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1a 11 : |
¡ Como recuerdo |
de su a c t u a c i ó n en
Diciembre de 1966.
*iiiiiiiiiimiiiiHmiiiiiiiimiiiiiiiiiiimmmiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiimimiiimiiirc
I sol da P e r e i ra
Páginas de
un maestro
“ R E M IG IO S T A G N E R Ò " de JO S E P. B ELLAN
I
Ilustraciones de P ED R O B U E L A
A fin de facilitar la lectura del cuento, nos hem os perm itido in troducirle
pequeños cortes, asi como dividirlo en capitulos breves,
El día an terio r, por la tard e, había tenido un altercado
con el hijo de uno de los dueños de la fundición, un mozal
bete engreído, que sólo pasaba por los talleres con el único
fin de hacerse ver. El hecho ocurrió así:
Pasaba el infatuado con uno de los capataces, m irando
hacia todos con un aire tan im pertinente que daba ganas de
m andarle con un tornillo por la cabeza. Al llega!- a la to r
nería se detuvo y echó la m ano al bolsillo de los cigarros.
Como se hallase con la cajilla vacía, sacó de su chaleco una
m oneda de cincuenta centésim os y dirigiéndose al obrero
m ás próximo, que era Remigio, le a rro jó el dinero, dicién-
dole con un re tin tín insufrible:
—“ ¡ C h e ! ... traem e cigarrillos” . — Remigio, que estaba
m uy abstraído, lim ando una m elladura, no entendió, al p rin
cipio. — “Que me tra ig a s cigarrillos. ¿ E s tá s sordo?”
— “ Ahí tienes el dinero" agregó el capataz, indicán
dole el sitio donde estab a la moneda.
Pero Rem igio no se movió. Al verse tuteado de tal modo,
por una persona a quien sólo conocía de vista y que, no o b s
ta n te , le m anifestaba un desprecio tan injustificado, uxpcri
m entó una g ran hum illación. Sintió vergüenza, rabia, un ca
lor in te rio r que se expandía por la piel y le quem aba el
rostro. Sin em bargo, logró dom inarse y dijo con alguna tr a n
quilidad:
— “ No voy” . ..
— “¿Q u é?” . . . — preguntó el arro g an te, cual si hubiese
recibido un insulto.
— “ No voy” . . . — tornó a decir con firm eza. El capataz
in te rv in o :
— “ ¿Qué es e s o ? " ... "¿C óm o?” . . . — Pero el petulante
le hizo callar.
— “ Déjemelo a m i". — Y dirigiéndose a Remigiy, iyn-
tinuó: *
— “¿V as o no v a s ? . . . ”
— “ No” .
—“Muy bien. Ya se a rre g la rá todo". Y soltando una
carcajada burlona agregó: “ ;J á , j á ! . . . ¡la pretensión de los
m uertos de h a m b re !”
Aunque Remigio sólo tenía diez y siete años, estuvo a
punto de sa lta rle al cuello, igual que un tig re. P ero se con
tuvo. El fu ro r le había trab ad o la lengua. Recogió la m oneda
y arrojándosela con fiereza a los pies, dijo tartam u d ean d o :
— “ Mucho peor es la pretensión de los harag an es".
Se m iraron una vez m ás, fre n te a fre n te. Después se
separaron.
Cuando fu e a su casa, Rem igio no dijo una palabra
sobre el incidente de la tard e. Su herm ana lo halló algo serio
y retraído. Cenó poco y a las nueve de la noche ya estab a
acostado. No podía q u ita rse la idea que, al otro día, se ven
garían de él, haciéndole perder el tra b a jo .
Pero la m añana siguiente tra n sc u rrió sin que nadie le
m encionase el suceso de la víspera. E sto le tra jo alguna
confianza y perm aneció tranquilo. H a sta se im aginó que todo
quedaría en nada. Y al mediodía, cuando llegó a su casa para
alm orzar, abrazó y besó a su herm ana.
Pero de tarde, al ser llamado, cuando ya empezaba a
olvidarse de su asunto tan enojoso, comprendió que sus sos
pechas eran fundadas. Le invadió una gran inquietud. La
idea de que sería despedido de una casa donde hacía m ás
de un año se ganaba el pan, le dejó sin aliento. Lo hubiera
preferido todo, menos eso. T rató de reanim arse y empezó a
andar, hacia la Gerencia. Algunos com pañeros le m iraban
al p asar y él les sonreía estúpidam ente, sin sab er p ar qué.
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Su estado m ental era muy raro. Parecía haber perdido
la conciencia de todo cuanto acababa de pasarle. Sólo de vez
en cuando, como esos relám pagos que cruzan los cielos bo
rrascosos, así cruzaba por su cerebro la idea de que había
perdido el tra b a jo . E xperim entaba entonces una fu e rte sacu
dida y cerraba los ojos como si con ello lograra am o rtig u ar
la violencia del choque interior.
Si para un hom bre hecho ya, es fu e rte y desconcertante
la pérdida de un empleo, p ara Remigio, esto tenía el carácter
de un verdadero dram a.
— 11 —
lices de perm anecer ju n to s. E ra entonces cuando recordaban
a los m uertos. N unca fa lta b a un pretexto. Y como Paulina
era m ayor, contaba a Remigio m uchas cosas de sus padres.
E ste escuchaba, boquiabierto, emocionándose con los rela
tos, sintiendo a su vez encenderse en su m em oria recuerdos
de escenas vagas, confusas, que habían ocurrido ha m ucho
tiem po.
Una tard e, al volver Remigio del tra b a jo , encontró a su
herm ana b a sta n te mal. Tenía el ro stro profundam ente páli
do y una som brica de m uerte le llenaba las ojeras. Cuando se
dispuso a serv ir la m esa él no lo perm itió.
— Yo lo haré, deja, yo lo h a r é . . . — Pero no cenaron.
T ra ta b a ella de comer con el único fin de no inq u ietar a
Remigio, pues siem pre habíale ocultado sus desfallecim ien
tos. Mas era una precaución inútil. Hacía dos días que Rem i
gio venía notando el decaim iento de Paulina, pero callaba por
no alai-marla. No obstante, al verla así, tan tris te , dijo sin
poderlo rem ediar:
— Tú no debes tra b a ja r, Paulina.
— ¿ Por qué ?. . . — preguntó, haciendo esfuerzos por
sonreír.
— No debes tra b a ja r, porque. .. ¡b ah !. . . porque me pa
rece que te hace mal.
—N o ... hoy, no m á s .. . Me cansé y eso es to d o .. . —
Paulina m entía y él sabia que estaba m intiendo. Por eso, sin
d e ja r de m irarla, le dijo con brevedad:
— Es necesario que te cuides.
— Yo me cuido.
— Pero no es bastan te. — E sta escena ocurría un lunes.
T res días después, al ra tito de cenar, Remigio, an te la n a tu
ral sorpresa de su herm ana, se puso el som brero con ánim os
de volver a salir.
—¿Y a dónde vas tú ?
— Al biógrafo, a tra b a ja r.
— ;. A t r a b a j a r ? . . . ¿qué estás d ic ie n d o ? .. . — EÍitdhpes
le contó. El señor de la fábrica donde tra b a ja b a como ap ren
diz le había recom endado a un amigo suyo, dueño de un cine.
Y lo habían adm itido en carácter de acomodador, con una
asignación m ensual de quince pesos.
— De modo que ya v e s . . . —prosiguió— diez de día y
quince de noche, hacen veinticinco pesos por mes.
— 12 —
— ¡ Pero R em igio! . . .
— No hay Remigio que valga. Sólo te exijo una cosa: no
quiero que toques esta m áquina de coser ¡.Oiste b i e n ? ...
no quiero.
— ¡P ero m u c h a c h o !... ¿cómo es posible que tú tra b a je s
de día y tra b a je s de noche?
— ¿Y qu é?. . . ¿P iensas que me h a rá m al? No hay ta re a
que me m ate. Soy como un ñ a n d u b a y .. . — Pero Paulina no
tra n sig ía . E stab a emocionada. El acto de su herm ano acaba
ba de producirle el efecto de una caricia. Sintió un repentino
b ien estar y se hubiera echado a sus pies, ag radecida; pero
no aceptaba. Se acercó a él, le pasó un brazo por el cuello y
le dijo sonriendo con dulzura:
— E res m uy chico. Remigio. No quiero ese sacrificio. —
Pero éste le contestó en un tono resuelto.
— No me im porta que no quieras. Ya está todo hecho.
H asta luego. .. — Paulina intentó detenerlo:
— Pero m ir a . . .
— No tengo nada que m i r a r ... ¡ A h ! . . . — dijo volvién
dose— me pones la llave bajo la p lan tita de la ventana. H as
ta luego. . . — y salió, casi corriendo.
Paulina lo llamó de nuevo, fue h a sta el corredor, pero
ya no lo encontró. E ntonces volvió al cuarto, recostóse sobre
su cam a y quedó pensativa largo rato. Luego apagó la luz
eléctrica y encendió un pequeño velador de aceite. Oyó dar
las diez, las once, las doce. ..
En un rincón de la pieza semi oscura, había un reverbero
e n c e n d id o ... La leche iba calentándose en una cacerolita
azul. Todo era difuso en la habitación adorm ecida en una g ran
quietud. Sólo se oía el pulso invariable del d espertador: tic
tac, tic -ta c . . . G randes som bras que proyectaban los muebles,
de abajo a rrib a, subían por las paredes h a sta el techo. E ran
form as ra ra s, caprichosas y que, sin em bargo, im presionaban
por el c a rá c te r hum ano que había en alguna de tellps. De la
cornisa de un arm ario, salía una cabeza espantosa, ¿asi, sin
fren te, ó rb itas hundidas y una nariz feroz, igual que un pico
de ave de rapiña. P arecía la obra de un d ib u jan te diabólico.
Y bajo el resplandor lacrim oso de la lam parilla, resplandor
opaco y sangriento, se destacaba la cabeza de Paulina, echada
hacia a trá s , sobre el respaldar del sillón, con su ro stro pálido,
su ro stro inquieto, su ro stro de ansiedad.
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Remigio, pues, a los catorce años, hizo cara a la vida.
T rab ajab a a destajo, en cualquier p arte, en cualquier cosa.
Y lo hacía con entusiasm o, movido por el afán de reconquis
t a r la salud de su herm ana.
De día ten ía una ocupación fija en un establecim iento
donde se encuadernaban libros, pero de noche, por una causa
o por o tra , cam biaba a menudo de casa y de tare a. En el
biógrafo estuvo tre s meses. Luego lo tom aron en una cerve
cería. donde servía los “chopps” y lavaba vasos. Y llevaba
esa vida nocturna, hoy aquí, m añana allí, ganando reales que
se pagaban después de so ltar el tra b a jo , pero que, g u a rd a
dos, form aban al final de cada mes una sum a de pesos que,
bien empleados por su herm ana, alcanzaban para salvar los
m omentos m ás difíciles.
