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SOBRE EL SIGNIFICADO DE LAS IMÁGENES

Carlos Montes Serrano

Es mi intención desarrollar en mi intervención en el Seminario de Artes Plásticas,


organizado por la Universidad de Navarra, la cuestión, tantas veces debatida, del
significado de las imágenes. Ya en otra ocasión, al celebrarse este Seminario en la
Universidad de Valladolid, abordé un tema –la cuestión del parecido– que se relaciona
íntimamente con el que aquí pretendo desarrollar i.

Los tres niveles de significado: el significado fáctico o expresivo


Hablar del significado en las artes nos remite casi obligatoriamente a uno de los
grandes historiadores del arte de nuestro siglo: Erwin Panofsky. En su conocido artículo
«El significado de las artes visuales», Panofsky explica que en toda obra de arte
conviven tres niveles de significado ii.
En primer lugar tendríamos el significado fáctico o expresivo, es decir lo que son
las cosas u objetos representados en un cuadro, incluso la expresión que se refleja en los
rostros o en los movimientos de la figura. Se trataría de un significado inmediato,
accesible a cualquier observador. Podemos fijarnos en el cuadro pintado en 1888 por
William Logsdail, titulado St. Martin-in-the-Fields, y que refleja la imponente iglesia
clásica proyectada por James Gibbs en el s. XVIII (fig.1). Un conocimiento somero de
nuestra cultura y de la historia occidental –a veces obtenido a través de películas de
época o de novelas ilustradas– nos permitirá captar todos los matices del primer nivel de
significado que Panofsky denominaba como fáctico o expresivo.
Vemos en el primer plano una niña pobre que vende flores; en contraste, tras ella,
una mujer de cierta posición a la que acompaña otra niña bien vestida. Coches de
caballo, vendedores ambulantes y de periódicos, un carro con toneles, dos guardias
urbanos, un coche de pasajeros al fondo, etc. Quizá nos resulte difícil identificar la
imponente portada clásica con la entrada de un templo por la ausencia de atributos o
signos religiosos; y tan sólo unos pocos conocerían que se trata de la iglesia de St.
M artin. Aunque más de uno, por la ambientación general –algo tipificada– se atrevería a
intuir que se trata del Londres victoriano. El pintor, en todo caso, nos orienta en
nuestras pesquisas al añadir a su cuadro el nombre de la popular iglesia situada en
Trafalgar Square, suficientemente conocida por cualquier inglés.
El significado fáctico, en consecuencia, incide en la primera identificación de los
motivos, objetos y situaciones representadas en un cuadro. Junto a él cabría hablar de
los significados expresivos, algo en lo que falla, a mi entender, esta pintura. El amplio
tamaño del cuadro, junto con la cantidad de motivos representados, lleva a minusvalorar
la expresión de las figuras. No resalta lo suficiente, en el rostro de la niña, el
sentimiento de dolor, abandono o amargura. Tampoco se refleja en la señora del fondo –
y en contraste con la niña del primer plano– un acusado sentimiento expresivo de
altivez, desinterés o autosatisfacción; circunstancias que contribuirían eficazmente a
dotar de mayor contraste y riqueza expresiva a esta pintura.
Por el contrario, en este cuadro del año 1932, sir James Gunn trata con acierto la
expresión de los tres personajes retratados. El título nos informa que los personajes son
el célebre escritor inglés Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), a quien acompaña
M aurice Baring (1874-1945) y Hilaire Belloc (1870-1953). Se trata de un magnífico
cuadro, en el que podemos observar la maestría alcanzada por la pintura inglesa en el
retrato. A poco que conociéramos de literatura inglesa del siglo XX, sabríamos que estos
tres personajes estuvieron unidos por una fuerte amistad, actividad literaria y defensa
del catolicismo en los círculos intelectuales de su paísiii. Sin duda, lo más atractivo del
cuadro reside en la relación expresiva de los tres personajes. Podemos suponer que los
tres amigos están reunidos en algún club social londinense; Chesterton bosqueja un
ensayo ante la expectante y atenta mirada de sus compañeros. Cabría decir que el rostro
de Chesterton expresa su desbordante personalidad, fina socarronería y agudeza crítica.

El significado secundario: la iconografía


Volviendo a la distinción de Panofsky, en un segundo nivel estaría el significado
propiamente dicho, relacionado con las intenciones que el autor pretendió plasmar y
transmitir con su obra.
El acceso a este tipo de significados no es tan universal, y está restringido a
aquellos que conocen los temas y motivos recurrentes de la pintura, la simbología
clásica, los sucesos de la Sagrada Escritura o los relatos históricos o literarios.
Cualquier persona, en el mundo occidental, con una mínima formación religiosa,
sabe interpretar el motivo de una pintura como una Natividad, una Visitación de la
Virgen, una escena de la Pasión del Señor. Aunque es más que probable que este
significado se le escape si el pintor elude las tradiciones al uso en cuanto a motivos,
personajes, actitudes o escenas.
