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Carrizo, La Contracara Del Desarrollo en America Latina PDF
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Inicio > Conflictos socioambientales: la contracara del desarrollo en América Latina
El MML, por otro lado, otorgaba un papel central a la variable ambiental al considerarla
una dimensión constitutiva del problema del desarrollo en la periferia, que pondría en jaque
la premisa universal de progreso sin límites sobre la que se asentaban las concepciones
hegemónicas sobre este proceso. Esta propuesta, que enfatizaba los aspectos ideológicos y
medioambientales del desarrollo, se presentó en un contexto histórico signado por fuertes
debates en torno al concepto de “estilo de desarrollo”, que emergió ante la necesidad
introducir las relaciones de poder de la dualidad centro-periferia como plataforma para
avanzar en la revisión y resignificación de las categorías de análisis vigentes hasta ese
momento.
Jorge Graciarena –uno de los autores que más trabajó la noción de estilo de desarrollo en la
década de 1970 al igual que Aníbal Pinto, Marshal Wolfe y Oscar Varsavsky– lo definió
como un proceso dialéctico de relaciones de poder y conflictos entre clases sociales que se
derivaban de las formas dominantes de la acumulación del capital, de la estructura y
tendencias de la distribución del ingreso, de la coyuntura histórica y la dependencia
externa, así como de los valores e ideologías (Graciarena, 1976). No obstante,
retrospectivamente se observó que el concepto de estilo de desarrollo no fue definido
claramente ni se crearon las categorías de análisis que pudieran diferenciar el “estilo
dominante” de los “estilos nacionales”, por lo que el estilo se confundió con la etapa de
desarrollo capitalista de expansión transnacional de las décadas de 1960 y 1970, que
convivía con la permanencia de modalidades precapitalistas y tradicionales en los países
periféricos (Gligo, 2006: 9).
En este marco, la introducción de la perspectiva ambiental comenzaba a interpelar las ideas
hegemónicas sobre el desarrollo, transparentando no solo los condicionamientos que el
medioambiente imponía a la premisa de crecimiento económico ilimitado, sino también la
gravedad de las consecuencias que la consecución de estos supuestos podía acarrear en
términos ambientales y sociales (Sunkel, 1980).
Esto derivaría en una crisis del estilo de desarrollo hegemónico, que mostraría con
contundencia su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social
y la degradación ambiental (Castro Herrera, 1996: 90), frente a lo cual surgiría la necesidad
de definir un nuevo paradigma de desarrollo que incorporara como dimensión constituyente
la sustentabilidad ambiental y social del desarrollo (Guimarães, 1994: 41).
No obstante, la falacia del desarrollo sería redefinida a finales de la década de 1980 y
principios de la década de 1990, en términos de “desarrollo sustentable”, y a partir de ese
momento, legitimaría perspectivas reduccionistas orientadas a demostrar que es posible
resolver los problemas de la crisis ambiental sin alterar la estructura de poder global y las
relaciones de dominación y explotación asociadas.
Según Ulrich Beck (1996), después de una primera etapa de “modernización simple”, en la
que predominó la creencia en la sustentabilidad ilimitada del progreso económico de la
mano del desarrollo técnico, nos encontramos, ahora, transitando una etapa de
“modernización reflexiva” caracterizada por la emergencia de la “sociedad del riesgo” que
describe como la contracara de la obsolescencia de la sociedad industrial. Esta sociedad
designa una fase del desarrollo de la sociedad moderna en la que los riesgos sociales,
políticos, económicos e individuales,[2] tienden a escapar de las instituciones de control y
protección de la sociedad industrial. Otro de sus rasgos más distintivos radica en que al
problema de la distribución de los “bienes” se superpone el de la distribución de los
“males”, los cuales se vinculan a la prevención, control y legitimación de los riesgos
asociados a la producción de bienes y a las amenazas que supone el avance de la
modernización (Beck, 1996: 18-19).
