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Marcelo Cao Cap III IV y V
Marcelo Cao Cap III IV y V
TRES
A lo largo de las dos últimas décadas del siglo pasado los marcos de referencia de las
sociedades occidentales, aunque también gran parte de los pertenecientes a las orientales,
se vieron expuestos a una vertiginosa metamorfosis provocada por la convergencia de una
serie de factores de orden político, social y económico. Los vientos de transformación que
a partir de ese momento soplaron sobre las producciones subjetivas de dichas sociedades,
originados en el cuadrante de la peculiar combinación de aquellos factores, se invistieron
con el ropaje de lo irreversible de tal convincente manera que lograron conquistar el nuevo
orden global casi sin resistencia.
Por consiguiente, la urdimbre que resulta de este proceso es tan intrincada que sólo me
será posible abordar algunos de los complejos y escurridizos fenómenos que contribuyeron
a dicha transformación, así como también, dar cuenta de un número limitado de aspectos
que vieron la luz como parte de sus efectos o consecuencias.
La peculiar alianza que reúne a campos tan diversos como el del neoliberalismo, el relato
posmoderno y los usualmente denominados medios masivos de comunicación permitirá
pesquisar un conjunto de situaciones que han tenido una gravitación decisiva en la
metamorfosis cultural de fin de siglo.
Las producciones culturales provenientes de la intersección de estos tres campos nos
pondrán en la pista de la comprensión del sesgo que ha tomado la sociedad en relación
con la constitución de los psiquismos de los sujetos que la componen. Estos se verán
atravesados, básicamente, por los ideales y valores que aquella instituye y trasmite.
§ DE VANGUARDIAS Y CONFINES
Con relación al campo de la modernidad tardía, según gustan llamarla algunos autores, se
han escrito tantos estudios y ensayos que no sería operativo hacer aquí una nueva y
farragosa descripción de todos sus conceptos. Pero será interesante poner a trabajar
algunas de sus ideas con el propósito de develar el entramado de sentidos que marca con
su influencia, así también como el impulso que da a los destinos de los sujetos que
pertenecen e integran a las llamadas sociedades posindustriales.
De este modo, las posturas posmodernas giran alrededor de varios pivotes que a su vez
funcionan como verdaderas usinas de significación a la hora de enfrentar el desconcierto
que comenzó a cundir con la llegada de las primeras sombras provenientes del eclipse de la
modernidad. Uno de estos ejes es el retorno al expediente de un individualismo sin
matices ni fronteras. Este retorno se apuntaló en la hegemonía que desde hace tiempo
viene detentando la cosmovisión neoliberal que logró reimplantar de manera excluyente
un concepto-valor que comenzó a difundirse masivamente a partir del movimiento de
obertura del capitalismo.
El mortal enfrentamiento de este modelo filosófico-político con el de las utopías
comunitarias y sus infelices aplicaciones prácticas al nivel de Estado-Gobierno generó
tensiones a veces insalvables en el seno de las sociedades. Aquellas tensiones condujeron,
en primera instancia, a polarizaciones extremas dentro del campo social en un vano
intento de conjurar o aniquilar las diferencias ideológicas, como claramente lo demuestra
la saga del nacimiento y evolución del fascismo en cualquiera de sus versiones geográficas.
Y, en segunda instancia, a posteriores fracturas societarias de imposible soldadura que
terminaron plasmándose en las grandes y pequeñas guerras que asolaron el siglo pasado.
De esta suerte, la antinomia individualismo versus comunitarismo que marcó el ritmo del
período que se desenvuelve entre los años 1914 y 1989, dimensión temporal a la que
algunos historiadores circunscriben la totalidad del siglo XX (Daniel, J. 1995), llegó a su fin
con la caída del Muro de Berlín. Este evento que da por terminada la modernidad y sus
exactos dos siglos de existencia (Feinmann, J. 1995), culminó en la simbólica toma del
muro con su posterior demolición manual y popular. Las condiciones de este asalto nos
llevan inevitablemente a la comparación con otro, el de la toma de la Bastilla , aquella
deflagración que justamente inaugurara la Revolución Francesa.
Por lo tanto, la modernidad, desde esta lectura, se presenta como un período ubicado
entre dos asaltos históricos (simbólicos y concretos), a las edificaciones que representaron
la política opresiva ejercida en su momento por las respectivas castas dirigenciales de cada
una de aquellas épocas. La fatal circularidad de este proceso da muestras del fracaso del
movimiento iluminista y sus diversas continuaciones, especialmente los socialismos en su
intento de cambiar el rumbo de la ideología y de la ecuación de poder que gobernaba al
mundo.
Este planteo no implica atribuir la condición de fracaso o regresión histórica a todos los
sucesos que pueblan el terreno de la modernidad, tal como se estila últimamente, ya que
es bien sabido que muchas cosas han cambiado en un sentido progresista (las mutaciones
tecnológicas, la mayor libertad de expresión, etc.). Sin embargo, también es necesario
reconocer que muchas otras que creíamos superadas han resurgido de sus cenizas con
mayor brío. De este modo, la pérdida de los valores solidarios ha dejado un vacío imposible
de llenar, siquiera con los espejismos y abalorios con que nos obsequian ciertas vertientes
de la posmodernidad.
En este sentido, el gravitante derrumbe del Muro de Berlín, uno de los más irracionales
símbolos del siglo pasado, se produjo menos por la demostración universal de los
beneficios de un individualismo a ultranza que por la marcada ineficiencia, desviación y
hasta perversión de los modelos comunitarios más interesados en la conservación del
propio poder que en el desarrollo de sus posibilidades igualitarias y humanísticas. Y,
aunque en su descargo aceptemos las argumentaciones acerca de la guerra permanente
que debieron librar contra el capitalismo, nada justifica sus horrores en el campo de los
derechos humanos ni en la coartación de las potencialidades del pensamiento individual,
temáticas en las que por supuesto el capitalismo, a su manera, tampoco le fue a la zaga.
Por lo tanto, el retorno triunfal del individualismo en la remozada versión de único actor en
escena se gesta en el contexto de la globalización de la economía, fenómeno que emerge
como producto de los efectos generados por el agotamiento del modelo de las sociedades
de la segunda ola y el arribo de la sociedad posindustrial o de la tercera ola (Toffler, A.
1991), con su resumido corpus filosófico de la instauración del éxito (económico) personal
como modelo resolutivo de la condición humana. El ascenso de este culto tardío, que
endiosa las fuerzas no tan invisibles ni tan ingenuas de un conjunto de variables de poder
llamado mercado, se produjo en forma simultánea al desplazamiento de las utopías
comunitarias del campo de los ideales societarios. Momento a partir del cual éstas
perdieron la investidura de la aristotélica función de motor inmóvil, fuente de constante
atracción hacia la dimensión de lo perfectible.
Asimismo, este hiperindividualismo despojado de rivales de peso (la New Age y su mensaje
de amor universal no le hicieron mella alguna), atravesó como un máximo común
denominador la vasta y heterogénea cultura de la posmodernidad. Apuntalando y
apuntalándose en otras ideas y conceptos que se hallaban muy en boga a la hora de
explicar los cambios acaecidos en la dinámica societaria. Justamente, el ideario que
ejemplifica de manera paradigmática este mutuo apuntalamiento se basa en las
paupérrimas teorías del fin de la historia y de la muerte de las ideologías.
Los desarrollos llevados a cabo en torno al fin de la historia se instituyeron como el adalid
de la vertientes que conformaron el vasto campo de la posmodernidad. Estas, en un
intento de liquidar los molestos remanentes de la etapa histórica anterior, aprovecharon
que estos desarrollos daban cuenta de la caída de los grandes relatos que signaban los
destinos de la humanidad, por cuanto ubicaban a la historia en el mismo contexto
teleológico en el que en muchas oportunidades trataron de instalarse con algún éxito
varios discursos religiosos, científicos y sociopolíticos. La consecuencia de esta caída fue la
desarticulación de un remoto pero inamovible destino de liberación popular, de manejo y
control de la naturaleza y de la toma del poder por una clase que resolvería las
contradicciones sociales mediante el acceso a la investidura de vanguardia iluminada.
Este significativo cambio dejó a los sujetos con las manos libres para proyectarse dentro de
cada marco cultural, y de acuerdo a sus propias condiciones, hacia un futuro con final
abierto. No obstante, esta situación también los sumió en la ansiógena inermidad que
implica la pérdida de un cielo protector. Esta cualidad fue, justamente, la que caracterizó a
un sinnúmero sistemas filosóficos, religiosos y científicos que intentaron el desalojo
definitivo de la angustia existencial a través de la construcción a su imagen y semejanza de
un cosmos donde todo pudiera estar bajo el tranquilizante control de la dinámica de sus
propios conceptos, los únicos que al fin de cuentas tendrían valor. De más está aclarar que
no lo lograron (Cao, M. 1994c).
