d e l in g e n ie ro .

202
Aulas, C argus y Yane fue ron asignados al turno de m e diodía-m e dia-noche . De
inm e diato e m pe zaron a pe nsar e n la fuga. Las pe rspe ctivas eran más desalentadoras que las
de l castillo Sank . Pue rtas con re jas y guardias suspicaces los confinaban cuando no estaban de
se rvicio, y trabajaban e n un lugar ce rrado de l cual e ra im posible salir.
Al cabo de sólo dos días de trabajo, Aillas le dijo a Yane y C argus:
— Pode m os e scapar. Es posible .
— Ere s m ás pe rce ptivo que yo —dijo Yane .
— Y que yo —dijo C argus.
— Hay una sola dificultad. Ne ce sitare m os la coope ración de todo e l turno. La
pre gunta e s: ¿habrá alguie n que e sté tan dom ado com o para traicionarnos?
— ¿C uál podría se r e l m otivo? Todos ve n su propio fantasm a bailan do ante ellos.
— Algunas pe rsona s son tra icione ra s por naturale za. Le s a grada tra iciona r.
Los tre s, de cuclillas junto a la pare d de la cám ara donde pasaban las horas libres,
re fle x ionaron sobre sus com pañe ros, uno por uno.
— Si com partim os la pe rspe ctiva de la fuga —dijo al fin C argus—, no pue de haber
traición.
— Te ndre m os que dar e so por se ntado —dijo Yane —. No te ne m os m e jor elección.
C a torce hom bre s tra ba ja n e n e se turno, con otros se is cuyas tareas no los obligaban
a e ntra r e n e l túne l. C a torce hom bre s se com prom e tie ron e n un pacto de se spe ra do y de
inm e diato iniciaron las ope racione s.
El túne l alcanzaba ahora unos cie nto oche nta m e tros hacia e l e ste bajo la llanura.
Q ue daban otros tantos bajo pizarra, con ocasionale s e ine x plicable s capas de piedra caliza
azul, duras com o rocas. Ex ce pto por la pie dra caliza, e l sue lo cedía ante la pica; avanzaban de
die z a quince m e tros por día. Un par de carpinte ros instalaban vigas a m e dida que el túnel
avanzaba. De jaron varios poste s sue ltos, de m odo que se pudieran empujar a un lado. En ese
tram o varios m ie m bros de la cuadrilla cavaron un túne l late ral que se curvaba hacia la
supe rficie . Echaban la tie rra e n ce stos, la cargaban e n carre tillas y la transportaban de la
m ism a m ane ra que la tie rra de l fre nte de l túne l. Dos hom bre s trabajaban en el túnel lateral, y
e l re sto trajinaba con m ayor e m pe ño para que no se notara una falta de progreso. Cerca de
la e ntrada, sie m pre e spe raba alguie n con una carre tilla cargada, por si e l capataz decidía
hace r una inspe cción. En tal caso, e l vigía saltaba sobre e l tubo de ve ntilación para advertir
a sus com pañe ros. De se r ne ce sario, e staba dispue sto a volcar la carre tilla, aparentando un
accide nte , para de m orar al capataz. C uando é ste pasaba, apoyaba la carretilla sobre el tubo
de ve ntilación. El otro e x tre m o se volvía tan sofocante que e l capataz pasaba e l m e nor
tie m po posible e n e l túne l.
El túne l late ral, de m e tro y m e dio de alto y m e nos de un m e tro de ancho, y curvado
lige ra m e nte hacia a rriba, a va nzaba de prisa , y los cavadore s sonde a ban continuamente con
paladas cautas, pue s te m ían abrir e n la supe rficie un gran boque te que fuera visible desde la
fortale za. Al final e ncontraron raíce s de hie rbas y arbustos, y el suelo negro les informó de que
la supe rficie e staba ce rca.
Poco ante s de l anoche ce r los sk alings ce naron e n una cám ara e n lo alto del túnel,
lue go re anudaron la tare a. Die z m inutos de spué s, Aillas fue a llamar a Kildred el capataz, un
a lto sk a de m e dia na e da d, con la cara lle na de cicatrice s, la cabeza calva y una actitud distante
incluso para un sk a. C om o de costum bre , Kildre d e staba jugando a los dados con los guardias.
Miró por e ncim a de l hom bro cuando se ace rcó Aillas.
— ¿Q ué ocurre ahora?
— Los cavadore s se han topado con una capa de roca azul. Q uie re n partidores de
roca y taladros.
— ¡Partidore s de roca! ¿Q ué he rram ie nta e s é sa?
— No lo sé . Sólo traigo m e nsaje s.

203
Kildre d m asculló una m aldición y se puso de pie .
—Va m os. Eche m os un vista zo a e sa roca a zul.
Entró e n e l túne l se guido por Aillas y avanzó e n e l re splandor turbio y anaranjado
de las lám pa ra s de a ce ite . C ua ndo se a ga chó para e x a m ina r la roca azul, Cargus le pegó con
una barra de hie rro, m atándolo al instante .
Era e l m om e nto de l cre púsculo. La cuadrilla se re unió junto al túne l late ral donde
los cavadore s e n e se m om e nto a bría n un boque te .
Aillas lle vó una carre tilla de tie rra a la cám ara de l e x tre m o opue sto.
—Ya no habrá m ás tie rra por un tie m po —le dijo al e ncargado de la cabria e n voz
alta, para que oye ran los guardias—. Nos he m os topado con una capa de roca. —Los
guardias m iraron por e ncim a de l hom bro y siguie ron jugando a los dados. El encargado de la
cabria siguió a Aillas hasta e l túne l.
El túne l de e scape e staba abie rto. Los sk alings treparon y salieron al crepúsculo, entre
e llos e l e ncargado de la cabria, que no sabía nada del plan pero se alegró de escapar. Todos se
te ndie ron e n los juncos y la hie rba. Aillas y Yane , los últimos en salir, pusieron los soportes en su
sitio, disim ulando su propósito. Una ve z e n la supe rficie taparon e l boque te con helechos,
e charon tie rra e n e l orificio y tra nsplanta ron hie rba.
—Q ue cre an que fue m agia —dijo Aillas—. ¡Se rá mejor si piensan eso!. Los ex skalings
corrie ron a ga za pa dos por la Lla nura de las Som bras,
e n la cre cie nte oscuridad, hacia e l e ste , inte rná ndose cada ve z m ás e n el reino de
Dahaut. De trá s, e l ne gro pe rfil de P oé lite tz, la gra n forta le za sk a , se re cortaba en el cielo. El
grupo se de tuvo para m irar atrás.
—Sk a —dijo Aillas—, e x traño pue blo que vie ne s de l pasado con tu alma oscura: la
próx im a ve z que nos e ncontre m os portaré una e spada. Mucho m e de be s por e l dolor que
m e has causado, y por los trabajos que m e im pusiste .
Tras una hora de corre r, trotar y cam inar lle garon al río Glode n, cuyas fue nte s
incluían e l Tam sour.
La luna, casi lle na, se e le va ba sobre e l río, tra za ndo una hilacha de
luz e n e l agua. Junto a un e norm e sauce llorón plate ado por la luna, e l grupo se
de tuvo a re fle x ionar y de libe rar.
— Som os quince —dijo Aillas—: un grupo fue rte . Algunos de vosotros de se áis
re gre sar a vue stro hogar. O tros no te né is hogar adonde re gre sar. Pue do ofre ce ros
pe rspe ctivas si os unís a m í e n lo que de bo hace r. Te ngo una misión. Primero me llevará hacia
e l sur, al C e rro Tac, lue go no sé adonde : tal ve z a Dahaut, para hallar a m i hijo. Lue go
ire m os a Troicine t, donde pose o fortuna, honor y posición. Los que me sigan como camaradas,
para unirse a m i m isión y, se gún e spe ro, re gre sar conm igo a Troicinet, sacarán buen partido
de e llo. ¡Lo juro! R e cibirán bue nas tie rras, y te ndrán e l título de caballe ro acompañante. Os
a dvie rto que e s pe ligroso. Prim e ro a l Tac, junto a Tintzin Fyral, lue go quié n sabe dónde .
Ele gid, pue s. Se guid vue stro cam ino o ve nid conm igo, pues aquí nos separamos. Yo cruzaré el
río y se guiré hacia e l sur con m is com pa ñe ros. El re sto hará bie n e n via ja r hacia e l e ste ,
cruzando la llanura para lle gar a las parte s habitadas de Dahaut. ¿Q uié n vie ne conm igo?
— Estoy contigo —dijo C argus—. No te ngo adonde ir.
— Y yo —dijo Yane .
— Nos unim os e n días oscuros —dijo un tal Q ualls—. ¿Por qué se pararse ahora?
Ade m ás, de se o te ne r tie rras y un título nobiliario.
Al final, otros cinco fue ron con Aillas. C ruzaron e l Glode n por un puente y siguieron
un cam ino que se de sviaba hacia e l sur. Los otros, la m ayoría dauts, e ligie ron su propio
cam ino y continuaron hacia e l e ste junto al Glode n.
Los sie te que se habían unido a Aillas e ran Yane , C argus, Garstang, Qualls, Bode,
Scharis y Faurfisk , un grupo dispar. Yane y C argus e ran bajos; Q ualls y Bode e ran altos.

204
Garstang, que hablaba poco de sí m ism o, te nía m odale s de caballero, mientras que Faurfisk,
m acizo, rubio y de ojos azule s, de claraba se r e l bastardo de un pirata gordo y una pescadora
ce lta. Scharis, m ás jove n que Aillas, se distinguía por una cara apue sta y una disposición
a gradable . En cua nto a Faurfisk , la virue la , las cicatrice s y las que m a duras le habían infligido
una inne gable fe aldad. Un pe que ño barón de Ulflandia de l Sur lo había sometido al potro; el
pe lo se le había vue lto blanco y sie m pre lucía una e x pre sión de furia. Q ualls, un m onje
irlandé s fugitivo, e ra irre sponsable m e nte jovia l y se de cla ra ba tan mujeriego como cualquier
obispo de Irlanda.
Aunque e l grupo e staba de ntro de Dahaut, la prox im idad de Poé litetz arrojaba una
som bra opre siva e n la noche , y se pusie ron e n m archa por la carre te ra.
Mie ntras cam inaban, Garstang habló con Aillas.
—Es ne ce sario aclarar una cosa. Soy caballe ro de Lyone sse , de Twanbow, e n e l
ducado de Elle sm e re . C om o tú e re s troicino, e stam os nom inalm ente en guerra. Desde luego
e so e s de scabe llado, y pongo m i sue rte al lado de la tuya, hasta que entremos en Lyonesse.
Entonce s te ndre m os que se pararnos.
— Así se a. Pe ro m íranos ahora: con ropas de e sclavo y collare s de hie rro,
e scurrié ndonos por la noche com o pe rros carroñe ros. ¡Vaya par de gentilhombres! Y como no
te ne m os dine ro, de be m os robar para com e r, com o cualquie r banda de vagabundos.
— O tros ge ntilhom bre s ham brie ntos han he cho conce sione s sim ilares. Robaremos
hom bro con hom bro, para que nadie pue da de spre ciar al otro. Y sugie ro que e n lo posible
robe m os a los ricos, aunque los pobre s son pre sa m ás fácil.
— Las circunstancias nos guiarán... Ladran pe rros. Hay una aldea cerca, y realmente
ne ce sitam os un he rre ro.
— A e sta hora de la noche e stará profunda m e nte dorm ido.
— Un he rre ro de bue n corazón podría le vantarse para ayudar a un grupo de
de se spe rados com o nosotros.
— O podríam os le vantarlo nosotros.
Las casas de la alde a lucían grise s bajo la luz de la luna. Las calles estaban desiertas;
no se ve ía ninguna luz salvo la de la tabe rna, de donde lle gaban los ruidos de una bulliciosa
jue rga.
— Mañana de be de se r día de fie sta —dijo Garstang—. Mirad, e n la plaza, e se
calde ro pre parado para he rvir un bue y.
— Ex tra ordina rio calde ro, sin duda, ¿pe ro dónde e stá la he rre ría ?
— De be e star a llá, por e l cam ino, si e x iste .
El grupo atrave só la alde a y e n los alre de dore s de scubrió la he rre ría, fre nte a un
e dificio de pie dra donde se ve ía una luz.
Aillas fue hasta la pue rta y golpe ó suave m e nte . Al cabo de una larga pausa, un joven
de die cisie te o die ciocho años abrió la pue rta con le ntitud. Pare cía deprimido y demacrado, y
habló con voz que brada.
— ¿Q uié ne s sois? ¿Q ué que ré is a quí?
— Am igo, ne ce sitam os la ayuda de un he rre ro. Hoy e scapam os de los sk a y no
soportam os m ás e stos de te stable s collare s.
El jove n titube ó.
— Mi padre e s he rre ro de Ve rvold, e sta alde a. Yo soy su hijo Elric. Pero como él nunca
m ás volve rá a tra ba ja r e n su oficio, a hora yo soy e l he rre ro. Ve nid a l local. —C ogió una
lám para y los condujo a la he rre ría.
— Te m o que tu trabajo se rá un acto de caridad —dijo Aillas—. Sólo podemos pagar
con e l hie rro de los collare s, pue s no te ne m os nada m ás.
— No im porta —dijo con voz a pa ga da e l jove n he rre ro. Uno por uno los ocho fugitivos

205
se agacharon de lante de l yunque . El he rre ro usó m artillo y cince l para cortar los collares; uno
por uno los hom bre s se incorporaron libre s de l hie rro.
— ¿Q ué le ocurrió a tu padre ? —pre guntó Aulas—. ¿Murió?
— Todavía no. Mañana por la m añana se rá su hora. Se rá he rvido e n un calde ro y
arrojado a los pe rros.
— Es una m ala noticia. ¿C uál ha sido su de lito?
— C om e tió una ofe nsa —dijo Elric con voz som bría—. C uando el señor Halies bajó de
su carruaje , m i padre le pe gó e n la cara, le pate ó e l cue rpo y le causó dolor.
— Insole ncia, por de cir lo m ínim o. ¿Q ué lo provocó?
— La obra de la naturale za. Mi he rm ana tie ne quince años. Es m uy be lla. Era
natural que Halie s quisie ra lle varla a Be lla Aprillion para que le calentara el lecho. ¿Y quién se
habría ne gado si e lla hubie se ace ptado la propue sta? Pe ro e lla se ne gaba a ir, y e l señor
Halie s e nvió a sus sirvie nte s a buscarla. Mi padre , aunque he rre ro, e s poco práctico y pensó
que corre giría la situación golpe ando y pate ando a Halie s. Pe ro ahora, por su e rror, debe
he rvir e n un calde ro.
— El tal Halie s... ¿e s rico?
— Vive e n Be lla Aprillion, e n una m ansión de se se nta habitaciones. Tiene un establo
con he rm osos caballos. C om e a londra s, ostra s y carne s a sa da s con clavo y azafrán, con pan
blanco y m ie l. Be be vino blanco y tinto. Hay alfom bras e n sus sue los y se das sobre su
e spalda. Viste a ve inte m atone s con vistosos uniform e s y los llama «paladines». Ellos imponen
los e dictos de l se ñor, y m uchos propios.
— Hay bue na s razone s para cre e r que Halie s e s rico —dijo Aulas.
— Me disgusta e se hom bre —dijo Garstang—. La rique za y la noble cuna son
e x ce le nte s circunstancias, codiciadas por todos. Aun así, e l noble rico debería disfrutar de su
distinción con de coro, sin infligir tal hum illación a los suyos. En m i opinión, se le de be
castigar, m ultar, hum illar y privar de ocho o die z de sus he rm osos caballos.
— C oincido contigo —dijo Aulas. Se volvió nue vam e nte hacia Elric—. ¿Halies tiene sólo
ve inte soldados?
— Sí. Y tam bié n al m ae stro arque ro Hunolt, e l ve rdugo.
— Y m añana por la m añana todos ve ndrán a Ve rvold para pre se nciar e sta
ce re m onia y Be lla Aprillion que dará de sie rta.
Elric soltó una risa histé rica.
— ¿De m odo que m ie ntra s m i padre hie rve a sa ltaré is la m ansión?
— ¿C óm o pue de he rvir si e l calde ro pie rde a gua? —pre guntó Aulas.
— Es un bue n calde ro. Mi padre m ism o lo re paró.
— Lo que se ha he cho se pue de de shace r. Trae d un m artillo y cince le s. Abriremos
algunos orificios.
Elric cogió las he rram ie ntas.
— C ausará una de m ora... ¿pe ro qué suce de rá lue go?
— C uando m e nos, tu padre no he rvirá tan pronto.
El grupo de jó a l he rre ro y re gre só a la pla za . C om o a nte s, todas las casas estaban a
oscuras, e x ce pto por e l re splandor am arillo de las ve las de la tabe rna, donde una voz
e ntonaba una canción.
El grupo se ace rcó al calde ro a la luz de la luna.
—¡Ahora! —le dijo Aulas a Elric.
Elric apoyó e l cince l e n e l calde ro y le ase stó un m artillazo, provocando un clamor
tan vibrante com o e l de un gong.

206
—¡De nue vo!
Elric golpe ó una ve z m ás; e l cince l m ordió e l hie rro y abrió un orificio.
— Elric abrió tre s orificios m ás, y un cuarto por las dudas, lue go se incorporó con
dolorida e uforia.
— Aunque tam bié n m e hie rvan, jam ás lam e ntaré e l trabajo de e sta noche .
— No te he rvirán, y tam poco a tu padre . ¿Dónde que da Be lla Aprillion?
— Por aque l cam ino, e ntre los árbole s.
La pue rta de la tabe rna se abrió. C uatro hom bre s tam bale antes se perfilaron contra
e l re ctángulo de luz am arilla y com e nzaron a vocife rar.
— ¿Soldados de Halie s? —pre guntó Aulas.
— En e fe cto, y cada cua l m ás bruto que e l otro.
— De prisa e ntonce s, vam os de trás de e sos árbole s. Hare m os un poco de justicia
sum aria, y tam bié n re ducire m os los ve inte a die cisé is.
— No te ne m os arm as —obje tó Elric.
—¿Q ué ? ¿Sois cobarde s e n e sta a lde a ? ¡Som os nue ve contra cua tro! Elric no supo
qué de cir.
—R á pido —dijo Aulas—. Ya que nos he m os conve rtido e n ladrone s y a se sinos,
de se m pe ñe m os nue stro pape l.
El grupo cruzó la plaza y se ocultó e ntre los arbustos que bordeaban el camino. Dos
grande s olm os filtraban la luz de la luna arrojando una filigrana de plata e n e l cam ino.
Los nue ve hom bre s e ncontraron palos y pie dras, y e spe raron. Los gritos que
atrave saban la plaza e nfatizaban e l sile ncio de la noche .
Transcurrie ron unos m inutos, y las voce s se volvie ron m ás fuertes. Los paladines se
ace rcaron, contone ándose , contando historias, que jándose y e ructando. Uno pidió a Zinctra
Le li, diosa de la noche , que m antuvie ra m ás firm e e l firm a mento; otro maldijo por sus piernas
flojas y le dijo que se arrastrara. El te rce ro no pudo conte ne r una absurda risa por un
e pisodio jocoso que sólo é l conocía , o tal ve z nadie ; e l cua rto e m pe zó a hipar al compás de
sus pasos; se ace rcó. De pronto hubo un corre te o, un m artillo astillando hue so, jadeos de
te rror; e n se gundos, los cuatro paladine s e brios fue ron cuatro cadáve re s.
—Tom ad sus arm as —dijo Aillas—. Lle vadlos de trás de l se to. El grupo regresó a la
he rre ría y durm ió donde pudo.
Por la m añana se le vantaron te m prano, com ie ron potaje y tocino, luego cogieron las
arm as que Elric podía ofre ce rle s: una vie ja e spada, un par de dagas, barras de hierro y un
arco con doce fle chas de l que Yane se adue ñó de inm e diato. Cubrieron los blusones grises de
sk alings con los harapos que pudie ron e ncontrar e n la casa de l he rre ro, y así fue ron a la
pla za , donde e ncontraron a varia s pe rsona s re unidas a los lados m irando e l calde ro y
m urm urando.
Elric de scubrió a un par de prim os y a un tío. Fue ron a casa, se armaron con arcos y
se unie ron al grupo.
El m ae stro arque ro Hunolt fue e l prim e ro e n lle gar de Be lla Aprillion, se guido por
cuatro guardias y un carre tón que lle vaba una jaula con form a de colmena, donde estaba el
hom bre conde nado. Mante nía los ojos fijos e n e l sue lo de la jaula, y sólo una ve z los alzó
para m irar e l calde ro. De trás m archaban dos soldados m ás, arm ados con espadas y arcos.
Hunolt, fre na ndo e l caballo, re paró e n e l daño he cho a l calde ro.
—¡Aquí hay traición! —e x clam ó—. ¡Se ha dañado la propie dad de su señoría! ¿Quién
e s e l culpable ? —Su voz vibró e n la plaza. Todos volvie ron la cabe za, pe ro nadie respondió.
Se volvió a uno de los soldados.

207
— Ve a buscar al he rre ro —orde nó.
— El he rre ro e stá e n la jaula, se ñor.
— ¡Entonce s busca al nue vo he rre ro!
— Allí e stá, se ñor.
— ¡He rre ro! Ve n aquí. El calde ro ne ce sita una re paración.
— Eso ve o.
— R e páralo e n se guida, para que podam os cum plir con nue stra obligación.
— Yo soy he rre ro —prote stó Elric—. Eso e s trabajo de hojalate ro.
— He rre ro, hojalate ro, llám alo com o pre fie ras. Sólo re para e se calde ro con buen
hie rro, y de prisa.
—¿Me obligarías a re parar e l calde ro donde van a he rvir a m i padre ? Hunolt rió.
— Adm ito que hay ironía e n e sto, pe ro e n todo caso sólo e je m plifica la im parcial
m aje stad de la justicia de su se ñoría. Así que re para e l calde ro, a menos que quieras unirte a
tu padre e n é l, para que burbuje é is jun tos. C om o ve s, hay lugar de sobra.
— De bo trae r he rram ie ntas y re m ache s.
— ¡R ápido!
Elric fue a la he rre ría a buscar he rram ie ntas. Aulas y su grupo ya se habían
de splazado por e l cam ino hacia Be lla Aprillion, para pre parar una e m boscada.
Transcurrió m e dia hora. Abrie ndo las pue rtas; Halie s salió e n su carruaje con una
guardia de ocho soldados.
Yane y e l tío y los prim os de Elric salie ron al cam ino por de trás de la colum na.
Te nsaron los arcos, soltaron las fle chas: una, dos ve ce s. Los otros, que habían permanecido
ocultos, irrum pie ron y e n quince se gundos te rm inaron la m atanza. De sarm aron al atónito
Halie s y lo obligaron a bajar de l carruaje .
Ahora bie n arm ado, e l grupo re gre só a la plaza. Hunolt e staba junto a Elric,
ce rciorándose de que re parara e l calde ro a bue na velocidad. Bode, Qualls, Yane y todos los que
te nían arcos dispararon una andanada de fle chas, de rribando a otros se is paladine s de
Halie s.
Elric golpe ó e l pie de Hunolt con e l m artillo. Éste gritó y cayó de rodillas. Elric
m artilló e l otro pie con m ayor fue rza, aplastándolo, y Hunolt cayó al suelo contorsionándose.
Elric sacó al padre de la jaula.
— ¡Lle nad e l calde ro! —e x clam ó—. ¡Trae d los le ños! —Em pujó a Halie s hacia e l
calde ro—. O rde naste que hirvie ran a alguie n. Te com place re m os.
Halie s tam bale ó, m irando e l calde ro con azoram ie nto. Masculló súplicas y barbotó
a m e na za s, pe ro e n vano. Lo m ania ta ron y lo se nta ron de ntro de l calde ro, y colocaron a
Hunolt junto a é l. Lle na ron e l calde ro hasta que e l a gua le s lle gó a l pe cho y encendieron los
le ños. La ge nte de Ve rvold brincó y saltó alre de dor e n un delirio de entusiasmo. En seguida se
die ron las m anos y bailaron alre de dor de l calde ro e n tre s círculos concé ntricos.
Dos días de spué s Aulas y su tropa abandonaron Vervold. Llevaban buena ropa, botas
de cue ro blando y corse le te s de la m e jor m alla de ace ro. Sus caballos eran los mejores que el
e stablo de Be lla Aprillion podía ofre ce r, y e n sus alforjas lle vaban oro y plata.
Ahora sum aban sie te . En un banque te , Aillas había aconse jado a los ancianos de la
alde a que e ligie ran uno para que fue ra e l nue vo se ñor.
— De lo contrario, otro se ñor de los alre de dore s lle gará con sus tropas y se
de clarará am o de l lugar.
— Esa pe rspe ctiva nos inquie ta —dijo e l he rre ro—. Pe ro e n la alde a e stam os muy
e m pare ntados. Todos conoce m os los se cre tos de los de m ás y nadie obte ndría e l respeto

208
ne ce sario. Pre fe rim os a un e x traño fue rte y hone sto para esa tarea: alguien de buen corazón y
e spíritu ge ne roso, que haga justicia e quitativa, cobre pocos im pue stos y no abuse de sus
privile gios m ás de lo ne ce sario. En pocas palabras, te pe dim os que tú, Aillas, seas el nuevo
se ñor de Be lla Aprillion y sus dom inios.
— Yo no —dijo Aulas—. Te ngo cosas urge nte s que hace r, y ya e stoy re trasado.
Ele gid a otra pe rsona para se rviros.
— Entonce s e le gire m os a Garstang.
— Bue na e le cción —dijo Aulas—. Es de sangre noble , valie nte y ge ne roso.
— Yo no —dijo Garstang—. Te ngo m is propios dom inios e n otra parte, y ansío volver
a ve rlos.
— Bie n, pue s, ¿y los de m ás?
— Yo no —dijo Bode —. Soy hom bre inquie to. Lo que busco se e ncuentra en lugares
le janos.
— Yo no —dijo Yane —. Soy am igo de la tabe rna, no del salón. Os avergonzaría con mis
e nre dos am orosos y m is jue rgas.
— Yo no —dijo C argus—. No que rré is te ne r por se ñor a un filósofo.
—Ni a un godo bastardo —dijo Faurfisk . Q ualls habló con voz
pe nsativa.
— Pare ce que soy la única posibilidad se nsata. Soy noble, como todos los irlandeses;
justo, tole rante , honorable ; tam bié n toco e l laúd y canto, y así puedo animar los festivales de
la a lde a con m is a ctua cione s. Soy ge ne roso pe ro no sole m ne . En las bodas y ejecuciones me
m ue stro sobrio y re ve re nte ; por lo ge ne ral soy am able , ale gre y lige ro. Más aún...
— ¡Basta, basta! —e x clam ó Aulas—. Sin duda, e re s el indicado. Qualls, danos permiso
para abandonar tus dom inios.
— El pe rm iso e s vue stro, y m is bue nos de se os os acom pañan. A m e nudo m e
pre guntaré cóm o os va, y m i salvajism o irlandé s m e de spe rtará nostalgia, pero en las noches
de invie rno, cua ndo la lluvia tam borile e contra las ve nta na s, a ce rcaré m is pie s a l fue go,
be be ré vino tinto y m e ale graré de se r e l se ñor Q ualls de Be lla Aprillion.
Los sie te cabalgaron al sur por una vie ja carre te ra que , se gún la ge nte de Vervold,
giraba al sudoe ste rode ando e l Bosque de Tantre valle s, y lue go se volvía al sur hasta
conve rtirse e n la Trom pada. Nadie de Ve rvold se había ave nturado e n e sa dirección —ni en
ninguna otra, e n la m ayoría de los casos—, y nadie pudo ofrecerles buena información sobre lo
que podrían e ncontrar.
Durante un tre cho la carre te ra trazó curvas y re codos: a izquie rda, a derecha, colina
a rriba, valle a ba jo, junto a un plá cido río, a tra vé s de l oscuro bosque . Los cam pe sinos
rastrillaban los prados y arre aban ganado. A die cisé is k ilóm e tros de Vervold los campesinos
habían cam biado: ahora e ran de pe lo y ojos oscuros, de físico lige ro, caute losos hasta el
e x tre m o de la hostilidad.
Gradualm e nte la tie rra se volvió áspe ra, las colinas abruptas, los prados pedregosos,
los se m bradíos m e nos fre cue nte s. Al cae r la tarde llegaron a un villorrio, apenas un apiñamiento
de casas que se brindaban m utua prote cción y com pañía. Aulas pagó una pie za de oro al
patriarca de una casa, y a cam bio le s die ron una gran ce na: ce rdo asado con uvas,
habichue las, ce bollas, pan de ce nte no y vino. Die ron he no a los caballos y los guardaron en
un e stablo. El patriarca pe rm ane ció un rato con e l grupo para ce rciorarse de que todos
com ie ran bie n y re nunció a su sile ncio, hasta tal punto que pre guntó a Aillas.
—¿Q ué clase de ge nte sois? Aillas los se ñaló uno por
uno.
— Un godo, un ce lta, un ulflandé s, un galle go —é ste e ra C argus— y un caballero de
Lyone sse . Yo soy troicino. Som os un grupo dispar, re unido, a de cir ve rdad, contra nuestra
voluntad por los sk a.

209
— He oído habla r de los sk a —dijo e l vie jo—. No se a tre ve rán a hollar esta comarca.
No som os m uchos, pe ro nos e nfure ce m os cuando nos provocan.
— Te de se am os larga vida —dijo Aillas—, y m uchos banque te s tan ale gres como el
que nos has ofre cido e sta noche .
— Bah, e sa fue una a pre surada colación para hué spe de s ine spe rados. La próxima
ve z a visa dnos de vue stra lle gada.
— Nada nos agradaría m ás —dijo Aillas—. Aun así, e s un cam ino largo y difícil, y
todavía no e stam os e n casa. ¿Q ué nos e spe ra al sur?
— O ím os noticias contradictorias. Algunos hablan de fantasm as, otros de ogros.
Algunos han sido atacados por bandidos, otros se que jan de trasgos que andan com o
caballe ros, m ontados e n flam e ncos con arm a dura. Es difícil distinguir e ntre la ve rdad y la
histe ria. Sólo pue do re com e ndar caute la.
La carre te ra se tra nsform ó e n una a ncha hue lla que se rpe nte a ba hacia e l sur
pe rdié ndose e n la brum osa le janía. A la izquie rda se ve ía e l Bosque de Tantre valles y a la
de re cha se e rguían los pe ñascos de l Te ach tac Te ach. Las granjas desaparecieron al fin, aunque
las ocasionale s chozas y un ruinoso castillo que se usaba com o re fugio para ove jas
te stim oniaban una población e scasa. En una de las vie jas cabañas los siete se detuvieron para
pasar la noche .
Ahí e l gran bosque se e rguía a poca distancia. Por m om e ntos Aillas oía e x traños
sonidos que le ponían la carne de gallina. Scharis e scuchaba fascinado, y Aillas le preguntó
qué oía.
—¿No lo oye s? —pre guntó Scharis, con ojos re lucie nte s—. Es m úsica. Nunca he oído
nada se m e jante .
Aillas e scuchó un instante .
—No oigo nada.
— Va y vie ne . Ahora ha ce sado.
— ¿Está s se guro de que no e s e l vie nto?
— ¿Q ué vie nto? La noche e stá calm a .
— Si e s m úsica, no de be rías e scucharla. En e stas regiones la magia siempre está cerca,
y pone e n pe ligro a los hom bre s com une s.
— ¿C óm o no e scuchar lo que de se o oír? —pre guntó Scharis con im pacie ncia—.
¿C uando m e dice cosas que de se o sabe r?
— No e ntie ndo de e sas cosas —dijo Aulas, ponié ndose de pie —. Me iré a acostar.
Mañana nos e spe ra una larga cabalgata.
Aulas propuso turnos de guardia, m arcando pe ríodos de dos horas por el movimiento
de las e stre llas. Bode hizo la prim e ra guardia solo; le se guían Garstang y Faurfisk, luego Yane
y C argus, y finalm e nte Aillas y Scharis; e l grupo se acom odó. Scharis se acostó de mala gana,
pe ro pronto se durm ió, y lo m ism o hizo Aillas.
C uando Arcturus lle gó al sitio indicado, Aillas y Scharis se le vantaron e iniciaron su
turno de guardia. Aillas notó que Scharis ya no pre staba ate nción a los sonidos de la noche.
— ¿Q ué pasa con la m úsica? —pre guntó—. ¿Aún la oye s?
— No. De sapare ció ante s de que m e durm ie ra.
— O jalá hubie ra podido oírla.
— No te habría he cho bie n.
— ¿Por qué ?

— Te conve rtirías e n lo que yo soy, para tu pe na. Aillas rió


turba da m e nte .

210
— No e re s e l pe or de los hom bre s. ¿C óm o podría hace rm e daño? Scharis m iró e l
fue go, y al fin habló e n voz baja.
—En ve rdad, soy bastante com ún, casi vulgar. Pe ro te ngo este defecto: los caprichos
y fantasías m e distrae n fácilm e nte . C om o sabe s, oigo m úsica inaudible . A ve ce s, cuando
m iro e l paisaje , ve o un fugaz m ovim ie nto; cuando conce ntro la m irada, pasa por el borde de
m i visión. Si fue ras com o yo, tu m isión se re trasaría o se pe rde ría, lo cual re sponde a tu
pre gunta.
Aillas agitó e l fue go.
—A ve ce s te ngo se nsacione s... caprichos, fantasías, com o quie ras llam arlas. Son
sim ilare s a las tuyas. No pie nso m ucho e n e llas, pue s no son tan insiste nte s com o para
causarm e pre ocupación.
Scharis rió sin ganas.
— A ve ce s cre o que e stoy loco; otras te ngo m ie do. Hay bellezas demasiado intensas
para soporta rlas, a m e nos que uno se a e te rno. —Miró e l fue go y cabeceó bruscamente—. Sí,
e se e s e l m e nsa je de la m úsica.
— Scharis, que rido am igo —dijo e m barazosam e nte Aillas—, cre o que sufre s
a lucina cione s. Ere s de m asia do im a gina tivo, e so e s todo.
—¿C óm o podría im aginar algo tan m aravilloso? Yo lo oí, tú no. Hay tre s
posibilidade s. O m i m e nte m e e ngañó, com o sugie re s tú; o m i percepción es más aguda que
la tuya; o bie n, y e sta e s la ide a m ás inquie tan te , la m úsica e stá dirigida sólo a m í.
Aillas re sopló con e sce pticism o.
— Haría s bie n e n olvidar e sos e x tra ños sonidos. Si los hombres estuvieran destinados
a sonde ar tale s m iste rios, o si tale s m iste rios e x istie ran de veras, sabríamos más sobre ellos.
— Tal ve z.
— C ua ndo vue lvas a oír a lgo a sí, dím e lo.
— C om o quie ras.
El alba lle gó de spacio, pasando de l gris al pe rla y al m e locotón. Cuando despuntó el
sol, los sie te ya e staban e n cam ino por un paisa je a gradable a unque de sierto. Al mediodía
lle garon a un río que se gún Adías de bía de se r e l Siss dirigiéndose hacia el Gloden, y el resto del
día siguie ron la ribe ra hacia e l sur. A m e dia tarde unos nubarrone s cruzaron el cielo. Truenos
le janos re tum ba ron e n e l vie nto frío y húm e do.
C e rca de l anoche ce r lle garon a un pue nte de pie dra de cinco arcadas y a una
e ncrucijada, donde e l C am ino Este -O e ste , salie ndo de l Bosque de Tantre valles, cruzaba la
Trom pada y continuaba por una grie ta e ntre las m ontañas para finalizar e n O alde s, e n
Ulfla ndia de l Sur. Junto a la carre te ra, cua ndo e m pe zó a a rre cia r la lluvia , los sie te
e ncontraron una posada, La Estre lla y e l Unicornio. Lle varon los caballos al establo y entraron
e n la posada, donde un a le gre fue go cre pita ba e n un e norm e hogar. De trá s del mostrador
había un hom bre alto, calvo y de lgado. Una larga barba ne gra le colgaba sobre el pecho, una
larga nariz le colgaba sobre la barba, y las ce jas le colgaban sobre los ojos anchos y negros.
Junto al fue go había tre s hom bre s, acuclillados com o conspiradore s, be bie ndo cerveza, las
caras cubie rtas por som bre ros ne gros. Ante otra m e sa, un hom bre de nariz aguileña y bigote
tosta do, con e le ga nte s pre ndas a zule s y parda s, e staba se nta do solo.
—Q ue re m os albe rgue para e sta noche y lo m e jor que puedas darnos para cenar —le
dijo Aillas al posade ro—. Tam bié n, si lo pe rm ite s, e nvía a alguie n a cuidar de nue stros
caballos.
El posade ro se inclinó corté sm e nte , pe ro sin e ntusiasm o.
—Hare m os lo posible para satisface rte .
Los sie te fue ron a se ntarse ante e l fue go y e l posade ro le s lle vó vino. Los tre s
hom bre s inclinados sobre la m e sa los inspe ccionaron solapadam e nte y murmuraron algo. El
caballe ro de azul y pardo, tras una oje ada, continuó con sus reflexiones. Los siete se relajaron

211
junto al fue go, y be bie ron vino e n abundancia. Yane llam ó a la cam are ra.
—Dim e , m uñe ca, ¿cuántas jarras de vino nos has se rvido?
— Tre s, se ñor.
— ¡C orre cto! Ahora, cada ve z que traigas una jarra a la m e sa, de be s acercarte a mí
y pronunciar e l núm e ro. ¿Está claro?
— Sí, se ñor.
El posade ro se le s ace rcó con sus pie rnas de e spantajo.
— ¿C uál e s e l proble m a?
— Ninguno. La m uchacha cue nta las jarras de vino, así no habrá e rrore s.
— ¡Bah! ¡No turbe s la m e nte de e sa criatura con tale s cálculos! Yo lle vo una cuenta
allá.
— Y yo hago lo m ism o aquí, y la m uchacha nos sirve de e quilibrio.
El posade ro alzó los brazos y volvió a la cocina, de donde pronto sirvió la cena. Las
dos cam are ras, que pe rm a ne cían a te ntas e n la pe numbra, se adelantaban solícitas para volver
a lle nar las copas y se rvir nue vas jarras, y e n cada ocasión le cantaban e l núm e ro a Yane,
m ie ntras e l posade ro, de nue vo apoyado con m al ce ño sobre el mostrador, llevaba una cuenta
parale la y se pre guntaba si no le conve ndría aguar e l vino.
Aulas, que be bía tanto com o los de m ás, se re clinó e n la silla para obse rvar a sus
com pa ñe ros. Garstang, fue ra n cua le s fue se n las circunstancias, no podía ocultar su nobleza.
Bode , libe rado por e l vino, olvidó su se m blante te m ible para volverse inesperadamente jocoso.
Scharis, com o Aulas, se re clinaba e n la silla disfrutando de e sa com odidad. Faurfisk contaba
ané cdotas de tono subido con m ucha gracia y brom e aba con las cam are ras. Yane hablaba
poco pe ro pare cía re gode arse e n e l bue n ánim o de sus am igos. C argus, por su parte ,
conte m pla ba e l fue go. Aulas, se nta do junto a é l, le pre guntó:
— ¿Q ué som bríos pe nsam ie ntos te inquie tan?
— Son m uchos, y todos acude n al m ism o tie m po —dijo C argus—. Re cuerdo la vieja
Galicia, y a m is padre s, y cóm o los de jé e n su ve je z cuan do de bí que darm e y endulzar sus
días. R e fle x iono sobre los sk a y sus crue le s hábitos. Pie nso e n m i condición actual, con
com ida e n e l vie ntre , oro e n e l m orral, y bue nos com pa ñe ros a lre de dor, lo cua l m e hace
m e ditar sobre los cam bios de la vida y la bre ve dad de e stos instante s. Ahora sabes la causa
de m i m e lancolía.
—. Está claro —dijo Aulas—. Por m i parte , m e ale gra que estemos sentados aquí y no
bajo la lluvia, pe ro nunca e stoy libre de la furia que m e arde e n los huesos. Quizá nunca me
abandone a pe sar de toda la ve nganza.
— Aún e re s jove n —dijo C argus—. Te aplacarás con e l tie m po.
— No sé . El de se o de ve nganza pue de se r una emoción indeseable, pero no descansaré
hasta que de vue lva cie rtos a ctos que m e han infligido.
—Te pre fie ro com o a m igo a nte s que com o e ne m igo —dijo Cargus. Ambos guardaron
sile ncio. El caballe ro de azul y pardo, que había pe rm ane cido callado, se puso de pie y se
a ce rcó a Aulas.
— Se ñor, noto que tú y tus com pañe ros os com portáis como caballeros, atemperando
vue stra a le gría con dignida d. P e rm itidm e que os dé una a dve rte ncia tal ve z inne ce saria .
— Habla, por favor.
— Las dos m uchachas e spe ran pacie nte m e nte . Son menos tímidas de lo que parecen.
C uando te le vante s para re tirarte , la m ayor inte ntará se ducirte . Mientras ella te entretiene, la
otra te birla rá la carte ra . C om pa rte n las ganancias con e l posade ro.
— ¡Incre íble ! ¡Son tan m e nudas y de lgadas! El caballe ro sonrió socarronam e nte.
— Así pe nsaba yo la últim a ve z que be bí aquí en exceso. Buenas noches. El caballero se

212
fue a su cuarto. Aulas com unicó la inform ación a sus
com pañe ros; las dos m uchachas se pe rdie ron e n la oscuridad, y el posadero no trajo
m ás com bustible para e l fue go. En se guida los sie te se dirigie ron tam ba le a ndo hacia los
je rgone s de paja que le s habían pre parado, y así, m ie ntras la lluvia tamborileaba y siseaba en
e l te cho de paja, todos se durm ie ron profundam e nte .
Al de spe rtar por la m añana, los sie te de scubrie ron que la tormenta había pasado y
un sol e nce gue ce dor alum braba la com arca. Le s sirvie ron un desayuno de pan negro, cuajada
y ce bollas. Mie ntras Aulas pagaba al posade ro, los de m ás fue ron a preparar los caballos para
e l via je .
Adías que dó sorpre ndido por la cue nta.
—¿Tanto? ¿Para sie te hom bre s de gusto m ode sto?
— Be biste is un ve rdade ro diluvio de vino. He aquí una cue nta e x acta: die cinueve
jarras de m i m e jor tinto C arhaunge .
— Un m om e nto —dijo Aillas, y llam ó a Yane —. Te ne m os dudas sobre el consumo de
anoche . ¿Pue de s ayudarnos?
— De sde lue go. Nos sirvie ron doce jarras de vino. Anoté e l núm e ro y le di el papel
a la m ucha cha. El vino no e ra C a rha unge ; lo sacaban de e se barril que dice «C orrie nte »:
dos pe nique s por jarra.
— ¡Ah! —e x clam ó e l posade ro—. Ya e ntie ndo m i e rror. Esta es una cuenta de la noche
ante rior, cuando ate ndim os a un grupo de die z noble s.
Aillas m iró la cue nta de nue vo.
— Ve a m os pue s, ¿qué e s e sta sum a?
— Se rvicios dive rsos.
— C om pre ndo. ¿Q uié n e s e l caballe ro que e staba se nta do a a que lla m e sa?
— De scandol, hijo m e nor de Maude le t de Fosfre Gris, e n Ulflandia, m ás allá de l
pue nte .
— De scandol tuvo la am abilidad de pre ve nirnos sobre tus donce llas y sus
de pre dacione s. No hubo «se rvicios dive rsos».
— ¿De ve ras? En e se caso, de bo e lim ina r e ste a pa rtado.
— Y aquí: «C aballos: e stablo, forraje , be bida». ¿Pue de n sie te caballos
ocupar tanto e spacio, com e r tanto he no y be be r tanta agua potable com o para
justificar la sum a de tre ce florine s?
— Has le ído m al e l núm e ro, tal com o yo e n m i total. La cifra e s de dos florine s.
— Entie ndo. —Aulas volvió a ve r la cue nta—. Tus anguilas son m uy caras.
— No e s la te m pora da .
Aulas pagó al fin la cue nta e nm e ndada.
— ¿Q ué nos e spe ra e n e l cam ino?
— Una com arca salvaje . El bosque se cie rra y todo e s oscuridad.
— ¿C uánto falta para la próx im a posada?
— Un largo tre cho.
— ¿Has re corrido la carre te ra?
— ¿A travé s de l Bosque de Tantre valle s? Nunca.
— ¿Q ué m e dice s de los bandidos, salte adore s y de m ás?
— De be ría is pre gunta r a De sca ndol. P a re ce se r una a utoridad e n tale s a suntos.