Sir John Everett M illais, el gran pintor prerrafaelista inglés, pintó este cuadro en
1850, titulándolo The Carpenter’s Shop, «el taller del carpintero» (fig. 3). Una atenta
mirada al cuadro nos permite interpretar el motivo representado como una escena de la
vida del Niño Jesús. Quizá lo más sugerente de este cuadro –y la intención del artista–
consista en el proceso gradual con el que el observador va descubriendo todo un
conjunto de datos que inciden en el significado, algo velado, de la escena. El niño que
besa a su madre es Jesús, que se ha herido en la mano con un clavo y recibe el consuelo
de su M adre y la atención de San José que desea observar la herida. Otro pequeño –
quizá San Juan– observa la escena, así como una anciana y un auxiliar. Pero lo
interesante es descubrir algunos indicios que nos remiten inequívocamente a la vida
futura de Jesús, y en concreto a su Pasión: están los corderos y ovejas símbolo del buen
Pastor y del cordero del sacrificio, la sangre derramada, la llaga en la mano, y su reflejo
en el pie, los clavos, y otros atributos de la pasión: los maderos, la escalera, las
herramientas, etc.
Nos percatamos, en consecuencia, de que este significado intencional no es
siempre y del todo accesible. Es más, con la pérdida de los valores culturales y
religiosos propios de nuestra civilización occidental, para muchos resulta realmente
difícil interpretar un cuadro de contenido religioso. Sé por propia experiencia que pocos
de mis alumnos podrían interpretar la escena evangélica representada por Rubens en
este cuadro, incluso aunque les indicara el título del mismo, La Cena de Emaús, pues
sólo conociendo los detalles del relato podemos interpretar en todos sus detalles la
escena evocada (fig. 4). Y así, podemos apreciar al M aestro en su gesto sublime de
bendecir el pan ante sus ocasionales compañeros de camino, lo que hace que uno se
incline hacia atrás con sorpresa y el otro, en un segundo plano, se descubra con respeto
y veneración. Dos actitudes que destacan ante el gesto vulgar del posadero, ajeno a los
sucesos que acontecen.
En tiempos de Rubens –y hasta fechas muy recientes– tanto el pintor como su
público podían interpretar el sentido o significado de las pinturas religiosas, incluso sin
el indicio del título del cuadro. A pesar de ello, era obligación del pintor conocer a
fondo las Sagradas Escrituras para introducir variaciones significativas y riqueza
expresiva a sus cuadros. Detrás de una pintura como ésta, de nuestro genial Bartolomé
M urillo, hay muchas horas de meditación de la parábola del hijo pródigo, con el fin de
poder captar la escena en toda su elocuencia: la indigencia y humildad del hijo pródigo,
frente a la bondadosa acogida de su padre (fig. 5).
Hay un detalle en esta pintura que conviene ser resaltado. Cuando M urillo pinta
esta escena conoce bien el relato evangélico en su secuencia temporal: regreso y
postración humilde del hijo descarriado, recibimiento de su padre, petición de nuevos
vestidos y anillo a los criados, protesta del otro hermano, etc. Era obligación del pintor,
en consecuencia, ofrecemos en una única imagen toda esta secuencia; circunstancia del
todo imposible si no contase con la participación activa del posible observador de la
pintura, capaz, al conocer el relato, de dotar de acción y movimiento temporal y
secuencial a una escena congelada en el tiempo.
Es posible también, que el orden perceptivo de la imagen –de izquierda a derecha–
contribuya a esta interpretación temporal; de hecho, el labrador y el niño que regresan
del campo nos ofrecen una vaga idea del camino recorrido por el hijo hasta la entrada al
hogar paterno; y en último término, a la derecha, observamos a los criados presentar las
vestimentas solicitadas por el padre.
La interpretación del significado de la acción, en su secuencia temporal y en todos
los detalles, exige, por tanto, la participación del observador de la imagen y un buen
conocimiento del motivo o escena representada. Sólo así se podrán interpretar todos los
indicios que, de modo intencional, el artista dejó reflejados en su cuadro. Indicios que
inciden tambien en los detalles gestuales y expresivos de los distintos personajes.
Entre las pinturas de José Ribera, El Españoleto, que se exhiben en el M useo del
Prado, se encuentra este cuadro titulado Isaac y Jacob (fig. 6). En él podemos ver al
anciano Isaac, enfermo y ciego, palpar el brazo de su hijo Jacob; el cual, recubierto con
la piel de un cabrito, pretende engañar a su padre, y recibir así la bendición y herencia
que por edad le pertenecía a su hermano Esaú, y que éste había despreciado años antes
al vender su primogenitura por un plato de lentejas. Lo que me interesa señalar en este
ejemplo es el gesto y la expresión de la anciana Rebeca, esposa de Isaac y madre de
Jacob. Rebeca no sólo apoya a su hijo preferido y lo incita a la acción, sino que vigila el
posible regreso de su hijo mayor Esaú. En este sentido, la astucia de la madre queda
patente ante la ingenua bondad que se refleja en el rostro del anciano Isaac.