La idea de la muerte de las ideologías, por su parte, apunta en el mismo sentido que lo
planteado para el fin de la historia, en tanto que la rigidez bipolar establecida entre las
utopías individualistas y las comunitarias se estableció como un dilema de imposible
resolución. Salvo en el caso que se produjera la aniquilación de uno de los dos términos en
conflicto, solución sugerida por la disyunción excluyente que provendría del discurso
totalizante de un yo ideal, cuya aspiración narcisista sería la de ser reconocido como único
(Bleichmar, H. 1983).
Por lo tanto, lo que llegaría a su fin con el advenimiento de los tiempos posmodernos es la
pugna por una visualización del mundo en clave unívoca. De esta forma, caducaría la
posibilidad de que por medio de un brutal forzamiento, del que lamentablemente
existieron y siguen existiendo sobrados ejemplos históricos, un grupo de sujetos (a la
manera de una secta de iluminados), o una sociedad con fuerte espíritu fundamentalista (a
la manera de una cruzada religiosa purificadora), intente imponer al resto una cosmovisión
única y excluyente, la suya.
Esta propuesta rica en matices es uno de los más importantes aportes del relato
posmoderno y merece seguir siendo trabajada con detenimiento. No obstante, con lo que
no es posible coincidir es con la distorsión y el aprovechamiento que otras vertientes de la
posmodernidad aliadas con la cosmovisión neoliberal han hecho de estos términos. Pues,
de esa manera, como a continuación veremos, se pretende congelar primero y cancelar
después la imprescindible dimensión de cambio.
Abordemos desde otra perspectiva las derivaciones y consecuencias que apareja la idea del
fin de la historia. Según algunos de sus propaladores (Fukuyama, F. 1989), resultó inspirada
y extraída de los desarrollos filosóficos llevados a cabo por J.G.F. Hegel. Su argumento
central plantea la llegada a término de los procesos históricos. Estos, de ahí en más, ya no
mostrarían cambios sino que se estacionarían en una perdurabilidad sin tiempo en tanto
las variables que los generaban habrían dejado de operar. Esta versión del fin de la historia,
más cercana al campo filosófico de la escolástica medieval que de la fuente de donde dice
inspirarse, intenta implementar una cosmovisión que da por terminado el decurso de los
procesos históricos. De esta forma, a la vez que invita a la resignación y a la inercia cancela,
merced al mismo y certero golpe, la dimensión de futuro.
Las implicaciones que esta concepción infiltra en el aquí y ahora de los actores sociales es
que a éstos no les quedaría otra opción que la de velar por sus propios intereses, ya que el
socius que integran habría quedado cristalizado políticamente en la forma de las llamadas
democracias de mercado. Estas limitan su participación al voto electivo de los
administradores de turno, sin que esto varíe sustancialmente el rumbo prefijado por una
política global dictada por los centros internacionales del poder financiero que en sus
decisiones no tienen en cuenta las incumbencias relativas a las soberanías nacionales. De
esta forma, no sólo se vacía de contenido el ejercicio del derecho de los ciudadanos
(denominación acuñada por la Revolución Francesa), sino que también se desalienta la
posibilidad de ser actores de un cambio que se instrumente en asociación con los demás.
Las connotaciones en el imaginario social de esta desactivación del interés por una alianza
vinculante con el otro generan una polaridad que oscila entre la indiferencia y el temor al
semejante, como ampliamente lo ilustran las abundantes producciones fílmicas
estadounidenses de la década de los años ’90 (Durmiendo con el enemigo, El inquilino,
Sliver, etc.). El mensaje que palpita entre líneas es bastante claro: hay que ocuparse sólo de
uno mismo y no confiar en nadie, ya que el futuro está anclado y el otro se encuentra
ubicado en el lugar de sospechoso, cuando no es directamente revestido con una
connotación de siniestra perversidad.
La devaluación de las pautas axiológicas que reglaban los intercambios, sujetas a fundadas
amenazas de disgregación, impulsó a la creencia de una seudo liberación que en apariencia
desembocaría en una especie de vale todo. Sin embargo, esta devaluación
inexorablemente condujo a su simétrico opuesto del nada vale con la consecuente
irrupción de sensaciones de vacío acompañadas por un concomitante monto de angustia.
Estas sensaciones, enemigas mortales del precario equilibrio psíquico sobreviviente a las
consecuencias del dragado de la significación y al repliegue de las investiduras libidinales,
eran las que había que desterrar de cualquier manera, a cualquier precio y de forma
inmediata.
Adicciones, bulimias y anorexias, verdaderas patologías del consumo en una sociedad que
centra sus acciones y valores excluyentemente en esta actividad se presentaron como el
azote de fin de siglo (Rojas, M. / Sternbach, S. 1994). Estos trastornos se tornan factibles en
el contexto de la bifronte sociedad posindustrial, cuya cara opulenta atiborra de objetos a
quienes se encuentran integrados a ella, en la medida que pueden económicamente
proveérselos, para luego desecharlos a la manera bulímica del vómito. Mientras tanto, la
cara que margina y excluye mantiene anoréxicos (en tanto quedan ligados a un deseo
imposible), a los que ya no cuentan para el sistema y que, por lo tanto, han perdido toda
posibilidad de reinsertarse.
En este sentido, la crisis que sobreviene frente a la imposibilidad de despejar una ecuación
irresoluble para los medios con que el sujeto cuenta, y que intenta vanamente desmentir
con la incorporación vía consumo de bienes, drogas y contactos ocasionales desemboca en
sensaciones de angustia que no pueden referirse ni remitirse a la pérdida de los anclajes
donde antes éste se apuntalaba. De esta forma, cuando al cuadro de situación recién
descrito sumamos la pérdida de la dimensión de futuro, la aludida crisis cierra su asfixiante
trayectoria circular y trepa a niveles desestructurantes, ya que el futuro es el tiempo que
sustenta el proyecto de despliegue yoico.
Fue justamente alrededor de esta crisis sobre el futuro, a lo largo de este vacío
identificatorio, dentro de esta anomia paradojalmente maníaca y paralizante a la vez,
donde fermentó el germen de la desazón que arrasó en la década de los años ´90 el
continente latinoamericano y que hoy arrasa a europeo. Esta pesadumbre angustiosa de
no querer saber de dónde venimos ni adónde vamos, por lo ominoso que pueden resultar
las respuestas, se potencia en la imposibilidad para tolerarla. Esta situación conduce a la
convocatoria de la presencia activa de otros medios, aquellos que con sus peculiares
características y estilos se avengan a obturar tamaña falla en la construcción y el
ensamblado de la subjetividad.
§ EL FIN JUSTIFICA LOS MEDIOS
El paulatino proceso de corrosión que atacó los cimientos de la modernidad puso en crisis
no sólo a las instituciones que procesaban y ejercían la transmisión de conocimientos y
valores, sino también la veracidad y validez de sus hasta entonces indiscutibles saberes.
La familia y los centros educativos de todos los niveles, que habían ocupado el lugar más
representativo durante el siglo pasado por cumplir con la doble función de puntal y faro en
la modelización socializante de los sujetos, quedaron englobados de lleno en este proceso
crítico cuando se detectaron las primeras pérdidas en la razón de sus funciones específicas.
Esto se hizo manifiesto en el progresivo vaciamiento de sentido de sus propuestas, o aún
más dramáticamente, cuando comenzó a hacerse evidente cómo habían perdido parcial o
totalmente el rumbo que desde siempre había marcado y sostenido su identidad.
Estos viejos crisoles institucionales fueron la fragua donde por décadas se modelaron los
sujetos que concurrieron a engrosar las distintas olas societarias que se sucedieron luego
de la Revolución Industrial. Este suceso tecnosociológico se constituyó en el hito a partir
del cual se posicionaron la familia (en su versión nuclear), y la escuela como los lugares
aceptados y reconocidos dentro del imaginario social para apuntalar el proceso de
construcción de la subjetividad.
No obstante, los prenunciados avances técnicos, tan poco imaginables a corto plazo,
recalaron en la literatura de ciencia-ficción, única rama literaria que los acogió y les
permitió anticiparse como fantasía. Luego, cuando aquellos se plasmaron en realidades
concretas, indujeron una pérdida de terreno a las instancias tradicionales de modelización,
las cuales comenzaron a ser reemplazadas por otras no tan nuevas, ya que su coexistencia
databa de años, pero con un lenguaje, una penetración y un poder acumulado capaz de
torcer la trayectoria de cualquiera de los viejos baluartes. Me refiero a los llamados medios
masivos de comunicación.
Desde su aparición a principios del siglo pasado (los diarios lo hicieron un poco antes, circa
1880), y gracias a su paulatina, sofisticada e indetenible complejización técnica pasaron de
ser una curiosidad y un mero entretenimiento a convertirse en una poderosa herramienta
de sugestión. Tal como tempranamente comprobó Orson Welles cuando trasmitió
radiofónicamente una versión de La guerra de los mundos, de la homónima novela de H.G.
Wells, instilando el pánico en una desprevenida audiencia.
