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Isolda Pereira

” 11111I I I I l l l i l l i x i l l l l l l l l l l l l l l l l l l i l i l i l i l l l l i l l l l l l I I I I I I I I I I I I I I I I I I I H I I I I I I I I I I I I l l l l l l i

1a 11 : |
¡ Como recuerdo |

de su a c t u a c i ó n en

nuestra querida escuela.

Diciembre de 1966.

*iiiiiiiiiimiiiiHmiiiiiiiimiiiiiiiiiiimmmiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiimimiiimiiirc
I sol da P e r e i ra

Páginas de
un maestro
“ R E M IG IO S T A G N E R Ò " de JO S E P. B ELLAN
I

c om entado para los niños

Ilustraciones de P ED R O B U E L A

Ediciones A U L A - Bartolomé Mitre 1381 - M on te v id e o


Heoho el depósito que m arca la ley. Prohibida I» i «'producción
AMIGO: AM IG A .
/

Me acerco a ti con estas páginas de un maestro y


escritor y te invito a penetrar en ese m undo de sueños,
esperanzas, tristezas y alegrías en que se m u even las cria­
turas de la narración creadas por el artista.
Todo el que crea da algo de sí m ism o y el verdadero
a rtista se entrega con am or a su obra: su lenguaje puede ser
la música, la pintura, la escultura. En este caso el creador
se vale de la expresión literaria para comunicar sus ideas,
sus deseos de justicia, sus conceptos acerca del trabajo y
de la dignidad del hombre. Todo lo dice con sinceridad y
belleza.
"Remigio Stagnerò", es el titulo del cuento que te ofrez­
co y José Pedro Bellóri su autor, quien adem ás escribió
otros cuentos, novelas y dramas, con hondo realism o y fuerza
expresiva.
Nació en M ontevideo en ISSI) y murió en 1930.
C lem ente Estable, a quien fu e dedicado este cuento,
expresa: “No ocurre aqui que la intención moral dism inuya
la calidad literaria”.
P e r o .. . m ejor leamos ahora y después, ¿qué te parece
si nos reencontramos en el comentario y en la valoración
literaria?
REMIGIO STAGNERÒ

Un empleadillo que llevaba puesto un guardapolvo ceñi­


do a la cintura, gritó e n tre las m áquinas, con voz afem inada:
— ¡El 3 6 ! . . .
— ¡El 3 6 ! . . . — dijo un obrero, rudo y alto como un gi­
gante. Y en seguida v arias voces repitieron por los distintos
lugares de la fundición:
— ¡El 3 6 ! ... ¡el 36! — E ra una barahúnda. La alga­
rab ía estrepitosa del hierro sacudido, m achacado, retum baba
en el amplio recinto como una carga de g rito s m etálicos que
ensordecía.
C orrían las zorras, con su rodaje ronco, cargadas de
m ate ria l; resoplaban los m otores, bufaban las válvulas y la
m aquinaria, con sus mil piezas, producía un traq u eteo con­
tinuo, seco y rasan te, como golpe de cuchilla.
Aquí y allá bram aban las fra g u a s en plena labor. Lla­
m aradas anchas y sucias, llam aradas lím pidas y sutiles, co­
mo puñales, em ergían de la hoguera, corrían, se arqueaban
y caían como serpentinas de oro. Y un resplandor intenso,
un resplandor de bronce, b ruñía los cuerpos recios de los
forjadores.
En todas p a rte s se oía el choque b ru ta l del hierro con­
tr a el hierro. Sobre el yunque sonoro, las b a rra s candentes
se i*etorcían como culebras rojas.
— ¡E l 36! ¡E h ! ¡ 3 6 ! ... ¿no eres t ú ? . . .
—S í . . .
—Te llaman de la Gerencia. — Remigio S tagnerò dejó
caer el m artillo, pasó su m ano encallecida por la fre n te y
quedó pensativo, anim ado por un cruel presentim iento. Más
o menos sospechaba lo que hab ría de pasarle.

A fin de facilitar la lectura del cuento, nos hem os perm itido in troducirle
pequeños cortes, asi como dividirlo en capitulos breves,
El día an terio r, por la tard e, había tenido un altercado
con el hijo de uno de los dueños de la fundición, un mozal­
bete engreído, que sólo pasaba por los talleres con el único
fin de hacerse ver. El hecho ocurrió así:
Pasaba el infatuado con uno de los capataces, m irando
hacia todos con un aire tan im pertinente que daba ganas de
m andarle con un tornillo por la cabeza. Al llega!- a la to r­
nería se detuvo y echó la m ano al bolsillo de los cigarros.
Como se hallase con la cajilla vacía, sacó de su chaleco una
m oneda de cincuenta centésim os y dirigiéndose al obrero
m ás próximo, que era Remigio, le a rro jó el dinero, dicién-
dole con un re tin tín insufrible:
—“ ¡ C h e ! ... traem e cigarrillos” . — Remigio, que estaba
m uy abstraído, lim ando una m elladura, no entendió, al p rin ­
cipio. — “Que me tra ig a s cigarrillos. ¿ E s tá s sordo?”
— “ Ahí tienes el dinero" agregó el capataz, indicán­
dole el sitio donde estab a la moneda.
Pero Rem igio no se movió. Al verse tuteado de tal modo,
por una persona a quien sólo conocía de vista y que, no o b s ­
ta n te , le m anifestaba un desprecio tan injustificado, uxpcri
m entó una g ran hum illación. Sintió vergüenza, rabia, un ca­
lor in te rio r que se expandía por la piel y le quem aba el
rostro. Sin em bargo, logró dom inarse y dijo con alguna tr a n ­
quilidad:
— “ No voy” . ..
— “¿Q u é?” . . . — preguntó el arro g an te, cual si hubiese
recibido un insulto.
— “ No voy” . . . — tornó a decir con firm eza. El capataz
in te rv in o :
— “ ¿Qué es e s o ? " ... "¿C óm o?” . . . — Pero el petulante
le hizo callar.
— “ Déjemelo a m i". — Y dirigiéndose a Remigiy, iyn-
tinuó: *
— “¿V as o no v a s ? . . . ”
— “ No” .
—“Muy bien. Ya se a rre g la rá todo". Y soltando una
carcajada burlona agregó: “ ;J á , j á ! . . . ¡la pretensión de los
m uertos de h a m b re !”
Aunque Remigio sólo tenía diez y siete años, estuvo a
punto de sa lta rle al cuello, igual que un tig re. P ero se con­
tuvo. El fu ro r le había trab ad o la lengua. Recogió la m oneda
y arrojándosela con fiereza a los pies, dijo tartam u d ean d o :
— “ Mucho peor es la pretensión de los harag an es".
Se m iraron una vez m ás, fre n te a fre n te. Después se
separaron.
Cuando fu e a su casa, Rem igio no dijo una palabra
sobre el incidente de la tard e. Su herm ana lo halló algo serio
y retraído. Cenó poco y a las nueve de la noche ya estab a
acostado. No podía q u ita rse la idea que, al otro día, se ven­
garían de él, haciéndole perder el tra b a jo .
Pero la m añana siguiente tra n sc u rrió sin que nadie le
m encionase el suceso de la víspera. E sto le tra jo alguna
confianza y perm aneció tranquilo. H a sta se im aginó que todo
quedaría en nada. Y al mediodía, cuando llegó a su casa para
alm orzar, abrazó y besó a su herm ana.
Pero de tarde, al ser llamado, cuando ya empezaba a
olvidarse de su asunto tan enojoso, comprendió que sus sos­
pechas eran fundadas. Le invadió una gran inquietud. La
idea de que sería despedido de una casa donde hacía m ás
de un año se ganaba el pan, le dejó sin aliento. Lo hubiera
preferido todo, menos eso. T rató de reanim arse y empezó a
andar, hacia la Gerencia. Algunos com pañeros le m iraban
al p asar y él les sonreía estúpidam ente, sin sab er p ar qué.

Cruzó los escritorios, ojeando con desconfianza y cuan­


do llegó a la Gerencia, le habló a un empleado, en voz b aja.
—Soy el 36. Vengo porque me m andaron buscar.
— Un m omento — dijo el empleado, desapareciendo por
una p u ertita.
Remigio no tuvo que esperar mucho tiempo. Un in stan te
después, volvió el mismo individuo, quien le dijo:
—E n tre . — Rem igio obedeció. Un hom bre de barba, sen­
tado an te un g ran escritorio de caoba, revisaba en unos li­
bros enorm es. E ra un señor grandote, rubio, que llevaba an ­
teojos, con engarce de oro.
Pasó un m inuto, d o s ; pero el gerente 110 le había m irado
aún. Quizá no le h a b ría visto llegar. E stuvo por toser, por
decirle: — “ ¡S eñor!” . . . — pero no se animó.
Se hallaba ta n turbado, que, por m om entos, se olvidaba
de todo. Le causaba adm iración profunda el lujo de la habi­
tación. O bservaba las pesadas colgaduras de “ pelouche” rojo,
que caían a plomo desde las cornisas; los m uebles amplios y
severos como pianos; el piso mudo, ahogado bajo una alfom ­
b ra escarlata; la e stu fa regia de pared, con su enchapado de
m árm ol; la a ra ñ a deslum brante, de form a complicada, que
pendía en el centro de la sala; la caja de hierro, cerrada como
un secreto. N unca había visto nada parecido. Tuvo miedo de
ensuciar con su ropa, de m anchar con sus dedos. P or pruden­
cia se separó de una biblioteca que tenia a su lado. Y an te
aquella m anifestación de riqueza, involuntariam ente, pensó
en su cu artito . Vio su cam a, su arm ario d estartalado, la p a ­
langana de lata donde se lavaba y la b a rra de jabón de potasa.
E n este in sta n te , el g eren te habló.
— ¿Q ué d e s e a ? .. . — El señor había levantado su cabeza
y m o strab a su cara, de tez m uy blanca, ojos grises, y peque
ñitos como cuentas. Tenía el aspecto de una buena persona
acostum brada al m ando.
— Yo, s e ñ o r ... había v e n id o ... p o r q u e ... Se sentía
m ás cohibido, no sabiendo qué responder -yo soy el ¡1(5...
—E n efecto: le había m andado a buscar a usted. A yer
ocurrió algo m uy feo: se ha relajado la disciplina del estable­
cim iento. E sto constituye una fa lta gravísim a. Por lo tanto,
yo me veo obligado a despedirlo a usted.
Remigio palideció, le flaquearon las piernas y tuvo la im­
presión de que todo daba vueltas en redor de él. Tenía la
certeza de que le estab a ocurriendo una desgracia. Ju n tó to­
das sus fuerzas p ara decir balbuceando:
—S e ñ o r ... yo tenía r a z ó n ... — El geren te fruncióle)
ceño y dijo con.sequedad:
— No se adm iten observaciones. — El m uchacho no tuvo
ánim o p a ra m ás. H abía echado el cuerpo hacia adelante y
se apoyaba inconscientem ente sobre el respaldar de un sofá,
suplicando con sus ojos cándidos, sintiéndose solo, pobre, des­
am parado.
Medió un nuevo silencio e n tre los dos. Luego, el señor se
sacó los anteojos y m ie n tra s lim piaba los vidrios con un pa­
ñuelo m uy blanco, le dijo benevolente y h a s ta con cariño:
— Yo lam ento mucho, pero m u c h o ... — se detuvo de
pronto y p reguntó:
— ¿Cómo se llam a usted?
— Stagnerò — respondió Rem igio, con la voz tem blorosa.
— ¡A h ! . . . S ta g n e rò . . . s i . . . — Hizo una pausa y agre­
g ó: — Como le decia, es lam entable, sobre todo tra tán d o se
de un obrero como usted. La disciplina es una cosa m uy de­
licada, amigo Stagnerò, pero m uy delicada. Se le disculparía
cualquier falta menos esa. No se debe responder a un supe­
rio r como usted le respondió. — Remigio quiso h ab lar p ara
decirle que había sido objeto de un u ltra je inm erecido; pero
el señor no lo consintió.
— Sí, s í . . ya sé lo que me d irá u s te d . . . quizá ten g a ra ­
zón, pero con t o d o .. . — En este m om ento entró un emplea­
do, dejó sobre el escritorio unas notas y salió sin h a b e r dicho
una palabra, El g e re n te continuó:
— Teniendo en cuenta sus buenos antecedentes, lo único
que yo podría hacer por usted es conservarlo en el puesto,
pero siem pre, —es claro— que usted pidiese al h ijo del señor
Barboza las disculpas del caso.
Rem igio se irguió de pronto y clavó en su interlocutor
una m irada despavorida.
— S í . .. — prosiguió— es necesario, es absolutam ente ne­
cesario. ¿Lo h a rá usted?
El m uchacho había perdido la tim idez. Firm e sobre sus
piernas, el busto dilatado, la cabeza en alto y el ro stro en­
cendido, violento, como bajo el resplandor de una fragua,
estaba bello, poderoso, invencible. P arecía la salud, parecía
la fuerza. Quiso hablar, m as no pudo. Entonces, m ostrando
todos los dientes, dijo con la cabeza:
— No.
El geren te comprendió. No era é ste una persona mala.
A ntes bien: bajo aquel aspecto de individuo áspero y poco
am igo de palabras, se ocultaba un n atu ral bondadoso y siem ­
pre .que podía salvaba a sus obreros.
A nte la a c titu d de Remigio, se puso de pie y apoyándose
con sus brazos sobre el escritorio, le dijo con calm a:
Vea usted que es necesario. Si el hecho no hubiese ocu­
rrido a n te testig o s; si los dem ás obreros ignoraran lo que
ocurrió e n tre ustedes dos, todo se arre g la ría fácilm ente, por­
que la v e rd a d . . . la razón e stá de su parte. Pero las cosas
han pasado de un modo m uy distinto. P or lo tan to es necesa­
rio que los dem ás sepan que usted ha quedado cesante o que
usted ha dado una satisfacción al hijo del señor Barboza.
— N o ... — repitió Remigio con la m ism a terquedad.
— Lo exige el orden del establecim iento. No todos en­
tienden bien las cosas. Yo sé que usted es incapaz de una
fa lta de respeto; pero, en cambio, hay otros q u e . . . No, no,
esto es delicado. .. S ta g n e r ò .. . es delicado. Decídase usted.
— No — exclamó por tercera vez.
— Entonces, e stá usted despedido — dijo el gerente de­
jándose caer sobre el asiento— . Quedaron callados, m irán ­
d o s e ... Luego Remigio le hizo un saludo y se dirigió len ta­
m ente hacia la p u erta. Cuando estaba por salir, volvió a oír
la voz del g e re n te:
— No lo olvide usted. Piénselo bien: si se decide a d a r
una explicación, aquí siem pre h a b rá tra b a jo para usted.
— M uchas g racias — contestó. Y saliendo de la (le ren d a ,
siguió por los escritorios andando con lentitud, gacha la fren­
te, agobiado por el desaliento, y a m edida que pasaba, los
empleados iban levantando la cabeza y le m iraban en silen­
cio, graves, respetuosos, como si algo sagrado fuese con el
obrerito.
Remigio dejó la fundición a las cinco de la tarde, es de­
cir, una hora antes que de costum bre. O rdinariam ente hacía
a pie el tray ecto que media en tre las calles Juncal y Cerro
Largo, y Cerro Largo y Yaro. Pero esta vez, en lu g ar de se­
g u ir p ara su casa en derechura, subió por Juncal h a sta la
Plaza Independencia.
Al e n tra r en la avenida 18 de Julio, se escapó m ilagrosa­
m ente de que un autom óvil se lo llevara por delante. El
“ ch a u ffe u r” , irrita d o le g ritó :
— ¡ Eh ! . . . ¿estás so rd o ? . . .
Remigio hizo con los hom bros un m ovim iento de des­
dén y continuó andando.

