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LA PARADOJA DE LA VIOLENCIA

CRIMINALIZACIÓN Y LEGITIMACIÓN EN EL AUTORITARISMO

Andrés Sebastián Petric Tobar

22/08/2018

Facultad de Filosofía y Humanidades

Fascismos y autoritarismos: lecturas en Chile (1940-1990)

María Eugenia Horvitz


La violencia es, sin duda, uno de los conceptos más conflictivos dentro de la vida política. A veces

condenada, otras instrumentalizada y legitimada, está siempre en la palestra cuando se trata de hablar

de lo “políticamente correcto”. A lo largo de la historia y mediante el estudio de ésta, podemos ser

testigos que en cualquier tipo de organización humana ha estado presente: en mayor o menor

intensidad, utilizada para fines específicos, como modo de reivindicación, de subyugación, etc.

Habría sido prácticamente imposible configurar regímenes políticos basados en la jerarquía y el poder

si no se hubiese recurrido a la violencia. Existe un discurso que cultural, social y políticamente es

asimilado por las masas en relación a la organización de la vida social, pero tal discurso cuenta con una

serie de instrumentos encargados de legitimarlo y hacerlo posible.

La violencia es, claramente, una de aquellas herramientas y probablemente la más versátil y

naturalizada. Cuando hablamos de ésta, no nos referimos solamente al maltratar reaccionariamente por

alguna acción específica, más bien a una estructura que, mediante diversas formas (verbal, judicial,

policial, discursiva) copta, manipula y presiona la vida de quienes componemos la sociedad, a costar de

legitimar el poder y la acción de quienes nos gobiernan.

En el caso de la política autoritaria, esto se observa con mayor alcance, ya que la necesidad de

adoctrinamiento se hace mucho mayor: un proyecto político que no tiene como principio la democracia

y la autodeterminación de los pueblos siempre necesitará de la violencia para poder llevarse a cabo, ya

que es imposible que el total de la sociedad se muestre de acuerdo con él sobretodo considerando que

están realizados y estructurados para la propia y absoluta conveniencia de los gobernantes y los poderes

económicos.

Pongamos el caso remoto de las monarquías: una rígida jerarquía piramidal estructuraba a la sociedad

monárquica de hace un par de siglos. Los abusos y explotaciones eran pan de cada día: el rey como

máxima autoridad contaba con todas las herramientas para hacer efectivo su poder, la mayoría de éstas

relacionadas con el miedo y la violencia. Nadie quiere pasar hambre, quedarse sin un sustento para

vivir, ir al infierno o ser brutalmente torturado. Las dinámicas del poder y la violencia operan en base a
un control de la vida de las personas en cuanto a sus necesidades, el miedo y el dolor. De esta forma,

dichos sistemas autoritarios encuentran sustento, y los pilares de éstos descansan sobre la una

población aterrorizada y alienada.

Para el legítimo ejercicio del poder, la violencia no se torna solamente física: existen una serie de

discursos que abalan y justifican dicho ejercicio, naturalizándolo culturalmente en la sociedad y así

creando adeptos hasta en los mismos oprimidos. El régimen genera convicción en grandes cantidades

de la población, por muy desgraciada que torne su vida. La naturalización de las dinámicas de poder,

jerarquías, instituciones, relaciones sociales y distinciones claras entre sexos, clases sociales, razas, etc.

configura una sociedad que funciona para sustentar al poder político-económico y su vez, configura un

deber-ser en los individuos.

Durante siglos, el autoritarismo ha predominado en los modelos políticos de Occidente. Las

revoluciones estadounidense y francesa marcaron precedentes para adentrarnos en la vida democrática,

lo cual se llevó a cabo también en Latinoamérica luego de las independencias. Pero el hecho de no

contar con la figura sagrada y autoritaria de un rey no quiere decir que el poder y las jerarquías dejen de

existir. La configuración de la vida social sigue estando estrechamente ligada a lo intereses del poder

político-económico, pero utilizando de una manera diferente sus recursos y herramientas

legitimadoras: la idea de que una democracia representativa hace partícipe a la sociedad no cambia en

demasía las cosas, ya que las desigualdades siguen estando delicadamente trazadas, y con ellas, los

mecanismos para justificarla.