De este modo, el advenimiento de la aldea global, cumpliendo con los pronósticos hechos
por Marshall McLuhan, interconectó lugares del planeta antes inimaginables gracias a los
fenomenales desarrollos plasmados a escala tecnológica. Esta transformación impactó de
lleno en los medios audiovisuales convirtiéndolos en poco tiempo en los amos del manejo
de la información por su velocidad e inmediatez. Sin embargo, esta posibilidad, la de estar
en el lugar donde ocurre la noticia en el momento en que ocurre, genera en los
televidentes la ilusión de ser participantes de los sucesos que pasivamente presencian.
Esta ficción participativa no es patrimonio exclusivo de los noticieros, es también la que
nutre a los programas de sorteos, de regalos, de entrevistas callejeras, o bien, los reality
shows.
Con todo, ser partícipe por azar o por la perseverancia de discar el número telefónico del
programa de última moda no se compara con ser el actor principal de la noticia. Aparecer
en la pantalla mágica, o bien, salir al aire por una emisora de radio, aunque sea por el más
desdichado de los eventos, es el momento de culminante ficción que permite por unos
instantes escapar del anonimato (los quince minutos de fama que planteaba Andy Warhol).
Ser visto y escuchado a través del éter da veracidad al hecho ocurrido y permite en muchas
personas el reencuentro con una mismidad que ya no se logra con prácticas ligadas a
valores en desuso, los cuales van desde la meditación filosófica a la creación artística,
pasando por la concurrencia a oficios religiosos, o bien, la pertenencia a la otrora deificada
cultura del trabajo.
Situándonos nuevamente del lado del espectador, la ilusión de estar conectado a una lente
que capta la totalidad de lo que ocurre mediante sucesivos flashes, junto a la convicción de
que aquello que se percibe es la realidad in statu nascendi, impide detectar el recorte que
de esa realidad se hace. Este recorte responde, por su parte, a intereses y a posturas
ideológicas ligadas a los sectores del poder económico que manejan las empresas de los
medios televisivos y radiales monopólicamente unidos en un indetenible proceso de
integración a las de los medios gráficos y también a los de la televisión por cable.
Sin embargo, a pesar de que los espectadores no son meros receptores pasivos del
conjunto de significaciones transmitidas por los medios pueden resultar víctimas de la
paradójica desinformación que produce una vertiginosa sucesión imágenes (visuales,
sonoras, etc.). El efecto de atiborramiento que así se obtiene puede llegar a impedir que
los sujetos emerjan de la estrategia de fragmentación con que se presenta la información
(y en una segunda instancia el conocimiento), que los medios proponen e imponen. El
efecto que se consigue tanto en los espectadores desprevenidos como en los que
mantienen una relación casi adictiva con la pantalla mágica es que únicamente dan crédito
a una información sólo en el caso de haberla visto previamente dentro del marco de su
única y certera ventana al mundo.
§ NI MASS NI MEDIA
En este sentido, y en primer lugar, los medios no cautivan masas como lo haría el líder
descrito por la teoría psicoanalítica. Este logra ubicarse en ese lugar por medio de la
depositación de las instancias ideales que los integrantes del conjunto hacen sobre él,
invistiéndolo así con un poder omnímodo e indiscutible (Freud, S. 1921). En segundo lugar,
la mutua identificación por comunidad de intereses y lugares que los miembros de la masa
establecen entre sí y que contribuye complementariamente a mantenerlos unidos
tampoco se establece entre los televidentes.
Por lo tanto, si realmente existiera la intención por parte de los medios de comunicación
de comportarse como un encantador de serpientes los efectos de un previsible fracaso no
se harían esperar. Es que la tecnología que vehiculiza a los medios audiovisuales de
comunicación no se propone cautivar masas, sino que se dirige a audiencias formadas por
sujetos que no se encuentran ligados entre sí más que por el anonimato y una personal
propensión a la seducción catódica.
Por otra parte, la proliferación de aparatos receptores de la onda televisiva que inunda las
casas, los restoranes, los aeropuertos, los negocios de ropa, las fruterías, las estaciones de
subte y una serie casi interminable de lugares no hace mucho inimaginables para la
incorporación de los mismos (los gimnasios, por ejemplo), contribuye a forzar el pasaje de
la degustación a la imposición constante de esta actividad. A tal punto, que muchas veces
genera sorpresa la ausencia del consabido televisor, o bien, una curiosa sensación de
extrañamiento su desconectada presencia.
Por su parte, entre los espectadores y los virtuales habitantes de la pantalla mágica
(conductores, actores, participantes del público, etc.), sí se producen procesos
identificatorios. Estos se desencadenan de la misma manera que la que se da en el caso de
los lectores de obras literarias que difractan sus grupos internos (Kaës, R. 1985), sobre los
personajes de la novela o del cuento identificándose frecuentemente con algunos de ellos
y sus circunstancias (Cao, M. 1992b). Lo que no se produce, como ya anticipáramos, son
identificaciones entre los miembros de la audiencia, los cuales permanecen aislados en su
absorta contemplación salvo en los casos del mimético y limitado contagio que produce
entre los fans (ya no son los hinchas discepoleanos y ahora hasta se incluyen las mujeres),
la trasmisión de un encuentro deportivo. Esta diferencia marca una distancia definitiva con
la masa que requiere de la identificación interpares para poder sostener su tejido libidinal.
En el curso de la década de los '90 el resultado del accionar de los medios sobre los sujetos
contribuyó a la pasivización de su actitud vital, complementando así los efectos que
producen la caducidad de la dimensión de futuro y la inmovilidad en la que habría caído la
dinámica societaria.
No obstante, para tomarnos un respiro frente al poco alentador panorama que
presenciamos y para paliar un tanto el clima de desesperanza frente a la actitud pasiva (a
veces hasta robótica), del sujeto telespectador a la que nos venimos refiriendo llegaron en
nuestra ayuda y compensación dos formas posibles (desde ya parciales y limitadas), de
agenciarse una porción de poder: el zapping y la interactividad.
El zapping es una actividad nacida de la mixtura de la invención del control remoto con la
vertiginosidad de los tiempos posmodernos, la cual impide la cristalización de cualquier
imagen o discurso más allá de los prudenciales cinco segundos. Ejercido a la manera de una
venganza, esta forma de rechazo de lo que aburre o no gusta y de las largas tandas
publicitarias a las que se ve condenado el telespectador, funciona como una compulsa
electoral de la programación. Su aparición generó cambios decisivos en la estructuración
de los programas que comenzaron a incluir publicidad en sus bloques para evitar que los
anunciadores y sus cuentas emigraran a otros terrenos y formatos publicitarios.
Gracias a la existencia de estos factores que por el momento la descartan por completo, es
necesario no dejarse tentar por la siempre acechante versión de la manipulación
omnipotente y totalitaria de los sujetos a través de la pantalla, a pesar de todas las voces
que la vienen anunciando ininterrumpidamente desde que esta tecnología hiciera su
entrada a escena en el éter.
A la luz de los hechos que jalonan su historia ya no resulta pertinente discutir si los medios
son buenos o malos, apocalípticos o integrados. Son una realidad tecnológica a la que no
podemos renunciar, pero sí, comprender y aspirar a que sobre ella pese cierto control
consensuado que evite la censura por omisión o por atiborramiento y que permita la
expresión de todos los actores sociales. En todo caso, que sea el espectador frente a un
menú variado, heterogéneo y plural quién decida qué ver, o bien, que simplemente apague
el receptor.
De todas maneras, es necesario reconocer que estas prescripciones resultan muy difíciles
de plasmar, ya que los medios y quienes los manejan han forjado una dinámica propia que
pretenden impenetrable (y lo es en muchos sentidos y oportunidades), que, además,
responde a intereses económico-políticos que no sopesan la posibilidad de abdicar, por el
momento, en nombre de ningún valor universal. Las sagas protagonizadas por el imperio
Berlusconi y por la megaempresa Time-Warner en su fusión con la cadena de noticias CNN
son muy ilustrativas al respecto.
Ahora bien, para volver a la temática que abarca los diversos grados de efectividad con que
los medios audiovisuales cuentan a la hora de desplegar su influencia, deberemos
introducirnos en el terreno de las imágenes con las que aquellos trabajan. Estas se
presentan como un material inigualable para canalizar las producciones del imaginario
social y acceder en forma privilegiada respecto de otros medios (tradición oral, literatura,
radiofonía, etc.), a la dimensión identificatoria de los sujetos.
A partir del momento en que el sujeto contempla la imagen unificada y completa que el
Otro le devuelve y de la cual se apropia para restañar la sensación de estar fragmentado se
establece una matriz que servirá de modelo a los posteriores intercambios identificatorios.
La profusión de imágenes con que los medios audiovisuales bombardearán al sujeto tendrá
como blanco este registro imaginario, que por su parte siempre se encontrará dispuesto a
nuevas adquisiciones que permitan la ampliación del territorio yoico.
Por su parte, los avisos publicitarios que transitan por los medios tienden a denotar
cualquier tipo de vinculación que se plasme en sus guiones con las marcas de los productos
que patrocinan. El solapado mensaje que emiten advierte que la ausencia de los productos
publicitados impediría directamente la vinculación, o bien, la despojaría de la magia
seductora que garantiza el interés y el deseo del otro, como notoriamente se perfila en los
cortos sobre perfumes, bebidas, cigarrillos y otros enseres.