213
— Tal ve z, pe ro se ha ido ante s de que se m e ocurrie ra pre guntarle . Bien, sin duda
nos arre glare m os.
Los sie te se pusie ron e n m archa. Se a le ja ron de l río y e l bosque se cerró por ambos
lados. Yane , que cabalgaba de lante , vio algo que se m ovía e ntre las hojas.
—¡Abajo! —e x clam ó—. ¡A agacharse e n las sillas!
C ayó al sue lo, puso una fle cha e n e l arco y la lanzó hacia la penumbra, provocando
un grito de dolor. Los jine te s siguie ron la adve rte ncia de Yane y salie ron ile sos, excepto el
corpule nto Faurfisk , que re cibió un fle chazo e n e l pe cho y m urió a l insta nte . Esquivando y
a ga za pá ndose , sus com pa ñe ros carga ron contra e l bosque e sgrim iendo sus espadas. Yane
conse rvó e l a rco. Dispa ró tre s fle chas m ás, a ce rtando e n un cue llo, un pe cho y una pierna.
En e l bosque hubo gruñidos, cue rpos que caían, gritos de súbito te m or. Un hombre intentó
e scapar; Bode saltó sobre é l, lo de rribó y lo de sarm ó.
Sile ncio, salvo por los jade os y gruñidos. Las fle chas de Yane habían matado a dos y
he rido a otros tantos. Estos dos y dos m ás yacían e n el suelo del bosque, desangrándose. Entre
e llos e staban los tre s hom bre s harapie ntos que la noche a nte rior be bía n vino en la posada.
Aulas se ace rcó al cautivo de Bode y lo saludó con una re ve re ncia.
—De scandol, e l posade ro de claró que e ras una autoridad en salteado res de camino,
y ahora e ntie ndo por qué . C argus, te n la bondad de e char una cue rda sobre aquella gruesa
ram a. De scandol, anoche agrade cí tu sabio conse jo, pe ro hoy m e pre gunto si tu motivo no
habrá sido la m e ra a va ricia, para que nue stro oro que da ra re se rva do a tu propio uso.
— ¡En absoluto! —prote stó De scandol—. Me proponía ahorraros la humillación de que
un par de m uje rzue las os robaran.
— Entonce s fue un acto de ge ntile za. Es una lástim a que no podamos perder un par
de horas inte rcam biando corte sías.
— No m e m ole staría —dijo De scandol.
— El tie m po apre m ia. Bode , suje ta los brazos y pie rnas de De scandol, para que no
te nga que re bajarse a posturas poco grácile s. R e spe tam os su dignidad tanto com o é l la
nue stra.
— Muy a m a ble de tu parte —dijo De sca ndol.
— ¡Ahora! ¡Bode , C argus, Garstang! ¡Halad con brío! ¡C olgad bie n alto a Descandol!
Se pultaron a Faurfisk e n e l bosque , bajo una filigrana de sol y sombras. Yane caminó
e ntre los cadáve re s y re cobró sus fle chas. Bajaron a De scandol, re cupe raron la cue rda, le
e nrollaron y la colgaron de la silla de l alto caballo ne gro de Faurfisk . Sin mirar atrás, el grupo
de se is hom bre s cabalgó a travé s de l bosque .
El sile ncio, m ás e nfatizado que roto por le janos y dulces trinos, se cerró sobre ellos. Al
pasar e l día, la luz que atrave saba e l follaje cobró un tono parduzco, cre ando profundas y
oscuras som bras de color m arrón, m alva o azul oscuro. Nadie hablaba; los cascos producían
un ruido ahogado.
Al cae r e l sol, se de tuvie ron ante una laguna. A m e dianoche, cuando Aulas y Schans
e staban de guardia, un grupo de luce s azule s parpade ó y titiló a través del bosque. Una hora
de spué s una voz le jana dijo tre s palabras claras. Eran ininte ligible s para Aulas, pero Scharis
se puso de pie y le vantó la cabe za casi para re sponde r.
— ¿Has com pre ndido la voz? —pre guntó Aulas, sorpre ndido.
—N o .
— ¿Entonce s por qué ibas a re sponde r?
— Era casi com o si m e hablara a m í.
— ¿Por qué iba a hace r e so?
— No lo sé ... e sas cosas m e asustan. Aillas no hizo m ás

214
pre guntas.
De spuntó e l sol; los se is com ie ron pan y que so y continuaron la marcha. El paisaje se
a brió a cla ros y pra dos; e striba cione s de roca gris y de sca scarada cruzaban el camino; había
árbole s nudosos y torcidos.
Por la tarde e l cie lo se e ncapotó; la luz de l sol se tornó dorada y pálida como la luz de
otoño. Ve nían nube s de sde e l oe ste , cada ve z m ás grue sas y am e nazadoras.
La carre te ra cruzó e l linde de un largo prado, e n e l fondo de un jardín. Allí se erguía
un palacio de arquite ctura grácil aunque caprichosa. Un portal de mármol labrado custodiaba
una ve re da de grava. En una garita había un guardián con libre a roja y calzone s azule s.
Los se is se de tuvie ron para e x am inar e l palacio, que ofre cía la pe rspe ctiva de un
re fugio para la noche , si se re spe taban las pautas norm ale s de hospitalidad.
Aulas de sm ontó y se ace rcó a la garita. El guardián saludó cortésmente. Llevaba un
som bre ro ancho de fie ltro ne gro calado sobre la fre nte y un pe que ño antifaz negro sobre la
parte supe rior de la cara. Junto a é l e staba a poya da una a la ba rda ce re m onia l; no portaba
otras arm as.
— ¿Q uié n e s e l se ñor de e ste palacio? —pre guntó Aillas.
— Esta e s Villa Me roé , se ñor, un sim ple re tiro cam pe stre donde m i se ñor, lord
Daldace , se com place e n la com pañía de sus am igos.
— Es una re gión solitaria para una villa.
— Así e s..
— No que re m os m ole sta r a lord Dalda ce , pe ro quizá nos ofre zca re fugio por e sta
noche .
— ¿Por qué no vas dire ctam e nte a la villa? Lord Daldace e s ge ne roso y hospitalario.
Aillas se volvió para inspe ccionar la villa.
—C on toda franque za, sie nto inquie tud. Aque l e s e l Bosque de Tantrevalles, y este
lugar tie ne un a ire de e ncanta m ie nto, y pre fe riríam os e vita r acontecimientos fuera de nuestro
a lcance .
El guardián rió.
— Tu caute la se justifica , e n cie rto m odo. Aun a sí, pue de s re fugiarte sin temor en la
villa, pue s nadie te causará daño. Los e ncantam ie ntos que afe ctan a los huéspedes de Villa
Me roé no te afe ctarán si com e s sólo tus propias vituallas y be bes sólo tu propio vino. En pocas
palabras, no prue be s la com ida ni la be bida que sin duda te ofre ce rán, y los encantamientos
sólo se rvirán para dive rtirte .
— ¿Y si ace ptáram os la com ida y la be bida?
— Podrías sufrir una de m ora e n tu m isión.
Aillas se volvió hacia sus com pañe ros, que se habían re unido de trás de é l.
— Habé is oído a e ste hom bre . Pare ce since ro y pare ce que actúa sin duplicidad.
¿Nos arrie sgam os a los e ncantam ie ntos o a pasar una noche bajo la torm e nta?
— Pare ce que e stare m os se guros m ie ntra s use m os sólo nuestras provisiones y nada
de lo que se sirve ade ntro —dijo Garstang—. ¿No e s ve r dad, am igo guardián?
— En e fe cto.
— Entonce s, yo pre fe riría com e r pan con que so e n e sa cóm oda villa y no bajo e l
vie nto y la lluvia de la noche .
— Es razonable —dijo Aulas—. ¿Y los de m ás? ¿Bode ?
— Yo pre guntaría a e ste bue n guardián por qué usa e l antifaz.
— Se ñor, e s una costum bre aquí, que por corte sía todos de be ríais re s pe tar. Si
e scogé is visitar Villa Me roé , de bé is usar e l antifaz que os daré .

215
— Es e x traño —m urm uró Scharis—. Y m e causa intriga.
— ¿C argus? ¿Yane ?
— El lugar a pe sta a m agia —re zongó Yane .
— A m í no m e asusta —dijo C argus—. C onozco un conjuro contra los
e ncantam ie ntos; com e ré pan y que so y apartaré m i cara de los prodigios.
— Se a —dijo Aulas—. Guardián, por favor, anúncianos a lord Daldace . Éste e s
Garstang, caballe ro de Lyone sse ; e stos son los caballe ros Yane , Scharis, Bode y Cargus, de
dive rsas re gione s, y yo soy Aulas, príncipe de Troicine t.
— Gra cias a su m agia , lord Dalda ce ya sabe de vue stra lle gada —dijo el guardián—.
Te ne d la bondad de pone ros e stos antiface s. De bé is de jar vue stros caballos aquí y yo los
te ndré pre parados por la m añana. Naturalm e nte , lle vad vue stra carne y vue stra be bida.
Los se is cam inaron por e l se nde ro de grava, atrave saron e l jardín y una terraza y
lle garon a Villa Me roé . El sol ponie nte , brillando un instante sobre e l horizonte, arrojó un haz
de luz contra la pue rta, donde se e rguía un hom bre alto con un m agnífico traje de terciopelo
rojo oscuro. Te nía e l pe lo ne gro y rizado, cortado al rape . Una barba corta le cubría las
m andíbulas y la barbilla; un antifaz ne gro le cubría los ojos.
— C aballe ros, soy lord Daldace , y sois bie nve nidos a Villa Me roé, donde espero que
e sté is cóm odos durante e l tie m po que de se é is que da ros.
— Gracias, se ñoría. Sólo te m ole stare m os por una noche , pue s asuntos urgentes
nos obliga n a se guir via je .
— En tal caso, sabe d que te ne m os gustos sibaritas, y nuestros entretenimientos son a
m e nudo cautivante s. C om e d y be be d sólo vue stras cosas, y no e ncontraré is dificultades.
Espe ro que no tom é is a m al la adve rte ncia.
— En absoluto, se ñoría. No nos inte re sa la dive rsión, sino sólo re fugiarnos de la
torm e nta.
Lord Daldace hizo un ade m án e x pansivo.
—C uando os hayáis pue sto cóm odos, hablare m os m ás.
Un lacayo condujo al grupo hasta una cám ara am ue blada con seis divanes. Un cuarto
de baño a dyace nte ofre cía una casca da de a gua tibia , jabón de palmera y aloe, toallas de lino.
De spué s de l baño com ie ron y be bie ron las provisione s que habían sacado de las alforjas.
— C om e d bie n —dijo Aulas—. No salgam os de aquí con ham bre .
— Se ría m e jor que no salié ram os de aquí e n absoluto —obse rvó Yane .
— ¡Im posible ! —de claró Scharis—. ¿No sie nte s curiosidad?
— En a suntos de e sta cla se , m uy poca. Iré dire cta m e nte a e se diván.
— Am o la dive rsión cuando e stoy de ánim o —dijo C argus—. Mirar cómo se divierten
otros m e pone de m al hum or. Yo tam bié n m e iré a acostar, y soñaré m is propios sueños.
— Yo m e que da ré —dijo Bode —. No ne ce sito que m e conve nzan.
— ¿Q ué dice s tú? —le pre guntó Aillas a Garstang.
— Si os que dá is, m e que da ré . Si vais, pe rm a ne ce ré junto a vosotros, para
prote ge ros de vue stra codicia e inte m pe ra ncia .
— ¿Scharis?
— No podría que da rm e a quí. Iré a pase a r, a l m e nos para m irar a tra vé s de los
orificios de m i antifaz.
— Entonce s te se guiré y prote ge ré m ie ntra s Garstang m e prote ge a m í, y ambos
prote ge re m os a Garstang, de m odo que e stare m os razonable m e nte se guros.
—C om o digas —dijo Scharis, e ncogié ndose de hom bros.

216
—Q uie n sabe lo que pue de ocurrir. Pase a re m os y m irare m os juntos. Los tre s se
pusie ron los antiface s y salie ron de la cám ara.
Altas arcadas daban a la te rraza, donde jazmines, naranjos y otras plantas perfumaban
e l a ire . Los tre s se se nta ron a de sca nsar e n una otom a na con a lm ohadone s de terciopelo
ve rde oscuro. Las nube s que había n a m e na za do con una gran tormenta se habían desplazado;
sopla ba una brisa sua ve .
Un hom bre alto de traje rojo oscuro, con pe lo ne gro rizado y una pe que ña barba
ne gra, se de tuvo para m irarlos.
— Bie n, ¿qué pe nsáis de m i villa? Garstang m ovió la
cabe za.
— No te ngo palabras.
— Hay m uchas cosas que apre nde r.
Scharis e staba pálido y le brillaban los ojos, pe ro, como Garstang, no tenía nada que
de cir.
Aillas se ñaló la otom ana y pidió a lord Daldace que se se ntara con e llos.
—C on m ucho gusto —dijo lord Daldace .
—Se ntim os curiosidad —dijo Aillas—. Hay aquí una belleza tan abrumadora, tiene casi
la irre alidad de un sue ño.
Lord Daldace m iró alre de dor com o si vie ra la villa por prim e ra ve z.
—¿Q ué son los sue ños? La e x pe rie ncia com ún e s un sueño. Ojos, oídos y nariz llevan
im á ge ne s a l ce re bro, y e stas im á ge ne s se de nom inan «realidad». De noche, cuando soñamos,
se nos pre se ntan otras im á ge ne s de orige n de sconocido. ¿C uál tiene solidez, cuál es ilusoria?
¿Por qué m ole sta rnos e n e stable ce r la distinción? C ua ndo se saborea un vino delicioso, sólo un
pe dante analiza cada com pone nte de l sabor. C uando adm iram os una be lla donce lla,
¿e valuam os cada hue so de l cráne o? C laro que no. Ace ptad la belleza en sus propios términos:
tal e s e l cre do de Villa Me roe .
— ¿Y la sacie dad? Lord Daldace sonrió.
— ¿Alguna ve z has conocido la sacie dad e n un sue ño?
— Jam ás —dijo Garstang—. Un sue ño e s constante m e nte vivido.

— La vida y los sue ños son cosas de e xquisita fragilidad —dijo Schans—. Un empujón, un
corte , y de sapare ce n com o un dulce a rom a e n e l vie nto.
— Tal ve z conte ste s a e sto: ¿por qué e stán todos e nm asca ra dos?
— ¡Un capricho, un antojo, una ocurre ncia, un arre bato! Podría re sponde r a tu
pre gunta con otra. Pie nsa e n tu rostro: ¿no e s una m ásca ra de pie l? Vosotros tre s, Aulas,
Garstang y Scharis, sois pe rsonas favore cidas por la naturale za. Vue stra máscara de piel os
re com ie nda al m undo. Vue stro cam arada Bode no e s tan afortunado; le ale graría e star
sie m pre con una m áscara de lante de la cara.
— Ninguno de tus acom pañante s pare ce de sfavore cido por la naturale za —dijo
Garstang—. Los caballe ros son noble s y las dam as son be llas. Es e vide nte , a pe sar de las
m áscaras.
— Tal ve z. Aun así, por la noche , cuando los am ante s se solazan e n la intimidad y
se de sviste n juntos, la últim a pre nda que se quitan e s la m áscara.
— ¿Y quié n toca la m úsica? —pre guntó Scharis. Aulas e scuchó, y
tam bié n Garstang.
— Yo no oigo m úsica.
— Yo tam poco —dijo Garstang.

— Es m uy suave —dijo lord Daldace —. Tal ve z sea inaudible. —Se puso de pie—. Espero

217
habe r satisfe cho vue stra curiosidad.
— Sólo un torpe pe diría m ás —dijo Aulas—. Has sido m ás que ge ntil.
— Sois hué spe de s agradable s, y lam e nto que os de báis ir m añana. Pero ahora una
dam a m e e spe ra. Acaba de lle gar a Villa Me roe y ansío gozar de sus place re s.
— Una últim a pre gunta —dijo Aulas—. Si lle gan nue vos hué spedes, los anteriores se
de be n ir, pue s de lo contrario ate starían todos los cuartos de Villa Me roe . C uando se
m archan, ¿adonde van?
Lord Dalda ce rió sua ve m e nte .
—¿Adonde van las pe rsonas de tus sue ños cuando de spie rtan? Se marchó con
una re ve re ncia.
Tre s donce llas se de tuvie ron ante e llos. Una habló con pícaro atre vim ie nto.
—¿Por qué e stáis tan callados? ¿C a re ce m os de e ncanto?
Los tre s hom bre s se pusie ron de pie . Aillas se e nfre ntó a una esbelta muchacha de
pe lo rubio y rasgos de licados com o una flor. O jos de color azul violáce o lo m iraban tras la
m áscara ne gra. El corazón de Aillas dio un brinco de dolor y ale gría al mismo tiempo. Quiso
hablar, pe ro se contuvo.
—Ex cúsam e —m urm uró—. No m e sie nto bie n.
Se volvió, para de scubrir que Garstang había he cho lo m ism o.
— Es im posible —dijo Garstang—. Se pare ce a alguie n que una vez fue muy querida
para m í.
— Son sue ños —dijo Aillas—. Son difícile s de re sistir. ¿Es lord Daldace tan ingenioso,
de spué s de todo?
— R e gre se m os a nue stro cua rto. No m e a gradan los sue ños tan re a le s... ¿Dónde
e stá Scharis?
No se ve ía a Scharis ni a las donce llas.
—De be m os e ncontrarlo —dijo Aillas—. Su te m pe ram e nto le traicionará.
R e corrie ron los apose ntos de Villa Me roé , ignorando las luce s suave s, las
fascinacione s, las m e sas cargadas de m anjare s. Al fin e ncontraron a Scharis en un pequeño
patio que daba a la te rraza. Estaba e n com pañía de otros cuatro, arrancando suaves notas a
una siringa. Los otros tocaban dive rsos instrum e ntos para producir una m úsica de
arre batadora dulzura. C e rca de Scharis e staba se ntada una de lgada doncella de pelo oscuro;
e staba tan ce rca de é l que le de rram aba e l cabe llo sobre e l hom bro. En una mano sostenía
una copa de vino rojizo, de l cual be bía. C uando ce só la m úsica, convidó a Scharis.
Scharis, absorto, lo cogió e n la m ano, pe ro Aillas se inclinó sobre la balaustrada y se
lo arre bató.
—¿Q ué te ocurre , Scharis? ¡Ve n, de be m os dorm ir! Mañana de jare m os atrás este
castillo de sue ños. Es m ás pe ligroso que todos los licántropos de Tantre valle s.
Scharis se le vantó de spacio. Miró a la m uchacha.
—De bo irm e .
Los tre s hom bre s re gre saron e n sile ncio a la cám ara, donde Aillas dijo:
— C asi be biste de e sa copa.
— Lo sé .
— ¿Habías be bido ante s?
— No. —Scharis titube ó—. Be sé a la m uchacha, que se pare ce m ucho a alguien que
am é una ve z. Ella había be bido vino y una gota le colgaba de los labios. Lo probé .
—Entonce s de bo pe dirle un antídoto a lord Daldace —prote stó Aillas. De nue vo

218
Garstang fue con é l. Los dos re corrie ron Villa Me roé pe ro
no e ncontraron a lord Daldace e n ninguna parte . Las luce s empezaron a apagarse;
finalm e nte re gre saron a su alcoba. Schans dorm ía, o fingía dorm ir.
La luz de la m añana e ntró por las altas ve ntanas. Los se is hom bre s se levantaron
y se e x a m ina ron con m al ce ño.
—El día ha com e nzado —dijo Aulas—. R e anude m os la marcha. Desayunaremos en el
cam ino.
En la pue rta le s a guarda ba n los caballos, a unque e l gua rdiá n no e staba a la vista.
Ignorando lo que de scubriría si m iraba hacia atrás, Adías m antuvo la cabeza resueltamente
apartada de Villa Me roé . Sus com pañe ros hicie ron lo m ism o.
—¡En m archa, pue s, y olvide m os e l palacio de los sue ños!
Los se is partie ron al galope , las capas al vie nto. Un k ilómetro y medio más adelante
se de tuvie ron para de sayunar. Scharis se se ntó a un lado. Estaba absorto y no demostraba
a pe tito.
Era e x traño, pe nsó Aulas, que los pantalone s le colgaran alrededor de las piernas. ¿Y
por qué la cha que ta le que da ba tan floja ?
Aulas se le vantó de un brinco, pe ro Scharis ya se había deslizado al suelo, donde sus
ropas yacían vacías. Aulas cayó de rodillas. El som bre ro de Scharis se derrumbó; su cara, una
m áscara de pe rgam ino, se lade ó y m iró hacia alguna parte . Aillas se le vantó despacio. Se
volvió hacia e l lugar de donde proce dían. Bode se le ace rcó.
—Sigam os ade lante —re zongó—. Nada se gana con re gre sar.
El cam ino continuaba hacia la de re cha, y, a m e dida que pasaba e l día, comenzó a
se rpe nte ar siguie ndo los contornos de protube rancias y prados. El sue lo se volvió m ás
de lgado; apare cie ron e stribacione s de roca; e l bosque rale ó, re duciéndose a bosquecillos de
te jo y roble achaparrado que se pe rdían hacia e l e ste .
El día e ra ve ntoso; las nube s corría n e n e l cie lo y los cinco cabalgaban por espacios
de sol y som bra.
El cre púsculo los sorpre ndió e n un páram o e ntre cie ntos de rocas de granito tan altas
com o un hom bre o m ás. Garstang y C argus dije ron que e ran pie dras druidas, aunque no
te nían orde n ni re gularidad pe rce ptible .
Se de tuvie ron a pe rnoctar junto a un arroyo. Im provisaron cam as de he le cho y
pasaron la noche sin m ayor com odidad, pe ro sólo pe rturbados por e l silbido de l viento. Al
am ane ce r, los cinco m ontaron nue vam e nte y continuaron al sur por la Trom pada, que ahí
e ra a pe na s una se nda que zigza gue a ba e ntre las pie dras druidas.
Al m e diodía, e l cam ino se de svió de l e rial para unirse otra ve z con e l río Siss, y
lue go siguió al sur por la ribe ra.
A m e dia tarde la carre te ra lle gó a una e ncrucija da . Tra s de scifrar un letrero gastado
por e l tie m po, supie ron que la C arre te ra de Bitte rshaw se de sviaba hacia el sudeste mientras
que la Trom pada cruzaba un pue nte y se guía e l Siss e n dire cción al sur.
Los via je ros cruza ron e l pue nte y a ochocie ntos m e tros e ncontraron a un labriego
que guiaba un asno cargado de le ños.
Aulas alzó la m ano; e l labrie go re troce dió alarm ado.
— ¿Q ué ocurre ? Si sois ladrone s, no te ngo oro, y si no lo sois, tam poco lo te ngo.
— Basta de tonte rías —gruñó C argus—. ¿Dónde e stá la m e jor posada y la m ás
ce rcana?
El labrie go pe stañe ó con pe rple jidad.
— ¿C onque la «m e jor» y la «m ás ce rcana»? ¿Q ue ré is dos posadas?

219
— C on una basta —dijo Aulas.
— Las posadas e scase an e n e sta zona. La Torre Vie ja os pue de se rvir, si no sois
de m asiado de tallistas.
— Som os de tallistas, pe ro no de m asiado —dijo Yane —. ¿Dónde e stá la posada?
— Se guid tre s k ilóm e tros hasta que la carre te ra doble para subir hacia la montaña.
Un tre cho de spué s e ncontraré is la Torre Vie ja.
Aulas le arrojó un pe nique y le dio las gracias.
Los cinco avanzaron tre s k ilóm e tros junto al río. El sol se hundió de trás de las
m ontañas; cabalgaron e n las som bras, bajo pinos y ce dros.
Un pe ñasco daba sobre e l Siss; allí, la carre te ra giraba abruptam e nte m ontaña
arriba. Siguie ron un se nde ro que se vislum braba junto al peñasco bajo un denso follaje, hasta
que e l pe rfil de una torre alta y re donda se dibujó e n e l cie lo.
Los cinco rode aron la torre bajo una pare d de scascarada, para lle gar a una zona
llana que se asom aba al río, tre inta m e tros m ás abajo. De l antiguo castillo sólo permanecían
intactas una torre late ral y un ala. Un m uchacho los re cibió y lle vó los caballos a lo que había
sido e l gran salón, que ahora hacía las ve ce s de e stablo.
Entra ron e n la Torre Vie ja , y se e ncontraron e n un lugar cuya lobre gue z e
im pone ncia e ran inm une s a la pre se nte indignidad. En e l hogar ardía un fuego que arrojaba
una luz tré m ula sobre una gran habitación re donda. El sue lo e ra de losas de piedra; no había
nada colgado e n las pare de s. Un balcón rode aba la habitación a cie rta altura, y había otro
m ás arriba, e n las som bras; e x istía un te rce ro, casi invisible e n e sa pe num bra.
Había toscas m e sas y bancos ce rca de l fue go. Al otro lado ardía otra
fogata e n un se gundo hogar; ahí, de trás de un m ostrador, un viejo de cara delgada
y pe lo blanco y lacio trabajaba e né rgicam e nte con ollas y sartenes. Parecía tener seis manos, y
usarlas todas al m ism o tie m po. Adobaba un corde ro que daba vueltas en el espetón, agitaba
una sarté n con palom as y codornice s, y acom odaba cace rolas para que re cibie ran e l calor
a de cuado.
Aulas obse rvó unos instante s con re spe tuosa atención, maravillado ante la destreza del
vie jo. Al fin, a prove cha ndo una pausa e n e l tra ba jo, pre guntó:
— ¿Ere s e l posade ro?
— En e fe cto. C om o tal m e conside ro, si e ste im provisado edificio me rece tal dignidad.
— La dignidad e s nue stra m e nor pre ocupación, si nos pue de s dar alojamiento para
pasar la noche . Por lo que ve o, intuyo que re cibire m os una ce na apropiada.
— Aquí e l alojam ie nto e s m uy se ncillo. Se due rm e e n e l he no, e n la parte superior
de l e stablo. El e dificio no ofre ce nada m e jor y e stoy de m asiado vie jo para hace r cambios.
— ¿C óm o e s tu ce rve za? —pre guntó Bode —. Sírve nos ce rveza fresca, clara y amarga,
y no oirás que jas.
—Alivias m i a nsie da d, pue s pre pa ro bue na ce rve za . Se nta os, por favor. Los cinco se
se ntaron junto al fue go y se congratularon de no te ne r
que pasar otra noche ve ntosa e ntre los he le chos. Una m uje r corpule nta le s sirvió
ce rve za e n tazas de m ade ra de haya, que de algún m odo e nfatizaban la calidad del brebaje.
—¡El posade ro e s justo! —de claró Bode —. No oirá que jas de m í.
Aulas e chó una oje a da a los de m ás hué spe de s. Era n sie te : un campesino de edad
avanzada y su e sposa, un par de buhone ros y tre s jóve ne s que podrían se r leñadores. Una
vie ja e ncorvada e ntró e n la sala, arropada e n un m anto gris, la cabe za ce ñida por un
pañue lo que le ocultaba la cara.
Se de tuvo a m irar. Aulas notó que titube aba al verlo. Luego, agachándose y cojeando,
cruzó la habitación para se ntarse a una m e sa le jana, e n la pe num bra.

220
La m uje r corpule nta le s trajo la ce na: codornice s, palom as y perdices en rebanadas
de pan que de spe dían un arom a de ajo y rom e ro, al e stilo gallego, con una ensalada de berro
y hortalizas fre scas: una com ida m e jor de la que habían e spe rado.
Mie ntras ce naba, Aulas obse rvó a la m uje r de la mesa alejada, donde ella cenaba a su
ve z. Su actitud e ra inquie tante ; inclinándose , de voró un bocado. Aillas la observó fascinado, y
notó que la m uje r tam bié n lo e spiaba de sde la som bra arrojada por e l pañue lo. Agachó la
cabe za para
e ngullir un trozo de carne y e l m anto se le re sbaló, de scubrie ndo e l pie .
— Mirad a e sa m uje r y de cidm e lo que ve is —dijo Aulas a sus cam aradas.
— ¡Tie ne un pie de pollo! —m asculló Garstang con asom bro.
— Es una bruja, con m áscaras de zorro y patas de ave —dijo Aillas—. Me atacó en dos
ocasione s y am bas la corté e n dos, pe ro e n cada ocasión se re com puso.
La bruja, volvié ndose hacia e llos, notó que la m iraban y se apresuró a ocultar el pie
y e char otra oje ada para ve r si alguie n m ás se había pe rcatado. Aillas y sus com pañe ros
fingie ron indife re ncia. Ella siguió com ie ndo de prisa.
—No olvida nada —dijo Aillas—, y sin duda inte ntará m atarm e . Si no lo hace aquí,
m e te nde rá una e m bosca da e n e l cam ino.
—En e se caso —dijo Bode —, m até m osla prim e ro, ahora m ism o. Aillas hizo una
m ue ca.
— Así se a, aunque todos nos culparán por m atar a una anciana inde fe nsa.
— No cuando le ve an los pie s —dijo C argus.
— Hagám oslo —dijo Bode —. Estoy dispue sto.
— Un m om e nto —dijo Aillas—. Yo lo haré . Te ne d las e spadas listas. Un rasguño de
sus garras significa la m ue rte . No le de is oportunidad de e m be stir.
La bruja pare ció adivinarle s e l pe nsam ie nto. Ante s de que pudie ran m ove rse se
le vantó, se ale jó por una arcada poco e le vada y se pe rdió e n las som bras.
Aillas de se nvainó la e spada y fue a ve r al posade ro.
—Has dado de com e r a una bruja m aligna. Hay que m atarla.
Mie ntras e l posade ro lo m iraba sorpre ndido, Aillas corrió hacia la arcada. Escudriñó la
oscuridad pe ro no vio nada, y no se atre vió a continuar. Volvió a ve r al posade ro.
— ¿Adonde conduce la arcada?
— Al a la vie ja y las cám aras de a rriba: ruina s.
— Dam e una ve la.
Al oír un ruido, Bode m iró hacia arriba y de scubrió a la m uje r con m áscara de zorro
e n e l prim e r balcón. Ella saltó hacia Aillas profirie ndo un grito. Bode la apartó golpeándola con
un tabure te . La m uje r bufó, chilló y saltó hacia Bode con las garras e x te ndidas; le arañó la
cara ante s de que Aillas volvie ra a de capitarla. El cue rpo e m pe zó a corre r por todas partes,
golpe ándose contra las pare de s. C argus lo de rribó con un banco y Yane le cortó las patas.
Bode e staba de e spaldas, afe rrando la pie dra con los de dos agarrotados. La lengua
le salió de la boca; se le e nne gre ció la cara y m urió.
—¡Esta ve z e l fue go! —gritó Adías—. ¡C ortad e n pe dazos a e sta m aligna criatura!
¡Posade ro, trae le ños! ¡El fue go de be arde r m ucho rato!
La cabe za con cara de zorro soltó un chillido e spantoso:
—¡El fue go no! ¡No m e e ché is al fue go!
C onsum aron la ingrata tare a. En las rugie nte s llam as, la carne de la bruja se
convirtió e n ce nizas y los hue sos e n polvo. Los hué spe de s, pálidos y desanimados, se habían
ido a a costar e n e l he no; e l posade ro y su e sposa lim pia ba n e l suelo con baldes y estropajos.

221
Poco ante s de l am ane ce r, Aillas, Garstang, C argus y Yane miraban abatidos cómo el
fue go se conve rtía e n re scoldos.
El posade ro le s trajo ce rve za.
— ¡Este e s un te rrible suce so! O s a se guro que no e s costum bre de la casa.
— No te culpe s a ti m ism o. Alé grate de que hayam os liquidado a e sa criatura. Tú y
tu e sposa habé is ayudado y no lo lam e ntaré is.
C on e l prim e r de ste llo de l alba, los cuatro se pultaron a Bode en un lugar sombreado
que había sido un jardín de rosas. Al posade ro le de jaron e l caballo de Bode y cinco coronas de
oro pe rte ne cie nte s al difunto. Lue go cabalgaron triste m e nte colina abajo, hacia la Trompada.
Los cuatro subie ron por un valle abrupto y pe dre goso junto a una retorcida carretera
que rode a ba pe ñascos y rocas, y a l fin lle garon a la ve ntosa Bre cha de Glayrider. Un camino
late ral conducía por los bre zale s hacia O álde s; la Trom pada viraba al sur y bajaba por un largo
de clive , de jando a trás a ntigua s m inas de e staño, hasta lle gar a la ciuda d de Flading. En la
Posada de l Hom bre de Estaño, los cuatro viaje ros, fatigados por la faena de la noche anterior
y la agotadora jornada, ce naron con gratitud oveja con ce bada, y durm ie ron en jergones de
paja e n un cuarto de arriba.
Por la m añana re anudaron la m archa por la Trom pada, que ahora seguía el Evander
Norte por un ancho valle hacia la le jana y rojiza m ole de l Tac.
Al m e diodía, con Tintzin Fyral a sólo ocho k ilóm e tros al sur, la tie rra com e nzó a
e le varse y ce rrarse junto al de sfilade ro de l Evande r Norte . C inco kilómetros más adelante, con
la ce rcanía de Tintzin Fyral cre ando una atm ósfe ra de pe ligro, Aillas de scubrió una senda
borrosa que subía por una hondonada. Pe nsó que podría se r ése el camino por el cual, tiempo
atrás, había e spe rado bajar de l Tac.
El cam ino tre paba por una larga e stribación que bajaba de l Tac com o la raíz de un
árbol, y lue go se guía e l risco re donde ado por una ruta re lativam e nte fácil. Aulas encabezó la
m archa hasta la hondonada donde había acam pado, a poca distancia de la cima llana del Tac.
Encontró e l Nunca-falla donde lo había de jado. C om o ante s, e l die nte señalaba el
norde ste .
— En e sa dire cción —dijo Aulas— e stá m i hijo, y hacia allá de bo ir.
— Pue de s e scoge r dos cam inos —dijo Garstang—. Por donde vinimos y luego al este; o
por Lyone sse , por la C a lle Vie ja , y lue go a l norte hacia Dahaut. El prim e ro pue de se r más
corto, pe ro e l se gundo sorte a e l bosque , y a fin de cue ntas quizá se a m ás rápido.
— Vayam os por e l se gundo —dijo Aulas.
Los cuatro pasaron por Kaul Bocach y e ntraron e n Lyone sse sin incidentes. En Nolsby
Se van viraron hacia e l e ste por la C a lle Vie ja , y a l cabo de cua tro día s de via je llegaron a la
ciudad de Aude lart. Allí Garstang se de spidió de sus com pañe ros.
— El castillo de Twanbow e stá sólo a tre inta y dos k ilóm e tros al sur. Lle garé a casa
para la ce na y m is ave nturas m aravillarán a todos. —Abrazó a sus tres compañeros—. Huelga
de cir que sie m pre se ré is bie nve nidos e n Twanbow. He m os re corrido un largo camino juntos,
he m os conocido m uchas pe nurias. ¡Nunca lo olvidaré !
— Tam poco yo.
— Ni yo.
— Ni yo.
Aulas, C argus y Yane obse rvaron cóm o Garstang cabalgaba hacia e l sur hasta
de sapare ce r. Aillas suspiró.
— Ahora som os tre s.
— Poco a poco nue stro grupo se re duce —dijo C argus.
— Vam os —dijo Yane —, e n m archa. No te ngo pacie ncia para se nsible rías.

222
Los tre s se m archaron de Aude lart por la C alle Vie ja y tre s días de spués llegaron a
Tatwillow, donde la C alle Vie ja cruzaba e l C am ino de Icnie ld. El Nunca-falla apuntaba al
norte , hacia Avallon: una bue na se ñal, pue s la dire cción e vitaba e l bosque .
Tom aron e l C am ino de Icnie ld rum bo a Avallon de Dahaut.

223
25

Glyne th y Dhrun se habían unido al doctor Fide lius e n la Fe ria de los Sopladores de
Vidrio de Ave llanar. Durante los prim e ros días, la re lación fue te ntativa y cautelosa. Glyneth y
Dhrun actuaban con prudencia, m irando de soslayo al doctor Fide lius por si incurría en un
arranque de locura o de furia. Pe ro e l doctor Fide lius, tras ase gurarse de que e stuvie ran
cóm odos, m anife stó una corte sía tan form al e im pe rsonal que Glyneth empezó a temer que
no le s tuvie ra a fe cto.
Shim rod, que obse rvaba a am bos de sde su disfraz con e l m ismo interés subrepticio
con que e llos lo obse rvaban a é l, se sorpre ndió de la com postura de los niños y se sintió
halagado por su de se o de agradar. Eran niños poco com une s: lim pios, pulcros, inteligentes y
cariñosos. La ale gría innata de Glyne th a ve ce s e stallaba en arrebatos de exuberancia que ella
pronto controlaba para no fastidiar al doctor Fide lius. Dhrun e ra prope nso a largos períodos
de sile ncio, m ie ntras se se ntaba al sol, sum ido e n sus pe nsam ie ntos.
Al de jar la Fe ria de los Sopladore s de Vidrio, Shim rod se dirigió hacia el norte, hacia la
ciudad de Porroigh y la fe ria anual de los ve nde dore s de ove jas. Al caer la tarde, se apartó de
la carre te ra y se de tuvo e n un pe que ño valle junto a un arroyo. Glyne th juntó ram as y
pre paró una fogata. Shim rod e rigió un trípode , colgó una olla y cocinó un guiso de pollo,
ce bollas, nabos, hortalizas y pe re jil, sazonándolo con semilla de mostaza y ajo. Glyneth recogió
be rro para una e nsalada, y e ncontró un m anojo de hie rbas que Shim rod añadió al guiso.
Dhrun, e n sile ncio, e scucha ba e l susurro de l vie nto e ntre los á rbole s y e l cre pitar del fuego.
Los tre s ce naron bie n y se se ntaron a disfrutar de l cre púsculo.
— De bo inform aros de algo —dijo Shim rod—. He viajado por Dahaut durante meses,
de una fe ria a otra, y nunca re paré e n m i sole dad hasta e stos días e n que habé is e stado
conm igo.
Glyne th soltó un suspiro de alivio.
— Es una bue na noticia para nosotros, pue s nos gusta viajar contigo. No me atrevo
a de cir que e s bue na sue rte . Podría de spe rtar la m aldición.
— Habladm e de e sta m aldición.
Dhrun y Glyne th contaron sus historias y hablaron de las pe ripe cias que habían
com partido.
— Así que a hora a nsia m os e ncontrar a R hodion, e l re y de todas las hadas, para
que é l pue da e lim inar la m aldición y de volve r la visión a Dhrun.
— No pasará por alto e l sonido de una gaita de hadas —dijo Shim rod—. Tarde o
te m prano, e l re y se de te ndrá a e scuchar, y te ne d la ce rte za de que yo tam bié n vigilaré .
—¿Lo has visto alguna ve z? —pre guntó Dhrun.
— A de cir ve rdad, e staba buscando a otra pe rsona.
— Yo sé quié n e s —dijo Glyne th—: un hom bre con rodillas flojas que le cruje n al
cam inar.
— ¿Y cóm o has adquirido e se conocim ie nto?
— Porque hablas a m e nudo de rodillas flojas. C uando alguie n se te acerca, le miras
la cara e n ve z de las pie rnas, y sie m pre pare ce s de ce pcionado. Le das un frasco de ungüento
y e l hom bre se va coje ando.
Shim rod sonrió al fue go.
— De m odo que soy transpare nte .
— La ve rdad e s que no —dijo Glyne th m ode stamente—. Creo que eres muy misterioso.

