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Cultura popular y razón poética

(30-11-2007 ) - Contribuido por Graciela Maturo

En el año 2003 se han recordado, en distintos lugares de nuestro país, los treinta años de la Filosofía Latinoamericana,
y también de la Filosofía y la Teología de la Liberación. Por mi parte me sentí implicada en el recuento, y recordé
también los treinta años de la Teoría Literaria Latinoamericana, y así lo expuse en algunos foros y reuniones. Advertí
también que había en esas celebraciones algunas figuras silenciadas, tales las de Rodolfo Kusch y Eduardo A. Azcuy.

Si bien considero válido fijar en 1970 la conmoción filosófica y política que puso en marcha este giro de la perspectiva
filosófica latinoamericana hacia un pensar situado, es preciso puntualizar que Rodolfo Kusch había iniciado este camino
quince años antes, cuando dio a conocer La seducción de la barbarie. Este giro hacia un pensamiento situado, que llega
a hacerse consciente y doctrinario en los años 50, tiene por otra parte un basamento literario que podríamos remontar
a las primeras crónicas escritas en esta parte del mundo. Los escritores del siglo XX tomaron aguda conciencia de ese
posicionamiento, y generaron una producción literaria muy importante, afirmativa de la identidad hispano-ibero-latino-
americana. Obras como Zama , Pedro Páramo, Los pasos perdidos, Hombres de maíz, Los ríos profundos, o como
Nuevo Mundo Orinoco de Juan Lescano y Alturas de Macchu-pichu de Neruda en poesía, o La audiencia de los
confines, texto dramático de Miguel Ángel Asturias, son hitos en la reflexión del escritor hispanoamericano sobre su
propia identidad, en la que descubren la fuerza mítica de la cultura popular y el peso de la razón poética.

Los escritores mismos, tal ha sido nuestra posición, han abierto el camino que un grupo de pensadores llevó al plano de la
reflexión filosófica a partir de la mitad del siglo. Me refiero a Rodolfo Kusch, Carlos Astrada, Ernesto Mayz Vallenilla,
Manuel Gonzalo Casas, Héctor A. Murena, Eduardo Azcuy, con sus diversos matices entre sí. Kusch es ejemplo de un
camino de singular profundidad, que transita por los rumbos de la creación antes de hacerse reflexión e investigación de la
cultura. Emergía, por distintas vías, una toma de conciencia americanista que necesariamente llevaba en sí pasos
anteriores en esa dirección. No se trataba ya de pintar la realidad americana, su gente, su paisaje descomunal, su modo
de vida. Había pasado ya el tiempo de dar cuenta a Europa de la geografía y las costumbres. Ahora se defendían
categorías del pensamiento que establecían claramente una continuidad entre la tarea del escritor y el contexto cultural
al que pertenecía, y asumía.

La historia se construye lentamente, aunque el acontecer se desata en determinadas circunstancias por causas
aparentemente inexplicables. Efectivamente, en el comienzo de los años 70 se inició en la Argentina y en otros países
latinoamericanos un proceso político de liberación que tenía su acompañamiento en una propuesta filosófica; el pensar
situado. En la Argentina surgió un movimiento intelectual que fue innegablemente señero en la vida intelectual del
subcontinente. Sus promotores eran filósofos, antropólogos, psicólogos, sociólogos y estudiosos de las letras. Esa atmósfera
abarcaba en cierta convergencia epocal, a una personalidad fuerte como la de Kusch, con un pequeño grupo de
seguidores entre los cuales nos contábamos juntamente con Nerva Rojas Paz, Abraham Haber y Guillermo Steffen, y
corrientes disímiles como las inspiradas en el hegelianismo y el marxismo, la teología de la liberación impulsada por los
sacerdotes del Tercer Mundo, grupos indigenistas, etc. Podríamos hacer una nómina extensa de los protagonistas de
aquella hora, y acaso no sería coincidente con aquellos que hoy pontifican negando sus raíces. Sin embargo después
de unos meses de convivencia, fomentada por reuniones en Villa Allende, provincia de Córdoba y en San Antonio de
Padua, decidimos con Eduardo Azcuy fundar el Centro de Estudios Latinoamericanos que adquirió un perfil propio.
Compartíamos esa atmósfera generalizada del pensar situado, pero buscábamos la identidad del hombre americano en
el ethos humanista hispánico, negado por el indigenismo o el marxismo. Nuestro grupo hizo una valoración de la
cultura popular que, alejándose del mero populismo, recuperaba el enfoque de Carl Gustav Jung y los fenomenólogos
culturales como Mircea Elíade. Proponíamos, siguiendo a Kusch, la interiorización fenomenológica de las culturas, sin
rechazar el componente hispánico. Nos interesaba especialmente bucear en la etapa colonial, y recobrar de ella los
trazos de la evangelización, el sincretismo religioso –repudiado entonces por algunos coetáneos–, la
realidad mestiza del pueblo criollo.

