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Significado de Las Imágenes PDF
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La pintura de costumbres
No quisiera terminar mi intervención sin comentar, brevemente, otro género
pictórico; la pintura de costumbres o de anécdotas, popularizada a fines del siglo
pasado, en el que el reto que se le presenta al artista es, precisamente, poder transmitir al
observador del cuadro el significado intencional que presidió su creación pictórica.
Es cierto que este género tiene una larga tradición; todos recordamos algunos
cuadros de Velázquez como El aguador o la Mujer friendo huevos, o los magníficos
óleos del pintor holandés Jan Vermeer van Delft en los que el pintor se entretiene
retratando una escena costumbrista, sin incidir en el retrato –propiamente dicho–, o en
la pintura de género bíblico, mitológico o histórico. Cabría definir estas pinturas, más
que como pintura costumbrista, como «bodegones con figuras», ya que su significado se
queda en el nivel de los significados fácticos o expresivos, y la maestría del pintor se
centra en recrear, con la máxima fidelidad, por medio de la línea, el claroscuro y el
color, las escenas cotidianas –sencillas y vulgares– que acontecen en una habitación x.
Por tanto, hablando con precisión, la pintura de costumbres –o pintura anecdótica–
es un género típico del siglo XIX. Un género que alcanza sus más altas cotas de
virtuosismo en la Inglaterra victoriana, al popularizarse esta modalidad pictórica como
motivo decorativo en casas y mansiones de aquel país.
M e he referido anteriormente a la parte activa del observador en la lectura de
imágenes, contribuyendo decisivamente en la reconstrucción del significado gracias al
conocimiento previo de la historia y alegorías, o a la impresión emotiva que nos
produce la escena representada. En la pintura de anécdotas esta participación es aún más
decisiva, pues el observador se enfrenta al suceso pictórico con un completo
desconocimiento del tema, ya que no hay una historia familiar que le oriente en la
interpretación, pues normalmente el artista procuraba evocar un suceso nunca antes
visualizado.
El pintor, con todo, se puede ayudar del título del cuadro, que en este caso ocupa
un lugar decisivo en la lectura coherente del suceso objeto de representación. En este
sentido, este cuadro de sir John Everett M illais adquiere todo su significado, y de forma
progresiva, cuando leemos el título del mismo: The Orden of Release, 1746, «La orden
de puesta en libertad» (fig 15).
Una vez conocido el título, la escena, antes poco legible, comienza a adquirir un
significado coherente gracias al cúmulo de detalles orientativos que el artista ha incluido
en la acción. Y así, nos es fácil evocar el relato: el carcelero lee y comprueba la orden
de liberación del preso herido –un participante en los levantamientos contra la corona
inglesa en el siglo XVIII– que se derrumba sobre el hombro de su mujer. Todo es
importante y nada sobra en esta pintura: la indumentaria del carcelero, las llaves, el
atuendo escocés del soldado y del niño, la expresión de la mujer –fuerte en la
adversidad, y apoyo a su marido en el difícil trance–, etc. Por si no fuera suficiente, el
perro da un toque de calor y ternura al súbito encuentro.
En este otro cuadro, de Luke Fildes, titulado The Doctor volvemos a encontrar la
misma maestría para transmitir un significado inequívoco, con la ayuda del título (fig.
16). Pintado a finales de siglo, llegó a ser una reproducción casi habitual en las
consultas de los médicos en Inglaterra. Sería interesante conocer el papel que jugó la
fotografía en la composición e ideación de este cuadro que se ocupa de una escena
habitual en una época, en la que la mortandad infantil hacía estragos en las familias,
especialmente –como en el caso que nos ocupa- en las más humildes xi.
Destaca lo asombroso de la condensación de datos –muchos tan sólo sugeridos–
en una sola imagen y su capacidad para contar un relato. La escena se desarrolla de
noche, quizá al amanecer. El doctor, con una elegancia que contrasta con la pobreza de
la habitación, espera meditabundo el desenlace de la enfermedad de la niña, que ha
tomado una medicina en una taza. La luz arrojada por la lámpara nos permite ver la
severidad del rostro del doctor enfrentado al de la niña, la cual descansa inconsciente en
medio de la sala, en un lecho improvisado con dos sillas. Al fondo, en la penumbra, el
padre contempla la escena, mientras que su mujer –rota por el dolor y la tensión– se
derrumba sollozando sobre la mesa.
No creo que podamos calificar a esta pintura de retórica, teatral o sentimental.
M ás bien se trata de la última evolución de la pintura realista, con un perfecto dominio
de toda clase de recursos y convencionalismos, realizada con la voluntad de transmitir
historias, relatos, o simplemente anécdotas, con una notable capacidad interpretativa y
expresiva.
Como ustedes saben, dos circunstancias pusieron en crisis toda esta técnica
desarrollada con tanto esfuerzo.
