Para Manuel González Prada, esta emoción bravía y selecta,
una de las que, con más entusiasmo, me ha aplaudido el gran maestro.
Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;
me pesa haber tomádote tu pan; pero este pobre barro pensativo no es costra fermentada en tu costado: ¡tú no tienes Marías que se van!
Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios; pero tú, que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación. Y el hombre sí te sufre: ¡el Dios es él!
Hoy que en mis ojos brujos hay candelas,
como en un condenado, Dios mío, prenderás todas tus velas, y jugaremos con el viejo dado... Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte del universo todo, surgirán las ojeras de la Muerte, como dos ases fúnebres de lodo.
Dios mío, y esta noche sorda, oscura,
ya no podrás jugar, porque la Tierra es un dado roído y ya redondo a fuerza de rodar a la aventura, que no puede parar sino en un hueco, en el hueco de inmensa sepultura.
César Vallejo, 1918
CULTIVO UNA ROSA BLANCA- JOSE MARTI
Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero para el amigo sincero que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo; cultivo la rosa blanca. EL ENAMORADO- JORGE LUIS BORGES
Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
lámparas y la línea de Durero, las nueve cifras y el cambiante cero, debo fingir que existen esas cosas.
Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena sutil midió la suerte de la almena que los siglos de hierro deshicieron.
Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares que roen de la tierra los pilares.
Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura y mi ventura, inagotable y pura. EL HIPOCAMPO DE ORO - RESUMEN - ABRAHAM VALDELOMAR
EL HIPOCAMPO DE ORO
La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores
ella era la única mujer blanca entre los pobladores indígenas. Alta maciza, flexible, ágil, en plena juventud. Mas la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril Un día apareció un barco extraño, llego a la orilla en el crepúsculo con un gallardo caballero. Aquella no el pernocto en la casa de lo señora. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro, se confundieron con un beso, y al alba, la dorada nave se perdió en la neblina. Aquel amor breve fue como la realización de un mandato del destino. Y la señora Glicina fue desde ese momento la viuda de la aldea. Pasaron tres años, caminaba la viuda por la orilla de la playa. Ya se ponía sol, caía la noche. Entonces un animal rutilante surgió entre las aguas agitadas y, en las tinieblas. Y empezó a llorar desconsoladamente. - “¿Por qué eres tan desdichado señor?- interrogó la viuda- Un rey bien puede decirle a sus súbditos que le de todo lo que tienen pero no la felicidad. Si mis siervos supieran que su rey podía tener deseos insatisfechos, perdería todo respeto hacia la majestad real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho pedazos. Estos ojos que veis no me durarán sino hasta mañana. Cada luna yo debo proveerme de mi nueva copa de sangre, que es la que me da a mi cuerpo esta constelada brillantez; y si no la consigo volveré sin luz” Luego, agregó, mirando fijamente a la viuda:-“A propósito, que ojos tan bellos tenéis, señora mía. Os parecen bellos -repuso la señora - por que vos lo necesitáis pero d mí sólo me sirve para llorar…” - “¿Qué darías, Oh rey de oro, por conseguir estas tres cosas?” “Daría todo lo que me fuera solicitado. Hasta mi reino. Yo ame a un príncipe que vino del mar hace tres años- dijo la señora- Yo os daría mis ojos, os llenaría la copa de sangre y si vos me dierais el secreto para que nazca el fruto de mi amor tal como yo lo –deseo” -“púes bien - dijo el Hipocampo de oro Vuestro hijo nacerá. Oídme y obedéceme: Cuando me entreguéis tus pupilas, me des la copa de sangre y moriréis en seguida, pero vuestro hijo habrá nacido ya. ¿Estás resuelta?”, dijo la señora Glicina. Y la dama se arrancó y entregó sus ojos al hipocampo que se los puso en sus cuencas ya vacías. -“¡Ahora dame mi hijo! – exclamó la señora. Sea. ¡Adiós! Tú lo quieres así. Mañana, después del crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá con la virtud del amor, para siempre”. -“Gracias, ¡Oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado cuando tú me has dado un hijo?”… Más no lo oyó el hipocampo de oro porque ya había hundido en el mar dejando una estela rutilante entre las ondas frágiles. Fin Autor: Abraham Valdelomar Fuente: Cuentos Peruanos