224
Shim rod se e chó a re ír.
— ¿Por qué dice s e so?
— Por e je m plo, ¿cóm o apre ndiste a m e zclar tantas m e dicinas?
— No e s ningún m iste rio. Algunos son re m e dios com une s, conocidos por todas
parte s. El re sto e s hue so pulve riza do m e zclado con m ante ca de ce rdo o a ce ite de pata de
vaca, con dive rsos sabore s. Nunca dañan y a ve ce s curan. Pe ro m ás que ve nder medicinas
quie ro e ncontrar al hom bre de las rodillas flojas. C om o R hodion, acude a las ferias y tarde o
te m prano lo e ncontraré .
— ¿Q ué ocurrirá e ntonce s? —pre guntó Dhrun.
— Me contará dónde e ncontrar a otra pe rsona.
De l sur al norte m archaba e l carrom ato de l doctor Fide lius y sus dos jóvenes colegas,
de te nié ndose e n fe ria s y fe stiva le s de sde , Dafne s, e n e l río Lull, hasta Duddlebatz, bajo los
ye rm os pe dre gosos de Gode lia. Hubo largos días de viaje por som bre ados se nde ros
cam pe stre s, colina a rriba y valle a ba jo, a tra vé s de oscuros bosque s y vie ja s a ldeas. Hubo
noche s junto al fue go m ie ntras la luna lle na cabalgaba e ntre las nube s, y otras noches bajo
un cie lo conste lado de e stre llas. Una tarde , m ie ntras cruzaban un de solado brezal, Glyneth
oyó ge m idos e n la zanja que borde aba e l cam ino. Saltó de l carrom ato y, atisbando entre los
abrojos, de scubrió un par de gatitos m anchados que habían sido abandonados a su suerte.
Glyne th los llam ó y e llos corrie ron ansiosam e nte hacia e lla. Glyne th los lle vó al carromato,
llorando de pe na. Shim rod le pe rm itió conse rvarlos, y e lla le e chó los brazos al cue llo y le
be só; Shim rod supo que e ra su e sclavo para sie m pre , si ya no lo e ra de sde ante s.
Glyne th llam ó a los gatitos R onrón y Estornudo, y de inm e diato se de dicó a
e nse ñarle s trucos.
De sde e l norte via ja ron hacia e l oe ste a tra vé s de Am m arsdale y Sca rhead, hasta
Tins, e n la Marca Ulflande sa, cincue nta k ilóm e tros al norte de la formidable fortaleza ska de
Poé lite tz. Era una tie rra a gre ste y se a le graron de ir de nue vo hacia e l e ste , por e l río
Murm e il.
El ve rano fue largo; los día s e ra n una m e zcla de a le gría s y a marguras para los tres.
Ex traños y pe que ños infortunios aque jaban re gularm e nte a Dhrun: e l agua calie nte le
e scaldaba la m ano; la lluvia le e m papaba la cam a; cuando iba a hacer sus necesidades detrás
de l se to, caía e ntre ortigas. Nunca se que ja ba , y a sí se gra nje ó e l respeto de Shimrod, quien
abandonó su e sce pticism o inicial para ace ptar la re alidad de la m aldición. Un día Dhrun pisó
una e spina y se la clavó profundam e nte e n e l talón. Shim rod se la extrajo mientras Dhrun se
m ordía los labios e n sile ncio; Shim rod, im pulsivam e nte , lo abrazó y le palm e ó la cabeza.
—Ere s un m uchacho valie nte . De un m odo u otro te rm inare m os con e sta
m aldición. En e l pe or de los casos, sólo pue de durar sie te años.
C om o de costum bre , Dhrun re fle x ionó un instante ante s de hablar.
—Una e spina no e s nada —dijo al fin—. ¿Sabe s cuál es la mala suerte que temo? Que
te canse s de nosotros y nos e che s de l carrom ato.
Shim rod sonrió, los ojos hum e de cidos por las lágrim as. Abrazó nue vam e nte a
Dhrun.
— No se ría por m i e le cción, te lo juro. No podría arre glarm e sin vosotros.
— Aun así, la m ala sue rte e s la m ala sue rte .
— Es ve rdad. Nadie sabe lo que nos de para e l futuro.
C asi de inm e diato, una chispa saltó de l fue go y cayó e n e l tobillo de Dhrun.
—Ay —dijo Dhrun—. Más sue rte .
C a da día tra ía nue vas e x pe rie ncia s. En la Fe ria de P la ym ont, e l duque Jocelyn del
castillo Foire patrocinó un m agnífico torne o donde caballe ros con arm adura sim ulaban un
com ba te y com pe tían e n e l nue vo de porte de la justa . Montados en fuertes caballos y vestidos

225
con toda pom pa, cargaban unos contra otros tratando de derribar a sus adversarios con estacas
re ve stidas de alm ohadillas.
De P la ym ont via ja ron a Danns Largo, borde a ndo e l Bosque de Tantrevalles. Llegaron
al m e diodía y e ncontraron la fe ria e n ple na actividad. Shim rod desenganchó sus maravillosos
caballos bicé falos, le s dio forraje , bajó e l pane l late ral de l carromato para que hiciera las veces
de plataform a, y colocó un le tre ro:
DR . FIDELIUS TAUMATUR GO , PANSO FISTA, C HAR LATAN
C uro llagas, cólicos y e spasm os
TR ATAMIENTO ESPEC IAL PAR A R O DILLAS FLO JAS
Ase soram ie nto gratuito
Lue go e ntró e n e l carrom ato para ve stirse con la túnica ne gra y e l som bre ro de
nigrom ante .
A am bos lados de la plataform a, Dhrun y Glyne th batían tam bore s. Estaban
ve stidos de l m ism o m odo, com o paje s, con zapatos blancos y bajos, calzones azules y ceñidos,
m e dias, jubone s de rayas ve rticale s azule s y ne gras, con corazones blancos cosidos a las rayas
ne gras, y som bre ros bajos de te rciope lo ne gro.
El doctor Fide lius salió a la plataform a.
—¡Dam as y caballe ros! —proclam ó, se ñalando su le tre ro—. O bse rvaré is que me
de signo «charlatán». Mi razón e s sim ple . ¿Q uié n llam a frívola a una mariposa? ¿Quién insulta
a una vaca dicié ndole «bovino»? ¿Q uié n dirá que un charlatán confe so e s un embaucador?
¿Soy pue s un charlatán, un e m baucador y un e m buste ro? —Glyne th dio un brinco y se
puso a su lado—. Eso de bé is juzgarlo por vosotros m ism os. Reparad en mi bonita socia... si ya
no habé is re parado e n e lla. Glyne th, abre la boca. Dam as y caballe ros, re parad e n e sta
abe rtura. He aquí los die nte s, he aquí la le ngua, m ás allá e stá la cavidad oral, en su estado
natural. O bse rvad cóm o inse rto e n e sta boca una naranja, ni grande ni pe que ña, pero de
tam año apropiado. Glyne th, cie rra la boca, por favor, y si pue de s. Ex ce le nte. Ahora, damas
y caballe ros, obse rvad a la m uchacha con las m e jillas diste ndidas. La toco a izquie rda y
de re cha, y ¡hup! Las m e jillas e stán com o ante s. Glyne th, ¿qué has he cho con la naranja?
¡Esto e s e x traordinario! Abre la boca, e stam os de sconce rtados!
Glyne th abrió la boca y e l doctor Fide lius m iró ade ntro.
—¿Q ué e s e sto? —e x clam ó, m e tie ndo e l pulga r y e l índice—. No es una naranja, sino
una be lla rosa roja. ¿Q ué m ás hay aquí? ¡Mirad, dam as y caballe ros! ¡Tres hermosas cerezas
m aduras! ¿Q ué m ás? ¿Q ué e s e sto? ¡C lavos de he rradura! ¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis!
¿Tie ne s m ás sorpre sas? Abre bie n la boca... ¡Por la luna y e l sol, un ratón! Glyneth, ¿cómo
pue de s consum ir e stas cosas?
—¡Porque he tom ado tus pastillas dige stivas! —re puso Glyne th con su voz clara y
brillante .
El doctor Fide lius alzó las m anos.
—¡Basta! ¡Me supe ras e n m i propio oficio! —Y Glyne th saltó de la plataforma—. Pues
bie n, e n cuanto a m is pocione s y locione s, m is polvos, píldoras y purgas, m is analépticos y
calm ante s, ¿causan e l alivio que yo anuncio? Dam as y caballeros, doy esta garantía: si al tomar
m is re m e dios a lguie n sufre y m ue re , pue de e ntre ga r e l re sto de la m e dicina y le se rá
de vue lto parte de su dine ro. ¿Dónde m ás oiré is se m e jante garantía?
»Soy particula rm e nte e x pe rto e n e l tra ta m ie nto de las rodillas flojas, especialmente
las que cruje n, re chinan y e m ite n otras que jas. Si alguno de vosotros sufre de rodillas flojas,
quie ro ve rlo.
»Ahora pe rm itidm e pre se ntar a m i otro acom pañante : e l noble y talentoso Dhrun. Él
tocará m e lodías con la gaita, para hace ros re ír, o llorar, y hace r cosquillear vuestros talones.
Entre tanto, Glyne th dispe nsará las m e dicinas m ie ntras yo re ce to. Dam as y caballeros, una
últim a palabra. O s notifico que m is e m brocas provocan ardor y e scozor com o si estuvieran
de stiladas de fue go líquido. Mis re m e dios sabe n m uy m al, a batacán y bilis: el cuerpo pronto

226
re cobra la salud para no te ne r que asim ilar m ás m is horre ndos brebajes. Ése es el secreto de
m i é x ito. ¡Música, Dhrun!
Mie ntra s circula ba e n m e dio de la m ultitud, Glyne th busca ba a una persona de traje
m arrón con una plum a e scarlata e n e l som bre ro ve rde , e spe cialm e nte uno que escuchara la
m úsica con pla ce r; pe ro e n e se m e diodía sole a do e n Danns Largo, junto a l Bosque de
Tantre valle s, no apare ció tal pe rsona, ni ningún obvio canalla de se m blante oscuro y nariz
larga que acudie ra al doctor Fide lius para tratarse las rodillas.
Por la tarde e m pe zó a sopla r una brisa de sde e l oe ste , hacie ndo onde a r los
pe ndone s. Glyne th sacó una m e sa de patas altas y un tabure te alto para Dhrun. También
sacó un ce sto de l carrom ato. Mie ntras Dhrun tocaba una jiga con la gaita, Glyneth destapó sus
gatos blanquine gros. Golpe ó la m e sa con un bastón y los gatos se irguieron sobre las patas
trase ras y bailaron al son de la m úsica, brincando y hacie ndo cabriolas sobre la m e sa, y
pronto se re unió una m ultitud. Al fondo, un jove n de cara de zorro, m e nudo y apue sto,
m anife sta ba e spe cia l e ntusia sm o. C ha sque a ba los dedos al compás de la música, y en seguida
e m pe zó a bailar con gran agilidad. Glyne th vio que lle vaba un som brero verde con una larga
plum a roja. Se a pre suró a gua rdar los gatos e n e l ce sto y, acercándose al bailarín, le arrebató el
som bre ro y corrió hacia la parte trase ra de l carrom ato. El sorpre ndido jove n la pe rsiguió.
— ¿Q ué hace s? ¡De vué lve m e e l som bre ro!
— No —dijo Glyne th—. No, hasta que satisfagas m is de se os.
— ¿Estás loca? ¿Q ué tonte ría e s é sta? No pue do satisface r m is propios de se os, y
m e nos los tuyos. De vué lve m e e l som bre ro, o te ndré que quitárte lo, y para colmo darte una
bue na tunda .
— Jam ás —de claró Glyne th valie nte m e nte —. Ere s R hodion. Tengo tu sombrero, y no
lo solta ré hasta que m e obe de zcas.
— ¡Ya ve re m os! —El jove n capturó a Glyne th, y force je aron hasta que los caballos
re soplaron y corcove aron, m ostrando los die nte s con aire am e nazador. El jove n retrocedió
asustado.
Shim rod bajó de l carrom ato y e l jove n gritó con furia:
—¡Esa m ucha cha e stá loca! Me quita e l som bre ro y e cha a corre r, y cua ndo se lo
pido con toda e ducación, dice que no, y m e llam a R hodion o algo pare cido. Mi nom bre es
Tibbalt; soy te nde ro e n la alde a de W ithe rwood y he ve nido a la fe ria a comprar cera. Recién
lle gado, una jove n a loca da m e quita e l som bre ro e insiste e n que le obe de zca. ¿Has oído
a lgo se m e jante ?
Shim rod cabe ce ó grave m e nte .
—No e s m ala m uchacha, sólo un poco im pe tuosa y travie sa. —Dio un paso
ade lante —. Pe rm íte m e —dijo, acariciando e l pe lo castaño de Tibbalt—. Observa, Glyneth. Los
lóbulos de las ore jas de e ste caballe ro e stán bie n de sarrollados.
Glyne th m iró y asintió.
— En e fe cto.
— ¿Q ué tie ne que ve r e so con m i som bre ro? —chilló Tibbalt.
— Pe rm íte m e un favor m ás —dijo Shim rod—. Mué stram e la m ano... Glyne th,
obse rva las uñas; no hay rastro de m e m brana y las uñas no tie ne n e sm alte .
Glyne th asintió.
— Ya ve o. ¿Entonce s pue do de volve rle e l som bre ro?
— Por supue sto, e spe cia lm e nte porque e l caballe ro tie ne pe rfume de baya de laurel
y ce ra de a be ja s.
Glyne th de volvió e l som bre ro.
—Por favor, pe rdona m i trave sura. Shim rod le dio un frasco a Tibbalt.
—C on nue stros m e jore s de se os, por favor ace pta e sta pomada capilar, que hará que

227
tus ce jas, barba y bigote cre zcan se dosos y fue rte s.
Tibbalt se m archó de bue n hum or. Glyne th volvió a su m e sa fre nte al carromato y
le contó su e rror a Dhrun, que se e ncogió de hom bros y siguió tocando la gaita. Glyne th
sacó nue vam e nte sus gatos, que brincaron y bailaron con gracia, para gran m aravilla de
quie ne s se de te nían a obse rvar.
— ¡Maravilloso, m aravilloso! —e x clam ó un corpulento caballero de piernas larguiruchas,
pie s largos y de lgados cuyos de dos se arque aban hacia arriba y calzado con zapatos de cuero
ve rde —. Jove n, ¿dónde apre ndiste a tocar la gaita?
— Es un don de las hadas.
— ¡Q ué m aravilla! ¡Un re galo ve rdade ram e nte m ágico!
De pronto sopló una ráfaga de vie nto, arre bató e l som bre ro de l caballe ro y lo
de positó a los pie s de Glyne th. Ella lo re cogió y re paró e n la plum a e scarlata. Miró
dubitativam e nte al hom bre , que te ndía la m ano.
—Gracias, pre ciosa. Te re com pe nsaré con un be so.
Glyne th m iró la m ano te ndida, que e ra pálida y re gorde ta, con de dos pequeños y
de lica dos. Las uñas e staban cuida dosa m e nte a rre gla da s y re lucía n con un tono rosado y
le choso. ¿Era e sm alte ? Los plie gue s de pie l e ntre los de dos: ¿una membrana? Glyneth miró
los ojos de l caballe ro. Eran castaños. El pe lo rojizo se le rizaba de trás de las orejas. El viento
le vantó e l pe lo; Glyne th m iró fascinada los lóbulos. Eran pe queños: meros hoyuelos de tejido
rosado. No pudo ve r la punta de las ore jas.
El caballe ro pate ó e l sue lo.
— ¡Mi som bre ro, por favor!
— Un m om e nto. Espe ra a que le quite e l polvo. —Nue vam e nte guardó a Ronrón y
Estornudo e n e l ce sto, y e chó a corre r con e l som bre ro.
El caballe ro la siguió con notable agilidad, y así logró arrinconarla contra e l lateral
de l carrom ato, donde e l re sto de la ge nte no podía ve rlo.
— Ahora, niña, m i som bre ro, y lue go te ndrás e l be so.
— No te daré e l som bre ro hasta que no satisfagas m is de se os.
— ¿Q ué tonte rías dice s? ¿Por qué de be ría satisface r tus de se os?
— Porque , m aje stad, te ngo tu som bre ro. El caballe ro la m iró de soslayo.
— ¿Q uié n cre e s que soy?
— Ere s R hodion, re y de las hadas.
— Ja! ¿Y qué de se as que haga?
— No e s gran cosa. Le vanta la m aldición que pe sa sobre Dhrun y de vuélvele la vista.
— ¿Todo por m i som bre ro? —El corpule nto caballe ro avanzó hacia Glyneth abriendo
los brazos—. Ahora, m i plum osa ave cilla, te voy a abra zar. Ere s una delicia. Tendrás el beso,
y tal ve z algo m ás.
Glyne th se e scabulló, brincó de un lado al otro y corno alre de dor de l carromato. El
caballe ro la pe rsiguió gritando palabras se ductoras e im plorando que le de volvie ra e l
som bre ro.
Uno de los caballos irguió la cabe za izquie rda y m ordió las nalgas de l caballe ro,
hacié ndolo corre r m ás rápidam e nte . Glyne th se de tuvo, sonrie ndo e ntre dive rtida y
conste rna da a l ve r a l corpule nto caballe ro e n e se e stado.
—Ahora, m i pe que ña gata, m i a dora ble confitura , ve n a por tu beso. Recuerda que
soy e l re y R atatat, o cóm o se llam e , y satisfaré tus m ás e ntrañable s de se os. Pe ro antes,
e x plore m os de bajo de e se atractivo jubón.
Glyne th re troce dió y le arrojó e l som bre ro a los pie s.

228
—No e re s e l re y R hodion. Ere s e l barbe ro de l pue blo, y un lascivo. Tom a tu
som bre ro y lárgate .
El caballe ro soltó una carcajada e ufórica. Se caló e l som bre ro y dio un brinco en el
aire , e ntre chocando los talone s.
—¡Te e ngañé ! —e x clam ó ale gre m ente—. Ja! ¡Qué alegría engañar a los mortales! Tenías
m i som bre ro, podrías habe rm e pue sto a tu se rvicio. Pe ro ahora...
Shim rod salió de e ntre las som bras y arre bató e l som bre ro.
—Pe ro ahora... —le arrojó e l som bre ro a Glyne th— lo tie ne una ve z m ás, y debes
obe de ce rla.
El re y R hodion que dó abatido, los ojos re dondos y triste s.
— ¡Te n pie dad! ¡Nunca obligue s a un pobre se m ihum ano a hace r tu voluntad! Eso
m e de sgasta y m e causa profunda pe na.
— No te ngo pie dad —dijo Glyne th. Llam ó a Dhrun y lo lle vó de trás de l carrom ato.
— Éste e s Dhrun; pasó su juve ntud e n Thripse y She e .
— Sí, e l dom inio de Throbius, un ale gre palacio, y notable por sus ce le braciones.
— Dhrun fue e x pulsa do y re cibió un m orde t de m ala sue rte . Ahora e stá cie go,
porque m iró a las dríade s m ie ntras se bañaban. De be s e lim inar la m aldición y devolverle la
vista.
R hodion sopló una pe que ña flauta dorada e hizo un signo en el aire. Pasó un minuto.
Los sonidos de la fe ria lle gaban a pa ga dos, com o si e stuvie ra n a gra n dista ncia . Hubo un
chasquido e n e l aire y apare ció e l re y Throbius de Thripse y She e . Se arrodilló ante e l re y
R hodion, quie n, con un ge sto be né volo, le pe rm itió pone rse de pie .
— Throbius, he aquí a Dhrun, a quie n e n un tie m po criaste e n Thripse y She e .
— En ve rda d e s Dhrun. Lo re cue rdo bie n. Era a m a ble y nos com placía a todos.
— ¿Entonce s por qué le e nvia ste un m orde t}
— ¡O h e x ce lso, e so fue obra de un tra sgo ce loso llam ado Falae l, que ha sido
se ve ram e nte castigado por su m aldad!
— ¿Por qué no se le vantó e l m orde t?
— O e x ce lso, e s m ala política, ya que fom e nta la irre ve re ncia e ntre los
m ortale s, pue s cre e n que le s basta un e stornudo o un poco de sufrim ie nto para
de shace rse de nue stros m ordé is.
—En e ste caso se de be le vantar.
El re y Throbius se ace rcó a Dhrun y le tocó e l hom bro.
—¡Dhrun, te be ndigo con los atributos de la fortuna! Disue lvo los flujos que han
contribuido a tu sufrim ie nto; que las m aliciosas criaturas que im ple m e ntaron e stos males
re gre se n trina ndo a Thim sm ole .
Dhrun te nía la cara blanca y contraída. Escuchó sin m ove r un m úsculo.
—¿Q ué se rá de m is ojos? —pre guntó con voz aflautada.
—Bue n Dhrun —dijo corté sm e nte Throbius—, fuiste ce gado por las 'dríades. Eso fue
e l colm o de la m ala sue rte , pe ro fue m ala sue rte por
un capricho de l de stino y no por la m alicia de l m orde t, de m odo que no e s obra
nue stra. Es obra de la dríade Fe odosia, y nosotros no pode m os de shace rla.
— Entonce s ve a hablar con la dríade Fe odosia y ofré ce le tus favore s a cam bio de
que de shaga su m agia.
— Ah, capturam os a Fe odosia y a otra llam ada Lauris m ie ntras dorm ían. Las
lle vam os para que nos divirtie ran e n nue stras ce le bracione s. Enloque cie ron de furia y

229
huye ron a Arcadia, adonde no pode m os ir; e n todo caso, e lla ha pe rdido su poder mágico.
— ¿C óm o se curarán e ntonce s los ojos de Dhrun?
— No m e diante m agia de las hadas.—dijo e l re y R hodion—. Está más allá de nuestros
pode re s.
— Entonce s de be s conce de r otro don.
— No quie ro nada —dijo Dhrun con voz pé tre a—. Sólo pue de n dar m e lo que m e
quitaron.
Shim rod se volvió a Glyne th.
— Tú tie ne s e l som bre ro y pue de s pe dir un de se o.
— ¿Q ué ? —e x clam ó e l re y R hodion—. ¡Es una extorsión descarada! ¿Acaso no traje al rey
Throbius para disolve r e l m orde t?
— Enm e ndaste un daño re alizado por vosotros. No e s una conce sión, sino m e ra
justicia. ¿Y dónde e stán las com pe nsacione s por su sufrim ie nto?
— El no quie re ninguna, y nunca dam os lo que no se quie re .

— Glyne th tie ne e l som bre ro, y de bé is gra tifica r sus de se os. Todos se volvieron
hacia Glyne th.
— ¿Q ué de se as m ás? —le pre guntó Shim rod.

— Sólo de se o via ja r contigo y con Dhrun e n e ste carrom ato para sie m pre .
— Pe ro re cue rda —dijo Shim rod— que todas las cosas cam bian y no viajare m os
sie m pre e n e ste carrom ato.
— Entonce s quie ro e star contigo y con Dhrun para sie m pre .
— Eso e s e l futuro —dijo R hodion—. Está fue ra de m i control, a menos que me pidáis
que os m ate a los tre s al instante y os e ntie rre juntos bajo e l carrom ato.
Glyne th m ovió la cabe za.
— Pe ro tú pue de s ayudarm e . Mis gatos a m e nudo de sobe de ce n e ignoran m is
instruccione s. Si yo pudie ra hablar con e llos, no podrían fingir que no e ntie nde n. También
m e gustaría hablar con los caballos y los pájaros y todas las de m ás criaturas vivie nte s:
incluso con los árbole s y las flore s y los inse ctos.
— Los árbole s y las flore s no hablan ni oye n —gruñó e l re y Rhodion—. Sólo suspiran.
Los inse ctos te ate rrarían si los oye ras hablar, y te provocarían pe sadillas.
— ¿Entonce s pue do hablar con los pájaros y los anim ale s?
— Tom a e l am ule to de plom o de m i som bre ro y cué lgate lo de l cuello, y tu deseo se
cum plirá. No e spe re s opinione s profundas; los pájaros y los anim ale s sue le n se r tontos.
— R onrón y Estornudo son bastante inte lige nte s —dijo Glyneth—. Creo que disfrutaré
de nue stras conve rsacione s.
— Muy bie n —dijo e l corpule nto re y R hodion. C ogió e l som bre ro de los de dos de
Glyne th, y e chando una m irada cauta a Shim rod, se lo caló e n la cabe za—. El jue go ha
te rm inado. Una ve z m ás los m ortale s m e han superado en astucia, aunque en esta ocasión casi
ha sido un place r. Throbius, pue de s re gre sar a Thripse y y yo m e iré a Shadow Thawn.
El re y Throbius alzó la m ano.
— Q ue da a lgo m ás. Tal ve z pue da hace r una com pe nsación por e l m ordet. Dhrun,
e scúcham e . Me se s atrás un jove n caballe ro vino a Thripse y She e y pidió información sobre su
hijo Dhrun. Inte rcam biam os re galos: a cam bio de una joya de color smaudre le di un Nunca-
falla que apunta hacia ti. ¿No te ha e ncontrado? Entonce s lo han desviado, o matado, pues su
de te rm inación e ra e vide nte .

230
— ¿C óm o se llam aba? —m urm uró Dhrun.
— Se llam a Aillas, príncipe de Troicine t. Me voy. —Su form a se de sdibujó y
de sapare ció. Su voz lle gó de sde le jos—. Me he ido.
El re y R hodion se de tuvo sobre sus flacos tobillos, y cam inó hacia la pue rta de l
carrom ato.
—Y otra pe que ña cue stión, para Glyne th. El a m ule to e s m i se llo; a l usa rlo, no
te ndrás que te m e r daño de los se m ihum anos: ni hada ni trasgo, ni gnomo ni doble gnomo.
C uídate de los fantasm as y los cabe za de caballo, los ogros grise s y blancos, y las criaturas
que vive n bajo e l cie no.
El re y R hodion pasó fre nte al carrom ato. C uando los tre s lo siguie ron, no lo vieron
por ninguna parte .
Glyne th fue a buscar e l ce sto de los gatos, que había de jado e n e l pe scante de l
carrom ato, y de scubrió que R onrón había le vantado la tapa y e staba a punto de e scapar.
— R onrón —e x clam ó Glyne th—, e sto e s pura m aldad. Sabe s que debes quedarte en
e l ce sto.
— Ade ntro hace un calor sofocante —dijo R onrón—. Pre fie ro e l aire libre , y m e
proponía e x plorar e l te cho de l carrom ato.
— Muy bie n, pe ro ahora de be s bailar y e ntre te ne r a la ge nte que te adm ira tanto.
— Si m e adm iran tanto, que baile n e llos. Estornudo opina lo m ism o al re spe cto.
Sólo bailam os para com place rte .
— Es se nsato, pue s os doy la m e jor le che y e l m e jor pe scado. Los gatos huraños se
de be n arre glar con pan y agua.
Estornudo, que e scucha ba de sde e l inte rior de l ce sto, e x cla m ó:
—¡No te m as! Si te ne m os que bailar bailare m os, aunque dicho se a de paso no
e ntie ndo por qué . Nue stros adm iradore s m e im portan un ble do.
El sol m urió e n un le cho de nube s ardie nte s; las nube s cubrie ron el cielo de la tarde
y la oscuridad pronto lle gó a la fe ria de Danns Largo. Doce nas de fogatas chisporroteaban en
la brisa húm e da y fre sca, y los buhone ros, m e rca de re s y ve nde dore s se pusie ron a comer
m irando e l cie lo e ncapotado, te m ie ndo que una lluvia los e m papara a ellos y sus mercancías.
En la fogata ce rcana al carrom ato, Shim rod, Glyne th y Dhrun e spe raban a que se
cocinara la sopa. Los tre s e staban sum idos e n sus pe nsam ie ntos. Shim rod rompió al fin el
sile ncio:
— Sin duda ha sido un día inte re sante .
— Pudo habe r sido pe or y pudo habe r sido m e jor —dijo Glyne th. Miró a Dhrun, quien
se abrazaba las rodillas y m iraba e l fue go e n sile ncio—. Hemos eliminado la maldición, así que
al m e nos ya no te ndre m os m ala sue rte . De sde lue go, no se rá bue na sue rte hasta que
Dhrun pue da ve r de nue vo.
Shim rod e chó m ás le ña al fue go.
— He buscado por Dahaut al hom bre de las rodillas flojas... e sto lo sabéis. Si no lo
e ncue ntro e n la fe ria de Ava llon, via ja re m os a Swe r Sm od de Lyone sse . Si a lguie n puede
a yuda rm e , se rá Murge n.
— ¡Dhrun! —susurró Glyne th—. ¡No de be s llorar!
— No e stoy llorando.
— Sí, e stás llorando. Te corre n lágrim as por las m e jillas. Dhrun pestañeó y
se tapó la cara con e l puño.
— Sin vosotros dos, m e m oriría de ham bre , o m e com e rían los pe rros.
— No te de jaríam os m orir de ham bre . — Glyne th lo abrazó—. Ere s un m uchacho

231
im portante , hijo de un príncipe . Un día tú tam bié n se rás príncipe .
— Eso e spe ro.
— Entonce s com e tu sopa, y te se ntirás m e jor. Tam bié n te e spe ra una te ntadora
tajada de m e lón.

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26

Los apose ntos de C arfilhiot e n e l piso supe rior de Tintzin Fyral e ran de modestas
dim e nsione s, con pare de s de ye so blanco, pulidos sue los de m adera y un mobiliario exiguo.
C a rfilhiot no de se a ba nada sofistica do; e se a m bie nte a uste ro aplacaba su temperamento, a
ve ce s a pa sionado e n e x ce so.
C arfilhiot se guía una rutina re gular. Se le vantaba temprano, a menudo al amanecer,
de sayunaba fruta, paste le s, pasas y a ve ce s unas ostras e n salmuera. Siempre desayunaba
solo. A e sa hora de l día le m ole staba la pre se ncia de otros seres humanos, la cual le afectaba
a dve rsa m e nte e l re sto de l día .
Se ace rcaba e l otoño; una brum a cubría los vastos e spacios de Valle Evande r.
C arfilhiot se se ntía inquie to, por razone s que no atinaba a de finir. Tintzin Fyral servía bien a
m uchos de sus propósitos; aún así, e ra un sitio re m oto, un poco aislado y é l no poseía ese
dom inio de l m ovim ie nto que otros m agos, tal ve z de orde n m ás alto —C arfilhiot se
conside raba un m ago—, utilizaban a diario com o si tal cosa. Q uizá sus fantasías, fugas,
nove dade s y caprichos no fue ran m ás que ilusiones. El tiempo pasaba y, a pesar de su aparente
actividad, no había avanzado un palm o hacia sus m e tas. ¿Acaso sus enemigos, o sus amigos,
habrían dispue sto las cosas para m ante ne rlo aislado e ine ficaz? C arfilhiot soltó un gruñido
pe tulante : no e ra posible , y e n todo caso e sa ge nte no sabía a qué se arrie sgaba.
Un a ño a nte s, Tam ure llo lo había lle vado a Faroh, e sa rara e structura de madera y
vidrio colore ado e n e l corazón de l bosque . Al cabo de tre s días de jue gos eróticos, los dos se
de dicaron a e scuchar la lluvia y m irar e l fue go de l hogar. Era m e dianoche , y C arfilhiot, cuya
m e nte m e rcurial nunca e staba e n paz, dijo:
— En ve rdad, ya e s hora de que m e e nse ñe s las artes mágicas. ¿No merezco al menos
e so de ti?
— Q ué e x tra ño m undo se ría si todos fue ra n tra ta dos de a cue rdo con sus
m e re cim ie ntos —suspiró Tam ure llo.
—C onque te burlas de m í —re plicó C arfilhiot, fastidiado ante e sa obse rvación—.
Me cre e s de m asia do torpe y tonto.
Tam ure llo, un hom bre m acizo cuyas ve nas e staban cargadas con la oscura y
tum ultuosa sangre de un toro, rió con indulge ncia. Había oído ante s e sa que ja, y dio la
m ism a re spue sta que había dado ante s.
— Para conve rtirte e n he chice ro de be s pasar m uchas prue bas, y re alizar m uchos
e je rcicios de sagradable s. Algunos son profundam e nte incóm odos, y quizá calculados para
disuadir a quie ne s tie ne n poca vocación.
— Esa filosofía e s e stre cha y m e zquina —dijo C arfilhiot.
— Si a lguna ve z lle gas a se r m ae stro he chice ro, cuida rá s tus pre rrogativas tan
ce losam e nte com o los de m ás —dijo Tam ure llo.
— ¡Bie n, e nsé ñam e ! Estoy dispue sto a apre nde r. Te ngo una fue rte voluntad.
Tam ure llo rió una ve z m ás.
—Q ue rido am igo, e re s de m asiado inconstante . Tu voluntad puede ser de hierro, pero
tu pacie ncia se a gota fácilm e nte .
C a rfilhiot hizo un ge sto e x tra va ga nte .
— ¿No hay atajos? Sin duda pue do utilizar un e quipo m ágico sin tan tos e je rcicios
fatigosos.
— Ya tie ne s tu e quipo.

— ¿El de Shim rod? Me re sulta inútil. Tam ure llo se e staba aburriendo de

233
la conve rsación.
— La m ayor parte de e se e quipo e s e spe cia liza do y e spe cífico.

— Mis ne ce sidade s son e spe cíficas —dijo C arfilhiot—. Mis enemigos son como abejas
silve stre s a las que nunca se pue de dom inar. Sabe n dónde e stoy; cuando los pe rsigo, se
disue lve n com o som bras e n e l bre za l.
— En e so pue do ayudarte —dijo Tam ure llo—, aunque adm ito que sin m ucho
e ntusia sm o.
Al día siguie nte de sple gó un gran m apa de las Islas Elde r.
—Aquí, com o ve s, e stá Valle Evande r, aquí e stá Ys, y aquí Tintzin Fyral. —C ogió
varios m aniquíe s tallados e n raíce s de e ndrino—. Da nombres a estos homólogos, ponlos en el
m apa y tom arán su posición. ¡O bse rva! —Le vantó uno de los maniquíes y le escupió en la cara—
. Te llam o C asm ir. ¡Ve al sitio de C asm ir! —Lo colocó e n e l m apa, y e l m aniquí se de slizó
rum bo a la ciuda d de Lyone sse .
C arfilhiot contó los m aniquíe s.
—¿Sólo ve inte ? —e x clam ó—. Ne ce sitaría un ce nte nar. Estoy e n guerra con todos los
barone s de Ulflandia de l Sur.
—Dim e quié ne s son —dijo Tam ure llo—. Ve re m os cuántos necesitas. A regañadientes,
C arfilhiot pronunció los nom bre s y Tam ure llo dio
e sos nom bre s a los m aniquíe s y los de jó sobre e l m apa.
—¡Aún hay m ás! —prote stó C arfilhiot—. ¿No e s com pre nsible que
de se e sabe r adonde y cuándo te vas de Pároli? ¿Y Me lancthe? Sus movimientos son
im portante s. ¿Y qué m e dice s de los m agos? Murge n, Faloury, Myolande r y Baibalides. Me
inte re san sus actividade s.
— No de be s sabe r nada ace rca de los m agos. No e s apropiado. En cuanto a Granice y
Audry, ¿por qué no? ¿Me lancthe ?
— En e spe cia l Me lancthe .
— Muy bie n. Me lancthe .
— ¡Lue go, los je fe s sk a y los notable s de Dahaut!
— ¡Mode ración, e n e l nom bre de Fafhadiste y su cabra azul de tre s patas! ¡Los
m aniquíe s se a piña rá n e n e l m apa!
Al final C arfilhiot se que dó con e l m apa y con cincue nta y nue ve m aniquíe s.
Un año de spué s, una m añana al final de l ve rano, C arfilhiot subió a su cuarto de
tra ba jo e inspe ccionó e l m apa. C a sm ir e staba e n su palacio de ve rano de Sarris. En Dorareis
de Troicine t, una re lucie nte bola blanca e n la cabe za de l m aniquí indicaba que el rey Granice
había m ue rto; su e nfe rm izo he rm a no O spe ro a hora se ría re y. En Ys, Me lancthe recorría los
vastos salone s de su palacio a orillas de l m ar. En O álde s, costa norte , Q uilcy, el niño idiota
que re inaba sobre Ulflandia de l Sur, jugaba hacie ndo castillos de arena en la playa. Carfilhiot
m iró una ve z m ás hacia Ys. ¡Me lancthe , la altiva Me lancthe ! Rara vez la veía; ella se mantenía
distante .
C arfilhiot inspe ccionó e l m apa. Su hum or m e joró cuando re paró e n un
de splazam ie nto: C adwal, de la fortale za Kabe r, había re corrido die z k ilómetros al sudoeste
por los ye rm os de Dunton. Apare nte m e nte se dirigía al bosque de Drave nshaw.
C arfilhiot re fle x ionó. C adwal e ra uno de sus e ne m igos más arrogantes, a pesar de su
pobre za y su falta de contactos im portante s. La lóbrega fortaleza de Kaber, que se erguía sobre
la a gre ste e x te nsión de los bre za le s, care cía de todo e stím ulo salvo la seguridad. Con apenas
una doce na de hom bre s a su m ando, C adwal había de safiado a C arfilhiot durante mucho
tie m po. Solía cazar e n las colinas que rode aban su fortaleza, donde Carfilhiot no lo podía atacar
fácilm e nte ; e se día se había a ve nturado e n los bre za le s: una im prude nte te m e ridad. La
forta le za no podía que da r inde fe nsa , a sí que C a dwa l cabalga ría se guido por sólo cinco o seis

234
hom bre s, y dos de e llos podrían se r sus jóve ne s hijos.
Más anim ado, C arfilhiot e nvió urge nte s órde ne s al cuarto de oficiale s. Media hora
de spué s, con a rm adura lige ra , bajó a la pla za de a rm as de su castillo. Le aguardaban veinte
gue rre ros a caballo, e le gidos e ntre los m e jore s.
C arfilhiot pasó re vista y no e ncontró ningún de fe cto. Lucían lustrosos cascos de
hie rro con cre stone s altos, corazas de ace ro y jubone s de terciopelo violeta bordados en negro.
C ada uno de e llos lle vaba una lanza e n la que onde aba un e standarte am arillo y negro. De
cada silla de m ontar colgaba un hacha y un arco con fle chas al costado; cada cual portaba
e spada y daga.
C arfilhiot m ontó a caballo y dio la orde n de partir. En fila de a dos, la tropa cabalgó
hacia e l oe ste , de jando atrás las pe stile nte s e stacas de empalamiento y las jaulas de tormento
que colgaban de sus cabrias a lo largo de la orilla de l río y tom ó por la carretera hacia la aldea
de Bloddywe n. Por razone s políticas, C arfilhiot nunca e x igía nada a la gente de Bloddywen, ni
la m ole sta ba ; a un a sí, a nte su ce rca nía, los habitante s ocultaron a los niños y cerraron puertas
y ve ntanas; C arfilhiot, fríam e nte dive rtido, cruzó las calle s de sie rtas.
De sde un risco, un vigía vio a los jine te s. Se re tiró de trás de la lom a y agitó una
bande ra blanca. Un m om e nto de spué s, de sde un m ontículo, k ilómetro y medio al norte, otra
bande ra blanca anunció que se había re cibido la se ñal. Me dia hora m ás tarde , si Carfilhiot
hubie ra podido obse rvar su m apa m ágico, habría visto que los maniquíes con los nombres de
sus m ás odiados adve rsarios abandonaban sus fortale zas para desplazarse por los brezales
hacia e l Dra ve nsha w.
C arfilhiot y su tropa atrave saron Bloddywe n y lue go se ale jaron de l río rumbo a los
bre zale s. Pasado e l risco, C arfilhiot de tuvo a sus hom bre s, le s orde nó form ar e n filas y
habló:
—Hoy cazare m os a C adwal de Kabe r; é l e s nue stra pre sa. Lo encontraremos junto al
Dra ve nsha w. P a ra no a le rtar a sus vigía s, nos a ce rcare m os rode a ndo e l C e rro Dink in.
Escucha d: captura d vivo a C a dwa l, y a cua lquie ra de su sangre que cabalgue con él. Cadwal
de be arre pe ntirse ple nam e nte de los daños que m e ha causado. Más tarde tomaremos la
fortale za de Kabe r; be be re m os su vino, nos acostare m os con sus mujeres y disfrutaremos de
sus te soros. Pe ro hoy atrapare m os a C adwal.
Volvió grupa s grá cilm e nte y se a le jó a l galope hacia e l bre za l.
En C e rro O lm o un vigía, al ve r los m ovim ie ntos de C arfilhiot, se agachó detrás de una
roca y allí hizo se ñas con una bande ra blanca hasta que , de sde un lugar le jano recibió una
re spue sta.
C arfilhiot y su tropa avanzaron confiadam e nte hacia e l noroe ste . Se detuvieron en
C e rro Dink in. Uno de e llos se ape ó y tre pó a una roca.
— Jine te s, quizá cinco o se is! —le anunció a C arfilhiot—. ¡Se ace rcan al Dravenshaw!
— ¡De prisa! —dijo C arfilhiot—. ¡Los sorpre nde re m os e n e l linde de l bosque !
C abalgaron hacia e l oe ste bajo la prote cción de la colina de De wny;
e n una vie ja carre te ra viraron al norte y al galope se dirigie ron al ve nshaw.
La carre te ra borde aba las pie dras de rrum badas de un te m plo prehistórico, luego se
dirigía dire cta m e nte hacia e l Dra ve nsha w. A tra vé s de l bre za l, los caballos ruanos de la tropa
de C adwal ce nte lle aban com o cobre al sol. C arfilhiot dio una orde n a sus hom bre s.
—Ahora sile ncio. ¡Una andanada de fle chas, si e s ne ce sario, pe ro capturad vivo a
Cadwal!
C abalgaron junto a un arroyo borde ado de sauce s/ Se oye ron chasquidos y silbidos.
Varia s fle chas a trave saron e l a ire y se cla va ron e n m allas de a ce ro. Hubo gruñidos de
sorpre sa, gritos de dolor. Se is hom bre s de C arfilhiot se de splom aron e n silencio; otros tres
re cibie ron fle chazos e n pie rnas u hom bros. El caballo de C a rfilhiot, con flechas en el pescuezo
y las a ncas, corcove ó, re linchó y cayó. Nadie había a punta do dire cta m e nte a C a rfilhiot: un
acto de tole rancia, m ás alarm ante que tranquilizador.