Si, como decimos, la falta de conocimiento de las Sagradas Escrituras influye
directamente en la interpretación del significado de un cuadro y –en consecuencia– en la
valoración y disfrute del mismo, es fácil imaginar la repercusión que tendrá en la
percepción artística de la pintura el descuido de las materias humanísticas en la
formación escolar y universitaria de las jóvenes generaciones. Algo de lo cual nos
podemos dar perfecta cuenta, pues es posible que nosotros hayamos sufrido estas
lagunas en nuestra educación. ¿Cuántos de nosotros –podemos preguntarnos– somos
capaces de explicar en qué consistió el famoso Juicio de Paris?
Sin embargo, cuando Rubens realizó su pintura sobre este tema de la mitología y
literatura clásica, tantas veces repetido en la Antigüedad y en el arte occidental desde el
Renacimiento, no sólo conocía a la perfección el relato de Hornero, sino que daba por
supuesto este conocimiento a los que observaran su obra en el futuro (fig. 7).
De hecho, es conocido que esta pintura fue un encargo directo de nuestro rey
Felipe IV el año 1639, lo que presupone que el monarca conocía bien el tema que
pretendía que Rubens reflejase en el lienzo.
M e atrevería a afirmar que el motivo pictórico del Juicio de Paris fue tantas veces
representado a lo largo de la historia, no sólo por ocupar un lugar relevante entre los
desencadenantes de la gran tragedia de la ciudad de Troya, y la lucha entre aqueos y
troyanos, inmortalizada por Hornero en La Ilíada, sino por constituir un auténtico reto
para aquellos pintores que deseaban lograr las más altas cotas con su arte. Y, en mi
opinión, Rubens hizo justicia al difícil tema que le proponía el monarca español,
realizando una soberbia interpretación de tan complejo relato mitológico.
Podemos ver a la izquierda al pastor Paris –el hijo desconocido del rey Priamo de
Troya– instigado por el dios Hermes a elegir a la más bella entre las tres diosas
preferidas por el gran Zeus: Atenea, su hija más querida; Afrodita, su amante más
codiciada; y Hera, su pendenciera mujer.
Hermes, el dios rústico y popular, en su doble condición de protector de los
pastores y heraldo de los dioses, se distingue tanto por mostrar la manzana de oro –la
manzana de la discordia– que habría de recibir la diosa elegida, como por sus conocidos
atributos de mensajero: el caduceo de oro en la mano derecha, el pétaso o sombrero de
viajero alado, las sandalias con alas, y la capa.
El cayado, la vestimenta y el rebaño del fondo caracterizan el humilde oficio de
Paris; mientras que su expresión meditabunda y perpleja refleja lo difícil de su elección.
Las tres bellas diosas se distinguen, asimismo, por varios motivos. A los pies de
Atenea –diosa de la guerra– se encuentra abandonada su armadura. Un pavo real –
animal consagrado a esta diosa desde la muerte de Argo, el de los muchos ojos–
acompaña a Hera. Afrodita, diosa del amor, se muestra sin pudor con todos sus encantos
y es abrazada por un amorcillo.
La elección, como era inevitable, recayó en Afrodita; lo que se da a entender al
representarla prematuramente coronada de flores por otro genio alado.
Como ven, sólo conociendo el texto clásico podemos captar en toda su riqueza el
significado del cuadro, incluso interpretar el significado fáctico y expresivo de la escena
y figuras que componen el lienzo. De ahí que podamos afirmar que sólo conociendo el
significado intencional de los temas o motivos representados en el cuadro, nos es
posible captar en toda su integridad la obra de arte. Una mirada «inocente», sin
formación previa, de un cuadro mítico o religioso nos impide acceder a los auténticos
valores de la obra.
No es extraño, por tanto, que una contemplación superficial de las obras de
Rubens pueda producir, hoy día, un cierto rechazo estético. Sus obras no sólo pueden
resultamos pomposas, teatrales e incomprensibles, sino que ciertos cánones de belleza
de la época –como la complexión de las tres mujeres representadas, según el gusto
flamenco– pueden influir muy negativamente en nuestra valoración. Cuántas veces
hemos oído frases como esta: «No me gusta Rubens, pues siempre pinta a las mujeres
muy gordas»; opinión que siempre podemos rebatir –como señalara Ernst Gombrich en
cierta ocasión– con otro comentario: «admito que sus mujeres pueden parecer poco
atractivas, pero ¿te has fijado lo bien pintadas que están esas figuras?».
Durante este siglo, conscientes de la importancia del significado intencional en la
interpretación y valoración de las obras artísticas, Erwin Panofsky y otros muchos
historiadores del arte dieron un gran impulso a los estudios iconográficos; es decir, a la
correcta interpretación del amplio universo de las imágenes, historias y alegorías,
desentrañando temas y motivos oscurecidos u olvidados con el paso del tiempo.
Podemos citar, a modo de ejemplo, la interpretación realizada por el historiador
Diego Angula Iñiguez del cuadro de Velázquez comúnmente conocido con el título de
Las Hilanderas, una de las mayores joyas del M useo del Prado (fig. 8). Pintura que
ahora se entiende, en atención a las figuras del segundo plano y del tapiz del fondo –que
representa El rapto de Europa, según la versión de Tiziano–, como una curiosa y
enigmática representación de la Fábula de Aracne que Ovidio relata en su libro sexto de
Las Metamorfosisiv.