El predominio de la identificación del sujeto televidente con los personajes de los avisos
publicitarios, con la forma que entablan la insoportable levedad de sus vinculaciones y con
los artificiales contextos donde se mueven contribuye a “la constitución de un yo
completamente ficticio, definido por su relación dentro de una red virtual y fascinado por
imágenes de imágenes” (Augé, M. ibíd. pág. 3, 1995).
En plan de comparación respecto de los avisos publicitarios, los largometrajes, las series,
las telenovelas tampoco le van a la zaga. En muchos de ellos se despacha al por mayor una
ideología del consumismo como factor imprescindible para acceder a la categoría humana.
Esta verdadera producción ideológica sustenta su poderío afirmándose en el hiperrealismo
de las técnicas fílmicas y en el pulido del perfil del sujeto a quien está dirigido el mensaje,
el teleconsumidor; quien, por su parte, aunque lo desee no podrá excluirse en forma
absoluta de la arrolladora prédica de esta constante invitación al consumo.
Fue mediante la aplicación de esta revolucionaria tecnología que pudo implementarse una
política publicitaria acorde a los nuevos tiempos, la de poder crear al unísono un campo de
necesidades con sus artificialmente naturalizados destinatarios, los consumidores. Esto se
logró aprovechando un efecto hasta ese momento desapercibido por colateral o
aprovechado de manera fragmentaria, que la alianza entre los medios, el neoliberalismo y
el relato posmoderno consiguió instalar en la sociedad a través de la hasta ahora
indestructible aleación entre identidad, pertenencia y consumo como referente universal.
De esta forma, a la manera de un círculo que se cierra sobre sí mismo, se pudo sumar al ya
habitual manejo publicitario del sustrato pulsional del sujeto teleconsumidor el monitoreo
planificado de su vía identificatoria. El devenir histórico del marketing de audiencias
encontró aquí un significativo punto de inflexión.
Capítulo IV - Planeta Adolescente - Versión Digital
CUATRO
Paralelamente, para esa misma época los adolescentes fueron afianzando su lugar en la
sociedad mediante la legitimación de su cultura a través de la construcción de un
imaginario que fue rechazado, a veces violentamente, por la intransigencia de la franja
adulta.
De este modo, el panorama que se delineó a partir de aquel momento, el cual se habría de
consolidar como el formato clásico a lo largo de las siguientes décadas con los
adolescentes pugnando contra el statu quo adulto en pos de un mundo mejor, sufrió un
particular giro con la llegada de los tiempos posmodernos y su alianza tactica con el
neoliberalismo. Los salvajes, poco confiables e impresentables jóvenes se habían
convertido de la noche a la mañana en el modelo de una sociedad que vaciaba de
contenido el arcón de sus valores e ideales y los reemplazaba por un ideario sustentado en
el hiperindividualismo, el materialismo y la marginación.
Estos inocentes mensajes inicialmente dirigidos hacia las regiones psíquicas donde moraba
la racionalidad de los sujetos viraron en su dirección hacia las áreas más profundas de la
personalidad a partir de la llegada de las técnicas de investigación motivacional. La
intención final que perseguían los publicistas con estas nuevas técnicas ya no era la de
lograr que aquellos enseres fueran adquiridos por presentarse como imprescindibles para
sobrellevar la vida cotidiana, sino que buscaban “la manera de precondicionar al cliente
para que compre sus productos” (Packard, V. 1959 pág. 32).
En los albores de la década de los años ‘50 Estados Unidos se vio en la necesidad de
planear una nueva política comercial. La victoriosa finalización de la segunda Guerra
Mundial trajo como consecuencia tanto la redistribución de la masa de recursos
económicos como la de su tecnología asociada, ya que hasta entonces ambas se
encontraban alistadas en la industria bélica. Este movimiento dio el puntapié inicial para el
desarrollo de una creciente modernización tecnológica junto a una explosiva expansión del
aparato productivo.
La reactivación económica obligaba a vender más productos (en las versiones clásicas o
renovadas), en un mercado inundado por enseres de todo tipo y con más gente dispuesta a
comprar, pero también con una floreciente competencia. En este contexto de urgencia
surgió entre los publicitarios la idea de no esperar a que los clientes demandaran por los
relucientes y novedosos objetos, había que ir en su busca y para eso se imponía una nueva
estrategia.
Si un ama de casa, por ejemplo, tenía un artefacto doméstico que aún funcionaba bien
había que inducirla publicitariamente a que deseara cambiarlo por otro nuevo que contara
con todos los adelantos del momento y a la vez que desechara el viejo. El logro de este
objetivo no se circunscribía solamente al nivel individual, la idea era fomentar un efecto
multiplicador basado en la inducción, el contagio, o bien, la imitación sostenido por un
persistente bombardeo publicitario. Una vez puesto en marcha en forma masiva este
proceso inició un indetenible encadenamiento que englobó a cada vez más porciones de la
sociedad, provocando a escala general la aparición de un novedoso fenómeno.
No obstante, el cambio al que asistimos, el cual años atrás hubiera sido impensable, coloca
a los niños y adolescentes en el lugar de blanco preferencial del bombardeo publicitario.
Este nuevo estatuto al que adscriben, el de ser los naturales destinatarios de los mensajes
comerciales y los potenciales consumidores de los objetos que moran en los mismos, se
debe, en principio, a que son los que más horas pasan frente al televisor. Y, en segunda
instancia, por su influencia antes inédita en la decisión familiar sobre qué comprar. Sin
embargo, éstas, como se verá, no son las únicas razones.
Por lo tanto, la moratoria que se instituyó a propósito del tiempo de aprendizaje necesario
para poder acceder a los nuevos puestos laborales hizo surgir un grupo de sujetos que se
hallaban a medio camino entre el mundo de los adultos y el de la niñez, por lo que carecían
de una identidad y de una cultura específicas en la sociedad que los había engendrado.
En este sentido, el imaginario adolescente quedó encuadrado dentro del mismo contexto
que el resto de las producciones culturales pertenecientes a cualquier sociedad. Como
ocurre habitualmente, y contra lo que pudiera suponerse a priori, este imaginario lejos de
establecerse como unívoco e invariable no tiende a perpetuarse en un determinado
formato sino que presenta fluctuaciones en función de las pautas socioculturales
dominantes de cada época.
Gracias a esta función intermediaria del imaginario adolescente el joven hará el transbordo
recubierto por una envoltura que le permitirá conectarse con aquel complejo universo no
del todo conocido. Este imaginario, simultáneamente, lo habrá de proteger de un
encuentro que podría resultar traumatizante, ya por lo violento que pudiera resultar este
choque sin la imprescindible amortiguación intermediaria, ya por forzarlo a adoptar una
actitud sobreadaptada.
De esta forma, en este movimiento de ida y vuelta y a la manera que describiera Winnicott
para la constitución de la ilusión (Winnicott, D. 1971), es como cada nueva generación
adolescente en su imprescindible movimiento de autoafirmación gestará la recreación
ritual de su imaginario.
Este proceso de asimilación del espíritu del mundo adulto y de acomodación a sus pautas a
través de la recreación del imaginario adolescente, juntamente con su inmersión en el
mismo, se tramitará por medio del pasaje a través de los distintos grupos que el joven
integre y por la pertenencia que en ellos logre constituir. En este sentido, los grupos se
conformarán en los progresivos peldaños donde se apuntalará su tránsito adolescente, tal
como ya venía ocurriendo desde la infancia pero con un matiz diferencial.
El recién nacido es recibido en el preformado grupo familiar que de ahí en más cumplirá
con las funciones del grupo primario (Cooley, CH. 1909), o sea, las de producir sujetos
sociales mediante la construcción de un registro identificatorio. Posteriormente, esta tarea
se complementará y completará en los grupos secundarios, como por ejemplo los que se
desarrollan en las instituciones escolares, que si bien se centran en una tarea específica
permiten en alguna medida seguir apuntalando la construcción de la identidad, ya que el
registro donde discurre el grupo de trabajo se encuentra siempre infiltrado por la
incidencia de lo fantasmático (Bion, W. 1948) (Cao, M. / L’Hoste, M. 1996).
En estos grupos se movilizarán las vicisitudes del imaginario adolescente, las cuales
inevitablemente irán a confrontar con el statu quo adulto. Sin embargo, en contraposición
a lo que algunos autores afirman acerca de que “...toda adolescencia es, en esencia, una
época de violencia generacional, en la que la nueva generación debe ‘tirar a la basura’ a
sus padres y a los objetos de éstos a fin de plasmar la visión que tienen de su propia era...”
(Bollas, C. 1992 pág. 310), la tramitación personal que el adolescente hace de la cultura
que lo precede tiene como inevitable referente a los padres, de los que, a su vez, no puede
deshacerse sin más.