En el marco de esta sociedad del riesgo, es posible identificar la emergencia de fuertes
tensiones y contradicciones que interpelan los valores predominantes en la sociedad
industrial, e introducen una nueva “agenda” que involucra cuestiones asociadas a los
derechos humanos, la diversidad cultural, las modalidades de la democracia y la gestión y
control de los bienes naturales.
En relación a este último punto, es importante señalar que las modalidades de desarrollo
predominantes tanto en los países centrales como en América Latina, se encuentran
fuertemente asociadas a una desigual distribución del riesgo ambiental siendo las áreas
geográficas que coinciden con los sectores sociales económicamente desfavorecidos, las
más afectadas. En este sentido, es importante remarcar que el término “riesgo” designa a un
peligro bien identificado asociado a un evento o a una serie de eventos perfectamente
describibles. En algunos casos, es posible calcular la probabilidad de ocurrencia de los
mismos en base a la aplicación de instrumentos estadísticos a observaciones sistemáticas,
dando lugar a una probabilidad “objetiva”, mientras que en otros, en ausencia de estas
observaciones, las probabilidades asignadas dependen del punto de vista, los sentimientos y
las convicciones de los actores, estas son las denominadas probabilidades “subjetivas”
(Callon, Laucomes y Barthe, 2001: 19).
En Argentina, por ejemplo, en el ámbito urbano, esta desigual distribución del riesgo
ambiental se transparenta en la falta de servicios sanitarios adecuados; la contaminación del
suelo, en el caso de los asentamientos y villas de emergencia; la carencia de agua potable;
la ausencia de sistemas de recolección y deposición final de los residuos; la contaminación
de las napas de agua; la convivencia con áreas de riesgo tecnológico; la falta de
infraestructura y equipamiento; y el asentamiento poblacional en áreas inundables que
contribuye a incrementar el nivel de vulnerab ilidad y el riesgo a experimentar catástrofes
ambientales por parte de los actores sociales afectados (Merlinsky, 2006). En un ámbito
que podríamos denominar como rural-descentralizado, el riesgo ambiental generalmente se
encuentra vinculado a las externalidades que resultan de actividades productivas
extractivas, siendo algunos ejemplos paradigmáticos de estos casos en nuestro país: las
consecuencias ambientales y sanitarias asociadas al monocultivo de soja transgénica, la
megaminería o la extracción de hidrocarburos no convencionales.
Esta desigual distribución del riesgo ambiental está estrictamente vinculada a la emergencia
de lo que se ha dado en denominar “conflictos socioambientales”[3] los cuales involucran
procesos interactivos entre actores sociales movilizados por el interés compartido en torno a
los bienes naturales, que se constituyen como construcciones sociales que pueden
modificarse en función de cómo se los aborde, cómo se los conduzca, cómo se los
transforme y cómo se involucren las actitudes e intereses de los actores en disputa (Seoane /
Taddei / Algranati, 2013: 42).
Otro de los aspectos que adquiere especial relevancia en el análisis de los conflictos
socioambientales es la noción de “incertidumbre”, la cual de alguna manera, señala la
certeza de que nuestro conocimiento de la realidad es limitado, por lo que una multiplicidad
de posibles eventos que estamos incapacitados de prever, e incluso conceptualizar, pueden
ocurrir: “sabemos que no sabemos, pero eso es casi todo lo que sabemos” (Callon /
Laucomes / Barthe, 2001: 21).