— 10 —
Su estado m ental era muy raro. Parecía haber perdido
la conciencia de todo cuanto acababa de pasarle. Sólo de vez
en cuando, como esos relám pagos que cruzan los cielos bo­
rrascosos, así cruzaba por su cerebro la idea de que había
perdido el tra b a jo . E xperim entaba entonces una fu e rte sacu­
dida y cerraba los ojos como si con ello lograra am o rtig u ar
la violencia del choque interior.
Si para un hom bre hecho ya, es fu e rte y desconcertante
la pérdida de un empleo, p ara Remigio, esto tenía el carácter
de un verdadero dram a.

Desde la m uerte de sus padres, la fam ilia había quedado


reducida a ellos dos: él y una herm ana suya, llam ada P au ­
lina, m ujer de unos tre in ta años de edad.
Y aquí empieza la h istoria de este m uchacho silencioso,
porfiado, de una voluntad heroica. Paulina era enferm a. E s­
tab a dotada de una constitución m uy débil y cualquier es­
fuerzo la agotaba. Los médicos le habían aconsejado m uchas
cosas que ella no podía hacer: que no tra b a ja ra , que se es­
tuviese quieta, que se som etiera a un régim en de alim enta­
ción. Todo esto, al principio fue imposible. Lo que ganaba
Remigio apenas si alcanzaba para p a g a r la m ensualidad que
im portaba el alquiler de la pieza que ocupaban en la casa de
inquilinato de la calle Yaro. Paulina, pues, ap u rad a por la
realidad, tuvo que descuidar su salud. Cosía de m añana o de
tarde, cuando podía, haciendo la jornada, de ra to en rato,
deteniéndose si se sentía atacada por la fiebre o la fatig a.
Y cuando por las tard es, después de haberlo dispuesto todo,
esperaba la vuelta de su herm ano, su cuerpo tenía un aspec­
to tris te y m ustio como una rosa caída.
Remigio llegaba siem pre sudoroso, jadeante, cubierto de
polvo. Con él, parecían e n tra r la alegría, el m ovim iento, el
vigor. Después de b esar a su herm ana se lavaba y aseaba su
ropa, m ientras ella servía la m esa. Luego cenaban.
E ra éste el m om ento m ás intim o de los dos. Em pezaban
por hablar de los asuntos diarios, de lo que habían visto u oído
y se referían esas m inucias con g ran cariño, sintiéndose fe-

— 11 —
lices de perm anecer ju n to s. E ra entonces cuando recordaban
a los m uertos. N unca fa lta b a un pretexto. Y como Paulina
era m ayor, contaba a Remigio m uchas cosas de sus padres.
E ste escuchaba, boquiabierto, emocionándose con los rela­
tos, sintiendo a su vez encenderse en su m em oria recuerdos
de escenas vagas, confusas, que habían ocurrido ha m ucho
tiem po.
Una tard e, al volver Remigio del tra b a jo , encontró a su
herm ana b a sta n te mal. Tenía el ro stro profundam ente páli­
do y una som brica de m uerte le llenaba las ojeras. Cuando se
dispuso a serv ir la m esa él no lo perm itió.
— Yo lo haré, deja, yo lo h a r é . . . — Pero no cenaron.
T ra ta b a ella de comer con el único fin de no inq u ietar a
Remigio, pues siem pre habíale ocultado sus desfallecim ien­
tos. Mas era una precaución inútil. Hacía dos días que Rem i­
gio venía notando el decaim iento de Paulina, pero callaba por
no alai-marla. No obstante, al verla así, tan tris te , dijo sin
poderlo rem ediar:
— Tú no debes tra b a ja r, Paulina.
— ¿ Por qué ?. . . — preguntó, haciendo esfuerzos por
sonreír.
— No debes tra b a ja r, porque. .. ¡b ah !. . . porque me pa­
rece que te hace mal.
—N o ... hoy, no m á s .. . Me cansé y eso es to d o .. . —
Paulina m entía y él sabia que estaba m intiendo. Por eso, sin
d e ja r de m irarla, le dijo con brevedad:
— Es necesario que te cuides.
— Yo me cuido.
— Pero no es bastan te. — E sta escena ocurría un lunes.
T res días después, al ra tito de cenar, Remigio, an te la n a tu ­
ral sorpresa de su herm ana, se puso el som brero con ánim os
de volver a salir.
—¿Y a dónde vas tú ?
— Al biógrafo, a tra b a ja r.
— ;. A t r a b a j a r ? . . . ¿qué estás d ic ie n d o ? .. . — EÍitdhpes
le contó. El señor de la fábrica donde tra b a ja b a como ap ren ­
diz le había recom endado a un amigo suyo, dueño de un cine.
Y lo habían adm itido en carácter de acomodador, con una
asignación m ensual de quince pesos.
— De modo que ya v e s . . . —prosiguió— diez de día y
quince de noche, hacen veinticinco pesos por mes.
— 12 —
— ¡ Pero R em igio! . . .
— No hay Remigio que valga. Sólo te exijo una cosa: no
quiero que toques esta m áquina de coser ¡.Oiste b i e n ? ...
no quiero.
— ¡P ero m u c h a c h o !... ¿cómo es posible que tú tra b a je s
de día y tra b a je s de noche?
— ¿Y qu é?. . . ¿P iensas que me h a rá m al? No hay ta re a
que me m ate. Soy como un ñ a n d u b a y .. . — Pero Paulina no
tra n sig ía . E stab a emocionada. El acto de su herm ano acaba­
ba de producirle el efecto de una caricia. Sintió un repentino
b ien estar y se hubiera echado a sus pies, ag radecida; pero
no aceptaba. Se acercó a él, le pasó un brazo por el cuello y
le dijo sonriendo con dulzura:
— E res m uy chico. Remigio. No quiero ese sacrificio. —
Pero éste le contestó en un tono resuelto.
— No me im porta que no quieras. Ya está todo hecho.
H asta luego. .. — Paulina intentó detenerlo:
— Pero m ir a . . .
— No tengo nada que m i r a r ... ¡ A h ! . . . — dijo volvién­
dose— me pones la llave bajo la p lan tita de la ventana. H as­
ta luego. . . — y salió, casi corriendo.
Paulina lo llamó de nuevo, fue h a sta el corredor, pero
ya no lo encontró. E ntonces volvió al cuarto, recostóse sobre
su cam a y quedó pensativa largo rato. Luego apagó la luz
eléctrica y encendió un pequeño velador de aceite. Oyó dar
las diez, las once, las doce. ..
En un rincón de la pieza semi oscura, había un reverbero
e n c e n d id o ... La leche iba calentándose en una cacerolita
azul. Todo era difuso en la habitación adorm ecida en una g ran
quietud. Sólo se oía el pulso invariable del d espertador: tic ­
tac, tic -ta c . . . G randes som bras que proyectaban los muebles,
de abajo a rrib a, subían por las paredes h a sta el techo. E ran
form as ra ra s, caprichosas y que, sin em bargo, im presionaban
por el c a rá c te r hum ano que había en alguna de tellps. De la
cornisa de un arm ario, salía una cabeza espantosa, ¿asi, sin
fren te, ó rb itas hundidas y una nariz feroz, igual que un pico
de ave de rapiña. P arecía la obra de un d ib u jan te diabólico.
Y bajo el resplandor lacrim oso de la lam parilla, resplandor
opaco y sangriento, se destacaba la cabeza de Paulina, echada
hacia a trá s , sobre el respaldar del sillón, con su ro stro pálido,
su ro stro inquieto, su ro stro de ansiedad.
— 14 —
Remigio, pues, a los catorce años, hizo cara a la vida.
T rab ajab a a destajo, en cualquier p arte, en cualquier cosa.
Y lo hacía con entusiasm o, movido por el afán de reconquis­
t a r la salud de su herm ana.
De día ten ía una ocupación fija en un establecim iento
donde se encuadernaban libros, pero de noche, por una causa
o por o tra , cam biaba a menudo de casa y de tare a. En el
biógrafo estuvo tre s meses. Luego lo tom aron en una cerve­
cería. donde servía los “chopps” y lavaba vasos. Y llevaba
esa vida nocturna, hoy aquí, m añana allí, ganando reales que
se pagaban después de so ltar el tra b a jo , pero que, g u a rd a ­
dos, form aban al final de cada mes una sum a de pesos que,
bien empleados por su herm ana, alcanzaban para salvar los
m omentos m ás difíciles.
Al principio, P aulina, en vez de m ejo rar había empeo­
rado. Pero luego, bien fu era por los cuidados incesantes de
Remigio, bien porque su organización había- sido capaz de re ­
sistir al mal, empezó a te n e r voluntad, se hizo m ás alegre,
perdió la palidez y al cabo de un año parecía curada. E nton­
ces in te n tó volver a tr a b a ja r p ara que su herm ano dejase
su ocupación nocturna.
— Que n o . . . te digo.
— Pero, m ira, Rem igio; ¡si yo ya no tengo nada! ¿Cómo
es posible que tú lo hagas todo?
— No, no y n o . ..
— ¡ V a y a ! .. . no seas terco. A mí me duele mucho esto.
H as hecho b a sta n te por m í . . . a h o r a ... — iba a proseguir;
pero su herm ano se enojó y cuando se enojaba parecía un
loco. Calló por no irrita rlo más.
Pasó un tiempo. Llegó la Nochebuena y m ien tras cena­
ban, Paulina dijo a Rem igio:
— ; Qué pena que no puedas q u e d a r te ! ...
— ¿ E s c ie r to .. . pero ¡bah!... — y se encogió de hom bros.
— Hoy es N o c h e b u e n a ...
Remigio quiso sobreponerse, como siem pre, pero e sta vez
estuvo flojo. P or poco se le escapa: “ ¡D esearía q u ed arm e!”
No lo dijo con la boca; pero lo expresó con la cara a p esar
suyo.
Se sentían tris te s . A fuera, en la g ran casa de inquilinato,
se oía la fiesta. Música de g u ita rra s, de mandolinos, cancio­
nes a m uchas voces, risa, algazara. Sólo ellos dom inados
por una m ism a pena, perm anecían silenciosos. Comieron sin
apetito.
— H a sta luego.
— H a sta luego.
Al quedar sola, P aulina volvió a p ensar en el modo de
h allar un medio que evitase a Remigio el tra b a jo nocturno.

E sa noche, las horas pasaron lentas, pesarosas. Le cau­


sab a una desazón áspera la alegría general del conventillo,
que llegaba h a sta su p u e rta como una burla.
Remigio volvió m uy ta rd e : después de la una. E n tró lle­
vando un paquete en cada brazo. E stab a agitado y tenía en
todo su cuerpo esa expresión de fuerza que el tra b a jo desata
en los seres. Hizo prender a su herm ana la luz eléctrica y de­
jando los envoltorios sobre la m esa, empezó a hablar.
— ¡C uánta g e n t e ! ... N unca hubiese sospechado que se
tom ara ta n ta cerveza. ¡F ig ú ra te que me pusieron de mozo!
¡Qué o c u rr e n c ia !... Yo me atolondré, esa es la v e r d a d ...
C orría p a ra un lado, corría p a ra el otro. Todos me llam aban
a la vez y se enojaban si no los servía ligero. En una de esas,
se me cayeron al suelo cu atro “chopps” , todo por culpa del
jefe, que se h ab ia em peñado en que llevase de a quince
“chopps" ju n to s. Im agínate, t ú . .. ¡yo, con quince vasos lle­
nos de c e rv e z a ! .. . ¡Si apenas podía! . . . Me iba p a ra ade­
lan te y le ensucié a una m u je r el vestido. E ntonces se arm ó
un alboroto y casi todos se reían, porque ella se había eno­
jado. A mí me dio fastidio y le pedí al je fe que nrfe pacara,
porque no servía p ara esa ta re a , pero él me alentó: — ‘íüiga,
siga que va bien; no se a su ste por tan poca cosa." Adem ás
del jornal he ganado quince reales en propinas. Salí poco me­
nos que bailando. Y ahí tie n e s; no me ha ido m a l .. . — dijo
sacándose el saco.

— 16 —
—¿Y qué tra e s a q u í ? ...
Remigio, que había visto la cacerolita azul donde se ca­
lentaba la leche, p ro te stó :
— No, n o . . . ¡nada de café con leche, h o y ! ... abre a h í. ..
Y señaló los paquetes. En uno de los envoltorios venían
dos m edias botellas de sidra espum ante; en el otro, un pan
dulce, tu rró n y castañ as asadas.
— ¡Pero! ¿qué has hecho, m uchacho? — decía Paulina.
— ¿Y q u é ? .. . com pré e s o .. . las propinas me lo dieron.
A comer, pronto. ¿Q ué? ¿ E s tá s dorm ida? T rae vasos.
P aulina sintió nacer una alegría tan grande que abrazó
a su herm ano.
—E res un loco. . .
Remigio destapó las botellas con g ran ap arato , porque
ella ten ía miedo que el tapón le lastim ara la cara. Y comie­
ron del pan, del tu rró n , de las castañ as y bebieron del vino
toda la dicha, toda la dicha que hay en un vaso de vino, cuan­
do él rep resen ta un in sta n te de am istad profunda. M ientras
tanto, hablaban y hablando pensaron en el porvenir.
— M ira — decía P aulina— no es ta n difícil como tú su­
pones. Hoy averigüé que el hijo de doña M atilde g an a en la
fundición ochenta centésim os diarios. Y tiene m ás o menos
tu m ism a edad.
— Y con eso ¿ qué ganam os ?. ..
— Que si tú lograses tra b a ja r allí o en una casa parecida,
no ten d rías necesidad de tra b a ja r de noche.
— ¿ Y cómo ? . . .
—Ju stam en te. A hora, con las dos ta re a s ganas veinti­
cinco, veintiséis pesos por mes. Si consiguieras un jo rnal de
ochenta centésim os, tendríam os m ás o menos la m ism a can­
tidad y podrías dedicar las noches a lo que quisieras. ¿No
te parece bien ? . . .
Remigio parecía reflexionar.
— Veremos, v e re m o s .. .
— Y adem ás — agregó poniéndose seria— me sacas a mi
e sta preocupación. Me es doloroso v e rte convertido en un es­
clavo. No, no quiero que esto p ro sig a . ..
— Bueno, después verem os. Dejemos este asunto ahora.
Oyes cómo bailan ? . . .
En efecto. Desde una de las piezas cercanas llegaban los
compases de un vals m uy movido, alígero, bailado al parecer
— 17 —
por m uchas p arejas. Tam bién se oía un coro voceado por hom ­
bres y m ujeres,
—¿T e g u sta la m úsica, P a u lin a ? ...
— Ya lo c r e o ... ¡Si estuviera p a p á ! ... P apá tocaba la
c íta ra , esa que está ahí g uardada.
— Y tú la tocabas tam bién.
— ¡ A h ! ... pero m uy poco. Algo que él me había en­
señado. *
— ¿A v e r ? . . . T o c a ...
Paulina se levantó y se dirigió al arm ario.
— Pero no va salir nada. Le faltan cuerdas.
— No im porta — repitió— aunque sea a l g o ... quisiera
o írte tocar.
— A m am á le g ustaba mucho oír— dijo volviendo con el
instrum ento. — ¡C uántas veces se pasaban los dos, horas y
h o ras!. .. ¡Y t ú ! . .. ¡U f!. .. eras chiquito así, y te quedabas
con la boca abierta, sin pestañear. “Quiero la m uca” — de­
cías— “quiero la m uca". — Se había sentado y pulsaba con
sus dedos torpes las cuerdas m etálicas de la cítara.
— ¡Qué lindo! — dijo Remigio palm oteando. ¡Qué lin­
d o ! . . . ¿V am os a c a n ta r? . ..
Paulina sonrió.
— ¿A c a n ta r q u é ? . . .
— U na canción. .. ¿no sabes a lg u n a ? .. .
— ¿ A lg u n a ? .. . quizá me a c u e r d e .. . e s p e r a .. .