235
C arfilhiot corrió hacia un caballo sin jine te , montó, hundió las espuelas y, abrazándose
a la crin, huyó se guido por los supe rvivie nte s de su tropa. C uando e stuvo a una distancia
se gura, se de tuvo para e valuar la situación. Para su conste rnación, varios jinetes surgieron de
las som bras de l Drave nshaw. Montaban caballos bayos y lle vaban la ropa naranja de Kaber.
C arfilhiot soltó una m aldición. Por lo m e nos se is arque ros abandonarían la emboscada para
unirse a las tropa s e ne m iga s: lo supe raban e n núm e ro.
—¡Vám onos! —gritó C arfilhiot, lanzándose nue vam e nte al galope : dejaron atrás el
te m plo e n ruinas, se guidos a poca distancia por los gue rre ros de Kabe r. Los caballos de
C arfilhiot e ran m ás fue rte s que los bayos de Kabe r, pe ro C arfilhiot había cabalgado más y a
sus robustos anim ale s le s que daba poca re siste ncia.
C arfilhiot giró hacia De wny, pe ro otro grupo de jine te s se lanzó sobre é l de sde la
cim a con las lanzas e n ristre . Eran die z o doce , con los colore s azule s de l castillo de Nulness.
C arfilhiot dio órde ne s y giró hacia e l sur. C inco de sus hom bre s re cibieron lanzas en el pecho,
e l cue llo o la cabe za, y que daron tum bados e n la carre te ra. Tre s inte ntaron defenderse con
e spadas y hacha s, pe ro e n se guida fue ron ve ncidos. C ua tro a tina ron a ganar la cima de la
colina con C arfilhiot, y allí se de tuvie ron para que sus caballos re cobraran e l re sue llo.
Pe ro sólo por un instante . El grupo de l castillo Nulne ss, con caballos relativamente
fre scos, ya casi había lle gado al m ontículo. La tropa de Kabe r iría hacia el oeste por la carretera
vie ja para inte rce ptarlo ante s de que pudie ra lle gar a Valle Evande r.
Un bosque cillo de oscuros abe tos se e rguía de lante , y quizá pudiera refugiarse allí.
Espole ó e l agotado caballo. Por e l rabillo de l ojo atisbo un re splandor rojo. Lanzó un grito de
a dve rte ncia y se zam bulló e n una hondona da , m ie ntra s a rque ros con e l color carm e sí del
castillo Turgis salían de la barranca y lanzaban dos andanadas. Nuevamente las flechas dieron
e n e l ace ro, y dos hom bre s de C arfilhiot fue ron de rribados. El caballo de l te rce ro recibió un
fle chazo e n e l vie ntre . C orcove ó y se de splom ó sobre su jinete, que atinó a levantarse, furioso y
de sorie ntado. Se is fle chas lo m ataron. El único gue rre ro re stante corrió de aquí para allá por
e l m ontículo, donde los gue rre ros de Kabe r le cortaron prim e ro las piernas y luego los brazos,
y poste riorm e nte le arrojaron e n la zanja para que re fle x ionara sobre su lamentable situación.
C arfilhiot cabalgó solo por e l bosque de abe tos, hasta lle gar a un ye rm o pe dre goso. Un
cam ino de cabras atrave saba la rocas. De lante se e rguían los pe ñascos conocidos como las
O nce He rm anas.
C arfilhiot m iró por e ncim a de l hom bro, e spole ó nue vam e nte e l caballo; cruzó las
O nce He rm anas y bajó por e l de clive hasta una som bría hondonada llena de alisos. Allí ocultó
e l caballo bajo un anaque l que im pe día que lo vie ran de sde arriba. Sus pe rse guidore s
e x am inaron las rocas, gritando de frustración porque C arfilhiot había evadido la trampa. Una
y otra ve z m iraron la hondonada, pe ro no vie ron a C arfilhiot, que e staba sólo a cinco metros
m ás a ba jo. Una pre gunta obse siva giraba e n su cabe za: ¿cómo le habían tendido esa trampa
sin que é l lo supie ra? El m apa había m ostrado claram ente que sólo Cadwal se alejaba, pero era
e vide nte que C le one de Nulne ss y De x te r de Turgis había n salido con sus tropas. No pensó
e n la sim ple e strate gia de l siste m a de se ñale s.
Espe ró una hora hasta que e l caballo de jó de tiritar y re sollar; lue go m ontó con
caute la y bajó por la hondonada, re sguardándose e n los alisos y sauce s, y al fin llegó a Valle
Evande r, un k ilóm e tro y m e dio por e ncim a de Ys.
Aún e ra m e dia tarde cua ndo C a rfilhiot e ntró e n Ys. En las te rrazas de a m bas
m árge ne s de l río los te rrate nie nte s vivían apaciblemente en sus blancos palacios, a la sombra de
cipre se s, te jos, olivos, pinos de copa chata. C arfilhiot cabalgó por la playa de arena blanca hasta
e l palacio de Me lancthe . Un palafre ne ro le salió a l e ncue ntro. Carfilhiot se apeó del caballo con
un suspiro de alivio. Subió tre s e scalone s de m árm ol, cruzó la te rraza y entró en un sombrío
ve stíbulo, donde un callado cham be lán le ayudó a quitarse e l ye lm o, e l jubón y la coraza de
m alla de ace ro. Apare ció una criada, una e x traña criatura de tez plateada, quizá medio falloy27.
Le obse quió una cam isa blanca de lino y un tazón de vino blanco tibio.
— Se ñor, Me lancthe ve ndrá pronto. Entre tanto, ordé nam e lo que quie ras.

27
Sem ihum ano esbelto, em parentado con las hadas, pero m ás grande, m enos extravagante y carente de
d e s tre z a m á g ica ; cria tu ra s ca d a ve z m á s ra ra s e n la s I s la s Eld e r.

236
— Gracias. No ne ce sito nada. — C arfilhiot salió a la te rraza y se sentó en una silla con
a lm ohadone s a m irar e l m ar. El a ire e staba te m plado, e l cie lo, de spe ja do. Las ola s
re sbalaban por la are na con le ntitud, cre an do un sonido rítm ico y somnoliento. Carfilhiot cerró
los ojos y se durm ió.
Al de spe rtar notó que e l sol se había de splazado e n e l cie lo. Me lancthe , con un
ve stido sin m angas de suave faniche 28 blanco, e staba apoyada e n la balaustrada, ajena a su
pre se ncia .
C arfilhiot se irguió e n la silla, fastidiado sin sabe r por qué . Me lancthe se volvió un
instante y siguió m irando e l m ar.
C arfilhiot la obse rvó con ojos e ntornados. La arrogancia de Me lancthe —pues así la
ve ía é l— podía lle gar a se r irritante . Ella lo m iró por e ncim a de l hom bro, torcie ndo las
com isuras de la boca. Pare cía que no tuvie ra nada que de cir: no le daba la bienvenida ni se
sorpre ndía de su ine spe rada visita, ni se ntía curiosidad por e l curso de su vida. Carfilhiot optó
por que brar e l sile ncio.
— La vida e n Ys pare ce bastante plácida.
— Lo suficie nte .
— He te nido un día pe ligroso. Escapé a duras pe nas de la m ue rte .
—De biste de se ntir m ie do. C arfilhiot re fle x ionó.
—¿Mie do? Ésa no e s la palabra . R e a lm e nte m e a la rm é . Sie nto pe rde r m is tropas.
—He oído rum ore s ace rca de tus gue rre ros. C arfilhiot sonrió.
— ¿Q ué pre fe rirías? La re gión e stá suble vada. Todos se re siste n a la autoridad. ¿No
pre fe rirías un país e n paz?
— En abstracto, sí.

— Ne ce sito tu ayuda. Me lancthe rió sorpre ndida.


— No la te ndrás. Te ayudé una ve z, y m e arre pe ntí.
—¿De ve ras? Mi gratitud de be ría habe r aplacado tus pe sare s. A fin de cuentas, tú y
yo som os uno.
Me lancthe se volvió para m irar e l e x te nso m ar azul.
— Yo soy yo y tú e re s tú.
— De m odo que no m e a yuda rá s.
— Te daré un conse jo, si lo ace ptas.
— Al m e nos e scucharé .
— C am bia totalm e nte .
C arfilhiot ge sticuló con e le gancia.
— Eso e s com o de cir: «Da te la vue lta com o un gua nte .»
— Lo sé . —Estas dos palabras vibraron con un sonido fatídico. C arfilhiot hizo
una m ue ca.
— ¿De ve ras m e odias tanto? Me lancthe lo m iró de hito
e n hito.
—A m e nudo m e pre gunto qué sie nto. Lla m a s la a te nción, no es posible ignorarte. Tal
ve z se a una e spe cie de narcisism o. Si yo fue ra varón, podría se r com o tú.
— Es ve rdad. Som os uno. Me lancthe ne gó con la
cabe za.

2 8 U n a te la q u e la s h a d a s fa b rica n co n s e d a d e d ie n te d e le ó n .

237
— Yo no e stoy m anchada. Tú inhalaste e l hum o ve rde .
— Pe ro tú lo sabore aste .
— Lo e scupí.
— Aun así, conoce s su sabor.
— Y así pue do ve r las honduras de tu alm a.
— Evide nte m e nte , sin adm iración. Me lancthe se volvió de nuevo
hacia e l m ar. C arfilhiot se le ace rcó.
—¿No significa nada e l he cho de que yo e sté e n pe ligro? La m itad de m is mejores
hom bre s han m ue rto. Ya no confío e n m i m agia.
—Tú no sabe s m agia. C arfilhiot ignoró e sas palabras.
—Mis e ne m igos se han unido y plane an actos te rrible s contra m í. Hoy pudie ron
m atarm e , pe ro pre firie ron capturarm e con vida.
—C onsulta a tu que rido Tam ure llo; quizás é l se pre ocupe por su amado. Carfilhiot rió
triste m e nte .
— Ni siquie ra e stoy se guro de Tam ure llo. En todo caso e s m uy m ode rado e n su
ge ne rosidad, casi de sganado.
— Entonce s busca un am ante m ás ge ne roso. ¿Q ué ocurre con e l re y C asm ir?
— Te ne m os pocos inte re se s e n com ún.
— Entonce s Tam ure llo e s tu m ayor e spe ranza .
C arfilhiot m iró de soslayo y e x am inó e l de licado pe rfil de Me lancthe .
— ¿Tam ure llo nunca te ofre ció sus ate ncione s?
— Sí. P e ro m i pre cio e ra de m asia do a lto.
— ¿C uál e ra tu pre cio?
— Su vida.
— Es de sproporcionado. ¿Q ué pre cio m e pe dirías a m í? Me lancthe e narcó las cejas
y torció la boca con aire socarrón.
— Te ndrías que pagar un pre cio e le vado.
— ¿Mi vida?
— El te m a e s irre le vante , y m e pe rturba. —Se a le jó de é l—. Voy a e ntrar. —¿Y yo?
— Haz lo que de se e s. Due rm e a l sol, si quie re s. O re gre sa a Tintzin Fyral.

— P or tra ta rse de a lguie n que e s m ás que una he rm a na , e re s odiosa —prote stó


C arfilhiot.
— Todo lo contrario. Mante ngo una absoluta distancia.
— Pue s bie n, si pue do hace r lo que de se e , a ce ptaré tu hospita lida d.
Me lancthe , fruncie ndo los labios, e ntró e n e l palacio seguida por Carfilhiot. Se detuvo
e n e l ve stíbulo, una e stancia re donda de corada e n azul, rosa y oro, con una alfombra celeste
e n e l sue lo de m árm ol. Lla m ó a l cha m be lán.
—Ense ña una habitación a Faude y atie nde a sus ne ce sidade s.
C arfilhiot se bañó y de scansó un rato. El cre púsculo lle gó al m ar y la luz del día se
de sva ne ció. Se vistió de ne gro. En e l ve stíbulo se pre se ntó e l cha m be lán.
—Me la ncthe a ún no ha a pa re cido. Si gusta s, pue de s e spe rarla en el salón pequeño.
C arfilhiot se se ntó y le sirvie ron una copa de vino carm e sí que sabía a miel, agujas
de pino y granada.

238
Transcurrió m e dia hora. La criada de te z plate ada trajo una bandeja con confituras,
y C arfilhiot las probó con de sgana.
Die z m inutos m ás tarde a lzó los ojos y se e ncontró con Me lancthe de pie frente a
é l. Lle vaba un ve stido ne gro sin m angas, absolutam ente sencillo. Un negro cabujón de ópalo le
colgaba de una cinta ne gra y angosta alre de dor de l cuello; contra el negro, su tez pálida y sus
grande s ojos le daban un aire de vulne rabilidad ante los im pulsos de l place r y de l dolor:
incitaba a som e te rla a uno de ellos, o a am bos.
Tras una pausa se se ntó junto a C arfilhiot y cogió una copa de vino de la bandeja,
sin de cir una palabra. Al fin C arfilhiot pre guntó:
— ¿Has pasado una tarde tranquila?
— No fue tra nquilo. Tra ba jé e n a lgunos e je rcicios.
— ¿De ve ras? ¿C on qué finalidad?
— No e s fácil lle gar a he chice ra.
— ¿Es e se tu de se o?
— Por supue sto.
— ¿Entonce s no e s tan difícil?
— Ape nas e stoy e m pe zando. Las ve rdade ras dificultades comenzarán más adelante.
— Ya e re s m ás fue rte que yo —dijo C arfilhiot con voz burlona. Me lancthe no sonrió.
De spué s de una pausa de sile ncio se le vantó.
—Es la hora de ce nar.
Lo lle vó a un gran salón con ne gros pane le s de é bano y losas de bruñida pie dra
ne gra. Sobre e l é bano, un jue go de prism as de vidrio ilum inaba la vajilla.
Se sirvió la ce na e n dos jue gos de bande jas: una sencilla comida de almejas bañadas
e n vino bla nco, pan, oliva s y nue ce s. Me lancthe a pe na s com ió y pre stó poca a te nción a
C arfilhiot. Ape nas lo m iraba, y no inte ntaba e ntablar conve rsación. C arfilhiot, irritado,
tam bié n contuvo la le ngua. Be bió varias copas de vino, y al fin dejó la copa con aire petulante.
— ¡Ere s incre íble m e nte be lla! ¡Pe ro m ás fría que un pe z!
— No tie ne gra n im porta ncia .
— ¿Por qué de be ríam os te ne r re se rvas? ¿Acaso no som os uno?
— No. De sm ë i se dividió e n tre s: tú, De nk ing y yo.
— ¡Lo has dicho tú m ism a! Me lancthe ge sticuló con la cabe za.
—Todos com parte n la sustancia de la tie rra, pe ro e l le ón difie re de l ratón y ambos
de l hom bre .
C a rfilhiot re cha zó la a na logía con un a de m á n.
— ¡Som os uno, aunque dife re nte s! ¡Una fascinante condición! Aun así, eres distante.
— Es ve rda d —dijo Me lancthe —. Tie ne s razón.
— ¡Pie nsa por un instante e n las posibilidade s! El punto álgido de la pasión, las
e x tra va ga ncia s. ¿No sie nte s la e x citación?
— ¿Se ntir? Me conform o con pe nsar. —Por un instante su com postura pare ció
titube ar. Se le vantó, cruzó la habitación y se de tuvo a m irar e l fue go.
C arfilhiot se le ace rcó con indole ncia.
—Es fácil se ntir. —Le tom ó la m ano y la atrajo hacia su pecho—. ¡Siente! Yo soy fuerte.
Sie nte cóm o m i corazón palpita y m e da vida.
Me lancthe a pa rtó la m ano.
—No m e im portan e sos se ntim ie ntos. La pasión e s histe ria. En ve rdad no m e

239
inte re san los hom bre s. —Se apartó de é l—. Dé jam e , por favor. Mañana por la m añana no
m e ve rás, y tam poco cue nte s con m i ayuda.
C arfilhiot le puso las m anos de bajo de los codos y la obligó a mirarle de frente. La luz
de l fue go le s bailaba e n la cara. Me lancthe abrió la boca para hablar, pero no dijo nada, y él se
inclinó para be sarla. De spué s, la te ndió e n un diván.
—La s e stre llas ve spe rtinas a ún tre pa n por e l cie lo. La noche a ca ba de e m pe zar.
Ella no pare cía oírlo, y continuaba m irando e l fue go. C arfilhiot le aflojó los broches de
los hom bros. Ella de jó cae r su ve stido y e l olor a viole tas pe rfum ó e l aire. Observó en pasivo
sile ncio m ie ntras C arfilhiot se de snudaba.
A m e dianoche Me lancthe se le vantó de l diván y se ace rcó de snuda al fuego, ahora
un le cho de re scoldos.
C arfilhiot la obse rvó de sde e l diván, los ojos e ntornados y la boca fruncida. La
conducta de Me lancthe había sido de sconce rtante . Su cue rpo se había unido al de é l con
fe rvor, pe ro nunca lo había m irado a la cara m ie ntras se am aban; había e chado la cabeza
hacia a trás, o a l costa do, los ojos e x tra viados. El había se ntido su e x a ltación física, pe ro
cua ndo le habla ba no re spondía , com o si no fue ra m ás que un fanta sm a.
Me lancthe lo m iró por e ncim a de l hom bro.
—Víste te .
Mie ntras e lla obse rvaba e l fue go m oribundo, C arfilhiot se vistió hoscamente. Se le
ocurrie ron varias obse rvacione s, pe ro todas le pare cie ron impertinentes, rencorosas, crueles o
tontas, así que contuvo la le ngua. De spué s de ve stirse , se le ace rcó y le rodeó la cintura con
los brazos. Ella se zafó y dijo con voz pe nsativa:
—No m e toque s. Ningún hom bre m e ha tocado jam ás, y tam poco lo harás tú.
C arfilhiot rió.
—¿Acaso no soy un hom bre ? Te he tocado, ple na y profundam e nte , hasta e l
corazón de tu alm a.
Me lancthe hizo un m ovim ie nto brusco con la cabe za sin de jar de m irar e l fue go.
—Ere s sólo una ex travagancia de la im aginación. Te he usado, ahora te de be s
disolve r de m i m e nte .
C arfilhiot la m iró de sconce rtado. ¿Estaba loca?
—Soy m uy re al, y no m e inte re sa disolve rm e . ¡Me lancthe, escucha! —Nuevamente le
ciñó la cintura—. ¡Se am os ve rdade ros am ante s! ¿Acaso am bos no som os dos pe rsonas
distinguidas?
Me lancthe se apartó de nue vo.
—De nue vo has inte ntado tocarm e . —Se ñaló una pue rta—. ¡Ve te! ¡Disuélvete de mi
m e nte !
C arfilhiot hizo una burlona re ve re ncia y cam inó hacia la pue rta. Allí titube ó y dio
m e dia vue lta. Me lancthe e staba junto al hogar, una m ano apoyada en la repisa, y tanto la luz
de l fue go com o las som bras le bañaban e l cue rpo.
—Habla de fantasm as, si quie re s —susurró para sí m ism o—. Pe ro te tuve entre mis
brazos y te pose í: e so e s re al.
Y al abrir la pue rta, e stas palabras sin sonido le lle garon a los oídos o e l cerebro:
«Jugué con un fantasm a. C re íste controlar la re alidad. Los
fantasm as no sie nte n dolor. R e fle x iona sobre e sto, cuando cada día el dolor pase
por tu lado.»
C arfilhiot, sorpre ndido, cruzó la pue rta, que de inm e diato se ce rró a sus espaldas.
Se e ncontró e n un pasaje oscuro e ntre dos e dificios, con un de ste llo de luz en cada extremo.
Arriba se ve ía e l cie lo nocturno. El aire ape staba a m ade ra podrida y piedra mojada. ¿Dónde

240
e staba e l lim pio aire salado que soplaba e n e l palacio de Me lancthe ?
C a rfilhiot a va nzó a tie ntas a tra vé s de una pila de e scom bros hasta e l final de l
pasaje y salió a una plaza. Miró e n de rre dor boquiabie rto. Eso no e ra Ys, y C arfilhiot soltó
una m aldición contra Me lancthe .
En la plaza re inaba e l bullicio de una ce le bración. Mil antorchas ardían en lo alto, y
colgaban m il pe ndone s ve rde s y azule s con un pájaro am arillo. En e l ce ntro se enfrentaban
dos grande s pájaros construidos de gavillas de paja atadas con cue rdas. En una plataforma,
hom bre s y m uje re s disfrazados de pájaros e x óticos brincaban al com pás de flautas y
tam bore s.
Un hom bre ve stido de gallo blanco con cre sta roja, pico am arillo, alas de plumas
bla ncas y cola bla nca pasó a nte é l. C a rfilhiot le a fe rró e l bra zo.
—¡Un m om e nto! Dim e qué es e ste lugar. El hom bre pájaro graznó
de spe ctivam e nte .
— ¿No tie ne s ojos? ¿No tie ne s oídos? ¡Esta e s la Gran C e le bración de las Arte s
Avícolas!
— Sí, pe ro ¿dónde ?
— ¿Dónde va a se r sino e n e l Kaspode l, e n e l ce ntro de la ciuda d?
— ¿Pe ro qué ciudad? ¿Q ué re ino?
— ¿Estas fue ra de tus cabale s? ¡Esto e s Gargano!
— ¿En Pom pe rol?
— Ex actam e nte . ¿Dónde e stán las plum as de tu cola? ¡El re y De ue l ha e x igido
plum as para la ce le bración! Mira las m ías. —El hom bre pájaro corrió e n círculos,
contone ándose para e x hibir las plum as de la cola; lue go continuó su cam ino.
C arfilhiot se apoyó e n e l e dificio, apre tando los dientes con furia. No llevaba monedas,
joyas ni oro; no te nía am igos e ntre las ge nte s de Gargano; por el contrario, el loco rey Deuel lo
conside raba un pe ligroso ase sino de pájaros y un e ne m igo.
A un lado de la plaza C arfilhiot vio e l le tre ro de una posada: e l Pe ral. C onsultó al
posade ro, quie n le inform ó de que no te nía habitacione s libre s. Los modales aristocráticos de
C arfilhiot sólo le proporcionaron un banco e n e l com e dor, ce rca de un grupo de juerguistas
que be bían, re ñían y cantaban cancione s com o Fe sk e r quie re un amorío, Tiraliralá, y La dama
ave struz y e l noble gorrión. Una hora ante s de l alba se de splom aron e n la mesa y roncaron
e ntre patas de ce rdo roídas y charcos de vino de rram ado. C arfilhiot pudo dorm ir un par de
horas, hasta que lle garon las m uje re s de la lim pie za con baldes y estropajos y echaron a todos.
La fie sta había cre cido e n inte nsida d. Por todas parte s onde a ba n e standa rte s y
bande ras azule s, ve rde s y am arillas. Los flautistas tocaban jigas mientras personas vestidas de
pájaro daban tum bos y saltaban. C ada uno utilizaba una voz distinta de pájaro, de modo que
trinos, gorje os, silbidos y graznidos poblaban e l aire . Los niños ve stían atue ndos de
golondrinas, jilgue ros o paros; la ge nte m ayor cobraba aspe ctos m ás grave s, como el del
cue rvo o e l grajo. Los corpule ntos a m e nudo se disfrazaban de búhos, pero en general cada
cual lo hacía a su antojo.
Los colore s, ruidos y ce le bracione s no lograron le vantar e l ánim o de C arfilhiot; en
re alidad, pe nsó, nunca había pre se nciado tantas tonte rías. Había dorm ido m al y no había
com ido nada, lo cual le e x aspe raba aún m ás.
Pasó un ve nde dor de buñue los ve stido de codorniz, y C arfilhiot le com pró uno
pagándole con un botón de plata de su chaque ta. C om ió de pie ante la posada, observando
los fe ste jos con de spe ctivo distanciam ie nto.
Un grupo de jóve ne s re paró e n e l m al talante de C arfilhiot y se de tuvo.
— ¡O ye ! ¡Ésta e s la Gran C e le bración! De be s m ostrar una sonrisa feliz, acorde con la
ocasión.
— ¿Q ué ? —gritó otro—. ¿Dónde e stá tu ale gre plumaje? Todo celebrante debe tenerlo.

241
— ¡Vam os! —de claró otro—. ¡Pongam os las cosas e n orde n! —Ace rcándose por
de trás, inte ntó m e te r una larga plum a de ganso e n e l cinturón de Carfilhiot, pero éste se negó
y e chó al jove n. Los otros cobraron m ayor de te rm inación y se produjo un e nfre ntamiento,
con gritos, m aldicione s y golpe s. Una voz se ve ra se oyó e n la calle .
— ¿Q ué e s e ste ve rgonzoso tum ulto?
El re y De ue l e n pe rsona , que pasaba e n un carrua je e m plumado, se había detenido
para re pre nde rlos.
—¡La culpa e s de e ste m aldito vagabundo! No quie re usar plum as e n la cola.
Tra ta m os de a yuda rlo citando tu orde nanza , m aje sta d. Nos dijo que m e tié ra m os todas
nue stras plum as e n e l trase ro de su m aje stad.
El re y De ue l e x am inó a C arfilhiot.
—C onque e so dijiste . Eso no e s corté s. C onoce m os un truco que vale por dos de ése.
¡Guardias! ¡Asiste nte s!
C apturaron a C arfilhiot y lo arque aron sobre un banco. Le cortaron los fondillos de
los panta lone s y le pusie ron e ntre las nalga s cie n plum a s de todos los tamaños, longitudes y
colore s, incluidas dos costosas plum as de ave struz. De sflecaron las puntas de las plumas para
im pe dir que se se pararan, y las dispusie ron de tal m anera que se sostuvieran mutuamente; el
pe nacho, una ve z te rm inado, sobre salía e n ángulo de l trase ro de C arfilhiot.
— ¡Ex ce le nte ! —de claró e l re y De ue l, a plaudie ndo con satisfacción—. Un espléndido
plum a je , de l que pue de s e norgulle ce rte . Ve te a hora . ¡Disfruta de l fe stiva l! Ahora e stás
adornado com o corre sponde .
El carruaje siguió su cam ino; los jóve ne s e x am inaron a C arfilhiot con ojos críticos;
convinie ron e n que e l pe nacho capturaba e l ánim o de l fe stival, y tam bié n e llos se
m archaron.
C arfilhiot cam inó con las pie rnas rígidas hasta una e ncrucijada e n la zona limítrofe
de la ciudad. Un le tre ro se ñalaba al norte , hacia Avallon. C arfilhiot e spe ró m ie ntras se
arrancaba las plum as una por una. Un carro tirado por una vie ja cam pe sina lle gó desde la
ciudad. C arfilhiot alzó la m ano para de te ne rlo.
— ¿Adonde te dirige s, abue la?
— A la alde a de Filste r, e n De e pde ne , si e so significa algo para ti. C arfilhiot le
m ostró e l anillo que lle vaba e n e l de do.
— Mira bie n e ste rubí. La vie ja lo e x a m inó.

— Lo ve o bie n. Brilla com o fue go rojo. A m e nudo m e m aravilla que tale s pie dras
cre zcan e n las oscuras e ntra ña s de la tie rra.
— O tra m aravilla: e ste rubí, tan pe que ño, pue de pagar ve inte caballos y carros como
e l que lle vas.
La vie ja pe sta ñe ó.
— Bie n, de bo cre e r e n tu palabra. Supongo que no m e de te ndrías para de cir
m e ntiras.
— Escucha bie n, pue s e stoy a punto de hace rte una propue sta de vanas parte s.
— Habla, di lo que quie ras. Pue do pe nsar tre s cosas a la ve z.
— Me dirijo a Avallon. Me due le n las pie rnas; no pue do cam inar ni montar a caballo.
De se o ir e n tu carro, para lle gar cóm odam e nte a Avallon. Por tanto, si m e llevas, tendrás el
anillo y e l rubí.
La m uje r alzó e l índice .
— Te ngo una ide a m e jor. Ire m os a Filste r, y allí m i hijo R affin pondrá paja en el carro
y te lle vará a Avallon. Así todos los chism e s y rum ore s a m is e spaldas, y a m is e x pensas,
m orirán ante s de nace r.

242
— De acue rdo.
C arfilhiot bajó de l carro ante la posada de l Gato Pe scador y le dio e l anillo de rubí
a R affin, que se m archó de inm e diato.
C arfilhiot e ntró e n la posada. Un hom bre de scom unal, m ucho m ás alto que él, con
cara rubicunda, apoyaba e l vie ntre e n e l m ostrador. Miró a C arfilhiot con ojos que parecían
pie dras.
— ¿Q ué de se as?
— Q uie ro e ncontrar a R ughalt de las rodillas doloridas. Dijo que tú sabrías dónde
e ncontrarlo.
El gordo, sorpre ndido por los m odale s de C arfilhiot, desvió los ojos. Tamborileó en el
m ostrador con los de dos. Al fin m asculló:
— Lle ga rá pronto.
— ¿Q ué significa pronto?
— Me dia hora.
— Espe raré . Tráe m e uno de e sos pollos asados, pan fre sco y una jarra de buen vino.
— Mué stra m e tu dine ro.
— C uando lle gue R ughalt.
— C ua ndo lle gue R ugha lt, se rviré e l a ve .
C arfilhiot se apartó m ascullando una m aldición; e l gordo lo siguió con la mirada sin
cam biar de e x pre sión. Se se ntó e n un banco de lante de la posada. R ughalt apareció al fin,
arrastrando las pie rnas una por una, jade ante por e l e sfue rzo.
C arfilhiot lo m iró con ojos e ntornados. R ughalt vestía ropa gris y apelmazada, como un
pe dagogo. C arfilhiot se puso de pie y R ughalt se de tuvo sorpre ndido.
— ¡Duque Faude ! —e x clam ó—. ¿Q ué hace s aquí e n tal e stado?
— La tra ición y la bruje ría m e tra je ron a quí. Llé va m e a una posada de ce nte . Este
lugar sólo sirve para ce ltas y le prosos.
R ughalt se frotó la barbilla.
— El Toro Ne gro e stá m ás allá, e n la plaza. Se dice que los pre cios son e x cesivos.
P a garás e n pla ta por e l a loja m ie nto de una noche .
— No te ngo fondos e ncim a, ni oro ni plata. De be s coste ar los gastos hasta que
arre gle m i situación.
R ughalt contrajo la cara.
— El Gato Pe scador no e stá tan m al. Gurdy e l posade ro e s intim idatorio sólo al
principio.
— Bah. Él y su cuchitril hie de n a re pollo rancio o algo pe or. Llé vam e al Toro Negro.
— Está bie n. ¡Ea, pie rnas doloridas! El de be r os e x ige otro e sfue rzo.
En e l Toro Ne gro C arfilhiot e ncontró alojam ie nto a la altura de sus e x ige ncias,
aunque R ughalt e ntornó los ojos cuando le dije ron los pre cios. Una tienda exhibía ropas que
C arfilhiot conside ró acorde s con su
dignidad; sin e m bargo, para conste rnación de R ughalt, Carfilhiot se negó a regatear y
R ughalt pagó al astuto sastre con de dos le ntos y arque ados. Carfilhiot y Rughalt se sentaron a
una m e sa fre nte al Toro Ne gro y obse rvaron a la ge nte de Avalle n. Rughalt hizo un modesto
pe dido al cam are ro.
—¡Espe ra! —orde nó C arfilhiot—. Te ngo ham bre . Tráeme una bande ja de buena carne
fría, con pue rros y pan fre sco, y be be ré una jarra de m e dio litro de la m e jor ce rve za.

243
Mie ntras com ía, R ughalt m iraba con una re probación tan manifiesta que Carfilhiot al
fin pre guntó:
— ¿Por qué no com e s? Estás tan flaco com o una corre a de cue ro.
— Para se r franco —re puso R ughalt con labios te nsos—, de bo se r cuidadoso con mi
dine ro. Vivo al borde de la pobre za.
— ¿Q ué ? Pe nsé que e ra s un rate ro e x pe rto que de predaba todas las ferias y festivales
de Dahaut.
— Ya no e s posible . Mis rodillas m e im pide n esos rápidos y ágiles movimientos que son
parte fundam e ntal de l oficio. Ya no re corro las fe rias.
— Pe ro e s e vide nte que no e stás e n la m ise ria .
— Mi vida no e s fácil. Afortunadam e nte , ve o bie n e n la oscuridad y ahora trabajo de
noche e n e l Gato Pe sca dor robando a los hué spe de s m ie ntras duermen. Aun así, mis ruidosas
rodillas son una de sve ntaja, y com o Gurdy, e l posade ro, insiste e n te ne r una parte de las
ganancias, e vito los gastos inne ce sarios. Hablando de esto, ¿estarás mucho tiempo en Avallen?
— No m ucho tie m po. Q uie ro e ncontrar a un tal Triptom ologius. ¿Te re sulta familiar
e se nom bre ?
— Es un nigrom a nte . Tra ba ja con e lix ire s y pocione s. ¿Pa ra qué quie re s ve rlo?
— Ante todo, m e dará oro, todo e l que ne ce site .
— En e se caso, pide bastante para los dos.
— Ya ve re m os. —C arfilhiot se le vantó—. Prim e ro vam os a buscarlo.
Hacie ndo crujir las rodillas, R ughalt se puso de pie . Los dos caminaron por las callejas
de Avalle n hasta una tie nda pe que ña y oscura e n la cim a de una loma que daba al estuario del
Murm e il. Una vie ja de saliñada cuya nariz casi le tocaba la barbilla le s inform ó que
Triptom ologius se había m archado esa mañana para instalar un puesto, pues pensaba vender sus
m e rca ncía s e n la fe ria .
Los dos bajaron la lom a por zigzague ante s tram os de e scale ras de piedra, bajo los
torcidos y vie jos gable te s de Avallon: un gallardo jove n e n finas ropas nue vas y un hombre
flaco que cam inaba con e l rígido andar de una araña. Fue ron al parque , que de sde el alba
he rvía de actividad y abigarrada confusión. Los que habían lle gado temprano ya ofrecían sus
m e rca ncía s. Los re cié n lle gados se insta la ba n donde podía n e ntre que ja s,
re proche s, riñas, inve ctivas y algunas pe le as ocasionales. Los buhoneros instalaban
sus tie ndas, clavando e stacas e n e l sue lo con grandes martillos de madera, y colgaban telas de
cie n colore s de ste ñidos por e l sol. En los pue stos de com ida ardían los braseros; las salchichas
sise aban e n la grasa calie nte ; se se rvía pescado asado, empapado en ajo y aceite, en rebanadas
de pan. Las naranjas de los valle s de Dascine t com pe tían e n color y fragancia con las rojas
uvas de Lyone sse , las m anzanas de W ysrod, las granadas, ciruelas y membrillos de Dahaut. Al
final de l parque , unos caballe te s de lim itaban una franja larga y estrecha donde se exigía que
se instalaran los m e ndigos: le prosos, tullidos, trastornados, de form e s y ciegos. Cada cual
ocupaba un sitio de sde donde e m itía sus lam e ntos; algunos cantaban, otros tosían, otros
ulula ba n de dolor. Los tra storna dos te nía n e spum a e n la boca e insultaban a los paseantes. El
ruido de e ste se ctor se oía e n todo e l parque , cre ando un contrapunto a la m úsica de las
gaitas, los violine s y las cam panas.
C arfilhiot y R ughalt cam inaron de un lado al otro, buscando e l pue sto donde
Triptom ologius ve ndía sus e se ncias. R ughalt, con que jidos de frustración, señalaba gordas
carte ras que habrían sido fácile s de arre batar si sus flaque zas no se lo hubieran impedido.
C arfilhiot se de tuvo para adm irar un par de caballos ne gros bicéfalos de gran tamaño y fuerza
que habían arrastrado un carrom ato al parque . Fre nte al carrom ato un niño tocaba alegres
m e lodías con su gaita, m ie ntras una bonita m uchacha rubia dirigía junto a una m e sa la
a ctua ción de unos gatos que , a l son de e sa s m e lodía s, salta ba n, pate a ba n, giraban, se
inclinaban y m e ne aban la cola.
El niño te rm inó de tocar y de jó la gaita a un lado; un hom bre alto y de lgado de

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a spe cto juve nil, cara e x tra ña y pe lo de color a re na salió a una plataforma frente al carromato.
Lle vaba una túnica ne gra con sím bolos de los druidas y un alto sombrero negro con cincuenta
y dos cam panillas de plata colgadas de l ala. Alzó los brazos para llam ar la ate nción de la
m ultitud. La niña subió de un brinco a la plataform a. Estaba ve stida como un muchacho, con
botas blancas, pantalone s ce ñidos de te rciope lo azul, y una chaque ta azul oscuro con ranas
doradas e n la de lante ra.
—¡Am igos! —dijo la niña—. ¡O s pre se nto al de stacado m aestro en las artes curativas,
e l doctor Fide lius!
Saltó al sue lo y e l doctor Fide lius inte rpe ló a la m ultitud.
—Dam as y caballe ros: todos conoce m os afliccione s de una u otra índole. La viruela,
los furúnculos, las alucinacione s. Pe rm itidm e aclarar, ante todo, que m is facultade s son
lim itadas. C uro la gota y la lom briz, e l e stre ñim ie nto, la e stre che z y la tumefacción. Calmo la
picazón. C uro la sarna. Espe cialm e nte aplaco la angustia de las rodillas re chinante s y
crujie nte s. Sólo quie n sufra e sa dole ncia sabe cuánto m ale star causa.
Mie ntras e l doctor Fide lius hablaba, la niña se m ovía e ntre la m ultitud vendiendo
ungüe ntos y tónicos que lle vaba e n una bande ja. El doctor Fide lius de sple gó un gráfico.
—O bse rvad e ste dibujo. R e pre se nta la rodilla humana. Cuando se las tima, como ante
e l golpe de una barra de hie rro, la rótula re troce de ; la a rticulación se convie rte e n una
palanca; la pie rna se m ue ve de atrás para ade lante com o e l ala de un grillo, con sonidos
cre pitante s.
R ughalt sintió un profundo inte ré s.
— ¡Mis rodillas podrían se rvir com o m ode lo para e se discurso! —le dijo a Carfilhiot.
— Fantástico —dijo C arfilhiot.
— Escuche m os —dijo R ughalt, alzando la m ano.
— Esta aflicción tie ne un re m e dio —continuó e l doctor Fide lius, re cogie ndo un
re cipie nte de arcilla y alzándolo—. Aquí te ngo un ungüe nto de orige n e gipcio. Pe ne tra
dire cta m e nte e n la a rticulación y forta le ce m ie ntra s a livia. Los ligamentos recobran el tono. La
ge nte lle ga a m i laboratorio con m ule tas y sale renovada. ¿Por qué sufrir esta flaqueza cuando la
curación pue de se r casi inm e diata? El ungüe nto e s costoso, un florín de plata por frasco, pero
re sulta barato si se tie ne n e n cue nta sus e fe ctos. El ungüe nto cuenta además con mi garantía
pe rsonal.
R ugha lt e scucha ba fascina do.
— ¡R e a lm e nte de bo proba r e se ungüe nto!
— Vam os —dijo C arfilhiot—. Ese hom bre e s un charlatán. No gastes tiempo y dinero
e n e sa s tonte rías.
— No te ngo nada m e jor e n qué gastarlo —re plicó R ughalt con repentino enfado—. ¡Si
m is pie rnas fue ran ágile s nue vam e nte , te ndría dine ro de sobra!
C arfilhiot m iró de soslayo al doctor Fide lius.
— He visto a e se hom bre e n a lguna parte .
— ¡Ba h! —gruñó R ugha lt—. No e re s tú quie n sufre e stos dolores, así que puedes darte
e l lujo de se r e scé ptico. Yo de bo afe rrarm e a cualquie r atisbo de e spe ranza. ¡O ye , doctor
Fide lius! Mis rótulas re sponde n a tu de scripción. ¿Pue de s procurarm e alivio?
— ¡Acé rcate , am igo! —dijo e l doctor Fide lius—. Incluso a e sta distancia diagnostico el
típico m ale star. Se conoce com o «rodilla de te chista» o «rodilla de ladrón», pues a menudo
surge de l im pacto de la rodilla e n las te jas de un te jado.. Por favor acé rcate para que pueda
e x a m ina r tu pie rna con cuida do. C a si pue do garantiza r tu cura e n un bre ve pe ríodo. ¿Eres
te chista?
— No —re plicó R ughalt con m al ce ño.
— No im porta. Una rodilla e s una rodilla. Si se la de ja sin tratar, se vue lve

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am arilla, e x pulsa astillas de hue so de te riorado y cre a m ole stias. Im pe dire m os que e so
ocurra. Ve n por aquí, de trás de l carrom ato.
R ughalt siguió al doctor Fide lius al otro lado de l carrom ato. C arfilhiot se volvió con
im pacie ncia y fue e n busca de Triptom ologius. Pronto e ncontró al nigromante, que llenaba los
anaque le s de su pue sto con artículos lle vados e n un carro tirado por un pe rro.
Los dos inte rcam biaron saludos y Triptom ologius le pre guntó por qué e staba allí.
C arfilhiot re spondió e vasivam e nte , aludie ndo a intrigas y m iste rios que e ra m e jor no
com e ntar.
— Tam ure llo de bió de jarm e un m e nsaje —dijo C arfilhiot—. ¿Lo has visto
últim am e nte ?
— Lo vi a ye r. El m e nsa je no hacía re fe re ncia a ti. Él se e ncue ntra e n P á roli.
— Entonce s m e dirigiré de prisa a Pároli. De be s conse guirm e un bue n caballo y diez
coronas de oro, que Tam ure llo te de volve rá.
Triptom ologius que dó sorpre ndido.
— ¡Su m e nsaje no m e ncionaba e so!
— Entonce s e nvía un nue vo m e nsaje , pe ro pronto, pues tengo que partir de Avallon en
se guida... m añana a m ás tardar.
Triptom ologius se acarició la barbilla larga y gris.
— No pue do darte m ás de tre s coronas. Te ndrás que arre glarte con e so.
— ¿Q ué ? ¿De bo com e r m e ndrugos y dorm ir bajo un se to?
Tras unos m inutos de indigno re gate o, C arfilhiot ace ptó cinco coronas de oro, un
caballo bie n e quipado y alforjas con provisione s de clase y calidad cuidadosam e nte
e stipuladas.
C arfilhiot re gre só por e l parque . Se de tuvo junto al carromato del doctor Fidelius, pero
las pue rtas late rale s e staban ce rradas y no se ve ía a nadie : ni al doctor Fide lius, ni al niño,
ni a la m uchacha, ni a R ughalt.
De vue lta e n e l Toro Ne gro, C arfilhiot se se ntó a una m e sa frente a la posada. Estiró
las pie rnas, be bió un am arillo vino de m oscate l y re fle x ionó sobre las circunstancias de su vida.
Últim am e nte no le había ido bie n. Se le agolparon im áge ne s e n la m e nte , y algunas lo
hicie ron sonre ír y otras lo e x aspe raron. Al re cordar la e m boscada de Drave nshaw, soltó un
que jido y ce rró la m ano sobre la copa. Había lle gado e l m om e nto de destruir definitivamente
a sus e ne m igos. En su m e nte los ve ía con aspe cto de be stias: pe rros, comadrejas, jabalíes,
zorros de cara ne gra y burlona. Se le pre se ntó la im agen de Melancthe. Estaba en la penumbra
de su palacio, de snuda salvo por una guirnalda de viole tas e n el pelo negro. Serena y callada,
m iraba a travé s de é l. C arfilhiot se irguió e n la silla. Me lancthe sie m pre lo había tratado con
de sdé n, com o si se conside ra ra de naturale za supe rior, e n te oría por e l hum o ve rde . Se
había adue ñado de todos los arte factos m ágicos de De sm ë i, sin de jarle ninguno. Por
arre pe ntim ie nto, o culpa, o quizá tan sólo para acallar sus re proches, había seducido al mago
Shim rod para que C arfilhiot pudie ra robarle sus acce sorios m ágicos, que de todos modos, a
causa de la clave utilizada por Shim rod, no le habían se rvido de nada. Al re gre sar a Tintzin
Fyral te ndría que ... ¡Shim rod! C arfilhiot re accionó. ¿Dónde e staba R ughalt, que se había
e ntre gado tan confiadam e nte al tratam ie nto de l doctor Fide lius?
¡Shim rod! Si é l había captura do a R ugha lt, ¿quié n se ría e l siguiente? Carfilhiot tiritó y
sintió que se le re volvía e l e stóm ago. Se le vantó y m iró hacia e l parque. No había indicios de
R ughalt. C arfilhiot m aldijo e ntre die nte s. No te nía ni m one das ni oro, ni las tendría hasta el
día siguie nte .
Trató de re cobrar la com postura. Inhaló profundam e nte y apre tó los puños.
— ¡Soy Faude C arfilhiot! ¡Soy e l m e jor de los m e jore s! ¡Ejecuto mi peligrosa danza al
borde de l cie lo! Tom o la arcilla de l de stino e n m is m anos y la m oldeo a voluntad. ¡Soy Faude
C arfilhiot, e l incom parable !