Según la fábula, Aracne era una doncella lidia que presumiendo de ser la más
hábil bordadora y tejedora de tapices, se atrevió a retar a Atenea, su diosa patrona. A
pesar de que Atenea, tomando la apariencia de una anciana, procuró disuadirIa,
incitándole a ser más modesta, Aracne insistió en su reto. Atenea se vio obligada a tejer
un tapiz, tomando como motivo la furia de los dioses con los mortales rebeldes. Aracne,
como respuesta, representó los vicios de los dioses, y en concreto a Zeus raptando a
Europa bajo el aspecto de un toro blanco. La fábula termina con el castigo que Atenea
inflige a Aracne, convirtiéndola en una araña obligada a tejer, sin cesar, su telaraña v.
Velázquez, con ese gusto tan suyo de presentar los relatos mitológicos bajo un
apariencia mundana, nos representa la fábula en dos planos temporales distintos. Cabe
suponer que la escena del primer plano es el taller donde trabaja Aracne. La anciana
sería Atenea que interrumpe su labor para aconsejar a Aracne. En el plano del fondo, en
la habitación contigua bañada por la luz, Atenea, con sus atributos guerreros, estaría
corrigiendo a Aracne por haber tejido el tapiz en el que ridiculizaba a su padre el dios
Zeus.

El significado profundo: el estudio de los símbolos


Por último, en un tercer nivel de significado, se situarían –según la descripción de
Panofsky– los significados intrínsecos, referidos al contenido profundo que constituye
el universo de los valores simbólicos. Algunos de ellos se presentan escondidos, velados
o tan sólo sugeridos por el autor. En otras ocasiones son valores simbólicos
representados inconscientemente por el artista al expresar involuntariamente el espíritu
de su época, los afanes culturales, la ideología dominante o las tendencias esenciales de
la mente humana.
Se trataría de una serie de valores simbólicos, síntomas de una cultura, que tan
sólo con un gran conocimiento de la época, el estudio y una genial perspicacia, seríamos
capaces de desentrañar.
Volviendo al cuadro de Las Hilanderas, cabría afirmar que, en un plano más
profundo de significado, la fábula de Aracne viene a representar cómo «la luz del arte –
el fondo mitológico– ilumina el oficio servil del primer plano», la manufactura de
tapices en los talleres de Santa Isabel de M adridvi. Es más, algunos autores pretenden
ver en el trasfondo, quizá inconsciente, de esta pintura el afán de Velázquez de elevar el
arte de la representación pictórica, desde una consideración servil –oficio artesanal– a la
noble categoría de las humanidades y saberes intelectuales vii.
La dificultad y peligro de esta clase de interpretaciones sobre el significado
profundo o simbólico, no está en la dificultad de proceder a una búsqueda detectivesca
de pruebas e indicios, sino en la facilidad de extraviarse –y confundir al posible lector–
con arriesgadas hipótesis imposibles de probar con el necesario rigor científico. En este
sentido, cabría recordar las múltiples interpretaciones sobre el significado de algunos
cuadros de Sandro Botticelli, como es el caso de La Primavera, del que se han escrito
cientos de artículos y ensayos con las conjeturas más contradictorias (fig. 9).
Algunos de estos estudios presentan interpretaciones bien fundadas; otros
formulan ingeniosas y caprichosas deducciones; y no faltan, en algunos otros, las más
descabelladas elucubraciones viii. De hecho, las interpretaciones románticas de este
cuadro afirman que, en última instancia, La Primavera simboliza la época del
Renacimiento, con un torrente primaveral de juventud y placer –tras la oscuridad del
medioevo–, y su pagana ilusión por un hombre nuevo para un mundo nuevo.
Cabría advertir que el acceso a este nivel del análisis simbólico o iconológico está
vedado a la mayoría de la gente. Como decíamos se necesita mucho estudio, un gran
conocimiento de la cultura, del artista, de sus preocupaciones y formación, para
aventurar conclusiones relevantes. No obstante, esta circunstancia no debe
intranquilizarnos, ya que los significados profundos, al ser muchas veces inconscientes
o no intencionados por parte del artista, difícilmente pudieron influir en su quehacer
pictórico, más bien relacionado con los significados intencionales y con los
denominados aspectos fácticos o expresivos.
Podemos, por tanto, llegar a la máxima plenitud en la interpretación de las obras
de arte sin necesidad de extraviarnos por esos poéticos vericuetos del espíritu de la
cultura o por los oscuros recovecos de la psique humana o del inconsciente colectivo.
Podemos dejar con tranquilidad estas tareas a sociólogos o psicólogos y ocupamos
únicamente de la contemplación y valoración de lo que el lienzo nos ofrece, de acuerdo
con los significados fácticos e intencionales.