Al principio, P aulina, en vez de m ejo rar había empeo
rado. Pero luego, bien fu era por los cuidados incesantes de
Remigio, bien porque su organización había- sido capaz de re
sistir al mal, empezó a te n e r voluntad, se hizo m ás alegre,
perdió la palidez y al cabo de un año parecía curada. E nton
ces in te n tó volver a tr a b a ja r p ara que su herm ano dejase
su ocupación nocturna.
— Que n o . . . te digo.
— Pero, m ira, Rem igio; ¡si yo ya no tengo nada! ¿Cómo
es posible que tú lo hagas todo?
— No, no y n o . ..
— ¡ V a y a ! .. . no seas terco. A mí me duele mucho esto.
H as hecho b a sta n te por m í . . . a h o r a ... — iba a proseguir;
pero su herm ano se enojó y cuando se enojaba parecía un
loco. Calló por no irrita rlo más.
Pasó un tiempo. Llegó la Nochebuena y m ien tras cena
ban, Paulina dijo a Rem igio:
— ; Qué pena que no puedas q u e d a r te ! ...
— ¿ E s c ie r to .. . pero ¡bah!... — y se encogió de hom bros.
— Hoy es N o c h e b u e n a ...
Remigio quiso sobreponerse, como siem pre, pero e sta vez
estuvo flojo. P or poco se le escapa: “ ¡D esearía q u ed arm e!”
No lo dijo con la boca; pero lo expresó con la cara a p esar
suyo.
Se sentían tris te s . A fuera, en la g ran casa de inquilinato,
se oía la fiesta. Música de g u ita rra s, de mandolinos, cancio
nes a m uchas voces, risa, algazara. Sólo ellos dom inados
por una m ism a pena, perm anecían silenciosos. Comieron sin
apetito.
— H a sta luego.
— H a sta luego.
Al quedar sola, P aulina volvió a p ensar en el modo de
h allar un medio que evitase a Remigio el tra b a jo nocturno.
— 16 —
—¿Y qué tra e s a q u í ? ...
Remigio, que había visto la cacerolita azul donde se ca
lentaba la leche, p ro te stó :
— No, n o . . . ¡nada de café con leche, h o y ! ... abre a h í. ..
Y señaló los paquetes. En uno de los envoltorios venían
dos m edias botellas de sidra espum ante; en el otro, un pan
dulce, tu rró n y castañ as asadas.
— ¡Pero! ¿qué has hecho, m uchacho? — decía Paulina.
— ¿Y q u é ? .. . com pré e s o .. . las propinas me lo dieron.
A comer, pronto. ¿Q ué? ¿ E s tá s dorm ida? T rae vasos.
P aulina sintió nacer una alegría tan grande que abrazó
a su herm ano.
—E res un loco. . .
Remigio destapó las botellas con g ran ap arato , porque
ella ten ía miedo que el tapón le lastim ara la cara. Y comie
ron del pan, del tu rró n , de las castañ as y bebieron del vino
toda la dicha, toda la dicha que hay en un vaso de vino, cuan
do él rep resen ta un in sta n te de am istad profunda. M ientras
tanto, hablaban y hablando pensaron en el porvenir.
— M ira — decía P aulina— no es ta n difícil como tú su
pones. Hoy averigüé que el hijo de doña M atilde g an a en la
fundición ochenta centésim os diarios. Y tiene m ás o menos
tu m ism a edad.
— Y con eso ¿ qué ganam os ?. ..
— Que si tú lograses tra b a ja r allí o en una casa parecida,
no ten d rías necesidad de tra b a ja r de noche.
— ¿ Y cómo ? . . .
—Ju stam en te. A hora, con las dos ta re a s ganas veinti
cinco, veintiséis pesos por mes. Si consiguieras un jo rnal de
ochenta centésim os, tendríam os m ás o menos la m ism a can
tidad y podrías dedicar las noches a lo que quisieras. ¿No
te parece bien ? . . .
Remigio parecía reflexionar.
— Veremos, v e re m o s .. .
— Y adem ás — agregó poniéndose seria— me sacas a mi
e sta preocupación. Me es doloroso v e rte convertido en un es
clavo. No, no quiero que esto p ro sig a . ..
— Bueno, después verem os. Dejemos este asunto ahora.
Oyes cómo bailan ? . . .
En efecto. Desde una de las piezas cercanas llegaban los
compases de un vals m uy movido, alígero, bailado al parecer
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por m uchas p arejas. Tam bién se oía un coro voceado por hom
bres y m ujeres,
—¿T e g u sta la m úsica, P a u lin a ? ...
— Ya lo c r e o ... ¡Si estuviera p a p á ! ... P apá tocaba la
c íta ra , esa que está ahí g uardada.
— Y tú la tocabas tam bién.
— ¡ A h ! ... pero m uy poco. Algo que él me había en
señado. *
— ¿A v e r ? . . . T o c a ...
Paulina se levantó y se dirigió al arm ario.
— Pero no va salir nada. Le faltan cuerdas.
— No im porta — repitió— aunque sea a l g o ... quisiera
o írte tocar.
— A m am á le g ustaba mucho oír— dijo volviendo con el
instrum ento. — ¡C uántas veces se pasaban los dos, horas y
h o ras!. .. ¡Y t ú ! . .. ¡U f!. .. eras chiquito así, y te quedabas
con la boca abierta, sin pestañear. “Quiero la m uca” — de
cías— “quiero la m uca". — Se había sentado y pulsaba con
sus dedos torpes las cuerdas m etálicas de la cítara.
— ¡Qué lindo! — dijo Remigio palm oteando. ¡Qué lin
d o ! . . . ¿V am os a c a n ta r? . ..
Paulina sonrió.
— ¿A c a n ta r q u é ? . . .
— U na canción. .. ¿no sabes a lg u n a ? .. .
— ¿ A lg u n a ? .. . quizá me a c u e r d e .. . e s p e r a .. .
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m anifestación ruidosa, com pletam ente inesperada. Ella invo
luntariam en te se había puesto de pie, y m iraba hacia la puer
ta. Remigio observaba en la m ism a dirección, haciendo visi
bles esfuerzos por com prender lo que ocurría.
— ¡ B ra v o ! . . . ¡ o tra , o tra canción! . . .
— Nos aplauden — dijo Remigio, ruborizado.
Entonces, Paulina abrió la ven tan ita, asomó su cabeza
por en tre las hojas de las plantas que llenaban el cuadro, y
sonriente, feliz, con la vocecita cálida aún, dijo enternecida:
—¡ M uchas g ra c ia s ! . . .
U na nueva salva de aplausos retum bó en la noche.
— 22 —
mordió los labios. No, no le diré nada, nada, n a d a .. . ya en
con traría ocupación al día siguiente. Y continuó decidido a
callar.
P ero al encontrarse en Y aro y U ruguay, dos cuadras an
tes de su casa, le acom etió un desasosiego, un miedo espe
cial, indefinible. Avanzaba con len titu d y tem ía llegar. De
buena gana hubiese dado un g ran rodeo. ¡Qué doloroso, repe
tíase, qué d o lo ro so !.. . E sto no me ha pasado nunca.
Al llegar a la calle P aysandú, se paró en la esquina. No
sabía cómo hacer. Temió que llegando más ta rd e que de cos
tum bre, su herm ana sospechase algo. Entonces se decidió.
Sombrío, indeciso, se dirigió lentam ente hacia la casa de
inquilinato. En el corredor encontró a varios conocidos que
le saludaron sonrientes. El hizo un esfuerzo y tam bién sonrió,
pero el corazón le latía con violencia, y cuando entró a la pie
za, parecía un culpable descubierto en pleno delito.
P a ra su e rte suya, Paulina no estaba. Llegó un m omento
después, m om ento que él aprovechó para reponerse.
— ¡A h !. . . bandido ¿y a estás a q u í ? ...
Y lo besó con dulzura. El le devolvió el beso y dijo:
Sí
En o tra s circunstancias hubiese tenido m uchas cosas que
contarle, porque era m uy ch arlatán y juguetón, cuando se
encontraba con personas queridas. Pero ahora, su lengua es
tab a m uda y cuando ella le m iraba, él sentía miedo y volvía
los ojos hacia o tra parte.
Y aquella noche, precisam ente, Paulina esta b a m uy ale
gre. Sirvió la m esa cantando y no cesó de brom ear, m ientras
comían.
Su herm ano hacía grandes esfuerzos por parecer conten
to. Seguía su conversación y reía cuando ella reía. E sto, al
principio lo creyó fácil, pero luego fue experim entando un
cansancio m oral y los m úsculos de la c a ra se m o straron to r
pes, indóciles. Empezó a s e n tir un pequeño dolor en la fre n
te, un dolor que le b ajaba h a sta los párpados. “ Nunca me ha
pasado esto — repetíase— nunca. .. ¡si ella s u p ie s e ! ...’’ —
Y se sen tía ta n im potente p ara el disimulo. ¡El, ta n fu erte,
tan sano, tan b u e n o ! ... ¿N o sería m ejor que se lo dijese
todo, ahora, m ientras ella lo m iraba ? . . . — Pero al m om ento
se arrep in tió de su intención. ¡ La vio ta n tranqn-il«v-tan fe-
23
l i z ! . . . No, n o . . . eso sería una cobardía. ¡Que sufriese él,
bueno, pero e lla ! . . . No obstante, P aulina, que al fin notaba
algo anorm al en Remigio, le preguntó con curiosidad:
—¿Sabes que e stá s ra ro e sta n o c h e ? ... ¿Te pasa al
g o ? . . . — El respondió con viveza:
— ¿A m í ? . . . — y abrió mucho los ojos, porque le p are
ció que con ello convencería a su herm ana— ¿qué quieres que
me p a s e ? .. . ¡Ja , ja , j a ! . . . — y se movió buscando p retex to
para no m o strar la cara. P o r un in sta n te pensó que todo se
había descubierto, pero hizo un esfuerzo suprem o y, cuando
m iró a su herm ana, presentóle el ro stro tranquilo, sonrien
t e . . . La tem pestad de su alm a estab a invisible, bien aden
tro. ¡ No la m ostraba por bondad, por o rgullo! . . .
Aquella noche se acostaron m uy tem prano. Remigio da
ba vueltas en su catre, nervioso, queriendo olvidarlo todo pa
ra poder dorm ir. Pero dieron las doce y aún esta b a despierto.
Oía la respiración reg u lar de P aulina que descansaba profun
dam ente.