De esto se deduce que la complejidad e imprevisibilidad de los escenarios que pueden ser
objeto de disputas socioambientales determinan que no necesariamente sea posible
anticipar las potenciales consecuencias –la especificidad de la contaminación y la
degradación ambiental, de los problemas sanitarios, del desplazamie nto territorial de las
comunidades locales, de la apropiación y control de los bienes naturales con la
participación de capitales extranjeros, etc.–, dado que el conocimiento que disponemos no
sólo es incapaz de describir todas las derivaciones posibles, sino que también se encuentra
imposibilitado de dar cuenta de las interacciones que pueden desencadenarse entre las
múltiples dimensiones que configuran una problemática socioambiental dada. En este
sentido, es importante señalar el papel desempeñado por el conocimiento científico y
tecnológico en la descripción e interpretación de los riesgos asociados, y sus posibles
impactos, reconociendo el hecho de que no pocas veces suele ser objeto de una clara
manipulación orientada a sustentar abordajes sesgados y reduccionistas de las
problemáticas socioambientales, que encuentra precisamente en la “incertidumbre” una
herramienta útil para favorecer los intereses políticos y económicos de los actores con
poder de coerción (multinacionales, Estado, lobbies con intereses económicos, industriales
o geopolíticos según los casos).
Un ejemplo paradigmático que transparenta la gravedad de estos “juegos de manos” en la
definición y el reconocimiento científico del riesgo y la incertidumbre, lo configura uno de
los principales argumentos utilizados por los defensores de los cultivos transgénicos, que
podría expresarse como “la ausencia de evidencia científica” de efectos nocivos en la salud
(como por ejemplo, reacciones alérgicas, daños en tejidos digestivos, etc.) que podría
generar el consumo de alimentos que contienen derivados de transgénicos, y que se orienta
a legitimar “objetivamente” la supuesta “seguridad” de estos productos. De esta falacia se
deriva el supuesto, igualmente falaz, de que si no hay experimento que demuestre los
posibles impactos negativos, la posibilidad del hecho simplemente no existe, cuando es
innegable que la ciencia no sólo define y construye los problemas a los que elije responder,
sino también los métodos y “pruebas” que permiten legitimar sus explicaciones. En
términos generales, las problemáticas socioambientales que tienen un fuerte componente
tecnocientífico, constituyen ejemplos tangibles no sólo de la desigual distribución del
riesgo ambiental asociado, sino también de la desigual “distribuc ión de los excedentes” y la
“desigual vulnerabilidad legal” que cristalizan en el marco de estos conflictos. Pensemos,
por ejemplo, en las herramientas legales con las que cuenta la multinacional Monsanto para
defender la protección de las patentes de sus desarrollos científicos y tecnológicos y las que
poseen las comunidades campesinas y los pueblos originarios en la defensa de sus tierras, o
lo que resulta más imperativo, de sus condiciones básicas de supervivencia. Este uso
“ideológico” de la incertidumbre, que se hace desde ciertas franjas del ámbito
tecnocientífco, agrega otro nivel de complejidad a las posibilidades de un abordaje integral
y resolución de los conflictos socioambientales, en los que la incertidumbre que medía
entre el conocimiento “objetivo” y las decisiones que afectan el uso del territorio puede ser
objeto de la producción de un espacio de poder (Lefebvre, 1974), que en la especificidad de
sus constructos, inaccesibles para las mayorías, encuentra las condiciones de posibilidad
para promover, subrepticiamente, intereses políticos y económicos concretos.
La coyuntura de América Latina nos posiciona hoy ante un escenario caracterizado por
notables cambios sociopolíticos donde confluyen, por un lado, oportunidades históricas en
la lucha por la autonomía y la soberanía en la definición de las políticas públicas, y por
otro, innegables contradicciones vinculadas a la orientación y consolidación de los estilos
de desarrollo promovidos por los países de la región asociados al ascenso de proyectos
neoextractivistas.
Si bien estos proyectos presentan profundas diferencias en términos de estructura
socioproductiva, riqueza social y patrones de distribución, poder geopolítico y matriz
científico-tecnológica, comparten un patrón de desarrollo económico basado en la
extracción de bienes naturales destinados a la exportación que se ha dado en denominar
“neoextractivismo progresista” (Gudynas, 2011).
