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Analecta Revista de Humanidades

N°4 – Primer Semestre 2010

EL ENSAYO COMO DESPLAZAMIENTO

ISMAEL GAVILÁN MUÑOZ


UNIVERSIDAD VIÑA DEL MAR

Resumen

La escritura del “yo” ensayístico ha logrado una notable autonomía y no te-


me manifestarse como poseedor de un saber fundado en su actitud
indagativa y exploratoria que, a su vez, se sustenta en el rendimiento estético
de su gratuidad escritural en un gesto que pone en permanente entredicho
sus múltiples referentes. A esa actitud indagativa es a la que queremos hacer
referencia viéndola desde el prisma deboriano de “deriva”: un viaje explora-
torio que devela la articulación de las discursividades hegemónicas que se
hallan en el sustrato mismo de la “ciudad letrada”, propiciando un correlato
alternativo fundado en la distancia que posibilita la autorreflexión que le es
característica.

Palabras clave: ensayo, escritura, yo, deriva, desplazamiento, autorreflexión

Abstract

The essayist’s “I” writing has reached a remarkable degree of autonomy, and
it is no longer shy of conveying a sense of knowledgeability that arises form
an inquisitive and exploratory attitude which is in turn based upon the aes-
thetic yield of its gratuity, in a gesture that casts permanent doubt on its
multifold points of reference. We address this inquisitive attitude through the
lens of Deborian “drifting”: an exploratory journey that reveals the articula-
tion of the hegemonic discourses to be found within the very substrate of
the “learned city”, fostering an alternative correlate based upon the distance
that enables its characteristic self-reflection.

Keywords: essay, writing, self, drifting, displacement, self-reflection

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I

El ensayo ha devenido una forma escritural o tipo de texto de difícil


aprehensión y caracterización definitoria y cuya singularidad es otorgada
desde las diversas maneras de aproximarse e interpretar su peculiaridad, re-
ferida ésta tanto a su articulación retórica, a su filiación teórica-ideológica,
como a la manifestación de una subjetividad en permanente autocompren-
sión y desarrollo.
Este problema definitorio, sin embargo, no es reciente en la nutrida bi-
bliografía crítica al uso. Si nos remontamos solo a principios del siglo
pasado, Georg Lukács se veía en la necesidad de justificar teóricamente sus
escritos reunidos en El alma y las formas (1911), puntualizando la “naturaleza”
del ensayo. El abordaje lukacsiano es, sin duda, una de las primeras aproxi-
maciones contemporáneas a este asunto y del que aún hoy pueden interesar
varios rasgos definitorios a la hora de intentar una caracterización de tan
huidizo tipo de texto. Entre esos rasgos, caben destacar, la relevancia en el
ensayo del proceso de juzgar en detrimento del juicio en sí mismo; la condi-
ción “inacabada” de lo escrito frente al “acabamiento” de los textos
científicos; la sobrevivencia del pensamiento del ensayista y la imposibilidad
de ser superado con el tiempo dado que su escritura es “arte” y no ciencia,
etcétera (Lukács, 1985: 13-39). Avanzado el siglo, Theodor Adorno intenta
definir el ensayo, siguiendo en lo fundamental, los términos de Lukács, pero
agregando un par de nuevas características relevantes: el ensayo no puede
adscribirse ni a la ciencia ni a la filosofía, en vista de su índole intermedia y,
siendo el “ludismo” –en el sentido de la capacidad del ensayista a trasponer
las premisas previas desde donde parte su exploración–, uno de sus funda-
mentos primordiales, ya que el ensayo no puede ser considerado como un
escrito que proponga o defienda un dogma u ortodoxia (Adorno, 1962: 11-
36).
Estas caracterizaciones, siendo contrapuestas, definen el género en abs-
tracto, prescindiendo de cualquier revisión histórica de lo que se pueda
entender como “ensayismo” en los diversos momentos o épocas en que este
tipo de texto se ha manifestado. Al respecto, Miguel Gomes señala lo si-
guiente:

Si empezamos (…) a definir qué es o no un ensayo, recaeríamos probable-


mente en el mismo desacierto. Una y otra vez la crítica se ha embarcado en
empresas definitorias. Y cuantas más definiciones surgen, más tipos de ensa-
yos existen y el panorama se oscurece. Nada malo o perverso hay en
proponer una concepción universalizante del género. Por esa vía, no obstan-
te, contribuiríamos más al entendimiento de nuestra propia poética como
ensayistas que a un conocimiento “crítico” de lo que estudiamos. Buen
ejemplo ofrecen Lukács y Adorno: los ensayos de ambos no sólo podrían si-
no que deberían ser leídos a partir de las premisas que proponen para
entender el género; analizar, en cambio, el ensayo de otros autores a partir de

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esas premisas mismas conduciría a callejones sin salida –el “ensayo” conce-
bido por uno puede negar el del otro en la teoría como en la práctica
(Gomes, 1996: 8)

Por otro lado, en las literaturas latinoamericana y chilena del siglo XX, el
ensayo ha mostrado un vigoroso desarrollo debido a la variedad, intensidad
y calidad de los textos a él circunscritos y que ha consolidado con justicia la
observación de verlo convertido en la espina dorsal de la crítica en nuestro
continente, posibilitando de este modo la creación de un espacio reflexivo
atento a los disímiles avatares de nuestra modernidad y sus consecuencias
modernizadoras. Un crítico tan informado sobre esto como Fernando Ainsa
lo manifiesta del siguiente modo:

(…) el pensamiento latinoamericano se expresa a través de este género (en-


sayo) marcado por la urgencia y la intensa conciencia de la temporalidad
histórica; elabora diagnósticos socio-culturales sobre la identidad nacional y
continental (…) reflexiona sobre la diferencia y la alteridad, sobre lo propio y
lo extraño en ese inevitable juego de espejos entre el Viejo y el Nuevo Mun-
do que caracteriza la historia de las ideas en un continente enfrentado a
contradicciones y antinomias (…) el ensayo ha propiciado también denun-
cias de injusticias y desigualdades y ha inspirado el pensamiento
antiimperialista o el de la filosofía de la liberación con un sentido de urgencia
ideológica más persuasivo que demostrativo y donde el conocimiento del
mundo no se puede separar del proyecto de transformarlo. De ahí su intensa
vocación mesiánica y utópica (…) (Salas A. comp., 2005: 239-240)

Bajo tal premisa una caracterización en “abstracto” de lo que es el ensa-


yo, desdibujaría la riqueza conceptual, estilística e ideológica que le es
intrínseca, pues de lo que se trata es de percibir en las concepciones ofreci-
das por la misma escritura ensayística, las transformaciones formales e
históricas a las que se ve sometida, no desde una idea de progreso o evolu-
ción en tanto tales, sino más bien en lo que las necesidades literarias y vitales
de quienes escriben y leen otorgan significado. Son justamente esas necesi-
dades las que condicionan al texto y dan cuenta de su temporalidad. En este
entendido, por lo demás, ensayo y crítica van de la mano en un maridaje que
rebasa los compartimentos especializados de la discursividad intelectual en
boga. Tal maridaje hace tanto de la literatura, la historiografía, la filosofía, la
antropología, la estética y otros muchos saberes, sus fuentes fecundas y alec-
cionadoras, convirtiéndose simultáneamente en la respectiva disidencia de
los mismos. De esta forma, el ensayo contribuye con la peculiarísima retóri-
ca de su enunciado (un yo que acepta, rechaza o escamotea) a un
desplazamiento de los horizontes del sentido o a su cuestionamiento siem-
pre necesario. Horizonte socavado por ese yo enunciante que convierte o
transforma los paradigmas de lo real en marcas de un significado en perma-
nente devenir. Por eso la escritura del “yo” ensayístico ha logrado una
notable autonomía y no teme manifestarse como poseedora de un saber