—Si yo hubiese hablado no e s ta ría tan tra n q u ila — pen
só— . M añana me lev an taré tem prano, m añana me levantaré
te m p r a n o ... — después, rendido, se durm ió. Y como sucede
generalm ente, cuando el espíritu e stá m al dispuesto, tuvo un
sueño malo. Soñó con una inundación: el agua m uy tu rb ia
llevaba en su m arch a cadáveres y m uebles, a rrasad o s por la
corriente. De pronto oyó la voz de su herm ana que lo llam aba
a n g u s tio s a ... La vio a alguna distancia, haciendo esfuerzos
desesperados por salvarse. El se acercó hacia ella, nadando
con vigor, pero, por m ás que nadaba, no podía acercarse y
Paulina se m oría.
D espertó a las seis y aun no había abierto los ojos, cuan
do un pensam iento frío y b ru tal le detuvo la respiración:
“ ¡A yer te echaron, a y e r te echaron!” . . . — Se sentó de golpe,
m iró en torno y fue recordando. La verdad se le presentó en
toda su rudeza. La esperanza de que fuese una pesadilla duró
apenas unos segundos. 4
V istióse y se levantó en silencio. Paulina dorm ía aún.
Cuando estuvo pronto, escribió de prisa, sobre el reverso de
un program a de biógrafo: “ A yer me olvidé de decirte que hoy
necesitaba llegar a la fundición media hora antes. H asta lue
go” . — Y dejó el papel en un sitio bien visible.
— 24 —
Cuando se encontró en la calle, vaciló un m om ento, sin
sab er qué dirección tom ar. ¿A donde iba? No podía decírselo.
Sólo tenia una idea, m etida en su cráneo como un clav o : “ Hoy
tengo que hallar tra b a jo en cualquier p a rte ” . Llegó h a s ta Ce
rro Lago, subió h a s ta la calle S ie rra y se dirigió por ella,
hacia la Aguada.
E ra una herm osa m añana de Diciembre. Pequeños g ru
pos de obreros pasaban de prisa, casi corriendo. Los pitos de
las fáb ricas sonaban aquí y allá, m ien tras grandes bocanadas
de humo, em ergiendo de las chim eneas, ascendían con lenti
tud bajo un cielo límpido y sereno.
Una g ran cantidad de vehículos ocupaba ya la calzada.
Dos tra n v ías de la com pañía alem ana pasaron, a testad o s de
pasajeros, tra b a ja d o res de los frigoríficos que se dirigían al
puerto.
Remigio andaba algo nervioso. E ra la prim era vez que
se hallaba en unas andanzas ta n críticas. N unca la necesidad
lo había aprem iado con ta n ta insistencia. Sabía, estaba segu
ro de que, si bien le sería fácil en co n trar alguna ocupación que
le perm itiese g a n a r un poco de dinero, en cambio, le sería
difícil hallar una ta re a que le diese p ara cu b rir los gastos de
la casa.
Al llegar cerca del Congreso, pasó an te una h e rre ría . Se
detuvo, m iró hacia el in te r io r ; pero no se anim ó a e n tra r.
Remigio era tím ido. Carecía de esa desenvoltura que nos
perm ite m anifestarnos con libertad en todas p artes. ¿H ab ría
cosa m ás n a tu ra l que p rese n tarse en una fábrica o a n te un
establecim iento cualquiera y decir con entereza: “ ¿H ay t r a
bajo para m í” ? . . . — Porque el que pide tra b a jo , no pide un
fav o r: todo el que tra b a ja da p a rte de su vida p ara los otros.
Remigio lo entendía así, y, no obstante, no podía desprender
se de una inquietud que le entorpecía la m ente. Vacilaba, no
sabiendo si e n tra r o seguir de largo, cuando le hablaron desde
el taller.
— ¿Qué buscabas, m u c h a c h o ? ... — E ra un señor alto,
grueso, sin duda el dueño. Rem igio entró entonces y quitán
dose la g orra, dijo todo cortado:
— ¿N o necesitan un tr a b a ja d o r ? .. . — El hom bre lo m i
ró como si lo m idiera.
— ¿Sabes h e r r a r ? . ..
—No, señor — contestó con franqueza— puedo hacer he
rra d u ra s.
— No, no n e c e s ito ... Q uería uno que h e rra se o por lo
menos que ayudase al herrador.
Hubo una pausa. Remigio, rápidam ente, pensó que eso
sería fácil de aprender. Con in te n ta r no p erdería nada.
— ¿Y cuánto p a g a n ? ... —preguntó.
— Quince pesos y el alm uerzo.
— ¡ Quince p e so s! . . . — exclamó decepcionado.
— Y el alm uerzo. . . .
i O h ! . . . ¡ qué le im portaba a él el alm uerzo! Quince pe
sos 110 alcanzaban p ara nada. Se turbó, no sabiendo cómo de
cir que no. Luego, saludando torpem ente, salió del taller.
Ya en la calle, continuó por S ierra h a s ta A graciada. A
poco an d ar se halló an te una g ran fundición. E n tró , som brero
en mano, y se encaró con el prim er empleado que tuvo a su
alcance.
— Un m om ento — le dijeron. Y tra n scu rriero n quince m i
nutos, veinte, m edia hora. Remigio comenzaba a im pacien
ta rse . P asaban los individuos sin m irarle, como si 110 lo vie
sen. Todo daba la im presión del desorden. Se oía la barahun-
da del hierro, dom inando el establecim iento como una m a
tra c a form idable.
A burrido, empezó a pasearse igual que un so ld ad ^ cuan
do está de guardia. En una de esas, tornó a p a sa r el empleado
a quien se había dirigido al e n tra r. A guardó a que éste le
hablara, pero, como viera que seguía indiferente a su pre
sencia, le llainó:
— S eñ o r. . . — El empleado se volvió:
— ¿Q ué d e s e a b a ? .. . — Remigio repuso, sorprendido de la
— 26 —
poca m em oria de su interlocutor:
— U sted m e dijo que esperara un momento. — El otro
pareció no recordar, pero exclamó de p ro n to :
— ¡ A h ! ... s í . . . ¿U sted buscaba tra b a jo , n o ? . . . Sí,
s í . . . espere un m om ento. . . — y le dejó m irando. Volvió a
hallarse solo, entre los escritorios. E sta b a fastidiado, im pa
ciente. Le parecía que perdía el tiem po. Se anim ó a m ira r
por las ventanillas. Vio a un hom bre serio que exam inaba
unos libros de caja. — ¿Si me m i r a r a ! .. . — pensó— . El se
ñor, cual si lo hubiese oído, volvió hacia él los ojos. Remigio
se anim ó y dijo lo que habia dicho al otro empleado.
— Un m o m e n to .. . — respondió. Y tornando a m ira r el
libro, llamó en alta voz:
— ¡F e d e r ic o ! ... — Alguien repitió m ás a d e n tro :
— ¡F ederico!. . . — A poco llegó un individuo m uy flaco,
que usaba anteojos, pecoso, rubio de azafrán. E n llegan
do, dijo:
— ¿ Me llam aba ? . . .
— Sí. F íjese si hay tra b a jo p a ra ese m uchacho. — E ste
se dirigió a una m esa, tom ó un libro y después de rev isar
unas cuantas hojas, se volvió diciendo:
— H ay dos vacantes en la fundición.
— Y... ¿cuánto p ag an ? — p reguntó Remigio exaltándose.
— Doce pesos — dijo el rubio.
— ¡Doce p e s o s ! ... — m urm uró palideciendo— . Yo gana
ba un peso y veinte centésim os por día.
— ¿ Dónde ? . . .
— E n la fundición A m ericana. — Y había en su ro stro
ta n ta contrariedad, ta n to disgusto, que el hom bre que exa
m inaba los libros de caja le dijo como para consolarlo:
— ¡E s una lástim a! ¡Si hubiera venido a y e r ! . . . A yer se
tom aron cinco obreros con uno cincuenta por jo rn al.
— ¡ A y e r!. . . repitió Remigio — y agregó, después de una
p au sa: ;—¿E ntonces no h a y ? . ..
— Ñ o; siento m ucho. . . m ás adelante ta l v e z .. .
Remigio se resignó y saludando con triste z a salió a la
calle.
— 27 —
— ¡Qué poca s u e r t e ! ... ¡si hubiera venido a y e r ! . . . —
Continuó andando hacia afuera. A m argas reflexiones le ocu
paban la m ente. Pensaba en Paulina, a quien había dejado
engañada. A hora ella quizá estuviese arreglando el c u arto ;
quizá pensase en las com pras que h a ría ; en la comida p a ra
el alm uerzo. M ientras tanto, él vagaba al azar, de un p u n to
a otro, buscando tra b a jo a la buena de Dios.
Llegó h a sta una fábrica de almidón. Allí le dijeron que
p ara esas cuestiones tenía que entenderse con el capataz. Pe
ro cuando éste, reclam ado por Remigio, supo de qué se tr a
taba, le m andó decir que no podía atenderlo.
Comenzaba a desalentarse. Im paciente por tem peram en
to, ofuscado por la necesidad y dem asiado joven p ara sobre
ponerse a las circunstancias, estos co n trastes producían en su
espíritu una viva inquietud, cruel y desconcertante. A ser un
poco m ás sereno, hubiese comprendido que un empleó bien
pagado, no se encuentra con la m ism a facilidad con que se
pierde; a ser m ás sereno hubiese usado otros medios p ara
conseguir lo que se proponía. Pero no: ahí andaba, solo, con
sus diez y siete años, de un punto a otro, llamando en la pri
m er casa que se le aparecía, como si la ocupación que él bus
caba estuviese esperándolo en todas p a rte s.
A las diez y media de la m añana se hallaba en el Paso
del Molino. H abía acudido a unos ocho o nueve establecim ien
tos industriales y de todos ellos salió descorazonado, pesim is
ta. Sospechaba que estaba perdiendo el tiempo.
Se había sentado para descansar, en uno de los bancos
afirm ados sobre el puente del M iguelete, en la calle A gracia
da. Abajo, el agua, color pizarra, corría con fuerza hacia la
bahía.
Cuando el reloj de la J u n ta dio la hora, Remigio pensó
en el regreso. Tenía que e sta r en su casa a las once y yeinte,
como todos los días. ^*
Se levantó con alguna pereza, porque se hallaba cansado.
No obstante, después de h ab er andado unas cuadras, el cuer
po reaccionó y entonces pudo seguir de largo, firm e, sin
a flo jar.
— 28 —
Llegó a la calle Yaro, con cinco m inutos de adelanto.
Así que lo vio su herm ana, le dijo a quem arropa:
— ¿ De dónde vienes, m uchacho ? . . . — E ste sufrió un
sofocón, pero alcanzó a decir con una relativa tran q u ilid ad :
— ¿De dónde quieres que v e n g a ? .. . Del t a l l e r . . .
—Pues no s é . . . — siguió diciendo Paulina, que observa
ba a su herm ano con extrañeza— . E s tá s m uy fatigado, tienes
fea cara, h asta tienes o j e r a s ...
— ¡ B a h ! ... ¡ B a h ! ... d é ja te de o j e r a s ...
Y comenzó a lavarse como hacía siem pre an tes de comer.