En el marco de estos procesos extractivos es posible identificar, por un lado, el papel cada
vez más protagónico que han adquirido los nuevos movimientos sociales que coinciden en
su oposición a la profundización del estilo de desarrollo capitalista en la región, y por otro,
la promoción de un desarrollo científico y tecnológico puesto al servicio de los
requerimientos de las actividades extractivas en el ámbito de los agronegocios, la
explotación minera y de los hidrocarburos, la exploración de nuevas fuentes de agua dulce,
la búsqueda de nuevas aplicaciones asociadas a la biodiversidad y la bioprospección. Esto
se traduce en la demanda de investigaciones y desarrollos tecnológicos, muchas veces
solventados con fondos públicos, destinados a impulsar nuevos procesos productivos de
particular interés para la industria farmacéutica, la producción de alimentos y la extracción
de hidrocarburos no convencionales. La inscripción de estos desarrollos científicos y
tecnológicas en el marco de la expansión del capitalismo en su fase imperialista (Borón,
2012) los convierten en una herramienta que profundiza radicalmente no solo los procesos
de mercantilización y patentamiento de la vida, sino también las diversas modalidades de
“acumulación por desposesión” (Harvey, 2004).
Estos proyectos neoextractivistas se basan en una ecología del desarrollo, en la que la
centralidad adjudicada al crecimiento económico queda justificada en la necesidad de
aprovechar las ventajas naturales comparativas de la región en la coyuntura internacional.
Sobre este trasfondo, la cuestión ambiental es “resignada” a la profundización de un
modelo de desarrollo que en la falsa dicotomía entre lo social y lo ambiental, encuentra otra
de sus pretendidas justificaciones, y que podría traducirse como el “sacrificio” de los bienes
naturales en pos de un crecimiento económico que se constituye como condición necesaria
–y excluyente– para el mejoramiento de las condiciones de vida de la población. Otras de
las características distintivas de estos proyectos, las configuran el papel central asignado al
Estado en la captación del excedente generado en las actividades extractivas y la
orientación de parte de esta renta al financiamiento de otras actividades económicas,
fracciones empresarias y políticas sociales. Si bien el crecimiento económico, el
sostenimiento de planes sociales, la reducción del desempleo y un mayor acceso a bienes de
consumo completan este panorama que contribuye a la adhesión electoral de muchos de los
gobiernos “progresistas” (Gudynas, 2012: 131), la experiencia en curso constata una
reactualización de la matriz de acumulación neoliberal, que genera nuevos problemas
sociales, ambientales, políticos y culturales que agudizan las lógicas de desposesión
(Seoane / Taddei / Algranati, 2012: 269).
Por otro lado, la profundización de estos proyectos neoextractivistas derivan en la
promoción de estilos neodesarrollistas que recuperan la retórica y los lineamientos
programáticos de las teorías desarrollistas de las décadas de 1960 y 1970, y se caracterizan
por una marcada apertura al mercado internacional y una creciente pérdida de control social
de los bienes naturales, objeto de esta nueva ola de reprimarización, que, en algunos casos,
involucra la asociación público-privada –las llamadas “nacionalizaciones”– entre los
gobiernos nacionales y empresas multinacionales en la gestión de las actividades
extractivas.[4] A través de estas nuevas modalidades de apropiación, el neoextractivismo
termina reproduciendo la estructura y las reglas de funcionamiento de los procesos
productivos capitalistas, volcados a la competitividad, la eficiencia, la maximización de las
ganancias y la externalización de los impactos sociales y ambientales (Gudynas, 2012:
133).