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fundado en su actitud indagativa y exploratoria que, a su vez, se sustenta en
el rendimiento estético de su gratuidad escritural gracias a un gesto que pone
en permanente entredicho sus múltiples referentes. De esa manera, todo es-
cribir ensayístico aspira a una “perspectiva”, porque el yo que se despliega
en la escritura busca o tantea un equilibrio ante el vértigo y el abismo de su
discurrir. A su vez, esa misma “perspectiva” devela un distanciamiento que
se instaura en tanto el ensayo posee la permanente tensión de aspirar a
transformarse en “eso otro” de lo cual se distancia y que se configura como
desplazamiento deletéreo. Como ha señalado Gregorio Kaminsky con pro-
piedad: “mientras que mantiene tan sólo un alcance de proximidad, de
tentativa, de merodeo, de balbuceo, el ensayo, aun dentro del dominio de los
rigores por lo verdadero, está regido por el mundo de la intencionalidad…”
(Percia comp., 1998: 78)
Esta certidumbre indesmentible del valor crítico e ideológico que posee
el ensayo y que hace del “yo” de su enunciado el eje sobre el cual se articula
sus disposición exploratoria, sigue dejando abierta la pregunta por su ins-
cripción y caracterización, tensionado las fluctuantes fronteras entre los
diversos saberes disciplinares. Aún más, esa pregunta se vuelve necesaria pa-
ra instalar una reflexión que no sólo legitime su pertenencia a la
institucionalidad literaria, sino también se hace pertinente para entrever su
modulación formal y su inscripción contextual. De aquel modo, caracterizar
al ensayo equivale a requerir e indagar por una serie de planteamientos fun-
damentales: ¿es un tipo de texto cuyas peculiaridades se puedan definir?, ¿en
qué lugar habría que inscribir su descripción, en la literatura, la filosofía, en
la historia de las ideas?, ¿son pertinentes y viables teóricamente las premisas
para decidir su especificidad literaria?, ¿y de qué forma entonces su propia
existencia tensiona las fronteras de esa misma especificidad, vulnerando
cualquier clasificación estanca y aún poniendo una cuota de incertidumbre
respecto de lo que se considera propiamente “literario”?. Dar cuenta de es-
tas preguntas no es menor si se considera la permanente desorientación y
discusión que ha causado entre teóricos y críticos literarios un tipo de texto
amplio, versátil y que ha sido vinculado, tradicionalmente, al interés que pu-
dieran suscitar sus contenidos o la información acerca de la situación social
o sobre la ideología o el sistema de valores de su autor. Texto de una alta li-
bertad compositiva y de una aparente indeterminación formal, pone en
entredicho los intentos clasificatorios de la tradición genológica más usual.
Pero por supuesto que no es objetivo del presente artículo, dirimir y menos
sancionar una clausura a tal debate, rico en ideas, planteamientos y conside-
raciones de estimulante divergencia y valor teórico.
No obstante, se hace necesario sustentar la posición de lectura que nos
guiará, abordando la pertinencia teórica del ensayo desde esa actitud indaga-
tiva que le es propia y sobre la que descansa buena parte de su significación
de versatilidad y cuestionamiento. Es a esa actitud indagativa a la que que-
remos hacer referencia como sustentadora específica del ensayo, viéndola

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desde el prisma deboriano de “deriva”: un viaje exploratorio que devela la
articulación de las discursividades hegemónicas que se hallan en el sustrato
mismo de la “ciudad letrada”, propiciando un correlato alternativo fundado
en la distancia que posibilita la autorreflexión que le es propia a ese “yo” es-
critural y que, ciertamente, contribuye a comprender tanto la historización
misma del ensayo, como la(s) representación(es) de su propia legibilidad en
los contextos de su producción.1