Pero al peinarse an te el espejito que ten ía colgado de la pa
red comprendió que su herm ana ten ía razón. Dos o jeras bien
visibles, hacían re s a lta r el aspecto cadavérico de las órbitas.
Pero no se dio por vencido. Charló con su herm ana m ien
tra s alm orzaban. Jaraneó, rio y tuvo alabanzas p a ra unos bu
ñuelos de acelgas que Paulina había preparado con m ucho
gusto. Pero cuando, a las doce y cu aren ta m inutos, se encon
tró de nuevo en la calle, aquel estado ficticio le cayó de golpe.
Y el dolor contenido, la aspereza, la desesperación, volvieron
con m ayor violencia.
Agobiado, con lentitud, tomó por Cerro Largo, h a s ta Ga-
boto, y por Gaboto subió con intención de llegar a 18 de J u
lio. U na vez en la Avenida, echó a an d ar hacia el centro.
M archaba sin fe. Se sentía im potente, falto de energía y
desoi-ientado, cada vez m ás. Un momento, se detuvo, y cru
zándose de brazos se p reg u n tó : — “¿qué h a c er? ” . .. — E x
tendió su vista a lo largo de la calle, cual si la viera por pri
m era vez. De pronto, le asaltó un recuerdo. Allá, a cu atro o
cinco cuadras, tenía un am igo, un ex com pañero de colegio,
unos años m ayor que él.
Se llam aba Francisco Stom ba y a pesar de su excesiva
juventud, era dueño de una tienda de b a sta n te im portancia.
El padre regenteaba el establecim iento, acom pañando a F ra n
cisco casi todo el día.
— Remigio, fortalecido por la esperanza, aceleró el paso.
Hacia mucho tiem po que no veía a su amigo. Buscando en
la m em oria, recordó que, un año a trá s, se vieron en la Playa,
donde cam biaron algunas palabras.
— 29 —
¡ Si lo to m aran ! . . . Se echó a re ir porque él no se en ten
día en cuestiones de tienda. Pero ya aprendería esforzándose
p a ra ello y en poco tiem po se pondría al ta n to y llegaría h a s
ta ser uno de los m ejores empleados.
Llegó h a s ta Tacuai'embó y 18 de Julio. La tien d a ocupa
ba la p a rte b a ja de un g ran edificio.
Remigio entró después de algunos rodeos, y encarándose
con el prim er empleado preguntó sin vacilación:
— ¿ E s tá F ra n c is c o ? .. . — El empleado lo m iró detenida
m ente, extrañado acaso que un m uchachote vestido con la hu
m ilde ropa de un obrero se anim ase a p reg u n ta r con ta n ta
confianza por el dueño de casa.
— E stá — dijo al cabo, sin d e ja r de observarlo— . ¿Qué
desea ? . . .
— Dígale que está Remigio Stagnerò, que desea hablar
con él. — El empleado se alejó pensativo, y Remigio se puso
a m irar para todas partes, percatándose de la im portancia
de la tienda por la am plitud del local, por la variedad de las
m ercaderías y el núm ero de empleados que, m uy bien v esti
dos y peinados, se m ostraban am ables, sonrientes, atendiendo
a las señoras con m ucha solicitud, p ara que no se fu e ra n sin
co m p rar nada.
— El señor Stom ba me encargó le p reg u n ta ra qué desea
b a . . . — Remigio se am ostazó.
— Dígale usted que quiero hablar con él. — Al quedarse
solo pensó que las cosas se torcían de v e ra s; pero no quiso
creer. E speraba ver a su amigo, acercarse afable, por en tre
los clientes y los m aniquíes, vestidos con la ropa de últim a
moda. La realidad volvió a se r dura p a ra con él. A pareció el
m ism o individuo quien, con un tonito algo rebuscado, le dijo:
— El señor Stom ba le pide disculpas : e stá m uy atareado
y no puede atenderlo. Le ru eg a indique lo que deseaba. — Y
todo esto el empleado lo dijo sonriente, con la m ism a expre
sión que pondría a n te un cliente que acabara de hace^lefuna
buena compra.
Remigio tuvo un acceso de rabia. A pretó los puños y dijo
con acento fiero :
— Diga usted a Francisco que no necesito nada. — Y sa
lió a la calle enceguecido como un toro.
— 30 —
Y caminó p a ra cualquier p arte. Las p iernas lo llevaban
sin que interviniese p a ra nada su voluntad. Se sentía herido
por lo que acababa de ocurrirle y a cada in stan te rep e tía :
— Parece m e n t ir a ... ¡parece m e n tir a ! ... — No podía
com prender cómo aquel com pañero de ayer le volvía la es
palda. Siem pre habia tenido buenas relaciones, aun cuando
no se tra ta r a n con asiduidad. ¡ O h ! ... ¡si él lo hubiera pre
visto !. . . De pronto se sorprendió. Sin pensarlo se hallaba en
la p a rte s u r de la ciudad, andando por la calle Durazno, a la
a ltu ra de Santiago de Chile. ¿P o r qué estaba allí?. . .
Un m om ento después pasaba ju n to a un molino. ¡Si en
t r a r a ! . . . ¡si allí hubiese tra b a jo ! Observó un in sta n te los
altos paredones del establecim iento con sus v en tan itas rec
tangulares, todo sucio de blanco. Pero no entró. E stab a de
rrotado y no podía decidirse. Le pareció inútil su esfuerzo y
dijo en voz a lta : — ¿ P a ra q u é ? .. . — Sin em bargo, no habia
andado aún dos cuadras cuando cambió de parecer. Recordó
a su herm ana y la im agen de P aulina le dio calor, impulso,
esperanza y de nuevo volvió a sen tirse nervioso, como aguijo
neado cruelm ente por la necesidad.
Desde donde estab a alcanzó a ver el edificio dedicado a
la enseñanza industrial. Sabía que allí estaban los Talleres
G ráficos del E stado. Y fue hacia allí, de prisa, como si te
m iera llegar tarde.
P ero cuando entró, se fijó en un gran cartel que tenía
im preso en grandes caracteres el siguiente anunció: “ No se
necesitan oficiales ni aprendices”. — E sta vez, Remigio soltó
ana exclamación de rabia. E stab a visto: era inútil.
E n la calle vociferó de nuevo y continuó su camino. Lle
gó así h a sta la U sina de La Comercial y allí, de preg u n ta en
p regunta, fue a d ar h a sta el capataz.
— ¡H o m b re ! ... hay p ara lim piar.
— ¿ Y cuánto pagan ? . ..
— Doce pesos por mes.
Remigio respiró con libertad y sin reflexionar d ijo:
— ¿ Cuándo empiezo ? . . •.
— V enga el lunes. El lupes nos arreglarem os. — Cuando
dejó la U sina, Remigio se sentía casi contento. No pensaba
en n ad a: pero tenía la im presión que acababa de librarse
de un mal.
— 31 —
Se detuvo un m om ento a m irar la playa y bajó a la
are n a .
E n ese punto, el m ar en tra, agitándose e n tre dos peñas
cos h a s ta los m uros de las casas. E s una playa sucia, insegu
ra , donde de ta rd e en tard e se ven carreros y caballerizos ocu
pados en lim piar las bestias. Sin em bargo, en el rigor del
verano algunos vecinos de los alrededores llegan a bañarse
en aquella agua tu rb ia y cargada de residuos.
Remigio bajó por donde bajan los carros y se acercó a
un grupo de m uchachos m ás o menos de su edad. Buscó un
sitio donde se n ta rse y se dejó caer. E stab a deshecho. Las
piernas se estrem ecían de cansancio.
Se puso a m irar. Los m uchachos ju g ab an con una pelo
ta de mano. E ra n verdaderos tipos de playa curtidos por el
sol, b ru tales y soeces. C orrían con g ran agilidad, se decían
expresiones obscenas y peleaban por cualquier insignificancia.
Rem igio sacó un pañuelo, secóse el sudor, y pensó m ira n
do hacia la U sina: hoy es v iern es; m añana sábado, y es día
de f ie s ta . . . P a g a n doce pesos — aquí experim entó un ligero
m alestar. Quizá, en el fondo estuviese convencido de que la
adquisición de ese tra b a jo no rep resen ta un triu n fo . Pero
echó a un lado ese asunto. E stab a abatido, indefenso. Su vo
lu n tad yacía como un escudo roto.
Se volvió p a ra m ira r a los pillastres. E stos habían de
jado de ju g a r y se ag rupaban sobre un peñasco. Luego, uno
de ellos desnudóse en un santiam én y se arro jó al agua. Los
dem ás hicieron lo mismo.
E ra una algazara. V ociferaban y se corrían, dándose to
do género de brom as. El últim o en desnudarse, en vez de
tira rs e al m ar en una zam bullida, como los otros, se deslizó
por la piedra y empezó a an d ar lentam ente con el agua/So^re
el pecho. 4
— ¡ Qué f r í o ! . . . — exclam aba achuchado. E ntonces, uno
de sus com pañeros, tom ando dirección, desapareció de la su
perficie y fu rtiv a m en te se acercó a él. Cuando lo tuvo a tiro
— 32 —
le echó un m anotón a las piernas y prendiéndose de una de
ellas, empezó a tir a r con fuerza. El otro, sorprendido, dio
una voltereta y cayó de espaldas. Al principio no lo tom ó a
mal, pero como su com pañero continuara llevándolo a rem ol
que se enojó y empezó a insultarlo. Los dem ás reían y se bur
laban de él.
— ¡Te lleva el tiburón, te lleva el tib u ró n !. .. — La cosa
no quedó ahí. El brom ista se am ostó a su vez y soltando la
pierna se acercó, am enazándole con los puños cerrados. Pero
contra lo que todos esperaban al parecer, fue recibido por un
fu erte golpe en la cara que le dirigió su contrincante. Y ahí
se trenzaron. E ra de ver aquella pelea con el agua h a sta
los hom bros. Los otros aplaudían. Se form aron dos bandos;
quienes iban a favor de uno, quienes iban a favor del otro,
excitándolos con dicharachos y advertencias.
E sto produjo a Rem igio un efecto desastroso. P a ra aque
llos seres, posiblem ente la fam ilia nunca tuvo un in sta n te de
afecto. No supieron de la caricia, de la te rn u ra m atern a, de
la inteligente solicitud del padre. La infancia fue p a ra ellos
el ejercicio de los impulsos malos. No conocieron el am or y
se hicieron insensibles; conocieron el ham bre y se hicieron
perversos.
La riña había term inado y uno de los m uchachos tiró
una pelota de mano con toda su fuerza hacia fu era. Se inició
entonces una c a rre ra a nado porque ya ninguno de ellos ha
cía pie.
E ran diestros, duchos, ágiles. H abían corrido un buen tre
cho en una m ism a fila; pero algunos em pezaron a quedar re
zagados. E sto s recurrieron al mal juego. Se colgaban sobre
el costado del que llevaban delante y al b racear alcanzaban
el hom bro del com pañero y se prendían de él. Se oían riso tad as
y p rotestas.