Sobre estos referentes, aunque también con la inestimable colaboración de los otros del
vínculo (provenientes de la familia, la escuela, los grupos, etc.), el adolescente despliega un
nuevo proceso de apuntalamiento. Y, si bien, éste no será el último va a tener una
importancia liminar para la consolidación de su proyecto identificatorio. Este proceso de
apuntalamiento se inicia a través de las maniobras de apoyo y modelización para luego
centrarse en los movimientos de desprendimiento y transcripción (Kaës, R. 1984). Estas
maniobras y movimientos le permitirán apropiarse de un lugar desde donde remodelar su
identidad y hacer una síntesis singular.
Ahora bien, dentro de las correlaciones que pueden hacerse entre diversos conceptos
teóricos, el de imaginario adolescente podría ser emparentado con el de objeto
generacional en tanto que este último “(...) agrupa a aquellos fenómenos con los cuales
nos formamos un sentido de la identidad generacional” (Bollas, C. 1992 ibíd. pág. 309).
Esta identidad generacional, que tiene como función hacer de soporte a la pertenencia,
puede hacerse eco de un carácter transicional que la mantenga flexible a la hora de
incorporar nuevos elementos que desencadenen en su seno alteraciones o modificaciones
nutrientes. O, por lo contrario, que se cristalice en una dinámica cerrada y entrópica, a la
manera de lo que ocurre en los grupos burocratizados (Bernard, M. 1987). La instalación de
este tipo de dinámica impide el enriquecimiento del campo yoico y de la dimensión
fantasmática de los sujetos, tal como sucede por ejemplo en el caso de las sectas o de las
familias con un funcionamiento psicótico.
El conflicto generacional, que como ya hemos visto se hizo especialmente patente a partir
de la década del '50, catapultó a los jóvenes hacia la construcción de una identidad
generacional, la cual mantuvo invariables una serie de aspectos a lo largo del transcurso de
las diferentes épocas, tal como el de considerarse y/o ser considerados rebeldes,
contestatarios, utópicos, etc. Estos conocidos aspectos, que sobrevivieron al paso del
tiempo y que en muchos casos devinieron en estereotipos, están intrínsecamente
asociados a la reformulación que se produce en el psiquismo durante la adolescencia.
Estos anclajes, al igual que lo que sucede en el interior del yo y de las instancias ideales se
deforman, se alteran, o bien, se transforman por el uso que los jóvenes les dan, quedando
inscriptos a partir de allí con la marca de agua que caracteriza al atravesamiento cultural
(Cao, M. 1993), y por lo tanto, constituyéndose en trazas indelebles de su identidad
generacional. Por otro lado, las diversas modificaciones que se van plasmando en el plano
social a raíz de la alteración de estos anclajes permiten un gradual deslizamiento hacia los
cambios sociales, o bien, gestan una dinámica explosiva de resultados muchas veces
inciertos.
En este sentido, las artes en general han de proveer las hebras que contribuirán a urdir la
trama donde se proyectarán los guiones fantasmáticos de las consecutivas generaciones
adolescentes. En este arduo proceso el papel que ocupara la cinematografía en los
orígenes del movimiento juvenil a través de la iconografía fílmica de James Dean fue
progresivamente reemplazado por la música proveniente de cantautores y bandas.
Este recambio se apoya en que los músicos se ofrecen como un eficaz modelo
identificatorio debido a que ellos mismos son también jóvenes que han logrado ocupar un
lugar en el mundo adulto (especialmente si pudieron emerger del underground). Y,
además, porque sus canciones tienen la importante tarea sublimatoria de recrear las
fluctuaciones internas y externas de la atmósfera adolescente. La propagación de sus letras
y acordes por el éter cultural contribuye a la re-creación del imaginario adolescente, a la
elaboración de la problemática del transbordo y a la descarga de parte de las angustias y
excitaciones que agitan las jóvenes velas yoicas.
§ IDENTIDAD EN VACIO
¿Por qué esta misma alianza en su avance y conquista planetaria terminó apoderándose de
su imaginario y comenzó a utilizarlo como estandarte de sus propios intereses?
¿Por qué este heterogéneo conjunto etáreo que vagó sin rumbo ni anclajes por décadas
fue estatuido como la encarnación desiderativa del sujeto de fin de siglo?
Por ende, el solapado y subliminal enroque que se produjo a escala social, política y
económica entre ciertos retazos de la cultura posmoderna en asociación con el
neoliberalismo trastrocó irreversiblemente la mayoría de las pautas rectoras de la
modernidad y de los sujetos que la habitaban. Esta situación fue la que produjo la inversión
de los clásicos términos referenciales, ubicando ahora a la otrora marginada cultura
adolescente en el lugar del modelo a imitar, punto final de llegada de todo desarrollo
civilizatorio.
Ahora bien, en atención a los elementos que surgen del análisis de las variaciones que
introdujo en el imaginario adolescente la llegada del posmodernidad se hace necesario
recordar resumidamente los factores que caracterizan la dinámica psíquica de toda
adolescencia. Por sus características, estos factores inducen a la compleja situación por la
cual la contienda juvenil debe establecerse simultáneamente en varios frentes.
En primer término, la revolución hormonal que abre el camino a las pulsiones hibernadas
durante la latencia obliga a una nueva vuelta de tuerca de la conflictiva edípica. Esto
condiciona a una renovada renuncia a los objetos de la infancia, pero con la diferencia de
que ésta ahora se hará desde otro posicionamiento subjetivo, ya que a partir del momento
en que ambas partes se encuentran igualadas en su desarrollo genital se torna posible
tener un encuentro sexual.
El duelo por la pérdida de los otrora idealizados padres de la infancia a la que aquella
renuncia induce se acompaña por otro, el que se circunscribe al abandono del cuerpo
infantil. El trabajo psíquico del duelo por este cuerpo se acoplará a la metabolización de las
vivencias de extrañeza por su nueva forma que se conjugan en la búsqueda de una
dimensión mental donde ensamblar las viejas representaciones con las nuevas, dando
lugar a una nueva instancia yoica.[2]
Por su parte, los adultos tampoco se hallan exentos de una ilusoria vuelta a la dimensión
adolescente, donde las nostalgiosas frustraciones de aquel tiempo pudieran ahora ser
superadas con la experiencia adquirida. Sin embargo, lo que durante la modernidad podía
manifestarse como un anhelo, o a lo sumo, sólo se corporizaba como patrimonio de
algunos pocos, sufrió un insospechado giro con el arribo de la posmodernidad.
Esta nueva dimensión puso en marcha el proceso de adolescentización que atraviesa a casi
todos los estratos de la sociedad, instando a la franja adulta a detener su reloj biológico
mediante el consumo de un conjunto inabarcable de productos (desde los antioxidantes
hasta la vestimenta), que adoptan la categoría imaginaria de promesa de eterna juventud y
que son promocionados ad hoc por las corporaciones que propician y medran con este
modelo socioeconómico.
De este modo, la desorientación que cunde entre las filas juveniles a partir de la pérdida de
los referentes basados en las diferencias generacionales se hace patente cuando la imagen
propia reflejada en la de sus mayores no arroja diferencias sino que los enfrenta a un
repertorio de iguales. Los adultos, por su parte, no reposan satisfechos en este artificial
parecido sino que suben su apuesta e intentan disputar palmo a palmo el mismo campo de
intereses y de apetencias que aquellos.
A los varones no les irá mejor con una figura paterna que también compite en temas como
lo laboral y lo deportivo a través del montaje de un show donde demostrar la solidez de
sus aún inclaudicadas fuerzas. Sin embargo, aunque ninguno de los padres haya entrado de
lleno en un retorno a las fuentes de la juventud, o bien, adoptado la liviandad que
caracteriza al decurso y al discurso tanto finisecular como del nuevo milenio, las pérdidas
referenciales a nivel societario y cultural habrán igualmente calado hondo en el registro
identificatorio de los jóvenes. Estas pérdidas los destinan a vagar en busca de una
identidad que no logra consolidarse y a la confusa espera de la llegada de un tiempo donde
poder tomar la posta generacional y suceder a los adultos.
De esta manera, uno de los aspectos más característicos de la causa de los adolescentes se
afirmó en la rebelión contra la falta de imaginación del poder adulto, contra la opresividad
de su régimen basada en la paupérrima y excluyente condición de prohibir. La imagen del
adolescente pintando grafitis que cuestionaban el statu quo adulto dio vuelta al mundo y
preparó el terreno para su severa represión, como pudo comprobarse inicialmente en el
fundante punto inaugural del romántico mayo francés del ‘68 y posteriormente en los
trágicos acontecimientos del ‘89 en la plaza china de Tian An Men.
Por su parte, la tendencia a una mayor tolerancia que actualmente se detecta respecto del
imaginario adolescente merece correlacionarse, tal como muestran las publicidades, con la
elevación de los jóvenes al podio simbólico del modelo del goce total y de la perfección
estética. Metamorfosear lo contestatario en inofensivo es el patrón que permite desactivar
el cuestionamiento para que nada cambie en un pretendido mundo de iguales, el cual
apoyado en una tecnología deslumbrante reniega, desestima o extermina las diferencias.
[3] Ver “La Sociedad de los Poetas Vivos. Producción de Valores e Ideales en la
Adolescencia” Revista Campo Grupal. Año XIV N° 145. Buenos Aires, Junio 2012.