Tocó unos acordes, sim ples, fáciles y comenzó a ca n tu ­


rre a r en voz baja, m ientras buscaba en la m em oria alguna
canción olvidada. Tocaba con dificultad porque no tenía púa,
y adem ás, porque sus dedos, faltos de práctica, no obedecían.
— Aquella canción, Paulina, aquella del m a r . ..
— ¡ A h ! . . . ¿la b a r c a r o la ? ... ¿Te a c u e r d a s ? ... ¿A
v e r? . . . Se detuvo un in stan te, entrecerró los párpadcys y .fijó
su m irada en el vacío. Se acordó. Un sonrojo tenue cubrfó'su
ro stro de una g ran vivacidad. Empezó a c a n ta r a media voz.
m ientras sus dedos buscaban, en tre las cuerdas, el ritm o on­
dulante de la barcarola.
“ ¡Qué tris te es el ser m arino!
¡ Qué tris te es el navegar
— 18 —
siem pre a m erced del destino
como un ju g u ete del m a r!”
Remigio escuchaba embebecido. Tam bién él tenía su ca­
ra cubierta por un resplandor rosado. H abía escuchado a su
herm ana, agitado por la emoción, cerrados los ojos, recosta­
do sobre la m esa. El canto producía en su alm a un efecto do­
ble. La belleza de la m úsica con su ritm o de m ar, la m elan­
colía del verso, tris te y añorante. Además, ¡cu án tas cosas
aparecían en su m ente, cuántas escenas ocurridas ha tiempo,
en vida de sus p a d re s ! ¡ Y él que ya no se a c o rd a b a ! . . . P a u ­
lina seguía cantando:
“ ¡Qué rudo zum ba el pam pero!
¡Con qué fu ria bram a el m ar!
Chilla con rab ia el velero
pronto las velas a izar.”
M ientras tan to , en las piezas vecinas, el baile parecía h a­
ber cesado. No se oía tampoco ese bullicio alocado que llenaba
los patios y corredores. E ra ya ta rd e : serían las dos de la
m añana. La gente, cansada quizá, habíase callado, poco a poco.
Rem igio se había puesto a c a n ta r, acom pañando a P a u ­
lin. Las dos voces, enternecidas, m odulaban con dulzura, de­
jándose llevar, cual si se m ecieran sobre los com pases de la
cíta ra . A veces, cuando el canto se hacía m ás sentido, los
herm anos se m iraban. Todo el cariño, toda la profunda e sti­
mación que los m antenía unidos, aparecía entonces en los
ojos, en un destello sereno, prolongado, un fulgor inefable,
suave, como el fulgor de los a stro s en la noche.
"¡ Orza, orza, o rz a . . .
orza!, g ritó el capitán, *
que espera en tie rra el m arino
sus pesares m itig a r” .
Siguió aun o tra e stro fa y después de unos cuantos com­
pases de la cítara, la canción quedó term inada. Entoiyee^ en
el patio, explotó una salva de aplausos. E ran los vecinos, Ibs
que estaban bailando, los que cantaban m ás lejos, los que g ri­
taban, los que reían. H abía sido atraíd o s desde distintos lu­
g ares del conventillo, llevados por aquel canto.
— ¡ B r a v o ! .. . ¡ B ie n ! .. . — Los aplausos se prolongaban.
Remigio y Paulina quedaron desconcertados an te aquella

- 20-
m anifestación ruidosa, com pletam ente inesperada. Ella invo­
luntariam en te se había puesto de pie, y m iraba hacia la puer­
ta. Remigio observaba en la m ism a dirección, haciendo visi­
bles esfuerzos por com prender lo que ocurría.
— ¡ B ra v o ! . . . ¡ o tra , o tra canción! . . .
— Nos aplauden — dijo Remigio, ruborizado.
Entonces, Paulina abrió la ven tan ita, asomó su cabeza
por en tre las hojas de las plantas que llenaban el cuadro, y
sonriente, feliz, con la vocecita cálida aún, dijo enternecida:
—¡ M uchas g ra c ia s ! . . .
U na nueva salva de aplausos retum bó en la noche.

Tres m eses después, Remigio habia conseguido e n tra r en


la fundición de la calle Cerro Largo. Al principio, sólo pa­
gaban cuarenta centésim os por día, pero luego, debido a su
ap titu d para el tra b a jo , le fueron aum entando progresiva­
m ente h asta llegar a una asignación de un peso con diez cen­
tésim os por jornal. Accedió Rem igio a los ruegos de Paulina,
y fue entonces cuando abandonó la ta re a nocturna. Así pasó
un año. Vivían tranquilos, al am paro de un bienestar relativo
El, engolfado en su ta re a y dedicando las horas que ten ía li­
bres al estudio y a la lectura de buenos libros; ella ocupada
en los quehaceres dom ésticos y prodigándose en atenciones
p ara con el herm ano, por quien experim entaba un gran c ari­
ño y una gran adm iración. Un dia, m ientras cenaban, Re­
migio se sintió tan cuidado por su herm ana, tan querido, tan
mimado, que le dijo sonriente:
— ¡ M a m ita ! ¡ Qué comida m ás rica has hecho h o y ! . . . —
A nte esta ocurrencia tan espontánea, Paulina soltó una c ar­
cajada ju g uetona y tra v iesa y tom ando una sei’villeta la a rro ­
jó sobre Remigio. Y la servilleta, m uy blanca, abriéndose, ca­
yó leve, incierta, como el pétalo de una enorm e flor.
— Serem os felices, P a u lin a .. . ¡nada nos f a lta r á !. . .
¡ A h ! ... ¡Qué lejos estaba de suponer entonces lo que
acababa de ocurrirle. ¡Sin tra b a jo é l ! . . . H abía llegado h a sta
la Plaza Cagancha y se sentó en uno de los bancos. Seguía
dominado por el m ism o estado de atontam iento. Cerca suyo
jugaban algunos m uchachos. P asó el tren cito tira d o por car­
neros y se detuvo un poco m ás allá. Recordó que. cuando m uy
— 21 —
chico, su m adre le tra ía a la plaza, por las tard e s y él se di­
v e rtía m uchísim o, prendido del freno, m ientras azuzaba a los
carneros, rem olones y perezosos como bueyes. Pero tra s este
recuerdo am able apareció la realidad: — “ No tienes trab ajo ,
no tienes t r a b a j o ! .. ¿Como c o n tá rs e lo ? ... Tuvo un e stre ­
m ecim iento intensísim o y agarrándose la cabeza con am bas
m anos, se sacudió en el banco. No había pensado en eso y le
tom aba de sorpresa, le llenaba de miedo. Hizo un esfuerzo,
se puso a pensar, a reflexionar. El cerebro no le obedecía.
¡ A h ! . . . ¡si él tu v iera m ás edad; si tu v iera veinte a ñ o s ! ...
•— Entonces, una sirvienta, que había ocupado un asiento en
el m ism o banco, se le acercó diciéndole:
— Oye, m uchacho. ¿Q ué t i e n e s ? ...
Rem igio se volvió hacia ella sin contestar.
— Sí, ¿qué t i e n e s ? ... prosiguió la m ujer. — ¿ E s tá s en­
ferm o?
— No, yo n o . . .
—Sin em bargo, estás s u fr ie n d o ...
— N o . . . no tengo nada — contestó— no tengo nada.
Miró en torno y al sen tirse observado, tuvo vergüenza
Dejó el banco y empezó a cam inar hacia afu e ra , siem pre por
la Avenida. Se rep resen tab a a su herm ana esperándole, risue­
ña, con la cena p rep arad a. ; Si al menos lo sospechase, si ella
lo com prendiese t o d o ! ... P ero de pronto tuvo una idea. El
no d iría nada, no, nunca. M entiría, era preferible m entir.
Cruzaba en este m om ento por la Plaza A rtola, en direc­
ción a Colonia y le había parecido tan buena su idea que, casi
sonriente, se detuvo ju n to a un banco, respirando con alguna
libertad. E ra como si en él, repentinam ente, hubiese cesado
un g ran dolor físico.
Más anim ado, continuó andando. Siguió por Colonia, con
la intención de b a ja r por Yaro. E ra n las seis y veinte.
Sí, sí, callaría, ni una palabra. E ra lo m ejor. JiejP P 0
ten d ría para arreg larse. De otro m odo. . . i. cómo era posible
que él le d ije ra a su h e rm a n a: “ ¡ E h ! . . . P a u lin a ... estoy sin
tra b a jo y, m ie n tra s yo esté cesante, ten d rá s que tra b a ja r,
porque tú no eres persona de quedarte con los brazos cruza­
dos. Y si tú tra b a ja s te e n fe rm a rá s". .. ¡A h !. .. ¡No, no, no
es posible !*....
U na rabia súbita se apoderó de él. C erró los puños, se

— 22 —
mordió los labios. No, no le diré nada, nada, n a d a .. . ya en­
con traría ocupación al día siguiente. Y continuó decidido a
callar.
P ero al encontrarse en Y aro y U ruguay, dos cuadras an ­
tes de su casa, le acom etió un desasosiego, un miedo espe­
cial, indefinible. Avanzaba con len titu d y tem ía llegar. De
buena gana hubiese dado un g ran rodeo. ¡Qué doloroso, repe­
tíase, qué d o lo ro so !.. . E sto no me ha pasado nunca.
Al llegar a la calle P aysandú, se paró en la esquina. No
sabía cómo hacer. Temió que llegando más ta rd e que de cos­
tum bre, su herm ana sospechase algo. Entonces se decidió.
Sombrío, indeciso, se dirigió lentam ente hacia la casa de
inquilinato. En el corredor encontró a varios conocidos que
le saludaron sonrientes. El hizo un esfuerzo y tam bién sonrió,
pero el corazón le latía con violencia, y cuando entró a la pie­
za, parecía un culpable descubierto en pleno delito.
P a ra su e rte suya, Paulina no estaba. Llegó un m omento
después, m om ento que él aprovechó para reponerse.
— ¡A h !. . . bandido ¿y a estás a q u í ? ...
Y lo besó con dulzura. El le devolvió el beso y dijo:

En o tra s circunstancias hubiese tenido m uchas cosas que
contarle, porque era m uy ch arlatán y juguetón, cuando se
encontraba con personas queridas. Pero ahora, su lengua es­
tab a m uda y cuando ella le m iraba, él sentía miedo y volvía
los ojos hacia o tra parte.
Y aquella noche, precisam ente, Paulina esta b a m uy ale­
gre. Sirvió la m esa cantando y no cesó de brom ear, m ientras
comían.
Su herm ano hacía grandes esfuerzos por parecer conten­
to. Seguía su conversación y reía cuando ella reía. E sto, al
principio lo creyó fácil, pero luego fue experim entando un
cansancio m oral y los m úsculos de la c a ra se m o straron to r­
pes, indóciles. Empezó a s e n tir un pequeño dolor en la fre n ­
te, un dolor que le b ajaba h a sta los párpados. “ Nunca me ha
pasado esto — repetíase— nunca. .. ¡si ella s u p ie s e ! ...’’ —
Y se sen tía ta n im potente p ara el disimulo. ¡El, ta n fu erte,
tan sano, tan b u e n o ! ... ¿N o sería m ejor que se lo dijese
todo, ahora, m ientras ella lo m iraba ? . . . — Pero al m om ento
se arrep in tió de su intención. ¡ La vio ta n tranqn-il«v-tan fe-

23
l i z ! . . . No, n o . . . eso sería una cobardía. ¡Que sufriese él,
bueno, pero e lla ! . . . No obstante, P aulina, que al fin notaba
algo anorm al en Remigio, le preguntó con curiosidad:
—¿Sabes que e stá s ra ro e sta n o c h e ? ... ¿Te pasa al­
g o ? . . . — El respondió con viveza:
— ¿A m í ? . . . — y abrió mucho los ojos, porque le p are­
ció que con ello convencería a su herm ana— ¿qué quieres que
me p a s e ? .. . ¡Ja , ja , j a ! . . . — y se movió buscando p retex to
para no m o strar la cara. P o r un in sta n te pensó que todo se
había descubierto, pero hizo un esfuerzo suprem o y, cuando
m iró a su herm ana, presentóle el ro stro tranquilo, sonrien­
t e . . . La tem pestad de su alm a estab a invisible, bien aden­
tro. ¡ No la m ostraba por bondad, por o rgullo! . . .
Aquella noche se acostaron m uy tem prano. Remigio da­
ba vueltas en su catre, nervioso, queriendo olvidarlo todo pa­
ra poder dorm ir. Pero dieron las doce y aún esta b a despierto.
Oía la respiración reg u lar de P aulina que descansaba profun­
dam ente.
—Si yo hubiese hablado no e s ta ría tan tra n q u ila — pen­
só— . M añana me lev an taré tem prano, m añana me levantaré
te m p r a n o ... — después, rendido, se durm ió. Y como sucede
generalm ente, cuando el espíritu e stá m al dispuesto, tuvo un
sueño malo. Soñó con una inundación: el agua m uy tu rb ia
llevaba en su m arch a cadáveres y m uebles, a rrasad o s por la
corriente. De pronto oyó la voz de su herm ana que lo llam aba
a n g u s tio s a ... La vio a alguna distancia, haciendo esfuerzos
desesperados por salvarse. El se acercó hacia ella, nadando
con vigor, pero, por m ás que nadaba, no podía acercarse y
Paulina se m oría.
D espertó a las seis y aun no había abierto los ojos, cuan­
do un pensam iento frío y b ru tal le detuvo la respiración:
“ ¡A yer te echaron, a y e r te echaron!” . . . — Se sentó de golpe,
m iró en torno y fue recordando. La verdad se le presentó en
toda su rudeza. La esperanza de que fuese una pesadilla duró
apenas unos segundos. 4
V istióse y se levantó en silencio. Paulina dorm ía aún.
Cuando estuvo pronto, escribió de prisa, sobre el reverso de
un program a de biógrafo: “ A yer me olvidé de decirte que hoy
necesitaba llegar a la fundición media hora antes. H asta lue­
go” . — Y dejó el papel en un sitio bien visible.