246
C on paso firm e y lige ro, e chó a andar por e l parque . C omo no tenía ningún arma, se
de tuvo para re coge r una e staca rota: una vara de fre sno de m ás de tre inta centímetros de
largo, que ocultó bajo la capa m ie ntras se dirigía al carrom ato de l doctor Fide lius.
Una ve z de trás de l carrom ato de l doctor Fide lius, R ughalt dijo con voz hue ca:
— Has m e ncionado e l dolor de rodilla, y a m í am bas m e due le n bastante. Crujen y
re chinan y a ve ce s se arquean hacia atrás, causándom e incom odidad.
— ¡Inte re sa nte ! —e x clam ó e l doctor Fide lius—. Inte re sante de veras. ¿Cuánto hace
que pade ce s e sta aflicción?
— De sde sie m pre , o e so pare cie ra . Me ocurrió durante m i tra bajo. Yo sufría choques
de calor y frío, hum e dad y se que dad. Ade m ás e staba obligado a grandes esfuerzos, pues debía
girar, e m pujar y tirar, y cre o que e so de bilitó m is rodillas.
— ¡Ex acto! Aun así, e ste caso e s m uy e spe cial. No e s e l típico dolor de rodilla de
Avalle n.
— Entonce s yo re sidía e n Ulfla ndia de l Sur.
— ¡Eso lo e x plica! Para la e nfe rm e dad de Ulflandia del Sur hay ciertos remedios que no
te ngo e n e l carrom ato. —Shim rod llam ó a Glyne th, quien se acercó mirando a ambos hombres.
Shim rod la lle vó aparte —. Hablaré con e ste caballe ro alre de dor de una hora. C ie rra e l
carrom ato, e ngancha los caballos. Tal ve z e sta noche partam os con rum bo a Lyone sse .
Glyne th a sintió y fue a lle varle la noticia a Dhrun.
—Ve n por aquí, por favor —le dijo Shim rod a R ughalt.
Al cabo de un rato, R ughalt hizo una pre gunta que jum brosa:
— ¿Por qué vam os tan le jos? ¡Estam os m uy le jos de la ciudad!
— Sí, m i dispe nsario e stá a lgo a isla do. Aun a sí, cre o que pue do pro m e te rte una
cura total.
Las rodillas de R ughalt crujían y re chinaban cada ve z m ás, y sus que jas se
inte nsificaron.
— ¿Hasta dónde de be m os ir? C ada paso que dam os e s un paso que tenemos que
de sandar. Mis rodillas ya e stán cantando un triste due to.
— ¡Nunca m ás cantarán! Tu curación se rá absoluta y de finitiva.
— Es bue no sabe rlo. Pe ro no ve o indicios de tu dispe nsario.
— Está por allá, de trás de e se bosque cillo de alisos.
— Ex traño lugar para un dispe nsario.
— Muy apropiado para nue stros propósitos.
— ¡Pe ro si ni siquie ra hay un se nde ro!
— Así ase guram os nue stro aislam ie nto. Bue no, por aquí, detrás del bosquecillo. Mira
e ste fre sco e x cre m e nto de vaca.
— Pe ro aquí no hay nada.
— Aquí e stam os tú y yo, y yo soy Shim rod e l m ago. R obaste m i casa de Trilda y
que m a ste a m i a m igo Grofine t. Hace tie m po que os busco a ti y a tu cóm plice .
— ¡Tonte rías! No sé de qué m e hablas. Lo que dice s e s absurdo... ¿Q ué e stás
hacie ndo? De te nte . ¡De te nte , digo! —Y m ás tarde —: ¡Te n pie da d! ¡Ba sta! ¡Me obligaron a
hace rlo!
— ¿Q uié n?
— No m e atre vo a de cirlo... ¡No, no! Basta, te lo diré ...
— ¿Q uié n te lo orde nó?

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— C arfilhiot de Tintzin Fyral.
— ¿Por qué razón?
— Q ue ría tus arte factos m ágicos.
— Eso e s m uy re buscado.
— Es ve rdad. Lo incitó e l m ago Tam ure llo, que se ne gaba a dar nada a C arfilhiot.
— C ué ntam e m ás.
— No sé nada m ás... ¡Ah, m onstruo! ¡Te lo diré !

— ¡Dilo! ¡De prisa, no te de te ngas a pe nsar! ¡No jade e s, habla!


— C arfilhiot e stá e n Avalle n, e n e l Toro Ne gro... ¿Q ué e stás hacie ndo? ¡Te he dicho
todo!
— Ante s de m orir de be s hum e ar un poco, com o Grofine t.
— ¡Pe ro te he dicho todo! ¡Te n pie dad!
— Sí, tal ve z. No te ngo e stóm ago para la tortura, así que m ue re . Ésta e s m i cura
para e l dolor de rodilla.
C arfilhiot e ncontró e l carrom ato ce rrado, pe ro los caballos bicé falos e staban
e nganchados a la vara, com o pre parados para partir. Fue a la pue rta trasera del carromato y
apoyó la ore ja e n e l pane l. No oyó nada, salvo e l ruido de la fe ria a sus e spaldas.
R ode ó e l carrom ato y de scubrió al niño y la m uchacha junto a una fogata donde
asaban trozos de tocino y ce bolla.
La niña alzó los ojos cuando se ace rcó C arfilhiot; e l niño pare cía m irar e l fue go.
C arfilhiot se asom bró de su actitud distante . Un m e chón de rizos rubios le caía sobre la cara;
los rasgos e ran de licados, pe ro e né rgicos. Era, pe nsó C arfilhiot, un niño m uy distinguido.
Te ndría nue ve o die z años. La m uchacha te nía dos o tres años más; estaba en la primavera de
su vida y e ra ale gre y dulce com o un narciso. Miró a C arfilhiot a los ojos, abrió la boca y
pe rm ane ció así durante unos se gundos, pe ro atinó a de cir:
—Se ñor, e l doctor Fide lius no e stá a quí a hora .
C arfilhiot se le ace rcó de spacio. La niña se le vantó. El m uchacho se volvió hacia
C arfilhiot.
— ¿C uándo re gre sará? —pre guntó C arfilhiot am able m e nte .
— C re o que m uy pronto —dijo la niña.
— ¿Sa be s a donde fue ?
— No. Te nía que a te nde r un a sunto im porta nte , y nos de bía m os ir e n cua nto
re gre sa ra .
— Bie n, e ntonce s todo e stá e n orde n —dijo C a rfilhiot—. Entra e n e l carrom ato e
ire m os a ve r al doctor Fide lius.
El niño habló por prim e ra ve z. A pe sar de sus rasgos distinguidos, Carfilhiot lo había
conside rado tím ido y apocado. Le sorpre ndió e l tim bre de autoridad con que habló.
— No pode m os irnos de aquí sin e l doctor Fide lius. Ade m ás e stam os hacie ndo la
ce na.
— Espe ra ade lante , por favor —dijo la niña a C arfilhiot, volviendo su atención hacia el
tocino sise ante .

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27

El río C a m be r, a l a ce rcarse a l m ar, se unía a l Murm e il y se conve rtía en un estuario


de aprox im adam e nte cincue nta k ilóm e tros de largo: e l C am be rm outh. Entrar y salir de la
bahía de Ava lle n e ra inse guro a causa de las m are a s, las corrientes arremolinadas, las nieblas
e stacionale s y los bancos de are na que se m odificaban con los cam bios de tie m po.
El viaje ro que lle gaba a Avallon de sde e l sur por e l C am ino de Icnield debía cruzar el
e stua rio, que e n e se punto te nía unos doscie ntos m etros de ancho, en una barcaza, sujeta a un
cable por una cade na que colgaba de una m aciza pole a. En e l sur, e l cable estaba sujeto a la
cim a de Pie dra De ntada junto al faro. En e l norte , te rm inaba e n un contrafue rte de piedra
a pisona da sobre e l río Escarpa . El cable cruza ba e l e stua rio e n á ngulo; cua ndo la barcaza
zarpa ba de P ie dra De nta da , la m are a la im pulsa ba por e l e stua rio hasta el muelle de Slange,
bajo e l río Escarpa. Se is horas de spué s, la m are a baja im pulsaba la barcaza de vuelta hacia
la costa sur.
Aulas y sus com pa ñe ros, que cabalga ba n hacia e l norte por e l C a m ino de Icnield,
lle garon a P ie dra De nta da a m e dia tarde . Al cruza r e l puente de Piedra Dentada se detuvieron a
m irar e l e x te nso paisa je que de pronto se pre se ntaba ante ellos: el Cambermouth se extendía
e n una curva hacia e l oe ste , donde pare cía volca rse e n e l horizonte ; hacia e l e ste se
e nsanchaba hasta unirse con e l Golfo C antábrico.
La m are a e staba cam biando; la barca za se e ncontraba en la costa de Piedra Dentada.
Las nave s que e ncontraban vie nto favorable se inte rna ba n e n e l e stua rio con las ve las
de sple gadas, y e ntre e llas había un gran falucho de dos m ástile s que exhibía la bandera de
Troicine t, que se a ce rcó a la costa norte y a tracó e n Sla nge .
Los tre s cabalga ron cam ino a ba jo hasta e l puerto donde la barcaza esperaba la marea
alta para zarpar.
Aulas pagó e l pe aje y los tre s abordaron la barcaza, una pe sada chalana de quince
m e tros de largo y se is de ancho, cargada de carros, ganado, buhoneros y mendicantes que se
dirigían a la fe ria; tam bié n varias m onjas de l conve nto de la isla W hanish, en peregrinación
hacia la Pie dra Sagrada que San C ohiba había traído de Irlanda.
En Sla nge , Aulas fue hacia e l falucho troicino e n busca de noticia s, m ie ntra s sus
a m igos e spe raban. R e gre só a ba tido. Ex tra jo e l Nunca -falla. El diente señalaba hacia el norte.
— En ve rdad no sé qué hace r —e x clam ó con se m blante frustrado.
— ¿Q ué noticias tie ne s de Troicine t? —pre guntó Yane .
— Dice n que e l re y O spe ro yace e nfe rm o e n su cam a. Si m ue re y yo no e stoy allí,
Tre wan se rá coronado... tal com o lo plane ó. De be ría dirigirm e de prisa hacia e l sur, pero no
pue do hace rlo con m i hijo Dhrun e n e l norte .
C argus, tras un m om e nto de re fle x ión, dijo:
— De todos m odos no pue de s viajar hacia e l sur hasta que la barcaza regrese a Piedra
De ntada. Entre tanto, Avallon e stá a una hora de viaje hacia e l norte , y quié n sabe qué
e ncontrare m os.
— ¡Q uie n sabe ! ¡Pongám onos e n m archa!
Los tre s apuraron e l paso; re corrie ron los últim os k ilóm e tros del Camino de Icnield,
e ntre Slange y Avallon, y lle garon por una carre te ra que borde aba e l parq ue. De scubrieron
una gran fe ria que ya e ntraba e n su e tapa final. Junto al parque, Aillas consultó el Nunca-falla.
El die nte se ñalaba a l norte , hacia un bla nco que tal ve z e staba e n e l parque o tal vez más
allá.
—Podría e star e n e ste parque o a cie n k ilóm e tros a l norte , o e n cua lquie r parte
inte rm e dia —prote stó Aillas—. Esta noche re visare m os toda la ciudad, y mañana, me guste o
no, re gre sa ré a l sur con la barca za de l m e diodía.

249
Bue na e stra te gia —dijo Yane —, y a ún m e jor si pode m os e ncontrar alojamiento para
e sta noche .
— El Toro Ne gro pare ce un sitio atractivo —dijo C argus—. Una o dos jarras de
ce rve za am arga no nos ve ndrán m al.
— Vam os pue s al Toro Ne gro. Si la sue rte nos acom paña, habrá lugar para descansar.
C uando pidie ron alojam ie nto, e l posade ro alzó las m anos desesperado. Luego uno
de los m ozos de corde l le hizo una se ña.
C uarto de l Duque e stá abie rto, se ñor. El grupo no ha lle gado. ¡El Cuarto del Duque!
¿Por qué no? No pue do m ante ne r un alojam ie nto se le cto toda la noche. —El posadero se frotó
las m anos—. Lo llam am os e l «C uarto de l Duque » porque el duque Snel de Sneldyke nos honro
con su visita no hace m ás de doce años. De bé is pagar con m onedas de plata. Durante la Gran
Fe ria, y por e l C uarto de l Duque , pe dim os una tarifa adicional.
Aulas pagó con un florín de plata.
—Llé vanos ce rve za a fue ra, bajo e l á rbol.
Los tre s se se ntaron a una m e sa y disfrutaron de la fre sca brisa de l atardecer. Las
m ultitude s se habían re ducido a un grupo de visitante s tardíos que e spe raban conse guir
alguna ganga, y a pordiose ros. La m úsica había perdido intensidad; los vendedores empacaban
sus m e rcancías; los acróbatas, contorsionistas, m im os y m alabaristas se habían marchado.
La Gra n Fe ria te rm ina ba form a lm e nte a l día siguie nte , pe ro ya e staban de sarm a ndo
pabe llone s y tie ndas. Las carre tas y carrom atos se iban de l parque para dirigirse a todos los
rum bos: norte , e ste , sur y oe ste . Fre nte a l Toro Ne gro pasó e l colorido carromato del doctor
Fide lius, tirado por un par de caballos ne gros bicé falos y conducido por un apuesto y joven
caballe ro de notable aparie ncia.
Yane se ñaló los caballos con asom bro.
— ¡Ve d e sa m aravilla! ¿Son m onstruos, u obra de la m agia?
— Pe rsona lm e nte —dijo C a rgus—, pre fe riría a lgo m e nos ostentoso. Aulas se levantó
de un brinco para m irar e l carrom ato. Se volvió a sus com pañe ros.
— ¿Habé is visto al conductor?
— C laro: un jove n noble brom ista.
— O un jove n adve ne dizo con pre te nsione s de noble za. Aillas se se ntó
re fle x iva m e nte .
—Lo he visto ante s... e n e x trañas circunstancias. —Alzó la jarra y la encontró vacía—
. ¡Muchacho, trae m ás ce rve za! Be be re m os, y lue go se guire m os al Nunca-falla por lo menos
hasta e l linde de la ciudad.
Los tre s guardaron sile ncio, obse rvando e l tráfico de la calle y del parque. El camarero
le s sirvió ce rve za; e n e se m ism o instante un hom bre alto con pe lo de color arena y aspecto
de se ncajado se le s ace rcó. Se de tuvo para hace rle una pre gunta al cam are ro.
— Soy e l doctor Fide lius. ¿No ha pasado por aquí m i carrom ato? Va tirado por un
par de caballos ne gros bicé falos.
— No he visto tu carrom ato, se ñor. Estaba ocupado sirvie ndo ce rve za a e stos
caballe ros.
— Se ñor —dijo Aillas—, tu carrom ato pasó hace sólo unos m inutos.
— ¿Y viste al conductor?
— Me fijé e spe cia lm e nte e n é l: un hom bre de tu e da d, de pe lo oscuro, rasgos
a rm oniosos y una a ctitud e ntre a rrogante y te m e raria . C re o que lo he visto a ntes, aunque
no re cue rdo dónde .
Yane se ñaló.
— Fue hacia e l sur por e l C a m ino de Icnie ld.

250
— Entonce s te ndrá que de te ne rse e n C am be rm outh. —Se volvió hacia Aillas—. Si yo
nom brara a Faude C arfilhiot, ¿e so te re fre scaría la m e m oria?
— Por supue sto. —Aulas e vocó un pe ríodo de afane s, fugas y vagabundeos—.
Lo vi una ve z e n su castillo.
— Has confirm ado m is pe ore s te m ore s. Muchacho, ¿puedes conseguir me un caballo?
— De bo ir a ve r a l e stable ro, se ñor. C ua nto m e jor se a e l caballo, más dinero pedirá.
Shim rod le arrojó una corona de oro.
—Tráe m e e l m e jor, y de prisa .
El m uchacho se fue a la carre ra. Shim rod se se ntó a e spe rar. Aulas lo m iró de
soslayo.
— ¿Q ué harás cuando lo alcance s e n Slange ?
— Haré lo que de ba hace rse .
— Te ndrás las m anos ocupadas. Él e s fue rte y sin duda e stá bie n arm ado.
— No te ngo a lte rna tiva . Ha se cue stra do a dos niños que quie ro m ucho, y podría
hace rle s daño.
— C re e ría cualquie r cosa de C arfilhiot —dijo Aulas. R e fle x ionó sobre sus propias
circunstancias y tom ó una de cisión. Se puso de pie —. C abalgaré contigo hasta Slange. Mi
propia m isión pue de aguardar un par de horas. —El Nunca-falla aún le colgaba de la
m uñe ca. Aillas lo m iró incré dulam e nte —. ¡Mirad e l die nte ! —e x clam ó.
— ¡Ahora apunta al sur!
Aillas se volvió de spacio hacia Shim rod.
— C arfilhiot se dirigía hacia e l sur con dos niños. ¿C óm o se llam an?
— Glyne th y Dhrun.
Los cua tro hom bre s cabalga ron hacia e l sur a la luz de l a ta rdecer, y la gente que iba
por e l cam ino, a l oír e l tre pida r de los cascos, se a pa rtaba para dejarlos pasar y luego se volvía
intriga da , pre guntá ndose por qué e sos jine te s cabalga ba n con tanta prisa por el Camino de
Icnie ld.
Los cuatro atrave saron e l bre zal y subie ron a las Alturas R ibe reñas, donde frenaron
los caballos. El C am be rm outh re fulgía a la luz de l cre púsculo. La barcaza no había esperado
la m are a baja. Para aprove char la luz de l día había zarpado de Slange con el cambio de marea
y ya e staba e n m e dio de l río. El carrom ato de l doctor Fide lius había sido e l últim o e n
abordarla. Había un hom bre de pie junto al carrom ato, pre sum ible m e nte Faude Carfilhiot.
Los cuatro bajaron la colina hasta Slange , donde se enteraron de que la barcaza viraría
hacia e l norte poco de spué s de m e dianoche , cuando la marea subiera nuevamente, y no cruzaría
a P ie dra De nta da hasta e l a m a ne ce r.
— ¿No hay otro cam ino a travé s de l agua? —pre guntó Aillas al empleado del puerto.
— C on vue stros caballos no.
— ¿Pe ro pode m os cruzar sin e llos?
— Tam poco, m i se ñor. No hay vie nto para hinchar las ve las, y nadie se atrevería a
cruza r a re m o con la corrie nte e n ple na bajam ar, a unque ofre cie ra s oro y pla ta. Terminaría
e n la isla de W ha nish, o m ás a llá. R e gre sa a l a m a ne ce r y via ja cóm odam e nte .
De vue lta e n la cim a, vie ron cóm o la barca za a tracaba e n Pie dra De nta da . El
carrom ato bajó a la costa, tom ó por la carre te ra y se pe rdió de vista.
— Allá van —dijo Shim rod—. No podre m os alcanzarlos ahora, pue s los caballos
corre rán toda la noche . Pe ro conozco su de stino.
— ¿Tintzin Fyral?

251
— Prim e ro se de te ndrá e n Pároli para visitar al m ago Tam ure llo.
— ¿Dónde que da Pároli?
— En e l bosque , a poca distancia. Pue do com unicarm e con Tamurello desde Avallon,
por inte rm e dio de un tal Triptom ologius. Al m e nos ve lará por la seguridad de Glyneth y Dhrun
si C arfilhiot los lle va a Pároli.
— Mie ntras tanto e stán a su m e rce d.
— Así e s.
El C am ino de Icnie ld, pálido com o pe rgam ino a la luz de la luna, atravesaba una tierra
oscura y sile nciosa donde no se ve ía un solo de ste llo de luz. Los dos caballos bicé falos
arrastraban e l carrom ato de l doctor Fide lius hacia e l sur, con ojos de sorbitados y narice s
re soplante s, locos de odio por e sa criatura que los conducía com o nadie lo había he cho.
A m e dianoche C arfilhiot hizo un alto junto a un arroyo.
Mie ntra s los caballos be bía n y pasta ba n junto a l cam ino, fue a la parte trasera del
carrom ato y abrió la pue rta.
—¿C óm o anda todo ahí?
De spué s de una pausa, Dhrun re spondió de sde la oscuridad:
— Bie n.
— Si que ré is be be r o aliviar e l vie ntre , bajad, pe ro no inte nté is nada, pues no tengo
pacie ncia.
Glyne th y Dhrun hablaron e n susurros, y convinie ron e n que no había razones para
viajar incóm odam e nte . Bajaron caute losam e nte de l carrom ato.
C arfilhiot le s conce dió die z m inutos, lue go le s orde nó que subie ran de nue vo al
carrom ato. Dhrun e ntró prim e ro, callado y te nso de furia. Glyne th se de tuvo con un pie en el
e scalón infe rior de la e scale rilla. C arfilhiot daba la e spalda a la luna.
—¿Por qué nos has se cue strado? —pre guntó Glyne th.
— Para que Shim rod, a quie n vosotros conocé is com o e l doctor Fidelius, no use su
m agia contra m í.
— ¿Pie nsas libe rarnos? —pre guntó Glyne th, tratando de que no le te mblara la voz.
— No e n se guida. Sube al carrom ato.
— ¿Adonde vam os?
— Nos inte rna re m os e n e l bosque y via ja re m os hacia e l oe ste .
— ¡Por favor, dé janos ir!
C arfilhiot la e studió a la luz de la luna. Una bonita criatura, pe nsó, lozana como
una flor silve stre .
—Si te portas bie n —re puso—, te ocurrirán cosas agradable s. Por ahora entra en el
carrom ato.
Glyne th e ntró, y C arfilhiot ce rró la pue rta.
Una ve z m ás, e l carrom ato se puso e n m archa por e l C am ino de Icnie ld. Glyneth
habló a Dhrun al oído:
— Ese hom bre m e a susta. Estoy se gura de que e s e ne m igo de Shim rod.
— Si pudie ra ve r —m a sculló Dhrun—, lo a trave saría con m i e spada.
— Yo no sé si podría hace rlo —dijo Glyne th con voz vacilante —. A m e nos que
inte ntara hace rnos daño.
— Entonce s se ría de m asia do tarde . Suponga m os que te a postas junto a la puerta.

252
C uando é l abra, ¿podrás atrave sarle e l cue llo?
— No.
Dhrun guardó sile ncio. Al cabo de un m om e nto cogió su gaita y com e nzó a tocar
suave s notas y m e lodías para pode r pe nsar.
— Es raro —dijo al cabo de un m om e nto—. Aquí e stá oscuro, ¿ve rdad?
— Muy oscuro.
— Tal ve z nunca toqué e n la oscuridad. O tal ve z nunca lo noté. Pero cuando toco, las
a be ja s doradas re volote a n com o si e stuvie ra n m ole sta s.
— Tal ve z le s im pide s dorm ir.
Dhrun se puso a tocar con m ás e ntusiasm o. Tocó una jiga, y lue go otras danzas.
C arfilhiot gritó por la ve ntanilla:
— ¡De ja de soplar e se instrum e nto! Me pone los ne rvios de punta.
— ¡Asom broso! —le m urm uró Dhrun a Glyne th—. Las abe jas se irritan. Al igual
que é l —se ña ló con e l pulga r—, no tie ne n oído para la m úsica.
Se lle vó la gaita a los labios, pe ro Glyne th lo de tuvo.
—¡No, Dhrun! ¡Nos va a hace r daño!
Los caballos corrie ron toda la noche sin fatigarse , pe ro aun así enfurecidos contra el
de m onio que los som e tía a e se e sfue rzo. Una hora de spué s de l a lba, Carfilhiot hizo otro alto
de die z m inutos. Ni Dhrun ni Glyne th quisie ron com e r; C arfilhiot e ncontró pan y pe scado
se co e n la de spe nsa de l fondo de l carrom ato; com ió unos bocados y nuevamente reanudó la
m archa.
El carrom ato avanzó todo e l día por los gratos paisaje s de l sur de Dahaut: una
com arca llana de vasta e x te nsión bajo un cie lo ve ntoso.
Al cae r e l día , e l carrom ato cruzó e l río Tam por un pue nte de pie dra de sie te
arcadas, y así e ntró e n Pom pe rol, sin obje cione s de l único oficial de fronteras de Dahaut ni de
su corpule nto cole ga pom pe rano, am bos pre ocupados por su partida de ajedrez, en una mesa
situa da pre cisa m e nte sobre la fronte ra, e n e l ce ntro de l pue nte .
El paisa je cam bió; bosque s y colina s a isla da s y re dondas, cada cual coronada por un
castillo, re duje ron las vastas pe rspe ctivas de Dahaut a una e scala hum ana.
Al anoche ce r los caballos e m pe zaron a pe rde r e l re sue llo; C arfilhiot supo que no
podría hace rlos andar otra noche e nte ra. Viró hacia e l bosque y se de tuvo junto a un
m anantial. Mientras de se nganchaba los caballos y los ataba donde pudieran beber y pastar,
Glyne th pre paró una fogata, colgó la olla de hie rro de l trípode e improvisó una sopa con lo que
había a m ano. Sacó los gatos de l ce sto y le s pe rm itió corre te ar por una zona bien delimitada.
Mie ntra s com ía n la m ode sta ce na, Dhrun y Glyne th habla ba n e n voz baja. Carfilhiot, del otro
lado de la fogata, los obse rvaba con ojos e ntornados, sin de cir nada.
La actitud de C arfilhiot inquie taba cada ve z m ás a Glyne th. C uando e l crepúsculo
oscure ció e l cie lo, llam ó a sus gatos y los guardó e n sus ce stos. C arfilhiot, con apare nte
pasividad, conte m plaba sus curvas tenues pero insinuantes, las gracias y los elegantes ademanes
que volvían a Glyne th tan singular y atractiva.
Glyne th lavó la olla de hie rro, la guardó e n e l arm ario con e l trípode . C arfilhiot se
puso de pie , se de spe re zó. Glyne th lo m iró de re ojo m ie ntras él se dirigía a la parte trasera del
carrom ato para sacar un je rgón que te ndió junto al fue go.
Glyne th susurró algo al oído de Dhrun. Am bos fue ron al carrom ato.
— ¿Adonde vais? —pre guntó C arfilhiot.
— A acostarnos —dijo Glyne th—. ¿A qué otro sitio podríam os ir? C arfilhiot aferró a
Dhrun y lo m e tió e n e l carrom ato, lue go ce rró y atrancó la pue rta.

253
—Esta noche —le dijo a Glyne th— te acostarás conm igo junto al fue go, y mañana
te ndrás m ucho e n qué pe nsa r.
Glyne th trató de e scabullirse , pe ro C arfilhiot le afe rró e l brazo.
—Ahorra tu e ne rgía —le dijo—. Pronto te se ntirás cansada, pe ro no que rrás parar.
De ntro de l carrom ato, Dhrun tom ó la gaita y se puso a tocar, con furia e impotente
pe sar por lo que le suce día a Glyne th. Las abe jas doradas, que e staban a punto de
de scansar, con sólo un zum bido ocasional para re cordar a Dhrun su pre sencia, revolotearon
con re ncor, pe ro Dhrun no de jaba de tocar.
C arfilhiot se le vantó y cam inó hacia e l carrom ato.
—¡Te rm ina con e se ruido! ¡Me alte ra los ne rvios!
Dhrun tocó con un e ntusiasm o aún m ayor que casi lo e le vó de l asiento. Las abejas
doradas re volote aban e n zigzag por todas parte s. Al fin, desesperadas, huyeron de los ojos de
Dhrun. Dhrun tocó con m ás fue rza.
C arfilhiot fue hasta la pue rta.
—Voy a e ntrar. Te rom pe ré la gaita y te daré una zurra que te hará callar. Dhrun siguió
tocando, y la m úsica e x citaba tanto a las abe jas que se guían re volote ando frenéticamente
de ntro de l carrom ato.
C arfilhiot quitó la tranca, Dhrun de jó la gaita y e x clam ó:
—¡Dasse nach, a m í!
C arfilhiot abrió la pue rta de par e n par. Las abe jas salie ron y le pegaron en la cara;
C arfilhiot re troce dió, lo cual le salvó la vida, pue s la hoja le pasó silbando junto al cuello. Soltó
una sorpre ndida m aldición, arre bató la e spada a Dhrun y la tiró e n la maleza. Dhrun le pateó
la cara; C arfilhiot le afe rró e l pie y arrojó a Dhrun e n e l carrom ato.
—¡Basta de ruido! —jade ó C arfilhiot—. Basta de golpe s y de música, o te haré daño.
C e rró la pue rta y la atrancó. Se volvió a Glyne th, que se había e ncaram ado a las
ram as de un vie jo y m acizo roble . C orrió a tra vé s de l cla ro pe ro e lla ya e staba fue ra de su
alcance . Tre pó de trás de e lla, pe ro Glyne th subió a m ayor altura y llegó hasta la punta de una
ram a que se e ncorvó bajo su pe so. C arfilhiot no se atre vió a se guirla.
Habló con voz se ductora, prim e ro im plorante , lue go am e nazadora, pe ro e lla no
re spondió, y se que dó e n sile ncio e ntre las hojas. C arfilhiot soltó una últim a amenaza que
conge ló la sangre de Glyne th. Lue go C arfilhiot bajó de l árbol. De habe r te nido un hacha,
habría cortado la ram a que la soste nía, o e l árbol m ism o, y la habría de jado m orir.
Glyne th pe rm ane ció e n e l árbol toda la noche , acurrucada y tiritando. C arfilhiot,
te ndido e n e l je rgón junto al fue go, pare cía dorm ir, aunque de cuando en cuando se movía para
arrojar le ña a la fogata, y Glyne th te nía m ie do de bajar.
De ntro de l carrom ato, Dhrun e staba te ndido e n su cam a, e ufórico por habe r
re cobrado la vista, pe ro horrorizado por lo que im aginaba que suce día afuera junto al fuego.
El alba ilum inó le ntam e nte e l carrom ato. C arfilhiot se le vantó del jergón y miró hacia
e l á rbol.
— Baja. Es hora de partir.
— No quie ro bajar.
— C om o quie ras. De un m odo u otro, m e iré .
C arfilhiot e nganchó los caballos y los condujo hacia e l cam ino, donde se quedaron
te m blando y pate ando e l sue lo, e nfure cidos contra su nue vo am o.
Glyne th ve ía los pre parativos con cre cie nte pre ocupación. C arfilhiot la m iraba por
e l rabillo de l ojo. Al fin gritó:
— Baja y e ntra e n e l carrom ato. De lo contrario sacaré a Dhrun y lo e strangularé

254
ante tus ojos. Lue go subiré al árbol, e charé una cue rda sobre la ram a y tiraré hasta partirla.
Te atraparé , o tal ve z no, y saldrás lastim ada. En cualquie ra de am bos casos haré contigo
lo que de se e .
— Si bajo, harás lo m ism o.
— En ve rdad —dijo C arfilhiot—, ya no e stoy de ánim o para tu pobre cuerpo dolorido,
así que baja.
— Q ue prim e ro salga Dhrun de l carrom ato.
— ¿Por qué ?
— Porque te te ngo m ie do.
— ¿C óm o te pue de ayudar?

— Encontraría algún m odo. No conoce s a Dhrun. C arfilhiot abrió la pue rta.


— Sal, pe que ño lagarto.
Dhrun había oído la conve rsación con gran ale gría. Apare nte m e nte Glyne th se
había zafado de C arfilhiot. Fingie ndo ce gue ra, tante ó la pue rta y bajó al sue lo, aunque le
costaba dom inar su e x altación. ¡Q ué be llo e ra e l m undo! ¡Q ué verdes los árboles, qué nobles
los caballos! Nunca había visto e l carrom ato de l doctor Fide lm s: colorido, alto y enorme. Y
allí e staba Glyne th, tan e ntrañable y bonita com o sie m pre , aunque pálida y demacrada, con
ram as se cas y hojas de roble e n los rizos rubios.
Dhrun se que dó junto al carrom ato, m irando e l vacío, C arfilhiot guardó el jergón en
e l carrom ato. Dhrun lo obse rva ba furtiva m e nte . ¡C onque é ste e ra el enemigo! Dhrun lo había
im aginado m ayor, con rasgos borrosos y nariz m anchada, pe ro C arfilhiot tenía ojos claros y
e ra m uy a pue sto.
—Al carrom ato —dijo C arfilhiot—. Pronto, los dos.
— ¡Prim e ro m is gatos de be n corre r! —e x clam ó Glyne th—. Y de be n comer algo. Les
daré un poco de que so.
— Si hay que so, tráe lo aquí —dijo C arfilhiot—. Los gatos pueden comer hierba, y esta
noche todos nosotros pode m os com e r gato.
Glyne th no re spondió, y dio e l que so a C arfilhiot sin hace r com e ntarios. Los gatos
corre te aron, y habrían que rido que darse m ás. Glyne th
tuvo que hablarle s con se ve ridad para que re gre saran a sus cestos. Y una vez más el
carrom ato se e ncam inó al sur. De ntro de l carrom ato, Dhrun e x clam ó:
— ¡Pue do ve r! ¡Anoche las abe jas se fue ron de m is ojos! ¡Mi vista es más aguda que
nunca!
— C állate —dijo Glyne th—. Es una m aravillosa noticia, pe ro C arfilhiot no de be
e nte rarse . Es tan astuto com o te rrible .
— Nunca m ás e staré triste —dijo Dhrun—. Pase lo que pase . R e cordaré la época en
que e l m undo e ra oscuro.
— Yo m e se ntiría m e jor si e stuvié ra m os via ja ndo con otra pe rsona — se lam e ntó
Glyne th—. Pasé la noche e n un árbol.
— Si se atre ve a tocarte , lo cortaré e n pe dazos —de claró Dhrun—. No olvide s que
a hora pue do ve r.
— Tal ve z no se a ne ce sario. Q uizás e sta noche piense en otras cosas... Me pregunto si
Shim rod inte ntará e ncontrarnos.
— No pue de e star de m asia do le jos.
El carrom ato se dirigió al sur, y una hora de spué s de l m e diodía llegó a la ciudad de
Honriot, donde C arfilhiot com pró pan, que so, m anzanas y una jarra de vino.

255
En e l ce ntro de Honriot, e l C am ino de Icnie ld se cruzaba con e l Camino Este-Oeste.
C arfilhiot se dirigió hacia e l oe ste fustigando los caballos cada ve z m ás, como si también él
te m ie ra la lle gada de Shim rod. R e soplando y agitando las crine s, las cabe zas casi contra el
sue lo o a ve ce s bie n e rguidas, los grande s caballos negros galopaban, devorando distancias con
sus blandas patas de tigre s. De trás iba e l carrom ato, bam boleándose, meciéndose sobre sus
largos e lásticos lam inados. A ve ce s C arfilhiot usaba e l látigo para azotar las ancas negras y
re lucie nte s, y los caballos volvían las cabe zas con furia.
— ¡C uidado, cuida do! —gritaban—. O be de ce m os las instruccione s de tus riendas
porque así e s com o de be se r. Pe ro no abuse s, pues podríamos volver grupas corcoveando, para
de rribarte y pisote arte . ¡C uidado, cuidado!
C arfilhiot no e nte ndía su le nguaje y usaba e l látigo a gusto; los caballos agitaban las
cabe zas con cre cie nte furia.
Al cae r la tarde e l carrom ato pasó fre nte al palacio de verano del rey Deuel. Ese día el
re y De ue l había pre parado un e spe ctáculo titulado «Aves de fantasía». Sus cortesanos se habían
a ta viado a rte sanalm e nte con plum a s ne gra s y bla ncas, para simular aves marinas imaginarias.
Sus dam as gozaban de m ayor libe rtad y se pase aban por e l cé spe d e n plena extravagancia
a vícola , lle vando pe nachos de a ve struz, a irón, pájaro-lira y pavos
re ale s. Algunas ve stían de color ve rde , otras de color cereza, malva u ocre dorado: un
e spe ctáculo de de slum brante com ple jidad que el loco rey Deuel disfrutaba plenamente, sentado
e n un alto trono y ve stido de carde nal, e l único pájaro rojo de l e spe ctáculo. Sus alabanzas
e ra n e ntusia stas y halagaba a sus corte sa nos se ñalando con la punta de su a la roja.
C arfilhiot, re cordando su ante rior e ncue ntro con e l re y De ue l, de tuvo el carromato.
R e fle x ionó un instante , lue go bajó y llam ó a Glyne th.
Le dio instruccione s e n té rm inos que no adm itían discusione s ni fle x ibilidad. Ella
bajó e l pane l late ral para usa rlo com o pla ta form a, e x tra jo e l ce sto, y m ie ntra s Dhrun
tocaba la gaita, hizo bailar a sus gatos.
Las dam as y caballe ros de e x tra va ga nte a tue ndo fue ron a m irar; rie ron y
a plaudie ron, y a lgunos de e llos fue ron a conta rle a l re y.
El re y De ue l bajó de l trono y cruzó e l cé spe d para obse rvar e l e spe ctáculo. Sonrió y
cabe ce ó, pe ro hizo cie rtas críticas.
— Ve o aquí un inge nioso e sfue rzo, la ve rdad, y e l núm e ro e s bastante atractivo.
¡Vaya, e x ce le nte cabriola! ¡Ese gato ne gro e s ágil! Aun así, se de be recordar que el orden de
los fe linos e s infe rior, a pe sar de todo. ¿Por qué no te ne m os pájaros danzarine s?
— Maje sta d —dijo C a rfilhiot—, hay a ve s danza rina s a de ntro. Las conside ra m os
de m asiado e x quisitas para las m iradas vulgare s.
— ¿C alificas m i augusta visión de vulgar —pre guntó altivam e nte el rey Deuel—, o de
m e nos que sublim e ?
— C laro que no, m aje stad. C on todo gusto te pe rm itiré pre se nciar, sólo a ti, e l
e x traordinario e spe ctáculo que hay de ntro de l carrom ato.
El re y De ue l, aplacado, se dirigió a la pue rta trase ra de l carrom ato.
—¡Un m om e nto, m aje stad! —C arfilhiot ce rró e l pane l lateral, con gatos y todo, y fue a
la parte tra se ra —. ¡Glyne th, a de ntro! ¡Dhrun, a de ntro! P re pa ra d los pájaros para nue stro
visitante . Maje stad, sólo tie ne s que subir e sta e scale rilla.
C e rró y a trancó la pue rta, subió a l pe sca nte y se m archó a todo galope. Las damas
e m plum adas se que daron m udas de asom bro; algunos de los hombres corrieron unos pasos
por e l cam ino pe ro e l plum aje blanco y ne gro le s im pe día andar, así que, arrastrando las alas,
re gre saron hacia e l palacio de ve rano, donde trataron de hallar una e x plicación lógica a lo
ocurrido.
De ntro de l carrom ato e l re y De ue l gritaba órde ne s:
— ¡De te ne d e ste ve hículo al instante ! ¡Aquí no ve o ningún pájaro! ¡Esta e s una

256
tra ve sura insípida!
— A su de bido tie m po de te ndré e l carrom ato, m aje stad —gritó C arfilhiot por la
ve ntanilla—. Entonce s hablare m os de las plum as que de cre taste para m i trase ro.
El re y De ue l calló, y durante e l re sto de l día sólo e m itió te m e rosos cloque os.
El día tocaba a su fin. En e l sur se pe rfiló una hile ra de colinas grise s y bajas; un
brazo de l Bosque de Tantre valle s se e x te ndió oscuro al norte . Las chozas de campesinos
e scase a ba n y la tie rra se tornó a gre ste y m e lancólica .
Al cae r e l sol, C arfilhiot condujo e l carrom ato hasta un bosque cillo de olm os y
hayas.
C om o ante s, C arfilhiot de se nganchó los caballos y los suje tó para que pastaran,
m ie ntras Glyne th cocinaba la ce na. El re y De ue l se ne gó a salir de l carrom ato, y Dhrun, aún
fingie ndo ce gue ra, se se ntó e n un tronco caído.
Glyne th le lle vó sopa al re y De ue l y le sirvió tam bié n pan y que so. Luego se sentó
junto a Dhrun. Hablaron e n voz baja.
— Él finge no m irarte —dijo Dhrun—, pe ro te sigue con los ojos dondequiera que vas.
— Dhrun, no com e tas una im prude ncia. Pue de m atarnos, pe ro e so e s lo peor que
pue de hace r.
— No pe rm itiré que te toque —dijo Dhrun apre tando los die nte s—. Ante s m oriré .
— He pe nsado e n algo, así que no te pre ocupe s —susurró Glyne th—. R e cue rda,
todavía e re s cie go.
C arfilhiot se puso de pie .
—Dhrun, e ntra e n e l carrom ato.
—Q uie ro que darm e con Glyne th —dijo hurañam e nte Dhrun. C arfilhiot lo afe rró y,
a pe sar de sus patadas y force je os, lo lle vó al carrom ato, lo arrojó dentro y atrancó la puerta.
Se volvió hacia Glyne th.
—Esta noche no hay á rbole s a los que tre pa r.
Glyne th re troce dió. C arfilhiot fue de trás de e lla. Glyne th se ace rcó a los caballos.
— Am igos —dijo—, aquí e stá la criatura que os fatiga tanto, y que azota vuestros lomos
de snudos.
— Sí, e so ve o.
— Ve o con am bas cabe zas al m ism o tie m po. C arfilhiot lade ó la cabe za y se acercó
de spacio.
— ¡Glyne th! ¡Míram e !
—Te ve o m uy bie n —dijo Glyne th—. Márchate , o los caballos te pisote arán.
C arfilhiot se de tuvo. Miró a los caballos, de ojos blancos y crines rígidas. Abriendo las
bocas, le m ostraron unos colm illos largos y bifurcados. Uno de e llos se irguió de pronto sobre
las patas trase ras y atacó a C arfilhiot con las garras de sus patas de lante ras.
C arfilhiot re troce dió hacia e l carrom ato y los m iró con furia. Los caballos bajaron los
crine s, e nvainaron las garras y siguie ron pastando.
Glyne th re gre só al carrom ato. C arfilhiot avanzó e n su búsqueda y ella se detuvo. Los
caballos irguie ron las cabe zas y m iraron a C arfilhiot. Em pe zaron a e rguir las crines. Carfilhiot
hizo un a de m á n furioso y tre pó a l pe sca nte de l carrom ato.
Glyne th a brió la pue rta tra se ra . Ella y Dhrun pre pa ra ron un le cho bajo e l
carrom ato y durm ie ron sin se r m ole stados.
En una triste m añana de lluvia, e l carrom ato pasó de Pom pe rol al oeste de Dahaut
y e ntró e n e l Bosque de Tantre valle s. C a rfilhiot, e ncorva do e n e l pe sca nte , conducía a gran

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ve locidad, e m puñando e l látigo, y los caballos ne gros atrave saban el bosque con espuma en
la boca. Al m e diodía, C arfilhiot se apartó de la carre te ra para tom ar un sendero borroso que
subía por e l de clive de una rocosa colina. Así lle garon a Pároli, la re side ncia octogonal de
varios nive le s de Tam ure llo e l he chice ro.
Tre s pare s de m anos invisible s bañaron y acicalaron a C arfilhiot, y le enjabonaron
de pie s a cabe za con una savia dulce . Lo frotaron con una pale ta de blanca madera de boj, y
lo lavaron con agua tibia pe rfum ada con lavanda, de m odo que su fatiga se convirtió en una
de liciosa languide z. Se puso una cam isa ne gra y carmesí y una bata dorada. Una mano invisible
le alcanzó una copa de vino de granadas, de la cual be bió, y luego estiró su ágil y bello cuerpo
com o un anim al pe re zoso. R e fle x ionó unos instante s, preguntándose cómo debía actuar ante
Tam ure llo. Mucho de pe ndía de l e stado de ánim o de Tamurello, de su propensión a ser activo o
pasivo. C arfilhiot de bía controlar e sos e stados de ánim o com o un m úsico controla sus
m e lodías. Salió de su cám ara y se re unió con Tam ure llo en la sala central, donde altos paneles
de vidrio daban al bosque de sde todas parte s.
Tam ure llo rara ve z se m ostraba e n su aspe cto natural, pues siempre prefería adoptar
un disfraz de los m uchos que te nía a su disposición. C arfilhiot lo había visto en diversas fases;
todas m ás o m e nos se ductoras, todas m e m orable s. Esa noche e ra un elderkin de los falloys,
con una túnica ve rde m ar y una corona de lunas de plata. Lle vaba pelo blanco y tez plateada,
con ojos ve rde s. C arfilhiot había visto ante s e se aspe cto y no te nía gran afición por sus sutiles
pe rce pcione s ni la de licada pre cisión
de sus e x ige ncia s. C om o de costum bre cua ndo se e nfre ntaba con el elderkin falloy,
adoptó una actitud de fue rza taciturna. El e lde rk in pre guntó cóm o se e ncontraba.
—He pade cido varios días de pe nurias, pe ro una ve z m ás e stoy confortable .
El e lde rk in m iró sonrie ndo por la ve ntana.
— Este infortunio tuyo... ¡qué curioso e ine spe rado!
— C ulpo a Me lancthe por todos m is contratie m pos —re puso C arfilhiot con voz
ne utra.
El e lde rk in sonrió nue vam e nte .
— ¿Y todo sin provocación?
— ¡De sde lue go que no! ¿C uándo tú o yo he m os ape lado a la provocación?
— R ara ve z. ¿Pe ro cuále s se rán las conse cue ncias?
— Ninguna, o e so e spe ro.
— ¿No has tom ado una de cisión?
— Me gustaría re fle x ionar.
— C ie rto. En tale s casos se de be se r juicioso.
— Hay otras conside racione s a te ne r e n cue nta. He sufrido sorpre sas inesperadas.
¿R e cue rdas lo ocurrido e n Trilda?
— Por supue sto.
— Shim rod de scubrió a R ughalt gracias a sus re pulsivas rodillas. R ughalt reveló mi
nom bre . Ahora Shim rod de se a ve ngarse de m í. Pe ro te ngo re he ne s para prote ge rm e .
El e lde rk in suspiró e hizo un ge sto ondulante .
— Los re he ne s son de utilidad lim itada. Si m ue re n son un fastidio. ¿Q uiénes son?
— Un niño y una m uchacha que viajaban con Shim rod. El niño toca una m úsica
e x traordinaria con la gaita y la m uchacha habla con los anim ale s.
Tam ure llo se puso de pie .
—V e n .
Los dos fue ron a l cua rto de tra ba jo de Tam ure llo. Éste sacó una caja ne gra de l

258
anaque l y ve rtió de ntro una m e dida de agua. Le añadió gotas de un re lucie nte líquido
am arillo y varias capas de luz apare cie ron e n e l agua. En un libro e ncuade rnado e n cuero
Tam ure llo e ncontró e l nom bre «Shim rod». Usando la fórm ula que te nía al lado preparó un
líquido oscuro que añadió al conte nido de la caja, lue go ve rtió la m e zcla e n un cilindro de
hie rro. Lo ce rró con un tapón de vidrio, e x am inó e l cilindro y se lo dio a C arfilhiot.
—¿Q ué ve s?
Mirando a travé s de l vidrio, C arfilhiot vio a cuatro hom bre s galopando a través del
bosque . Uno de e llos e ra Shim rod. No re conoció a los de m ás: gue rre ros, o caballe ros.
Le de volvió e l cilindro a Tam ure llo.
— Shim rod cabalga por e l bosque con tre s acom pañantes. Tamurello asintió.
— Lle garán e n una hora.
— ¿Y e ntonce s?