La pintura de género histórico


Hasta aquí me he referido, al exponer los tres niveles de significado que podemos
analizar en un cuadro –y, en realidad, en cualquier obra de arte–, a la pintura realista o
figurativa sobre temas de la mitología clásica o de la Sagrada Escritura. Convendría
completar esta panorámica atendiendo a otros géneros pictóricos, como pueden ser la
pintura histórica y la pintura de costumbres.
La pintura histórica, como ustedes saben, fue un tema predilecto de los pintores
del siglo XIX, durante la época del romanticismo, con su predilección por las tradiciones
locales, las gestas patrias, y los nobles sentimientos de valor y heroísmo. Condiciones a
las que habría que añadir el auge de la historia como disciplina científica.
Sin embargo, la pintura histórica fue un motivo habitual en la tradición occidental,
al menos desde el siglo XV. En un principio las escenas evocadas eran grandes batallas –
terrestres o navales– con un interés decorativo y descriptivo, más que de fidelidad
histórica. Si pensamos en los frescos de las grandes gestas bélicas que adornan las
galerías de los palacios –como las de El Escorial– nos podemos hacer una idea bastante
exacta del cometido del pintor.
En el tratamiento de este género –y en general en toda la tradición posterior–
jugaron un papel decisivo M iguel Ángel y Leonardo da Vinci. El año 1503 la Signoria
de Florencia encargó a ambos pintores representar en las paredes de la Sala del Consejo
del Palazzo Vecchio dos famosas gestas florentinas: la Batalla de Anghiari y la de
Cascina. Lamentablemente ninguno de los dos frescos fue llevado a término, por lo que
tan sólo podemos contemplar algunos bocetos previos e interpretaciones de otros
artistas, que nos ofrecen tan sólo una leve idea de la magnitud de la empresa pictórica.
Es del todo improbable que los dos artistas conocieran los detalles de estos hechos
históricos. Aunque, como es lógico, se informarían leyendo las crónicas históricas de
aquellos sucesos. Por otra parte, es evidente que lo que pretendían los florentinos, más
que la fidelidad narrativa, era tener dos muestras pictóricas de los artistas más afamados
de su tiempo, para poder valorar los resultados del uno frente a los del otro.
En la representación de la Batalla de Anghiari librada entre los florentinos y los
milaneses, Leonardo renuncia a tratar el conjunto de la gesta, para centrarse tan sólo, en
un momento representativo de la batalla: la lucha por un estandarte.
También M iguel Ángel seleccionó otro instante de la victoria del ejército
florentino sobre el de Pisa en Cascina el año 1364. En este caso, un acontecimiento
decisivo y casi trágico: el momento en que los soldados florentinos, que se estaban
bañando desnudos en el río Arno, son atacados por sorpresa. Es fácil deducir que esta
elección fue motivada por razones no estrictamente históricas, pues este pasaje –descrito
en la crónica de Filippo Villani– permitía a M iguel Ángel desarrollar toda su habilidad
y maestría en la representación de la anatomía humana, en las más variopintas posturas
y movimientos.
Se trata, en suma, de dos casos extremos e inusuales en la pintura histórica.
Leonardo aprovecha el encargo para expresar la acción con la máxima tensión,
movimiento y furia; y lo consigue plenamente, transmitiendo –tal como apreciamos en
los bocetos– la magnificencia, pasión y frenesí del momento.
Por su parte, M iguel Ángel se centra en un instante dramático y decisivo. Sus
figuras, nerviosas y apretadas, con sus contorsiones y movimientos frenéticos, nos
transmiten el pánico de los soldados florentinos.
La eficacia de ambas pinturas –en relación con el significado– reside en la
impresión que las escenas pueden causar en el ánimo del espectador, haciéndole
participar de la pasión, furia, frenesí o pánico de la batalla evocada en los frescos. Y
para ello, la representación de las figuras, del movimiento, de los escorzos violentos, de
las expresiones faciales, etc., juegan un papel decisivo.
Lo que aquí afirmamos no es una mera suposición. En uno de los preceptos de su
Tratado de la pintura, Leonardo incide en el tema que nos ocupa: «si la pintura
narrativa representa terror, miedo, evasión, pena y lamento, o placer, alegría, risa o
cosas similares, las mentes de aquellos que las observan deben conmoverse del mismo
modo que lo harían si se encontraran en una situación idéntica a la representada en la
pintura»ix.
Como les decía, la influencia de estos dos frescos fue de gran importancia para
este género pictórico. Un siglo después, en 1635, Diego Velázquez recibió un encargo
similar: representar en un lienzo la rendición de la plaza holandesa de Breda, que tuvo
lugar el dos de junio de 1625 (fig. 10). Se trataba de un tema reciente, del cual se podía
recabar detalles y anécdotas para ilustrar el suceso, incluso procurar el parecido de
algunos personajes, bien por haberlos conocido, o basándose en grabados realizados con
anterioridad.