— 24 —
Cuando se encontró en la calle, vaciló un m om ento, sin
sab er qué dirección tom ar. ¿A donde iba? No podía decírselo.
Sólo tenia una idea, m etida en su cráneo como un clav o : “ Hoy
tengo que hallar tra b a jo en cualquier p a rte ” . Llegó h a s ta Ce­
rro Lago, subió h a s ta la calle S ie rra y se dirigió por ella,
hacia la Aguada.
E ra una herm osa m añana de Diciembre. Pequeños g ru ­
pos de obreros pasaban de prisa, casi corriendo. Los pitos de
las fáb ricas sonaban aquí y allá, m ien tras grandes bocanadas
de humo, em ergiendo de las chim eneas, ascendían con lenti­
tud bajo un cielo límpido y sereno.
Una g ran cantidad de vehículos ocupaba ya la calzada.
Dos tra n v ías de la com pañía alem ana pasaron, a testad o s de
pasajeros, tra b a ja d o res de los frigoríficos que se dirigían al
puerto.
Remigio andaba algo nervioso. E ra la prim era vez que
se hallaba en unas andanzas ta n críticas. N unca la necesidad
lo había aprem iado con ta n ta insistencia. Sabía, estaba segu­
ro de que, si bien le sería fácil en co n trar alguna ocupación que
le perm itiese g a n a r un poco de dinero, en cambio, le sería
difícil hallar una ta re a que le diese p ara cu b rir los gastos de
la casa.
Al llegar cerca del Congreso, pasó an te una h e rre ría . Se
detuvo, m iró hacia el in te r io r ; pero no se anim ó a e n tra r.
Remigio era tím ido. Carecía de esa desenvoltura que nos
perm ite m anifestarnos con libertad en todas p artes. ¿H ab ría
cosa m ás n a tu ra l que p rese n tarse en una fábrica o a n te un
establecim iento cualquiera y decir con entereza: “ ¿H ay t r a ­
bajo para m í” ? . . . — Porque el que pide tra b a jo , no pide un
fav o r: todo el que tra b a ja da p a rte de su vida p ara los otros.
Remigio lo entendía así, y, no obstante, no podía desprender­
se de una inquietud que le entorpecía la m ente. Vacilaba, no
sabiendo si e n tra r o seguir de largo, cuando le hablaron desde
el taller.
— ¿Qué buscabas, m u c h a c h o ? ... — E ra un señor alto,
grueso, sin duda el dueño. Rem igio entró entonces y quitán­
dose la g orra, dijo todo cortado:
— ¿N o necesitan un tr a b a ja d o r ? .. . — El hom bre lo m i­
ró como si lo m idiera.
— ¿Sabes h e r r a r ? . ..
—No, señor — contestó con franqueza— puedo hacer he­
rra d u ra s.
— No, no n e c e s ito ... Q uería uno que h e rra se o por lo
menos que ayudase al herrador.
Hubo una pausa. Remigio, rápidam ente, pensó que eso
sería fácil de aprender. Con in te n ta r no p erdería nada.
— ¿Y cuánto p a g a n ? ... —preguntó.
— Quince pesos y el alm uerzo.
— ¡ Quince p e so s! . . . — exclamó decepcionado.
— Y el alm uerzo. . . .
i O h ! . . . ¡ qué le im portaba a él el alm uerzo! Quince pe­
sos 110 alcanzaban p ara nada. Se turbó, no sabiendo cómo de­
cir que no. Luego, saludando torpem ente, salió del taller.
Ya en la calle, continuó por S ierra h a s ta A graciada. A
poco an d ar se halló an te una g ran fundición. E n tró , som brero
en mano, y se encaró con el prim er empleado que tuvo a su
alcance.
— Un m om ento — le dijeron. Y tra n scu rriero n quince m i­
nutos, veinte, m edia hora. Remigio comenzaba a im pacien­
ta rse . P asaban los individuos sin m irarle, como si 110 lo vie­
sen. Todo daba la im presión del desorden. Se oía la barahun-
da del hierro, dom inando el establecim iento como una m a­
tra c a form idable.
A burrido, empezó a pasearse igual que un so ld ad ^ cuan­
do está de guardia. En una de esas, tornó a p a sa r el empleado
a quien se había dirigido al e n tra r. A guardó a que éste le
hablara, pero, como viera que seguía indiferente a su pre­
sencia, le llainó:
— S eñ o r. . . — El empleado se volvió:
— ¿Q ué d e s e a b a ? .. . — Remigio repuso, sorprendido de la

— 26 —
poca m em oria de su interlocutor:
— U sted m e dijo que esperara un momento. — El otro
pareció no recordar, pero exclamó de p ro n to :
— ¡ A h ! ... s í . . . ¿U sted buscaba tra b a jo , n o ? . . . Sí,
s í . . . espere un m om ento. . . — y le dejó m irando. Volvió a
hallarse solo, entre los escritorios. E sta b a fastidiado, im pa­
ciente. Le parecía que perdía el tiem po. Se anim ó a m ira r
por las ventanillas. Vio a un hom bre serio que exam inaba
unos libros de caja. — ¿Si me m i r a r a ! .. . — pensó— . El se­
ñor, cual si lo hubiese oído, volvió hacia él los ojos. Remigio
se anim ó y dijo lo que habia dicho al otro empleado.
— Un m o m e n to .. . — respondió. Y tornando a m ira r el
libro, llamó en alta voz:
— ¡F e d e r ic o ! ... — Alguien repitió m ás a d e n tro :
— ¡F ederico!. . . — A poco llegó un individuo m uy flaco,
que usaba anteojos, pecoso, rubio de azafrán. E n llegan­
do, dijo:
— ¿ Me llam aba ? . . .
— Sí. F íjese si hay tra b a jo p a ra ese m uchacho. — E ste
se dirigió a una m esa, tom ó un libro y después de rev isar
unas cuantas hojas, se volvió diciendo:
— H ay dos vacantes en la fundición.
— Y... ¿cuánto p ag an ? — p reguntó Remigio exaltándose.
— Doce pesos — dijo el rubio.
— ¡Doce p e s o s ! ... — m urm uró palideciendo— . Yo gana­
ba un peso y veinte centésim os por día.
— ¿ Dónde ? . . .
— E n la fundición A m ericana. — Y había en su ro stro
ta n ta contrariedad, ta n to disgusto, que el hom bre que exa­
m inaba los libros de caja le dijo como para consolarlo:
— ¡E s una lástim a! ¡Si hubiera venido a y e r ! . . . A yer se
tom aron cinco obreros con uno cincuenta por jo rn al.
— ¡ A y e r!. . . repitió Remigio — y agregó, después de una
p au sa: ;—¿E ntonces no h a y ? . ..
— Ñ o; siento m ucho. . . m ás adelante ta l v e z .. .
Remigio se resignó y saludando con triste z a salió a la
calle.

— 27 —
— ¡Qué poca s u e r t e ! ... ¡si hubiera venido a y e r ! . . . —
Continuó andando hacia afuera. A m argas reflexiones le ocu­
paban la m ente. Pensaba en Paulina, a quien había dejado
engañada. A hora ella quizá estuviese arreglando el c u arto ;
quizá pensase en las com pras que h a ría ; en la comida p a ra
el alm uerzo. M ientras tanto, él vagaba al azar, de un p u n to
a otro, buscando tra b a jo a la buena de Dios.
Llegó h a sta una fábrica de almidón. Allí le dijeron que
p ara esas cuestiones tenía que entenderse con el capataz. Pe­
ro cuando éste, reclam ado por Remigio, supo de qué se tr a ­
taba, le m andó decir que no podía atenderlo.
Comenzaba a desalentarse. Im paciente por tem peram en­
to, ofuscado por la necesidad y dem asiado joven p ara sobre­
ponerse a las circunstancias, estos co n trastes producían en su
espíritu una viva inquietud, cruel y desconcertante. A ser un
poco m ás sereno, hubiese comprendido que un empleó bien
pagado, no se encuentra con la m ism a facilidad con que se
pierde; a ser m ás sereno hubiese usado otros medios p ara
conseguir lo que se proponía. Pero no: ahí andaba, solo, con
sus diez y siete años, de un punto a otro, llamando en la pri­
m er casa que se le aparecía, como si la ocupación que él bus­
caba estuviese esperándolo en todas p a rte s.
A las diez y media de la m añana se hallaba en el Paso
del Molino. H abía acudido a unos ocho o nueve establecim ien­
tos industriales y de todos ellos salió descorazonado, pesim is­
ta. Sospechaba que estaba perdiendo el tiempo.
Se había sentado para descansar, en uno de los bancos
afirm ados sobre el puente del M iguelete, en la calle A gracia­
da. Abajo, el agua, color pizarra, corría con fuerza hacia la
bahía.
Cuando el reloj de la J u n ta dio la hora, Remigio pensó
en el regreso. Tenía que e sta r en su casa a las once y yeinte,
como todos los días. ^*
Se levantó con alguna pereza, porque se hallaba cansado.
No obstante, después de h ab er andado unas cuadras, el cuer­
po reaccionó y entonces pudo seguir de largo, firm e, sin
a flo jar.

— 28 —
Llegó a la calle Yaro, con cinco m inutos de adelanto.
Así que lo vio su herm ana, le dijo a quem arropa:
— ¿ De dónde vienes, m uchacho ? . . . — E ste sufrió un
sofocón, pero alcanzó a decir con una relativa tran q u ilid ad :
— ¿De dónde quieres que v e n g a ? .. . Del t a l l e r . . .
—Pues no s é . . . — siguió diciendo Paulina, que observa­
ba a su herm ano con extrañeza— . E s tá s m uy fatigado, tienes
fea cara, h asta tienes o j e r a s ...
— ¡ B a h ! ... ¡ B a h ! ... d é ja te de o j e r a s ...
Y comenzó a lavarse como hacía siem pre an tes de comer.
Pero al peinarse an te el espejito que ten ía colgado de la pa­
red comprendió que su herm ana ten ía razón. Dos o jeras bien
visibles, hacían re s a lta r el aspecto cadavérico de las órbitas.
Pero no se dio por vencido. Charló con su herm ana m ien­
tra s alm orzaban. Jaraneó, rio y tuvo alabanzas p a ra unos bu­
ñuelos de acelgas que Paulina había preparado con m ucho
gusto. Pero cuando, a las doce y cu aren ta m inutos, se encon­
tró de nuevo en la calle, aquel estado ficticio le cayó de golpe.
Y el dolor contenido, la aspereza, la desesperación, volvieron
con m ayor violencia.
Agobiado, con lentitud, tomó por Cerro Largo, h a s ta Ga-
boto, y por Gaboto subió con intención de llegar a 18 de J u ­
lio. U na vez en la Avenida, echó a an d ar hacia el centro.
M archaba sin fe. Se sentía im potente, falto de energía y
desoi-ientado, cada vez m ás. Un momento, se detuvo, y cru­
zándose de brazos se p reg u n tó : — “¿qué h a c er? ” . .. — E x ­
tendió su vista a lo largo de la calle, cual si la viera por pri­
m era vez. De pronto, le asaltó un recuerdo. Allá, a cu atro o
cinco cuadras, tenía un am igo, un ex com pañero de colegio,
unos años m ayor que él.
Se llam aba Francisco Stom ba y a pesar de su excesiva
juventud, era dueño de una tienda de b a sta n te im portancia.
El padre regenteaba el establecim iento, acom pañando a F ra n ­
cisco casi todo el día.
— Remigio, fortalecido por la esperanza, aceleró el paso.
Hacia mucho tiem po que no veía a su amigo. Buscando en
la m em oria, recordó que, un año a trá s, se vieron en la Playa,
donde cam biaron algunas palabras.

— 29 —
¡ Si lo to m aran ! . . . Se echó a re ir porque él no se en ten ­
día en cuestiones de tienda. Pero ya aprendería esforzándose
p a ra ello y en poco tiem po se pondría al ta n to y llegaría h a s­
ta ser uno de los m ejores empleados.
Llegó h a s ta Tacuai'embó y 18 de Julio. La tien d a ocupa­
ba la p a rte b a ja de un g ran edificio.
Remigio entró después de algunos rodeos, y encarándose
con el prim er empleado preguntó sin vacilación:
— ¿ E s tá F ra n c is c o ? .. . — El empleado lo m iró detenida­
m ente, extrañado acaso que un m uchachote vestido con la hu­
m ilde ropa de un obrero se anim ase a p reg u n ta r con ta n ta
confianza por el dueño de casa.
— E stá — dijo al cabo, sin d e ja r de observarlo— . ¿Qué
desea ? . . .
— Dígale que está Remigio Stagnerò, que desea hablar
con él. — El empleado se alejó pensativo, y Remigio se puso
a m irar para todas partes, percatándose de la im portancia
de la tienda por la am plitud del local, por la variedad de las
m ercaderías y el núm ero de empleados que, m uy bien v esti­
dos y peinados, se m ostraban am ables, sonrientes, atendiendo
a las señoras con m ucha solicitud, p ara que no se fu e ra n sin
co m p rar nada.
— El señor Stom ba me encargó le p reg u n ta ra qué desea­
b a . . . — Remigio se am ostazó.
— Dígale usted que quiero hablar con él. — Al quedarse
solo pensó que las cosas se torcían de v e ra s; pero no quiso
creer. E speraba ver a su amigo, acercarse afable, por en tre
los clientes y los m aniquíes, vestidos con la ropa de últim a
moda. La realidad volvió a se r dura p a ra con él. A pareció el
m ism o individuo quien, con un tonito algo rebuscado, le dijo:
— El señor Stom ba le pide disculpas : e stá m uy atareado
y no puede atenderlo. Le ru eg a indique lo que deseaba. — Y
todo esto el empleado lo dijo sonriente, con la m ism a expre­
sión que pondría a n te un cliente que acabara de hace^lefuna
buena compra.
Remigio tuvo un acceso de rabia. A pretó los puños y dijo
con acento fiero :
— Diga usted a Francisco que no necesito nada. — Y sa­
lió a la calle enceguecido como un toro.

— 30 —
Y caminó p a ra cualquier p arte. Las p iernas lo llevaban
sin que interviniese p a ra nada su voluntad. Se sentía herido
por lo que acababa de ocurrirle y a cada in stan te rep e tía :
— Parece m e n t ir a ... ¡parece m e n tir a ! ... — No podía
com prender cómo aquel com pañero de ayer le volvía la es­
palda. Siem pre habia tenido buenas relaciones, aun cuando
no se tra ta r a n con asiduidad. ¡ O h ! ... ¡si él lo hubiera pre­
visto !. . . De pronto se sorprendió. Sin pensarlo se hallaba en
la p a rte s u r de la ciudad, andando por la calle Durazno, a la
a ltu ra de Santiago de Chile. ¿P o r qué estaba allí?. . .
Un m om ento después pasaba ju n to a un molino. ¡Si en­
t r a r a ! . . . ¡si allí hubiese tra b a jo ! Observó un in sta n te los
altos paredones del establecim iento con sus v en tan itas rec­
tangulares, todo sucio de blanco. Pero no entró. E stab a de­
rrotado y no podía decidirse. Le pareció inútil su esfuerzo y
dijo en voz a lta : — ¿ P a ra q u é ? .. . — Sin em bargo, no habia
andado aún dos cuadras cuando cambió de parecer. Recordó
a su herm ana y la im agen de P aulina le dio calor, impulso,
esperanza y de nuevo volvió a sen tirse nervioso, como aguijo­
neado cruelm ente por la necesidad.
Desde donde estab a alcanzó a ver el edificio dedicado a
la enseñanza industrial. Sabía que allí estaban los Talleres
G ráficos del E stado. Y fue hacia allí, de prisa, como si te ­
m iera llegar tarde.
P ero cuando entró, se fijó en un gran cartel que tenía
im preso en grandes caracteres el siguiente anunció: “ No se
necesitan oficiales ni aprendices”. — E sta vez, Remigio soltó
ana exclamación de rabia. E stab a visto: era inútil.
E n la calle vociferó de nuevo y continuó su camino. Lle­
gó así h a sta la U sina de La Comercial y allí, de preg u n ta en
p regunta, fue a d ar h a sta el capataz.
— ¡H o m b re ! ... hay p ara lim piar.
— ¿ Y cuánto pagan ? . ..
— Doce pesos por mes.
Remigio respiró con libertad y sin reflexionar d ijo:
— ¿ Cuándo empiezo ? . . •.
— V enga el lunes. El lupes nos arreglarem os. — Cuando
dejó la U sina, Remigio se sentía casi contento. No pensaba
en n ad a: pero tenía la im presión que acababa de librarse
de un mal.