No puede negarse a Rodolfo Kusch el haber sido uno de los grandes protagonistas de este momento, sofocado por los
gobiernos militares, que siguió actuando subterráneamente durante los mismos y más tarde, como pudo comprobarse
en una serie de manifestaciones, cátedras, foros y revistas del subcontinente.

Con Rodolfo Kusch generamos reuniones y proyectos, y a él le debo como en otro orden a Juan Alberto Cortés, el
estímulo necesario para poner en marcha el Centro de Estudios Latinoamericanos. Postulábamos, más allá de la
creación de una Teoría y una Crítica Latinoamericanas, una reformulación americana de las Ciencias Sociales, una
recuperación de la Cultura Popular, y –audazmente- la conversión de los intelectuales.

Kusch estimuló y apoyó el desarrollo del Centro, a cuyas reuniones concurría en San Antonio de Padua, Salta, Córdoba y
otros lugares, enviándonos continuamente sus trabajos, que nos encargábamos de publicar y difundir. Debo decir en
justicia que Eduardo Azcuy, poeta y estudioso del simbolismo tradicional, fue a su vez otro silencioso protagonista de
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aquellos años. Su labor abonaba en forma abierta el cambio de una cultura desacralizada por una cultura capaz de
remitirse a sus núcleos ético-míticos.

Azcuy fue un privilegiado interlocutor de Rodolfo Kusch y quien lo ayudó, en largas reuniones, a ordenar sus libros
Esbozo de una antropología cultural americana y Geocultura del hombre americano, que pudimos incluir por esos años
en planes editoriales a nuestro cargo. A los diez años de su muerte, después de realizar varios congresos y
homenajes en su memoria, Eduardo Azcuy reunió una obra de conjunto titulada Kusch: el pensar desde América, con
dos artículos de Rodolfo Kusch, varios estudios sobre su obra, y la bibliografía de Muchuit -Langón-, inicialmente
publicada en la revista Megafón, con nuevos agregados del compilador.

Ahora muchos hablan, en distintas disciplinas, de pensamiento situado, estudios culturales, diálogo, interculturalidad,
como he escuchado en jornadas recientes, donde el nombre de Kusch fue silenciado aún por aquellos que trabajaron
con él. Su obra permanece excluida de los medios académicos, y en ciertos casos asistimos a interpretaciones
parciales o forzadas de su pensamiento, desde un indigenismo que no lo interpreta plenamente.

Mi trabajo plantea la aproximación de la cultura popular, a la que Kusch rescató como modelo antropológico, y la razón
poética, desde la cual he pretendido basar una teoría y una crítica literaria latinoamericana. En función de este objetivo
trataré de aportar algunas consideraciones sobre el pensamiento de Rodolfo Kusch, asentando también algunos
matices de diferenciación que no me impiden reconocerlo como un maestro de todos nosotros.