Entendiendo el poder político y sus formas de operar mediante estructuras legitimadoras, nos

adentraremos al tema que nos compete: los autoritarismo europeos del siglo XX. Analizaremos en

particular lo expuesto por Federico Finchelstein acerca del fascismo italiano: sus relaciones y

repercusiones en Argentina, lo cual nos servirá como ejemplo y contexto para comprender la

construcción de un régimen autoritario y de qué forma la violencia se torna uno de sus pilares

fundamentales.
En primera instancia, hay que reconocer los elementos base que le dan vida a la ideología fascista:

tenemos en primera instancia, un fuerte nacionalismo (el cual va acompañado, claramente, con racismo

y xenofobia). También es un régimen que, estrictamente, debe ser totalitario para poder funcionar: un

control tenaz en la vida de los individuos (superioridad racial, desprecio y opresión a las minorías).

Siguiendo con la misma línea, también debe ser antidemocrático para asegurar su pleno

funcionamiento.

El arquitecto de esta ideología es Benito Mussolini, quien comenzó a llevarla a cabo al finalizar la

Primera Guerra Mundial, ganando un gran cantidad de adeptos en la sociedad. Sería interesante

detenerse en aquel fenómeno de aceptación social, y cómo la violencia influye en la configuración de

un deber-ser en los individuos.

Para esto, nos enfocaremos en Argentina durante la década de 1930 y el desarrollo de las ideas fascistas

en el país. El autor nos expone que los lazos socio-culturales con Italia influyeron en la recepción de

ideas pro-fascistas de parte de políticos e intelectuales italianos (Finchelstein, 113), pero, de todos

modos, la corriente tuvo sus propias particularidades en el país trasandino. Es indispensable nombrar la

figura del dictador Uriburu, quien entre 1930 y 1932 ejerció una dictadura con claras consignas

nacionalistas que con el pasar de los años se transformarían en la base para instaurar y consolidar las

ideas fascistas en Argentina, reafirmando el vínculo existente entre ambos países para justificar la

aceptación e implantación de sus ideales políticos (siempre recalcando que la forma en la cual se dio el

fascismo en Argentina contaba con particularidades propias relacionadas a su propio contexto).

Así, mediante la prensa, los medios de comunicación y la influencia cultural, el fascismo fue tomando

forma y fuerza en la sociedad argentina durante la década de 1930, lo cual perduraría hasta después de

finalizada la Segunda Guerra, con la dictadura de

Las justificaciones para su implantación obedecían, en primera instancia, al carácter nacionalista que se

pretendió infundir en la población. Si Argentina partió siendo una nación que se conformó a raíz de las

migraciones de extranjeros, en aquel momento les estaban “cerrando la puerta”, asegurando que los
argentinos eran los únicos dignos de pertenecer al territorio nacional (Finchelstein, 128). De este modo,

los sectores políticos conservadores fueron consolidando aquel discurso en la sociedad, sumado a un

profundo rechazo al liberalismo, tanto en lo económico como en lo secular. Previo al golpe de Estado

de 1930, el clima político ya estaba bastante tenso, en gran parte por la difusión de las ideas

nacionalistas y pro-fascistas. Llamados públicos a los militares para que tomaran las armas, como el

realizado por el intelectual Leopoldo Lugones son interesantes de analizar en relación a sus motivos e

intenciones. En sus propias palabras, señalaba que “la hora de la espada había llegado” (Finchelstein,

129), con el fin evitar una catástrofe nacional, justificando así un golpe de Estado y un régimen

totalitario, lo cual traería, intrínsecamente, medidas violentas para su instauración.

La violencia es paradójica en el sentido de que cuando se implementa desde el poder, ésta se legitima

mediante diversos mecanismos, ya sean discursos, ya sea la fuerza bruta represiva con la que cuenta un

aparato estatal. Respecto a lo primero, los discursos nacionalistas, al tomar tanto fuerza en la nación y

la opinión pública, pretendieron generar una justificación intrínseca a la utilización de la violencia y la

tortura por parte de los militares, ya que todo se realizaba por el “bien de la patria”.