Remigio pensó: ¡Si me b a ñ a r a ! ... El agua lo a tra ía
Su cuerpo cansado le pedía el baño. Y ocultándose todo lo que
pudo tr a s unas piedras, fu e quitándose la ropa. Le m olestaba
que pudieran verlo com pletam ente desnudo. P ero los únicos
que estaban en la playa eran los m uchachos, que, adem ás, no
se ocupaban de él.
— 33 —
E n tró en el agua haciendo pininos sobre las piedras y
cuando estuvo bajo sus plantas la arena blanca como un t a
piz, se echó de fre n te, m anoteando sin orden alguno, haciendo
como que nadaba y sum ergiéndose a veces a p esar suyo. Pero
era un placer p a ra sus m iem bros doloridos, Ja tib ia caricia
del m ar.
Los m uchachos regresaban ahora, siem pre a nado, si
lenciosos, preocupados en llegar. Se les veía avanzar hacia el
peñasco en línea recta. Algunos, debilitados quizá, se echaban
a la plancha y una vez repuestos, proseguían la m archa.
Llegaron a tie rra firm e y se vistieron m ien tras hacían
com entarios. Uno contaba que había sufrido un calam bre en
la pierna izquierda; otro que había sido picado por un agua-
viva; aquél refe ría con asom bro que había tocado con el pie
una cosa m uy blanda y pegajosa.
En este m om ento se produjo una escena inesperada. Cua
tro guardia-C iviles surgieron de en tre las piedras, se corrie
ron hacia el peñasco. F ue una cosa rápida que no dio lugar
a ninguna te n ta tiv a . Uno de los m uchachos quiso a rro ja rs e al
agua, pero comprendiendo, sin duda, la inutilidad de lo que
se proponía, reaccionó y perm aneció como los dem ás, m irandd
socarronam ente a los rep resen tan tes de la autoridad.
— ¡C a y e ro n ! ... — decía un guardia civil, moreno, alto,
con una cabeza de o ran g u tá n — . ¿No les avisé el o tro día?
¡ Si no hay m atrero que no c a ig a ! . . . — y al sonreír, m o stra
ba sus dientes blancos y poderosos. Remigio observaba con
profunda desconfianza. Más o menos se im aginaba lo que
ocurría. Tem eroso, salió del agua y púsose a vestir.
No bien se hubo calzado los botines se levantó. E stab a
medio vestido, pero las circunstancias apuraban. A brochán
dose empezó a cam inar y cuando quiso subir por donde ba
jan los carros, fue detenido.
— ¡ E h ! . . . ¡ E h ! . . . ¿ a dónde v a s ? . . . — E ra^u n g u a r
dia civil, que se acercaba a él, sosteniendo el m ae h /te con
la m ano izquierda, para ten e r las piernas libres en el caso
de que Remigio in te n ta ra d isparar. Pero éste se quedó pá
lido, inmóvil, como petrificado.
— ¿ E h ? . . . ¿yo? —atinó a decir con la voz m uy apa-
— 34 —
gada.
— Sí; el mismo, si Dios quiere. Vamos andando.
— ¿ Y o ? ... — tornó a decir, anonadado h a s ta la estu
pidez.
— Sí, hom bre; sí. ¡ H a la ! ... — y lo tom ó por un brazo,
brutalm ente. .
Cuando llegaron al peñasco, Remigio se detuvo repen
tinam ente.
— ¿ P o r qué me prende u s te d ? .. . Yo no he hecho daño
a nadie. Me he bañado: eso es todo.
El G uardia Civil se reía.
— No, señ o r; no he hecho nada, se lo ju ro a usted.
Entonces, el policiano, en vez de reírse, se mofó de él.
A costum brado por regla general a tr a ta r s e con la gente de
peor especie, aquel: “se lo ju ro a u sted ”, dicho con calor y
sinceridad, le hacía una gracia irresistible. Empezó a repe
tirlo sarcásticam ente y esto produjo e n tre los dem ás G uar
dias Civiles el mismo efecto.
Remigio se sintió ofendido y preguntó casi colérico:
— Entonces ¿por qué me llevan?. ..
— Ya te lo dirán en la com isaría. Por ahora hay que
ten er paciencia. —Uno de los pillastres intercedió a favor
de Rem igio:
— Si ese no vino con nosotros. ¿N o ven que no es del
b a r r i o ? .. .
—C állate la boca — ordenó el m oreno— ¿Q uién le pre
gu n ta n a d a ? ...
— ¿ P a ra qué lo lle v a n ? ...
— Que se calle la boca, ordeno.
— Ni que fu era jefe político — agregó otro.
— Te voy a d ar jefe p o lític o .. . — y am enazó con el pie.
E ra evidente que los m uchachos tra ta b a n a los rep re
sen tan tes de la autoridad con m ucho m ás soltura y que
hasta se burlaban de ellos, sin dem ostrar temor^ E stab an
acostum brados. D iariam ente eran corridos y cuando ^no po
dían escapar se en treg ab an tan frescos, como si aquello fue
se tina obligación de sus tareas.
— Vamos —-dijo un cabo, y em pezaron a andar, camino
de la com isaría.
— 36 —
E ra n siete, con Remigio. M archaba a trá s, ju n to a un
m uchacho rubio y flaco. Y dem ostraba tal estado de a tu r
dim iento, que éste le dijo:
— ¡Qué bobo! ¿T ienes m iedo?. . . — iba a decirle:— "no;
no es miedo lo que tengo” — pero sólo le echó una m irada
como dándole a entender que había oído.
La gente m iraba la e x tra ñ a com itiva que por todas p a r
tes provocaba la risa y el buen hum or. Muchos curiosos se
asom aban a las puertas.
U n tran v ía de La Comercial, que se dirigía a la playa,
se detuvo y los pasajeros se asom aban por las ventanillas.
Algunos m irones se reían a carcajadas. Y en medio de e sta
escena tum ultuosa, escena de a rrab al, Remigio perm aneció
inmóvil. Un sentim iento de vergüenza, hondo y trascenden
tal, lo m antuvo como una e sta tu a, sin ver, sin oír: parecía
que un m uro se hubiera interpuesto e n tre él y la m ultitud.
Se dio cuenta de que algo bochornoso estaba ocurriendo y
sentía sobre sí el peso de las m iradas. Llegó un m omento
du ran te el cual le flaquearon las piernas, se sintió exhausto
y preveía el in stan te en que iba a caer de rodillas. Tuvo ne-
necidad de apoyarse en el hom bro de su compañero, dicién-
dole para disculparse:
— Me duele mucho la cabeza.
En realidad se sen tía incomodado. Le ardia la cara y
un fu e rte dolor le tom aba toda la frente, cargando sobre el
lado izquierdo, hacia los ojos.
Cuando llegaron a la com isaría, los m etieron en un cu ar
to. La habitación estaba llena de tablas y caballetes. El sol
e n trab a por la banderola de la pu erta y form aba un triá n
gulo de luz en una de las paredes.
— 37 —
Los pillastres se unieron alrededor de una m esa y se
pusieron a hacer com entarios sobre lo que acababa de ocu-
rrirles. Remigio se aisló, sentándose sobre un banco, en un
rincón.
En cuanto estuvo quieto, la im agen de Paulina surgió
en su cerebro como una luz, y la alegría, la te rn u ra , el am or,
despertaron en él repentinam ente. Pero al recordar a su
herm ana, recordó tam bién, a pesar suyo, la situación deses
p eran te por la que atrav esab a. Rápidos desfilaron por su
m em oria los incidentes del dia. Todo era am argo, sin es
peranzas. V erdad que había conseguido tra b a jo en la U si
n a . . . Sin em bargo, ¿qué era e s o ? ... L uchar todo el día,
todo el día, y doce pesos por mes. ¿ P a ra qué alcanzaban?
Con seguridad que P aulina se veria obligada a tra b a ja r.
N o . . . no, no iría a la U sina. ¡ El necesitaba o tra cosa, o tra
c o s a ! . . . Y al p en sar ésto, se quedaba a oscuras, comple
tam en te, sin saber qué hacer.
Remigio siguió cavilando bajo el ala som bría del dolor.
Y súbitam ente, como si alguien le d ictara las palabras, oyó
con una nitidez so rp re n d e n te : — “no se olvide, Stagnero, pién
selo bien: si se decide a d ar una explicación, aqui siem pre
h a b rá tra b a jo p ara usted".
Se arqueó, echó una m irada oblicua y se mordió el pu
ño. Tenía un aspecto de demonio contenido, y su voz inte
rio r se pronunció forrrtidable en todo su cuerpo, como bajo
la bóveda de un tem plo: ¡ n o ! ...
Sofocado, cual si pudiera a g a rra r lo que sentía, tra ta b a
de disipar de su m ente la clara visión del talle r donde había
tra b a ja d o ta n to tiem po. Pero, a despecho suyo, los recu er
dos llegaban. Las palabras del g eren te volvieron a sonar una,
dos, tre s veces. Todo se desencadenaba contra él. En esos
in sta n te s, su m em oria era como una llaga ardiendo/ f
' 4
No obstante, su espíritu indóm ito comenzó a ceder. Ine
vitablem ente púsose a pensar en la fundición. R epresentábase
su m esa de tra b a jo , sus queridas h erram ien tas, la pequeña
— 38 —
fra g u a que ten ia p ara usos comunes. Veíase e n tra r, por la
m añana, ju n to a sus com pañeros, animoso, rebosando ale
g ría en su alm a y en sus m úsculos; veíase con la blusa azul,
en a lp arg atas, suelto, ágil y em prender la tare a, c a n tu rre a n
do sus canciones preferidas. Entonces su m em oria ya no
fue una llaga ardiente. S entía triste z a y algunas lágrim as
cayeron de sus ojos. Recordó de nuevo las palabras fiel ge
rente, pero esta vez no produjeron en su espíritu ni la exas
peración ni la cólera. A hora dudaba. Com prendía que yendo
a la fundición conseguía salvarse. En cambio, el hecho de d ar
una explicación a aquel presuntuoso, que lo había hum illado
sin m iram iento alguno, le parecía duro y difícil. No obstante,
si él hablara con el g e r e n te .. . bien pudiera s e r . . .
E stab a casi decidido, cuando abrieron la prisión. E ra
un G uardia Civil.
— V engan — dijo. Remigio olvidó de pronto todo lo que
relacionaba con el trabajo. A brió mucho los ojos. E s ta r de
tenido le parecía un sueño. Se hizo toda clase de pregun
tas. ¿A dónde los llevarían? ¿Qué pensaban hacer? E stab a
decidido a p ro te sta r su inocencia ante quien correspondie
se. No: ten d rían que dejarlo en libertad.
Salieron am ontonados y fueron conducidos a un escrito
rio. Allí, adem ás de tre s hom bres uniform ados, se encon
tra b a n dos señores de particu lar.