En este escenario, el Estado pasa a configurarse como garante y promotor de nuevos
mecanismos de desposesión, avalado por la legitimidad que le otorga su responsabilidad de
avanzar en el camino de la inclusión social, que no obstante, queda desdibujada frente a la
explotación laboral y el desplazamiento territorial a los que son sometidos los grupos
sociales más desfavorecidos. La cuestión ambiental, en este contexto, habitualmente es
tratada apelando a estrategias argumentativas que, por un lado, afirman que los conflictos
ambientales no deben obstaculizar los procesos productivos que configuran las fuentes de
divisas, y por el otro, basan la defensa de las actividades extractivas en la supuesta
“seguridad”, ambiental y sanitaria, que ofrecen los “informes de impacto ambiental” que
son exigidos en el marco de estos procesos. En términos generales, se privilegia una postura
que podría asociarse a lo que Anthony y Denise Bebbington (2009) definen como
“ambientalismo nacionalista-populista” y que se preocupa, sobre todo, por la cuestión del
acceso y el control de los bienes naturales: es nacionalista, porque busca mayor control
nacional sobre el medioambiente y las ganancias que este genere, y es populista, porque
buscar que estas ganancias sirvan “al pueblo”.
Esta mirada reduccionista de la cuestión ambiental, que caracteriza a los proyectos
neoextractivistas, contrasta con las resistencias populares que surgen asociadas a los
conflictos socioambientales, identificándose con lo que Joan Martínez Alier (2002) define
como “ecologismo de los pobres o movimiento de justicia ambiental” y que agrupa a
actores sociales que reclaman por la accesibilidad y la regulación de los bienes naturales de
su entorno, y que están siendo afectados.
Estos conflictos, muchas veces surgen más por el control de las economías regionales que
por la conservación de los bienes naturales, por lo que en estos casos, no solo estarían en
disputa los impactos ambientales, sino también las consecuencias económicas, sociales y
culturales y el respeto por los sistemas de vida locales y el control de los territorios
(Sabatini, 1997: 89). De algún modo, estos conflictos expresan las contradicciones que
emergen de las distintas maneras de entender el desarrollo, la democracia y la sociedad
deseada que transparentan los actores sociales que entran en pugna en estos procesos.
Si bien, en términos generales, la salida a estos conflicto s puede estar mediada por procesos
de negociación ambiental, la lógica que caracteriza a los proyectos neoextractivistas
habitualmente conlleva medidas antidemocráticas orientadas a reprimir y criminalizar la
protesta social, frente a la recurrente negativa de los movimientos sociales a aceptar
“arreglos compensatorios” y a su apuesta por redefinir “las reglas del juego” (Bebbington
& Bebbington, 2009: 118) sobre la base de procesos de debate y participación popular.
A su vez, se observa que el gran poder de coerción que los gobiernos nacionales
implementan en el marco de los conflictos socioambientales que caracterizan la coyuntura
latinoamericana representan grandes dificultades para la expresión ciudadana sobre la
gestión de estas problemáticas, cuando paradójicamente, fue precisamente América Latina,
a fines de la década de 1970 y principios de la década de 1980, el territorio en el que los
movimientos sociales pasaron a ocupar un papel protagónico en los procesos de
democratización que experimentaron los países de la región, en los que se debatieron
formas de participación social que permitieran ampliar la participación ciudadana y
transformar la situación de vulnerabilidad de los grupos sociales minoritarios, dando lugar a
innovaciones institucionales que posibilitaran la verdadera expresión del poder popular a
través del proceso democrático (Santos, 2004: 49).
En esta particular configuración del conflicto socioambiental, el poder del Estado se
constituye entonces como un claro obstaculizador de las “estructuras de movilización”
(Alonzo y Costa, 2002) de los grupos sociales afectados, cerrando las posibilidades de
promover un debate amplio sobre las contradicciones estructurales y coyunturales que
condicionan estos procesos. A esto se suma la connivencia del accionar de las empresas, los
medios de comunicación que soslayan ampliamente la cobertura de la problemática
ambiental e incluso la propia comunidad científica que, si bien toma como objeto de
estudio las particularidades y dinámicas de estos conflictos, muestra un grado de
participación escaso en las luchas sociales por la búsqueda de salidas y nuevos mecanismos
de participación que expresen la opinión popular.
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