— Shim rod e spe ra e ncontrarte aquí e n m i com pañía, lo cual le dará razone s para
llam ar a Murge n. Aún no e stoy pre pa ra do para e nfre ntar m e a Murge n, a sí que
ine vitable m e nte se rás juzgado y sufrirás la pe na.
— Entonce s de bo irm e .
— Y pronto.
C arfilhiot se pase ó por la cám ara.
—Muy bie n, si así son las cosas. Espe ro que m e facilite s e l transporte . Tam urello
e narcó las ce jas.
— ¿Te propone s re te ne r a e stas pe rsonas por quie ne s Shim rod sie nte afe cto?
— ¿Q ué razone s hay para no hace rlo? Son re he ne s valiosos. A cambio de ellos exigiré
las clave s de la m agia de Shim rod, y que é l m e de je e n paz. Pue de s citarle estas condiciones
a Shim rod, si lo de se as.
Tam ure llo asintió a re gañadie nte s.
—Ha ré lo que de ba hace r. ¡Ve n! Los dos fue ron hasta e l carrom ato.
— Hay otra cue stión —dijo Tam ure llo—. Shim rod m e insistió e n e llo ante s de tu
lle gada, y no se lo pue do ne gar. Te aconse jo e nfáticam e nte , e n re alidad te e x ijo, que no
dañe s, hum ille s, re baje s, atorm e nte s, m altrate s, ni acose s a tus re he ne s. No e stablezcas
contacto físico con e llos. No los som e tas a torm e ntos físicos ni m e ntale s. No pe rmitas que
otros los m altrate n. No le s cause s pe nurias ni incom odidade s. No facilite s ni sugie ras, por
acción u om isión, que pade zcan infortunios, daños o turbacione s, accidentales o deliberadas.
Ase gúrate de su com odidad y salud. Sum inistra...
— ¡Suficie nte ! —re zongó C arfilhiot—. Entie ndo adonde van tus consejos. Debo tratar
a los dos niños com o hué spe de s de honor.
— Ex actam e nte . No re sponde ré por los daños que inflijas, ya se a por frivolidad,
lascivia, m alignidad o de spe cho. ¡Y Shim rod m e lo ha e x igido!
C arfilhiot dom inó sus tum ultuosos se ntim ie ntos.
—C om pre ndo tus instruccione s —dijo con voz calma—. Las obedeceré. Tamurello caminó
alre de dor de l carrom ato. Frotó las rue das y los aros con un talismán de jade azul. Se acercó a
los caballos, le s le vantó las patas y le s tocó los pie s con la pie dra. Am bos te m blaron y se
pusie ron rígidos ante e se contacto pe ro, re conocie ndo su pode r, fingie ron no ve rlo.
Tam ure llo acarició las cabe zas, los flancos, las ancas y los vie ntre s de los caballos
con la pie dra, lue go frotó los costados de l carrom ato.
— ¡Ahora e stás pre parado! ¡Lárgate ! Shim rod se ace rcó de prisa. ¡Vuela bajo, vuela
a lto, pe ro vue la a Tintzin Fyral!

259
C arfilhiot se e ncaram ó al pe scante y tom ó las rie ndas. Saludó con la m ano a
Tam ure llo, chasque ó e l látigo. Los caballos se re m ontaron e n e l aire. El carromato del doctor
Fide lius voló hacia e l oe ste por e ncim a de l bosque , por e ncim a de los árboles más altos, y la
ge nte de l bosque m iraba azorada a los caballos bicé falos que surcaban el cielo arrastrando el
alto carrom ato.
Me dia hora de spué s, cuatro jine te s lle garon a Pároli. Se apearon de los caballos y se
sintie ron aturdidos por la fatiga y la frustración, pue s gracias a Nunca-Falla ya sabían que el
carrom ato de Shim rod se había ido. Un cham be lán salió de la m ansión.
— ¿Q ué ne ce sitáis, noble s se ñore s?
— Anúncianos a Tam ure llo —dijo Shim rod.
— ¿Vue stros nom bre s?
— Él nos e spe ra.
El cham be lán se re tiró.
Shim rod vio una som bra fugaz e n una de las ve ntanas.
— Nos obse rva y e scucha —le s dijo a los de m ás—. Está de cidiendo con qué disfraz se
nos pre se ntará.
— La vida de un brujo e s e x traña —dijo C argus.
— ¿Está ave rgonzado de su propia cara? —pre guntó Yane con asom bro.
— Pocos la han visto. Ya ha oído lo suficie nte . Ahora se ace rca.
De spacio, paso a paso, un hom bre alto se aprox im ó de sde las sombras. Vestía un
traje de m alla de plata, tan fina que e ra casi invisible , un jubón de seda verde mar, un yelmo
rode ado por tre s altas púas, se m e jante s a e spinas de pe z. De la frente colgaban cadenillas de
plata que le tapaban la cara. A varios pasos de distancia se de tuvo y cruzó los brazos.
— Soy Tam ure llo.
— Sabe s por qué e stam os aquí. Llam a de vue lta a C arfilhiot, con los dos niños que
se cue stró.
— C arfilhiot vino y se fue .
—Entonce s e re s su cóm plice y com parte s su culpa. Una risa sorda se
oyó de trás de la m alla de plata.
— Soy Tam ure llo. No a ce pto a la ba nzas ni crítica s por m is a ctos. En todo caso,
vue stra pe le a e s con C arfilhiot, no conm igo.
— Tam ure llo, no te ngo pacie ncia para palabras vacías. Sabe s lo que te
pido. Trae de vue lta a C arfilhiot, con m i carrom ato y los dos niños que tie ne
prisione ros.
Tam ure llo re spondió ahora con voz m ás profunda y vibrante .
— Sólo los fue rte s pue de n a m e na za r.
— De nue vo palabras vacías. Una ve z m ás: orde na a C arfilhiot que re gre se .
— Im posible .
— Has facilitado su fuga: por tanto, e re s re sponsable de Glyne th y Dhrun.
Tam ure llo guardó sile ncio, los brazos cruzados. Los cuatro hombres notaron que los
inspe ccionaba de sde de trás de la m alla de plata.
—Ha bé is com unicado vue stro m e nsa je —dijo a l fin Tam ure llo—. No e s preciso que
de m oré is m ás vue stra partida.
Los cuatro hom bre s m ontaron a caballo y se m archaron. En e l borde de l claro se
de tuvie ron para m irar atrás. Tam ure llo e ntró e n su re side ncia.

260
— C onque así son las cosas —dijo Shim rod con voz hueca—. Deberemos enfrentarnos
a C arfilhiot e n Tintzin Fyral. Al m e nos por e l m om e nto, Glyne th y Dhrun e stán a resguardo
de todo daño físico.
— ¿Q ué hará Murge n? —pre guntó Aulas—. ¿Inte rce de rá?
— No e s tan fácil com o cre e s. Murge n obliga a los m agos a no e ntro m e te rse e n
a suntos a je nos, y é l e stá bajo la m ism a obliga ción.
— Ya no pue do e spe rar m ás —dijo Aulas—. De bo re gre sar a Troicinet. Tal vez ya sea
de m asiado tarde , si e l re y O spe ro ha m ue rto.

261
28

Los cuatro re gre saron hacia e l C am ino de Icnie ld, tom aron hacia e l sur por
Pom pe rol, y cruza ron Lyone sse hasta Slute Sk e m e , e n e l Lir.
En e l pue rto los pe scadore s no que rían ni hablar de un viaje a Troicine t. El capitán
de l Dulce Lupus le s dijo:
— Una nave troicina patrulla unas ve ce s a lo largo de la costa, otras e n alta mar, y
hunde todos los barcos que pue de sorpre nde r. Es una nave ve loz. Y lo pe or e s que Casmir
tie ne doce nas de e spía s. Si yo a ce ptara e se via je , la noticia lle garía a Casmir y me tomarían
por age nte troicino. Q uié n sabe qué se ría de m í. Ahora que e l vie jo re y agoniza, podemos
e spe rar cam bios, y ojalá se an para m e jor.
— ¿Entonce s aún no ha m ue rto?
— La noticia lle gó hace ya una se m ana, así que quié n sabe. Entretanto debo navegar
con un ojo ate nto al tie m po, otro ate nto a los troicinos, y un te rce ro ate nto a los peces, pero
nunca a m ás de una m illa de la cos ta. Sólo una fortuna m e te ntaría a viajar hasta
Troicine t.
Shim rod com pre ndió que la de cisión de l pe scador no e ra inde clinable .
— ¿C uánto se tarda e n cruzar?
— O h, si se zarpa de noche , para e vitar los e spías y las patrullas, se lle ga a la
noche siguie nte ; e so si e l vie nto e s favorable y las corrie nte s e stán calm a s.
— ¿C uál e s tu pre cio, e ntonce s?
— Die z coronas de oro podrían te ntarm e .
— Nue ve coronas de oro y nue stros cuatro caballos.
— Trato he cho. ¿C uándo que ré is partir?
— Ahora.
— De m asiado arrie sgado. Y de bo pre parar e l barco. R e gre sad al cae r e l sol. Dejad
vue stros caballos e n e se e stablo.
El Dulce Lupus cruzó e l Lir sin incide nte s y a tracó e n Shircliff, a m e dio camino de la
costa troicina, dos horas ante s de m e dianoche , cuando aún e staban encendidas las luces de
las tabe rnas de la dárse na. El capitán de l Dulce Lupus am arró en el muelle con una manifiesta
falta de te m or.
— ¿Q ué hay de las autoridade s troicinas? —pre guntó C argus—. ¿No confiscarán tu
barco?
— No, e sto e s una te m pe stad e n un vaso de a gua. ¿Por qué im portunarnos unos a
otros con tonte rías? Mante ne m os bue na s re lacione s, nos hace m os m utuos favore s, y las
cosas continúan com o de costum bre .
— Bie n, e ntonce s bue na sue rte .
Los cuatro fue ron al e stablo e n busca de caballos y de spe rtaron al e stablero, que
dorm ía sobre la paja. Al principio se ne gó a ate nde rlos.
— Espe rad hasta la m añana, com o ge nte se nsata —rezongó—. ¿Por qué este ajetreo a
todas horas, ne gando e l sue ño a los hom bre s hone stos?
— Basta de que jas —re zongó C argus con m ás e ne rgía—, y danos cuatro bue nos
caballos.
— Si de bo hace rlo, lo haré . ¿Adonde vais?
— A Dom re is, a bue na ve locidad.

262
— ¿Pa ra la coronación? Salís tarde para una ce re m onia que e m pie za a l mediodía.
— ¿El re y O spe ro ha m ue rta?
El e stable ro hizo un signo re ve re nte .
— Para nue stro pe sar, pue s e ra un bue n re y, e x e nto de crue ldad y vanidad.
— ¿Y e l nue vo re y?
— Se rá e l re y Tre wan. Le de se o prospe ridad y una larga vida, pue s sólo un ne cio
de se aría lo contrario.
— Date prisa con los caballos.
— Ya lle gáis tarde . R e ve ntaré is los caballos si e spe ráis lle gar para la coronación.
— ¡Apre súrate ! —e x clam ó Aulas apasionadam e nte —. ¡Mué ve te !
El e stable ro, m ascullando, e nsilló los caballos y los lle vó a la calle .
—¡Y ahora m i dine ro!
Shim rod le pagó y e l e stable ro se re tiró.
— En e ste m om e nto soy re y de Troicine t —dijo Aulas a sus compañeros—. Si llegamos
a Dom re is ante s de l m e diodía, se ré re y m añana.
— ¿Y si lle gam os tarde ?
— Entonce s coronarán a Tre wan y é l se rá re y. En m archa.
Los cuatro cabalgaron hacia e l oe ste a lo largo de la costa, frente a apacibles aldeas de
pe sca dore s y larga s pla ya s. Al a m a ne ce r, con los caballos tam ba le a ndo de fatiga, llegaron a
Slaloc, donde cam biaron los caballos y siguie ron rum bo a Dom re is.
El sol se e le vó hacia e l cé nit, y de lante la carre te ra se curvó e n un declive, cruzando
un parque hasta e l Te m plo de Ge a, donde m il notable s asistían a la coronación.
Al lle gar al te m plo, los cuatro fue ron de te nidos por una guardia de ocho cadetes del
C ole gio de Duque s, que ve stían arm adura ce re m onial azul y plata, con altos pe nachos
e scarla ta e n e l costa do de l ye lm o. Le s ce rraron e l paso con a la ba rdas.
—¡No podé is e ntrar!
De sde de ntro lle gó la vibración de los clarine s, una fanfarria ceremonial indicando la
aparición de l futuro re y. Aulas e spole ó e l caballo y apartó de un e m pe llón a los alabarderos,
se guido por sus tre s acom pañante s. Ante e llos se e rguía e l Te m plo de Ge a. Un m acizo
e ntablam e nto re posaba sobre colum nas de e stilo clásico. El inte rior e staba abie rto a los
vie ntos. En un altar ce ntral ardía e l fue go dinástico. De sde su caballo, Aillas vio que el príncipe
Tre wa n subía la e scalina ta y cam inaba con sole m nida d ritua l a tra vé s de la te rraza para
arrodillarse e n un banco con cojine s. Entre Aillas y e l altar se e ncontraban los notables de
Troicine t con atue ndos form ale s. Los que e staban de trás se volvieron con fastidio al ver a esos
cuatro jine te s.
—¡Abrid paso, abrid paso! —gritó Aillas. Inte ntó avanzar a través de los nobles, pero
unas m anos furiosas afe rraron la brida y de tuvie ron e l caballo. Aillas bajó de un brinco y se
abrió paso a e m pujone s, apartando bruscam e nte a los fascinados y respetuosos espectadores,
que lo m iraban e scandalizados.
El sum o sace rdote , de lante de Tre wan, soste nía la corona en alto y pronunciaba una
vibrante be ndición e n la antigua le ngua danaan.
Em pujando y e squivando, sin m irar a quié ne s apartaba, golpe ando los brazos
aristocráticos que procuraban de te ne rlo, m aldicie ndo y jade ando, Aillas ganó la escalinata.
El sum o sace rdote e x trajo la e spada ce re m onial y la de jó de lante de Trewan, quien,
com o e x igía la tradición, apoyó las m anos sobre la cruz de la e mpuñadura. El sacerdote abrió
un pe que ño corte e n la fre nte de Tre wa n, y e x tra jo una gota de sangre. Trewan, inclinando la
cabe za, m ojó con su sangre la e m puñadura de la e spada, para sim bolizar su voluntad de
de fe nde r Troicine t con sangre y ace ro.

263
El sace rdote alzó la corona, y la sostuvo sobre la cabe za de Tre wan m ientras Aillas
subía la e scalinata. Dos guardias se le inte rpusie ron; Aillas los apartó de un empellón, corrió al
altar, y sostuvo e l brazo de l sum o sace rdote ante s de que la corona tocara la cabe za de
Tre wan.
—¡De te ne d la ce re m onia! ¡Este no e s vue stro re y!
Tre wan, pe stañe ando de confusión, se puso de pie y se volvió para encontrarse con
la cara de Aillas. Abrió los ojos, boquiabie rto. Lue go, fingié ndose ofe ndido, e x clam ó:
—¿Q ué significa e sta lam e ntable intrusión? ¡Guardias, lle vaos a este demente! ¡Ha
com e tido sacrile gio! ¡Lle vadlo aparte y cortadle la cabe za!
Aulas apartó a los guardias.
—¡Miradm e ! —e x clam ó— ¿No m e re conocé is? ¡Soy e l príncipe Aulas! Trewan vaciló,
fruncie ndo e l ce ño. La boca le te m blaba y m anchas
rojas le cre cían e n las m e jillas.
— ¡Aulas s e ahogó e n e l m ar! —dijo al fin con voz nasal—. ¡Tú no pue de s ser Aillas!
¡Guardias, a é l! Es un im postor.
— Espe rad. —Un anciano corpule nto con traje de te rciopelo negro subió lentamente la
e scale ra. Aillas re conoció a Este , e l se ne scal de la corte de l re y Granice .
El se ne scal obse rvó un instante la cara de Aillas y se volvió hacia los noble s
re unidos, que se había n a ce rcado a la e scalina ta .
—No e s u n im postor. Es e l príncipe Aillas. —Se volvió hacia Tre wan— Tú de be rías
sabe rlo m e jor que nadie .
Tre wan n o re spondió y e l se ne scal se volvió hacia Aillas.
— No pue do cre e r que te ause ntaras de Troicine t y nos causaras pesadumbre a todos
por m e ra frivolida d, ni que hayas re gre sa do a hora sólo para causa r un e scánda lo.
— Se ñor, a ca bo de re gre sa r a Troicine t. C a balgué hasta a quí a toda la velocidad que
pe rm itían los caballos, com o ate stiguarán m is com pañe ros. Ante s fui prisione ro de l re y
C asm ir. Escapé sólo para se r capturado por los sk a. Hay m ás que contar, pero con la ayuda
de m is com pañe ros lle gué a tie m po para arre batar m i corona al crim inal Trewan, quien me
e m pujó al te ne broso m ar.
Tre wan soltó un grito de furia:
—¡Ningún hom bre m ancillará m i honor ni vivirá para contarlo! Em puñó la
antigua e spada ce re m onial para de capitar a Aillas. C e rca e staba C argus. Ex te ndió e l
ante brazo; su daga galle ga voló por e l aire y se hundió e n la garganta de Trewan, de modo
que la punta salió por e l lado opue sto. La e spada cayó ruidosam e nte al suelo de piedra. Los
ojos de Tre wan rodaron hacia arriba m ostrando los blancos, y Tre wan se de splom ó e ntre
convulsione s; finalm e nte que dó rígido. El se ne scal hizo una se ña a los guardias.
—Lle vaos e l cadáve r. Lue go dijo a los re unidos:
—¡Noble s de Troicine t! R e conozco al príncipe Aillas com o e l rey apropiado y legítimo.
¿Q uié n obje ta m i juicio? ¡En tal caso, que se a de la nte a de cla ra r!
Espe ró m e dio m inuto.
—¡Q ue continúe la ce re m onia!

264
29

Aillas y Shim rod partie ron de l palacio de Miraldra ante s del alba y cabalgaron hacia el
e ste por e l cam ino de la costa. Durante la tarde atrave saron la Bre cha de l Hom bre Verde,
donde se de tuvie ron para m irar e l paisa je . El C e a ld se e x te ndía a nte e llos e n fra njas
m ulticolore s: un brum oso ve rde oscuro, un am arillo grisáce o, una lavanda hum osa. Aillas
se ñaló un de ste llo plate ado a lo le jos.
—Allá e stá e l lago de Janglin, y W ate rshade . C ie n ve ce s m iré de sde aquí con m i
padre . Sie m pre se ale graba m ás de volve r a casa que de m archarse . Dudo que le haya
ale grado se r re y.
—¿Y a ti? Aillas re fle x ionó.
— He sido prisione ro, e sclavo, fugitivo, y ahora re y —dijo al fin—, y pre fie ro lo
últim o. Aun así, no e s la vida que habría e scogido.
— Al m e nos —dijo Shim rod—, has visto e l lado ne gro de l m undo, lo cual puede serte
ve ntajoso.
Aillas rió.
— Mi e x pe rie ncia no m e ha vue lto m ás be né volo, te lo a se guro.
— Aun así, e re s jove n y fle x ible —dijo Shim rod—. La m ayor parte de tu vida aún te
e spe ra. Una boda, hijos, quié n sabe qué m ás.
Aillas gruñó.
— Hay pocas e spe ranzas de e so. No hay nadie con quie n desee casar me. Excepto...
—Una im pre vista im age n cruzó la m e nte de Aillas: una m uchacha morena, delgada como una
vara, de te z ve rde oliva, con largos ojos de color ve rde m ar.
— ¿Ex ce pto quié n?
— No im porta. Nunca la ve ré de nue vo... Es hora de pone rnos e n cam ino. Aún
de be m os cabalgar doce k ilóm e tros.
Los dos hom bre s atrave saron e l C e ald, de jando atrás un par de aldeas somnolientas,
un bosque , vie jos pue nte s. C abalgaron por un ce nagal e ntre cruzado de riachuelos, bordeado
por e spadañas, sauce s y a lisos. Las a ve s a bunda ba n e n e l ce nagal: fla m e ncos halcones,
posados e n los árbole s, m irlos e ntre los juncos, ne gre tas, ave toros, patos.
Los riachue los se volvie ron m ás hondos y anchos, los juncos de sapare cie ron; el
ce nagal se unió a la laguna de Janglin; la carre te ra, tras atrave sar un hue rto de antiguos
pe rale s, lle gó al castillo de W ate rshade .
Aulas y Shim rod de sm ontaron e n la pue rta. Un palafre ne ro fue a re cibir los
caballos. C uando Aulas se había ido de W ate rshade rum bo a la corte de l re y Granice , e l
palafre ne ro había sido C e rn, que ahora saludó a Aulas con una ancha aunque ne rviosa
sonrisa de bie nve nida.
—Bie nve nido a casa, se ñor... aunque ahora de bo decirte majestad. No me resulta fácil
de cirlo, cuando lo que m ás re cue rdo e s que nadábam os juntos e n el lago y luchábamos en el
e stablo.
Aulas a brazó a C e rn.
—Todavía lucharé contigo. Pe ro ahora que soy re y, de be s de jarm e ganar.
C e rn lade ó la cabe za re fle x ivam e nte .
—Así de be se r, pue s se de be te ne r re spe to por e l rango. De un modo u otro, Aulas,
príncipe , m aje stad, com o se a que de ba llam arte ... m e ale gra ve rte de regreso. Me llevaré los
caballos. Le s agradará que los ce pille y los alim e nte .

265
Se abrie ron las pue rtas de par e n par, y e n la entrada apareció un hombre alto y canoso
ve stido de ne gro con un llave ro e n la cintura: W e are , e l chambelán de Watershade desde que
Aillas re cordaba, y de sde m ucho ante s.
— ¡Bie nve nido a casa, príncipe Aillas!
— Gracias, W e are . —Aillas lo abrazó—. En los últimos dos años, a me nudo deseé estar
aquí.
— No e ncontrarás ningún cam bio, e x ce pto que e l bue n O spe ro ya no e stá con
nosotros, de m odo que he m os se ntido sole dad. C on fre cue ncia he añorado los bue nos
tie m pos, a nte s de que tú y lue go O spe ro fue ra is a la corte . —W e a re re troce dió un paso y
e x am inó la cara de Aillas—. C uan do te fuiste de aquí e ras un niño despreocupado, apuesto y
dichoso, sin pe nsam ie ntos crue le s.
—¿Y he cam biado? En ve rda d, W e a re , e stoy m ás vie jo. W e a re lo e studió un
instante .
— Todavía ve o al jove n gallardo, y tam bié n una cosa oscura. Te m o que has sufrido
contratie m pos.
— Es ve rda d, pe ro a quí e stoy y los m alos día s han que da do a trás.
—¡Eso e spe ro, príncipe Aillas! Aillas lo abrazó de nue vo.
— He aquí a m i cam arada e l noble Shim rod, quie n, se gún e spe ro, se rá nue stro
hué spe d por m ucho tie m po y con fre cue ncia.
— Me ale gra conoce rte , se ñor. Te he pue sto e n la C ám ara Azul, que tiene una bonita
vista de l lago. Aulas, pe nsé que e sta noche pre fe rirías la C á m ara R oja. No querrás visitar tus
vie jos apose ntos, ni los de O spe ro, tan pronto.
— ¡En e fe cto, W e are ! ¡Q ué bie n conoce s m is se ntim ie ntos! ¡Sie m pre fuiste
bondadoso conm igo, W e are !
— Sie m pre fuiste un bue n niño, príncipe Aulas.
Una hora de spué s Aulas y Shim rod fue ron a la te rraza para ver el sol ponerse detrás
de las colinas le janas. W e are sirvió vino de una jarra arte sanal.
— Este e s nue stro San Sue , que tanto te gustaba. Este año he m os te nido bue na
cose cha. No se rviré tortas de nue z, pue s Flora quie re que re se rve s tu ape tito para la cena.
— Espe ro que no e sté pre parando algo de m asiado copioso.
—Sólo algunos de tus platos favoritos. W e are se m archó y Aulas se re clinó e n la
silla.
—He sido re y una se m ana. He hablado y e scuchado de la m añana a la noche. He
dado título de caballe ro a C argus y Yane y le s he dado propie dade s. He m andado buscar a
Ehirm e y su fam ilia, y e lla vivirá cóm odam e nte e l re sto de sus años. He inspe ccionado los
astille ros, las arm e rías, las barracas. De m is e spías he oído se cretos y revelaciones, de modo
que m i m e nte hie rve de actividad. He sabido que e l re y C asm ir e stá construyendo galeras de
gue rra e n astille ros de tie rra ade ntro. Espe ra re unir cie n nave s para invadir Troicinet. El rey
Gra nice quiso hace r de se m ba rcar un e jé rcito e n C a bo De spe dida y ocupar Tremblance, hasta
los Troaghs. Pudo habe r te nido é x ito, pue s C asm ir no esperaba algo tan audaz, pero los espías
vie ron la flota y C asm ir trasladó su e jé rcito a C abo De spedida. Le tendió una emboscada, pero
Granice fue adve rtido por sus propios e spías, y suspe ndió la ope ración.
—Apare nte m e nte , los e spía s controlan la gue rra. Aulas a ce ptó que
así pare cía se r.
—En ge ne ral, la ve ntaja ha sido nue stra. Nue stra fuerza de ataque permanece intacta,
con nue vas catapultas con un alcance de casi tre scie ntos m e tros. Así que Casmir está en mala
posición, porque nue stros trans porte s e stán pre parados para zarpar y sus e spías nunca
podrían avisarle a tie m po.
—¿Te propone s continuar la gue rra? Aulas m iró hacia el

266
lago.
— A ve ce s, por una hora o dos, olvido e l aguje ro donde m e e nce rró C asmir. Nunca
e scapo de m asiado tie m po.
— ¿C asm ir aún no sabe quié n fue e l padre de l hijo de Suldrun?
— Sólo por un nom bre e n e l re gistro de l sace rdote , si siquie ra se ha m olestado en
a ve riguarlo. Pie nsa que m e e stoy pudrie ndo e n e l fondo de e se a gujero. Algún día sabrá que
no e s así... Aquí vie ne W e are , y nos llam a para ce nar.
A la m e sa, Aulas ocupó la silla de su padre y Shim rod e l lugar de enfrente. Weare les
sirvió trucha de l lago y pato de l pantano, con e nsalada de l hue rto. Mie ntras be bía vino y
sabore aba nue ce s, las pie rnas e x te ndidas ante e l fue go, Aulas dijo:
— He cavilado m ucho sobre C arfilhiot. Aún no sabe que Dhrun e s m i hijo.
— El asunto e s com plicado —dijo Shim rod—. Tam ure llo e s culpable , e n últim a
instancia. Su propósito e s obrar contra Murge n a travé s de m í. O bligó a la bruja Melancthe a
se ducirm e para que yo m urie ra e n Ire rly, o que dara aislado allí m ie ntras C arfilhiot m e
robaba m i m agia.
— ¿Murge n no actuará para re cobrar tu m agia?
— No, a m e nos que Tam ure llo a ctúe prim e ro.
— Pe ro Tam ure llo ya ha actuado.
— No e stá de m ostrado.
— Entonce s de be ríam os provocar a Tam ure llo para que actúe m ás abie rtamente.
— Es m ás fácil de cirlo que conse guirlo. Tam ure llo e s un hom bre cauto.
— No tan cauto. Pasó por alto una posible situación que m e pe rm itiría actuar con
toda justicia contra C arfilhiot y C asm ir.
Shim rod re fle x ionó un instante .
— No te com pre ndo.
— Mi tatarabue lo He lm e ra he rm ano de Lafing, duque de Ulflandia de l Sur. He
re cibido de O álde s la noticia de que e l re y Q uilcy m urió ahogado e n su cuarto de baño. Soy
e l siguie nte e n la líne a para e l re inado de Ulflandia de l Sur, algo que Casmir no ha advertido.
Me propongo re spaldar m is de re chos de inm e diato y con de te rm inación. Lue go, como rey
le gítim o de C arfilhiot, e x igiré que salga de Tintzin Fyral a re ndirm e hom e naje .
— ¿Y si re húsa?
— Atacare m os su castillo.
— Se dice que e s ine x pugnable .
— Eso se dice . C ua ndo fra ca sa ron los sk a re forza ron e sa convicción.
— ¿Por qué tú te ndrías m e jor sue rte ?
Aulas arrojó un puñado de cáscaras de nue z al fue go.
—Actuaré com o su sobe rano le gítim o. Los te rrate nie nte s de Ys m e
darán la bie nve nida, así com o los barone s. Sólo C asm ir se nos opondría, pero él es
le nto y pe nsam os sorpre nde rlo dorm ido.
— Si e re s capaz de sorpre nde rm e a m í, y m e has sorprendido, deberías de sorprender
a Casm ir.
— Eso e spe ro. Estam os cargando nue stras nave s, y dando falsa inform ación a los
e spías. C asm ir pronto te ndrá una de sagradable sorpre sa.

267
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El re y C asm ir de Lyone sse , que nunca se conform aba con medidas a medias, había
introducido e spías e n toda Troicine t, incluido e l palacio Miraldra. Pre sum ía, correctamente,
que los e spías troicinos tam bié n e staban por todas parte s, y ante s de recibir información de
sus age nte s se cre tos utilizaba cuidadosos proce dim ie ntos para salvaguardar la identidad del
a ge nte .
La inform ación le lle gaba por varios m é todos. Una m añana e n e l de sayuno
e ncontraba una pie dra blanca junto al plato. Sin hace r com e ntarios, C asm ir se guardaba la
pie dra e n e l bolsillo; sabía que Mungo, e l se ne scal, la había pue sto allí, tras haberla recibido
de un m e nsaje ro.
De spué s de de sayunar, C asm ir se ponía una capa de fustán pardo y se marchaba
de Haidion por un cam ino se cre to que a trave saba la vie ja a rm e ría y salía a l Sfe r Arct. Tras
ase gurarse de que nadie lo se guía, C asm ir iba por cam inos y callejas hasta el depósito de un
m e rcade r de vinos. Introducía una llave e n la ce rradura de una grue sa pue rta de roble y
e ntraba e n un polvorie nto cuarto de de gustación que ape staba a vino. Un hombre robusto y
canoso de pie rnas arque adas y nariz rota lo saludaba sin m ayor ceremonia. Casmir conocía al
hom bre sólo com o Valde z, y é l utilizaba e l nom bre de Evan.
Valde z podía sabe r o no que e ra C asm ir; su actitud e ra totalm e nte im personal, lo
cual conve nía a C asm ir.
Valde z se ñaló una de las sillas, y se se ntó e n otra. Sirvió vino de una jarra de arcilla
e n un par de piche le s.
— Te ngo inform ación im portante . El nue vo re y troicino inte nta una operación naval.
Ha re unido sus nave s e n e l Garfio de Hob, y se e stán e m barcando tropas e n C abo Bruma.
Es inm ine nte un ataque .
— ¿Un ataque dónde ?
Valde z, que te nía la cara de un hom bre astuto y re se rvado, im placable y saturnino,
se e ncogió de hom bros con indife re ncia.
— Nadie se m ole stó e n de círm e lo. Los capitane s de be n zarpar cuando el viento sople
de l sur... con lo cual podrían nave gar hacia e l oe ste , e l e ste o e l norte .
— Apue sto a que volve rá n a proba r sue rte con C a bo De spe dida .

— Es posible , si se han re ducido las de fe nsas. C asm ir asintió


re fle x iva m e nte .
— En e fe cto.
—O tra posibilidad. C ada nave e stá provista con un arpón y un grue so cable .
C asm ir se re clinó e n la silla.
— ¿C on qué propósito? No pue de n e spe rar una batalla naval.
— Tal ve z e spe re n im pe dirla. Están cargando calde ros a bordo. Y re cue rda que el
vie nto sur los im pulsa río arriba por e l Sim e .
—¿Hacia los astille ros? —C asm ir se alte ró—. ¿Hacia los nuevos barcos? Valdez se llevó
la jarra de vino a la boca curva.
— Sólo pue do darte datos. Los troicinos se dispone n a atacar con cien naves y por lo
m e nos cinco m il hom bre s bie n arm ados.
— Bahía Balt e stá bie n re sguardada, pe ro no tanto —murmuró Casmir—. Podrían causar
un de sastre si nos tom aran por sorpre sa. ¿C óm o pue do sabe r cuándo zarpará la flota?
— Las se ñale s lum inosas son inse guras. Si una falla por culpa de la niebla o la lluvia, falla

268
todo e l siste m a. En todo caso, no hay tie m po para e stable ce r la cade na. Las palom as no
pue de n volar cie nto se se nta k ilóm e tros sobre e l a gua. No conozco otro sistema, salvo uno que
funcione m e diante la m agia.
C asm ir se le vantó bruscam e nte . Arrojó un bolso de cue ro a la m e sa.
—R e gre sa a Troicine t. Envíam e noticias con tanta fre cue ncia com o lo conside re s
oportuno.
Valde z alzó la bolsa y pare ció satisfe cho con su pe so.
—Lo haré .
C asm ir re gre só a Haidion, y pronto los corre os abandonaban la ciudad de Lyonesse
con gran ce le ridad. Se orde nó a los duque s de Jong y Twarsbane que lle varan e jé rcitos,
caballe ros y jine te s a cora za dos a C a bo De spe dida , para re forza r la guarnición que ya estaba
e n la zona. O tras tropas, unos ocho m il hom bre s, se e nviaron de prisa a los astilleros del río
Sim e , y se apostaron vigías a lo largo de la costa. Los puertos fueron cerrados y todas las naves
am arradas (e x ce pto la que lle varía a Valde z de re gre so a Troicine t) para que los espías no
pudie ran avisar a los troicinos que las fue rzas de Lyone sse se habían m ovilizado contra el
a ta que se cre to.
Los vie ntos soplaron de l sur y oche nta nave s zarparon con se is m il soldados.
Maniobrando a babor, nave garon hacia e l oe ste . De spué s de atrave sar e l e stre cho de
Palisidra, la flota se m antuvo al sur, le jos de la visión de las atentas guarniciones de Casmir, y
lue go viró hacia e l norte , para borde ar la costa a sotavento, hendiendo las azules aguas con las
proas y trazando una e ste la burbuje ante .
Entre ta nto, los e m isa rios troicinos re corría n toda Ulfla ndia de l Sur. Llevaron hasta
los fríos castillos de los bre zale s, las ciudade s am uralladas y las fortale zas de montaña, la
noticia de que ahora de bían obe de ce r al nue vo re y y sus orde nanzas. A menudo ganaban un
re conocim ie nto inm e diato y agrade cido; con la m ism a fre cue ncia, de bían supe rar odios
fom e nta dos por los a se sina tos, tra icione s y torm e ntos de siglos. Eran emociones tan amargas
que dom inaban todo otro pe nsam ie nto: riñas que para los participantes eran como el agua para
los pe ce s, de squite s y ve nganzas im aginarias tan dulce s que obsesionaban la mente. En tales
casos la lógica no te nía pode r. «¿Paz e n Ulflandia? ¡No habrá paz para m í hasta que la
fortale za de Ke ghorn caiga pie dra sobre pie dra y la sangre de Melidot empape los escombros!»
En e sos casos, los e nviados utilizaban tácticas m ás dire ctas.
— De be s re nunciar a tu odio, por tu propia se guridad. Una m ano rigurosa gobierna
Ulflandia, y si no te som e te s al orde n, e ncontrarás a tus e ne m igos a favor de él, con el poder
de l re ino com o re spaldo, y pagarás un alto pre cio por algo que no vale la pe na.
— Aja. ¿Y quié n gobe rnará Ulflandia?
— El re y Aillas gobie rna ya, por de re cho y por pode r, y los m alos tie m pos han
te rm inado. ¡Elige ! Úne te a tus iguale s y trae paz a e sta tie rra, o te conside rarán un
re ne gado. Tu castillo se rá tom ado y que m ado; si sobre vive s, vivirás e l re sto de tu vida
com o un cautivo, así com o tus hijos e hijas. Une tu sue rte a la nue stra: sólo pue de s salir
ganando.
La pe rsona a sí inte rpe la da podía inte nta r poste rgar la de cisión, o de cla ra rse
inte re sada sólo e n su propio dom inio, no e n e l re sto de la com arca. Si era de temperamento
caute loso, podía afirm ar que de bía e spe rar a ve r cóm o re accionaban los demás. En cada caso
e l e nvia do re spondía :
—¡Elige ahora! ¡O e stás con nosotros de ntro de la le y, o contra nosotros, fuera de la
le y! ¡No hay opción inte rm e dia!
Al final, casi todos los noble s de Ulflandia de l Sur ace ptaron las exigencias, al menos
por odio a Faude . Se a ta viaron con su a ntigua a rm adura, re unie ron sus tropas, y salieron de
sus vie jas fortale zas bajo las bande ras flam e ante s, para re unirse ce rca de l castillo de
C le a dstone .
En su cua rto de tra ba jo, Faude e staba a bsorto e n e l m ovim ie nto de los maniquíes
de l m apa. ¿Q ué pre sagiaba se m e jante cónclave ? C on ce rte za nada favorable. Reunió a sus

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capitane s y los e nvió por e l valle para que m ovilizaran su e jé rcito.
Dos horas a nte s de l a lba e l vie nto a m a inó y la calm a re inó e n el mar. Con Ys en las
ce rcanías, se re cogie ron las ve las y los re m e ros se arquearon sobre los remos. Punta Istaie y el
Te m plo de Atlante se distinguían contra e l cie lo de la aurora mientras las naves se deslizaban
sobre aguas de color pe ltre , ce rca de la e scalinata que bajaba del templo al mar. Giraron donde
la pla ya se curva ba a l e ntra r e n e l e stua rio de l Eva nder y descargaron tropas en la arena; luego,
los transporte s se ace rcaron a los m ue lle s para bajar e l cargam e nto.
De sde las te rrazas de sus jardine s, los te rrate nie nte s de Ys obse rvaban e l
de se m barco con inte ré s distante , y la ge nte de la ciudad continuaba con sus tareas, como si
las incursione s de sde e l m ar fue ran un he cho cotidiano.
En la balaustrada de su palacio, Me lancthe m iraba e l arribo de las naves. Pronto dio
m e dia vue lta y e ntró e n la pe num bra de l palacio.
Glide de Fairste d, con un solo acom pañante , m ontó a caballo y cabalgó valle arriba,
e ntre cam pos y hue rtos, con m ontañas abruptas a ambos lados. Los dos hombres atravesaron
villas y villorrios sin de spe rtar siquie ra curiosidad.
Las m onta ña s conve rgie ron e n e l valle que finalmente culminaba bajo esa altura llana
conocida com o C e rro Tac, con Tintzin Fyral al costado. Había en el aire un hedor cada vez más
fue rte , y los dos jine te s pronto de scubrie ron su orige n: se is e stacas de gran altura, con seis
cadáve re s e m palados.
El cam ino que pasaba bajo las e stacas atrave saba un prado que e x hibía nuevas
m ue stras de la se ve ridad de C arfilhiot hacia sus e ne m igos: un caballe te de seis metros de
altura donde colgaban cuatro hom bre s con pe sadas pie dras sujetas a los pies. Al lado de cada
uno había un m arcador que indicaba una m e dida e n ce ntím e tros.
Un garito custodiaba la e ntrada. Un par de soldados con e l traje negro y púrpura de
Tintzin Fyral le s salió al paso cruzando alabardas. Un capitán los siguió y habló con Glide.
— Se ñor, ¿pa ra qué te a ce rcas a Tintzin Fyral?
— Som os una de le gación al se rvicio de l re y Aulas —dijo el caballero—. Solicitamos una
re unión con Faude C arfilhiot, y tam bié n su prote cción ante s, durante y de spué s de dicha
re unión, con e l propósito de e x pre sar nos con toda libe rtad.
El capitán le s saludó sin m ayor ce re m onia.
— Se ñore s, com unicaré de inm e diato vue stro m e nsaje . —Montó a caballo y trepó por
un cam ino angosto que atrave saba e l pe ñasco. Los dos soldados aún les cerraban el paso con
las alabardas cruzadas.
— ¿Has se rvido m ucho tie m po a Faude C arfilhiot? —pre guntó Glide a uno de los
guardias.
— Sólo un año, se ñor.
— ¿Ere s ulflandé s?
— Ulflandé s de l Norte , se ñor. Glide se ñaló e l caballe te .
— ¿C uál e s la razón para e stas prácticas? El guardia se e ncogió de hom bros.
— Faude e s acosado por los noble s de la re gión, que se nie gan a som e te rse a él.
R e corre m os la com arca, ale rtas com o lobos, y cuando sale n para cazar o inspe ccionar sus
tie rras los captura m os. Y lue go Faude da un e je m plo para disua dir e intimidar a los demás.
— Sus castigos re ve lan inge nio.
De nue vo e l guardia se e ncogió de hom bros.
— Lo m ism o da. De un m odo u otro, e s la m ue rte . Y los ahorcam ie ntos, incluso los
e m palam ie ntos, te rm inan por aburrir a todos.
— ¿Por qué m ide n a e sos hom bre s con m arcadore s?
— Son grande s e ne m igos. Allí ve s a Je han de Fe m us, sus hijos Waldrop y Hambol, y

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su prim o Basil. Fue ron capturados y Faude los se nte nció a una e x hibición punitiva, pe ro
tam bié n de m ostró cle m e ncia. O rde nó: «Q ue se pongan m arcadore s, y cuando e stos
m alhe chore s hayan cre cido hasta a lcanza r e l doble de su e statura, que los suelten y se les
pe rm ita re gre sar libre m e nte al castillo de Fe m us.»
— ¿Y cóm o e stán?
El guardia lade ó la cabe za.
—Están dé bile s y angustiados, y todavía tie ne n que cre ce r por lo m e nos sesenta
ce ntím e tros m ás.
Glide e chó un vistazo al valle y las lade ras.
—No pare ce difícil cabalgar valle arriba con tre inta hom bre s para efectuar un rescate.
El guardia sonrió m ostrando sus die nte s rotos.
—Eso pare ce ría . Pe ro no olvide s que Faude e s un m ae stro e n e stratagemas. Nadie
invade su valle y e scapa libre e inde m ne .
Glide e x am inó de nue vo las m ontañas que se elevaban abruptamente desde el suelo
de l valle . Sin duda e staban lle nas de túne le s, pue stos de obse rvación y re fugios.
— Sospe cho que e l duque Faude consigue m ás e ne m igos de los que puede matar.
— Es posible —dijo e l gua rdia —. ¡Q ue Mitra nos prote ja ! —La conve rsación, a su
e nte nde r, e staba concluida; ya había de m ostrado de m asiada afabilidad.
Glide se re unió con su com pañe ro, un hom bre alto ve stido con una capa negra y un
som bre ro de a la s a ncha s calado sobre la fre nte para ocultar una cara enjuta de nariz larga. La
pe rsona, aunque arm ada sólo con una e spada y care nte de arm adura, se comportaba con el
aplom o de un noble , y Glide lo trataba com o a un igual.
El capitán bajó de l castillo e inte rpe ló a Glide .
—Se ñor, he com unicado fie lm e nte tu m e nsaje a Faude C arfilhiot. Os permite entrar
e n Tintzin Fyral y garantiza vue stra se guridad. Se guid m e , por favor. O s re cibirá de
inm e diato. —Así dicie ndo, volvió grupas y se ale jó al galope . Los de le gados lo siguieron al
trote . Subie ron por e l pe ñasco, por un cam ino se rpe nte a nte , y e n cada e ta pa de scubrían
instrum e ntos de fe nsivos: trone ras, tram pas, piedras, maderas tensadas para arrojar al intruso al
vacío, pote rnas y fosas.
Subie ron por e l cam ino zigzague ante , que al final se e nsanchó. Los dos hombres
de sm ontaron y e ntre garon sus caballos a los palafre ne ros.
El capitán los lle vó al salón m ás bajo de Tintzin Fyral, donde aguardaba Carfilhiot.
—C aballe ros, ¿sois dignatarios de Troicine t? Glide asintió.
— C orre cto. Yo soy e l caballe ro Glide de Fairste d y porto credenciales del rey Aulas de
Troicine t, que ahora te e ntre go. —Le alcanzó un pe rgam ino. C arfilhiot le echó una ojeada y se
lo pasó a un cham be lán m e nudo y gordo.
— Le e —le orde nó.
El cham be lán le yó con voz aguda:
A Faude C arfilhiot de Tintzin Fyral:
Por la le y de Ulflandia de l Sur, por pode r y por de re cho, m e he convertido en rey de
Ulflandia de l Sur, y por tanto te solicito la le altad de bida al sobe rano reinante. Te presento al
caballe ro Glide de Fairste d y a otro, am bos conse je ros de confianza. Glide te e xplicará mis
re que rim ie ntos y hablará e n m i nom bre . Puedes confiarle cualquier mensaje que desees, aun los
m ás confide ncia le s, si los tie ne s.
C onfío e n que re sponde rás rápidam e nte a mis exigencias, tal como las expresará Glide
de Fairste d. Añado m i firm a y e l se llo de l re ino.
Aulas, re y de Ulflandia de l Sur y Troicine t.