II

El ensayo es, ciertamente, un género moderno que posee una data explí-
cita y cuyo origen se halla contextualizado en el renacimiento humanista del
siglo XVI, teniendo a Michel de Montaigne como su padre fundador.2 Esto
no deja de ser sintomático, ya que la sola mención a Montaigne, delata la pe-
culiar práctica escritural que convierte al ensayo en una textualidad
divergente de otro tipo de textos. Justamente es aquí donde asistimos al des-
cubrimiento, en la escritura, de un “yo” nominado, no anónimo, poseedor
de una prestancia personal que valora el pensamiento independizado de la
masa, pensamiento que configura una efigie de ser humano centrada en el
autoanálisis y la autoconciencia. Algo semejante a lo que acontecía de modo
contemporáneo con el auge del retrato y del autorretrato como géneros
pictóricos durante los siglos XVI y XVII. Esta última analogía se vuelve su-
gestiva, ya que a partir del modelo pictórico del dibujo o boceto es dable
referirse a ciertos procedimientos, derivados de la nueva concepción rena-
centista, que también operan en la configuración del ensayismo de
Montaigne y que hacen referencia a la “disposición estética” que opera en la
configuración de su escritura, atendiendo a su despliegue gratuito y autóno-
mo, rigiéndose por el razonamiento que desplaza todo concepto de
“auctoritas” a mera alusión que no de mecanismo efectivo de articulación
retórica. Lo primordial es advertir que Montaigne inaugura un modo de en-
tender la disposición retórica del ensayo alrededor de la primera persona de
singular desde donde se organizará de manera predominante, toda referencia
personal, temporal y espacial de la textualidad ensayística. En el acto mismo
del discurrir ensayístico –libre e inacabado–, se muestran los recorridos del
pensamiento, las exploraciones del sentido nacidas de la autorreflexión y la

1 Lo que aquí hemos denominado como develamiento de las discursividades hegemónicas por parte de la

escritura ensayística en tanto escritura crítica, hace referencia a lo que Liliana Weinberg ha llamado “la
forma de la moral y la moral de la forma” en el ensayo latinoamericano y que, ciertamente, puede ser vis-
to como el proceso indagatorio y explorador, característico del género ensayo, en relación a auscultar,
exponer y desentrañar, no sólo a nivel de contenido, sino en tanto estrategia retórica de su propio enun-
ciado, las estrechas vinculaciones habidas entre el sujeto y su contexto.
2 En este sentido estamos con aquellos críticos que sitúan al ensayo como producto de la modernidad,
frente a aquellos que desean rastrearlo a épocas pretéritas, incluso a la tardía antigüedad greco-latina.

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concurrencia entre voluntad y expresión. Todo ello conlleva una serie de
consecuencias que hacen sino confirmar la inscripción del ensayo como
género genuinamente moderno:

El humanismo, al restaurar la cultura clásica, sugirió un sentido del mundo


que lo removió todo en el siglo XVI, uno de los más densos y agitados de la
historia. Dos visiones sobre todo, venían a modificar la orientación humana:
la jerarquía a que se elevó la conciencia individual (creciente, hasta culminar
en la “Declaración de los derechos del hombre” a fines del siglo XVIII) y la
metodología de las ciencias, que abatió todo principio de autoridad intelec-
tual, según al habían entendido los que se atuvieron a Aristóteles como
norma del saber, privando así de fecundidad la obra del estagirita. (Vitier,
1945: 19)

La modernidad del ensayo queda establecida tanto por la nueva concep-


ción del sujeto del enunciado que inaugura su propio discurrir, como por las
marcas de significado que ese mismo sujeto, al manifestarse, establece como
propias en la peculiaridad del ensayo en tanto género y que hace de la auto-
rreflexión su fundamento.
Si la modernidad ha establecido categorizaciones de análisis –teoría de
los géneros- para el abordaje de la textualidades que configuran el entrama-
do discursivo que llamamos “literatura”, vale dar cuenta de la manera o
modo en que aquel entramado se manifiesta. Ahora bien, la forma ha sido
(es) siempre la meta, el fin último o como manifiesta el joven Lukács, el
“destino” de las obras superiores y, en consecuencia, es hacia aquel horizon-
te a donde se orientarían los deseos y esfuerzos más concienzudos de todo
escritor (Lukács, 1985: 27). Es que la forma permite delimitar y establecer
las fronteras de la materia de la obra contribuyendo de esa manera a confi-
gurar un punto de vista que se articula coherente consigo mismo,
obedeciendo a un principio de estructuración que permite al escritor, expo-
ner un ángulo de realidad que la escritura, escamoteada en su aprehensión
de sentido, otorga con no menos vigor o reconocimiento.
La posición del “yo” ensayístico, sin embargo, se vuelve divergente y di-
versa frente a esto: mientras que el poeta, el dramaturgo y el novelista llevan
a cabo una aprehensión titánica al vérselas con la materialidad del lenguaje
para configurarlo y así otorgarle sentido, el “yo” ensayístico no emerge ni
parte de los arcanos previos del lenguaje desconfigurado, sino que siempre
da inicio a su devenir desde una materia ya dotada de forma (libro, obra de
arte, experiencia de vida). Esto le permite vivenciar, interiorizar, sentir e in-
terrogar a esas formas preestablecidas para convertirlas en la ocasión que
motiva un punto de fuga que revierte la aparente docilidad del sentido, vol-
viéndose paradojalmente no la enunciación repetitiva que confirma lo que el
texto de base indica o pretende clausurar en su seguridad textual, sino más
bien, permitiéndose la intrepidez de entreabrir una ventana para que la in-
certidumbre, la duda o el escepticismo, se adentren hacia el tejido en