La maestría de Velázquez nos ha legado el mejor cuadro de historia de todos los
tiempos; y no sólo por el colorido, realismo y composición; sino también, y muy
especialmente, por la elección precisa del momento histórico. Un momento que
Velázquez tomó, no tanto de las crónicas, como de una comedia dramática de Pedro
Calderón de la Barca que el pintor pudo haber visto en el teatro, copiando incluso la
disposición escénica de los personajes de la obra sobre un fondo fingido. La escena se
sitúa en la entrega de las llaves por el gobernador holandés Justino de Nassau al general
jefe de los Tercios de Flandes, Ambrosio de Spínola. Calderón había compuesto unos
versos apropiados a este justo instante, en los que Spínola pronuncia lo siguiente:
«Justino yo las recibo y conozco que valiente sois, que el valor del vencido hace famoso
al que vence».
Los versos de Calderón, en los que se muestra la nobleza, elegancia y gallardía de
lo español, se traducen en la representación de Velázquez en un gesto de noble
condescendencia. Spínola, con rostro agradable –sin muestra de orgullo o ironía– saluda
a Justino de Nassau eximiéndole de la obligada reverencia. Velázquez, por tanto, se
escapa de la gesta histórica para transmitirnos con su cuadro esos sentimientos de honor
y grandeza de ánimo que han caracterizado tantas manifestaciones artísticas de nuestro
«siglo de oro».
A mediados del siglo XIX, otro pintor, José Casado de Alisal, representó la
rendición de los franceses en la batalla de Bailén (fig. 11). Como pueden apreciar, su
estructura y composición se asemejan bastante al velazqueño cuadro de Las Lanzas. Sin
embargo, ¡cuánta diferencia se percibe en el significado de la escena!
Resulta innegable que existe una diferente intención en Velázquez y Casado de
Alisal. Es posible que esa magnanimidad que observamos en los españoles en el lienzo
de Breda, no pudiera repetirse en la escena de Bailén. El recuerdo de las atrocidades
francesas, la desconfianza y el rencor acumulado pesaban aún en el ánimo de la
generación de Casado de Alisal, hijos de aquéllos que sufrieron los desastres de la
guerra napoleónica.
No es circunstancial, por tanto, la separación física entre el general Castaños y el
jefe de las tropas francesas. Si bien es cierto que el español, con gesto amable, se inclina
levemente ante el vencido general Dupont, éste conserva una actitud algo distante que
se refuerza por el gesto torvo del militar francés herido, cuya mirada parece llena de
rencor. Por su parte, en el lado de los vencedores, tampoco hay signos de amistad, más
bien descubrimos ciertas señales de arrogancia y desprecio.
Aunque la comparación entre Velázquez y Casado de Alisal presenta un pobre
balance para este último, no por ello podemos despreciar o minusvalorar su pintura.
Hemos comentado la capacidad del artista para expresar los significados emotivos de la
escena, pero también cabría destacar notables aciertos en la composición, utilización del
color, la fidelidad histórica, la firmeza en el dibujo, o el cuidado de los detalles.
Creo que ya es hora de olvidamos de los prejuicios que la crítica histórica, por
influencia de las vanguardias, ha volcado sobre este género de pintura del siglo XIX,
para poder disfrutar, sin vergüenzas y reparos de la maestría y habilidad de estos
artistas. Pues nuestro siglo XIX –en lo referente a la pintura– no es un paréntesis vacío
entre Francisco de Goya y los impresionistas, como Sorolla o Regoyos. Tenemos
grandes artistas y buenos cuadros, de una gran riqueza pictórica y gran capacidad en la
transmisión de valores y significados.
Es cierto, y podemos observado en este otro cuadro de Casado de Alisal, titulado
La campana de Huesca, que la pintura histórica del XIX puede llegamos a abrumar con
su perfección y efectismo (fig. 12). Su obsesión por evitar anacronismos, su estudio de
los tipos, lugares y vestimentas, y su dominio del dibujo, color y composición, muestran
una fácil tendencia hacia la teatralidad y el énfasis en los efectos. Hay algo en nosotros
que nos pone en guardia contra la seducción de estas pinturas. Sin embargo, debemos
hacer un esfuerzo por introducirnos en este período de nuestra pintura, ya que junto con
obras menores, podremos descubrir otras de gran fecundidad artística; pues en la
apreciación artística hemos de saber distinguir y calibrar esa línea sutil que separa las
buenas obras de aquellas otras en la que abunda la seducción, sensualidad, exceso o
ampulosidad.
Y me atrevería a decir, en este sentido, que muchas obras que adornan el Casón
del Buen Retiro de M adrid –poco favorecidas con la inclusión del Guernica, que las
relega a un injusto olvido– se encuentran en este primer grupo. Pensemos, por ejemplo,
en los cuadros de Eduardo Rosales, como la Presentación de Don Juan de Austria a
Carlos V, de un verismo cercano a la fidelidad fotográfica, en el que destaca el dominio
de la luz y del color –de claro abolengo velazqueño– y la composición del grupo de
figuras que acompaña a Carlos V en su retiro a Yuste (fig. 13).
O en su cuadro, El Testamento de Isabel la Católica, medalla en la Exposición
Nacional de 1864, que aún nos sigue impresionando por su carencia de teatralidad y
retórica, tan presentes en la obra de artistas menos dotados (fig. 14). No nos extraña, por
tanto, saber que la gestación de este cuadro fue larguísima, estudiando Rosales mil
detalles de indumentaria y estilo, de composición, expresión, dibujo y colorido.