El impresionismo primero, y las vanguardias después, motivaron una reacción
contra el realismo, que fue apoyada decisivamente por la crítica de arte y consagrada
por la historiografía de nuestro siglo.
El segundo motivo de la crisis fue la invención de la fotografía. Aunque en un
principio parecía que no había competición posible entre pintura y fotografía en la
captación de la realidad, muy pronto se produjo una tremenda convulsión que dejó sin
argumentos a toda una teoría pictórica orientada a conseguir el mayor parecido posible,
o la máxima verosimilitud en la interpretación de las escenas evocadas en el lienzo.
Sin embargo, como la más reciente crítica e historiografía del arte nos enseña, no
podemos despreciar estas manifestaciones artísticas como irrelevantes. Es más, cabría
decir que constituyen una brillante página de la historia de la pintura. Nuestro genial
Pablo Picasso, en su temprana juventud se formó en esta tradición, como podemos
observar en este cuadro titulado Ciencia y Caridad, pintado seis años después que El
Doctor de sir Luke Fildes; y aunque no tengo datos, cabría pensar en una influencia del
pintor inglés sobre Picasso (fig. 17).
Todavía nos encontramos monografías artísticas que desprecian o minusvaloran
este cuadro y la etapa realista de Picasso, con olvido de los valores indudables que se
encierran en esta tradición de pintura anecdótica o de costumbres. y aunque Picasso,
dada su joven edad, no alcanza la maestría y virtuosismo de Luke Fildes y otros pintores
ingleses de la época, ¿qué resultados hubiera obtenido de seguir por este camino? En
cualquier caso, debemos sentimos afortunados de su decisión de abandonar este género
–sin duda demasiado trillado– para explorar el arte de la representación desde otra
óptica, como la cubista, tan rica en significados, y en la que a diferencia de los géneros
anteriores, la parte del espectador en la lectura de significados llega a adquirir mayor
importancia que lo expresado en el lienzo.
i
Cfr. C ARLOS MONTES (coordinado r), Dibujo y Realidad. El problema del parecido en las art es
figurativas, Valladolid 1989; en especial mi artículo « El Cómic; potencialidades del lenguaje gráfico e
ilusión de realidad», pp. 9-29.
ii
Cfr. ERWIN P ANOFSKY, El significado de las artes visuales, Barcelona 1981; Estudios sobre Iconología,
Madrid 1976.
iii
H. Belloc –escritor, polemista y dirigente del movimiento intelectual católico inglés– fue el editor del
semanario político Eye Witness. M. Baring, poeta inglés del grupo denominado Georgian Poetry, fue otro
conocido intelectual católico. Ambos eran íntimos amigos de Chesterton.
iv
Cfr. DIEGO ANGULO ÍÑIGUEZ, « Las Hilanderas» , en Archivo Español de Arte, 25, 1952, pp. 67-84.
v
Hemos s eguido el relato según l a versión del Diccionario d e la Mitología Clásica, voz « Aracne» ,
Alianza Editorial, Madrid, 1988, tomo I, p. 75.
vi
Son muchas las interpretaciones y com entarios sobre este cuad ro. Se puede con frontar el catálogo de la
exposición Velázquez, Museo del Prado, Madrid 1990; en especial el comentario de Julián Gallego a este
cuadro, en páginas 360 a la 367.
vii
Ibídem, p. 366.
viii
Sobre este cuadro y sus interpretacion es se puede cfr. E. H. GOMBRICH, « Las mitologías de Botticelli»,
en Imágenes Simbólicas, Madrid 1983, pp. 63 y ss.
ix
No podemos abund ar en esta idea, pese a que incide directam ente en el tema qu e nos ocupa. Para
Leonardo la pintura no sólo debe engañ ar a la vista –según el precepto clásico–, sino también influir en el
ánimo del que la contempla, suscitando las más v ariad as emociones y sentimientos. Y así, la pintura:
« incita a los hombres al amor» ; « domina el ingenio de los hombres, que los hace amar y enamo rars e de
pinturas que no representan a mujer viv a alguna» ; «te pondrá d elante cosas que en silen cio te contarán
delicias, o que te espant arán y caus arán en tu mente el d eseo de fuga» ; « provocará la risa» ; etc. Cfr.
Tratado de la Pintura, versión de M. Pittaluga, Editorial Losada, Buenos Aires 1944, p. 18.
x
Debo esta id ea d e « bodegones con seres humanos» a E. H. GOMBRICH. Cfr. su Historia del Arte, en lo
referent e a Jan Vermeer, Madrid 1990, p. 340.
xi
Sobre este cu adro y el tema qu e nos ocupa, cfr. E. H. GOMBRICH, «Painted Anecdotes» , en Reflections
on the History of Art, Londres 1987, pp. 152 y ss.