[4] Las modificaciones que se produjeron durante la primera década del nuevo milenio
rasgaron la pretendida estructura homogénea de la aldea global. Esto se puede apreciar
especialmente en las movidas políticas llevadas a cabo en América Latina.
Capítulo V - Planeta Adolescente - Versión Digital
CINCO
HISTORIAS DE FAMILIA
Esta difícil articulación que cada generación adolescente debe establecer en el seno del
campo social es tributaria del proceso que se desarrolla en el seno de las familias donde se
gestan y de donde emergen estos adolescentes, moldeados en la fragua del imaginario
social de cada período histórico. Los contenidos de esta dimensión son simultánea y
concordantemente recepcionados, canalizados y retransmitidos por el contrato narcisista
establecido a nivel del grupo familiar, medio privilegiado a través del cual se realiza la
metabolización que los miembros del conjunto hacen de las pautas socioculturales en
boga.
No obstante, a partir de la década de los ´80 los adolescentes y sus respectivas familias se
vieron involucrados en un vertiginoso clima de alteraciones que afectó con la misma
intensidad tanto a los clásicos esquemas referenciales como a las posibilidades de
metabolización, vía trabajo psíquico, de estos cambios. Dichas alteraciones generaron una
atmósfera de crisis que, en su inevitable circularidad, profundizó las irreversibles
modificaciones que ya se venían produciendo no sólo en la fisonomía de la estructura
familiar, sino también en las características de los lugares que la misma cultura ofrecía y
donde los miembros de aquéllas podrían, en el mejor de los casos, insertarse.
Atendiendo a estas razones, intentaré pesquisar algunas de las conflictivas situaciones que
a partir de entonces enfrentan los grupos familiares pertenecientes a ciertas franjas
societarias, junto con las diversas problemáticas que padecen los adolescentes que los
integran tanto en relación con su inserción en el medio social como al proceso de
desprendimiento respecto de sus mayores.
Para abocarnos a este intento será necesario, nuevamente, salir en la búsqueda de algunos
de los ejes sociohistóricos que contribuyeron a delinear el derrotero de las sociedades
occidentales a lo largo de los dos últimos siglos. La historización de estas variables, que
cooperaron en la determinación de los cambios que ha venido sufriendo la estructura
familiar, nos coloca frente a la posibilidad de atisbar el entrecruzamiento de sus hilos
significantes.
Por otra parte, esta historización resulta ineludible si se desea contextualizar las
modalidades que fue adoptando la familia a la luz de las modificaciones producidas en el
campo sociocultural. Y, en este mismo sentido, si se pretende evitar la caída en un
solipsismo que se nutre, únicamente, de la noción de una estructura familiar de
características inmanentes.
Esta nueva era, tecnotrónica o posindustrial, que asienta sus pilares en la alianza filosófico-
económica que surge de la extrapolación del relato de la posmodernidad con la
restauración del capitalismo salvaje que se desplegara durante el siglo XIX, cuenta entre
sus logros con el haber literalmente barrido con gran parte de la jerarquía axiomática que
casi por dos siglos identificó a la modernidad.
Esta alianza contó para ello con los grandes avances a escala tecnológica que permitieron
en el campo económico automatizar primero y robotizar después la producción industrial a
gran escala. De esta forma, este tipo de producción trepó a una inédita dimensión global y,
a la sazón, el mundo se vio inundado por una clase de enseres, que gracias al concurso de
estos nuevos medios de producción ya no sería pertinente que se los denominara
manufacturas, debido a que en su fabricación prescinden casi totalmente de la mano del
hombre.
Esta inusitada pérdida de valor se sustentaba en que la vida media de un modelo recién
colocado en el mercado era prácticamente inexistente, debido a su casi inmediato
reemplazo por otro modelo más avanzado en su género, o bien, por uno que fuera
poseedor de una innovación tecnológica que superara cualitativamente cualquier versión
anterior.
Esta obsesiva e indetenible carrera entre los fabricantes (cada vez más aglomerados en un
menor número de corporaciones que concentran la mayor parte del poder industrial), por
estar constantemente a la vanguardia y por diversificar cada vez más su inserción en los
mercados, no sólo internos sino también externos, encuentra su sostén en la avidez que
genera una mayor demanda de innovaciones. Esta, por su parte, se sigue sustentando en el
éxito comprobado de la política comercial de generación de necesidades, basada en una
hábil estrategia de difusión publicitaria.
Este proceso que despejó el camino para el diluvio de inversiones que aconteció en
aquellos mercados con la llegada de los conocidos capitales golondrina o especulativos,
permitió gracias a la liquidez económica que este diluvio trajo aparejada un aumento en la
capacidad de consumo. Así, una infinidad de bienes y servicios que eran ahora de posible
adquisición para muchos de los ciudadanos pertenecientes a los países pobres, ponía a
aquellos casi en un pie de igualdad con los del poderoso hemisferio norte.
Como no podía ser de otra manera, el cambio de variables socioeconómicas hizo que el
imaginario social de las regiones pobres o en desarrollo se viera modificado en sus
estatutos en la medida que la nueva dinámica mundial las incorporaba al indetenible
proceso de globalización de la economía. En este sentido, la posibilidad que siguió
brindando la aldea global para los ciudadanos de los más remotos lugares de pertenecer al
club de los elegidos mediante la posesión y consumo de dichos bienes y servicios continúa
haciendo del individualismo a ultranza un estilo de vida valorado y eficaz.
Por otra parte, la vertiginosa obsolescencia que había comenzado a regir para los
productos se fue transfiriendo paulatinamente sobre el personal, que de esta manera
debió mantener una constante actualización de sus conocimientos y/o especializarse en
otras disciplinas para estar a la altura del empleo de las nuevas tecnologías. Esta situación
trajo como consecuencia que se generara una profunda escisión en el mercado laboral, la
cual fue valorizando una mente de obra cada vez más calificada y mejor remunerada
versus la pauperización una mano de obra en constante depreciación y reciclaje (ya que
por no saber hacer lo mismo se contrata al empleado que genera menos costos).
La desorientación que se abatió sobre los sujetos que no pudieron adaptarse a las pautas
provenientes de la instalación del paradigma de la sociedad posindustrial se entronca con
la difusión masiva de la informática y su imprescindible manejo a la hora de obtener un
trabajo con cierto grado de calificación. Claro que esta situación, por su parte, no implica
un ningún reaseguro sobre una posible y estable ubicación laboral.
Esta nueva herramienta permitió no sólo una mayor velocidad en la recepción, estibación y
transmisión de datos y conocimientos sino también la eliminación de las distancias
geográficas, ya que en segundos y por diversas vías (telefónico-satelital primero y correo
electrónico después), se podían lograr impensados intercambios. Por lo tanto, el
anoticiamiento inmediato a escala mundial de todo lo producido incluía también a la
propia información. Es que a partir de las vicisitudes ligadas a este proceso ella misma pasó
a transformarse en un producto y a intercambiarse como mercancía.
El aludido proceso de neoliberalización laboral, amplio ganador de las simpatías y/o del
fervor de la mayoría de los políticos y economistas, no detuvo su marcha en los lindes de
ninguna latitud. Y, al igual que lo sucedido en el campo de las ideas, tampoco respetó a
ninguna de las jerarquías consagradas ni a los estamentos en juego, por lo que tanto
obreros como gerentes marcharon a engrosar el cada vez más parecido a una horda,
ejército de desocupados.
En relación con lo hasta aquí planteado es muy importante subrayar, en aras de conservar
una visión de conjunto y para evitar caer en una versión romántica de los hechos de la
historia, que las ecuaciones socioeconómicas pertenecientes a un determinado paradigma
histórico (Harris, C. 1983), que inciden o rigen los destinos societarios de cada período no
se constituyen en factores que puedan actuar en forma aislada, así como tampoco se
circunscriben únicamente sobre su propio contexto sino que tienden a diseminarse sobre
otros.
Por lo tanto, muy lejos de convertirse en la excepción, el arribo de la alianza entre la visión
posmoderna y el neoliberalismo socioeconómico excedió los marcos macro y
microeconómico para inundar el resto de las dimensiones del socius con su arrolladora
prédica. De esta manera, sus consecuentes efectos fueron impregnando el campo social
con las tonalidades de su discurso, socavando la axiomática de la modernidad y gestando la
desarticulación de los esquemas de referencia tradicionales, aquellos que por generaciones
los sujetos habían utilizado a la manera de una brújula.
La nueva distribución de lugares y las maneras de acceso a los mismos generó un conjunto
irreversible de alteraciones en los esquemas de referencia que guiaban la dinámica
societaria. Por lo tanto, la tradicional lectura de aquella brújula caducó en su utilidad
debido a que su mecanismo no estaba en condiciones de registrar que el “sistema
industrial tradicional ‘avanzado’ está en plena quiebra. La reconversión industrial está en
marcha a paso forzado, y los procesos de ajuste a escala mundial son un fiel testimonio de
que el proyecto tecnológico de la modernidad ha perdido su carácter universalizador y
pretendidamente democratizante, fomentando nuevas líneas divisorias y repeticiones de
marginación ancestrales que nos ponen en guardia frente a cualquier devoción
desmesurada hacia la máquina y sus productos” (Piscitelli, A. 1995 ibíd. pág. 71).