Alguna vez habrán oído hablar del poder de las imágenes para recrear y fijar un
hecho histórico. Es tal la impresión que producen en nuestra memoria estos cuadros de
Rosales que, una vez vistos, no podemos pensar en estos pasajes históricos –en sus
escenas y personajes– sin evitar recordar las expresiones y circunstancias popularizadas
en estos lienzos. En este sentido, cabría decir que este género pictórico del siglo XIX no
sólo ha ilustrado nuestra historia, sino que ha teñido con sus imágenes el conocimiento
que de ella tenemos.

La pintura de costumbres
No quisiera terminar mi intervención sin comentar, brevemente, otro género
pictórico; la pintura de costumbres o de anécdotas, popularizada a fines del siglo
pasado, en el que el reto que se le presenta al artista es, precisamente, poder transmitir al
observador del cuadro el significado intencional que presidió su creación pictórica.
Es cierto que este género tiene una larga tradición; todos recordamos algunos
cuadros de Velázquez como El aguador o la Mujer friendo huevos, o los magníficos
óleos del pintor holandés Jan Vermeer van Delft en los que el pintor se entretiene
retratando una escena costumbrista, sin incidir en el retrato –propiamente dicho–, o en
la pintura de género bíblico, mitológico o histórico. Cabría definir estas pinturas, más
que como pintura costumbrista, como «bodegones con figuras», ya que su significado se
queda en el nivel de los significados fácticos o expresivos, y la maestría del pintor se
centra en recrear, con la máxima fidelidad, por medio de la línea, el claroscuro y el
color, las escenas cotidianas –sencillas y vulgares– que acontecen en una habitación x.
Por tanto, hablando con precisión, la pintura de costumbres –o pintura anecdótica–
es un género típico del siglo XIX. Un género que alcanza sus más altas cotas de
virtuosismo en la Inglaterra victoriana, al popularizarse esta modalidad pictórica como
motivo decorativo en casas y mansiones de aquel país.
M e he referido anteriormente a la parte activa del observador en la lectura de
imágenes, contribuyendo decisivamente en la reconstrucción del significado gracias al
conocimiento previo de la historia y alegorías, o a la impresión emotiva que nos
produce la escena representada. En la pintura de anécdotas esta participación es aún más
decisiva, pues el observador se enfrenta al suceso pictórico con un completo
desconocimiento del tema, ya que no hay una historia familiar que le oriente en la
interpretación, pues normalmente el artista procuraba evocar un suceso nunca antes
visualizado.
El pintor, con todo, se puede ayudar del título del cuadro, que en este caso ocupa
un lugar decisivo en la lectura coherente del suceso objeto de representación. En este
sentido, este cuadro de sir John Everett M illais adquiere todo su significado, y de forma
progresiva, cuando leemos el título del mismo: The Orden of Release, 1746, «La orden
de puesta en libertad» (fig 15).
Una vez conocido el título, la escena, antes poco legible, comienza a adquirir un
significado coherente gracias al cúmulo de detalles orientativos que el artista ha incluido
en la acción. Y así, nos es fácil evocar el relato: el carcelero lee y comprueba la orden
de liberación del preso herido –un participante en los levantamientos contra la corona
inglesa en el siglo XVIII– que se derrumba sobre el hombro de su mujer. Todo es
importante y nada sobra en esta pintura: la indumentaria del carcelero, las llaves, el
atuendo escocés del soldado y del niño, la expresión de la mujer –fuerte en la
adversidad, y apoyo a su marido en el difícil trance–, etc. Por si no fuera suficiente, el
perro da un toque de calor y ternura al súbito encuentro.
En este otro cuadro, de Luke Fildes, titulado The Doctor volvemos a encontrar la
misma maestría para transmitir un significado inequívoco, con la ayuda del título (fig.
16). Pintado a finales de siglo, llegó a ser una reproducción casi habitual en las
consultas de los médicos en Inglaterra. Sería interesante conocer el papel que jugó la
fotografía en la composición e ideación de este cuadro que se ocupa de una escena
habitual en una época, en la que la mortandad infantil hacía estragos en las familias,
especialmente –como en el caso que nos ocupa- en las más humildes xi.
Destaca lo asombroso de la condensación de datos –muchos tan sólo sugeridos–
en una sola imagen y su capacidad para contar un relato. La escena se desarrolla de
noche, quizá al amanecer. El doctor, con una elegancia que contrasta con la pobreza de
la habitación, espera meditabundo el desenlace de la enfermedad de la niña, que ha
tomado una medicina en una taza. La luz arrojada por la lámpara nos permite ver la
severidad del rostro del doctor enfrentado al de la niña, la cual descansa inconsciente en
medio de la sala, en un lecho improvisado con dos sillas. Al fondo, en la penumbra, el
padre contempla la escena, mientras que su mujer –rota por el dolor y la tensión– se
derrumba sollozando sobre la mesa.
No creo que podamos calificar a esta pintura de retórica, teatral o sentimental.