¿A que nos referimos cuando hablamos del bien de la patria?, ¿qué significa exactamente y por qué los

derechos humanos deben sacrificarse en función de ésta, legitimando así el uso y abuso de la violencia?

Durante la dictadura de Uriburu se utilizaron los tradicionales mecanismos de tortura y allanamientos

callejeros para todos aquellos que se oponían, de alguna forma u otra, al régimen. En este caso, la

utilización macabra de la violencia lograba justificarse en base aquel mítico “bien de la patria”, un bien

superior, el cual exige ciertas conductas y justifica ciertas acciones a contar de velar por él.

Así, si analizamos el concepto de patria, podemos dar con un concepto eminentemente político,

directamente relacionado con las fuerzas político-económicas que ejercen su poder en un determinado

territorio. Los individuos que conforman la patria son, prácticamente, sujetos mecanizados y alienados

que deben velar por el correcto funcionamiento de ese método implantado. Por eso, ¿de qué hablamos

exactamente cuando luchamos por la patria?, ¿por qué estamos velando?


A mi parecer, existe una devoción por un concepto político abstracto, el cual su más directa

materialización se encuentra en las fuerzas políticas más que en los sujetos que componen una

determinada nación, lo cual me hace mucho sentido al momento de analizar los discursos de carácter

fascista y nacionalista. No existe un mayor interés por el desarrollo y el bienestar de los individuos.

Aquellos deben sacrificarse por el bienestar de su país, pero el país lo componen ellos mismos, por lo

tanto la lucha se enfrasca en mantener una “grandeza” mítica, abstracta, que va en contra del libre

despliegue socio-político de los mismísimos “compatriotas”.

Si la patria es más bien, al menos en manos del poder, una mistificación política, no es precisamente

ésta la que corre peligro al momento de gobernar una sociedad mediante su propia voluntad y

autodeterminación. Las corrientes que plantean el discurso de “la razón o la fuerza” (lamentable

emblema nacional) son dueños y propulsores de su propia razón, de su propia conveniencia. El

gobernar por el bien de la patria y masacrar a los compatriotas se torna una terrible contradicción. El

crear ideales respecto al deber-ser de los sujeto que componen la sociedad y castigarlos cuando éstos no

son debidamente cumplidos va en contra de cualquier determinación y voluntad soberana del individuo.

Así, la violencia frente a quienes manifiestan su descontento e inconformidad frente a los regímenes

totalitarios debiese estar totalmente injustificada y causar un rechazo general en la sociedad, de no ser

por las modalidades discursivas mediante las cuales el poder opera y “educa” a la sociedad, justificando

debidamente mediante símbolos, costumbres, atemorizándola en relación a la imposición de una

determinada forma de comportarse y relacionarse en sociedad, en tanto los individuos son sujetos

políticos. Claramente habrá un sector de la población al cual dichos regímenes les convenga, otros

simplemente lo apoyará por convicción ideológica, pero también existe una gran parte de la sociedad

que los rechaza profundamente por no llevarse a cabo por el bienestar y desarrollo de los sujetos en su

conjunto.

En base a esto creo absolutamente legítimas las manifestaciones contra un régimen de aquellas

características. La circulación de información, la actividad política no-partidista, las manifestaciones,


reivindicaciones y exigencias de los individuos frente a aquello que encuentran injusto, indigno y

represivo. Este tipo de manifestaciones son las consideradas “violentas” por el poder político,

etiquetándolas con una serie de conceptos que causan gran impacto en la opinión pública y, por

supuesto, contribuyen a legitimar la acción y reacción de un estado totalitario. El tildar dichas

manifestaciones como violentas, terroristas o delincuentes que, además, vienen de sujetos “no

deseables” o “disfuncionales” para el régimen, obedece a una criminalización de la violencia en tanto

manifestación de descontento, ya que es una violencia que no contribuye a reforzar el poder del estado.