— 31 —
Se detuvo un m om ento a m irar la playa y bajó a la
are n a .
E n ese punto, el m ar en tra, agitándose e n tre dos peñas­
cos h a s ta los m uros de las casas. E s una playa sucia, insegu­
ra , donde de ta rd e en tard e se ven carreros y caballerizos ocu­
pados en lim piar las bestias. Sin em bargo, en el rigor del
verano algunos vecinos de los alrededores llegan a bañarse
en aquella agua tu rb ia y cargada de residuos.
Remigio bajó por donde bajan los carros y se acercó a
un grupo de m uchachos m ás o menos de su edad. Buscó un
sitio donde se n ta rse y se dejó caer. E stab a deshecho. Las
piernas se estrem ecían de cansancio.
Se puso a m irar. Los m uchachos ju g ab an con una pelo­
ta de mano. E ra n verdaderos tipos de playa curtidos por el
sol, b ru tales y soeces. C orrían con g ran agilidad, se decían
expresiones obscenas y peleaban por cualquier insignificancia.
Rem igio sacó un pañuelo, secóse el sudor, y pensó m ira n ­
do hacia la U sina: hoy es v iern es; m añana sábado, y es día
de f ie s ta . . . P a g a n doce pesos — aquí experim entó un ligero
m alestar. Quizá, en el fondo estuviese convencido de que la
adquisición de ese tra b a jo no rep resen ta un triu n fo . Pero
echó a un lado ese asunto. E stab a abatido, indefenso. Su vo­
lu n tad yacía como un escudo roto.
Se volvió p a ra m ira r a los pillastres. E stos habían de­
jado de ju g a r y se ag rupaban sobre un peñasco. Luego, uno
de ellos desnudóse en un santiam én y se arro jó al agua. Los
dem ás hicieron lo mismo.
E ra una algazara. V ociferaban y se corrían, dándose to­
do género de brom as. El últim o en desnudarse, en vez de
tira rs e al m ar en una zam bullida, como los otros, se deslizó
por la piedra y empezó a an d ar lentam ente con el agua/So^re
el pecho. 4
— ¡ Qué f r í o ! . . . — exclam aba achuchado. E ntonces, uno
de sus com pañeros, tom ando dirección, desapareció de la su­
perficie y fu rtiv a m en te se acercó a él. Cuando lo tuvo a tiro

— 32 —
le echó un m anotón a las piernas y prendiéndose de una de
ellas, empezó a tir a r con fuerza. El otro, sorprendido, dio
una voltereta y cayó de espaldas. Al principio no lo tom ó a
mal, pero como su com pañero continuara llevándolo a rem ol­
que se enojó y empezó a insultarlo. Los dem ás reían y se bur­
laban de él.
— ¡Te lleva el tiburón, te lleva el tib u ró n !. .. — La cosa
no quedó ahí. El brom ista se am ostó a su vez y soltando la
pierna se acercó, am enazándole con los puños cerrados. Pero
contra lo que todos esperaban al parecer, fue recibido por un
fu erte golpe en la cara que le dirigió su contrincante. Y ahí
se trenzaron. E ra de ver aquella pelea con el agua h a sta
los hom bros. Los otros aplaudían. Se form aron dos bandos;
quienes iban a favor de uno, quienes iban a favor del otro,
excitándolos con dicharachos y advertencias.
E sto produjo a Rem igio un efecto desastroso. P a ra aque­
llos seres, posiblem ente la fam ilia nunca tuvo un in sta n te de
afecto. No supieron de la caricia, de la te rn u ra m atern a, de
la inteligente solicitud del padre. La infancia fue p a ra ellos
el ejercicio de los impulsos malos. No conocieron el am or y
se hicieron insensibles; conocieron el ham bre y se hicieron
perversos.
La riña había term inado y uno de los m uchachos tiró
una pelota de mano con toda su fuerza hacia fu era. Se inició
entonces una c a rre ra a nado porque ya ninguno de ellos ha­
cía pie.
E ran diestros, duchos, ágiles. H abían corrido un buen tre ­
cho en una m ism a fila; pero algunos em pezaron a quedar re­
zagados. E sto s recurrieron al mal juego. Se colgaban sobre
el costado del que llevaban delante y al b racear alcanzaban
el hom bro del com pañero y se prendían de él. Se oían riso tad as
y p rotestas.
Remigio pensó: ¡Si me b a ñ a r a ! ... El agua lo a tra ía
Su cuerpo cansado le pedía el baño. Y ocultándose todo lo que
pudo tr a s unas piedras, fu e quitándose la ropa. Le m olestaba
que pudieran verlo com pletam ente desnudo. P ero los únicos
que estaban en la playa eran los m uchachos, que, adem ás, no
se ocupaban de él.

— 33 —
E n tró en el agua haciendo pininos sobre las piedras y
cuando estuvo bajo sus plantas la arena blanca como un t a ­
piz, se echó de fre n te, m anoteando sin orden alguno, haciendo
como que nadaba y sum ergiéndose a veces a p esar suyo. Pero
era un placer p a ra sus m iem bros doloridos, Ja tib ia caricia
del m ar.
Los m uchachos regresaban ahora, siem pre a nado, si­
lenciosos, preocupados en llegar. Se les veía avanzar hacia el
peñasco en línea recta. Algunos, debilitados quizá, se echaban
a la plancha y una vez repuestos, proseguían la m archa.
Llegaron a tie rra firm e y se vistieron m ien tras hacían
com entarios. Uno contaba que había sufrido un calam bre en
la pierna izquierda; otro que había sido picado por un agua-
viva; aquél refe ría con asom bro que había tocado con el pie
una cosa m uy blanda y pegajosa.
En este m om ento se produjo una escena inesperada. Cua­
tro guardia-C iviles surgieron de en tre las piedras, se corrie­
ron hacia el peñasco. F ue una cosa rápida que no dio lugar
a ninguna te n ta tiv a . Uno de los m uchachos quiso a rro ja rs e al
agua, pero comprendiendo, sin duda, la inutilidad de lo que
se proponía, reaccionó y perm aneció como los dem ás, m irandd
socarronam ente a los rep resen tan tes de la autoridad.
— ¡C a y e ro n ! ... — decía un guardia civil, moreno, alto,
con una cabeza de o ran g u tá n — . ¿No les avisé el o tro día?
¡ Si no hay m atrero que no c a ig a ! . . . — y al sonreír, m o stra­
ba sus dientes blancos y poderosos. Remigio observaba con
profunda desconfianza. Más o menos se im aginaba lo que
ocurría. Tem eroso, salió del agua y púsose a vestir.
No bien se hubo calzado los botines se levantó. E stab a
medio vestido, pero las circunstancias apuraban. A brochán­
dose empezó a cam inar y cuando quiso subir por donde ba­
jan los carros, fue detenido.
— ¡ E h ! . . . ¡ E h ! . . . ¿ a dónde v a s ? . . . — E ra^u n g u a r­
dia civil, que se acercaba a él, sosteniendo el m ae h /te con
la m ano izquierda, para ten e r las piernas libres en el caso
de que Remigio in te n ta ra d isparar. Pero éste se quedó pá­
lido, inmóvil, como petrificado.
— ¿ E h ? . . . ¿yo? —atinó a decir con la voz m uy apa-

— 34 —
gada.
— Sí; el mismo, si Dios quiere. Vamos andando.
— ¿ Y o ? ... — tornó a decir, anonadado h a s ta la estu­
pidez.
— Sí, hom bre; sí. ¡ H a la ! ... — y lo tom ó por un brazo,
brutalm ente. .
Cuando llegaron al peñasco, Remigio se detuvo repen­
tinam ente.
— ¿ P o r qué me prende u s te d ? .. . Yo no he hecho daño
a nadie. Me he bañado: eso es todo.
El G uardia Civil se reía.
— No, señ o r; no he hecho nada, se lo ju ro a usted.
Entonces, el policiano, en vez de reírse, se mofó de él.
A costum brado por regla general a tr a ta r s e con la gente de
peor especie, aquel: “se lo ju ro a u sted ”, dicho con calor y
sinceridad, le hacía una gracia irresistible. Empezó a repe­
tirlo sarcásticam ente y esto produjo e n tre los dem ás G uar­
dias Civiles el mismo efecto.
Remigio se sintió ofendido y preguntó casi colérico:
— Entonces ¿por qué me llevan?. ..
— Ya te lo dirán en la com isaría. Por ahora hay que
ten er paciencia. —Uno de los pillastres intercedió a favor
de Rem igio:
— Si ese no vino con nosotros. ¿N o ven que no es del
b a r r i o ? .. .
—C állate la boca — ordenó el m oreno— ¿Q uién le pre­
gu n ta n a d a ? ...
— ¿ P a ra qué lo lle v a n ? ...
— Que se calle la boca, ordeno.
— Ni que fu era jefe político — agregó otro.
— Te voy a d ar jefe p o lític o .. . — y am enazó con el pie.
E ra evidente que los m uchachos tra ta b a n a los rep re­
sen tan tes de la autoridad con m ucho m ás soltura y que
hasta se burlaban de ellos, sin dem ostrar temor^ E stab an
acostum brados. D iariam ente eran corridos y cuando ^no po­
dían escapar se en treg ab an tan frescos, como si aquello fue­
se tina obligación de sus tareas.
— Vamos —-dijo un cabo, y em pezaron a andar, camino
de la com isaría.

— 36 —
E ra n siete, con Remigio. M archaba a trá s, ju n to a un
m uchacho rubio y flaco. Y dem ostraba tal estado de a tu r ­
dim iento, que éste le dijo:
— ¡Qué bobo! ¿T ienes m iedo?. . . — iba a decirle:— "no;
no es miedo lo que tengo” — pero sólo le echó una m irada
como dándole a entender que había oído.
La gente m iraba la e x tra ñ a com itiva que por todas p a r­
tes provocaba la risa y el buen hum or. Muchos curiosos se
asom aban a las puertas.
U n tran v ía de La Comercial, que se dirigía a la playa,
se detuvo y los pasajeros se asom aban por las ventanillas.
Algunos m irones se reían a carcajadas. Y en medio de e sta
escena tum ultuosa, escena de a rrab al, Remigio perm aneció
inmóvil. Un sentim iento de vergüenza, hondo y trascenden­
tal, lo m antuvo como una e sta tu a, sin ver, sin oír: parecía
que un m uro se hubiera interpuesto e n tre él y la m ultitud.
Se dio cuenta de que algo bochornoso estaba ocurriendo y
sentía sobre sí el peso de las m iradas. Llegó un m omento
du ran te el cual le flaquearon las piernas, se sintió exhausto
y preveía el in stan te en que iba a caer de rodillas. Tuvo ne-
necidad de apoyarse en el hom bro de su compañero, dicién-
dole para disculparse:
— Me duele mucho la cabeza.
En realidad se sen tía incomodado. Le ardia la cara y
un fu e rte dolor le tom aba toda la frente, cargando sobre el
lado izquierdo, hacia los ojos.
Cuando llegaron a la com isaría, los m etieron en un cu ar­
to. La habitación estaba llena de tablas y caballetes. El sol
e n trab a por la banderola de la pu erta y form aba un triá n ­
gulo de luz en una de las paredes.

— 37 —
Los pillastres se unieron alrededor de una m esa y se
pusieron a hacer com entarios sobre lo que acababa de ocu-
rrirles. Remigio se aisló, sentándose sobre un banco, en un
rincón.
En cuanto estuvo quieto, la im agen de Paulina surgió
en su cerebro como una luz, y la alegría, la te rn u ra , el am or,
despertaron en él repentinam ente. Pero al recordar a su
herm ana, recordó tam bién, a pesar suyo, la situación deses­
p eran te por la que atrav esab a. Rápidos desfilaron por su
m em oria los incidentes del dia. Todo era am argo, sin es­
peranzas. V erdad que había conseguido tra b a jo en la U si­
n a . . . Sin em bargo, ¿qué era e s o ? ... L uchar todo el día,
todo el día, y doce pesos por mes. ¿ P a ra qué alcanzaban?
Con seguridad que P aulina se veria obligada a tra b a ja r.
N o . . . no, no iría a la U sina. ¡ El necesitaba o tra cosa, o tra
c o s a ! . . . Y al p en sar ésto, se quedaba a oscuras, comple­
tam en te, sin saber qué hacer.
Remigio siguió cavilando bajo el ala som bría del dolor.
Y súbitam ente, como si alguien le d ictara las palabras, oyó
con una nitidez so rp re n d e n te : — “no se olvide, Stagnero, pién­
selo bien: si se decide a d ar una explicación, aqui siem pre
h a b rá tra b a jo p ara usted".
Se arqueó, echó una m irada oblicua y se mordió el pu­
ño. Tenía un aspecto de demonio contenido, y su voz inte­
rio r se pronunció forrrtidable en todo su cuerpo, como bajo
la bóveda de un tem plo: ¡ n o ! ...
Sofocado, cual si pudiera a g a rra r lo que sentía, tra ta b a
de disipar de su m ente la clara visión del talle r donde había
tra b a ja d o ta n to tiem po. Pero, a despecho suyo, los recu er­
dos llegaban. Las palabras del g eren te volvieron a sonar una,
dos, tre s veces. Todo se desencadenaba contra él. En esos
in sta n te s, su m em oria era como una llaga ardiendo/ f
' 4
No obstante, su espíritu indóm ito comenzó a ceder. Ine­
vitablem ente púsose a pensar en la fundición. R epresentábase
su m esa de tra b a jo , sus queridas h erram ien tas, la pequeña

— 38 —
fra g u a que ten ia p ara usos comunes. Veíase e n tra r, por la
m añana, ju n to a sus com pañeros, animoso, rebosando ale­
g ría en su alm a y en sus m úsculos; veíase con la blusa azul,
en a lp arg atas, suelto, ágil y em prender la tare a, c a n tu rre a n ­
do sus canciones preferidas. Entonces su m em oria ya no
fue una llaga ardiente. S entía triste z a y algunas lágrim as
cayeron de sus ojos. Recordó de nuevo las palabras fiel ge­
rente, pero esta vez no produjeron en su espíritu ni la exas­
peración ni la cólera. A hora dudaba. Com prendía que yendo
a la fundición conseguía salvarse. En cambio, el hecho de d ar
una explicación a aquel presuntuoso, que lo había hum illado
sin m iram iento alguno, le parecía duro y difícil. No obstante,
si él hablara con el g e r e n te .. . bien pudiera s e r . . .
E stab a casi decidido, cuando abrieron la prisión. E ra
un G uardia Civil.
— V engan — dijo. Remigio olvidó de pronto todo lo que
relacionaba con el trabajo. A brió mucho los ojos. E s ta r de­
tenido le parecía un sueño. Se hizo toda clase de pregun­
tas. ¿A dónde los llevarían? ¿Qué pensaban hacer? E stab a
decidido a p ro te sta r su inocencia ante quien correspondie­
se. No: ten d rían que dejarlo en libertad.
Salieron am ontonados y fueron conducidos a un escrito­
rio. Allí, adem ás de tre s hom bres uniform ados, se encon­
tra b a n dos señores de particu lar.
— ¡M e jilló n !... —dijo uno de los oficiales, m irando h a­
cia una lista— que se adelante Mejillón. — Uno de los m u­
chachos se desprendió del grupo y dijo:
— Presente. — E ra alto, morocho, de m ovim ientos des­
envueltos. P arecía el je fe de la com andita. El oficial empezó
a in te rro g a r, y ta n pronto callaban todos como hablaban
todos. Por m om entos nadie se entendía. Intervino otro de
los personajes uniform ados y el asunto se complicaba cada
vez más. Lo único que Remigio sacaba en limpio era que
los m uchachos, en la sem ana an terio r, habian deshecho a pe­
d radas la vidriera de una zapatería.

