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Andrea Carolina Ramírez Zuluaga.

Tiempos de urgencias. Memorias de un hospital.


Andrés Aguirre. Paciente #12.
Enfermera: Lucía Henao.
Aún recuerdo cuando Andrés llegó al hospital, nunca podré olvidarlo, nos habían advertido desde el
día anterior del clásico y de sus consecuencias. Yo no lo podía creer, siempre había escuchado en la
radio, en la televisión, en el barrio como la ciudad enloquecía por ese partido, y aun así no sabía que
hacer mientras alguien se debatía entre la vida y la muerte por el amor a una camiseta, a un equipo.

El doctor Ospina nos había reunido a todas las enfermeras de urgencias y nos había dicho que el
siguiente día posiblemente tendríamos varios casos en los cuales deberíamos dejar atrás cual fuera
nuestra preferencia en el futbol, y muchas veces nuestra moral social, ya que, el hospital, al ser el
más cercano al Pascual Guerrero, era el lugar en donde los heridos, y muchas veces las riñas sin
heridos aún, se encontraban entre ellos y con el cruel destino.

Creo que por eso fue que me sorprendió tanto la llegada de Andrés, él no parecía ser uno de los
típicos involucrados en las riñas post-clásicos. Él llegó solo, pidiendo ayuda, no llegó cantándole a
un equipo, él llego pidiendo por su vida y nada más. Le habían disparado en el hombro izquierdo
por el simple y muy humano acto de caminar hacia su casa después de un día de trabajo. Recuerdo
cómo iba vestido a pesar de toda la sangre que había perdido y que manchaba su ropa, llevaba una
camiseta de batman y unos jeans rotos, no llevaba ningún escudo, no llevaba ninguna razón por la
que alguien quisiera atentar contra su vida.

Esa noche no atendí a Andrés, solo lo vi llegar. Él se convirtió en mi paciente dos días después,
cuando logró despertar después de la cirugía, ya que fui yo la enfermera que tuvo que acompañarlo
en su recuperación. Fui yo la persona que tuve que explicarle como la irracionalidad de otros lo
tenían en una cama, sin memoria y con la movilidad de un brazo comprometida. Fui yo quien tuve
que ver cómo un hombre, Andrés tenía 26 ese día, trataba de entender las injusticias de la sociedad
y de la vida desde la cama de un hospital mientras sus agresores recorrían la ciudad sin enterarse
de la situación de su víctima. Como sus agresores seguían trasmitiendo vida a través de sus cantos
a un equipo sin darse por enterados del destino de Andrés. Fui yo quien tuve que ver como lloraba
y maldecía de impotencia al no poder recuperar la memoria los primeros días, cómo se debía sentir
ese hombre, sin saber quién era, reducido a ser una víctima de la violencia del futbol, deporte que
ni siquiera él seguía. También fui yo quien tuve que ver como se recuperaba, como volvía a sentirse
él, pero también tuve como nacía en él un odio profundo, y muy poco sano, hacía el futbol y
cualquiera que estuviera relación con ese deporte. Fui yo quien tuve que ver, de nuevo, como el
futbol producía más odio que felicidad en la sociedad colombiana.

La noche en que Andrés fue ingresado Cali había perdido contra Millonarios, el equipo bogotano, 3-
2. Los asistentes y televidentes del partido, que fueron al parecer casi toda la ciudad, pelearon por
semanas asegurando que les habían robado el partido y con eso la clasificación a la final del
campeonato nacional. Según los medios, nacionales y regionales, había sido tal la decepción y la
rabia de los caleños esa noche que la ciudad tenía un nuevo record de criminalidad, más de 20
víctimas y 7 muertos había dejado la derrota del equipo caleño esa noche.