M ás bien se trata de la última evolución de la pintura realista, con un perfecto dominio
de toda clase de recursos y convencionalismos, realizada con la voluntad de transmitir
historias, relatos, o simplemente anécdotas, con una notable capacidad interpretativa y
expresiva.
Como ustedes saben, dos circunstancias pusieron en crisis toda esta técnica
desarrollada con tanto esfuerzo.
El impresionismo primero, y las vanguardias después, motivaron una reacción
contra el realismo, que fue apoyada decisivamente por la crítica de arte y consagrada
por la historiografía de nuestro siglo.
El segundo motivo de la crisis fue la invención de la fotografía. Aunque en un
principio parecía que no había competición posible entre pintura y fotografía en la
captación de la realidad, muy pronto se produjo una tremenda convulsión que dejó sin
argumentos a toda una teoría pictórica orientada a conseguir el mayor parecido posible,
o la máxima verosimilitud en la interpretación de las escenas evocadas en el lienzo.
Sin embargo, como la más reciente crítica e historiografía del arte nos enseña, no
podemos despreciar estas manifestaciones artísticas como irrelevantes. Es más, cabría
decir que constituyen una brillante página de la historia de la pintura. Nuestro genial
Pablo Picasso, en su temprana juventud se formó en esta tradición, como podemos
observar en este cuadro titulado Ciencia y Caridad, pintado seis años después que El
Doctor de sir Luke Fildes; y aunque no tengo datos, cabría pensar en una influencia del
pintor inglés sobre Picasso (fig. 17).
Todavía nos encontramos monografías artísticas que desprecian o minusvaloran
este cuadro y la etapa realista de Picasso, con olvido de los valores indudables que se
encierran en esta tradición de pintura anecdótica o de costumbres. y aunque Picasso,
dada su joven edad, no alcanza la maestría y virtuosismo de Luke Fildes y otros pintores
ingleses de la época, ¿qué resultados hubiera obtenido de seguir por este camino? En
cualquier caso, debemos sentimos afortunados de su decisión de abandonar este género
–sin duda demasiado trillado– para explorar el arte de la representación desde otra
óptica, como la cubista, tan rica en significados, y en la que a diferencia de los géneros
anteriores, la parte del espectador en la lectura de significados llega a adquirir mayor
importancia que lo expresado en el lienzo.
i
Cfr. C ARLOS MONTES (coordinado r), Dibujo y Realidad. El problema del parecido en las art es
figurativas, Valladolid 1989; en especial mi artículo « El Cómic; potencialidades del lenguaje gráfico e
ilusión de realidad», pp. 9-29.
ii
Cfr. ERWIN P ANOFSKY, El significado de las artes visuales, Barcelona 1981; Estudios sobre Iconología,
Madrid 1976.
iii
H. Belloc –escritor, polemista y dirigente del movimiento intelectual católico inglés– fue el editor del
semanario político Eye Witness. M. Baring, poeta inglés del grupo denominado Georgian Poetry, fue otro
conocido intelectual católico. Ambos eran íntimos amigos de Chesterton.
iv
Cfr. DIEGO ANGULO ÍÑIGUEZ, « Las Hilanderas» , en Archivo Español de Arte, 25, 1952, pp. 67-84.
v
Hemos s eguido el relato según l a versión del Diccionario d e la Mitología Clásica, voz « Aracne» ,
Alianza Editorial, Madrid, 1988, tomo I, p. 75.
vi
Son muchas las interpretaciones y com entarios sobre este cuad ro. Se puede con frontar el catálogo de la
exposición Velázquez, Museo del Prado, Madrid 1990; en especial el comentario de Julián Gallego a este
cuadro, en páginas 360 a la 367.
vii
Ibídem, p. 366.
viii
Sobre este cuadro y sus interpretacion es se puede cfr. E. H. GOMBRICH, « Las mitologías de Botticelli»,
en Imágenes Simbólicas, Madrid 1983, pp. 63 y ss.
ix
No podemos abund ar en esta idea, pese a que incide directam ente en el tema qu e nos ocupa. Para
Leonardo la pintura no sólo debe engañ ar a la vista –según el precepto clásico–, sino también influir en el
ánimo del que la contempla, suscitando las más v ariad as emociones y sentimientos. Y así, la pintura:
« incita a los hombres al amor» ; « domina el ingenio de los hombres, que los hace amar y enamo rars e de
pinturas que no representan a mujer viv a alguna» ; «te pondrá d elante cosas que en silen cio te contarán
delicias, o que te espant arán y caus arán en tu mente el d eseo de fuga» ; « provocará la risa» ; etc. Cfr.
Tratado de la Pintura, versión de M. Pittaluga, Editorial Losada, Buenos Aires 1944, p. 18.
x
Debo esta id ea d e « bodegones con seres humanos» a E. H. GOMBRICH. Cfr. su Historia del Arte, en lo
referent e a Jan Vermeer, Madrid 1990, p. 340.
xi
Sobre este cu adro y el tema qu e nos ocupa, cfr. E. H. GOMBRICH, «Painted Anecdotes» , en Reflections
on the History of Art, Londres 1987, pp. 152 y ss.

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