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¿De qué acusaron a Cristo?

Su crucifixión marcó el final de un proceso iniciado por los miembros del Sanedrín, que veían en él
una amenaza; la decisión es fruto de la indecisión de Pilatos

María Jesús Pérez Ortiz* 18.04.2014 | 01:48


Jesús en la película La Pasión de Cristo. L. O.

¿Por qué crucificaron a Jesús? Una de las


acusaciones principales era la profanación
del Sábado, cuyo obligado descanso había
quebrantado Cristo con las curaciones
efectuadas en ese día: el hombre de la
mano seca (Lc, 6, 6); la mujer encorvada
(Lc, 13, 11); el hidrópico (Lc, 14, 2); el
ciego de nacimiento (Jn, 9, 1); y el paralítico de la piscina probática (Jn, 5, 8) a quien le dice
Jesús: «Coge tu camilla y anda».

Las palabras de Jesús: «Quien come mi carne y bebe mi sangre vivirá eternamente» son otras
de las puntas de lanza del proceso. Ya que la sangre, como flujo de vida, estaba prohibida
como alimento en el Génesis (9, 4).

También se le acusó de blasfemo cuando dijo aquella frase: «Destruid este templo que en tres
días lo reedificaré». Pero Cristo no se refería al edificio, sino al templo de su propio cuerpo.

Cristo no contesta a estas acusaciones, entonces Caifás, prescindiendo de ellas, le increpa:


«¿Eres tú el Mesías, el hijo de Dios vivo?». «Tú lo has dicho». Esta respuesta se estima como
delito: «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de más pruebas?». Es declarado «reo es
de muerte», acordándose remitir al condenado al procurador romano, Poncio Pilatos: «A
nosotros no nos es permitido matar a nadie».

Por otro lado, tampoco quieren hacerse impopulares, pues saben que las turbas sienten una
gran simpatía por aquel Galileo. Que sea Pilatos quien lo mate y así, de paso, se consigue
aumentar en el pueblo el latente sentimiento de odio hacia el poder opresor.

Y aunque la sentencia previa no tuviese valor práctico, era un modo eficaz de ejercer más
presión en el ánimo de Pilatos y de influir en el pueblo. El Sanedrín era el guardián de la ley
mosaica y, por tanto, la máxima autoridad de los judíos. Lo que en él se dijera, era indiscutible:
«Nosotros tenemos una ley y según ella debe morir» (Jn, 19, 7).

No obstante, se dan cuenta que ante un juez pagano que admite la pluralidad de dioses, el
título de Hijo de Dios, pretexto de la condena recaída, no les serviría. Por la blasfemia no se
habría interesado: «¿A caso soy yo judío?» (Jn, 18, 35); que viene a significar: «¿Qué me
importan a mí las cuestiones religiosas?». Ante él los rabinos cambian la acusación: «Levanta
al pueblo prohibiendo pagar tributos al César y dice ser el Mesías-rey» (Lc, 23, 2). Los
sanedritas ponen en esta acusación todas sus esperanzas. Teniendo en cuenta los deseos
judíos de libertad e independencia, conocidos en Roma, tal actitud podía implicar un intento de
subversión política, crimen cualificado por las leyes romanas como de alta traición.
Ninguna de estas acusaciones era cierta. Cristo no ordenaba ni prohibía los tributos. Y, por
otro lado, tras la primera multiplicación de los panes, cuando la gente quiere en verdad
proclamarlo rey, Jesús se retira a orar, declinando el ofrecimiento y envía a sus discípulos a
Betsaida, cruzando el lago de Genesaret, donde poco después, al reunirse con ellos, realizará
el milagro de caminar sobre las aguas.

Sin acusaciones

Ninguna de las acusaciones era cierta y Pilatos lo sabía: «Conocía que por envidia se lo
habían entregado los príncipes de los sacerdotes» ( Mc, 15, 10). Y se da cuenta de que
quieren utilizarle como instrumento para sus propios fines. Quieren hacerle creer que se
mueven por puro amor a Roma. No juzga necesario interrogarle por las dos primeras
acusaciones, pues si hubiera sublevado al pueblo o prohibido los tributos lo hubiera él sabido
mucho antes. Sólo le pregunta: «¿Tú eres rey?».

Por otra parte, tiene miedo de causar una sublevación y perder en ella su prestigio y su cargo,
pues aquella gente lo sabe y se atreve incluso a amenazarle: «Si sueltas a ése no eres amigo
del César, pues todo el que se hace rey va contra el César».

Pilatos, cogido entre la duda, el temor y la injusticia, es el símbolo de la suprema indecisión. Y,


por mucho que se lave las manos, no podrá nunca borrar de su conciencia la tremenda
responsabilidad de aquel asesinato. Por eso ha merecido entrar en el Credo litúrgico
redactado por los Apóstoles: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilatos?» Y aquel funesto
lavatorio habrá quedado como símbolo de la más triste cobardía para el resto de los siglos.

Pilatos se contenta tan sólo con un simple interrogatorio, en el que falta toda prueba que no
sea el testimonio del acusado, que él no llega a comprender del todo. En el curso del mismo,
Claudia Prócula –esposa de Poncio Pilatos– previene a éste para que se guarde de derramar
la sangre de aquel justo. Según el evangelio apócrifo de Nicodemo, interviene a favor del
acusado porque era una mujer piadosa; lo cual no es raro, pues muchos nobles romanos
habían ya manifestado un preferente interés por la religión judía. De cualquier modo, es una
de las voces que se alzan en su defensa.