Ante todo recordaré que para Kusch el acto de pensar reclama la recuperación del sujeto americano. El estado de
alienación de nuestros intelectuales, ocupados de repetir acríticamente el discurso filosófico occidental y sus secuelas en
el campo de las ciencias del hombre, fue denunciado por Rodolfo Kusch como una de las causas mayores del
vaciamiento cultural sufrido por las naciones latinoamericanas, y de una absoluta desprotección de grandes masas no
interpretadas por ese discurso. Visualizaba Kusch con claridad el drama de nuestros pueblos, conducidos a ese estado
de división interna por la acción de sucesivos y diversos poderes políticos, y sobre todo por la despreocupación de sus
minorías ilustradas, cada vez más ajenas al sujeto real americano. Señalaba con firmeza que es un deber ético del
filósofo asumirse como sujeto histórico, rastrear lo primigenio y original de su propia cultura para enunciar desde allí un
pensar genuino que merezca el nombre de tal. Este reemplazo del cogito cartesiano supuestamente universal por el
sujeto americano debía ser el origen de un discurso propio, no por ello apriorísticamente contrario opuesto a otros
discursos, pero sí capaz de rectificar o reformular conceptos en función de nuevas realidades y de las categorías que de
ellas provienen.

El sujeto americano, lejos de ser una abstracción, una entelequia, debía coincidir con el sujeto real, situado en una
ecocultura, un paisaje, una tradición cultural, un ethos propio, en suma una identidad. En las últimas décadas el tema
de la identidad americana recorrió polémicamente las ciencias humanas, sufriendo los embates de la posmodernidad.
Se consideraba, en un extremo, que la identidad era un planteo autoritario y fascista, coincidente con el desgastado
tema del ser nacional proclamado por los gobiernos militares. Accediendo a la atmósfera intelectual de la posmodernidad
euronorteamericana, que acompañó el proceso de la globalización, se tendía a negar las identidades en favor de la
sociedad cibernética internacionalizada, fragmentada, despojada de patrones identitarios. Aparentemente se había
entrado en la etapa de la aldea englobada, y la revolución tecnológica iba a lograr lo que no pudieron los gobiernos
socialistas. Muchos de nuestros colegas se dejaron tentar por ese sofisma cultural, prefiriendo la cómoda condición de
epígonos del discurso euronorteamericano antes que asumir con valentía el riesgo de ser latinoamericanos, o
americanos sin más, ya que la denominación misma correspondía a la latinidad de América.

Debemos asentarlo claramente, no se trata de reemplazar un sujeto histórico europeo por otro americano. Quienes
desde una cartilla ideológica pretendieron asumir el pensamiento situado, omitieron que se trataba de un cambio
cualitativo, y que este cambio venía alentado por líneas profundas de la tradición occidental que si bien no es nuestra
única tradición, tampoco puede ser omitida.

Incluso para comprender plenamente a Rodolfo Kusch se nos hace necesario reivindicar una parte de esa tradición. En
efecto, Kusch llega al núcleo último de la cultura popular a través de su formación en la vía de un despojamiento
fenomenológico; su metódica le impone precisamente la epojé del racionalismo y el cientismo occidental.

Kusch es un fenomenólogo de la cultura. Su formación es deudora de Husserl, Heidegger, Max Scheler, Nicolai Hartmann,
y más atrás de Eckhart, Nicolás de Cusa, Nietzsche, Spengler. Pienso que aún no se ha medido suficientemente en
nuestros ámbitos universitarios cuánto ha significado el enfoque fenomenológico como posibilidad de instaurar un
pensamiento nuevo, matinal y desprejuiciado, que nos pone en contacto con las fuentes de la cultura y de lo humano.
En tal disposición, Kusch profundiza la cultura popular del hombre argentino, y comienza por el hombre de Buenos
Aires, el porteño de café y de barrio, el sujeto del tango, antes de fijar su atención en el altiplano boliviano o argentino
para redescubrir los núcleos vivientes de la cultura popular.
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Aquello que se manifestaba en el porteño de clase media como desarraigo y desamparo, se le muestra en el hombre
tradicional del altiplano como una cultura todavía plena, que dota a cada individuo de un bagaje de orientaciones y
valores, un domicilio, un arraigo, un modo de compartir el trabajo, un canto común. Cuando Rodolfo Kusch se apropia
de esa cultura mestiza, seminal, no hace sino descubrir lo que el hombre de las ciudades ha ido perdiendo en su
proceso de desmemoria y degradación cultural.