— 39 —
—¿Y t ú ? . . . — preguntó un señor que estaba sentado.
Se hizo el silencio. Remigio, que se m an ten ía en la cola,
medio oculto, se adelantó hacia el com isario. A penas podía
pronunciar las palabras. Tenía el ro stro encendido y se mos­
tra b a nervioso. Cuando le fu e posible, dijo ,
— Yo no he hecho nada, señor.
— ¿Cómo se e x p lic a ? ... — Remigio contó la verdad y
a medida que iba contando, el sentim iento de vergüenza vol­
vía a apoderarse de él. Todos le m iraban sin m over los la­
bios. Al fin, después de una pausa, concluyó diciendo con
un asomo de orgullo:
— Yo nunca entré en una com isaría.
— ¿ Y cómo te llam as ? . . .
— Rem igio Stagnero. •— El com isario le m iró los ojos
profundam ente y le dijo, señalándole una silla:
— S iéntate. — E s ta invitación aturdió a Rem igio— . Sién­
t a te . . . — tornó a decir el señor, insistiendo con un gesto de
bondad. E ntonces obedeció, m ien tras el com isario, dirigién­
dose a un oficial, hablaba con expresión severa.
— Pues ya se han equivocado ustedes. — E ste se inclinó,
m anifestando condolerse por el error.
Los dem ás detenidos fueron nuevam ente conducidos a
la prisión. E n el escritorio sólo quedaron el je fe y Remigio
Medió un silencio. El com isario preg u n tó :
— ¿E res de a q u í ? ...
— No, s e ñ o r .. . Vivo en la calle Yaro, en tre C erro L a r­
go y Paysandú.
—¿Y decías que andabas en busca de tra b a jo ?
—Sí, s e ñ o r ... desde e sta m añana, desde las s e i s ...
Y el com isario le oía con ta n ta atención, parecía tan
interesado por sus cosas, que Remigio fue hablando y lo
contó todo, todo, menos que volvería a la fundición. A l l e ­
g a r aquí enmudeció de golpe y por la prim era vez en su
vida, tuvo la im presión de que haría algo malo, indigno de
él. Fueron unos segundos de am arg u ra. Luego agregó:
—Sólo he hallado tra b a jo en la Usina.
— E stá bien —dijo el com isario— . H as sido detenido
in ju stam en te y te pido que me perdones. Los G uardias Ci­
viles no supieron d istinguir.
—S e ñ o r ... E s usted dem asiado bueno.
— Debes h ab er pasado un mal m om ento atado con esos
forajidos.
— Sí, pero ya p a s ó ...
— E s cierto, ya pasó. Mala s u e rte . . . M uchas veces
dependemos de la suerte.
— ¿ V e r d a d ? ... — exclamó Remigio con calor.
—S í .. . Pero esto no quiere decir que, a veces, las co­
sas no dependan de nosot.os.
El com isario hablaba como un pensador, aunque p are­
cía olvidarse de la edad de su interlocutor. No obstante, éste
com prendía. E ra inteligente por n aturaleza y, adem ás, cuan­
do se sufre, el pensam iento se hace agudo como un ray o
de luz.
— Sí, — prosiguió el señor— a m enudo suele ocurrim os
que hacemos esto o aquello, porque nos hemos propuesto ha­
cerlo, porque tuvim os la voluntad de hacerlo. E n cambio, no
es extraño que, de pronto, nos sintam os sorprendidos a n te
una acción que hemos realizado y que nunca hubiéram os que­
rido realizar, o de hallarnos en lugares donde nunca hubié­
ram os querido hallarnos, o de hab er dicho palabras que nun­
ca hubiéram os querido decir.
— ¡ O h ! .. . es verdad, es verdad. . . Igual que a mí, se­
ñor. . . Yo nunca pensé e s ta r aquí, nunca p e n s é ...
— E s cierto. Pero no hay que desesperar. Y ah o ra vete.
O jalá no cam bie tu tem peram ento. Donde quieras que va­
yas, la dicha irá contigo. ¡Adiós!
— ¡ Adiós ! . . . — contestó Remigio— . ¡ Adiós ! . . .
Se a p retaro n nuevam ente las m anos y Stagnerò salió,
cabizbajo, con paso inseguro, lleno el pecho de una e x tra ñ a
alegría. Cuando llegó a la esquina y como tuviera que to m ar
o tra calle, se volvió p a ra m ira r por últim a vez, El com isario
había salido al balcón y lo saludó con un gesto.
Remigio se detuvo un segundo y dijo en alta voz:
— ¡ Adiós ! . . . —y prosiguió andando. Al cruzar la Ave­
nida 18 de Julio, oyó d a r las siete. Se apuró. Iba con media
hora de atraso.

— 41 —
Se hallaba bajo la influencia de 1111 g ra n desorden in te­
rior. Tan pronto pensaba en Paulina, como se representaba
la escena de la tienda donde había sido tan mal tra ta d o por
su ex am igo; ora se creía en la com isaria hablando con el
jefe , ora en la playa bañándose o conducido como un m al­
hechor; ya sufriendo la ilusión de encontrarse en el puente
del Paso del Molino, m irando hacia abajo m ien tras el Migue-
lete corría con fuerza, conduciendo sobre su lomo ram as tro n ­
chadas y p lan tas desprendidas de las orillas.
Cuando llegó a su casa, P aulina lo asedió a preguntas.
— Tú no tienes la cara de todos los días. No, n o . . . ¡qué
e sp e ra n z a !. .. — El protestaba débilm ente, pero p ro testab a.
— No lo dudo. Hoy he tra b a ja d o muchísimo. ¿N o ves
que m añana es día f e r ia d o ? .. .
Ella parecía ad m itir la explicación. Después hablaron
de otros asuntos. Se acostaron tem prano.
Remigio cayó en la cam a deshecho, con los m iem bros
doloridos. Su cuerpo tendía a la inmovilidad. Y al quedarse
dorm ido tuvo la im presión de que se hacía liviano, m uy li­
viano, h a s ta desaparecer como una bocanada de humo.
Al otro dia, sábado, a las diez de la m añana, Remigio
llam aba en la casa del g eren te de la fundición. Un sirviente
lo hizo p a s a r a un pequeño escritorio, donde esperó unos
m inutos. D urante ese tiem po se entretuvo exam inando los
cuadros. E stab a tranquilo. Su resolución de volver al taller
se había gestado por grados, insensiblem ente. El mism o se
sorprendía de la facilidad con que iba a *haeer una cosa que
dos días antes le parecía imposible. A gotadas sus energías
m orales en una lucha breve, pero dem asiado intensa para
sus años, sin una defensa que le perm itiera rehacerse, solo
fre n te a todo, se sintió perdido, débil, im potente.
El único ser a quien hubiera podido recurrid fr^ su
herm ana y ésto él se lo tenía prohibido absolutam ente. E ra
lo que resta b a de su orgullo; un girón de bandera que fla ­
m eaba aún sobre la derrota. Ahora se e n tre g ab a : era nece­
sario. ¡Y que Paulina no lo supiese n u n c a ! ...
El gerente entró, de b a ta y fum ando en pipa. Al ver a

— 42 —
Remigio le tendió la mano.
— i Oh ! . . . ¿ E res t ú . . . , S tagnerò ? . . . , Vaya ! . . . ¡ qué
buena idea has tenido!. .. S iéntate, s ié n t a te .. . Te e x tra ñ an
m ucho por allá.
— Yo quiero tra b a ja r — contestó Remigio— quiero g a ­
n a r lo que ganaba. Si usted puede hacer algo por mí. yo se
lo agradeceré mucho.
— ¡Pues s í ! . . . cómo 110 ! . . . Si tú. en vez de eno jarte,
hubieras dicho cualquier cosa, todo se hubiera arreglado.
Pero te advierto que te p o rta ste como un hom bre, es decir,
como pocos h o m b re s .. . ¡Me gustó mucho tu a c t i t u d .. . ya
lo c r e o ! .. . ¡Se ve que hay vergüenza, am igo m ío ! .. . — Re­
migio ten ia la fulguración especial del ascua que se extingue.
M iraba hacia el suelo obstinadam ente, y sus dedos se a fe rra ­
ban en los brazos del sillón— . ¿P ero q u é ? ... — continuó el
gerente, que en su casa parecía un hom bre com pletam ente
d istinto— no siem pre se triu n fa . Hay que ten er paciencia.
Yo tam bién, como tu, fu i un m uchacho pobre, como tú vale­
roso y honrado como t ú . . . Y tuve que soportar m uchas in­
justicias, hum illaciones!.. ¡ U f ! . . . todo lo que se p a s a . . .
para llegar a ser algo en la v id a . . .
— Parece que sí — agregó Remigio con am arg u ra.
— Pero aquí el caso es sencillo y yo te ayudaré. — En
ese m om ento se oyeron pasos en el zaguán y el gerente dijo,
después de haber prestado atención— : Hombre, a propósito:
llegas a punto. — Un sirviente apareció en la puerta y anun­
ció:
— El señor Rarboza.
— A d e la n te ... — Y Barboza, el hijo de uno de los due­
ños de la fundición, trasp u so la p u erta, m uy correctam ente
vestido y em puñando 1111 bastón de paseo. Saludó al gerente
con su tonito rebuscado y arro jan d o el gacho negro sobre el
diván, se fijó en Rem igio. Fue un m om ento áspero y que
hubiera term inado m al. Se m iraron desafiantes. Pero inter-
*vino el gerente, cachazudo y bondadoso.
— Es S tagnerò — dijo a Barboza— que ha venido porque
desea volver al taller. El reconoce que tuvo un m om ento
malo. — Barboza entonces cambió de actitud y empezó a m os­
tra rs e m agnánim o.

— 43 —
— ¡ A h ! . . . —exclamó, como sí no supiese de quién se
tra ta b a — . ¡E s v e r d a d ! .. . es verdad: no me acordaba. ¿ U s­
ted es el 36?. . .
— ¡ Sí, s e ñ o r! . . .
— A mí me extrañó m ucho su conducta, muchísimo. Si
seguim os así, ¿dónde vamos a p a ra r? N osotros pagam os a los
obreros p a ra que hagan lo que se les mande. — Remigio sen­
tía una viva necesidad de replicarle; pero tra g a b a saliva
De vez en cuando m iraba hacia el gerente cual implorando
ayuda— . ¿ E s ju sto o no es j u s t o ? . . . — prosiguió hablando y
dirigiéndose ya al uno ya al otro— . ¿A dónde vamos a pa­
r a r ? . . . ¡L a rebeldía no se debe tolerar nunca, n u n c a ! ...
— No tenia en cuenta que individuos como él, faltos de in­
teligencia y falto s de bondad, provocarían donde quiera que
actuasen el descontento y la rebelión— . Ayer, sin ir m ás le­
jos, tuve que echar a otro obrero por una causa más o m e­
nos como la suya. E s muy malo lo que usted hizo, pero m uy
malo! Y después, si hubiera sido e n tre nosotros d o s ... pe­
ro delante de todos! No, no. . . ¿ a dónde vam os a p a ra r? . ..
— Y empezó a p asearse por el escritorio cual si estuviera exas­
perado. Siguió luego un silencio em barazoso. Después, el ge­
ren te se acercó a Barboza y le habló en voz m uy baja. El
otro parecía replicarle y así estuvieron un ratito .
Remigio se sentía apesadum brado y ya pensaba en m a r­
charse, cuando Barboza, dijo, dirigiéndose a él:
•— El lunes, si usted quiere, puede volver al taller. Pero
dió las gracias y salió de la habitación paso a paso. Al re ­
tira rse dirigió hacia el gerente una m irada honda de a g ra ­
decim iento.
Cuando estuvo en la calle se puso a reflexionar sobre
lo que acababa de ocurrirle. ¿ E sta b a alegre?, ¿ e sta b a tr is ­
t e ? . . . A veces levantaba los hom bros como en un extraño
ritm o de sus pensam ientos. P resen tía que había conauistado
su empleo a cambio de algo m uy grande. Entonces, nacfeado
un gran esfuerzo m ental, tra tó de pensar en cosas m uy d is­
tin tas. Se im aginó un partido de football donde había m ucha
gente que g rita b a y alentaba a los jugadores. No obstante,
su sufrim iento m oral reaparecía. E ra un dolor triste , des­
teñido, como los dobles lentos de una cam pana.
El lunes fué al taller. Sus com pañeros se sorprendieron.
Todos sabían que había sido despedido y no se explicaban
cómo volvía igual que siem pre. Lo recibieron con m uestras
de alegría y le hicieron mil clases de preguntas. Contestó,
m itad en brom a, m itad en serio. Sólo cuando se vió libre,
en tre cuatro o cinco obreros de los más conocidos, refirió
la verdad. Uno de ellos, padre de fam ilia, le pegó en el hom­
bro, diciéndole:
— ¡ P aciencia! .. . hay que te n e r paciencia, Remigio
O tro se enojó y protestó en voz alta, asegurando que Bar-
boza era un tiran o y que concluiría mal. No faltó, por su ­
puesto. el charlatán , de esos que todo lo hacen con la boca.
E ste se encaró con S tagnero y le dijo:
—Si Barboza me hubiera hecho eso a mi, le rompo un
fierro en la cabeza.
Sonó la pitada reglam entaria y entraron. El capataz
ordenóle el tra b a jo y Rem igio empezó la tarea.
Se sentía tranquilo, casi contento. Las horas tra n sc u ­
rría n fáciles y por m om entos se olvidaba de lo que había
■ocurrido. Entonces can tu rre a b a como hacía siem pre, cuan­
do su espíritu estaba sereno.
A las once salieron. E ra n unos m inutos de confusión
Los obreros aparecían en tropel por los portones y echaban
a andar, de prisa, rem ando desm esuradam ente con los b ra ­
zos. Se form aban así pequeños grupos de tra b a ja d o re s cuyos
hogares coincidían en una m ism a dirección. Y e s ta m archa
apresurada, sin treg u a, les perm itía el ahorro de los cuatro
centésim os coiTespondientes al boleto del tran v ía.
Remigio tom ó por C erro Largo, con tre s com pañeros
más. Iban en fila, a paso tendido, esquivando con violencia
a los tran seú n tes, corriendo al cruzar las bocacalles, apro­
vechando la línea rec ta cual si estuvieran em peñados en una
c arrera. De vez en cuando, alguno menos ágil o entorpe­
cido por un obstáculo se quedaba rezagado. Pero entonces
hacía un esfuerzo y volvía a ponerse en fila.
Andando así convei'saban poco. Alguna que o tra pre­
gu n ta que era contestada con brevedad. Después el “ ¡h a sta
luego!” al sep ararse y nada más.

— 45 —
Aquella m añana uno preg u n tó :
— IC h é ¡. . Remigio. ¿ E re s m uy conocido del geren-

—Yo, no: como ustedes m ás o m enos. . .


—Porque dicen que si 110 es por él, B arboza 110 te hu­
biera tomado.
Otro, sorprendido, sin duda, interrogó:
— ¿ Pero tú le pediste a Barboza ?. . .
— Yo no le pedí nada — contestó Remigio, visiblem ente
m ortificado.
— El capataz dice que sí — repuso un tercero.— C uenta
que fu iste a casa de él y le pediste que te disculpara.
— ¡ M ie n te ! ... — exclamó Stangero con acento de ra ­
bia.— Yo no fui a casa de Barboza, yo no f u i . . . ¡Y no me
hablen m ás de eso, hagan el f a v o r ! .. . —Tenía el rostro con­
gestionado y sus ojos negros echaban chispas. Las pregun­
ta s cesaron. Uno dijo, con espíritu conciliador:
— No es para e n o j a r s e ...— Cuando Rem igio quedó so­
lo, le faltab an aún seis cuadras p ara llegar a su casa. E s­
tab a nervioso, calenturiento. P arecía que algo ponzoñoso se
hubiese diluido en su alm a. Se im aginaba siendo el objeto
de la habladuría general. E ste diría aquello, esotro añadi­
ría un pedacito, lo que m ás le agradase. No le e x tra ñ aría,
pues, oír que él había ido a p lan tarse de rodillas, an te Bar-
boza. para im plorarle perdón.
Lo que m ás le m olestaba, sin que él lo adv irtiera, era
el fondo de la verdad que anim aba los d istintos com entarios.
D urante la m añana, había oído cuatro versiones sobre su ac­
titu d , diferentes en la form a, en los detalles, pero que coin­
cidían en el punto principal, esto es. en el acto de su hu­
millación.
E n tró en su cuarto, de muy mal hum or y cuando se
sentó para alm orzar, protestó porque la sopa no tenia gusto
a nada, según él. t 1
E sto sorprendió a Paulina. Muy ra ra vez llegaba su
herm ano mal dispuesto. Cuando así sucedía se m ostraba si­
lencioso, esquivo, huraño, pero jam á s era in ju sto o desm e­
dido. ¡Q uejarse de la sopa, una sopa tan rica, de caldo go r­
do y que llevaba repollo, papas, zanahoria, zapallito, arv e­
jas, pesto de albahaca y queso r a lla d o ! .. .