— ¡M e jilló n !... —dijo uno de los oficiales, m irando h a
cia una lista— que se adelante Mejillón. — Uno de los m u
chachos se desprendió del grupo y dijo:
— Presente. — E ra alto, morocho, de m ovim ientos des
envueltos. P arecía el je fe de la com andita. El oficial empezó
a in te rro g a r, y ta n pronto callaban todos como hablaban
todos. Por m om entos nadie se entendía. Intervino otro de
los personajes uniform ados y el asunto se complicaba cada
vez más. Lo único que Remigio sacaba en limpio era que
los m uchachos, en la sem ana an terio r, habian deshecho a pe
d radas la vidriera de una zapatería.
— 39 —
—¿Y t ú ? . . . — preguntó un señor que estaba sentado.
Se hizo el silencio. Remigio, que se m an ten ía en la cola,
medio oculto, se adelantó hacia el com isario. A penas podía
pronunciar las palabras. Tenía el ro stro encendido y se mos
tra b a nervioso. Cuando le fu e posible, dijo ,
— Yo no he hecho nada, señor.
— ¿Cómo se e x p lic a ? ... — Remigio contó la verdad y
a medida que iba contando, el sentim iento de vergüenza vol
vía a apoderarse de él. Todos le m iraban sin m over los la
bios. Al fin, después de una pausa, concluyó diciendo con
un asomo de orgullo:
— Yo nunca entré en una com isaría.
— ¿ Y cómo te llam as ? . . .
— Rem igio Stagnero. •— El com isario le m iró los ojos
profundam ente y le dijo, señalándole una silla:
— S iéntate. — E s ta invitación aturdió a Rem igio— . Sién
t a te . . . — tornó a decir el señor, insistiendo con un gesto de
bondad. E ntonces obedeció, m ien tras el com isario, dirigién
dose a un oficial, hablaba con expresión severa.
— Pues ya se han equivocado ustedes. — E ste se inclinó,
m anifestando condolerse por el error.
Los dem ás detenidos fueron nuevam ente conducidos a
la prisión. E n el escritorio sólo quedaron el je fe y Remigio
Medió un silencio. El com isario preg u n tó :
— ¿E res de a q u í ? ...
— No, s e ñ o r .. . Vivo en la calle Yaro, en tre C erro L a r
go y Paysandú.
—¿Y decías que andabas en busca de tra b a jo ?
—Sí, s e ñ o r ... desde e sta m añana, desde las s e i s ...
Y el com isario le oía con ta n ta atención, parecía tan
interesado por sus cosas, que Remigio fue hablando y lo
contó todo, todo, menos que volvería a la fundición. A l l e
g a r aquí enmudeció de golpe y por la prim era vez en su
vida, tuvo la im presión de que haría algo malo, indigno de
él. Fueron unos segundos de am arg u ra. Luego agregó:
—Sólo he hallado tra b a jo en la Usina.
— E stá bien —dijo el com isario— . H as sido detenido
in ju stam en te y te pido que me perdones. Los G uardias Ci
viles no supieron d istinguir.
—S e ñ o r ... E s usted dem asiado bueno.
— Debes h ab er pasado un mal m om ento atado con esos
forajidos.
— Sí, pero ya p a s ó ...
— E s cierto, ya pasó. Mala s u e rte . . . M uchas veces
dependemos de la suerte.
— ¿ V e r d a d ? ... — exclamó Remigio con calor.
—S í .. . Pero esto no quiere decir que, a veces, las co
sas no dependan de nosot.os.
El com isario hablaba como un pensador, aunque p are
cía olvidarse de la edad de su interlocutor. No obstante, éste
com prendía. E ra inteligente por n aturaleza y, adem ás, cuan
do se sufre, el pensam iento se hace agudo como un ray o
de luz.
— Sí, — prosiguió el señor— a m enudo suele ocurrim os
que hacemos esto o aquello, porque nos hemos propuesto ha
cerlo, porque tuvim os la voluntad de hacerlo. E n cambio, no
es extraño que, de pronto, nos sintam os sorprendidos a n te
una acción que hemos realizado y que nunca hubiéram os que
rido realizar, o de hallarnos en lugares donde nunca hubié
ram os querido hallarnos, o de hab er dicho palabras que nun
ca hubiéram os querido decir.
— ¡ O h ! .. . es verdad, es verdad. . . Igual que a mí, se
ñor. . . Yo nunca pensé e s ta r aquí, nunca p e n s é ...
— E s cierto. Pero no hay que desesperar. Y ah o ra vete.
O jalá no cam bie tu tem peram ento. Donde quieras que va
yas, la dicha irá contigo. ¡Adiós!
— ¡ Adiós ! . . . — contestó Remigio— . ¡ Adiós ! . . .
Se a p retaro n nuevam ente las m anos y Stagnerò salió,
cabizbajo, con paso inseguro, lleno el pecho de una e x tra ñ a
alegría. Cuando llegó a la esquina y como tuviera que to m ar
o tra calle, se volvió p a ra m ira r por últim a vez, El com isario
había salido al balcón y lo saludó con un gesto.
Remigio se detuvo un segundo y dijo en alta voz:
— ¡ Adiós ! . . . —y prosiguió andando. Al cruzar la Ave
nida 18 de Julio, oyó d a r las siete. Se apuró. Iba con media
hora de atraso.
— 41 —
Se hallaba bajo la influencia de 1111 g ra n desorden in te
rior. Tan pronto pensaba en Paulina, como se representaba
la escena de la tienda donde había sido tan mal tra ta d o por
su ex am igo; ora se creía en la com isaria hablando con el
jefe , ora en la playa bañándose o conducido como un m al
hechor; ya sufriendo la ilusión de encontrarse en el puente
del Paso del Molino, m irando hacia abajo m ien tras el Migue-
lete corría con fuerza, conduciendo sobre su lomo ram as tro n
chadas y p lan tas desprendidas de las orillas.
Cuando llegó a su casa, P aulina lo asedió a preguntas.
— Tú no tienes la cara de todos los días. No, n o . . . ¡qué
e sp e ra n z a !. .. — El protestaba débilm ente, pero p ro testab a.
— No lo dudo. Hoy he tra b a ja d o muchísimo. ¿N o ves
que m añana es día f e r ia d o ? .. .
Ella parecía ad m itir la explicación. Después hablaron
de otros asuntos. Se acostaron tem prano.
Remigio cayó en la cam a deshecho, con los m iem bros
doloridos. Su cuerpo tendía a la inmovilidad. Y al quedarse
dorm ido tuvo la im presión de que se hacía liviano, m uy li
viano, h a s ta desaparecer como una bocanada de humo.
Al otro dia, sábado, a las diez de la m añana, Remigio
llam aba en la casa del g eren te de la fundición. Un sirviente
lo hizo p a s a r a un pequeño escritorio, donde esperó unos
m inutos. D urante ese tiem po se entretuvo exam inando los
cuadros. E stab a tranquilo. Su resolución de volver al taller
se había gestado por grados, insensiblem ente. El mism o se
sorprendía de la facilidad con que iba a *haeer una cosa que
dos días antes le parecía imposible. A gotadas sus energías
m orales en una lucha breve, pero dem asiado intensa para
sus años, sin una defensa que le perm itiera rehacerse, solo
fre n te a todo, se sintió perdido, débil, im potente.
El único ser a quien hubiera podido recurrid fr^ su
herm ana y ésto él se lo tenía prohibido absolutam ente. E ra
lo que resta b a de su orgullo; un girón de bandera que fla
m eaba aún sobre la derrota. Ahora se e n tre g ab a : era nece
sario. ¡Y que Paulina no lo supiese n u n c a ! ...
El gerente entró, de b a ta y fum ando en pipa. Al ver a
— 42 —
Remigio le tendió la mano.
— i Oh ! . . . ¿ E res t ú . . . , S tagnerò ? . . . , Vaya ! . . . ¡ qué
buena idea has tenido!. .. S iéntate, s ié n t a te .. . Te e x tra ñ an
m ucho por allá.
— Yo quiero tra b a ja r — contestó Remigio— quiero g a
n a r lo que ganaba. Si usted puede hacer algo por mí. yo se
lo agradeceré mucho.
— ¡Pues s í ! . . . cómo 110 ! . . . Si tú. en vez de eno jarte,
hubieras dicho cualquier cosa, todo se hubiera arreglado.
Pero te advierto que te p o rta ste como un hom bre, es decir,
como pocos h o m b re s .. . ¡Me gustó mucho tu a c t i t u d .. . ya
lo c r e o ! .. . ¡Se ve que hay vergüenza, am igo m ío ! .. . — Re
migio ten ia la fulguración especial del ascua que se extingue.
M iraba hacia el suelo obstinadam ente, y sus dedos se a fe rra
ban en los brazos del sillón— . ¿P ero q u é ? ... — continuó el
gerente, que en su casa parecía un hom bre com pletam ente
d istinto— no siem pre se triu n fa . Hay que ten er paciencia.
Yo tam bién, como tu, fu i un m uchacho pobre, como tú vale
roso y honrado como t ú . . . Y tuve que soportar m uchas in
justicias, hum illaciones!.. ¡ U f ! . . . todo lo que se p a s a . . .
para llegar a ser algo en la v id a . . .
— Parece que sí — agregó Remigio con am arg u ra.
— Pero aquí el caso es sencillo y yo te ayudaré. — En
ese m om ento se oyeron pasos en el zaguán y el gerente dijo,
después de haber prestado atención— : Hombre, a propósito:
llegas a punto. — Un sirviente apareció en la puerta y anun
ció:
— El señor Rarboza.
— A d e la n te ... — Y Barboza, el hijo de uno de los due
ños de la fundición, trasp u so la p u erta, m uy correctam ente
vestido y em puñando 1111 bastón de paseo. Saludó al gerente
con su tonito rebuscado y arro jan d o el gacho negro sobre el
diván, se fijó en Rem igio. Fue un m om ento áspero y que
hubiera term inado m al. Se m iraron desafiantes. Pero inter-
*vino el gerente, cachazudo y bondadoso.
— Es S tagnerò — dijo a Barboza— que ha venido porque
desea volver al taller. El reconoce que tuvo un m om ento
malo. — Barboza entonces cambió de actitud y empezó a m os
tra rs e m agnánim o.
— 43 —
— ¡ A h ! . . . —exclamó, como sí no supiese de quién se
tra ta b a — . ¡E s v e r d a d ! .. . es verdad: no me acordaba. ¿ U s
ted es el 36?. . .
— ¡ Sí, s e ñ o r! . . .