Kusch recupera en el otro, apropiado como prójimo o próximo, lo perdido en su propio entorno ciudadano por el efecto de
la dispersión y la especialización. Entiendo que este hijo de germanos, formado en la escuela protestante, dotado de
notable intuición creadora que desplegó en poemas, dramas y relatos, orientado metódicamente por la fenomenología, fue
capaz de recobrar sin prejuicios el sincretismo hispanoindígena que hace la base de la cultura americana. Aunque fijó su
atención en la mentalidad del indígena, le gustaba decir que América no era un continente cristiano sino
“mariano”, y con ello admitía los grandes símbolos de conjunción que han amalgamado en el subcontinente
a pueblos de variado color. Tal vez sea en este aspecto donde por nuestra parte hemos alentado matices más
claramente diferenciadores, pues nuestra labor dio un especial valor a la simbólica cristiana, amalgamante de culturas
disímiles.

Pero veo mal interpretado su pensamiento cuando se hace de él un indigenista. Sin ignorar, desde luego, los derechos
del indígena, la concepción de Kusch apunta precisamente en dirección opuesta de aquellos que reclaman la absorción de
los grupos marginales por el desarrollo, pues es en esa pobreza y marginalidad donde encuentra los gérmenes de un
pensamiento seminal, que puede reconstruir lo universal humano. La cultura indígena americana, y en general la
cultura popular, sostiene, desafía realmente a la cultura moderna cuyos rasgos predominantes impregnan el vivir
cotidiano de nuestras clases medias. Mientras el hombre del altiplano vive en un mundo de valores y relaciones, el
hombre de las clases medias urbanas se desenvuelve en la creciente mecanización de una cultura de intereses y
objetos. Kusch toma de Nicolai Hartmann una expresión que le es favorita, el patio de los objetos. Se vive en el patio de
los objetos, que es como decir en el interior de la caverna ilusoria de que hablaba Platón, ignorando la vastedad del
universo, así como la auténtica vocación y destino del hombre. En contraste, el indígena o el mestizo del altiplano
norteño cultiva una visión del mundo que es imposible de abarcar desde las categorías de la lógica aristotélica: identidad,
no contradicción o tercero excluido. Su concepción del mundo reposa más bien sobre la ambigüedad, la simultaneidad del
sí y el no, la conjunción de las oposiciones, el juego simbólico, el acierto fundante, el mito, el ritual, la adivinación, en suma
la aceptación del misterio, que trae consigo la incorporación de las nociones de infinitud, indeterminación e
incognoscibilidad como parte ineludible del vivir.

Apenas hacemos esta enumeración de algunos rasgos de una concepción donde se mezclan e intersectan continuamente
los planos de la cotidianidad con lo mistérico o trascendente, nos salen al encuentro dos áreas que la mentalidad
occidental ha delimitado como específicas: el arte y la religión. Es sabido que el concepto de arte surge tardíamente en el
desarrollo de la cultura, en tanto que la mentalidad primitiva hace de él la expresión de una totalidad de creencia,
sentimiento y vida. En cuanto a la religión, sabemos que es impensable la cultura tradicional sin este núcleo que
organiza los otros saberes y actividades del hombre.

A partir de este esbozo de la concepción del mundo que distingue al hombre popular, no ilustrado o simplemente atenido
al fondo tradicional que su cultura le transmite, intentaré señalar la relación existente entre cultura popular y razón
poética. Acaso, nos preguntamos, descubrir un modo de pensar por imágenes y no por conceptos; una lógica inclusiva,
que integra permanentemente los opuestos; un modo de mirar lo cotidiano con ojos nuevos que convierten el ver en un
trasver, ¿no significa encontrar los rasgos más puros y originarios del pensar poético, o lo que llamamos -con
Heidegger y Zambrano pero también con Marechal, Murena, Lezama y Octavio Paz- la razón poética?