— 46 —
— ¡Que no te g u s t a ! . . . me d e ja s fría . ¿N o dices que
la prefieres a cualquier plato?
— S í; pero hoy no s é . . .
— ¿A v e r ? . . . —P aulina la probó.— Pero si e stá ri­
quísim a, m uchacho. ¿Qué le encuentras de malo?
El resto del día lo pasó del mism o modo y por la noche
se acostó tem prano con la esperanza de olvidar en el sueño.

T ranscurrió una sem ana. La vida de los dos herm anos


no tenía ya ese c a rá c te r de intim idad y de alegría. Paulina
desesperaba. E n vano tra ta b a de a tra e rse a Remigio va­
liéndose de mil recursos, aprovechando esas m ism as circuns­
tancias, tra tan d o de suavizar esa expresión tira n te y hostil
que daba a su cara una fisonom ía que nunca le había co­
nocido. Sospechaba la existencia de un secreto, de algo do­
loroso, sin duda, que lo consum ía hora tra s hora. Pero ¿por
qué no hablaba ?. . .
Ella tam bién, por reflejo, había cambiado. Se pasaba
el tiem po cavilando, dando vueltas y m ás vueltas al mismo
asunto. Observaba a su herm ano con expectación, como se
observa algo raro. Una noche, m ientras cenaban, ella no
pudo dom inarse y le dijo en un tono de reproche:
— O tú me ocultas algo m uy ra ro o es que no m e quie­
res m á s .. . — Remigio sufrió una fu e rte sacudida pero m an­
tuvo su silencio. Habló algo, excusóse como pudo. P a ra di­
sim ular su emoción, tam borilleaba con los dedos sobre la
m esa y no sacaba los ojos de un plato vacío qüe te n ía ante
sí. Fue una hora am arg a p ara los dos. La comida, intacta,
hum eaba en la fuente.
El mal hum or de Remigio iba degenerando en mal fí­
sico. Si en el taller llegaba a observar que dos obreros h a ­
blaban en voz baja, se creía de inm ediato que él era el ob­
jeto de la conversación; si el capataz o el oficial le m an­
daban h acer algo, se le ocurría pensar que eso sólo era un
p retexto para tra ta rlo mal por haber tenido la cobardía de
doblegarse an te Barboza. E ra un caso de conciencia, fijo,
clavado, una verdadera obsesión que lo m artirizaba.
U na m añana, m om entos an tes de e n tra r a la fundición,
alguien se rió de él, del modo m ás inocente del mundo. Fue
lo suficiente p a ra que Remigio se le enfrentase, p reg u n tá n ­
dole con fiereza:
— ¿Te ríes de m í ? . . . — Causó asom bro su ac titu d y
m uchos ju zg aro n que estaba loco. Saludaba apenas, no h a ­
blaba con nadie. H abía cobrado a Barboza un odio in tra n ­
sigente. Cuando éste pasaba ju n to a él, todos los músculos
se le cargaban de impulsos. E n esos in stan tes, el roce m ás
leve hubiera desatado una torm enta.
Ahora le parecía que había hecho un d isp a ra te yendo
a la fundición. A su juicio, era preferible tra b a ja r como
antes, de día y de noche. Recordaba h a sta con placer el
día aquél, d u ran te el cual recorrió la ciudad, de un e x tre ­
mo a otro, buscando una ocupación p ara g an arse el pan.
Llegaba a envidiar la existencia de aquellos pihuelos a quie­
nes encontrara al salir de la Usina. Se creía in ferio r a ellos
y renegaba de si mismo, injuriándose sin piedad.
De un modo o de otro, relacionaba a toda la fundición
con Barboza. El tra b a jo ya no le producía alegría. E ra una
esclavitud insufrible y en cuanto en trab a, pensaba en el mo­
m ento de salir, preocupado incesantem ente por el reloj.
Hacia la ta re a con un visible desgano y perm anecía ta ­
citurno, rum iando sus ideas, m urm urando a solas, igual que
las viejas devotas en los bancos fríos de los tem plos. O tro
que no fuera él, otro m ás débil, habría concluido por acep­
ta r la realidad, sin p rotestas, resignado. El tiem po, en vez
de curarlo, hacía m ás honda la herida que habían abierto
en su dignidad. Ya no se tra ta b a del pan de cada día. E ra
una g ran ofensa, un sentim iento de desdicha que lo cubría
de negro.
Así pasó un mes. Un sábado, día de paga Remigio es­
tab a reunido con los dem ás com pañeros, esperando que le
llegara el tu rn o p a ra cobrar la quincena. E ra n ciento cin­
cuenta trab ajad o res, divididos en pequeños grupos, que con­
versaban de sus cosas, bien dispuestos de ánim o, /porque
dentro de poco tendrían en sus m anos el dinero ganado 'en
dos sem anas de incesante labor.
Cerca de Remigio hablaban tre s obreros: un fo rja d o r
y dos aprendices. El oficial dijo a uno de ellos:
— No te m etas en cam isa de once varas. A cuérdate de
lo que le pasó a aquél — y con un gesto señaló a Stagnero.

— 48 —
E ste se volvió profundam ente pálido. No sabía de lo que se
tra ta b a , pero se lo imaginó.
—S i . . . — dijo vacilando como si estuviera ebrio y d i­
rigiéndose al aprendiz— s í . . . p ara p ro te s ta r y hum illarse
después como me hum illé yo, es preferible so p o rtar las in­
ju sticia s m ás grandes. Por lo m enos, por lo m e n o s ... — y
no pudo expresar lo que pensaba.
— ¡ El 3 6 ! . . . — g ritó un empleado, que parado en la
puerta de la C aja llam aba a los obreros— . ¡El 3 6 ! .. .
—A cobrar — le dijo el forjador.
—P or lo m e n o s ... —tornó a decir Remigio alejándose.
E ntró en el escritorio y firm ó el form ulario.
—¿$ 1 4 .5 0 ? ... — preguntó el cobrador.
—Sí, s e ñ o r .. .
— Ahí tiene. — Remigio recogió el dinero con am bas
m anos: S 14.50 en m onedas de plata de a cincuenta centé-
simos. Y echando todo en los bolsillos del pantalón, salió
con la vista fija en el suelo. Uno dijo:
— Espérem e, que vam os ju n to s. — Pero él ni lo oyó.
Cuando estuvo en la calle, ni siquiera pensó en tom ar
el tran v ía, como hacía todos los sábados, cuando cobraba.
Siguió a pie y llegó h a s ta su casa sin h ab er tenido conciencia
del tray ecto recorrido. P resen tab a un aspecto extraño, fe-
bricente, intensísim o. E ncontró a Paulina sentada en un
sillón.
— Buenas tardes.
— Buenas tard e s — contestó ella, volviéndose hacia él
con lentitud. •
Remigio se paró a n te la mesa, sacó m aquinalm ente el
dinero del bolsillo y lo fue arrojando sobre el hule. Luego
quedó inmóvil.
Paulina no le quitaba los ojos de encima. Hacía tiem po
que observaba en su herm ano cosas incom prensibles.
— ¿ V e s ? ... —se anim ó a decirle— ¿ v e s ? ... esto ya
pasa de los lím ites. ¿ P o r qué te pones a s í ? . . . ¿por q u é ? ...
¿ Q uerrás hacerm e creer que no te pasa nada ? . . .
— S í. . . — respondió Remigio con la voz opaca— no es
p o s ib le .. . — Se m iraron un in sta n te prolongado. Luego él
volvió a f ija r su vista en el suelo y a quedar inmóvil. E n ­
tonces Paulina, cautelosa, cerró la puerta. La habitación
quedó velada por una semi - oscuridad. Reinó un silencio,
vehem ente como el arco tendido de una flecha.
Ella observaba a Remigio desde la pu erta, con las m a­
nos aún en el pestillo. Su voz sonó como una queja am arga.
— ¿Qué, Remigio, q u é ? ... — Y fue acercándose hacia
él con el paso vacilante, tanteando el suelo cual si tem iera
caer. — ¿Qué, Remigio, q u é ? ... ¡ D im e ! ... — Le pasó un
brazo por el cuello, dulcem ente, y al irle a besar, notó que
su herm ano lloraba. — ¡Rem igio! ¿lloras t ú ? . . . ¿ ll o r a s ? ...
— Pero él, en vez de contestar, llevóse am bas m anos a la
cara y sollozaba con brusquedad, trém ulo, desesperado. —
Ven, ven a c á . . . — Lo condujo de la mano y lo hizo se n ta r
en una sillita b aja. Ella a su vez ocupó un sillón al lado
suyo. El se dejaba llevar por su herm ana como había hecho
siem pre. El am or lo vencía. La m iró un in sta n te y luego,
inclinándose hacia ella, abandonó la cabeza sobre su falda.
Paulina decía con una voz muy su g eren te:
— A hora quiero que me lo cuentes todo, pero todo, ¿oís­
te ? . .. Rem igio: he padecido mucho a causa de tu silencio.
— Hizo una p au sa y continuó. — ¿ E s tá s enferm o?... ¿no?..
¿ verdad que no e stá s enferm o ? . . .
— No; no es que esté e n f e r m o ...
—¿Y e n to n c e s ? .. . ¿ e h ? . . . sí; alguna contrariedad m uy
grande, ¿ e h ? . . . ¿ re ñ iste con a lg u ie n ? ...
— No, no. . . Tú no te lo im aginas. A hora mismo quiero
decírtelo y no p u e d o ... no me s a l e ...
— ¡Cómo, R e m ig io !.. . Vamos —añadió nerviosa— ¿qué
has h e c h o ? ... dímelo prontito, e s o ... ¿A v e r ? . . . ¡habla
lig e ro ! . . . — Remigio se irguió. E staba m ás tranquilo y
empezó a hablar, en voz b a ja y con lentitud. Lo refirió todo:
desde el incidente con Barboza, h a sta la vuelta a la fundición.
Y al re la ta r sus sufrim ientos tornábase violento, mecíase los
cabellos y sollozaba de nuevo. .
—Yo m ism o me asom bro — acabó diciendo— . ¡Me afio-
ga la verg ü en za! . . .
Paulina había escuchado sin desplegar los labios. Tenía
una expresión de incredulidad y pegaba incansablem ente con
una de sus m anos sobre el brazo del sillón. A veces, la cólera
mal contenida fu lg u rab a en sus ojos cual una luz difusa.
— ¡N unca debieras haberlo perm itido —dijo después de
un silencio— , n u n c a ! .. . ¿ p o r qué no h a b la s te ? .. . ¿ p o r qué
no me lo d i ji s te ? .. . ¿ p o r q u é ? .. . c o n té s ta m e .. .
Remigio se sintió confuso an te la a ctitu d inesperada de
su herm ana. Jam ás hubiera sospechado que Paulina pudiera
enojarse con él.
— ¡ O h ! . . . hice mal en callarm e, lo confieso.

— Pero, ¿por qué volviste a la fundición? ¿N o te dió
a s c o ? .. .
—S i . . .
— ¿N o te dió pena hum illarte de ese m o d o ? .. .
— E s por eso que s u f r o .. .
— ¿ No te parece denigrante ser objeto de tal des­
precio ? . . .
— E s denigrante.
— Pero entonces, ¿ p o r qué v o lv is te ? ...
—¿ P o r qué v o lv í? ... — exclamó Remigio, m irándola—
¿por qué v o lv í? ... Y o ... — iba a decir: “por tí’ ; pero no
pronunció las palabras— . No obstante, Paulina lo com pren­
dió perfectam ente. Quedó pensativa, triste , y se echó hacia
a trá s, en el sillón, con los ojos fijos en el techo. Así estuvo
un momento, sintiendo que la verdad le oprim ía el pecho.
E xhaló un suspiro profundo y dijo muy quedo:
— ¡ Pobre de m i! . . .
Luego sp inclinó hacia Remigio, y prosiguió con a m a r­
g u ra :
— Por m í . . . ¡ya lo sé, querido m ió ... ya lo s é . . . por
m i ! . . . ¡M aldita sea! ¿ p a ra qué te s ir v o ? ... ¿qué hago yo
a tu lado ? . . .
— ¿Q ué d ic e s ? ... ¡C állate! — profirió Remigio con
vehemencia.
— Lo has hecho por m í . . . ¡Qué desgracia la m í a ! ...
Soy un e s to r b o .. .
— Cállate, Paulina, c á lla te . . .
A hora era ella la que lloraba. Se había inclinado hacia
adelante, pesarosa y gim oteaba como un niño,
— ¡ Si yo lo hubiera sab id o ! En lo menos que p e n sé . . .
s í . . . en lo m enos!. . . ¿P or qué hab ría de pensar en e llo ? .. .
Remigio recordó las p alabras del com isario: “No siem ­
pre se puede decir que 110” . Y dijo:

— 51 —
— H ay que a g u a n ta r . . .
E sto hizo en P aulina el efecto de un acicate.
— ¿ A g u a n ta r ? .. . ¿por q u é ? .. . No hables así. ¡Si papá
lo o y e s e ! .. . ¡P rim ero pan y agua, Remigio, pan y a g u a ! ...
Yo no quiero que vuelvas a la fundición.
Dijo esto con tal imperio, que su herm ano no se anim ó
a contradecirla.
— No, no quiero, no has de ir a la fundición. . . La pri­
vación m ás grande es p referible; todas las privaciones son
preferibles. E s como decía papá: "E l hom bre m uere de ver­
dad cuando pierde la vergüenza”. Yo no puedo consentirlo.
¿Q ué sería de ti sin ese pudor que hace sublim e al hom ­
b r e ? . . . La dignidad es un talism án m aravilloso que nos
conduce por la vida. Cuando la perdem os, empezamos a res­
p ira r una atm ó sfera m o rtífera que concluye con nosotros.
No has de ir a la fundición. Ahí tengo ahorrados sesenta
pesos. M ira: — se dirigió hacia el arm ario y después de le­
v a n ta r unas piezas de ropa, sacó una c a jita — aquí están.
¡ A h ! ... ¡qué a le g r ía ! ... — dijo volviendo— . ¿V erdad que
no c r e e s ? .. . Pero es verdad. ¡Qué bien h ic e ! .. . ¿ E s bueno
o no es bueno el a h o r r o ? .. . ¡Cómo nos salv a!. .. Ahí v a n . . .
M ira: diez, v e in t e ... — así fue echando sobre la m esa, seis
billetes de a diez pesos cada uno.
A Remigio le parecía m entira. Sonreía de placer.
— ¡Q uerida P a u lin a ! ... ¿Cómo pudiste re u n ir ese dine­
ro. ganando yo tan p o c o ? .. .
— ¡ A h ! . . . ¿ cómo lo reuní ? . . . Pues, pacientem ente, sin
desesperar, evitando hacer un gasto siem pre que me fuera
posible y . . . en fin, ahora eso no nos interesa. A hora lo
m ás im portante es no volver a la fundición.
— No volveré.
—Con sesenta pesos podemos vivir sin que nada nos
falte unos tre s meses. Y du ran te ese tiem po, ¿crees que no
en co n trarás una o c u p a c ió n ? ... Ni aunque fuéram os inútiles.
Porque yo voy a tra b a ja r, ¿ o ís te ? ... vo estoy san a: t 4
—¿ Q u é ? ...
— Que yo tra b a ja ré contigo.
— Eso si que 110 —dijo Remigio frunciendo el ceño.
— Pero, ¿ por qué ? . . .
— Porque 110, ¡y b a sta ! Y ni me hables m ás de eso.