— A mí me extrañó m ucho su conducta, muchísimo. Si
seguim os así, ¿dónde vamos a p a ra r? N osotros pagam os a los
obreros p a ra que hagan lo que se les mande. — Remigio sen
tía una viva necesidad de replicarle; pero tra g a b a saliva
De vez en cuando m iraba hacia el gerente cual implorando
ayuda— . ¿ E s ju sto o no es j u s t o ? . . . — prosiguió hablando y
dirigiéndose ya al uno ya al otro— . ¿A dónde vamos a pa
r a r ? . . . ¡L a rebeldía no se debe tolerar nunca, n u n c a ! ...
— No tenia en cuenta que individuos como él, faltos de in
teligencia y falto s de bondad, provocarían donde quiera que
actuasen el descontento y la rebelión— . Ayer, sin ir m ás le
jos, tuve que echar a otro obrero por una causa más o m e
nos como la suya. E s muy malo lo que usted hizo, pero m uy
malo! Y después, si hubiera sido e n tre nosotros d o s ... pe
ro delante de todos! No, no. . . ¿ a dónde vam os a p a ra r? . ..
— Y empezó a p asearse por el escritorio cual si estuviera exas
perado. Siguió luego un silencio em barazoso. Después, el ge
ren te se acercó a Barboza y le habló en voz m uy baja. El
otro parecía replicarle y así estuvieron un ratito .
Remigio se sentía apesadum brado y ya pensaba en m a r
charse, cuando Barboza, dijo, dirigiéndose a él:
•— El lunes, si usted quiere, puede volver al taller. Pero
dió las gracias y salió de la habitación paso a paso. Al re
tira rse dirigió hacia el gerente una m irada honda de a g ra
decim iento.
Cuando estuvo en la calle se puso a reflexionar sobre
lo que acababa de ocurrirle. ¿ E sta b a alegre?, ¿ e sta b a tr is
t e ? . . . A veces levantaba los hom bros como en un extraño
ritm o de sus pensam ientos. P resen tía que había conauistado
su empleo a cambio de algo m uy grande. Entonces, nacfeado
un gran esfuerzo m ental, tra tó de pensar en cosas m uy d is
tin tas. Se im aginó un partido de football donde había m ucha
gente que g rita b a y alentaba a los jugadores. No obstante,
su sufrim iento m oral reaparecía. E ra un dolor triste , des
teñido, como los dobles lentos de una cam pana.
El lunes fué al taller. Sus com pañeros se sorprendieron.
Todos sabían que había sido despedido y no se explicaban
cómo volvía igual que siem pre. Lo recibieron con m uestras
de alegría y le hicieron mil clases de preguntas. Contestó,
m itad en brom a, m itad en serio. Sólo cuando se vió libre,
en tre cuatro o cinco obreros de los más conocidos, refirió
la verdad. Uno de ellos, padre de fam ilia, le pegó en el hom
bro, diciéndole:
— ¡ P aciencia! .. . hay que te n e r paciencia, Remigio
O tro se enojó y protestó en voz alta, asegurando que Bar-
boza era un tiran o y que concluiría mal. No faltó, por su
puesto. el charlatán , de esos que todo lo hacen con la boca.
E ste se encaró con S tagnero y le dijo:
—Si Barboza me hubiera hecho eso a mi, le rompo un
fierro en la cabeza.
Sonó la pitada reglam entaria y entraron. El capataz
ordenóle el tra b a jo y Rem igio empezó la tarea.
Se sentía tranquilo, casi contento. Las horas tra n sc u
rría n fáciles y por m om entos se olvidaba de lo que había
■ocurrido. Entonces can tu rre a b a como hacía siem pre, cuan
do su espíritu estaba sereno.
A las once salieron. E ra n unos m inutos de confusión
Los obreros aparecían en tropel por los portones y echaban
a andar, de prisa, rem ando desm esuradam ente con los b ra
zos. Se form aban así pequeños grupos de tra b a ja d o re s cuyos
hogares coincidían en una m ism a dirección. Y e s ta m archa
apresurada, sin treg u a, les perm itía el ahorro de los cuatro
centésim os coiTespondientes al boleto del tran v ía.
Remigio tom ó por C erro Largo, con tre s com pañeros
más. Iban en fila, a paso tendido, esquivando con violencia
a los tran seú n tes, corriendo al cruzar las bocacalles, apro
vechando la línea rec ta cual si estuvieran em peñados en una
c arrera. De vez en cuando, alguno menos ágil o entorpe
cido por un obstáculo se quedaba rezagado. Pero entonces
hacía un esfuerzo y volvía a ponerse en fila.
Andando así convei'saban poco. Alguna que o tra pre
gu n ta que era contestada con brevedad. Después el “ ¡h a sta
luego!” al sep ararse y nada más.
— 45 —
Aquella m añana uno preg u n tó :
— IC h é ¡. . Remigio. ¿ E re s m uy conocido del geren-
— 46 —
— ¡Que no te g u s t a ! . . . me d e ja s fría . ¿N o dices que
la prefieres a cualquier plato?
— S í; pero hoy no s é . . .
— ¿A v e r ? . . . —P aulina la probó.— Pero si e stá ri
quísim a, m uchacho. ¿Qué le encuentras de malo?
El resto del día lo pasó del mism o modo y por la noche
se acostó tem prano con la esperanza de olvidar en el sueño.
— 48 —
E ste se volvió profundam ente pálido. No sabía de lo que se
tra ta b a , pero se lo imaginó.
—S i . . . — dijo vacilando como si estuviera ebrio y d i
rigiéndose al aprendiz— s í . . . p ara p ro te s ta r y hum illarse
después como me hum illé yo, es preferible so p o rtar las in
ju sticia s m ás grandes. Por lo m enos, por lo m e n o s ... — y
no pudo expresar lo que pensaba.
— ¡ El 3 6 ! . . . — g ritó un empleado, que parado en la
puerta de la C aja llam aba a los obreros— . ¡El 3 6 ! .. .
—A cobrar — le dijo el forjador.
—P or lo m e n o s ... —tornó a decir Remigio alejándose.
E ntró en el escritorio y firm ó el form ulario.
—¿$ 1 4 .5 0 ? ... — preguntó el cobrador.
—Sí, s e ñ o r .. .
— Ahí tiene. — Remigio recogió el dinero con am bas
m anos: S 14.50 en m onedas de plata de a cincuenta centé-
simos. Y echando todo en los bolsillos del pantalón, salió
con la vista fija en el suelo. Uno dijo:
— Espérem e, que vam os ju n to s. — Pero él ni lo oyó.
Cuando estuvo en la calle, ni siquiera pensó en tom ar
el tran v ía, como hacía todos los sábados, cuando cobraba.
Siguió a pie y llegó h a s ta su casa sin h ab er tenido conciencia
del tray ecto recorrido. P resen tab a un aspecto extraño, fe-
bricente, intensísim o. E ncontró a Paulina sentada en un
sillón.
— Buenas tardes.
— Buenas tard e s — contestó ella, volviéndose hacia él
con lentitud. •
Remigio se paró a n te la mesa, sacó m aquinalm ente el
dinero del bolsillo y lo fue arrojando sobre el hule. Luego
quedó inmóvil.
Paulina no le quitaba los ojos de encima. Hacía tiem po
que observaba en su herm ano cosas incom prensibles.
— ¿ V e s ? ... —se anim ó a decirle— ¿ v e s ? ... esto ya
pasa de los lím ites. ¿ P o r qué te pones a s í ? . . . ¿por q u é ? ...
¿ Q uerrás hacerm e creer que no te pasa nada ? . . .
— S í. . . — respondió Remigio con la voz opaca— no es
p o s ib le .. . — Se m iraron un in sta n te prolongado. Luego él
volvió a f ija r su vista en el suelo y a quedar inmóvil. E n
tonces Paulina, cautelosa, cerró la puerta. La habitación
quedó velada por una semi - oscuridad. Reinó un silencio,
vehem ente como el arco tendido de una flecha.
Ella observaba a Remigio desde la pu erta, con las m a
nos aún en el pestillo. Su voz sonó como una queja am arga.
— ¿Qué, Remigio, q u é ? ... — Y fue acercándose hacia
él con el paso vacilante, tanteando el suelo cual si tem iera
caer. — ¿Qué, Remigio, q u é ? ... ¡ D im e ! ... — Le pasó un
brazo por el cuello, dulcem ente, y al irle a besar, notó que
su herm ano lloraba. — ¡Rem igio! ¿lloras t ú ? . . . ¿ ll o r a s ? ...
— Pero él, en vez de contestar, llevóse am bas m anos a la
cara y sollozaba con brusquedad, trém ulo, desesperado. —
Ven, ven a c á . . . — Lo condujo de la mano y lo hizo se n ta r
en una sillita b aja. Ella a su vez ocupó un sillón al lado
suyo. El se dejaba llevar por su herm ana como había hecho
siem pre. El am or lo vencía. La m iró un in sta n te y luego,
inclinándose hacia ella, abandonó la cabeza sobre su falda.
Paulina decía con una voz muy su g eren te:
— A hora quiero que me lo cuentes todo, pero todo, ¿oís
te ? . .. Rem igio: he padecido mucho a causa de tu silencio.
— Hizo una p au sa y continuó. — ¿ E s tá s enferm o?... ¿no?..
¿ verdad que no e stá s enferm o ? . . .
— No; no es que esté e n f e r m o ...
—¿Y e n to n c e s ? .. . ¿ e h ? . . . sí; alguna contrariedad m uy
grande, ¿ e h ? . . . ¿ re ñ iste con a lg u ie n ? ...
— No, no. . . Tú no te lo im aginas. A hora mismo quiero
decírtelo y no p u e d o ... no me s a l e ...
— ¡Cómo, R e m ig io !.. . Vamos —añadió nerviosa— ¿qué
has h e c h o ? ... dímelo prontito, e s o ... ¿A v e r ? . . . ¡habla
lig e ro ! . . . — Remigio se irguió. E staba m ás tranquilo y
empezó a hablar, en voz b a ja y con lentitud. Lo refirió todo:
desde el incidente con Barboza, h a sta la vuelta a la fundición.
Y al re la ta r sus sufrim ientos tornábase violento, mecíase los
cabellos y sollozaba de nuevo. .
—Yo m ism o me asom bro — acabó diciendo— . ¡Me afio-
ga la verg ü en za! . . .
Paulina había escuchado sin desplegar los labios. Tenía
una expresión de incredulidad y pegaba incansablem ente con
una de sus m anos sobre el brazo del sillón. A veces, la cólera
mal contenida fu lg u rab a en sus ojos cual una luz difusa.
— ¡N unca debieras haberlo perm itido —dijo después de
un silencio— , n u n c a ! .. . ¿ p o r qué no h a b la s te ? .. . ¿ p o r qué
no me lo d i ji s te ? .. . ¿ p o r q u é ? .. . c o n té s ta m e .. .
Remigio se sintió confuso an te la a ctitu d inesperada de
su herm ana. Jam ás hubiera sospechado que Paulina pudiera
enojarse con él.
— ¡ O h ! . . . hice mal en callarm e, lo confieso.