He conversado largamente con Rodolfo Kusch estas coincidencias profundas, que él advertía desde su doble
experiencia de antropólogo y creador.

Algunos de ellos fundaron luego otros Centros de Estudios, crearon sus propias publicaciones y aportaron sus propios
matices al desarrollo de esta corriente de pensamiento. Creo que puede admitirse como caracterización de este grupo,
por otra parte, el haber instalado la opción de una teoría literaria latinoamericana y asimismo de una crítica situada, no
mimetizada con los últimos tramos del discurso cientista o deconstruccionista – opuestos en apariencia –
generados en otras atmósferas culturales. Desde la razón poética, próxima a la cultura popular, nos permitíamos someter a
crítica a la teoría del signo y sus derivados la semiología, el formal-estructuralismo, la pragmática, como más tarde el
deconstruccionismo.

Proponer una teoría y una crítica latinoamericana para los estudios literarios sin tener en cuenta el basamento
antropológico popular, el imaginario religioso, la filosofía latinoamericana, y especialmente el acto creador me parece un
absurdo, cuando no una mera adaptación ideológica. Es en efecto en este estrato liminar, como lo he expresado
reiteradamente en mis trabajos – de los cuales se publica ahora una selección en el libro La razón ardiente - donde
reside la originalidad y la fuerza de una teoría literaria y una crítica situada en el tiempoespacio americano.

No es este el momento de exponer hasta qué punto se modifica, al atender a la fuente popular y creadora, una teoría
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literaria que proviene del positivismo filosófico.
Tanto la cultura popular como el pensamiento poético que lo continúa en escalas refinadas de elaboración, ofrecen sus
propias categorías, que parten de una noción humanista de la palabra como elemento de poder y sanación, vía de acceso
a lo sagrado, revelación. Temas polémicos como la teoría del Realismo Mágico convocan posiciones muy diversas
desde una posición poética y atenida a lo popular, o desde una posición racionalista y científica, de lo cual da un ejemplo
nuestra respetuosa discusión con Enrique Anderson Imbert, registrada en fascículos y libros.

Confieso que en los últimos años de mi cátedra en la Universidad de Buenos Aires sentí que debía reconocerme como
poeta, para hablar desde adentro de la creación. El pensamiento poético, heurístico y fundante, no permite aceptar como
un absoluto la conceptualización científica del profesor ginebrino Ferdinand de Saussure, solo válida para los códigos
lógicos o los lenguajes artificiales. Si bien la definición del signo lingüístico como asociación arbitraria y convencional de un
significado y un significante fue completada cuando el lógico Peirce postuló un tercero, el interpretante, se trataba de
definiciones no adaptables al lenguaje esencial y revelatorio del poeta.

En la segunda mitad del siglo Veinte, eminentes filósofos europeos han realizado la mayor reivindicación de la poesía
como lenguaje pleno, y de la cultura tradicional como repositorio de un sentido profundo de lo humano. Ha sido el
filósofo Martín Heidegger quien en el último siglo realizó la mayor reivindicación del pensar poético. Él se inspiraba en el
Romanticismo alemán, un momento cumbre del pensamiento europeo, hallando en sus poetas las semillas de un
pensamiento nuevo, no atenido a la mera empiria ni tampoco sujeto a la metafísica tradicional. Novalis, Hölderlin y
Nietzsche le revelaron la honda relación del poeta con las formas cósmicas, el valor de la palabra, la unidad de lo ético-
estético en un humanismo creador y no simplemente libresco. Digamos de paso que el primer trabajo de Rodolfo
Kusch versa sobre Novalis, a cuyo pensamiento acudimos con Eduardo Azcuy, en 1978, para redactar un
“manifiesto” que se publicó en la Hoja Poética “La cuesta del agua”.

No sustentábamos ninguna forma general de anti-europeísmo. Nos reconocíamos en una larga tradición que pasó desde
el Occidente a América a través del pueblo español en acto de “rendición de espíritu” como lo intuyó
certeramente el poeta Juan Larrea, que vivió y murió en Córdoba. El fue otro de nuestros grandes inspiradores.