Pilatos, al enterarse de que Cristo es galileo, trata de quitarse de encima tan enojoso asunto y
lo envía a Herodes, aprovechando la estancia de éste en Jerusalén. Espera que éste, al
absolver a Jesús, ratifique ante el pueblo su declaración de inocencia, pues pensaba que si
hubiera habido alguna culpa cierta en aquel alborotador de masas, Herodes –su juez natural–
le hubiese antes aprehendido.

Herodes se alegra de tener ante él al autor de tan cacareados prodigios: «Esperaba ver de él
alguna señal» (Lc, 23, 8). Y en su presencia los sanedritas repiten las mismas acusaciones;
pero Jesús calla. Por eso Herodes, cansado de preguntas, lo devuelve a Pilatos. De otra
parte, no quiere condenarle: el remordimiento por la forzada muerte de Juan Bautista y la
popularidad de Cristo entre las masas, unido a que Pilatos tampoco había visto ninguna culpa,
le hacen rechazar la acusación. Además, ¿aquél mendigo harapiento era el pretendido Rey de
los judíos?

Entonces idea la burla de la túnica: todos los aspirantes a ejercer en Roma una magistratura
acostumbraban llevar una «túnica cándida» (de ahí deriva la palabra candidato) o vestido
blanco que significase su deseo. Se la hace vestir con un doble fin: por un lado humilla así al
que pretendía hacerse rey y, por otro, declara simbólicamente su inocencia del delito que se le
imputa. ¿Mesías? Un loco quizás, un visionario, pero ¡¿hijo de Dios?!

Herodes remite al acusado al procurador romano y se desentiende definitivamente del asunto.


Nuevamente en su presencia, Pilatos se debate en un mar de indecisiones; primero se jacta
de «tener poder para soltarle o crucificarle» (Jn, 19, 10) y luego reconoce su inocencia: «No
encuentro culpa alguna en este justo». «Me lo habéis entregado como alborotador del pueblo
y, habiéndolo interrogado, no encuentro en él ninguno de los delitos que alegáis. Y ni aun
Herodes, pues me lo habéis vuelto a enviar. Nada, pues, ha hecho que merezca la muerte».

Entonces, ¿por qué da a elegir al pueblo entre un culpable real (Barrabás) y uno que sabe
inocente (Jesús)?. Y si lo considera inocente, ¿por qué lo manda azotar? ¿Merecía algún
castigo o lo hace también por aplacar a la masa? Quizá pensase Pilatos justificar así la falta
de peligrosidad social de aquel supuesto rey, haciendo tomar a risa, al ver el pueblo su
caricatura escarnecida («¡Ecce homo!»), la acusación que presentaba.

No quiere condenarlo; su inocencia es manifiesta, pero ante la insistencia de la multitud no se


atreve tampoco a liberarlo. Su diplomacia política le dicta una salida: el lavatorio de manos. De
este modo reconoce públicamente su inocencia y, por si luego resultase culpable, se cura en
salud al mismo tiempo. Por otro lado, piensa que así contenta al pueblo y evita la producción
de un desorden público que podría traer, incluso para él mismo, funestas consecuencias.

Pilatos comete la primera equivocación al enfrentar a la masa con su propia repugnancia por
el Sanedrín: lo debería haber dejado libre en cuanto se convenció de su inocencia; no lo hizo y
ahí empezó su culpa.

Cuando está parlamentando con los representantes del pueblo llega la muchedumbre para
solicitar la libertad de un preso político mediante acclamationes, según costumbre pascual. No
es extraño figurarse que entre la gente se encontrasen compañeros de Barrabás, que
influyeran para pedir la libertad de éste, encarcelado como culpable de rebelión y asesinato;
mas nada tienen aún contra Jesús y Pilatos; en vez de separar con limpieza ambas
cuestiones, continúa en sus dudas: «¿Y qué he de hacer con éste, al que llamáis el Cristo?».
Es el segundo error; sólo falta ya que alguien se enfrente contra su demostrada indecisión
para que toda la muchedumbre se convierta en una voz unánime: «¡Crucifícale! ¿Crucifícale!».

Ante la resistencia del procurador, el clamor va creciendo. A los sanedritas podría haberlos
despachado sin muchas complicaciones, pero con la masa excitada eso resulta imposible. El
pueblo se da cuenta y hace ya cuestión de honor arrancarle a Pilatos la sentencia de muerte
hacia aquel hombre que días antes habían aclamado jubilosos. Y, Pilatos por fin, cede en el
momento en que advierte que prolongar tal situación sería ya inútil y hasta peligroso, pero
antes se permite una ironía: «¿A vuestro rey voy a crucificar?» La muchedumbre le contesta:
«¡No tenemos más rey que el César!»

Pronunciada la sentencia, Jesús –el Justo por excelencia– es conducido al Gólgota y


crucificado entre dos malhechores. A los ojos ciegos de la Justicia humana no se pudo nunca
ni se podrá cometer mayor y más alta injusticia.
Y aquel pueblo, tan celoso de su independencia, abjuraba así de un golpe de siglos de
esperanzas mesiánicas.

*Pérez Ortiz es Catedrática de Literatura

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