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apariencia seguro de esas enunciaciones basadas en su propia autoconfigura-
ción y estabilidad.
Es este último gesto, tan propio de la escritura del “yo” ensayístico, el
que es posible analogar con el concepto de “deriva” propuesta por el situa-
cionismo de Guy Debord. Recordemos que para el francés, este término se
presenta como una técnica de pasos ininterrumpidos a través de ambientes
diversos y que hace de la ciudad su escenario predilecto: la exploración de
un espacio fijado previamente, como lo es el urbano, supone por tanto el es-
tablecimiento de las bases de partida y el cálculo de las direcciones de
penetración en la indagación exploratoria. Por ello el concepto de deriva
está ligado indisolublemente al reconocimiento de efectos de naturaleza psi-
cogeográfica y a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo
que se efectúa en el recorrido azaroso del sujeto. Ese comportamiento im-
plica un desplazamiento, desplazamiento que, como experiencia urbana,
convierte, justamente, al azar en el sustento axiomático de sí mismo. De
aquella forma el azar juega en la deriva un papel tanto más importante cuan-
to menos asentada esté todavía la observación psicogeográfica. Pero la
acción del azar es conservadora por naturaleza y tiende en un nuevo marco,
a reducir todo a la alternancia de una serie limitada de variantes y a la cos-
tumbre. Al no ser el progreso más que la ruptura de alguno de los campos
en los que actúa el azar mediante la creación de nuevas condiciones más fa-
vorables a nuestros designios, se puede decir que los azares de la deriva son
esencialmente diferentes de los del paseo, pero que se corre el riesgo de que
los primeros atractivos psicogeográficos que se descubren fijen al sujeto o al
grupo que deriva alrededor de nuevos ejes recurrentes a los que todo les
hace volver una y otra vez. Esta fijación de la deriva por diferenciarse del
paseo es primordial: ciertamente en el situacionismo la deflación del recorri-
do al volverse recurrente en las diversas fijaciones que buscan una seguridad
otorgada por el sentido en tanto un a priori del desplazamiento, se trans-
forma en la tentación permanente para quien practica tal ejercicio (Debord,
1999).
Ahora bien, se vuelve interesante y productivo establecer de modo tenta-
tivo una analogía que, en su sello, creo que puede esclarecer lo que el “yo”
ensayístico busca en su despliegue escritural, posibilitando el desplazamien-
to: pues lo que es la deriva respecto al paseo en el situacionismo, puede ser
la ironía respecto a la doxa en la escritura ensayística. Esto lo enunciamos a
modo de propuesta para cuyo desarrollo explicativo me limitaré a rastrear
un par de puntos que considero primordiales y representativos.
En primer término, la ironía: el “yo” del enunciado ensayístico pareciera
estar ocupado siempre de libros, imágenes, objetos, cosas mínimas, residuos
culturales, representaciones de la memoria o simples hallazgos de un reper-
torio anecdótico que utiliza como sustento un marco histórico determinado.
La ironía en este caso es más bien una estrategia o recurso de aquel yo para
enmascarar sus inquietudes más radicales, más acuciantes y reveladoras, más