Martín Heidegger, María Zambrano, han sido los grandes defensores de la razón poética en el último siglo, como lo
fueron por otras vías más apegadas al humanismo latino Arturo Marasso, Leopoldo Marechal, José Lezama Lima, Dos
obras fundamentales de Paul Ricoeur, La metáfora viva, y Tiempo y relato, vinieron en las últimas décadas a
reafirmar la relación de Poesía y Verdad, rechazada por la Ilustración. Tuve el honor de invitar a Paul Ricoeur, en 1983, a
la Universidad de Buenos Aires, donde la hermenéutica era duramente rechazada por nuestros colegas. La obra de
Gadamer, Verdad y Método, traducida a nuestro idioma en 1977, y el redescubrimiento de Mijail Bajtín, producido
cuando fue autorizada la traducción y difusión de sus obras, después de su muerte, fueron hitos importantes en nuestra
trayectoria. Heidegger y Ricoeur tomaban sus fundamentos de los creadores europeos, legitimando indirectamente
nuestra orientación hacia la creación y la cultura propias.

En el pensamiento de Husserl, Heidegger, Gadamer, Ricoeur, Buytendijk, Alonso Schöckel, Bajtín, Urs von Baltasar,
Merleau Ponty, Jung, Cencillo, Eliade, Campbell, pudimos hallar –sin prejuicios anti-occidentalistas-
fundamentos válidos para desplegar una teoría latinoamericana. Es que no se trataba de repetir sus discursos sino de
ahondarlos y aplicarlos a nuestra realidad. Al descubrir la estética teológica de Urs von Baltasar, pude reconocer que la
misma había sido anticipada, desde 1933, en sus líneas generales, por el tratado metafísico de Leopoldo Marechal.

Mariátegui, Paz, Murena, Ernesto Mayz Vallenilla, Félix Schwartzmann, Manuel Gonzalo Casas, así como Astrada,
Rougés, Taborda, Kusch, marcaban diferentes rumbos en una común recuperación de lo propio. Escuchamos sus
voces, dando especial importancia al discurso del creador. Creamos centros de trabajo en varias provincias y más
tarde predicamos en universidades de Europa y América. Fuimos impugnados por algunos colegas, se nos ignoró en
historias de la crítica, o se nos ridiculizó en otras. También hubo algunos reconocimientos. Pero esto es anecdótico: quien
quiera ahondar en esta corriente de trabajo puede hacerlo a través de nuestros libros y revistas.

Para sintetizar, señalaré que hemos postulado una fenomenología hermenéutica, asentada en la novedad de la razón
poética, y por lo tanto en una metafísica. A partir de ese estrato del acontecer fundante que es la creación, hemos
desplegado una teoría literaria que llamamos americana para situarla y distinguirla de orientaciones predominantes en
otros ámbitos académicos, pero que en nuestro caso nunca ha sido postulada como un anti-occidentalismo. Recoge
en cambio los distintos momentos del humanismo europeo, desde el orfismo griego al neoplatonismo, atendiendo a la
tradición poética europea y americana, pero especialmente a la hora actual de una América que alcanza su conciencia
cultural. Cultivar un ingenuo antioccidentalismo sería negar nuestra lengua, nuestras raíces plurales e integradas en la
ecocultura americana, e incluso nuestra formación académica.

La pasión americanista no puede confundirnos ni identificarnos con naciones que rechazan de plano la Modernidad, ni
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llevarnos a hacer del indigenismo una bandera, desconociendo la realidad mestiza americana, signada por la simbólica
conjuntiva cristiana. Es en América donde se ha dado, aunque imperfecto, el diálogo de las culturas. Repitiendo el
fenómeno universalizante de Grecia o de España, América acercó a Oriente y Occidente, generando una cultura nueva,
un nuevo tramo en la hominización universal, que ciertamente no coincide con la propuesta tecno-económica de la
globalización.

Graciela Maturo

Publicado por Agenda de Reflexión el Noviembre 30, 2007 07:26 AM | Link Permanente

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