Si hacemos una analogía con Chile y la dictadura de Pinochet, si bien el fascismo y el militarismo neo-

liberal tienen diferencias sustanciales, comparten ciertos preceptos como el fortalecimiento del Estado

y el patriotismo. Existía una legalización de la violencia frente a los prisioneros, torturados y

asesinados por los militares. A su vez, ocurre una criminalización de ésta cuando se trata de manifestar

el profundo descontento que causan las violaciones a los DD.HH y la implantación de un modelo

político-económico que responde al beneficio de un grupo humano selecto y minoritario.

Este fenómeno, lamentablemente, sigue ocurriendo hasta nuestros días cuando observamos por los

medios de comunicación y mediante comunicados del gobierno, la criminalización de los movimientos

sociales, la paradoja de la violencia y de la tolerancia en su máxima expresión: delincuentes y

terroristas por manifestar las injusticias y pormenores del modelo político-económico, intolerantes

porque no respetan que hay ciertas personas que se muestran de acuerdo con la tortura y aniquilación

de ciertos grupos humanos.

Así, la violencia constituye una de las armas más poderosas de un Estado, que en el caso de los

autoritarismos se incrementa aun más. Aterrotizar a la población, criminalizar a los disidentes. Es un

círculo vicioso de perfecto control, contribuyendo en demasía al sostén de los regímenes totalitarios

como el fascismo o las dictaduras militares.

La producción ideológica que justifica y ampara a un estado violento, torturador, fortalecido y que vela

por el bienestar de un grupo selecto de la sociedad sostiene determinados preceptos que parecen
convincentes ya que apelan, en el mayor de los casos, a romanticismos como el patriotismo, la

superioridad racial y un buen desarrollo económico. El sentimiento de pertenencia a una “patria

funcional” que, a fin de cuentas, responde sólo a los intereses y el bienestar de ciertos individuos.

A modo de conclusión, debemos entender los derechos humanos de cada individuo no solamente como

el derecho a no ser torturado: es el derecho a ser, a desplegarse, a visibilizarse, aparecer y actuar.

Cuando nos encontramos frente a régimen político que coarta, mutila o deteriora algunos de estos

preceptos básicos en la vida de un ser humano, simplemente no le está siendo funcional a ellos, lo que

podría ser un punto de partida importante para criticar los regímenes políticos autoritarios.

Además, hablando de los derechos humanos y basándome en los planteamientos de Lynn Hunt, el valor

de la empatía y el sentir por un otro contribuye demasiado a establecer lazos entre los mismos

individuos, generar sentimiento de pertenencia en base a una experiencia de vida comunitaria, más que

por una mistificación abstracta e idealista del lugar en el cual nos desplazamos. Así, cuando

repudiamos la violencia autoritaria que desmedra el desarrollo de los individuos, debemos hacerlo

desde sus preceptos más básicos: aquellos que configurar ideales y modos de ser que no atienden a sus

necesidades y/o se imponen jerárquica e injustamente, sobre otro grupo humano con determinadas

características (hablamos de la interseccionalidad en los discursos del poder, ya que también está

presente el machismo, racismo, xenofobia, etc).

También tener en consideración que las manifestaciones frente a dichos regímenes no deberían ser

anuladas y/o rechazadas por ser violentas en sí mismas. Puede que lo sean, pero el pacifismo creo que

lograría poco y nada enfrentándose a un régimen que funciona a punta de fusil, por lo cual considero

muy pertinente un análisis contextual de aquellas manifestaciones catalogadas como violentas, ya que

al fin y al cabo están combatiendo aquel sistema que utiliza la violencia como su arma primordial y que

no dudará en aplicarla para mantener intacta su hegemonía.


BIBLIOGRAFÍA

- Federico Finchelstei. Fascismo trasatlántico. Ideología, violencia y sacralidad en Argentina y en Italia,

1919-1945. Fondo de cultura económica. 2010.

- Lynn Hunt. La invención de los derechos humanos. Tusquest, Barcelona, 2010.

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