271
El cham be lán de volvió e l pe rgam ino a C arfilhiot, quie n lo e studió con e l ce ño
fruncido, m ie ntras organizaba sus pe nsam ie ntos.
—De sde lue go, m e inte re san los conce ptos de l re y Aulas —dijo al fin con tono
grave —. Hable m os de e sto e n m i pe que ño salón.
C arfilhiot condujo a Glide y su com pañe ro e scale ra arriba. Pasaron ante una
pajare ra de die z m e tros de altura y cinco de diám e tro, e quipada con perchas, nidos, cuencos
y colum pios. Los habitante s hum anos de la pajare ra e je m plificaban los antojos de Carfilhiot
e n su e x pre sión m ás im placable ; había am putado los m ie m bros de varios cautivos, tanto
varone s com o m uje re s, y los había sustituido por garras y garfios de hie rro, con los que se
afe rraban de las pe rchas. C ada cual e staba adornado con diversos plumajes; todos gorjeaban,
silbaban y trinaban. C om o je fe de l grupo, e splé ndido en sus brillantes plumas verdes, estaba el
loco re y De ue l. Ahora se acurrucaba e n su pe rcha con e x pre sión com pungida. Al ve r a
C arfilhiot se puso ale rta y saltó sobre la pe rcha.
— ¡Un m om e nto! ¡Te ngo una se na que ja! C arfilhiot se de tuvo.
— ¿Q ué te ocurre ahora? Últim am e nte has e stado quisquilloso.

— ¿Por qué no? Hoy m e prom e tie ron gusanos, pe ro sólo m e sirvie ron ce bada.
— Pacie ncia —dijo C arfilhiot—. Mañana te ndrás tus gusanos.
El loco re y De ue l m asculló con re ncor, saltó a otra pe rcha y se que dó cavilando.
C arfilhiot condujo a sus hué spe de s a una habitación alfom brada de ve rde , con paneles de
m ade ra cla ra y ve nta na s que daban a l valle . Se ñaló una m e sa.
—Se ntaos, por favor. ¿Habé is ce nado?
Glide se se ntó. Su a com pañante pe rm a ne ció de pie e n e l fondo de l salón.
— Ya he m os com ido —dijo Glide —. Si de se as, pode m os ir dire ctam e nte al grano.
— Ade lante . —C arfilhiot se re clinó e n la silla y e stiró sus largas y fue rte s pie rnas.
— Mi m e nsaje e s sim ple . El nue vo re y de Ulflandia de l Sur ha llegado con sus fuerzas
a Ys. El re y Aulas se propone gobe rnar con se ve ridad y de be s obe de ce rle .
C arfilhiot soltó una risa m e tálica.
— No sé nada sobre e so. Por lo que sé , Q uilcy no de jó he re de ros; su linaje e stá
m ue rto. ¿De dónde saca su de re cho Aillas?
— Es re y de Ulflandia de l Sur por linaje colate ral y por le y de la com arca. Ya viene
por e l valle , y te e x horta a bajar para saludarlo, y a de sistir de toda ide a de re sistirte a su
dom inio por la fue rza de tu castillo, Tintzin Fyral, pue s e n tal caso lo som e te rá.
— Eso ya se ha inte ntado —dijo C arfilhiot con una sonrisa—. Los atacantes se han ido
y Tintzin 1 Fyral sigue e n pie . En todo caso, e l re y C asm ir de Lyone sse no pe rmitirá aquí una
pre se ncia troicina.
—No tie ne opción. Ya he m os e nvia do una fue rza para que tom e Kaul Bocach y así
cie rre e l paso a C asm ir.
C arfilhiot re fle x ionó. C hasque ó los de dos de sde ñosam e nte .
— De bo actuar con de te rm inación. Las circunstancias aún son incie rtas.
— Te rue go que te re tracte s. Aulas dom ina Ulflandia de l Sur. Los barone s han
ace ptado su pre se ncia con gratitud, y han re unido a sus tropas e n e l castillo de Cleadstone,
por si se ne ce sitan para sitiar Tintzin Fyral.
C arfilhiot se le vantó, sorpre ndido e irritado. ¡Ese e ra e l m e nsaje del mapa mágico!
—¡Los habé is incitado contra m í! ¡Pe ro e n vano! ¡La conspiración fracasará! ¡Tengo
am igos pode rosos!
El com pañe ro de Glide habló por prim e ra ve z.
— Tie ne s un solo a m igo, tu a m a nte Tam ure llo. El no te a yuda rá . C a rfilhiot se

272
volvió hacia é l.
— ¿Q uié n e re s tú? ¡Ve n a quí! Te he visto e n a lguna parte .
— Me conoce s bie n, porque m e has causado m ucho daño. Soy Shim rod.
— ¡Shim rod! —e x clam ó C arfilhiot.
—Tie ne s a los dos niños, Glyne th y Dhrun, que m e son m uy queridos. Ahora me los
e ntre ga rá s. Asa ltaste m i m ansión Trilda y tom aste m is pe rte ne ncia s. Trá e las.
C arfilhiot torció los labios e n una sinie stra sonrisa.
—¿Q ué ofre ce s a cam bio?
Shim rod habló con voz sua ve y opa ca .
—Juré que los canallas que saque a ron Trilda m oriría n tra s sufrir par te del tormento
que infligie ron a m i am igo Grofine t. C apturé a R ughalt gracias a sus rodillas. Murió en medio
de grande s dolore s, pe ro ante s te nom bró com o su cóm plice . De vué lveme mis cosas y a los
dos niños, y de m ala gana re tiraré m i juram e nto: no m orirás por m i m ano ni por e l dolor
que quisie ra infligirte . No te ngo m ás que ofre ce r, pe ro e s m ucho.
C arfilhiot e x pre só su disgusto e narcando las ce jas y e ntornando los ojos. Habló
pacie nte m e nte , com o quie n e x plica ve rda de s e vide nte s a un re tarda do.
— Para m í no e re s nada. Me apode ré de tus cosas porque las que ría. Y podría
hace rlo de nue vo. ¡C uídate de m í, Shim rod!
— Se ñor —inte rvino Glide —, cito nue vam e nte las órde ne s de tu señor el rey Aulas. Te
pide que baje s de tu palacio y te som e tas a su justicia. No e s un hom bre crue l y prefiere no
de rram ar sangre .
— Ja! ¡C onque é sa s te ne m os! ¿Y qué m e ofre ce por e ste pia doso se rvicio?
— Los be ne ficios son m uy re ale s. El noble Shim rod ha he cho re que rim ie ntos. Si lo
com place s, se com prom e te a no tom ar tu vida. Ace pta
su propue sta. Por silogism o, te ofre ce m os la vida m ism a: e l bie n m ás valioso y
concre to que se pue de ofre ce r.
C arfilhiot se re pantigó e n la silla. Al cabo de un m om e nto rió.
— C aballe ro Glide , hablas con habilidad. Alguie n m e nos tole rante que yo podría
conside ra rte insole nte ; incluso yo e stoy pasm a do. Vie ne s a quí sin m ás prote cción que un
salvoconducto que de pe nde de la propie dad y e l de coro. Lue go m e solicitas am plias
conce sione s a travé s de insinuacione s y am e nazas que suenan ofensivas. En mi pajarera pronto
a pre nde rá s a canta r cancione s m ás a gradable s.
— Se ñor, no m e propongo irritarte sino pe rsuadirte . Espe raba ape lar a tu razón
ante s que a tus e m ocione s.
C arfilhiot volvió a le vantarse .
— Estoy pe rdie ndo la pacie ncia con tu de scaro.
— De acue rdo, no hablaré m ás. ¿Q ué re spue sta lle varé al re y Aulas?
— Pue de s de cirle que Faude C a rfilhiot, duque de Valle Eva nde r, re a cciona
ne gativam e nte ante sus propue stas. En su inm ine nte gue rra con e l re y C asm ir, m e
conside raré ne utral.
— Le com unicaré e sa s e x a ctas palabra s.
— ¿Y m is re que rim ie ntos? —pre guntó Shim rod.
Los ojos de C arfilhiot pare cie ron e m itir una luz am arilla.
—Al igual que e l caballe ro Glide , no m e ofre ce s nada y lo de se as todo. No puedo
com place rte .
Glide e je cutó la m ínim a re ve re ncia re que rida por e l protocolo caballe re sco.

273
— Nue stra gra titud por tu a te nción.
— Si e spe rabais de spe rtar m i profunda anim adve rsión, lo habé is lo grado —dijo
C arfilhiot—. De lo contrario, sólo habé is pe rdido e l tie m po. Por aquí. —Pasaron fre nte a la
pajare ra, donde e l re y De ue l dio un brinco para pre se ntar una nue va queja, y fueron al salón
de abajo, donde C arfilhiot llam ó a su cham be lán. —C onduce a e stos caballe ros hasta sus
caballos. —Se volvió hacia am bos—. Me de spido de vosotros. Mi palabra os protegerá mientras
bajé is por e l valle . Si re gre sáis, os conside raré intrusos hostile s.
— Una últim a palabra —dijo Shim rod.
— C om o de se e s.
— Salga m os. Lo que te ngo que de cir re sulta rá e nfe rm izo y sofocante de ntro de tu
sala.
C arfilhiot lo condujo a la te rraza.
— Habla —dijo. Am bos e staban bajo la brillante luz de la tarde .
— Soy un m ago de l undé cim o nive l —dijo Shim rod—. Cuando me robaste en Trilda me
distrajiste de m is e studios. Ahora los re anudaré . ¿C óm o te prote ge rás contra m í?
— ¿Te a tre ve ría s a e nfre ntarte a Tam ure llo?
— Él no te prote ge rá contra m í. Tie ne m ie do de Murge n.
— Estoy a salvo.
— No cre as. En Trilda m e provocaste . Se m e pe rm ite la ve nganza. Así e s la le y.
C arfilhiot abrió la boca.
— No e s aplicable .
— ¿No? ¿Q uié n prote gió a R ughalt cuando su cue rpo ardió? ¿Quién te protegerá a ti?
¿Ta m ure llo? Pre gúnta le . Te hará prom e sa s, pe ro su false da d será fácil de detectar. Por última
ve z: e ntré ga m e m is pe rte ne ncia s y m is dos niños.
— No m e som e to a las órde ne s de nadie .
Shim rod se ale jó, cruzó la te rraza y m ontó a caballo. Los dos emisarios descendieron
por e l cam ino se rpe nte ante , de jaron atrás e l caballe te y los cuatro hom bre s de l castillo de
Fe m us, y así bajaron hacia Ys.
Un grupo de quince m e ndigos harapie ntos cam inaba al sur por e l Pasaje de Ulf.
Algunos iban e ncorvados; otros brincaban sobre sus pie rnas m utiladas; otros lle vaban
ve ndaje s m anchados por he ridas purule ntas. Al ace rcarse a la fortaleza de Kaul Bocach, vieron
a los soldados de guardia y avanzaron de prisa, gim iendo lastimeramente y pidiendo limosna.
Los soldados se re tiraron con disgusto y e l grupo pasó con rapide z.
Más allá de la fortale za los m e ndigos re cobraron la salud. Se enderezaron, arrojaron
las ve ndas y de jaron de coje ar. En un bosque a k ilóm e tro y m e dio de la fortaleza extrajeron
hachas de e ntre las ropas, cortaron troncos y construye ron cuatro largas e scale ras.
Pasó la tarde . Al anoche ce r otro grupo se ace rcó a Kaul Bocach: e sta ve z una
com pa ñía de a rtista s tra shum a nte s. Aca m paron fre nte a la forta le za , a brieron un pequeño
barril de vino, se pusie ron a a sa r carne e n e spe tone s y lue go a tocar m úsica m ie ntras seis
atractivas donce llas bailaban jigas a la luz de l fue go.
Los soldados de l fue rte obse rvaban la dive rsión y pirope aban a las donce llas.
Entre ta nto e l prim e r grupo re gre só sigilosam e nte . Apoya ron las e scale ras y tre pa ron a los
parape tos sin se r vistos ni oídos.
Pronta y sile nciosam e nte acuchillaron a un par de infortunados guardias que estaban
m irando las danzas. Bajaron al cuarto de oficiale s, donde m ataron a varios soldados que
de scansaban e n sus je rgone s, lue go brincaron a las e spaldas de los que obse rvaban la
ce le bración. La actuación se inte rrum pió e n e l acto. Los actore s se unieron a la lucha y en tres
m inutos las fue rzas de Ulflandia de l Sur volvie ron a controlar la fortale za de Kaul Bocach.

274
El com andante y cuatro supe rvivie nte s fue ron e nviados al sur con un m e nsaje :

C asm ir, re y de Lyone sse : ¡pre sta ate nción!


La fortale za de Kaul Bocacb e stá nue vam e nte e n nue stras m anos, y los intrusos de
Lyone sse han sido m ue rtos y e x pulsados.
Ni las e stra ta ge m a s ni todo e l coraje de Lyone sse volve rá n a a rre batarnos Kaul
Bocach. ¡Entra e n Ulflandia de l Sur a tu propio rie sgo!
¿De se a s proba r tus e jé rcitos contra e l pode río ulfla ndé s? Ve n por Poé lite tz. Té
re sultará m ás fácil y se guro. Firm a:
Gole s, de l C astillo de C le adstone , capitán de los ejércitos ulflandeses de Kaul Bocacb.

Era una noche oscura y sin luna; alre de dor de Tintzin Fyral las m ontañas se
pe rfilaban com o ne gras m ole s contra las e stre llas. C arfilhiot cavilaba e n su alta torre . Su
a ctitud suge ría im pacie ncia , com o si e stuvie ra a guarda ndo una señal o acontecimiento que no
se había producido. Al fin se le vantó y fue a su cuarto de trabajo. De la pare d colgaba un
m arco singular de poco m e nos de tre inta ce ntím e tros de diám e tro, que rode aba una
m e m brana gris. C arfilhiot tiró de l ce ntro de la m e m brana y e x trajo un fragmento que creció
rápidam e nte bajo su m ano para conve rtirse e n una nariz de tam año vulgar, luego enorme:
un gran órgano rojo y curvo con fosas ve lludas y re soplante s.
C a rfilhiot soltó una prote sta; e sa noche e l sande stin e staba inquieto y jocoso. Tomó
la gra n nariz roja, la re torció y le dio form a de tosca y a bultada ore ja , la cua l se le e scurrió
e ntre los de dos para conve rtirse e n un pie ve rde y flaco. Utilizó las' dos manos para dominar
e l obje to y de nue vo m olde ó una ore ja, a la cual dio una brusca orde n:
—¡O ye ! ¡Escucha y oye ! C om unica m is palabras a Tam ure llo, e n Faroli. Tamurello,
¿m e oye s? ¡Ta m ure llo, re sponde !
La ore ja se alte ró para conve rtirse e n una de configuración com ún. En un extremo
una protube rancia se torció y se curvó cobrando la form a de la boca de Tam ure llo. El
órgano dijo, con voz de Tam ure llo:
—Faude , e stoy aquí. Sande stin, m ue stra una cara.
La m e m brana vibró y se contorsionó transform ándose e n la cara de Tam ure llo,
e x ce pto la nariz, donde e l sande stin, por de scuido o por capricho, colocó la ore ja que ya
había cre ado.
—¡Los aconte cim ie ntos se pre cipitan! —dijo C arfilhiot—. Ejé rcitos troicinos han
de se m ba rcado e n Ys y e l re y troicino a hora se conside ra re y de Ulfla ndia de l Sur. Los
barone s no lo han de te nido, y e stoy aislado.
Tam ure llo e m itió un sonido re fle x ivo.
— Inte re sante .
— ¡Más que inte re sante ! —e x clam ó C arfilhiot—. Hoy vinie ron a m í dos emisarios. El
prim e ro orde nó que m e som e ta al nue vo re y. No pre se ntó cum plidos ni garantías, lo cual me
pare ce un m al signo. De sde lue go, m e ne gué a a ce ptar.
— ¡Im prude nte ! Te ndrías que habe rte de clarado un le al vasallo, aun que demasiado
e nfe rm o para re cibir visitante s o para salir de l castillo, con lo cual no pre se ntabas un
de safío ni tam poco un pre te x to.

— No obe de zco las órde ne s de nadie —dijo C arfilhiot. Tam ure llo no hizo
com e ntarios.
— El se gundo e m isario e ra Shim rod —continuó C arfilhiot.
— ¡Shim rod!

275
— Nada m e nos. Vino con e l prim e ro, ocultándose en las sombras como un fantasma, y
lue go m e e x igió sus dos niños y sus arte factos m ágicos. De nue vo re husé .
— ¡Im prude nte , im prude nte ! De be s a pre nde r e l a rte de la conce sión grácil, cuando
re sulta útil. Los niños no te sirve n de nada, y tam poco los arte factos de Shim rod. ¡Podrías
habe rte ase gurado su ne utralidad!
— Bah —dijo C arfilhiot—. Él no e s nadie com parado contigo... a quie n, de paso,
de spre ció y calum nió.
— ¿C óm o?
— Dijo que e ra s inconstante , que tus palabra s no e ra n cie rtas y que no m e
prote ge rías. Me re í de é l.
— Sí, e ntie ndo —m urm uró Tam ure llo—. Aun así, ¿qué pue de hace r Shimrod contra
ti?
— P ue de a ta ca rm e con su m agia .
— ¿Y viola r e l e dicto? Jam ás. ¿No e re s una criatura de De sm ë i? ¿No dispone s de
a rte factos m ágicos? C onvié rte te e n m ago.
— ¡La m agia e stá e nce rrada e n un a ce rtijo! ¡Es inse rvible ! Q uizá Murge n no se
conve nza. De spué s de todo, los arte factos fue ron robados a Shim rod, lo cual e s una
provocación de un m ago a otro.
Tam ure llo rió.
— Pe ro re cue rda que e n e se m om e nto tú no te nía s im ple m entos mágicos, de modo
que e ra s un le go.
— El argum e nto pare ce re buscado.
—Es lógico. Ni m ás, ni m e nos. C arfilhiot aún
titube aba.
—Se cue stré a sus niños, lo cual tam bié n pue de inte rpre tarse com o pro vocación.
La re spue sta de Tam ure llo, aún transm itida por los labios de l sande stin re sultó
bastante se ca.
— En tal caso, de vue lve a Shim rod sus niños y sus pe rte ne ncias.
— Ahora conside ro a e sos niños com o re he ne s que garantizan mi propia seguridad —
dijo fríam e nte C arfilhiot—. En cuanto a los arte factos m ágicos, ¿pre fe rirías que yo los use en
colaboración contigo, o que Shim rod los use para re spaldar a Murgen? Recuerda que ésa fue tu
ide a original.
— Un ve rdade ro dile m a —adm itió Tam ure llo con un suspiro—. De s de ese punto de
vista, te ndría que apoyarte . Aun así, los niños no de be n sufrir daño en ninguna circunstancia,
pue s la concate nación de los he chos m e lle varía ine vitable m e nte a e nfre ntarme con la furia
de Murge n.
— Sospe cho que e x a ge ra s su im porta ncia —de claró C a rfilhiot con su habitua l
arrogancia.

— No obsta nte , de be s obe de ce r. C a rfilhiot se e ncogió de hom bros.


— Está bie n, com place ré tus caprichos.
El sande stin re produjo con pre cisión la risa tré m ula de Tam ure llo:
—Llám alo com o quie ras.

276
31

El e jé rcito ulflandé s, todavía un grupo de pe que ñas com pañías m utuam e nte
re ce losas, acam pó al am ane ce r fre nte al castillo de C le adstone . Lo form aban dos m il
caballe ros y soldados. Fe ntaral de C astillo Gris, e l m ás re spetado entre todos los barones, les
im puso orde n y disciplina. El e jé rcito inició lue go la m archa por los bre zale s.
Al atarde ce r de l día siguie nte se e stable cie ron e n e l risco que daba a Tintzm Fyral,
de sde donde los sk a habían inte ntado un ataque e n otra ocasión.
Entre tanto, e l e jé rcito troicino avanzaba valle arriba, se guido por la m irada
indife re nte de los habitante s. El sile ncio de l valle re sultaba inquietante. Ya era tarde cuando el
e jé rcito lle gó a la alde a de Sarqum , a la vista de Tintzm Fyral. A pe tición de Aulas, los
ancianos de la ciudad se pre se ntaron para de libe rar. Aulas se pre se ntó y de finió sus
obje tivos.
—Ahora de se o a ve riguar a lgo. Habla d con fra nque za , pue s la ve rda d no os hará
daño. ¿Sois hostile s a C arfilhiot, sois ne utrale s, o e stáis a su favor?
Los ancianos cuchiche aron e ntre sí y m iraron por e ncim a de l hom bro hacia Tintzm
Fyral.
—C arfilhiot e s un he chice ro —dijo uno—. Es m e jor que no tom e m os partido. Tú
pue de s cortarnos la cabe za si no te com place m os. C arfilhiot puede hacer algo peor cuando te
hayas ido.
Aulas rió.
— O lvidáis la razón de nue stra pre se ncia. C uando nos m arche m os, Carfilhiot habrá
m ue rto.
— Sí, sí, otros han dicho lo m ism o. Ellos se han ido, pe ro C arfilhiot pe rm ane ce. Ni
siquie ra los sk a lograron m ole starlo.
— R e cue rdo bie n e sa ocasión —dijo Aulas—. Los sk a se re tiraron por que se acercaba
un e jé rcito.
— Es ve rdad. C arfilhiot m ovilizó al valle contra e llos. Pre fe rim os a C arfilhiot, que es
un m al conocido aunque im pre visible , ante s que a los sk a, que son m ás m e tódicos.
— Esta ve z ningún e jé rcito socorre rá a C arfilhiot: no ve ndrá ayuda de l norte, ni del
sur, ni de l e ste ni de l oe ste .
Los ancianos cuchiche aron nue vam e nte .
—Supongam os que C a rfilhiot cae —dije ron— ¿Q ué suce de rá e ntonce s?
—C onoce ré is un gobie rno justo y e quitativo. O s lo a se guro. El je fe de los
ancianos se acarició la barba.
— Es bue no oírlo —adm itió, y tra s m irar a sus com pa ñe ros a ña dió—: La situación es
a sí. Som os firm e m e nte fie le s a C a rfilhiot, pe ro tú nos has a te rrado hasta e l e x tre m o del
pánico, y por tanto de be m os obe de ce r tus órde ne s, e n contra de nue stras inclinaciones, en
caso de que C arfilhiot pre gunte alguna ve z.
— Así se a. ¿Q ué podé is de cirm e , pue s, sobre las fue rzas de C arfilhiot?
— R e cie nte m e nte ha aum e ntado la guardia de l castillo con ase sinos y carniceros.
Pe le arán a m ue rte porque no pue de n e spe rar nada m e jor e n ninguna parte . C arfilhiot les
prohibe m ole star a la ge nte de l valle . Aun así, a m e nudo de saparecen muchachas y nunca se
oye nada m ás sobre e llas. Y se le s pe rm ite tom ar m uje re s de los bre zale s, y tam bié n
practican vicios inde scriptible s e ntre e llos, o e so dice n.
— ¿C uántos son ahora?
— C a lculo que e ntre tre scie ntos y cua trocie ntos.

277
— No e s una fue rza num e rosa.
— Mucho m e jor para C arfilhiot. Sólo ne ce sita die z hom bre s para con tener a todo tu
e jé rcito. Los de m ás son m ás bocas para alim e ntar. ¡Y cuídate de las tre tas de Carfilhiot! Se
dice que usa la m agia e n su prove cho, y e s un e x pe rto e n e m bosca da s.
— ¿En qué se ntido?
— Fíjate allá: se e x tie nde n pe ñascos hacia e l valle , y la distancia inter media es de
poco m ás de un tiro de fle cha. Están lle nos de túne le s. Si pasaras por allí, re cibirías una
andanada de fle chas y e n un m inuto pe rde rías m il hom bre s.
— Sí, si tuvié ram os la te m e ridad de pasar bajo los pe ñascos. ¿Q ué m ás pue de s
de cirm e ?
— Hay poco m ás que de cir. Si te capturan, te se ntarán e n una e staca hasta que tus
carne s se an jirone s. Así e s com o C arfilhiot re com pe nsa a sus e ne m igos.
— C aballe ros, podé is m archaros. O s agrade zco los conse jos.
—¡R e cue rda, sólo hablé e n un arre bato de pánico! Así se rán las cosas.
Aulas hizo a va nzar a su e jé rcito otros ochocie ntos m e tros. El e jé rcito
ulflandé s ocupó las alturas de trás de Tm tzin Fyral. Aún no habían recibido noticias de
la fue rza e nviada para tom ar Kaul Bocach; supue stam e nte había triunfado.
Las salidas y e ntradas de Tintzin Fyral e staban ce rradas. Ahora C arfilhiot de bía
confiar su vida a la invulne rabilidad de su castillo.
Por la m añana un he raldo con bande ra blanca cabalgó valle arriba. Se detuvo ante
las pue rtas y e x clam ó:
—¿Q uié n m e pue de oír? ¡Traigo un m e nsa je para e l duque Faude C a rfilhiot!
El capitán de la guardia se asom ó por la m uralla vistie ndo e l ne gro y am arillo de
C arfilhiot: un hom bre m acizo cuyo pe lo gris onde aba al vie nto.
—¿Q uié n trae m e nsaje s para e l duque Faude ? —pre guntó con e strue ndosa voz.
El he raldo se a de la ntó.
— Los e jé rcitos de Troicine t y Ulflandia de l Sur rode an e l castillo. Están a las órdenes
de Aulas, re y de Troicine t y Ulflandia de l Sur. ¿C om unicarás e l m e nsaje que traigo, o e l
re be lde bajará a oír con sus propios oídos y a conte star con su propia le ngua?
— C om unicaré tu m e nsaje .
— Di al duque Faude C arfilhiot que , por orde n de l re y, su m andato e n Tintzin Fyral
ha te rm inado, y que ocupa e l castillo ile galm e nte , sin pe rm iso de su rey. Dile que sus delitos
son notorios y que aportan gran ve rgüe nza tanto a é l com o a sus se guidore s, y que habrá
re pre sa lias. Dile que pue de obte ne r conce sione s si se rinde a l insta nte , y que a demás las
tropas ulflande sas dom inan Kaul Bocach, para im pe dir que los ejércitos de Lyonesse entren en
Ulflandia, de m odo que no pue de e spe rar aux ilio de l re y C asm ir, ni de nadie m ás.
— ¡Suficie nte ! —e x clam ó e l capitán con voz rugie nte —. ¡No puedo recordar más! —Dio
m e dia vue lta y bajó de la m uralla. Poco de spué s se le vio cabalgando camino arriba hacia el
castillo.
Transcurrie ron ve inte m inutos. El capitán re gre só y subió nue vamente a la muralla.
— He raldo —dijo—, e scucha bie n. Faude C arfilhiot, duque de Valle Evande r y
príncipe de Ulflandia, no sabe nada sobre Aulas, re y de Troicine t, y no reconoce su autoridad.
Ex ige que los invasore s a ba ndone n e ste dom inio que no le s pe rte ne ce , so pe na de cruda
gue rra y e spantosa de rrota. R e cue rda al re y Aillas que Tintzin Fyral ha conocido una docena
de sitios y jam ás ha sucum bido.
— ¿Se rinde o no?
— No se re ndirá.

278
— En tal caso, anuncia a tus com pañe ros y a todos los que portan armas en nombre
de C arfilhiot que a todos los que luche n por C arfilhiot y de rram e n sangre e n su nombre se
le s conside rará tan culpable s com o a C arfilhiot y com partirán su de stino.
Una noche oscura y sin luna cayó sobre Valle Evande r. C arfilhiot tre pó al tejado de
su alta torre y se de tuvo cara al vie nto. En e l valle un m illar de fogatas creaban una alfombra
chispe ante , com o un puñado de e stre llas rojas. Mucho m ás ce rca, otras fogatas bordeaban el
risco norte y suge ría n la pre se ncia de m ucha s m ás a lle nde e l risco, lejos del viento. Carfilhiot
se volvió y de scubrió, conste rnado, m ás fogatas e n la cim a de l C e rro Tac. Tal ve z las
hubie ran e nce ndido sólo para intim idarlo, y e n e fe cto le intim idaban. Por primera vez sintió
m ie do: se pre guntó si Tintzin Fyral, por una trágica de cisión de l de stino, podría e n e sta
ocasión sucum bir a un sitio. Sintió un frío pe gajoso e n las e ntrañas al pe nsar e n lo que
suce de ría si lo capturaban.
C arfilhiot tocó la áspe ra pie dra de los parape tos para tranquilizarse. ¡Estaba a salvo!
¿C óm o cae ría e se m agnífico castillo? En las bóvedas había provisiones para un año o más; tenía
agua suficie nte gracias a un m anantial subte rráne o. Una cuadrilla de m il zapadore s,
trabajando día y noche , podría, te óricam e nte , e x cavar la base de l pe ñasco para derribar el
castillo. En la práctica la ide a e ra absurda. ¿Y qué podían lograr sus enemigos desde la cima
de l C e rro Tac? El castillo e staba prote gido por la anchura de l abismo: un largo tiro de ballesta.
Los arque ros de l C e rro Tac sólo podían m ole star hasta que se le vantaran escudos contra las
fle chas, con lo cual sus e sfue rzos se rían fútile s. Tintzin Fyral pare cía vulnerable sólo desde el
norte . De sde e l a ta que sk a C a rfilhiot había a um e nta do sus defensas, presentando ingeniosos
siste m as nue vos contra quie n tuvie ra e spe ranzas de usar un arie te .
As! se tranquilizaba C arfilhiot. Más aún, y m ucho m ás im portante , Tam ure llo se
había com prom e tido a re spaldarlo. Si se le acababan las provisione s, Tam ure llo podría
re novarlas m e diante su m agia. Tintzin Fyral podría re sistir para sie m pre .
C a rfilhiot e chó otro vista zo y bajó a su cua rto de tra ba jo, pe ro Tam ure llo, por
ause ncia, ne glige ncia o de signio, no habló con é l.
Por la m añana, C arfilhiot obse rvó cóm o las tropas troicinas avanzaban casi hasta el
pie de Tintzin Fyral, e vadie ndo sus e m boscadas al m archar e n fila de uno e n uno bajo una
pantalla de e scudos. Talaron las e stacas de e m palam ie nto, liberaron a los hombres del castillo
de Fe m us de sus pe sas, y acam paron e n e l prado. C aravanas de vituallas subie ron por
e l valle y por e l risco. Sus le ntos y m e tódicos pre parativos causaron a C arfilhiot
nue vas apre nsione s a pe sar de sus razonam ie ntos. Había m ucha actividad e n la cima del
C e rro Tac, y C a rfilhiot vio cóm o cobra ba n form a los e sque le tos de tre s enormes catapultas.
Había pe nsado que e l C e rro Tac no re pre se ntaba ningún pe ligro, a causa de sus empinados
de clive s, pe ro los m alditos troicinos habían e ncontrado e l se nde ro y como hormigas, poco a
poco, habían lle vado hasta la cim a las tre s grande s catapultas que ahora se recortaban en el
cie lo. Sin duda e staban a e x ce siva distancia. Las pie dras que arrojaran re botarían e n las
m urallas de l castillo y am e nazarían e l cam pam e nto troicino que e staba a los pie s. Así se
tranquilizaba C arfilhiot. En e l risco norte e staban construye ndo otras se is m áquinas de
asalto, y de nue vo C arfilhiot se inquie tó al ve r la e ficacia de los inge nie ros troicinos. Las
m áquinas e ran m acizas, dise ñadas con gran pre cisión. A su debido momento las acercarían al
borde de l pe ñasco, tal com o habían he cho los sk a. Al pasar e l día, C arfilhiot e m pe zó a
dudar, y las dudas se convirtie ron e n rabia; las m áquinas se instalaron a buena distancia de su
e x planada m ortal. ¿C óm o se habían dado cue nta de e se pe ligro? ¿A través de los ska'? ¡Todo
e staba salie ndo m al! Algo chocó e stre pitosam e nte contra e l late ral de la torre causando una
conm oción.
El pasm ado C arfilhiot dio m e dia vue lta. En e l Tac, e l brazo de una de las grandes
catapulta s subía y se de te nía con un cha squido. Una roca saltó e n e l aire, trazó un arco lento
y bajó hacia e l castillo. C arfilhiot se tapó la cabe za con las m anos y se agachó. La piedra pasó
a poca distancia de la torre y cayó ce rca de l pue nte le vadizo. El ye rro no le causó placer; sólo
e staban afinando la punte ría.
C orrió e scale ra abajo y e nvió a un grupo de arque ros al te jado. Subie ron a las
alm e nas, apoyaron los arcos e n los m e rlone s, e stiraron y sostuvieron los arcos con el pie. Los
te nsaron al m áx im o y dispararon. Las flechas trazaron un gran arco sobre el abismo y luego

279
caye ron hacia las lade ras de l Tac. Un e je rcicio fútil.
C arfilhiot soltó un juram e nto y agitó los brazos e n un de safío. Dos de las catapultas
dispa ra ron a l m ism o tie m po; dos pe dre jone s subie ron e n e l a ire , tra za ron sus a rcos,
de sce ndie ron y se hundie ron e n e l te jado. La prim e ra m ató a dos arqueros y quebró el techo;
la se gunda pasó a pocos pasos de C arfilhiot y atrave só e l techo para caer en una sala alta. Los
arque ros supe rvivie nte s corrie ron e scale ra abajo se guidos por C arfilhiot.
Durante una hora las pie dras llovie ron sobre e l te jado de la torre , de struyendo las
a lm e nas, a brie ndo boque te s e n e l te cho y que brando las vigas, cuyos fragmentos sobresalían
e n e l a ire o colga ba n a poca dista ncia de l piso de a ba jo.
Los inge nie ros m odificaron la punte ría de sus m áquinas y empezaron a demoler las
m urallas de la torre . Era obvio que e n pocos días las m áquinas de l C e rro Tac derribarían la
torre de Tintzin Fyral.
C a rfilhiot corrió a su cua rto de tra ba jo y logró e stable ce r conta cto con Tam urello.
— El e jé rcito a ta ca de sde las a lturas con a rm as e norm e s. ¡Ayúdam e o e stoy
conde nado!
— Muy bie n —dijo Tam ure llo con voz pe sada—. Haré lo que se de be hace r.
En e l Tac, Aulas pe rm a ne cía e n e l m ism o lugar donde había e stado antes, en otra
é poca de su vida. O bse rva ba cóm o las pie dras cruza ba n e l a bism o para de m ole r Tintzin
Fyral.
— La gue rra ha te rm inado —le dijo a Shim rod—. No tie ne adonde ir.
De sm ante lare m os e l castillo pie dra por pie dra. Es hora de parlam e ntar nue vam e nte .
— Som e tám oslo a e sto una hora m ás. Sie nto su e stado de ánim o. Es furia, pe ro
todavía no e s de se spe ración.
Una luz cre puscular surcó e l cie lo. Se posó e n la cim a de l Tac y e xplotó con un débil
sonido. Tam ure llo, cuya e statura supe raba e n una cabe za la de los hombres comunes, estaba
fre nte a e llos. Lle va ba un tra je de re lucie nte s e scam as ne gra s y un ye lm o de pla ta con
form a de cabe za de pe z. Sus ojos re dondos re lucían bajo las cejas negras, con anillos blancos
alre de dor de l ne gro iris. Se e rguía sobre una e sfe ra de fue rza fluctuante que de sapareció
poco a poco, bajándolo a l sue lo. Miró a Aulas y a Shim rod.
— C uando nos conocim os e n Pároli, no re conocí tu alta inve stidura.
— En e se m om e nto care cía de e lla.
— ¡Y a hora te e x pande s hasta Ulfla ndia de l Sur!
— La tie rra e s m ía por de re cho de linaje , y ahora por fue rza de con quista. Ambos
son títulos válidos.
Tam ure llo hizo un ade m án.
— En e l apacible Valle Evande r, e l duque Faude C arfilhiot goza de popularidad.
C onquista otras tie rras, pe ro conté n la m ano aquí. C arfilhiot e s m i am igo y aliado. Retira tus
e jé rcitos, o te ndré que practicar m i m agia contra ti.
— C alla, ante s de que te cre e s una situación difícil —dijo Shim rod—. Soy Shimrod.
Basta rá una palabra m ía para que a cuda Murge n. Me e staba prohibido hacerlo a menos que
tú inte rfirie ras. C om o te has e ntro m e tido, ahora pue do pe dir la inte rce sión de Murge n.
Un re lám pago de llam as azule s alum bró la cim a de la m ontaña y Murgen se acercó.
—Ta m ure llo, e stás viola ndo m i e dicto.
— Prote jo a a lguie n que m e e s que rido.
— En e ste caso, no pue de s hace rlo. Has jugado una partida m aligna, y tiemblo con
de se os de de struirte .
Los ojos de Tam ure llo irradiaron un ne gro re splandor. Avanzó un paso.
—¿Te a tre ve s a a m e na za rm e , Murge n? Estás flá ccido y se nil, te a sustan temores

280
im a gina rios. Mie ntra s tanto, m i fue rza cre ce .
Murge n pare ció sonre ír.
— Prim e ro invocaré a los Estragos de Falax , lue go a la C apa de C arne de Miscus;
te rce ro, a la Escuálida Ple nitud. R e fle x iona. Sigue tu cam ino, y agrade ce m i m ode ración.
— ¿Q ué dice s de Shim rod? ¡Él e s tu criatura!
— Ya no lo e s. En todo caso, tú ge ne raste la ofe nsa. Él tie ne de re cho a restaurar el
e quilibrio. Tus actos no fue ron abie rtos, y te castigo de e sta m ane ra: re gre sa a Pároli, no
abandone s tu re side ncia e n cinco años, so pe na de oblite ración.
Tam ure llo ge sticuló bruscam e nte y de sapare ció e n un re m olino de hum o que se
convirtió e n una luz cre puscular, y voló ve lozm e nte hacia e l e ste .
— ¿Pue de s brindarnos m ás a yuda ? —le pre guntó Aulas a Murge n—. Pre fe riría no
arrie sgar la vida de hom bre s hone stos, ni la de m i hijo.
— Tus de se os hablan bie n de ti. Pe ro e stoy com prom e tido por m i propio edicto. No
pue do inte rce de r por quie ne s a m o, a sí com o no pue de Tam ure llo. Sigo un camino estrecho,
con una doce na de ojos que juzgan m i conducta. —Apoyó la mano en la cabeza de Shimrod—.
Ya e stás se parado de m í.
—Soy tanto e l charlatán doctor Fide lius com o Shim rod e l m ago. Murge n retrocedió
sonrie ndo. La llam a azul e n que había lle gado se
m ate rializó y lo e nvolvió. De sapare ció, de jando e n e l sue lo un pe que ño obje to.
Shim rod lo re cogió.
— ¿Q ué e s? —pre guntó Aulas.
— Un carre te , con hilo m uy fino.
— ¿C on qué propósito? Shim rod probó e l corde l.
— Es m uy fue rte .
C arfilhiot e staba e n su cuarto de trabajo, te m blando ante la conm oción que
provoca ba n las pie dras que llovía n de l cie lo. El m arco circula r se a lte ró para convertirse en la
cara de Tam ure llo, de m udado por la e m oción.
— Faude , m e han de rrotado. No pue do inte rce de r por ti.
— ¡Pe ro e stán de struye ndo m i castillo! ¡Y pronto m e de struirán a m í!
El sile ncio de Tam ure llo colgó e n e l aire con m ás pesadez que las palabras. Al cabo de
un instante C arfilhiot habló con voz jade ante , suave y e x altada por la e m oción:
— Tan gran pé rdida y lue go m i m ue rte ... ¿Es tole rable para ti, cuando tan a menudo
m e de cla ra ste tu a m or? No pue do cre e rlo.
— No e s tole rable , pe ro e l am or no pue de de rre tir las m ontañas. Haré todo lo
razonable , y m ás. Pre pá ra te , te lle varé a Pároli.
— ¡Mi m aravilloso castillo! —e x clam ó C arfilhiot con voz lastim e ra—. Nunca lo
a ba ndonaré . De be s a huye ntarlos.
— Huye o rínde te —dijo Tam ure llo con triste za—. ¿Q ué e scoge s?
— Ninguna de las dos cosas. ¡En nom bre de nue stro am or, ayúdam e !
— Para obte ne r m e jore s condicione s —dijo Tam ure llo con tono práctico—, ríndete
ahora. C uanto m ás los lastim e s, m ás duro se rá tu de stino.
Su cara se disolvió e n la m e m brana gris, que se de sprendió del marco y desapareció,
de jando sólo e l pane l de m ade ra de haya. C arfilhiot m aldijo y arrojó e l m arco al sue lo.
Bajó hasta e l piso infe rior y cam inó de un lado a otro con las m anos en la espalda.
Se volvió para llam ar a su criado:
—Los dos niños: ¡tráe los de inm e diato!

