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Y sí, Dios es redondo.

Pedro Ángel Palou

En mi casa, en la biblioteca de mi padre no solo había libros, sino algo más importante,
balones de fútbol y trofeos. Los balones eran de cuero, de los de antes. Uno de ellos
estaba firmado por Pelé. Los trofeos eran del Mundial del 70, el de Juanito. Mi padre
había sido el presidente de la sede mundialista, lo sería también en 86 cuando además
presidía el club Puebla y los Ángeles de Puebla, el Básquetbol (las Abejas) y un sinfín
de actividades deportivas del estado, además de ser el primer secretario de cultura. No
había, pues, disonancia cognoscitiva alguna.
Muy jóvenes mi padre nos metió a la escuela de Futbol de Trujillo, el dominador
de balón que tenía el Guinness de más horas sin que la pelota cayera. Mis tres
hermanos eran duchos, uno de ellos, Juan Ignacio, pronto se haría portero y con los
años terminaría jugando en primera división. Hoy es el director deportivo de los Xolos
de Tijuana. Yo era malísimo. Pésimo. Mi padre se preocupó e intentó “salvarme” de la
ignominia (o salvar la honra familiar) y junto con Trujillo pensó en hacerme árbitro. Un
día al llegar a casa me regaló las reglas del fútbol, de Pedro Escartín. Y Trujillo me hizo
una y otra vez arbitrear (incluso hasta las fuerzas básicas en un Cruz Azul-Puebla), y
me obligó a estudiar. Un botellazo en un torneo de los barrios me sacó de la profesión.
Y todavía seguí arbitreando fútbol rápido.
Tenía diez años cuando conocí a Elías Nandino, el poeta de Contemporáneos.
Leí su poesía en voz alta y al final del evento el anciano vate dijo: “Gracias a la niña
que leyó mis poemas”. Así mi voz y la vista de Nandino. Ese mismo mes conocí a Pelé
en el Cuauhtémoc. El rey me tomó de la mano y salimos juntos de los vestidores ante
un estadio que lo recibía exultante. Me firmó una camiseta, me meció el pelo
condescendiente -no me había visto jugar, menos mal- y se puso a dominar el balón a
media cancha con Trujillo. Mi ídolo futbolístico, al menos, no me había hecho pasar
ningún ridículo como el viejo poeta.
Con los años seguí a mi hermano en sus diversos avatares como arquero. Con
Tigres (el DT era el maestro Reynoso), en Querétaro, en Necaxa (Villoro y Zedillo eran
los últimos hinchas que le quedaban a los Rayos), en Pachuca, donde le tocó con el
Poni Ruiz llevar al equipo a Primera División. En Tampico, en Morelia. Y luego como
entrenador. Di clases en el diplomado para entrenadores (el búfalo Poblete fue uno de
mis preclaros alumnos). Siempre eché de menos no poder patear un balón
decentemente, pero siempre me consolé pensando que Juan Ignacio, o Nacho sacaba
la casta por la familia entera. A través de él conocí a Pablo Lanari, el portero filósofo o
a jueces de línea enamorados de la literatura. Ese ha sido mi destino, leer y escribir. O
como alguna vez me dijo mi hermano: “Tú nunca jugaste ni con tu caquita”. Es verdad,
si dios es redondo a mí me ha tocado la suerte de seguir su fe como feligrés, nunca
como sacerdote. Cada domingo
Si volviera a nacer, de eso sí estoy seguro, me gustaría ser futbolista.

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