Cada vez que las ecuaciones socioeconómicas cambian de rumbo debido al reemplazo del
paradigma histórico rector puede producirse la eclosión de una serie de turbulencias que
termine sumiendo en crisis a los sujetos y a las familias que integran una determinada
sociedad. Por lo tanto, las edificaciones valorativas que rigieron hasta ese momento los
destinos societarios se agrietan y se desmoronan parcial o totalmente de acuerdo a la
magnitud sismográfica que alcancen los movimientos ligados a la coronación del nuevo
paradigma.
Los seguros por desempleo, la indemnización por despido, o bien, la jubilación, por sólo
tomar a modo de ejemplo algunos elementos de la actualidad que envejecen a paso
acelerado, muestran al Estado ocupándose de aspectos que hasta entonces eran
patrimonio de las funciones de las familias ampliadas. Estas absorbían en su seno los
desequilibrios que se producían por las circunstancias vitales que atravesaban sus
miembros, ya que el Estado de Bienestar (Welfare State), aún se hallaba lejos de hacer su
trabajosa aparición.
“En una sociedad como ésta, las familias tendrán tanta profundidad generacional como los
factores demográficos lo permitan, pues abandonar la familia equivale a renunciar al
acceso a los medios de producción primaria, a perder la posibilidad misma de subsistencia.
No se planteará la cuestión del abandono de su familia de origen por el individuo en busca
de independencia económica o para fundar ‘su propia’ familia, pues, para los individuos, la
independencia económica es inalcanzable” (Harris, C. 1983 ibíd. pág. 130).
Esta inajenable identidad por pertenencia tendría que conservarse aún a costa de que en
los casos más extremos se jugara con la posibilidad real de la expulsión, o bien, de la
muerte del sujeto que deshonrara las prescripciones familiares. Es en estas dramáticas
situaciones donde es posible pesquisar como en las sociedades compuestas por estos
grupos, a pesar de las distancias tanto espaciales como temporales que las separaban de
las culturas primitivas que permitieron su descubrimiento, la jurisprudencia del tabú seguía
de alguna manera manteniendo su vigencia a pesar de las respectivas deformaciones y
transformaciones que sufriera.
Esto pudo palparse con mayor claridad en las zonas rurales donde por distintas razones
(distancia, inaccesibilidad, mentalidad conservadora, falta de interés por parte del capital
inversor, escasez de medios de comunicación, etc.), el campesinado recibió con demora los
profundos cambios que los vientos de la industrialización trajeron con mayor velocidad a
los ejidos urbanos.
Esta demora incidió de manera gravitante en diversas regiones del planeta para que la
rigidez estructural de estas familias se abroquelara en enclaves que impidieron la ya
dificultada fluidez en las relaciones con las nuevas pautas dominantes, generando así una
mayor turbulencia en el proceso de transmisión que se establece entre las generaciones.
Las reconocidas novelas de Luigi Pirandello y Emile Zola, por ejemplo, están invadidas por
la densa atmósfera de la crisis del final del siglo XIX. En su discurrir exhiben
descarnadamente las problemáticas psicológicas y sociales que se desataron en relación
con los grandes cambios que se avecinaron con el advenimiento de la Revolución Industrial
y sus consecuentes reverberaciones. Estos son sólo dos ejemplos de como la lente literaria
de cada época se ajusta e interpreta los movimientos que se producen en el seno de las
sociedades.
Por tanto, la modelización identificatoria que los adolescentes deberían efectuar sobre los
miembros fundadores de la familia y sus respectivos descendientes (abuelos, padres, tíos,
hermanos, etc.), que los preceden en el tiempo y que con su presencia interactiva
cimentan el desarrollo de la subjetividad de los recién llegados a las orillas del universo
adulto, se ve enturbiada cuando los modelos sobre los que estas familias se sustentan
entran en crisis.
De este modo, las sociedades que precedieron a las del maquinismo, desde las feudales
hasta las de la naciente burguesía, apuntalaban el decurso de los trasvasamientos
generacionales en los destinos previstos para cada familia según su posicionamiento social.
De padres siervos no nacerían hijos nobles, sino más siervos. Si la familia pertenecía a
alguna cofradía artesanal los hijos naturalmente se inclinarían por dicho oficio. Para los
nobles, en cambio, estaba destinada una vida institucional en la corte, en el clero o en el
ejército. Desde luego, es evidente que la llegada de la Revolución Francesa trastrocó de tal
forma valores y lugares que a partir de ese momento las viejas prerrogativas perdieron la
taxatividad de su estatuto. La novedosa aparición de pelajes intermedios entre las tres
grandes clases sociales descriptas y el inicio de su peregrinación por el mundo en busca de
fama y fortuna fueron junto a las nuevas oportunidades laborales y vocacionales algunos
de los aportes que la burguesía triunfante echó a rodar. Estos, a su vez, se constituyeron en
antecedentes de lo que sucedería con el arribo de la industrialización masiva. Las nuevas
posibilidades que brindaba una sociedad que desperezaba sus reflejos generaron una
antes inimaginable movilidad social que, además de las posibilidades reales de inserción,
amplió el margen de maniobra del campo identificatorio.
Por otra parte, es un destino habitual en todo proceso de cambio social que pasado el
momento de plenitud instituyente del movimiento innovador o revolucionario se
establezcan, en la generalidad de los casos, modos relacionales que terminen
estandarizándose según las prescripciones correspondientes al status de cada estamento
social. Es también previsible que de ahí en más estos modos relacionales se abroquelen en
un intento de repeler las modificaciones que a posteriori se vayan introduciendo en el
entramado social.
En este sentido, la familia ampliada como producto de los nuevos vientos que arrasaron
con el feudalismo crepuscular y que dieron origen tanto a las naciones como a la
urbanización fue también víctima de la celada de lo instituido. Su resistencia al cambio, al
igual que en el caso de la longeva sociedad feudal, fue quebrada por fuerzas de un poder
inconmensurable y sus miembros debieron sobrellevar como pudieron el temporal que se
abatió sobre su realidad histórica y sus respectivos psiquismos.
Subamos por un momento a la vieja máquina del tiempo inventada por H. G. Wells e
imaginemos un viaje a los albores de la Revolución Industrial. Contemplemos ahora el
impacto de difícil metabolización que sufría un joven criado en un ambiente rural, cuyo
destino era aprender el oficio paterno y tiempo más tarde heredarlo, cuando debe emigrar
a una ciudad para ser empleado como obrero y perder así sus referentes identificatorios
junto a un proyecto a futuro que venía sellado desde el contrato narcisista con la
comunidad a la que pertenecía.
Finalmente, las fuerzas del cambio se impusieron a pesar de las infructuosas resistencias
conservadoras opuestas por el imaginario de la cultura preindustrial. La rueda de la nueva
sociedad ya había comenzado a girar y la suerte de los viejos modelos familiares estaba
echada. Ya nada volvería a ser igual en la cotidianeidad de los hogares, como rápidamente
descubrieron los sujetos que marcharon a engrosar las filas de la masa obrera.
De esta forma, arribaba al cenit un proceso de alienación familiar y social que fue
desarticulándose paulatina y parcialmente gracias a las enmiendas contractuales que a lo
largo de las primeras décadas del siglo XX se produjeron con la eclosión de las luchas
sociales, las cuales a través de las huelgas y la sindicalización despejaron el camino a la
progresiva instalación de una legislación laboral que intentaba aventar las ya conocidas
arbitrariedades del régimen capitalista. Esta legislación que regló las relaciones laborales
aproximadamente por 70 años retrocedió frente a los embates del neoliberalismo
gobernante que la inculpó tendenciosamente como la causante de los trastornos en la
producción, en el mercado laboral y en el flujo de las inversiones.
La concatenación de todos estos hechos, y no su mera suma algebraica, dio lugar a las
nuevas formas de convivencia e intercambio social que fueron delineando la estructura
familiar que hasta hoy conocimos. Esta estructura, por su parte, al verse impactada de
lleno por el reinicio de los ciclos de transformación socioeconómica ha comenzado a
transformarse a la luz de los cambios que se vienen produciendo con la incorporación de
los avances tecnológicos y sus efectos sobre los medios de producción.
Como ya hemos consignado, desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad la familia
nuclear cumplió un papel insustituible en las sociedades occidentales. La consolidación de
su rol como sostén del aparato productivo del maquinismo, mediante la generación de los
sujetos que habrían de manejarlo y el consecuente consumo de los bienes resultantes de
su producción, permitió ampliar la demanda laboral y los lugares a ocupar en una sociedad
que multiplicaba las oportunidades en una ascendente trayectoria espiralada.
Fue, justamente, a partir de quedar instaurada como modelo y categoría de análisis que
comenzó a hablarse de la crisis de la familia conyugal. Este movimiento alarmista se nutrió
de los sucesivos cambios que se fueron produciendo en el seno y los contornos del grupo
familiar, los cuales resultaron motivados por la modificación de las costumbres que
introdujo, por una parte, el indetenible avance tecnológico y, por otra, las continuas
innovaciones aportadas por el giro del caleidoscópico y siempre renovado imaginario
adolescente.