— 52 —
Paulina comprendió que con in sistir no conseguiría nada.
T rató de eludir el asunto.
— Bueno; entonces dejem os p ara después.
— Ni p a ra después.
— Bueno, señor rezongón, bueno. No se enoje usted.
— ¿Y p a ra qué m e vienes con la h isto ria de s ie m p re ? .. .
— ¡B rrm ! — le hizo a la cara un gesto encantador.
Y dirigiéndose a la m esa agregó: — A g u a rd a r la plata.
¿V es, v e s ? . . . —decía m ientras recogía el dinero— . Todo
esto form a n u e stra libertad, n u e stra querida libertad.
— Tú lo has ganado.
—N o; yo te he ayudado a ganarlo.
Guardó la c a jita en el arm a rio ; cerró y volvió hacia
Remigio.
— Y ahora, prom étem e que nunca h arás nada que pueda
em peñar tu dignidad.
— Te lo prom eto.
— P o r la m em oria de nuestros p a d re s. . .
— Por la m em oria de nuestros p a d r e s ...
Ella entonces abrió los brazos y lo estrechó co n tra su
pecho, m ientras Remigio, emocionado profundam ente, decía­
le enternecido:
¡Qué buena eres. P aulina!. . ¡C uánto te q u ie r o ! ...

El lunes de tarde. Remigio, vestido con su m ejor ropa,


pasó por los escritorios de la fundición. El gerente se sor
prendió :
— ¡C ó m o !... ¿ tú a q u í ? ... ¿no t r a b a j a s ? ...
—No, s e ñ o r ... — y con acento de entereza agregó;
—Vengo a p rese n tar renuncia de mi puesto.
— ¿ R e n u n c ia s ? ... ¿A caso te has incomodado otra
vez ? . . .
— No, s e ñ o r .. . fue aquella vez, nada m ás; pero no pue­
do olvidar. — Medió una pausa y prosiguió: — Yo le a g ra ­
dezco lo que hizo por m í . . . m u c h o ... usted no es como
é l. . . Pero 110 puedo. . . En cuanto entro al taller, parece
que me falta el aire. . . No puedo, no p u e d o .. . — Y perm a-

— 53 —
necio acoquinado, creyendo que ofendía, a pesar suyo. Pero
el gerente se levantó, acercóse a él y le dijo con entusiasm o:
— ¡V enga esa m a n o ! ... Se ven muy pocos ejem plares
como tú. Serás un hom bre, yo te lo aseguro
Se despidieron con grandes m u estras de cariño. Y cuan­
do Remigio regresaba por los escritorios, los empleados, igual
que la o tra vez, dejaron un m omento los libros, para verle
pasar, sereno, con la cabeza erguida, bondadoso y fu e rte co­
mo un hom bre honrado.

JO SE PEDRO BELLAN
C O M E N T A R IO

Has leído el cuento, ¿ v e r d a d ? ... Pienso que el argu­


m ento te habrá interesado como a m í y tam bién emocionado.
Todo el interés del relato se centraliza en el personaje
fundam ental: Rem igio Stagnero, un adolescente enfrentado
a la vida, sin padres, buscando solucionar los problem as
económicos y m orales que se le plantean.
Lo vim os en la fu n d ició n donde trabaja y sentim os la
fu erza expresiva con que el escritor crea el am biente que
lo rodea. “Corrían las zorras, con su rodaje ronco, cargadas
de m aterial; resoplaban los m otores, bufaban las m áquinas,
con sus m il piezas y producían un traqueteo continuo, seco
y rasante como golpe de cuchilla”. “A q u í y allá bram aban
las fraguas en plena labor”. Y en m edio de ese ruido in fernal
una voz llama: — El 36 !. . . — El 36 ! . . .
R em igio deja caer el m artillo y piensa. Recuerda el
relato y com prenderás el m o tivo de la preocupación de
nuestro joven, sus presentim ientos, el recuerdo de la hu­
m illación que aún le “quem a la sangre".
Ya lo tenem os en el escritorio del gerente a donde ha
sido llamado El lujo de la habitación, “la araña deslu m ­
brante", “los m uebles nm plion”, “la alfom bra escarlata”, le
hacen evocar su hum ilde c u artito Ventaos con qué acierto
el escritor trasm ite la scnsaeióu de Stagnero ante aquella
riqueza que tem e m anchar con sus ropas de trabajo.
Dos m undos bien distintos y en ese instante sentidos
como opuestos. S i leiste con atención los diálogos entre el
gerente y Rem igio Stagnero, habrás descubierto su carác­
ter y lo habrás visto erguirse, sereno y digno, “con el rostro
encendido como el resplandor de una fra g u a ” y com o quien
seguro de poseer la verdad, reclama el derecho a ser con­
siderado g respetado.
Profundiza Bellán con m aestría en el alma hum ana, y
percibe sus debilidades y grandezas. Coloca a su personaje
en la situación de despedido.
Rem igio se siente desolado por la pérdida de su tra­
bajo g le dice al gerente: —“Señor. . . yo tenía razón”.

— 57 —
S u voz se apaga. . . ya no tiene fuerzas.
— ¿Qué harías tú en una situación se m e ja n te ? .. . Im a ­
gínalo solo, cam inando angustiado por las calles de la ciu­
dad. ¡Qué am igo nos sentim os de él!.
¡Cómo quisiéram os acom pañarlo!. . . Es que el escritor
nos ha dado la nota hum ana y real conm oviéndonos con sus
palabras.

Un nuevo personaje aparece: Paulina, la herm ana de


Rem igio. A q u í la prosa de B ellán adquiere tono de ternura
para darnos el retrato de esta m uchacha tem plada en el
sacrificio y velando siem pre como una m adre, el v iv ir de
su herm ano. S u salud es débil y su com prensión honda. A
m enudo recuerda escenas vividas con *os padres en la in ti­
m idad fam iliar.
Re?nigio siente, con m adura responsabilidad, que debe
im pedir que su herm ana trabaje y resuelve aceptar un tra­
bajo en las noches para acrecentar los ingresos. Paulina
quiere disuadirlo. Pero R em igio está decidido: a los catorce
años enfrenta la vida con la valentía de u n hom bre.
Después de páginas plenas de ternura y dram atism o re­
coge el escritor un m om ento de alegría de los herm anos que
se unen en el canto y la música. Pone asi en el relato el
acento jovial: la risa y felicidad es com partida por los veci­
nos y logra trasm itirnos una visión de la vida en sus tonos
cam biantes. Podemos decir que su narrativa es realista y
presenta los aconteceres del diario vivir tal como son. Cada
ser, tú y y o y los demás, estavios rodeados de situaciones
que determ in an nuestra conducta.
Hay gestos que encierran belleza, actitudes nobles y
dignas, fre n te a los conflictos que se plantean. T ú los irás
descubriendo a través de la acción de los personajes, te* sus
palabras. E stoy segura que la nobleza de Stagnero te cauti­
vará hasta sentirlo v iv ir a tu lado, como un amigo sincero
y querido.
Algo inesperado puede cam biar el rum bo de una e x is­
tencia: asi cam bia de pronto el relativo bienestar de R em i­
gio y Paulina. El autor penetra adm irablem ente en el alma

— 58 —
de sus personajes, con s iu miedos, con sus dudas. Los hace
m editar y pone en sus jnilabras las verdades que quiere
trasm itir. A veces la esperanza vibra en la alegría del ins­
tante pasajero.
—Serem os felices, P a u lin a ... nada nos faltará. Lejos
estaban de im aginar lo que ocurriría. “Sin trabajo é l” . . .
Esa idea le obsesionaba y con ella en la m en te recorría
las calles de nuestra ciudad: porque los escenarios en que se
m ueven los personajes del cuento son m ontevideanos; de
un M ontevideo distinto al actual puesto que ha pasado m u ­
cho tiem po. Pero el problem a que agobia a Rem igio puede
ser el problem a de un jo ve n cualquiera y de ahora. El es­
critor expresa aquí sus ideas, que tienen vigencia: “El que
pide trabajo no pide un favor; todo el que trabaja da parte
de su vida para los otros”. ¿Tiene razón Bellán? ¿Qué pien­
sas tú?

Quizás la vida de nuestro amigo se va enriqueciendo


con nuevas experiencias y la fe, el valor no lo abandonarán.
Lo vim os cansado en su lucha pero por m om entos fortale­
cido en la esperanza. Es el recuerdo de un amigo que llega
de pronto a su m ente. Sí, a pocas cuadras, tenía un com­
pañero de escuela. Era duetto de una tienda; hacia mucho
que no lo v e ia ; pero estaba seguro qtie lo recibiría m uy bien.
La suerte, una vez más. fu e dura con él. La respuesta del
empleado: — “E l Sr. Stom ba le pide disculpas; está m uy
atareado y no puede atenderlo", le pareció increíble. Im a­
gina esta situación y sentirás el desencanto de Rem igio. El
no podia creer que se olvidaran los dias de com pañerism o
del aula escolar. El desdén lo hirió profundam ente, y con
esa sensación siguió su camino. Recordarás que llega a la
E s c u e l a Industrial en busca de trabajo. Dentro, en el patio
lee un cartel: “No se necesitan oficiales ni aprendices”. . .
Cerca, m uy cerca la playa. Un nuevo paisaje, que el escritor
coloca hábilm ente como para darnos un sím bolo de alegría,
de plenitud, en el frasaso que ha acompañado a Stagnerò.
Ahora se enfrenta al m ar, al cielo, que parecen cam inos in fi­
nitos libertad esperanzada. Todo puede s e r . . . solo hace falta
que no lo abandone la voluntad. El agua, palpitante como
su ju v e n tu d , le invita a sum ergir su cuerpo sano. S ien te la
fresca caricia y su m en te m ira el horizonte, allá, lejos, que
puede ser un “m añana d istin to ’’.
La alegría lo invade, la plen itu d de la naturaleza le
contagia. ..
Escenas inesperadas suceden y la suerte de nuestro jo ven
sigue adversa. El piensa en su destino con aguda in telig en ­
cia porque “cuando se sufre el pensam iento se hace agudo
com o u n rayo de lu z”.
Un nuevo personaje aparece como im portante ju n to a
Rem igio. Es el comisario, con quien dialoga. El le ha dicho
en la despedida: — “Ojalá no cam bie tu tem peram ento.
Donde quiera que vayas la dicha irá contigo”.
Agobiado por dias de lucha, demasiado intensa para su
edad, se siente débil, im potente. En su interior hay una gran
confusión. Y por fin resuelve vo lver al taller. Piensa: — Que
Paulina no supiese nunca que se entregaba!. . .
Dice Bellán: “La tem pestad de su alm a estaba invisible,
bien adentro. No la m ostraba por bondad, por orgullo!” Era
lo que le restaba; su bandera de dignidad, flam eando alta
en la cum bre tem pestuosa de su vivir.
N ueva m en te en el taller, no se siente contento. Hay
algo que lo m ortifica. El escritor expresa con poético acento
su estado espiritual. “Era un dolor triste, desteñido, como
los dobles lentos de una cam pana”.
Los com entarios de los com pañeros le m olestan. Había
oído cuatro versiones distintas acerca de su actitud. Solo
coincidían en un punto; en el acto de su hum illación.
“La dignidad es un talism án m aravilloso que nos conduce
por la vida”, le había dicho Paulina. Estas palabras que
recuerda le ayudan a tom ar una decisión. Por fin le ha con­
fiado la verdad a su herm ana y esta com unicación Iq hace
sentir mejor. Decidido y con su m ejor ropa va a la fundicióh
a renunciar. Se siente fu e rte , liberado, dueño de sí m ism o,
cuando dice: — V engo a presentar m i renuncia.
El gerente com prende. Con sim patía le dice: Venga esa
m a n o . . . Se ven m u y pocos ejem plares como tú. Serás un
hom bre, yo te lo aseguro.

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Y cuando R em igio regresaba por los escritorios, los e m ­
pleados lo m iraban p a sar sereno, con la cabeza erguida. “bon­
dadoso y fu e rte como u n hom bre honrado”.
Acaso alguna v ez tú ta m b ién buscaste la m irada de
tus com pañeros de clase fre n te a un acto tu yo y si ellas
fueron de aprobación, una íntim a alegría inundó tu corazón.
Rem igio tam bién sintió esas m iradas de sus com pañeros de
trabajo y una cálida dicha lo penetró.
Con ella marcha ahora por la vida, seguro, firm e , con­
fiado en su voluntad. El escritor con inteligencia no nos dice
m ás, sus ú ltim a s palabras nos dejan una inquietud. ¿Cómo
será la vida de Rem igio en adelante? y nos da así la opor­
tunidad de confiar en él, en su triunfo, que es el triu n fo de
la voluntad y la dignidad del hom bre.

Ya en posesión del tem a y su interpretación, sentim os


que hay en el cuento otros valores. Para descubrirlos, te
in vito a una segunda lectura que te pondrá en contacto,
seguram ente, con expresiones que pasaron inadvertidas, de­
masiado conm ovido por el argum ento.
Una obra literaria vale por el interés que despierta su
tenia, por la form a en que está tratado, por los conceptos
que se exponen, por el estilo y el lenguaje que m aneja el
escritor, es decir, por varios elem entos que com plem entan
y determ inan sa valor artístico.
En este caso hem os visto que el tem a elegido por el
escritor nos interesa y conm ueve. S u intención es dem ostrar
la «'.i i ufeiicía de valores m orales como la dignidad, la hon­
rada la nobleza en las actitudes, la voluntad vencedora, el
anuo fraternal. Valorado desde otro ángulo podem os con-
síd en ii la evolución del carácter del héroe. En la prim era
parte, e nos m uestra un Stagnero agobiado por deberes,
¡no intim o orgullo; indeciso, in teriorm ente confundido, en-
cri rada en sí mismo.
I,ii Mtgunda parte lo presenta enriquecido por dolorosas
a p e l l i n e n i s . con una dignidad altiva y una voluntad he­
roica T1& ■y»j
I n justicia se m anifiesta en la consideración de sus

— 61 —
compañeros, en la com prensión de algunos de los personajes
que tratan con él, en su tranquilidad de conciencia.
La vida es un continuo renacer; su tem p le le hará ca­
m inar con la fre n te en alto.
El estilo y el lenguaje del escritor poseen honda fuerza
expresiva y sinceridad.
El am biente en que se d esarrollan los acontecim ientos
pertenece a una época pasada. Los personajes representan
una clase social hum ilde. Pero las ideas que ani7na la narra­
ción son actuales. El trata con inteligencia problem as hu­
manos de un jo ve n de hace treinta años, pero que a lo m ejor
tú tam bién tendrás que afrontar, puesto que los se n tim ie n ­
tos y las pasiones son tan antiguas como el m undo.
En el liceo, leerás el cantar “Mió C id”; una obra clásica
de la literatura universal. Verás que aunque los personajes
y am biente pertenecen u una época m u y antigua sus valores
son perm anentes y hay expresiones y conceptos acerca de
la honradez, valor y cobardía que aun hoy pueden aplicarse.
Es que una verdadera obra de arte, tiene la v irtu d de dar
a lo particular la validez y la fu erza universal.
Bellán ha dem ostrado, un espíritu observador y cono­
cedor del alma hum ana. Logra em ocionarnos con gestos y
actitudes nobles y revelarnos un m undo que puede ser el
nuestro. El espejo que refleja nuestros egoísmos, nuestros
m iedos, n u estras virtudes y debilidades. Tam bién la belleza
m oral de las valientes decisiones.
El m ensaje m oral que quiere tra sm itir el escritor, en
“R em igio S tagnero”, es perm anente.
En toda vida hay acontecim ientos externos que m odifi­
can una conducta. Pero los propósitos que nacen de un ca­
rácter firm e y valiente pueden sostenerlo en su dignidad

-6 2 —
Este libro se term inó de im p rim ir el día 20 d e octubre de 1960,
en los Talleres G ráficos LANUS, P aysandú 1236, para Ediciones AULA,
B artolom é M itre 1381, Montevideo,

í /

Edición am parada p o r el a rt. 79 de la Ley N° 13,349.


Comisión del P apel, M inisterio de Industrias y T rabajo.

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