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necesarias en su angustia metafísica. Y ello bajo el ropaje de lo secundario,
bajo el aspecto de la glosa, el comentario o de la disgresión ocasional. En
verdad, el yo ensayístico siempre habla o refiere acerca de “cuestiones últi-
mas”, aquellas que incomodan, zahieren o desestabilizan la modorra
cristalizada de las opiniones con pretensiones de esclarecimiento o autosatis-
fechas de sí mismas, de su “verdad”. Como apunta el ensayista chileno
Martín Cerda, esta “paradoja corresponde a lo que en lo esencial, dice la pa-
labra “ironía”: eironeia fue, para los griegos, lo que hoy llamamos disimulo y
derivaba de eromai (yo pregunto), y constituye, por lo tanto, una interroga-
ción enmascarada o, como dice el diccionario, el arte de preguntar fingiendo
ignorancia” (Cerda, 1982: 24-25). Vemos entonces que lo fundamental de
ese yo que vaga de objeto en objeto, de libro en libro, de cosa en cosa, no
reside en la preocupación de esos elementos en sí mismos: se vuelven pre-
texto, posibilidades a seguir y son, literalmente, deconstruidos, vueltos
“otros” en aquel ejercicio socrático que les hace notar –como diría Lukács–
la radical concepción del mundo en su desnuda pureza.
En segundo término, en su discurrir, el “yo” ensayístico hace de la frag-
mentación, su razón de ser. No se trata, sin embargo, de invocar un linaje
formal, sino de justificar una forma, modo o práctica de escribir. El yo en-
sayístico –desplegado en la máxima, el aforismo, la anotación– no busca la
textualidad concebida como los restos de una totalidad perdida que hay que
salir a recobrar. En absoluto, lo que apreciamos más bien es una manera que
posee la escritura de responder a un determinado tipo de coyuntura históri-
ca, como asimismo a un modo de mirar, asumir y valorar el mundo. La
fragmentaridad, implica, qué duda cabe, una fractura o crisis, un quiebre so-
cial, como a su vez una infracción de todos los lenguajes que, de una u otra
forma, intentan enmascarar o taparla. Lo que vuelve relevante a todo escrito
fragmentado, es lo que quiebra o fragmenta a la escritura. Esa infracción de
los discursos instituidos, socializados, en otros términos “doxologizados”, es
lo que constituye la razón de ser misma del ensayo, del sujeto que enuncia y
hace patente la crisis en su propio desenvolvimiento y que abrevia, resume o
condensa en su actitud la negatividad del sentido.

III

A modo de conclusión, podemos advertir que esta breve caracterización


del “yo” ensayístico, permite establecer la zona o espacio de validez donde
se cumple su promesa en tanto escritura, pues el ensayo no pretende, hoy
por hoy, exponer una visión o saber total, sino más bien, introducir una mi-
rada discontinua en un mundo en donde se operativizan, ocultan o
enmascaran diversos lenguajes “totales”, monolíticos y opresivos. De esta
manera, el “yo” ensayístico se vuelve el hermano hereje del yo lírico y del yo
novelesco: el aparente nimio compromiso radicado en su vagabundaje, en su

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errancia, transforman a este yo, en un enunciado excéntrico, excentricidad
que le protege y a la vez le estimula en su discurrir para hallar en la disconti-
nuidad, no sólo el esparcimiento estético de su configuración formal, sino
también, la raíz crítica que le hace ser mirada y guiño, cuestionamiento y cer-
teza, exploración y circunstancia aparencial. Es en la pretendida
“superficialidad” que otorga el desplazamiento y que el situacionismo eleva a
categoría de análisis, donde es dable encontrar en el ensayo lo más producti-
vo de su “herejía” y que nos hace que volvamos hacia aquel yo, como hacia
una máscara carnavalesca tras la cual, el rostro siempre es otro, alejándose
de nosotros con su eterna carcajada.

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BIBLIOGRAFÍA

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