■
— Pero, ¿por qué volviste a la fundición? ¿N o te dió
a s c o ? .. .
—S i . . .
— ¿N o te dió pena hum illarte de ese m o d o ? .. .
— E s por eso que s u f r o .. .
— ¿ No te parece denigrante ser objeto de tal des
precio ? . . .
— E s denigrante.
— Pero entonces, ¿ p o r qué v o lv is te ? ...
—¿ P o r qué v o lv í? ... — exclamó Remigio, m irándola—
¿por qué v o lv í? ... Y o ... — iba a decir: “por tí’ ; pero no
pronunció las palabras— . No obstante, Paulina lo com pren
dió perfectam ente. Quedó pensativa, triste , y se echó hacia
a trá s, en el sillón, con los ojos fijos en el techo. Así estuvo
un momento, sintiendo que la verdad le oprim ía el pecho.
E xhaló un suspiro profundo y dijo muy quedo:
— ¡ Pobre de m i! . . .
Luego sp inclinó hacia Remigio, y prosiguió con a m a r
g u ra :
— Por m í . . . ¡ya lo sé, querido m ió ... ya lo s é . . . por
m i ! . . . ¡M aldita sea! ¿ p a ra qué te s ir v o ? ... ¿qué hago yo
a tu lado ? . . .
— ¿Q ué d ic e s ? ... ¡C állate! — profirió Remigio con
vehemencia.
— Lo has hecho por m í . . . ¡Qué desgracia la m í a ! ...
Soy un e s to r b o .. .
— Cállate, Paulina, c á lla te . . .
A hora era ella la que lloraba. Se había inclinado hacia
adelante, pesarosa y gim oteaba como un niño,
— ¡ Si yo lo hubiera sab id o ! En lo menos que p e n sé . . .
s í . . . en lo m enos!. . . ¿P or qué hab ría de pensar en e llo ? .. .
Remigio recordó las p alabras del com isario: “No siem
pre se puede decir que 110” . Y dijo:
— 51 —
— H ay que a g u a n ta r . . .
E sto hizo en P aulina el efecto de un acicate.
— ¿ A g u a n ta r ? .. . ¿por q u é ? .. . No hables así. ¡Si papá
lo o y e s e ! .. . ¡P rim ero pan y agua, Remigio, pan y a g u a ! ...
Yo no quiero que vuelvas a la fundición.
Dijo esto con tal imperio, que su herm ano no se anim ó
a contradecirla.
— No, no quiero, no has de ir a la fundición. . . La pri
vación m ás grande es p referible; todas las privaciones son
preferibles. E s como decía papá: "E l hom bre m uere de ver
dad cuando pierde la vergüenza”. Yo no puedo consentirlo.
¿Q ué sería de ti sin ese pudor que hace sublim e al hom
b r e ? . . . La dignidad es un talism án m aravilloso que nos
conduce por la vida. Cuando la perdem os, empezamos a res
p ira r una atm ó sfera m o rtífera que concluye con nosotros.
No has de ir a la fundición. Ahí tengo ahorrados sesenta
pesos. M ira: — se dirigió hacia el arm ario y después de le
v a n ta r unas piezas de ropa, sacó una c a jita — aquí están.
¡ A h ! ... ¡qué a le g r ía ! ... — dijo volviendo— . ¿V erdad que
no c r e e s ? .. . Pero es verdad. ¡Qué bien h ic e ! .. . ¿ E s bueno
o no es bueno el a h o r r o ? .. . ¡Cómo nos salv a!. .. Ahí v a n . . .
M ira: diez, v e in t e ... — así fue echando sobre la m esa, seis
billetes de a diez pesos cada uno.
A Remigio le parecía m entira. Sonreía de placer.
— ¡Q uerida P a u lin a ! ... ¿Cómo pudiste re u n ir ese dine
ro. ganando yo tan p o c o ? .. .
— ¡ A h ! . . . ¿ cómo lo reuní ? . . . Pues, pacientem ente, sin
desesperar, evitando hacer un gasto siem pre que me fuera
posible y . . . en fin, ahora eso no nos interesa. A hora lo
m ás im portante es no volver a la fundición.
— No volveré.
—Con sesenta pesos podemos vivir sin que nada nos
falte unos tre s meses. Y du ran te ese tiem po, ¿crees que no
en co n trarás una o c u p a c ió n ? ... Ni aunque fuéram os inútiles.
Porque yo voy a tra b a ja r, ¿ o ís te ? ... vo estoy san a: t 4
—¿ Q u é ? ...
— Que yo tra b a ja ré contigo.
— Eso si que 110 —dijo Remigio frunciendo el ceño.
— Pero, ¿ por qué ? . . .
— Porque 110, ¡y b a sta ! Y ni me hables m ás de eso.
— 52 —
Paulina comprendió que con in sistir no conseguiría nada.
T rató de eludir el asunto.
— Bueno; entonces dejem os p ara después.
— Ni p a ra después.
— Bueno, señor rezongón, bueno. No se enoje usted.
— ¿Y p a ra qué m e vienes con la h isto ria de s ie m p re ? .. .
— ¡B rrm ! — le hizo a la cara un gesto encantador.
Y dirigiéndose a la m esa agregó: — A g u a rd a r la plata.
¿V es, v e s ? . . . —decía m ientras recogía el dinero— . Todo
esto form a n u e stra libertad, n u e stra querida libertad.
— Tú lo has ganado.
—N o; yo te he ayudado a ganarlo.
Guardó la c a jita en el arm a rio ; cerró y volvió hacia
Remigio.
— Y ahora, prom étem e que nunca h arás nada que pueda
em peñar tu dignidad.
— Te lo prom eto.
— P o r la m em oria de nuestros p a d re s. . .
— Por la m em oria de nuestros p a d r e s ...
Ella entonces abrió los brazos y lo estrechó co n tra su
pecho, m ientras Remigio, emocionado profundam ente, decía
le enternecido:
¡Qué buena eres. P aulina!. . ¡C uánto te q u ie r o ! ...
— 53 —
necio acoquinado, creyendo que ofendía, a pesar suyo. Pero
el gerente se levantó, acercóse a él y le dijo con entusiasm o:
— ¡V enga esa m a n o ! ... Se ven muy pocos ejem plares
como tú. Serás un hom bre, yo te lo aseguro
Se despidieron con grandes m u estras de cariño. Y cuan
do Remigio regresaba por los escritorios, los empleados, igual
que la o tra vez, dejaron un m omento los libros, para verle
pasar, sereno, con la cabeza erguida, bondadoso y fu e rte co
mo un hom bre honrado.
JO SE PEDRO BELLAN
C O M E N T A R IO
— 57 —
S u voz se apaga. . . ya no tiene fuerzas.
— ¿Qué harías tú en una situación se m e ja n te ? .. . Im a
gínalo solo, cam inando angustiado por las calles de la ciu
dad. ¡Qué am igo nos sentim os de él!.
¡Cómo quisiéram os acom pañarlo!. . . Es que el escritor
nos ha dado la nota hum ana y real conm oviéndonos con sus
palabras.
— 58 —
de sus personajes, con s iu miedos, con sus dudas. Los hace
m editar y pone en sus jnilabras las verdades que quiere
trasm itir. A veces la esperanza vibra en la alegría del ins
tante pasajero.
—Serem os felices, P a u lin a ... nada nos faltará. Lejos
estaban de im aginar lo que ocurriría. “Sin trabajo é l” . . .
Esa idea le obsesionaba y con ella en la m en te recorría
las calles de nuestra ciudad: porque los escenarios en que se
m ueven los personajes del cuento son m ontevideanos; de
un M ontevideo distinto al actual puesto que ha pasado m u
cho tiem po. Pero el problem a que agobia a Rem igio puede
ser el problem a de un jo ve n cualquiera y de ahora. El es
critor expresa aquí sus ideas, que tienen vigencia: “El que
pide trabajo no pide un favor; todo el que trabaja da parte
de su vida para los otros”. ¿Tiene razón Bellán? ¿Qué pien
sas tú?
— 60 —
Y cuando R em igio regresaba por los escritorios, los e m
pleados lo m iraban p a sar sereno, con la cabeza erguida. “bon
dadoso y fu e rte como u n hom bre honrado”.
Acaso alguna v ez tú ta m b ién buscaste la m irada de
tus com pañeros de clase fre n te a un acto tu yo y si ellas
fueron de aprobación, una íntim a alegría inundó tu corazón.
Rem igio tam bién sintió esas m iradas de sus com pañeros de
trabajo y una cálida dicha lo penetró.
Con ella marcha ahora por la vida, seguro, firm e , con
fiado en su voluntad. El escritor con inteligencia no nos dice
m ás, sus ú ltim a s palabras nos dejan una inquietud. ¿Cómo
será la vida de Rem igio en adelante? y nos da así la opor
tunidad de confiar en él, en su triunfo, que es el triu n fo de
la voluntad y la dignidad del hom bre.
— 61 —
compañeros, en la com prensión de algunos de los personajes
que tratan con él, en su tranquilidad de conciencia.
La vida es un continuo renacer; su tem p le le hará ca
m inar con la fre n te en alto.
El estilo y el lenguaje del escritor poseen honda fuerza
expresiva y sinceridad.
El am biente en que se d esarrollan los acontecim ientos
pertenece a una época pasada. Los personajes representan
una clase social hum ilde. Pero las ideas que ani7na la narra
ción son actuales. El trata con inteligencia problem as hu
manos de un jo ve n de hace treinta años, pero que a lo m ejor
tú tam bién tendrás que afrontar, puesto que los se n tim ie n
tos y las pasiones son tan antiguas como el m undo.
En el liceo, leerás el cantar “Mió C id”; una obra clásica
de la literatura universal. Verás que aunque los personajes
y am biente pertenecen u una época m u y antigua sus valores
son perm anentes y hay expresiones y conceptos acerca de
la honradez, valor y cobardía que aun hoy pueden aplicarse.
Es que una verdadera obra de arte, tiene la v irtu d de dar
a lo particular la validez y la fu erza universal.
Bellán ha dem ostrado, un espíritu observador y cono
cedor del alma hum ana. Logra em ocionarnos con gestos y
actitudes nobles y revelarnos un m undo que puede ser el
nuestro. El espejo que refleja nuestros egoísmos, nuestros
m iedos, n u estras virtudes y debilidades. Tam bién la belleza
m oral de las valientes decisiones.
El m ensaje m oral que quiere tra sm itir el escritor, en
“R em igio S tagnero”, es perm anente.
En toda vida hay acontecim ientos externos que m odifi
can una conducta. Pero los propósitos que nacen de un ca
rácter firm e y valiente pueden sostenerlo en su dignidad
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Este libro se term inó de im p rim ir el día 20 d e octubre de 1960,
en los Talleres G ráficos LANUS, P aysandú 1236, para Ediciones AULA,
B artolom é M itre 1381, Montevideo,
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