De todas maneras, para ser más precisos en la adjudicación del concepto de crisis a las
vicisitudes que atravesó durante el curso del siglo XX la estructura familiar que da cuenta
de la forma conyugal, deberíamos mejor referirnos a las crisis. No habría entonces una
gran crisis generalizada sino una suma algebraica de microcrisis que se van superando o
suturando según la ocasión y el contexto.
“En efecto, a través de esta experiencia global de la crisis, de la que sólo percibimos
aspectos parciales, se precisa la figura del hombre animal de crisis, sujeto en crisis, agente
crítico del juego intersubjetivo. Quizá porque sea animal crítico, y por ende animal psíquico
y político, el hombre deba administrar creativamente las instituciones de la crisis. El
hombre se especifica por la crisis y se reafirma por su precaria e indefinida resolución. Sólo
vive por la creación de dispositivos contra la crisis que, a su vez, producen crisis
posteriores. El hombre se crea hombre gracias a la crisis, y su historia transcurre entre
crisis y resolución, entre ruptura y sutura” (Kaës, R. 1979 ibíd. pág. 11).
Sería posible, entonces, pensar los distintos momentos históricos de microcrisis como
parte de los sucesivos reposicionamientos suturantes o transicionales que se produjeron
como fruto de cada una de las oportunidades y de los peligros que atravesó desde su
aparición la familia conyugal. Sin embargo, no casualmente la mayoría de estas microcrisis
hicieron su aparición durante el curso del siglo XX, ya que esta recortada centuria contó a
partir de los años ‘50 con la concentración de avances tecnológicos más grande de toda la
historia de la humanidad y porque en esa misma década se consolida definitivamente el
imaginario adolescente.
Pero el fenómeno socioeconómico que habría que considerar como liminar en la puesta en
crisis de la familia nuclear es el que da origen a la sociedad posindustrial. El mismo que a
fines de la década del ‘80 derribó la bipolaridad política de la Guerra Fría y que trajo como
consecuencias la caída del Muro de Berlín junto a la resurrección del capitalismo salvaje de
los primeros tiempos de la Revolución Industrial.
A partir del momento en que este fenómeno toma las riendas se comienzan a profundizar
velozmente una serie de cambios en las dinámicas societarias que ya se venían perfilando
desde tiempo atrás. Hacia 1989, fecha en que algunos autores ubican el fin de la
modernidad (Feinmann, J. 1995), y otros el del siglo (Daniel, J. 1995), el ya maltrecho
sistema de valores legado por el iluminismo humanista había entrado en su faz agónica,
dejando su lugar al código selvático del sálvese quien pueda. De esta forma, los actores
sociales se vieron catapultados a un individualismo rayano en lo salvaje, el cual terminó de
carcomer los alicaídos tejidos solidarios.
El modelo, made in Hollywood, del héroe solitario, autoengendrado, con bajo o nulo perfil
emocional y sin escatimar medios para obtener su fin (como magníficamente lo encarna
Arnold Schwartzenegger), se estatuyó en el paradigma identificatorio desde final del siglo
pasado y en el acompañante indispensable en el derrotero que lleva al logro del éxito. La
resignificación desde las posturas filosóficas posmodernas de este último concepto, con
sus enfáticas loas a lo pragmático y al denominado narcisismo social, acorraló y terminó
superando con amplitud a la problemática de la trascendencia, tan cara a ciertos sistemas
de valores e ideales que poblaron la modernidad.
Por ende, la familia, en su versión conyugal, no pudo obviamente sustraerse del impacto
que generó el advenimiento de la sociedad posindustrial. Por el contrario, recibió en su
propio núcleo la furibunda andanada que produjo la coronación del culto al individualismo.
Esta andanada la dejó convaleciente y rodeada de un conjunto de insospechadas secuelas
que siguen marcando hoy su pulso, como es el caso de la cantidad de personas que
deciden voluntariamente hacer una vida solitaria, del descenso de la tasa de natalidad en
los países centrales, o bien, del aumento del número de familias ensambladas (producto de
la unión de una pareja con hijos de matrimonios anteriores), monoparentales (constituidas
por un solo adulto), alternantes (configuradas por la presencia alternada de progenitores
biológicos y sustitutos), disgregadas (incapaces de contener y retener a sus miembros).
No obstante, este resumido listado con situaciones impensables a principios del siglo XX
quedaría más que incompleto si no incluyéramos a las familias homoparentales (aquellas
formadas por parejas homosexuales), las cuales últimamente han podido legitimar
jurídicamente tanto su unión como la crianza de hijos propios o adoptados. Asimismo,
debemos incluir las nuevas técnicas de fertilización asistida, las cuales otorgan la
posibilidad de que una mujer sea madre sin tener una pareja y en edades que poco tiempo
atrás resultaban infrecuentes.
Ahora bien, más allá de desempeñar en el campo productivo el papel signado por el
enfoque socioeconómico en boga y a pesar de los zarandeos que su implementación trajo
consigo, la familia siguió cumpliendo el rol que la caracterizara aún antes de su
conformación en la versión ampliada: la constitución de la subjetividad de los individuos
que advenían en ella, junto al mutuo y vital apuntalamiento que los miembros fundadores
obtenían para su economía psíquica.
No obstante, tal como vengo detallando, el aluvión de cambios que aparejó la instauración
de la sociedad posindustrial incidió de manera notoria en el socavamiento de las bases de
sustentamiento valorativo y significante sobre las que se había configurado la familia
nuclear. La disgregación en parte de su ensamblado interno (pérdida de autoridad
parental, falta de contención y de límites, ausencia de comunicación, etc.), y sus
repercusiones en el campo social (tendencia a la anomia, aumento de la delincuencia,
alienación, etc.), se complementan con la progresiva pérdida del papel que cumplía desde
el punto de vista socioeconómico.
Sabemos que desde sus albores la familia conyugal generaba sujetos que luego de su
respectiva instrucción (no necesariamente escolar), irían a ocupar casi con seguridad un
puesto en la cadena de producción. En el mejor de los casos, la obtención de ese puesto se
lograría según la calidad y la cantidad de su capacitación, como lo viene planteando desde
sus comienzos el capitalismo en su versión darwiniana de la supervivencia del empleado
más apto.
Con todo, estos severos cambios hicieron que los sujetos que emergían de las familias de la
modernidad se encontraran vislumbrando como su futura inserción social y su horizonte
laboral entraban también en un destructivo circuito de cuestionamiento, ya que el nuevo
modelo socioeconómico no incluía, por un lado, el criterio del pleno empleo y, por otro,
abandonaba a su suerte al atemperador Welfare State, generando simultáneamente una
creciente marginación y exclusión.
Esta novedosa e inédita situación quiebra el lógico encadenamiento que a lo largo del siglo
XX se había establecido con el arribo de la industrialización masiva, aquel que regulaba el
flujo entre una mayor demanda de sujetos instruidos acordes a la sofisticación tecnológica
y el aumento de los puestos de trabajo con la consecuente complejización de los mismos.
Aquel encadenamiento que había tenido por resultado el ensanchamiento del espectro de
oportunidades y la diversificación de las vocaciones, con cierta garantía de que tanto éstas
como aquellas tendrían posibilidad de plasmarse, se encontraba en una irremisible y
definitoria trayectoria de colisión.
De esta suerte, la economía de aquella sociedad había estado marcada por la expansión y
ésta se había constituido en la resultante del promisorio panorama que había teñido con
sus tonalidades el tránsito de este acortado siglo, aquel se inició en 1914 con la Gran
Guerra y finalizó con la disolución del bloque soviético en 1989. El espiralado proceso
expansivo sólo se había interrumpido bruscamente en dos oportunidades: una por la crisis
económica que desató la depresión de los años ‘30 y la otra por el hiato destructivo de las
dos grandes guerras mundiales. Luego de su finalización en 1945, y al calor de la Guerra
Fría , la producción industrial enfiló su rumbo hacia un nuevo punto de inflexión ya que
muchas de las invenciones que se habían desarrollado para fines bélicos se aplicaron con
gran éxito en el campo civil.
A partir de ese momento los cambios tecnológicos trocaron su calidad de vertiginosos por
la de indetenibles, arrastrando hacia lo obsoleto, seguramente sin que se pudiera prever,
no sólo a los descubrimientos científicos más recientes sino también a una estructura de
valores junto al imaginario que la sustentaba. De esta manera, se perdió definitivamente el
rumbo que orientaba los criterios de inserción en la sociedad adulta que tuvieron vigencia
durante la modernidad.
¿Tendrá, por lo tanto, la familia nuclear sus días contados como le ocurrió a la parentela, o
se salvará con algún enroque de último momento?
¿De mediar un enroque, la nueva versión agiornada de familia emergerá de esta crisis
remodelada por un efecto transicional o, por el contrario, se parchará a sí misma con
alguna nueva sintomatología suturante?