281
En la cim a de l Tac e l capitán de los inge nie ros saltó de pronto fre nte a las
catapultas.
— Alto e l fue go. Aulas se le ace rcó.
— ¿Q ué suce de ?
— ¡Mira ! —El capitán se ñaló hacia a ba jo—. Han pue sto a a lguien en lo que queda del
te cho.
— Son dos —dijo Shim rod—. ¡Glyne th y Dhrun!
Aillas, a travé s de l abism o, vio a su hijo por prim e ra ve z. Shim rod, junto a él, dijo:
— Es un niño apue sto, ade m ás de fue rte y valie nte . Estarás orgulloso de é l.
— ¿Pe ro cóm o re sca ta rlo? Están a m e rce d de C a rfilhiot. Ha a nula do nue stras
catapultas. Tintzin Fyral ha vue lto a se r invulne rable .
Glyne th y Dhrun, sucios, de sconce rtados, infe lice s y asustados, tuvieron que salir del
cuarto donde los habían e nce rrado y subir por la e scale ra de caracol. Mie ntras subían
re pararon e n un im pacto re curre nte que hacía vibrar las pare de s de piedra de la torre. Glyneth
se paró a de scansar, y e l criado la urgió con ade m ane s.
— ¡De prisa! El duque tie ne prisa .
— ¿Q ué suce de ? —pre guntó Glyne th.
— El castillo sufre un ataque , e s todo lo que sé . Ve nid ahora, no hay tie m po que
pe rde r.
Le s obligaron a e ntrar e n una sala. C arfilhiot de jó de cam inar para escudriñarlos. Ya
no e x hibía su a plom ada e le ga ncia . Estaba de saliña do y tra storna do.
—Ve nid por aquí. Al fin m e se ré is útile s.
Glyne th y Dhrun re troce die ron. El le s obligó a subir la e scale ra hasta e l nive l
supe rior de la torre . Arriba, una pie dra atrave só e l te cho roto para dar contra la pare d
opue sta.
—¡De prisa! ¡Arriba!
C arfilhiot los e m pujó por la e scale ra tam bale ante y rota hacia la luz de la tarde. Una
ve z arriba, los niños se agacharon te m ie ndo la caída de otro proye ctil.
— ¡Mira la m ontaña! —e x clam ó Dhrun.
— ¡Es Shim rod! —e x clam ó Glyne th—. ¡Ha ve nido a re sca ta rnos! — Agitó los brazos—.
¡Aquí e stam os! ¡Ve n a buscarnos! —El te cho crujió cuando ce dió una viga y se desmoronó la
e scale ra—. ¡De prisa! —e x clam ó Glyne th—. ¡El te cho se de rrum ba bajo nue stros pie s!
— P or a quí —dijo Dhrun. Lle vó a Glyne th ce rca de las a lm e nas de s troza da s, y los
dos m iraron a tra vé s de l a bism o con fascina da e spe ranza .
Shim rod se ace rcó al borde de l pe ñasco. Soste nía un arco en una mano y una flecha
e n la otra. Se las dio a un arque ro. Glyne th y Dhrun lo obse rvaron m aravillados.
— Trata de indicarnos algo —dijo Glyne th—. Me pre gunto qué que rrá hace r.
— El a rque ro va a dispa ra r la fle cha. Nos indica que te nga m os cuida do.
— ¿Pe ro para qué disparará una fle cha?
La fue rza de los brazos hum anos no podía rom pe r e l de lgado hilo de l carre te de
Murge n. Shim rod te ndió e l corde l e n e l sue lo, e n tra m os de tre s m e tros, para que pudiera
e x te nde rse sin trabas. Alzó e l arco y la fle cha para que los dos niños, tan cercanos pero tan
distante s, adivinaran sus inte ncione s; lue go suje tó una punta de l corde l a la fle cha.
— ¿Pue de s disparar e sta fle cha hacia la torre ? —le preguntó a Cargus. Cargus puso la
fle cha e n e l a rco.
— Si fallo, re coge e l corde l y que un hom bre m e jor lo inte nte .

282
Echó la fle cha hacia a trás, la e le vó para que su tra ye ctoria se prolongara todo lo
posible , y la dispa ró. La fle cha surcó e l cie lo con e l corde l de trá s. Glyne th y Dhrun corrieron
a coge r e l corde l. A una se ñal de Shim rod lo suje taron a un sólido m e rlón de l otro extremo
de l te cho. De inm e diato e l hilo se e ngrosó, convirtié ndose e n un cable de fibras trenzadas de
cinco ce ntím e tros de diám e tro. En e l Tac, una cuadrilla de hom bres lo tensó apoyándoselo en
los hom bros.
En la sala situada tre s pisos m ás abajo, C arfilhiot e spe raba melancólicamente, pero
con e l alivio de cre e r que había de te nido inge niosam e nte e l ataque . ¿Q ué ocurriría a
continuación? Todo e staba e n m ovim ie nto; las condicione s debían cambiar. Ejercitaría su más
agudo inge nio, su m e jor tale nto para la im provisación, para que esta situación desfavorable le
re portara e l m ayor be ne ficio. Pe ro, a pe sar de todo, una inquie tante convicción se le deslizó
e n la m e nte com o una som bra oscura. Te nía m uy poco m arge n de m aniobra. Su m ayor
e spe ranza, Tam ure llo, le había fallado. Aunque pudie ra m ante ne r a Dhrun y Glyneth en el
te cho inde finidam e nte , no podría re sistir un sitio para sie m pre . Soltó una e x clam ación de
angustia. Era hora de hace r conce sione s, de actuar con afabilidad y lle gar a un trato
conve nie nte . ¿Q ué condicione s le ofre ce rían sus e ne m igos? Si e ntregaba a sus cautivos y los
arte factos de Shim rod, quizá lo de jaran controlar e l Valle . O tal vez no. ¿Y el castillo? Tampoco,
tal ve z. Arriba había sile ncio. ¿Q ué suce de ría e n e l C e rro Tac? C arfilhiot im aginó a sus
e ne m igos de pie a l borde de l pe ñasco, m aldicie ndo a l vie nto. Fue a la ve ntana y miró hacia
a rriba. Vio e l cable que cruza ba e l cie lo y soltó un grito sobre sa ltado. En e l borde de l Tac
vislum bró a unos hom bre s que se disponían a de slizarse por la cuerda. Corrió hacia la escalera
y llam ó a R obne t, su capitán, pidié ndole que e nviara un pe lotón al te jado.
Subió corrie ndo a las ruinas de su cuarto. Las e scale ras que conducían al te jado
crujían bajo su pe so. Pisando con e l m ayor cuidado posible , avanzó hacia arriba. O yó la
e x clam ación de Glyne th y quiso darse prisa. Las e scale ras cedían bajo sus pies. Se dio impulso
y tre pó afe rrándose a una viga astillada. La pálida Glyne th e staba encima de él; empuñó un
trozo de m ade ra rota y le golpe ó la cabe za con todas sus fue rzas. Aturdido, C arfilhiot cayó
hacia atrás y se que dó colgado de un brazo sobre la viga de l te cho; lue go, e stirando con
de se spe ración e l otro brazo, afe rró e l tobillo de Glyne th y la atrajo hacia sí.
Dhrun se le s ace rcó y te ndió la m ano e n e l aire .
— ¡Dasse nach! ¡Mi e spada Dasse nach! ¡Ve n a m í!
De sde m ás allá de l Bosque de Tantre valle s, desde el matorral donde Carfilhiot la había
arrojado, la e spada Dasse nach acudió a la m ano de Dhrun, quie n la alzó y atrave só la
m uñe ca de C arfilhiot, clavándola a la viga. Glyne th se zafó y tre pó al te cho. C arfilhiot soltó
un grito de dolor y que dó colgando de su m uñe ca atrave sada.
Por la cue rda, m ontado e n un nudo, lle gó un hom bre m acizo de hombros anchos y
se m blante oscuro y hura ño. C a yó e n e l te jado, lue go fue a m irar a Carfilhiot; otro hombre se
de slizó de sde e l Tac. Alzaron a C arfilhiot y lo m aniataron e n e l te jado con cue rdas. Acto
se guido se dirigie ro n a G l y n e t h y D h ru n .
— Yo soy Yane , é ste e s C argus —dijo el más pequeño de los dos—. Somos amigos de tu
padre .
— ¿Mi padre ? —pre guntó Dhrun.
— Allá e stá, junto a Shim rod.
Por la líne a lle gó otro hom bre . Los soldados de C arfilhiot trataron de disparar
fle chas de sde abajo, pe ro la configuración de las aspille ras le s im pe día lle var a cabo tiros
ce rte ros.
Tintzm Fyral e staba vacío. La e spada, e l fue go, la a sfix ia y e l hacha de l ve rdugo
habían dado cue ntas de los de fe nsore s. R obne t, capitán de la guardia, se había encaramado a
la m uralla que rode aba la plaza de arm as. Se irguió con las pie rnas abie rtas, y el viento le
hizo onde ar los rizos grise s.
—¡Ve nid! —bram ó—. ¿Q uié n m e re tará e spada e n m ano? ¿Dónde e stán vuestros
valie nte s cam pe one s, vue stros hé roe s, vue stros noble s caballe ros? ¡Venid! ¡Chocad vuestro
ace ro conm igo!

283
Los gue rre ros troicinos lo m iraron unos instante s.
—¡Baja, anciano! —gritó C argus—. El hacha te e spe ra.
—¡Ve nid a capturarm e ! ¿Probad vue stro ace ro contra e l m ío! C argus hizo una seña
a los arque ros. R obne t m urió con se is fle chas que le sobre salían de l cue llo, e l pe cho y los
ojos.
La pajare ra pre se ntó proble m as e spe ciale s. Algunos cautivos aletearon esquivamente
y tre pa ron a pe rchas a ltas para e ludir a los que ve nía n a re sca ta rlos. El re y De ue l inte ntó
le vanta r un e le ga nte vue lo a tra vé s de la jaula , pe ro las a la s le fallaron. C a yó al suelo y se
rom pió e l cue llo.
Las m azm orras ofre cían im áge ne s que ate rrarían para sie m pre a quie ne s las
e x ploraron. Se arrastró a los torturadore s hasta la plaza de armas. Los ulflandeses pidieron que
los e m palaran, pe ro e l re y Aulas de Troicine t y Ulflandia de l Sur había prohibido el tormento, y
e l hacha le s cortó la cabe za.
C arfilhiot ocupó una jaula e n la plaza de arm as, al pie de l castillo. Se e rigió una
gran horca, con e l brazo a die ciocho m e tros de l sue lo. Un nublado m e diodía con viento del
e ste , C arfilhiot fue lle vado a la horca. De nue vo se oye ron voce s apasionadas.
—Paga un pre cio de m asiado bajo. Aillas no pre stó ate nción.
— C olgadlo bie n alto.
El ve rdugo suje tó las m anos de C arfilhiot, le pasó e l nudo por encima de la cabeza, y
e l conde na do subió m e cié ndose y pate a ndo: una grote sca som bra ne gra e n e l cie lo gris.
R om pie ron las e stacas de e m palam ie nto y que m a ron los fra gm e ntos. Arrojaron el
cue rpo de C arfilhiot a las llam as, donde se re torció com o si m urie ra por segunda vez. Desde
e l fue go se e le vó un m órbido vapor ve rde que se pe rdió e n e l vie nto, por e l Valle Evander y
e ncim a de l m ar. El vapor no se disipó. Se conde nsó convirtié ndose en un objeto semejante a
una gran pe rla ve rde , que cayó al m ar y fue de vorado por un rodaballo.
Shim rod e m pacó los arte factos que le habían robado y otros objetos. Cargó los baúles
e n una carre ta y con Glyne th a su lado bajó por e l valle hasta la vie ja Ys. Aulas y Dhrun los
acom pañaban a caballo. C argaron los baúle s a bordo de la nave que los llevaría de vuelta a
Troicine t.
Una hora ante s de zarpar, Shim rod m ontó im pulsivam e nte a caballo y cabalgó al
norte a lo largo de la playa: un cam ino que había re corrido tie mpo atrás en sueños. Se acercó
al palacio a orillas de l m ar y e ncontró a Me lancthe de pie e n la terraza, casi como si lo estuviera
e spe rando.
A poca distancia de Me lancthe , Shim rod fre nó e l caballo. Se quedó mirándola desde
la silla de m ontar. Ella no dijo nada, y é l tam poco. Lue go volvió grupas y regresó lentamente
hasta Ys.

284
32

A principios de la prim ave ra de e se año, los e nviados de l re y C asm ir lle garon a


Miraldra y solicitaron una audie ncia con e l re y Aulas. Un he raldo anunció sus nom bre s:
—Maje stad, re cibid a Nonus R om án, sobrino de l re y C asm ir, y al duque Aldrudin de
Twarsbane , y al duque R ubarth de Jong, y al conde Fanishe de l castillo Stranlip.
Aulas bajó de l trono para re cibirlos.
— C aballe ros, bie nve nidos a Miraldra.
— Gracias, m aje stad —dijo Nonus R om án—. Traigo conm igo un pe rgam ino con las
palabras de l re y C asm ir de Lyone sse . Si m e pe rm ite s, te las le e ré .
— Le e , por favor.
El e scude ro e ntre gó a Nonus R om án un tubo tallado e n m arfil. Nonus R om án
de sple gó un rollo. El e scude ro se ade lantó grácilm e nte y Nonus R omán se lo entregó. Nonus
R om án se dirigió a Aulas:
—Maje stad, las palabras de C asm ir, re y de Lyone sse . El e scude ro le yó con voz
vibrante :

Para su m aje stad, e l re y A U las,


e n su palacio de Miraldra, Dorare is,
e stas palabras:

C onfío e n que la oca sión te e ncue ntre gozando de bue na salud.


De ploro las condicione s que afe ctaron adve rsam e nte la tradicional am istad entre
nue stros dos re inos. El pre se nte re ce lo y discordia no aporta ventajas a ninguno de los dos, de
m odo que propongo un inm e diato ce se de las hostilidade s y una tregua de un año durante la
cual ninguno de am bos bandos e m pre nde rá e sfue rzos arm ados ni actos militares de ninguna
cla se sin pre via consulta con la otra parte , e x ce pto e n e l caso de un a ta que e x te rior.
Al cabo de un año la tre gua continuará con validez, a menos que una parte notifique lo
contrario a la otra. Espe ro que e ntre tanto se re sue lvan nue stras dife re ncias y que nuestras
re lacione s futuras se base n e n e l am or frate rnal y la concordia.
De nue vo, con m is re spe tos y m e jore s de se os.
C asm ir, e n Haidion, ciudad de Lyone sse .

Al re gre sar a la ciudad de Lyone sse , Nonus R om án entregó la respuesta del rey Aulas.

A C asm ir, re y de Lyone sse , estas palabras de Aulas,


re y de Troicine t, Dascine t y Ulflandia de l Sur

Acce do a tu propue sta de una tre gua, se gún las siguie nte s condicione s:
En Troicine t no te ne m os de se os de de rrotar, conquistar ni ocupar el reino de Lyonesse.
No sólo nos disuade la fue rza supe rior de tus e jé rcitos, sino tam bié n nuestro repudio por tal
e m pre sa .
Ignoram os si Lyone sse utilizará e l re spiro acordado por una tregua para construir una

285
fue rza naval capaz de de safiar la nue stra.
Por tanto, acce do a la tre gua si de siste s de toda construcción naval, la cual debemos
conside rar com o un pre parativo para invadir Troicine t. Tú re posas en la fuerza de tus ejércitos,
nosotros e n la fue rza de nue stra flota. Ninguna de am bas es ahora una amenaza para la otra;
convirtam os e sta m utua se guridad e n la base para la tre gua.
Aulas

Una ve z la tre gua e n vigor los re ye s de Troicine t y Lyone sse inte rcambiaron visitas
ce re m oniale s.
Prim e ro fue C asm ir a Miraldra.
Al e ncontrar a Aillas cara a cara, sonrió, frunció e l ce ño y puso cara de asom bro.
—Te he visto ante s e n alguna parte . Nunca olvido una cara. Aillas se e ncogió
de hom bros.
— Maje stad, no discutiré sobre la capacidad de tu m e m oria. R e cue rda que visité
Haidion cuando e ra niño.
— Sí, e s posible .
Durante e l re sto de la visita Aillas sorpre ndió a m e nudo a Casmir mirándolo atenta y
re fle x iva m e nte .
Mie ntras cruzaban e l Lir e n su visita re cíproca a Lyone sse , Aillas y Dhrun se pararon
e n la proa de la nave . Ade la nte , Lyone sse e ra un pe rfil oscuro e irre gular e n e l horizonte.
—Nunca te he hablado de tu m adre —dijo Aillas—. Tal ve z sea hora de que conozcas
la historia. —Miró hacia e l oe ste , hacia e l e ste y nue va m e nte hacia e l norte. Señaló—. Allá, a
unos quince o tre inta k ilóm e tros, m i crue l prim o m e e m pujó al agua del golfo. Las corrientes
m e a rrastra ron a la costa , m ie ntra s e staba a l borde de la m ue rte . Volví a la vida y creí que
había m ue rto y que m i alm a había lle gado al paraíso. Estaba e n un jardín donde una bella
donce lla vivía sola por culpa de la crue ldad de su padre . El padre era el rey Casmir; la doncella
e ra la prince sa Suldrun. Nos e na m ora m os profunda m e nte y pla ne a m os e scapar del jardín.
Nos traicionaron; por orde n de C asm ir m e arrojaron a un profundo pozo, y él debe creer que
m orí allí. Tu m adre te dio a luz, y a ti te lle varon le jos de C asm ir. Ape nada y compungida, tu
m adre se suicidó, y por e sta angustia infligida a alguie n tan inoce nte com o la luz de la luna
odiaré sie m pre a C asm ir con todo m i corazón. Y así son las cosas.
Dhrun m iró hacia e l agua.
— ¿C óm o e ra m i m adre ?
— Es difícil de scribirla. Era poco sociable y fe liz con su sole dad. Yo pe nsaba que
nunca había visto una criatura tan be lla.
Mie ntras re corría los salone s de Haidion, Aillas e vocaba im ágenes del pasado, de él
m ism o y de Suldrun, tan vividas que cre ía oír e l m urm ullo de sus voce s y e l susurro de sus
ve stim e ntas; las im áge ne s de los am ante s pare cían m irar a Aillas de soslayo, sonriendo
e nigm áticam e nte con ojos re lucie nte s, com o si los dos sólo disfrutaran, con todo inocencia, de
un jue go pe ligroso.
En la tarde de l te rce r día, Aillas y Dhrun salie ron de Haidion por e l naranjal.
Subie ron por la arcada, atrave saron e l ve ncido portal de m ade ra y bajaron por las rocas al
vie jo jardín.
R e corrie ron e l se nde ro con le ntitud, e n un sile ncio que pare cía arraigado en el lugar
com o e l sile ncio de los sue ños. Se de tuvie ron e n las ruinas y Dhrun m iró m aravillado
alre de dor. El he liotropo pe rfum aba e l aire ; Dhrun nunca volve ría a ole r e se perfume sin un
arre bato de e m oción.
C ua ndo e l sol se ponía e ntre nube s á ure a s, los dos bajaron a la costa y miraron el
ole aje que lam ía los guijarros. El cre púsculo lle garía pronto; subie ron la colina. Ante el tilo,
Aillas am inoró la m archa y se de tuvo. Sin que Dhrun pudie ra oírlo, susurró:

286
— ¡Suldrun! ¿Estás aquí? ¡Suldrun!
C re yó oír un susurro, tal ve z sólo e l m urm ullo de l vie nto e ntre las hojas.
—Suldrun —dijo Aillas e n voz alta.
Dhrun se le a ce rcó y le a pre tó e l bra zo. Dhrun ya a m a ba profunda m e nte a su
padre .
— ¿Le habla s a m i m adre ?
— He hablado, pe ro e lla no re sponde . Dhrun m iró e n de rre dor, hacia e l frío m ar.
— Vám onos. No m e gusta e ste sitio.
— Ni a m í.
Aillas y Dhrun se m archaron de l jardín: dos criaturas vivie nte s y ágile s; y si alguna
cosa había susurrado junto a l vie jo tilo, a hora callaba y e l jardín pe rm a ne cía e n silencio en
m e dio de la noche .
Las nave s troicinas habían zarpado. De sde la te rraza de Haidion, Casmir miraba las
ve las que se e m pe que ñe cían. El he rm ano Um phre d se le ace rcó.
—Q uisie ra hablar contigo.
C asm ir lo m iró con de sdé n. Sollace , cada ve z m ás fe rvie nte en su fe, había sugerido
la construcción de una cate dral cristiana para adorar las tre s e ntidade s que e lla llam aba
«Santísim a Trinidad». C asm ir sospe chaba la influe ncia de l he rm ano Um phre d, a quie n
de te staba.
— ¿Q ué quie re s? —pre guntó.
— Anoche lle gué a ve r a Aillas cuando vino para e l banque te . — ¿Y bie n?
—¿Su cara no te re sulta fam iliar? —Una sonrisa taim ada y suge stiva tembló en los
labios de l he rm ano Um phre d.
C asm ir lo fulm inó con la m irada.
— En e fe cto. ¿Q ué hay con e so?
— ¿R e cue rda s a l jove n que insistía e n que yo lo de sposa ra con la princesa Suldrun?
C asm ir abrió la boca. Miró atónito al he rm ano Um phre d, lue go m iró hacia el mar.
— Lo arrojé al pozo. Está m ue rto.
— Escapó. Y re cue rda.
— Im posible —re sopló C asm ir—. El príncipe Dhrun tie ne die z años.
— ¿Y qué e dad le das al re y Aillas?
— C alculo que tie ne ve intidós o ve intitré s, no m ás.
— ¿Y e nge ndró un hijo a los doce o tre ce años?
C asm ir cam inó de un lado al otro, las m anos a la e spalda.
—Es posible . Aquí hay un m iste rio. —Se de tuvo a m irar e l m ar, don de las ve las
troicinas ya se habían pe rdido de vista.
Lla m ó a Mungo, e l se ne sca l.
— ¿R e cue rdas a la m uje r a quie n inte rrogam os con re fe re ncia a la princesa Suldrun?
— La re cue rdo, m aje stad.
— Hazla ve nir.
Al poco tie m po Mungo se pre se ntó ante C asm ir.
—Maje stad, he inte ntado cum plir con tu de se o, pe ro e n vano. Ehirm e, su esposo y
su fam ilia han abandonado su granja y se dice que se m udaron a Troicine t, donde ahora

287
son im portante s propie tarios.
C asm ir no re spondió. Se re clinó e n la silla, cogió una copa de vino tinto y estudió los
re fle jos que bailaban a la luz de l hogar. Murm uró para sí m ism o:
—Aquí hay un m iste rio.

288
Epilogo

¿Q ué suce de rá ahora?
De m om e nto, Aillas ha frustrado las am bicione s de l re y Casmir, que una vez intentó
m atarlo, y C asm ir ya sie nte gran odio por Aillas. Sus intrigas continúan. Tamurello, temiendo
a Murge n, e nvía al he chice ro Shan Farway a ve r a C asm ir. En su conspiración utilizan el nombre
«Joald» y am bos guardan sile ncio.
La prince sa Madouc, m e dio hada, e s una picara criatura de piernas largas, rizos oscuros
y cara de fascinante m ovilidad. Es una pe rsona de hábitos he te rodox os. ¿Qué será de ella?
¿Q uié n e s su padre ? A su re que rim ie nto, un m ucha cho a ve nture ro llamado Traven inicia una
búsque da. Si é l triunfa, e lla de be rá otorgarle lo que é l pida. O sm in el ogro captura a Traven,
quie n se salva e nse ñando aje dre z a su captor.
¿Q ué se rá de Glyne th, que am a W ate rshade y Miraldra pero añora su vida errabunda
con e l doctor Fide lius? ¿Q uié n la corte jará y quié n la conquistará?
Aillas e s re y de Ulflandia de l Sur y ahora de be e nfre ntarse a los sk a, quienes han
de cla ra do la gue rra a l m undo. C ua ndo pie nsa e n los sk a re cue rda a Tatze l, que vive en el
castillo Sank . C onoce un m odo se cre to de e ntrar e n la fortale za Poe lite tz. ¿C óm o utilizará
e ste conocim ie nto?
¿Q uié n pe scará e l rodaballo que e ngulló la pe rla ve rde ? ¿Q uié n lle vará
orgullosam e nte la pe rla e n su m e dallón y se rá im pulsado a curiosos e x ce sos de conducta?
Mucha s cue stione s pe rm a ne ce n irre sue ltas. Dhrun no puede olvidar los agravios que
Falae l le infligió e n Thripse y She e , aunque Falae l ha re cibido un se ve ro castigo de l re y
Throbius. Por m e ra pe rve rsidad, Falae l incita a la gue rra a los gnom os de Kom ing Be g,
lide rados por un trasgo fe roz llam ado Darde lloy.
¿Q ué se rá de Shim rod? ¿C óm o e nfre ntará a la bruja Me lancthe ?
¿Y qué ocurrirá con e l caballe ro de l Ye lm o Vacío, y cóm o se comportará en el castillo
R hack ?
En Swe r Sm od, Murge n trabaja para e lucidar los m iste rios de l De stino, pe ro cada
clarificación supone un nue vo e nigm a. Entre tanto, e l adve rsario se oculta en las sombras con
una sonrisa. Es pote nte y Murge n pronto se cansará y, con gran pesadumbre, deberá admitir
la de rrota.

289
Glosario I:
IRLANDA Y LAS ISLAS ELDER
Pocas cosas concre tas se cue ntan de Partholón, un príncipe re belde de Dahaut que
tra s m atar a su padre huyó a Le inste r. Ijosfom oire proce dían de Ulflandia del Norte, entonces
conocida com o Fom oiry. El re y Ne m e d lle gó con sus ge nte s de Norue ga y libró tres grandes
batallas con los fom oire ce rca de Done gal. Los sk a —así se llam aban a sí m ism os los
ne m e dianos— e ran fie ros gue rre ros; los fom oire , de rrotados dos veces, obtuvieron la victoria
final sólo m e diante la m agia de tre s brujas de una sola pie rna: C uch, Gadish y Féhor. En esa
batalla pe re ció Ne m e d.
Los sk a habían luchado con honor y vale ntía; incluso e n la de rrota suscitaron e l
re spe to de los ve nce dore s, de m odo que se le s conce dió un año y un día para preparar sus
ne gras nave s para e l viaje . Al fin, de spué s de tre s se manas de banquetes, juegos, canciones y
be be r hidrom ie l, zarparon rum bo a Irlanda al m ando de l nue vo re y, Starn, prim e r hijo de
Ne m e d. Starn condujo a los sk a supe rvivie nte s a Sk aghane, la más nórdica de las Hespérides,
e n e l confín occide ntal de las Islas Elde r.
Fe rgus, se gundo hijo de Ne m e d, viajó a Arm órica y form ó un e jé rcito con un pueblo
ce lta conocido com o los firbolg, a quie ne s condujo a Irlanda. Por e l cam ino los firbolg
e ntra ron e n Fílaw, e n e l cabo de W ysrod, pe ro se e nfre ntaron a un e jé rcito tan num e roso
que partie ron sin dar batalla y continuaron viaje a Irlanda, donde dom inaron la com arca.
Un siglo de spué s, los tua tha de Dana a n, tra s una é pica migración desde el centro de
Europa a travé s de Asia Me nor, Sicilia y España, cruzaron e l Golfo C antábrico rum bo a las
Islas Elde r, y se e stable cie ron e n Dascine t, Troicine t y Lyone sse . Se se nta años después, los
tuatha se dividie ron e n dos faccione s, una de las cuale s se dirigió a Irlanda para luchar con los
firbolg e n la prim e ra y se gunda batalla de Mag Tuire d.
La se gunda ole ada ce lta, que im pulsó a los m ile sios hacia Irlanda y a los brythni
hacia Gra n Bre ta ña , sorte ó las Islas Elde r. No obsta nte pe que ños grupos de celtas migraron
hacia Hybras y se e stable cie ron por todas parte s, tal com o lo atestiguaban los muchos lugares
con nom bre ce lta e n las islas. Las tribus que huye ron de Gran Bre taña de spué s de la
de rrota de Boudicaa dom inaron la rocosa costa norte de Hybras, y e stable cieron el reino de
Gode lia.

290
Glosario II:
LAS HADAS

Las hadas son se m ihum anos, com o los gnom os, los falloys, los ogros y los duendes,
y contrariam e nte a los tonoale gre s, los quists y los oscuros. Los tonoalegres y los sandestins
pue de n cobrar aspe cto hum ano, pe ro sie m pre fugazm e nte y por capricho. Los quists son
sie m pre tal com o son, y los oscuros pre fie re n ape nas insinuar su pre se ncia.
Las hadas, com o otros se m ihum anos, son funcionalm e nte híbridas, con variables
proporcione s de m ate ria te rre na. C on e l paso de l tie m po la proporción de e sta m ate ria
te rre na aum e nta, e ntre otras cosas por la inge stión de aire y agua, aunque el coito ocasional
e ntre hom bre y se m ihum a no a ce le ra e l proce so. C ua ndo e l semihumano se vuelve «pesado»
con m ate ria te rre na, su hum a nida d a um e nta y pie rde parte de su m agia , o toda.
El hada «pe sa da » e s e x pulsa da de l she e 29 por su torpe za, para vagar por el campo y
e ve ntualm e nte inte grarse a la com unidad hum ana, donde vive infe liz y sólo e n ocasiones
practica su m agia e vane sce nte . Los vástagos de e stas criaturas son muy sensibles a la magia,
y a m e nudo se convie rte n e n brujas o he chice ros: así ocurre con todos los magos de las Islas
Elde r.
Los se m ihum anos se e x tingue n le ntam e nte ; los she e s oscurecen, y la materia vital
se m ihum a na se disipa e n la raza hum a na . C a da pe rsona viva hereda más o menos material
se m ihum ano a travé s de m ile s de tranquilas infusione s. En las re lacione s hum anas la
pre se ncia de e sta cualidad e s asunto de conocim ie nto ge ne ral, aunque intuido
sublim inalm e nte y rara ve z ide ntificado con pre cisión.
El hada de l she e pare ce m uy pue ril a causa de sus actos de intemperancia. Desde luego
su carácte r varía de individuo e n individuo, pe ro e s sie m pre caprichosa y a menudo cruel. Pero
tam bié n e s fácil granje arse la sim patía de un hada, cuya generosidad se vuelve extravagante.
Las hadas son jactanciosas, histriónicas e irritable s; son quisquillosas y e l ridículo las pone
fre né tica s. Adm iran la be lle za y tam bié n la e x tra ñe za grote sca, que para ellas son atributos
e quivale nte s.
Las hadas son e róticam e nte im pre visible s y a m e nudo prom iscuas. El e ncanto, la
juve ntud y la be lle za no son conside racione s de pe so; ante todo, las hadas ansían novedad.
Sus ape gos rara ve z son durade ros, al igual que sus e stados de ánimo. Pasan de pronto de la
a le gría a la pe na, de la ira a la histe ria y a la risa, o a m uchos otros a fe ctos de sconocidos
para la m ás e stólida raza hum a na .
Las hadas am an los trucos. ¡Ay de l gigante u ogro a quie n las hadas de cidan
m ole star! No le dan tre gua; su propia m agia e s tosca, fácil de evadir. Las hadas lo atormentan
con crue l ale gría hasta que se oculta e n su antro o castillo.
Am an la m úsica y usan cie n instrum e ntos raros, algunos de los cuale s han sido
adoptados por los hom bre s, com o e l violín, la gaita o la flauta. Unas veces tocan jigas y otras
danza s para pone r a la s e n los talone s; otras, triste s m e lodía s a la luz de la luna, que una vez
oídas no se pue de n olvidar. En las proce sione s y ce re m onias los m úsicos tocan noble s
arm onías de gran com ple jidad, inte rpre tando te m as incom pre nsible s para los hum anos.
Las hadas son ce losas e im pacie nte s, y no tole ran la intrusión. Un niño que entra
inoce nte e n un pra do de hadas pue de se r crue lm e nte a zota do con ramas de castaño. Por otra
parte , si las hadas e stán adorm iladas quizás ignore n al niño, o quizá le arrojen una lluvia de
m one das de oro, pue s las hadas gustan de confundir a los hom bre s con una fortuna
re pe ntina, no m e nos que con un de sastre tam bié n ine spe rado.

29
Sh e e : p a la cio d o n d e vive n la s h a d a s .

291
Glosario III:
LOS SKA

Durante die z m il años o m ás los sk a m antuvie ron la pure za racial y la continuidad


de la tradición, utilizando e l m ism o idiom a de m odo tan conse rvador que las más antiguas
crónicas, tanto orale s com o e scritas, re sultaban inte ligible s y care cían de sabor arcaico. Sus
m itos e voca ba n m igra cione s a l norte m ás a llá de los gla ciare s de l Würm; sus bestiarios más
antiguos incluían m astodonte s, osos cave rnarios y feroces lobos. Sus sagas celebraban batallas
con caníbale s Ne ande rthal, con una victoria final de e x te rm inio donde la roja sangre corría
sobre e l hie lo de l lago Ko, e n Dinam arca. Siguie ron por los glaciare s hacia e l norte ,
inte rnándose e n los de sie rtos vírge ne s de Escandinavia, la cual adoptaron como patria. Allí
apre ndie ron a fundir hie rro, forjar he rram ie ntas, arm as y pie zas e structurales; construyeron
nave s m arinas y se guiaron por la brújula.
Alre de dor de 2500 a.C . una horda aria, los ur-godos, emigró hacia el norte y entró en
Escandinavia, e m pujando a los re lativam e nte civilizados sk a de l oe ste hacia los bordes de
Norue ga y e ve ntua lm e nte hacia e l m ar.
Los re sta nte s sk a bajaron a Irlanda y fue ron conside ra dos e n el mito irlandés como
los «ne m e dios»: los Hijos de Ne m e d. Los ur-godos adoptaron el estilo ska, y se convirtieron en
ance stros de los dive rsos pue blos góticos, e ntre e llos los ge rm anos y los vik ingos.
De sde Fom oiry (Ulflandia de l Norte ), los fosfom oire e m igraron hacia Irlanda y
lucharon con los sk a e n tre s grande s batallas, obligándoles a abandonar Irlanda. Esta vez los ska
se dirigie ron al sur, hacia Sk aghane , y juraron no abandonarla nunca. Moldeados por la cruda
adve rsidad, se habían conve rtido e n una raza de gue rre ros aristocráticos que se consideraban
e n gue rra con e l re sto de l m undo. C onside raban subhum anos a todos los demás pueblos, y
a pe na s supe riore s a los a nim a le s. Entre sí e ra n justos, moderados y razonables; con los demás
e ran de sapasionadam e nte inm ise ricorde s: e sta filosofía se convirtió e n su herramienta de
supe rvive ncia.
Su cultura e ra singular y dife re nte de las de m ás culturas e urope as, e n algunos
aspe ctos sobria e incluso auste ra, e n otros ricam e nte de tallada. C ada persona era educada
para se r pote ncialm e nte capaz de cualquie r logro; nadie se conside raba tonto o inepto en
cualquie r habilidad conce bible ; com o sk a, su com pe te ncia unive rsal se daba por sentada.
Palabras com o «artista» y «cre atividad» e ran de sconocidas: cada hom bre y m uje r cre aba
he rm osa s obras a rte sanale s sin conside ra r que e sa a ctividad fue ra inusita da .
En e l cam po de batalla, los sk a e ran te m e rarios en el sentido más cabal de la palabra,
y por dive rsas razone s. Un «ple be yo» sólo podía lle gar a «caballe ro» mediante la destrucción
de tre s e ne m igos. Ningún sk a podía sobre vivir al de spre cio de sus cam aradas; e n tale s
circunstancias e nfe rm aba y m oría de de sdé n por sí m ism o.
A pe sar de la cre e ncia e n la igualdad básica, la socie dad ska era muy estratificada. El
re y sk a te nía e l privile gio de nom brar a su suce sor, que habitualm e nte era su hijo mayor. Al
cabo de un año e l nue vo re y de bía se r aprobado por una asam ble a de la nobleza superior, y
una ve z m ás de spué s de tre s años de re inado.
La le y e ra razonable y e sclare ce dora se gún las pautas de la é poca. Los ska nunca
e m ple aban la tortura, y los e sclavos e ran tratados con la am abilidad tole rante aunque
im pe rsonal que se podría re se rvar para un anim al de granja. Los re voltosos eran castigados
con una azotaina poco se ve ra, e ncie rro a pan y agua, o la m ue rte súbita. Entre sí los ska eran
abie rtos, ge ne rosos y francos. Los due los e ran ile gale s; la violación, e l adulte rio y las
pe rve rsione s se x uale s se conside raban abe rraciones extravagantes y se mataba a los ofensores
para m ante ne r e l bie ne star ge ne ral. Los sk a se consideraban el único pueblo culto de la época;
otros los ve ían com o bandidos de spiadados, ladrone s y ase sinos.
Aunque no te nían una re ligión organizada, re conocían un panteón de divinidades que
re pre se ntaban las fue rzas naturale s.

292
Nota acerca del autor

Jack Holbrook Vance nació en San Francisco (1920) y después de estudiar Ingeniería y
Física en la Universidad de Calfornia se orientó profesionalmente hacia el periodismo. Su
primer relato de ciencia ficción se publicó en 1945 y desde entonces simultanea la ciencia
ficción y la fantasía con la literatura policíaca, género al que ha contribuido con más de doce
novelas y que le ha valido el prestigioso premio Edgar por THE man in the cage (1960).
Vance es conocido en la ciencia ficción y la fantasía por sus novelas breves, que le han
valido el premio Hugo por the dragón masters (1962) y the last castle (1966) que obtuvo
también el Nébula. Dichas obras han dado origen a muchas antologías de relatos como the
many worlds of magnus ridolph (1966), Los mundos de jack vance (1973), y the best of jack
vance (1976).
También son un elemento característico y fundamental de su producción las series
como el ciclo de El planeta de la aventura (Los chasch [1968], Los wankh [1969], Los dirdir
[1969] y Los pnume [1970]), o la trilogía de Durdane (el hombre sin rostro [1973], Los
valerosos hombres libres [1973] y Los asutra [1974]). Otras series famosas son la de Los
príncipes y los demonios (el rey estelar [1964], la máquina de matar [1964] y el palacio del
amor [1967], posteriormente ampliada con the face [1979] y the book of dreams [1981]) y la
del cúmulo estelar Alastor (trullion: alastor 2202, marune: alastor 993 y wyst: alastor 1/16,
publicadas entre 1973 y 1978). Una de sus últimas obras es araminta station (1987), que
inicia una nueva serie de ciencia ficción con el título genérico de Crónicas de Cadwal.
Destaca entre sus últimas obras una ambiciosa trilogía de alta fantasía basada en cierta
forma en las leyendas célticas del ciclo prearturiano y ambientada en las Islas Elder, que lleva
el nombre genérico de lyonesse. Han aparecido ya dos volúmenes: el jardín de suldrun (1983)
y la perla verde (1985).
Los editores han convertido también en serie las recopilaciones de relatos fantásticos
ambientados en la tierra moribunda a las que se ha unido la saga de Cugel. Todo ello a partir
de su primer libro la tierra moribunda (1950), seguido de Los ojos del sobremundo (1966), y el
fix-up (o montaje) de varios relatos cortos sobre Cugel, la saga de cugel (1983), y rhialto el
prodigioso (1985), que componen su más clara aportación a la fantasía heroica y cuyo tercer
volumen ha recibido en España el premio Gilgamesh en 1988.
En cuanto a las novelas no reunidas en ciclos, destacan Los lenguajes de pao (1958),
en la que se aborda por primera vez un tema de sociolingüística en la ciencia ficción, the blue
world (1966), y emphyrio (1969).

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