Según el doctor Corredor el caso de Andrés no era único ni excepcional. Todos los días, a ese y a
todos los hospitales del país, y creo yo, del mundo, llegaban personas inocentes víctimas de la
Andrea Carolina Ramírez Zuluaga.

violencia que el futbol despierta en la sociedad. Aquí en Cali, de norte a sur sin mediar en el estrato,
se ven a diario niños, jóvenes y adultos que con su camisa y su mirada fiera defienden a cualquiera,
ataque o no, su equipo. Aquí en Cali defender los colores de un equipo es más importante que
garantizar la seguridad y nivel de vida de la población.

Andrés pudo salir cuatro meses después del hospital, con algunos tornillos en su hombro izquierdo
y secuelas mentales de por vida, mi paciente tendría que vivir medicado y con dependencia
psicológica hasta que muriera fruto de la depresión que sufría desde la pérdida de su memoria y del
shock que había causado el no saber quién era. Aun así, ni el estado ni el gobierno local movieron
un solo dedo para remediar el daño, según ellos la violencia era algo natural en el futbol y Andrés
no era una víctima legitima sino un daño colateral de la felicidad del pueblo colombiano.

Seis meses después de la última vez que vi a Andrés, me enteré que mi paciente cayó en depresión
al no poder recuperarse del trauma que le generó el ataque. Según las enfermeras del área
psiquiátrica, con quienes hablé inmediatamente después de ver a lo lejos a la madre y hermana de
Andrés, tan pronto Andrés salió del hospital empezó a sufrir de ataques de ansiedad cada vez más
frecuentes, a tal punto que tuvo que renunciar a su trabajo, aunque es más seguro que lo hayan
despedido, porque no podía soportar la angustia de sentirse vulnerable todo el tiempo. A partir de
ese momento tomé como costumbre, después de acabar mi ronda de la mañana, acercarme a la
habitación de Andrés para charlar, o no, con él. Era duro verlo en ese estado después de cómo se
había recuperado de la lesión inicial, no cualquiera se recupera físicamente de un trauma como
aquel, aun así, desafortunadamente, las sorpresivas secuelas psicológicas no habían sido superadas
como las físicas. Con el paso de los días, me hice bastante cercana a la familia de Andrés,
especialmente de su hermana, quien me había tomado como mentora sin yo darme cuenta, ya que
había decidido estudiar enfermería cuando acabara el colegio para poder, como yo, ayudar a
aquellos que como su hermano podían ser víctimas de la pérdida del equipo del alma de alguien.
No fui capaz de decirle, y aún tampoco lo soy, de decirle que, con cada paciente, con su hermano,
yo he perdido un poquito de mi cordura, de mi esperanza en Colombia.

Semana tras semana mi memoria y mi experiencia laboral crecían gracias a la muy colombiana
costumbre de llevar cualquier problema a la violencia. Contrario a lo que se esperaría, yo no ansiaba
con ganas el inicio del torneo de futbol colombiano, o el día de la madre, a pesar de las cartas llenas
de amor de mis bebés, y mucho menos las fiestas regionales ya que éstas fiestas suponían
encontrarme con mi muy fiel amiga la muerte en alguno de los pasillos del hospital. Riñas pasionales,
peleas de borrachos o una camiseta del color “equivocado” era buena razón, o suficiente, para que
la sala de urgencias entrara en movimiento, para que yo tuviera que enfrentarme de nuevo a
familias que no entendían qué había pasado o a personas que, después de haber ingresado heridas,
aún querían defender su orgullo, que creo yo perdían al momento de arrastrarse por las puertas del
hospital.

Hoy, con dolor, escribo la última visita de la muerte por mí puerta. Andrés murió ayer. Hace dos
semanas los doctores determinaron que, aunque no estaba bien del todo sí estaba en capacidad de
reintegrarse a la sociedad, ya que a fin de cuentas ni el miedo se iría ni el fanatismo acabaría, así
que Andrés tenía que seguir su tratamiento fuera del hospital. Esta mañana recibí la llamada de su
hermana. Andrés no lo soportó. Andrés completo el trabajo de esos infelices que no soportaron ver
a su equipo caer en la cancha.

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